Al
curso y velocidad del tiempo Elegía a la ausencia de la patria A la perdida libertad de la patria
DON GREGORIO GUADAÑA |
Al curso y velocidad del tiempo Este que, exhalación sin consumirse, por los cuatro elementos se pasea, palestra es de mi marcial pelea y campo que no espera dividirse. Voile siguiendo, y sígueme sin irse, voime quedando, y por quedarse emplea su mismo vuelo, y hallo que desea ir y quedarse y con quedar partirse. Mi error me dice que su rapto apruebe, pero ¿dónde camino, si su esfera casi lo eterno con las alas mueve? No me atrevo a seguirle aunque quisiera. que corre mucho y temo que me lleve en el último fin de la carrera.
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Elegía a la ausencia de la patria Cuando contemplo mi pasada gloria, y me veo sin mí, duda mi estado si ha de morir conmigo mi memoria. En vano se lastima mi cuidado, conociendo que amar un imposible contradice del cuerdo lo acertado. ¿Qué importa que mi pena sea terrible, si consiste mi bien en mi destierro? Decreto justo para ser posible. Despeñado caí de un alto cerro, pero puedo decir seguramente que no nació de mí tan grande yerro. Lloro mi patria, y de ella estoy ausente, desgracia del nacer lo habrá causado, pensión original del que no siente. Si pudiera mi amor de lo pasado hacer de olvido un pacto a la memoria, quedara el corazón más aliviado. Mas es esta enemiga tan notoria, que porque sabe que me da disgusto, muerte me da con mi pasada gloria. ¡Oh quién supiera (aun por camino injusto) dónde la hierba de olvidar se cría, para morir tal vez con algún gusto! A la Tesalia fuera, y sufriría (por borrar las especies desta fiera) que me abrasara el que ilumina el día. Sin memoria quedara, de manera que pudiera juzgar con la visiva de más amor y ciencia verdadera. Pero si quiere el hado que no viva, presente esta enemiga lo pasado _pues nunca en mi pesar se mostró esquiva_. Bien quisiera, pues lloro desterrado, que aliviara de penas al sentido, para quedar de su traición vengado. Pero querer borrar con el olvido los bienes, y los males presentarme, ingratitud parece en un rendido. Si quiere con lo vano deleitarme, alentando la fe de mi esperanza, ¿cómo segunda vez podrá engañarme? No tengo, no, segura confianza de ver lo que perdí, ¡qué necio he sido! El bien que yo perdí tarde se alcanza. Perdí mi libertad, perdí mi nido, perdió mi alma el centro más dichoso, y a mí mismo también, pues me ha perdido. ¿Cómo puedo aguardar ningún reposo, si el reloj de mi vida se ha quebrado, parándose el volante perezoso? Dejé mi albergue tierno y regalado, y dejé con el alma mi albedrío, pues todo en tierra ajena me ha faltado. Fuéseme sin pensar mi aliento y brío, y si de alguna gala me adornaba, hoy del espejo con razón no fío. Mi sencilla verdad, con quien hablaba, si la quiero buscar, la hallo vendida; dejóme, y fuese donde el alma estaba. La imagen en el pecho tengo asida de aquel siglo dorado, donde estuve gozando el mayo de mi edad florida. Una contraria y deslucida nube turbar pretende el sol de aquella infancia, adonde racional origen tuve. ¡Ay de mí!, que perdí (sin arrogancia) la ciencia más segura y verdadera, aunque algunas la den por ignorancia. Perdí mi estimación, parte primera. del cortesano estilo noble llave, adonde el juicio halló su primavera. Hablaba el idioma siempre grave, adamado de nobles oradores, siendo su acento para mí süave. Eran mis penas por mi bien menores, que la patria, divina compañía, siempre vuelve los males en favores. Gané la noche, si perdí mi día; no es mucho que en tinieblas sepultado esté quien vive en la Noruega fría. Perdí lo más precioso de mi estado, perdí mí libertad; con esto digo cuanto puede decir un desdichado. ¡Oh tú, cualquiera bárbaro enemigo, fundamento crüel de mi fortuna, si gloria quieres, sirve de testigo! Sin esperanza me dejaste alguna de volver a cobrar lo que por suerte el cielo me otorgó desde la cuna. Conténtate de verme desta suerte; que ya no me ha quedado, si me miras, más firme bien que el aguardar mi muerte. Y si por ella, bárbaro, suspiras, ruega que viva, pues viviendo ganas las saetas, cobarde, que me tiras. Salieron, sí, mis esperanzas vanas, pues pensando volver a ver mi esfera, con la esperanza me llené de canas. Allá dejé mi alma verdadera, no vivo, no, con la que allí tenía (o se ha trocado en otra la primera). Hallo extranjera la que llamo mía, pues veo rebelados los sentidos, huyendo de tan justa compañía. Fábula vengo a ser de los nacidos; no es mucho que lo sea, pues llegaron a aborrecer verdades los oídos. No suelen, no, los campos que adornaron el mayo y el abril helarse al Norte, como todos mis miembros se me helaron. Ni el brazo suele (aunque al honor le importe) segar con mano fuerte los vitales, como mi herida dio sangre en el corte. No gime entre las selvas y cristales la tórtola su amada compañera, como yo mis fortunas y mis males. Ave mi patria fue, más ¿quién dijera que el nido de mi alma le faltara? pues, cuando se acredita el movimiento, de lo que fue, ni aun los amagos toma.
Hablo, y no me entienden, y esto siento tan sumamente, que me torno mudo, barrïendo sin fe mi entendimiento. Y si a vengarme del agravio acudo, el más vil de la tierra le deshace a la paciencia su divino escudo. Ninguno de razón me satisface, todo es a fuerza de pasión tirana cuanto conmigo la malicia hace. ¿Quién de mi patria santa y cortesana me trujo a conocer diversas gentes, ajenas de la mía, soberana? No hay más seguros deudos ni parientes que las piedras del noble nacimiento, que son siempre seguros y obedientes. Cuando me paro a contemplar de asiento lo que al presente soy y lo que he sido, el ansia se me dobla y el tormento. Cuando me veo solo y perseguido, reparo si yo soy el que merezco la imagen de mi ser en tanto olvido. Y si me llaman, sin sentido ofrezco la vista al hombre, hallándome engañado de ver que aun a mí mismo me parezco. Si me recuerdan mi perdido estado, como si algún letargo me dejara, respondo con semblante alborotado. Y si en mi rostro el sabio reparara, leyera en letras de color de cera la pasión del espíritu en mi cara. Perder la libertad, ¿quién lo sufriera, sino la ley de honor, que siempre ha sido en el honrado superior esfera? Bien pudiera volver favorecido, mas eso fuera bueno si llevara lo mismo que saqué del patrio nido. Si con volver mi fama restaurara, a la Libia crüel vuelta le diera; que morir en mi patria me bastara. Pero volver a dar venganza fiera a mis émulos todos, fuera cosa para que muerte yo propio me diera.
Ampáreme la mano poderosa; que con ella seguramente vivo libre de esta canalla maliciosa. Bien sabe el cielo que con sangre escribo del corazón estos renglones puros; que al fin el cuerpo es animal nocivo. Él no puede seguir estos seguros dolores del espíritu, que el alma los llora dentro de sus propios muros. Y pues se queda mi destierro en calma, tomen ejemplo en mí cuantos pretenden en tierra ajena vitoriosa palma; que no hay segura vida cuando la libertad está perdida.
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A la perdida libertad de la patria Si de la libertad desposeído estoy y formo voz, ¿cómo lamento suspiros que se quedan en el viento, pesares que no llegan al oído? Quien su patria perdió tiene perdido el que juzga tener entendimiento, que el que vive sujeto al sentimiento y no muere, carece de sentido. más es que como vive la esperanza, vecina del dolor, por consolarme, dice que tenga en ella confianza; pero mejor le fuera no engañarme, pues si me sale falsa su fianza he de pagar la deuda con matarme. PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS RELACIONADOS CON EXILIADOS |
¿Qué incendio sin espíritu se sube a la eminencia del discurso, cuando ser presumí lucero, derribando el muro denso desta hinchada nube? ¿En qué volcán me abraso, si yo anduve en mi primera edad siempre vagando simples regiones, dócil alentando la infancia alegre que en mis años tuve? ¡Oh hidrópica ambición!, ¡sin duda alguna tú eres la llama que me abrasa el pecho, sedienta de los bienes de Fortuna! Déjame ya con el agravio hecho, vuélveme a la inocencia de la cuna, pues por hacerme grande, me has deshecho. |
CAPITULO PRIMERO.
Cuenta don Gregorio su patria y genealogía. Si está de Dios que yo he de ser coronista de mi vida, vaya de historia. Yo, señores míos, nací en Triana, un tiro de vista de Sevilla, por no tropezar en piedra. Mi padre fue doctor de medicina, y mi madre comadre: ella servía de sacar gente al mundo, y él de sacarlos del mundo; uno les daba cuna, y otro sepultura. Llamábase mi padre el doctor Guadaña, y mi madre la comadre de la Luz; él curaba lo mejor del lugar, y ella parteaba lo mejor de la ciudad: quiero decir que él curaba al vuelo, y ella al tiento. Andaba mi padre en mula, y mi madre en mulo, por andar al revés, y todas las noches, después de vaciar las faldriqueras, se contaba el uno al otro lo nacido y lo muerto. No comían juntos, porque mi padre tenía asco de las manos de mi madre, y ella de sus ojos, por haberlos paseado por las cámaras o aposentos de los enfermos. Cuando había algún parto secreto, el sobreparto curaba él, y el parto ella, y todo se quedaba en casa. Mi padre daba remedios para fingir opilaciones, y mi madre a los nueve meses desopilaba a todas. Un tio mío, hermano de mi padre, era boticario, pero tan redomado, que haciendo un día su testamento ordenaba que le diesen sepultura en una redoma por venderse por droga. Era su botica una piscina de ellas, y el ángel que la movía era mi padre, pero los pobres que caían en ella, en vez de llevar la cama a cuestas, los llevaban a ellos. No se daba manos mi tio a llenar su botica, ni mi padre a vaciarla; y entre los dos había cuenta de medio partir cada mes, por lo bebido y purgado. Si un enfermo había menester un jarabe, mi padre le recetaba diez, y si una medicina, veinte; y con este arbitrio estaba de bote en bote la casa llena de dinero a pura receta baldía, igualando mi padre las enfermedades; pues todas gozaban igualmente de su providencia. Cuando un enfermo decía que no podía tomar purga, mi padre le hacía tomar píldoras, y si no gustaba de ellas, las comutaba a pócimas, y de no a jarabes; y cuando el enfermo estaba en su opinión, él se despedía; y de esta manera obligaba a todos a beber, o a reventar, que todo es uno, cuanto recetaba. Nunca fue único en los remedios, porque hubo día de veinte y cuatro, a hora por remedio, o a remedio por hora, y sin remedio los iba despachando a todos. Cuando él conocía una enfermedad corta, le largaba la rienda, y cuando caminaba mucho, se la tiraba, y entre andadura y trote, nunca la dejaba llegar a la posada de la salud, antes la rodeaba por el camino de la muerte, sesteando todos en casa de mi tio el boticario. Tasaba mi padre sus recetas como para sí: y solía muchas veces reñir con su hermano, con lo cual aseguraba los enfermos. Llamábase mi tio Ambrosio Jeringa, si bien a Jeringa le comutaron muchos a Purgatorio, por los muchos que purgaban en su tienda los pecados de atrás. Tenía mi madre un hermano cirujano; era la llave de mi padre, y con ella abría todo el lugar. Llamábase Quiterio Ventosilla. Era el hombre más dado a perros que vi en mi vida, porque hacía anatomía de cuantos topaba en la calle: perseguía aun después de muertos a los pobres del hospital, y no paraba hasta verles los hígados y sacarles las entrañas: solía decir que abriendo los muertos, sanaba los vivos; pero yo nunca le vi abrir ninguno que no le abriesen primero la sepultura. Era hombre tan carnicero, que el día que no cortaba carne partía huesos: hacía una sangría por excelencia, o por señoría; pero había de ser en ayunas, que después de haber bebido, porque él no comía jamás, de cinco picadas, apenas acertaba una; y como mi padre le conocía la enfermedad, aplicábale la mañana por remedio. Era tan noble que jamás sacó sangre baja, siempre picaba alto. Cuando sangraba del tobillo a alguna dama, asistía mi padre con una luz, y mi tio traía la sangre más peligrosa, a pesar de los humores más ocultos. Tenía a fuentes apestado el lugar, y así daba botones de fuego a los nacionales, como si no lo fueran; estaban reputadas sus tientas, por tentaciones del diablo, y jamás abrió postema que no la hiciese. Alegrábase su alma cuando oía espadas en la calle, pero si no había heridos, decía que todos eran unos cobardes. Sus ungüentos eran bufones de las heridas, entretenían un año y dos las llagas: era grande alegrador de un casco, pero más del suyo. Mi abuelo por parte de padre era sacamuelas; llamábase Torribio Quijada, y desempedraba una, y aun dos, a las mil maravillas. Solía ponerse en la plaza, con un rosario de huesos al cuello, y hacía una oración tan piadosa, que la mayor parte de la gente estaba la boca abierta escuchándole. Limpiaba dientes y muelas con tal gracia, que nunca más se hallaban en la boca. Ninguno llegó a sus manos con dolor de muelas, que no saliese con otro mayor. Disciplinaba una boca con agua tan fuerte, que duraba la llaga en cuanto había boca. Era destilador de cuantas aguas introdujo la malicia humana; sus redomas eran reliquias del Jordán, y llovían damas y en su bolsa dinero, porque las mudase caras todas las noches; y él las mudaba de forma, que no las conocían sus amantes, sino cuando él quería. Quitaba canas, tenía mudas, y mudaba rostro a otro barrio cuando se lo pagaban. En esto de poner dientes era único; tan bien los ponía como los quitaba: pero en lo que ninguno le llevó ventaja, fue en hacer ojos; podía uno quitarse los suyos por ponerse los que hacía, y era tan letrado en esta materia que con haber hecho dos mil tuertos derechos, ninguno veía la claridad de su justicia. Mi abuela, por parte de madre, se llamaba Aldonza Cristel, y tenía por oficio ayudar con ellos a las damas. Servíase para tales actos de una jeringa italiana, tan suave y delicada, que su ojo no era mayor que el de una aguja; y con ella hacía una labor a los ojos de quien la miraba, que ni aun el movimiento del hilo se sentía. Tenía la mano tan hecha a deshacer agravios retenidos, que no había dama por delicada que fuese que no fiase de ella en ausencia y en presencia su peligro. En su mocedad fue un lince, y conservaba los ojos tan claros que no se le escapaba el más oscuro. Cuando una dama melindrosa rehusaba ponerse en sus manos, ella la ponía la aguja en la suya y buscaba el norte; y cuando lo erraba, tomaba la altura y alcanzaba el puerto sin borrasca. Tenía en su casa dos baños, no los de la reina mora, por ser cristíanos los que se bañaban en ellos; pero en el aseo, limpieza y libertad, no debían nada a los del gran turco. El uno era masculino y el otro femenino, y por ciertos arcaduces se juntaban sus aguas. Servía mi abuela de lavar trozos de cristal y ninguna dama, por bien que se limpiase, salía enjuta; bien acondicionada, sí. Poseía el secreto de un agua tan potente, que la más estéril se hacía fecunda a los primeros tres baños: y así jabonaba ella soles como camisas. Gustaban mucho las cortesanas del agua caliente que venía encañada por unos arcaduces, tan naturales por su artificio, que mal año para el de Juanelo. Una prima hermana mía, hija de mi tio el cirujano Ambrosio Jeringa, era maestra de niñas; llamábase Belona Lagartija, y era tan extremada en todo género de costura, que labraba un enredo de noche sobre la almohada, tan bien como de día le zurcía. Tenía a cargo algunas niñas, no tan niñas que no tuviesen niños que las llevasen y trajesen de la escuela. Era la señora mi prima tan prima en la bucólica doctrina, que después de haber juntado sus discípulas las meriendas, se las comía. Tenía arte y natural de robar los corazones a todos sin ser gavilana. Era dama tan gentil que idolatraba una estafa mejor que al sol; y presumía tanto de serlo, que traía pendientes de sus rayos los mejores planetas del lugar, y yo entre ellos. Hacía junta de sus discípulas, y cantábales la cartilla en dos palabras. El mejor arte que tenía era subirse sobre su doctrina, y a meneos y gestos enternecía la naturaleza. Ninguna salió de sus manos que no supiese bordar un embuste tan bien como Celestina; prendíase de forma, que se soltaba cuando quería. Azotaba sus niñas cuando venían tarde y hasta que derramaban mil lágrimas no cesaba el castigo: jurábasela con el dedo, si no ganaban la palmatoria, y como a ella no le tocaba la palma por no ser mártir, quería hacer notoria su virginidad. Tenía extremada gracia en enseñar a escribir: sus discípulas traían el papel y ella les daba plumas. La tinta era negra como la noche, y de esta forma en nueve meses sacaban forma y materia perfecta. Muchas mocitas iban a su escuela por aprender labor, y principalmente por saber hacer puntas y encajes; y llevaban hecha la costura, el encaje y la punta, tan perfectos que sus dueños lo juzgaban por hecho en casa. Era la suya de grande recogimiento; nunca consentía que sus discípulas holgasen; siempre trabajaban con la aguja en la mano de noche y de día. Gustaba mucho que sus niñas se tocasen bien, y en razón de posturas, reverencias y gestos, era única, y temíanla tanto que cuando las enseñaba ninguna se meneaba sin su licencia. Cuando venia a su escuela algún galán a hablar con su parienta, los mandaba hablar juntos en otra pieza, porque las otras muchachas no perdiesen su labor escuchando la plática, que siempre fue amiga de dar buenos ejemplos. Un primo mío, hijo de mi tio el boticario Ambrosio Jeringa, era alquimista; llamábase Crisóstomo Candil, y solo le faltaba quemarse a sí, para hallar la piedra filosofal, porque él lo era. Había traído gran cantidad de orates engañados, sobre convertir las piedras en oro, y como no se convertían, las habían dado por heréticas, y a él también. Era su casa el último cuartel del infierno, donde penaban los metales los pecados de mi primo. Era el diablo filosofal, cuando se ponía a martirizar los mixtos y los simples, siendo el mayor que alimentó la ignorancia. Un día riñó con un criado suyo, sobre que no podía meter en los cascos la piedra que tantos buscaban; rióse el mozo y él le tiró unas tenazas que tenía en la mano; el criado, sentido del golpe, oyéndole decir que no hallaba la piedra, le tiró una que tenía, y metióle en los cascos la piedra mortal, en lugar de la filosofal, y púsole en peligro de ir a buscarla al infierno. Había gastado la botica de su padre en estas locuras, pero la botica daba para todo, y aunque no lo diera, él esperaba restaurarla, a puro acrisolar disparates. Bullía como un azogue, a fuerza de tratar con él, y tenía trasladadas a su casa las minas de Almadén, con calidad de dar su alma a la piedra filosofal, a quien adoraba por fe, aunque mala. Tenía hecho pacto con la fragua de morir en ella, tanto la quería, por haberle robado con el mucho amor o calor el poco juicio que tenía. Mi bisabuelo, por parte de padre, era saludador: llamábase Estefanio Ensalmo, y su mujer Casilda Pomada. Nació con tal gracia mi bisabuelo que desde la barriga de su madre venía soplando: aprendió este oficio con un alguacil de los vagamundos en Sevilla, y de un soplo suyo resucitaba un proceso. Ninguno le llevó ventaja en soplar hacia dentro: era la destrucción del vino pero pareciéndole mal soplar en secreto, determinó de soplar en público; armóse de la hechura de un crucifijo de latón, y púsose en el arenal de Sevilla a saludar bolsas. Tenía un muchacho hecho a la mano; este en achaque de rabiar, se le ponía delante, pidiéndole soplase; él besaba la cruz tres veces, que nunca se vio con tan mala paz, y con grande admiración, dando voces a la gente, diciendo que se apartasen de aquel muchacho que rabiaba, le disparaba tan cruel tabagada, que daba con él en tierra; acudía luego con un calvario de cruces, levantábase el muchacho, y con este arbitrio llovían ignorantes a comprarle el aliento a peso de plata. Solía, cuando saludaba de mal de rabia, arrimarse al paciente que no la tenía, y sacábale la bolsa por ensalmo, y cuando el pobre la hallaba menos, rabiaba de veras. Cuando saludaba ganado era de noche, y era meter dos zorras a saludar ovejas; nunca se limpiaba de vino como otros de calentura. Solía untarse los pies con un betún fuerte; y entraba por una barra ardiendo como por flores: pero descuidándose un día de no untarse, por estar hecho una uva, le saludó el fuego de forma que ninguno le viera hacer el canario que no dijera que rabiaba; y por más soplos que daba, el fuego no se quería dar por saludado. No se levantó de la cama en seis meses, y no por eso dejaba de saludar a Cazalla seis veces cada día, y si san Martín estuviera cerca, hiciera lo mismo. Dio un tiempo en ser hipócrita, por no correrle bien el oficio de saludador. Armóse de una lamparilla, y andaba de noche pidiendo para las ánimas, y la primera que metía era la suya. Tenía una voz como un clarín; solía ponerse en la plaza de San Francisco, entre once y doce de la noche, y hacía llorar a los escribanos los pecados de aquel día, que no era poco. Tenía un amigo tabernero que le tomaba cuenta de la demanda, y él del vino; habíase vestido un saco, con que llevaba a saco todas las bolsas: llamábanle por la ciudad el hermano Estefanio, y no tuvo tantos la Santa Hermandad. Tenía ojeriza todas las noches con la cabeza del rey don Pedro, que está en el candilejo hecha de mármol; poníase frontero de ella, y atemorizaba el barrio pidiendo para él; y como un poeta que vivía en lo alto de la casa buscase soledad y silencio para hacer sus versos, enfadado de oír tan insolente demanda, le llamó, diciendo: “Hermano, apare limosna.” Él, que oyó la voz del primer cuarto de las estrellas, tomando su gabán o capa larga con ambas manos, dijo con voz dolorosa: “Eche, hermano, que Dios se lo pagará.” El poeta, con no pequeña devoción, le dejó caer de lo alto la alhaja más servicial que tenía en casa, y puso a mi abuelo como una basura; él que se vio dentro de Mérida en tan poco tiempo, empezó a privarse de razón, diciendo que bajase a deshacer el agravio que le había hecho, a cuyas quejas el poeta, sacando un candil que daba luz a sus versos, le dijo: “Hermano, ¿ halló la limosna? ¿ quiere luz?”, y cerrando la ventana lo dejó a oscuras. Quedó tan escarmentado de esta burla, que ni aun de día pasaba por la cabeza del rey don Pedro. Mi bisabuela tiraba por otro rumbo: era barbera de las damas, quiero decir que les quitaba el vello, y a veces el pellejo; pintaba cejas, hacía mudas, aderezaba pasas, forjaba arreboles, bañaba soles, ponía lunares, y preparaba solimán: el inocente rostro que se ponía en sus manos, si no salía mártir salía confesor; anochecían en su casa las viejas palomas, y salían cuervos; en esto de sacar manchas era única, quitaba las de la cara, pero no las del cuerpo. Últimamente no pretendo cansar a vuesas mercedes, con brujulear más la baraja de mi honrada genealogía, pues era proceder infinito, y dar con la que tuvo Adán en el campo damasceno. Estos fueron los más honrados de mi linaje, de cuyos oficios saqué mis armas: bien podía mi vanidad pintar en su escudo zorras, zorrillas, perros, gavilanes, castillos y otras sabandijas, pero sería igualarme, y aun condenarme, por la vía ordinaria; la guadaña y el orinal saqué de mi padre; las muelas de mi tio ; las redomas de mi boticario; y a este paso los demás con que adorno el escudo de mis armas: si soy bien nacido, dirá el capítulo que se sigue, y si tengo nobleza, lo dirán mis obras en el discurso de mi vida, pues a mi flaco juicio, el más bien nacido fue siempre el que vive mejor. |
CAPITULO II. Cuenta don Gregorio su nacimiento prodigioso. Mis padres no tuvieron hijos en más de doce años de matrimonio, y un día dijo mi padre a mi buena madre: _¿Cómo es posible, Brígida de la Luz (este era su nombre) que habiendo vos hecho parir a tantas, no os apliquéis a parir? _Mirad, doctor, respondió ella, de la misma suerte que vos matáis y os quedáis vivo, hago yo con mis comadres: bagólas parir, pero quedóme sin parir. _Según eso _dijo él_ cuando yo me muera, pariréis vos. _Puede ser _respondió ella. Enojóse mi padre, y cada día andaban al morro sobre mi concepción; ella decía que no había de parir, y él que sí, y yo los enfadaba antes de nacido. _ Mirad, Brígida _decía mi padre_ no hay gusto como tener hijos; esta hacienda que gozamos, ¿á quién la podemos dejar sino a nosotros mismos. _Doctor, si vos no me empreñáis, ¿cómo puedo yo parir? _Luego, ¿está en mí la falta? _replicaba él.
_¡
Bueno es esto! Pues qué, ¿en mí? No probaréis vos
eso, aunque revolváis todos los libros de medicina.
En fin, el antojo le hizo otro en el
testuz, saliendo mi padre con la marca de su heredero, si bien,
por no conocerme, me compraba tan a su costa. |
CAPITULO III. Viaje de don Gregorio de Sevilla a Madrid, y lo que le sucedió en Carmona. Mis padres querían que yo estudíase para letrado; yo partí como piadoso a los estudios, la mitad de ellos di a la memoria, y la otra mitad a los libros. Parecióme la vida de los letrados peligrosa, respecto de los muchos pareceres; sin embargo (estilo suyo) dije a mis padres que quería ir a acabar mis estudios a Salamanca, y graduarme de doctor en su universidad: parecióles bien mis buenos deseos; buscáronme letras para Madrid; púseme a la ley de la partida, y salí de Sevilla el último día de Pascua de flores: iba yo muy a lo noble con mi esplorador de a caballo delante, en una mula llamada la Andadura. Al llegar a los caños de Carmona, encontramos con un Juez persiguidor, digo pesquisidor, con sus ángeles de guarda, escribano y alguacil. Preguntóme muy a lo saludador, ¿adonde caminaba? Yo le respondí que a la corte. Iremos sirviendo a usted, me respondió, que allá vamos todos: dile las gracias por la merced que me hacía de llevarme en su compañía. Alentóse la plática, y pregúntele qué negocio le había obligado a salir de Sevilla. Él me respondió: _Señor mío, yo soy juez por su majestad y natural de Madrid; habrá dos años que vine a Sevilla a castigar ciertos agresores que habían muerto un caballero alevosamente. _¿Que usted es, le repliqué, el señor don don... (yo no le conocía). _Don Juan de Liarte soy para servir a usted _me respondió de nuevo. Le dije: _Ofrezco mi persona al servicio de usted, que deseaba conocerle por la gran fama de juez y caballero que deja en Sevilla. _Por lo menos _replicó él_ aunque mis émulos quieran oscurecer el sol de mi justicia, no podrán por los muchos rayos que han salido de ella. _Esos he visto yo _le repliqué_ en los muchos que usted deja azotados, colgados y echados a galeras. _ Huélgome que sea testigo de vista _me respondió_ que no me será de daño en el consejo su testimonio. Ha costado esta muerte más de cuarenta. _ ¿Pues cómo? _dije yo_ ¿todos mataron a ese caballero? _No le mataron _replicó_ pero eran amigos de los matadores, a quien no pude coger por haberse pasado a Indías. _Lo que yo oí decir en Sevilla _le respondí_ es que usted los tenía presos en la cárcel real, y que se le escaparon al alcaide, y él con ellos. _Así es _dijo él_ y no faltaron malas lenguas que publicaron haber sido yo el primer movedor de esa danza; pero costóles salir a vergüenza pública, y algunos fueron a galeras, para escarmiento de muchos que hablan de la justicia como si dominaran sobre ella. _Usted hizo como quien es _le dije_ en sacar a limpio su honra; pero tal vez el juez se fía del escribano, y sin tener culpa en el cohecho, le culpan en el hecho. No bien había soltado la palabra de la boca, cuando me la cogió al vuelvo el escribano, diciendo: _Esos escribanos, señor hidalgo, más son escribas que ministros de fe; yo soy el secretario Arenillas; y no es el sol más limpio cuando da tesmonio al día de su luz, que yo. _No por vida de... Suplico a usted no se altere _le respondí_ que lo que dije fue hablando en general, y no en particular; no obstante que cuando el juez esté libre, y el escribano, hay alguacil.... _¿Cómo alguacil? _replicó el mismo alguacil_ ¿ conóceme usted? Yo le dije: _No conozco a usted si no es para servirle. _Pues yo soy (esto dijo hecho un diablo) el alguacil Torote, y tengo tan hecha la mano a prender ladrones, como a castigar deslenguados. Yo reparé que tenía mi lengua en la boca; y así no me di por entendido, pues hablaba con deslenguados. Metióse el juez de por medio, y dijo: _Este caballero habla muy cortesmente; discurre sobre la materia sin nombrar partes, y así ninguno se debe agraviar de aquello que no le toca. Aseguro a vuesas mercedes, señorías, excelencias, y demás dignidades que leyeren mi historia, que si yo tuviera poder sobre los tres, que los mandara colgar sin otra información, porque se sintieron de manera que les conocí el delito tan bien como ellos lo habían ejecutado. Mudamos plática por haber conocido la teórica, cuando llegó a nosotros a toda prisa un hombre algo poblado de barba en una mula parienta de Andadura; saludónos y saludámosle, que como a mí me venía de casta lo hacía soberanamente; pregúntele adónde caminaba, y respondió que a Madrid. Como le vi tan barbón le marqué por letrado, como lo era; mi juez cuando lo supo quedó contentísimo por llevar la audiencia cabal: pregúntele qué negocio le sacaba de Sevilla a la corte; y respondióme que iba a reformar todas las leyes de los jurisconsultos sin quedar ninguna. Rióse el juez, y reímonos todos; y sin dejar el tema nos quiso hablar en latín, y metióse en Babilonia de hoz y de coz; hablaba setenta y dos lenguas juntas y no hablaba ninguna, y de cuando en cuando decía: _Si a mí me dejaran purgar las leyes, yo baldara a Baldo y a cuantos le siguen. No me pareció mal la postrera razón, y quisiera que la pusieran luego por obra, para que le desterraran a él el primero. El escribano era uno de los lindos y feos bellacos que levantaron testimonio a su signo, y conociendo el humor, le dijo: _Señor licenciado, quisiera informará usted de un pleito en que vamos dudosos todos los de la compañía. _Informe _le respondió_ que el parecer que yo le diere será sentencia definitiva. _Pues suplicóle esté atento _dijo el escribano_ que me va no menos que la vida, la bonra y la hacienda. Yo, señor, soy natural de Valparaíso, mi padre se casó dos veces, una por orden de Dios, y otra por gusto del diablo; del legítimo matrimonio salí yo, y del bastardo otro tan bastardo, que era zurdo; mi abuela por parte de madre, zurda también, por cierta enemistad que tuvo con mi padre, dejó todos sus bienes a la bastardía. Yo que me llamaba del propio nombre, di en ser zurdo, pero un hermano de mi abuela, letrado y zurdo, se opuso a los bienes, diciendo que su hermana no podía dejarlos a sus nietos, por cuanto él era hombre de leyes y las hacía; apenas metió la primera petición, cuando una hija de mi abuela (pero no de mi abuelo) zurda también, sale y dice que ella es legítima heredera de los tales bienes, y que en cuanto a la clausula del testamento de su madre, que manda no herede hombre ni mujer derecho, alega ser ella zurda en grado superlativo aun antes de nacer, porque su padre la engendró a zurdas. _Téngase usted _dijo el letrado_ ¿cuántos zurdos se oponen a estos bienes? _ Cuatro hasta ahora _respondió el escribano. _¿Pues hay mas? _replicó el letrado. _Suplicóle esté atento _dijo Arenillas_ que yo haré el caso derecho. Digo que estando el pleito en este estado, un hipócrita zurdo, de estos que piden para sus ánimas, se opone, y dice que mi abuela en el último vale de su vida y principio de su muerte, hizo un codicilo, por el cual manda revocar el testamento, y deja a una ermitaño que gobierna todos sus bienes. Nosotros que vimos desgobernado el pleito, dimos el codicilo por falso; pero el juez, que era hombre de capricho, proveyó un auto, diciendo que atento que mi abuela en uno y otro testamento se funda en dar los bienes al más zurdo, que aquel que probare serlo mejor, ese se lleve los bienes. El bastardo alega y dice que él es engendrado en pecado, y que no puede haber mayor zurdo que el pecado. El letrado dice que él tuerce el derecho, y que no puede haber mayor zurdo que el que hace el derecho tuerto. Yo, que soy escribano, digo que vuelvo un pleito lo de dentro afuera, y que no puede haber mayor zurdo que el que vuelve la verdad en mentira. El hipócrita dice que es un diablo, y le tienen por santo; y que no puede haber mayor zurdo, que el que vuelve lo humano divino. La mujer alega y dice que ella es mujer y zurda, y que diga todo hombre si puede una mujer hacer cosa a derechas. _Esa zurda _dijo el letrado_ funda mejor su opinión a pagar de mis leyes. _¿En qué lo funda? _respondió el escribano. _Fúndolo _dijo el letrado_ en que Eva fue sacada del lado izquierdo de Adán; y fúndolo en que la manzana que le dio fue con la mano zurda, porque si fuera con la derecha Adán no la comiera. _Víctor _dijimos todos_ que ha dado la sentencia como jurisconsulto teologal. Nosotros quedamos contentos, y él pagado de su parecer, que no fue poco. Llegamos con este y otros pleitos a Carmona, saliónos a recibir una cuba andando, era la huéspeda, y tenía aposentadas sobre sí cosa de treinta quintales de carne sin hueso, propia para dispensa. Si yo fuera a Roma por algún breve, brevemente había llegado a sus narices; los ojos estaban penando en dos sumideros, sus pechos eran tan pesados que no podía la monarquía de su cuerpo con ellos, su boca tenía un chirlo de cuarenta puntos, y cuando se reía se le podían ver los hígados, y aun comérselos también. Era tan calurosa que siempre se estaba bañando en el sudor de sí misma, pero el agua salía de una fuente tan sucia, que solo la podía oler el mesonero; a su lado venía la criada, no tan criada que no tuviese criados, si bien con el mucho trabajo estaba tan flaca que parecía bujía en la mano de su ama; no vi moza más descarada en mi vida, porque no la tenía. El escribano dijo ser espíritu visible, el letrado respondió visible, ni aun invisible. El juez no la vio con traer anteojos de larga vista, yo si la vi ya no me acuerdo, en fin, yo la he pintado algo, y me pesa porque no era nada. Apeámonos, y salió de un aposento el mesonero: yo cuando le vi me admiré de haber llegado a Sierra Morena tan presto. Traía un sombrero grande, y él lo era, porque nunca se lo quitaba: con un pellejo de ante traía vestido el suyo, y sobre él una daga tan ancha como su conciencia, y más larga que su vida; había sido Malco en cierto prendimiento, y traía cortada la oreja derecba por milagro; el un bigote llegaba a la huérfana oreja izquierda, y el otro buscaba la derecha por el cogote, y no la hallaba; las narices largas y anchas, solamente le faltaba tener los ojos rasgados, para que no luciesen tanto unas negras y oscuras niñas que tenía en ellos; miraba atravesado, y si lo estuviera pareciera mejor. _Sean bien venidos voacedes, caballeros _nos dijo. Como yo estaba apeado de mi andadura, no me di por entendido, pero el letrado que era acaballerado, y siempre andaba en sí mismo, le dijo: _Huésped, el señor don Juan de Liarte es juez pesquisidor por su majestad, y así vea dónde se ha de aposentar. Dióle cuartana al mesonero porque para su vida lo mismo era ser pesquisidor que inquisidor; los demás del mesón andaban barajándose las palabras; yo conocí el juego, y dije a la huéspeda que aderezase de comer, que habíamos de ir luego nuestra jornada. Resucitaron todos, porque entendieron que mi juez les iba a juzgar las almas o las bolsas a los del lugar. Estando a la mesa, dicen que se llegó a mí la criada que yo no la vi y me dijo al oido: _ Señor, ¿este licenciado (que ya le conocía) es chino o indio? _ Amiga _le respondí yo con el mismo secreto_ es griego. La moza lo publicó por el lugar, y con la novedad de ver un letrado griego, que no lo era, se llenó el mesón de gente. Entre los que vinieron a verle, fue otro letrado del lugar, tan derecho como él. Apenas le dijo el mesonero quién era nuestro abogado, cuando le saludó en latín; él le respondió también, o tan mal, que el otro volvió la cara a un amigo suyo, y le dijo: _Verdad nos han dicho, porque me respondió en griego. Yo solté la risa, y si la dejo correr se me fuera a Grecia. _Señor _dijo el abogado del lugar_ aunque sea atrevimiento, quisiera preguntar a usted si ha mucho que salió de Grecia. _Señor mío _le respondió nuestro abogado_ nunca estuve en ese reino, y así no sabré dar a usted razón de lo que me pregunta. Yo aparté a un lado al de Carmona, y díjele: _Señor, este jurisconsulto griego es persona de calidad, y viene encubierto a ver y hablar a su majestad, y a enmendar todas las leyes, y ponerlas más griegas de lo que están; y así suplico a usted le dé por excusado, si no le respondiere a propósito. _Pésame _dijo_ porque tengo un hermano en Grecia, y quisiera preguntarle si le conocía; ¿trae algún criado ? _No trae criado _le dije yo_ sino una mula griega también, y nos ha certificado que habla tan buen griego como él; por ser costumbre de Grecia enseñar a hablar a los animales, como si fueran papagayos. _¿Es posible _me respondió_ que habla griego la mula? _Sí, dije, y dan la razón diciendo que la burra de Balán aportó al país de Grecia, y dejó esta especie de animales. Si usted, señor licenciado, sabe algo de griego, entre la caballeriza y llámela, que a buen seguro le responda. _Si ella supiera latín yo entrara _me respondió_ pero de griego sé poco, y temo que mis frasis no los entienda la mula; pero con licencia de usted quiero entrar a verla. _No tiene que tomar ese trabajo _dije yo_ que ya la saca el mozo del mesón a darla de beber. No bien habían salido todas cuando me preguntó cuál era, yo le dije: _Aquella rucia postrera. Él quiso hablarla en italiano, y respondióle en gallego, pero si como sonó la voz de la herradura en la pared, sonara en la cabeza, brevemente le metiera el griego en los cascos, y le sacara el latín. Fuésele al pobre toda la sangre al corazón, y yo le dije: _Señor licenciado, no se admire de la respuesta de la mula, que como no le habló en griego, se picó de la mano como otras del pie. No me respondió palabra, antes saliéndose de la posada haciendo cruces, iba diciendo: _ Jesús mil veces, hoy es el día de mi nacimiento; no más burlas con mulas griegas que hablan por detrás. Apenas hubo salido (pues llevaba hartas) cuando se apeó en el mesón por la posta un correo de Madrid; salió a reconocerlo nuestro alguacil, y los dos se abrazaron estrechamente. Preguntó el llegado por el juez, salió al punto del aposento, y el correo le presentó un pliego del consejo, abrióle y vio que le ordenaba se viniese a Carmona a prender dos caballeros ( de los cuales haremos mención adelante) que importaba al servicio del rey; diónos parte a mí y al letrado de su detención, y que le pesaba mucho no poder ir en nuestra compañía sirviéndonos hasta Madrid. Yo le respondí que de ninguna manera le había de dejar, aunque la comisión durase un año: el licenciado dijo lo propio, y él nos aseguró después de muchos cumplimientos que no tardaría seis días en Carmona. Poco le faltó al mesonero para ahorcarse antes de tiempo, cuando oyó que el juez se le quedaba en casa: la huéspeda se desmayó de mal de justicia, la moza solamente se alegraba de ver gente de pelo en casa, a quien ella imaginaba quitar algunas motas; tomamos posesión en lo mejor de aquel palacio, y no tardó mucho que no llegasen a él dos coches de camino, con gente pasajera para Madrid; el uno de ellos venía vacío con pacto hecho de parar en Carmona seis días para llenarse. El primero que salió del coche fue un fraile de San Gerónimo, tan parecido a la huéspeda en lo grueso, que no dijeran a Dios sino que los dos se habían amasado en una artesa; el segundo fue un mal soldado, tan hermanísimo del huésped que dudé si era lo mismo; el tercero era un estadista, hombre de capricho y de consejo; el cuarto un filósofo, el mayor orate que oró a la naturaleza en esta vida y en la otra; la quinta era una vieja, y la sexta (número peligroso para tales sujetos) una niña al uso con más hermosura que años, y más experiencia que días. Dióle la mano al bajar del coche el estadista, y ella le dijo: _Señor don Crisóstomo, mejor materia de estado es subir que bajar. _Mi señora doña Beatriz _le respondió_, esa regla no toca a las damas, pues más son las que suben que bajan El filósofo dijo: _Ese argumento defenderé yo, siendo las mujeres de naturaleza del fuego, que siempre buscan lo más alto. El soldado iba a dar su razón, pero estorbósela el fraile, diciendo: _No se trate de caídas que vamos en coche, y tenemos que pasar a Sierra Morena . La vieja era tia de la niña, y nunca vi sol con tan mala aurora; díjola cuando se apeó del coche: _Beatricica, mira cómo andas por estas piedras, no caigas. _ Calle, tia_dijo ella_¿ cómo puede la república de mi cuerpo caer con tan buen estadista como llevo al lado. _No te fies en eso, respondió la vieja; niña, que hay estadista que en aprovechándose de la república la deja luego. Yo estaba notando los sujetos que salían del coche, y vi que se venían dando la mano la naturaleza, el mundo, el cielo, Marte y Venus. Salió nuestro tribunal a recibirlos, hubo ceremonias, preguntas y besamanos, servicios y cumplimientos cortesanos; pero la niña llevó la gala a todos en ser cortesana. Era una perla pendiente de la oreja de su tia, ojos negros, cejas grandes, dientes de marfil, boca pequeña, gentil cuerpo, mejor donaire, y sobre todo linda voz (por entonces) pues no pedía: jugaba con armas dobles y podía vender destreza a cuantas se armaron en la calle mayor de corsarias. Cenamos todos juntos aquella noche, y antes de poner la mesa se llegó a mí la tia rezando en una camandula, y díjome: _¿De dónde es usted que lo quiero conocer? Yo le respondí que de Sevilla. Luego lo dije, me respondió ella: _ ¿Irá usted a Madrid ? _Sí, señora _le repliqué_, voy a la corte a pretender un hábito de Santíago, o por mejor decir a ponérmelo en los pechos. _Honrarse puede el hábito de estar en ellos _dijo la vieja_, ¡qué buen talle! Bendígate Dios el mozo, y; qué galán eres!, toma una higa_. Esto decía despeñando una cuenta en señal de haber rezado a mi devoción_. ¿ Qué le parece de mi sobrinica? _respondió. Yo la dije que era un prodigio de hermosura; ella me fue a la mano o a la boca, que es más propio, y dijo: _Está flaquita la pobre de dos meses a esta parte, pero sus carnes son el ampo de la nieve. más a todo esto, ¿cómo es su nombre? _Don Gregorio Guadaña _respondí_, para servirla. _ Para servir a mi sobrinica le guarde Dios _me dijo, que a mí no me está bien criado de tan poca edad. Volvióse para ella, y díjola: _Niña Beatricica, habla al señor don Gregorio, que le debe tu hermosura mil alabanzas. _Quiéreme creer, señora tia _le respondió la niña_; desde la hora que me apeé del coche, puse los ojos en este caballero por simpatía: ¡oh si yo fuera tan dichosa, que le llevase a usted en mi compañía, daría por feliz mi viaje!, asegurándose que en mí hallaría la correspondencia que se debe a tan noble persona en irle sirviendo. _Señora mía _le respondí_ yo nací solamente para ir sirviendo a usted y dejaré no solo la compañía que traigo, pero lo más importante, que es la vida, perderé por entregarle el alma; disponga de una y otra a su voluntad, que las hallará prontas, para seguir su gusto. Pasara más adelante la plática, si no lo estorbara el estado (quiero decir el estadista), el cual llegó diciendo: _ Señora doña Beatriz, cuando una provincia se rebela a otro dueño, necesita de castigo. _Señor don Crisóstomo _respondió la vieja_, no hay reino sin posesión. El soldado dijo: _Muchos he conquistado yo a coces y a bofetadas, juro a Dios. El filósofo salió con la suya, diciendo: _No hay monarquía sin influencia de los astros. _El fraile respondió: _Es gran príncipe el diablo, y no me admiro que tenga tantos vasallos, y que los aliente con semejantes monarquías. Yo que vi el mundo, la naturaleza, el cielo y Marte contra mí, diciendo con temor "aquí de la justicia", llamé a mis amigos, escribano, alguacil y letrado, los cuales salieron a darme favor, con achaque de tragar. La niña se sentó junto a mí, y la vieja a su lado: si yo pudiera hacer un seguro sobre mi vida, lo hiciera, porque me parecía que cada uno de mis émulos me comía al primer bocado. Dio en regalarme la sobrina, y entendí enfermar de la tia. Mi juez no quitaba los ojos de su hermosura ni ella se los dejaría quitar: cuando se descuidaba, proveía un auto de revista, y paseábala de arriba abajo. El escribano la trazaba con los ojos una causa; el letrado la defendía, y el alguacil la estafaba: solo yo la quería sin interés. Acabóse la cena, quitaron las mesas y rodeamos todos, como abejas, aquella colmena de miel; lo de virgen se quede para los mártires, que solo el íraile era confesor: tan propiamente era colmena la niña, que lo conocería un ciego, por el zángano de la tia, y como había tantos tábanos tenía la vieja algunas picadas sin fruto. |
CAPITULO IV. Lo que le sucedió a don Gregorio, saliendo a rondar con el juez en Carmona. Recogiéronse todos, excepto nuestra compañía; llegóse el juez a mí, y al letrado; y díjonos si gustábamos de ir a rondar. Yo bien excusara la ronda por tener otra en diferente parte; pero no pude. Salimos con todo secreto a prender los dos caballeros que ordenaba el consejo. Sería la una de la noche cuando a guisa de ronda llegamos a la casa de los agresores. Llevaba el juez tres cañutos del lugar que conocían los dos caballeros, que habían dado muerte alevosamente (si hay muerte que no lo sea ) al hidalgo de que hicimos mención en el antecedente capítulo. Llamaron los malsines; y como los conocían por amigos, siendo traidores, abrieron luego. Entramos todos con aquella espantosa palabra: "Deténganse a la justicia." Los corchetes agarraron de la moza, y cerraron la puerta. El escribano y alguacil siguiendo al juez, subieron la escalera con tanto ánimo como si fueran a ganar la casa santa. Llevaba el alguacil una linterna, dio luz a una sala, no halló persona; dio luz a una alcoba, hija de la sala, no halló alma; hizo oriente a otra, no halló cuerpo; y con la priesa que llevaban todos, se dejaron por mirar un aposento cuya ventana daba en otra calle. Ellos iban coléricos, yo no llevaba sino admiración; cuando siento abrir el aposento, y salir un hombre con una espada en la mano, y una vela en la otra. Conocíle sin haberle visto en mi vida por el agresor, y díjele: _Caballero, mirad por vos, que os viene a prender un juez de su majestad, y le tenéis en vuestra casa. _En breves palabras _me respondió_conozco que sois noble; hacedme gusto de guardar este anillo, que será lazo de eterna amistad entre los dos. Tomé el anillo, cerró el aposento a tiempo que colaba un soplo de mal aire por la escalera. Veníale siguiendo el juez y demás tropa. Llegó el malsín al aposento, y dijo: _Pecador de mí (decía verdad), ¿adónde van vuesas mercedes? ¿Aquí duerme en este aposento el señor don Juan? Comenzaron a llamar de parte del rey, y como no respondían dieron con la puerta en el suelo, a tiempo que mi don Juan había dado con su cuerpo en la calle; poco le faltó al juez para hacer lo mismo: pero contentóse con poner en la cárcel los criados, y embargar los bienes, que aunque pocos, por no ser casado el caballero, eran buenos. Hubo tres depositarios: el escribano, el alguacil, y un vecino, que se llamó en lo último del depósito, para las alhajas de más peso; que los ministros de justicia no se entregaron de cosa que no pudiese ir en la faltriquera. A mi letrado le daban un libro de Bartulo y otro de Baldo, y respondió que no quería llevar consigo sus mortales enemigos. Dio fe el escribano de haber visto saltar por la ventana a don Juan, y el alguacil juró haberle tirado una estocada al juez. Alborotóse la vecindad, y prendimos diez y seis inocentes visitando tres casas: en la última vivía una dama entre corte y ciudad, con cierto galán que la hacía compañía de noche. Llegóse al juez un hombre rebozado (pues no hay celos que no traigan su rebozo) y díjole: _Si usted quiere prender un cómplice en la muerte de ese caballero, en esta casa vive una dama, visítela usted que dentro de una alacena hallará lo que desea; advirtiendo que está cubierta con un retablo en la segunda sala. Mi Juez se azoró con la mina, y subiendo todos a la primera sala, dimos en la china, quiero decir, en sus damascos, propias colgaduras de damas; entramos en la segunda, adonde tenía la vista que admirar, y el buen gusto que sentir. Rasos de nácar con cenefa de oro adornaban sala y alcoba; sillas de lo mismo; escritorios de ébano y marfil, sacados a las mil maravillas de poder de sus dueños. Los escritorios hacían correspondencia con sus pirámides, tan célebres por su camino como las de Egipto. El estrado turco, el suelo arábigo, y la cama de damasco sobre un catre de la India. Olía toda la casa a vísperas solemnes, pero tales santos se guardaban en ella. Salió a recibir al Juez una vieja, de estas que mudan caras todas las noches, y nunca aciertan con la que solían tener. Como no lo conocía, le dijo: _¿Eres tú don Alonso? El Juez respondió: _Sosiégúese usted que es la justicia. _¡La justicia en mi casa, y a estas horas! _dijo la vieja. El Juez inadvertidamente se salió de la sala primera, y mandó cerrar las puertas de la calle. No bien se puso por obra, cuando la vieja cerró la sala y nos dejó a oscuras: enojóse el juez; comenzó a varear la puerta, y respondió la vieja. _Espere si es servido, que estamos en camisa. En fin ellas acomodaron su galán, en tanto que nosotros nos acomodábamos a reír la sutileza del juez. Abrió la vieja, y entramos todos hasta la alcoba, admirados de ver un brazo que corría la cortina haciendo plaza a su dueño; era una dama tan hija de Venus, que parecía haber salido de la espuma en aquel instante. Abrió los dormidos ojos con tal gracia que nos llenó de luz a modo de relámpago que pasa presto. Sentóse en la cama, arqueó las cejas, tendió los brazos, aderezó la holanda, alentó la vista, armó los ojos, y púsose a matar vidas, diciendo: _¡La justicia en mi casa! Téngolo por imposible, siendo ella el tribunal de los justos, y no de los gustos, y cuando lo sea, retírese la justicia en tanto que me armo de vestidos, y no será fuerza que la acuchille con las armas del tercer planeta. _No tiene usted que levantarse _dijo el juez_ sino decir en qué parte acomodó su galán el cuerpo, que importa al servicio del rey. _¡Jesús, Señor! _respondió ella, mi esposo ha quince años que acomodó su cuerpo en el Perú, dejando el alma por estas partes; si su espíritu importa al servicio de su majestad, abra mi corazón, y sáquele, que a buen seguro le hallará en él. _ ¿Casada es usted? _le replicó el juez. _Sí, señor _respondió la dama_, casada y mal casada; pues me dejó mi esposo por las minas del Perú, concubinas de los ambiciosos. _En verdad _dijo el juez_ que no son malas minas sus niñas de usted. _Otras habrá peores _respondió ella_; pero los hombres aborrecen las nuestras, porque en vez de dar oro se le sacamos, y están engañados, porque nosotras no tenemos otras mejores minas que las de los hombres. _Pues suplicóla _dijo el juez_ nos enseñe la que está escondida, que la trataremos con el decoro que se debe a su belleza. _Señor mío _dijo ella_ la mina que naturaleza me dio no es para todos. _No me entiende _respondió el juez algo sentido_; lo que yo vengo a buscar es su amante, su galán, o su diablo. _¿Su qué? _dijo la dama, ¿su diablo? 6 Pues tiéneme por endemoniada, o por hechicera? ¡Jesús mil veces! Madre, madre, la pila del agua bendita, presto, presto, que hay diablos en casa. _Arredro vayas, Satanás _dijo la vieja llenándonos de agua_; diablos aquí, abrenuntio; libera nos, Domine. Poco le faltó a mi juez para desesperarse, y sin más dilación comenzó a pasear la vista por los cuadros en achaque de alacenas. La dama le dijo: _Si usted es inclinado a la pintura, mire esa cabeza de San Juan Bautista que fue del Ticiano. Él respondió: _Retratos vivos busco yo, señora mía; sosiégúese, que la justicia tiene los pinceles en casa del verdugo para retocarlos cuando se le antoja. Súpole mal a la dama esta respuesta, y levantándose en unas enaguas de cristal que se podían beber en ayunas, le dijo: _ ¿Qué busca el señor juez en mis cuadros, mirándolos por detrás? _Busco _le respondió_ una cierta alacena que ha de tener esta sala; la cual, si no me engaño, tiene por defensa aquel san Miguel con su diablo a los pies. Alzó el cuadro mi juez, y dimos con ella. Estaba cerrada, y pidió el escribano la llave para dar fe de lo que tenía dentro. _Llamen un cerrajero _dijo la vieja_ que ha seis días que se perdió la llave. _¡Ah madre _dijo el juez_, cómo me parece que habéis de pasear las calles antes de tiempo! Mirad donde está la llave, o caerá la alacena en el suelo. _No hará _respondió la dama_, que tiene búcaros de Lisboa y vidrios de Venecia; yo tengo la segunda, abra usted y si viere alguna sabandija nocturna no se espante Entretanto que el juez procuraba abrir la alacena, apartó la dama al escribano y alguacil, y puso en sus manos un bolsillo con veinte doblones; el escribano dijo: _Está bien, no se hable más en esto. No bien había mi juez abierto la alacena cuando el galán, que estaba como galápago dentro, dio un soplo a la luz, y dejándonos a oscuras, se abalanzó al suelo, dando encima de mi juez. Acudieron el alguacil y escribano, diciendo: "Resistencia, aquí de la justicia"; y como la sala había quedado en tinieblas, andábamos todos barajados unos con otros dando voces, como si tuviéramos un ejército de enemigos encima. El escribano, con más ligereza que su pluma, abriendo la puerta de la calle, puso al galán en ella El juez pedía luz, la dama misericordía, la vieja agua bendita, el escribano doblones, el alguacil resistencia, mi letrado calle, y yo de risa pedía silla para sentarme, porque no la podía tener en pie. _Hola _decía el juez_, prended esa vieja hechicera. Ella respondió: _Hable como ha de hablar, señor juez de la langosta, que ahora todos somos de un color. Venga luz _decía el escribano. _ ¿Luz? _replicó la vieja_; la que salió por boca del ángel puede buscar, que aquí no se vive sino en tinieblas. _Por vida del rey que las he de meter en un calabozo _decía el juez. La dama, entonando su voz jacarandina, dijo:
Zampuzado en un banasto me tiene su magestad, en un callejón noruego aprendiendo a gavilán.
Aseguro a ustedes que cantó los cuatro versos con tal gracia, que si yo fuera el juez le perdonara el delito por toda la jácara. _¿No hay quién pida luz en casa de algún vecino? _dijo el juez. El escribano respondió: _ ¡Yo no acertaré con la escalera (decía verdad, con los doblones, sí). El juez no había soltado la vela de la mano; llegóse a la cocina, y empezó a soplar un tizón con lumbre; la vieja, que estaba sobre una silla, le dejó caer un caldero de agua sobre la cabeza, y puso a mi juez como un palomino. Dio voces el ministro abadejo, llamando al escribano para que diese fe del diluvio. Él respondió: _ ¿Cómo quiere que dé fe del diluvio, si ha más de cuatro mil años que pasó, y no ante mí? _ Que no le digo eso _replicó el juez_, sino que dé fe del agua que estas putas me han echado encima. _Si le doy _respondió el escribano_, testimonio será verdadero, pues no lo vi. _Por vida del rey, señor Arenillas _replicó el juez_, que tan untadas tiene usted las manos de unto de Méjico como yo el cuerpo de agua, ¿ pero a todo esto el galán de estas ninfas está asido? _¿Qué galán? _dijo el alguacil_, ¿el de la membrilla? Por Dios que si no lo vamos a prender a Manzanares, que aquí le veo mala orden. _Ah, señor licenciado _dijo el juez_, ¿no dará un parecer sobre el derecho de la escalera? _Pecador de mí _respondió el letrado_, yo traigo en mi faltriquera eslabón, yesca y pajuela. _Hablara yo para el día de la candelaria, llegúese a mí, y nos veremos las caras _dijo el juez. Apenas mi letrado empezó a caminar por el tacto adonde estaba mi juez, cuando la dama le puso delante un taburete. Fue tal la caída que dio, abrazándose con él, que en vez de hacerse las narices se las deshizo, y dijo con voz dolorosa: _En toda mi vida he dado peor parecer que esta noche,y si dijera caída acertara. Con todo se levantó, y encendió luz, que no fue poco haber aclarado el derecho de su justicia. Ya la dama tenía en sus blancas manos una camisa de holanda para mi juez, y llegándose a él, le dijo: _Desnude usted el pellejo de la culebra, y vístase de mi mano este lienzo hereje, labrado con estas manos cristianas, aunque pecadoras. El juez quedó admirado de la hermosura y gracia de la dama, y como estaba tan propiamente río, quiso dar corriente a las aguas, que dádivas quebrantan peñas, cuanto más varas; pero no olvidó al galán ni la vieja, dando su palabra de no hacer agravio a ninguno. Descubrió entonces la dama otra alacena, diciendo: _Salga usted, señor don Pedro. Salió otro galán; y el escribano entendió que a la dama se le deslizasen otros veinte doblones, pero en fe de la palabra no se trató sino de solemnizar su cordura. Yo pregunté a la dama si había más alacenas, y respondióme que volviese otra noche, y me pondría en la tercera: pasóse en silencio la vieja, porque mi juez estaba ya derretido a la luz de la ninfa; dimos fin a la visita, y salimos del palacio encantado, dando con nuestros cuerpos en la posada, tan cansados de la ronda como del sueño. |
CAPITULO V.
Lo que le sucedió a don Gregorio hasta salir de Carmona. Serían las cinco de la mañana cuando nos recogimos, y a las seis me vino adar los buenos días la tia de doña Beatriz, en achaque de la mala noche. Venía rezando en una camándula, y díjome corriéndola cortina: _Buenas y frescas rondas dé Dios a usted señor don Gregorio. En verdad que mi sobrinica no ha podido dormir en toda la noche, con el cuidado que ha tenido de su persona. Dígame, pecador, qué gusto saca de rondar al lado de la justicia; merecía un gran castigo quien deja los favores de Venus por los de Júpiter. Yo le conté el suceso de la dama con sus alacenas, y ella me respondió: _ En verdad, señor don Gregorio, que todos esos almarios o alacenas son necesarias, para guardar o encerrar las almas de los inocentes; piensan los amantes de poquito que su dama está obligada a ser Lucrecia a pie quedo; andan los favores a millares, y el señor dinero se está donde mi Dios es servido. No, amigo, todas las mujeres son de tomar, y en no siendo los hombres de Daroca, no alcanzarán un gusto perfecto, aunque se vuelvan Adonis, y se transformen en Narcisos. Los amantes de Durango son buenos para vivir en Valdeinfierno, pero los que asisten en Ciudad Real continuamente gozarán de Valparaíso. Mucha gala y poco dinero, no es galán al uso: ¿piensa por su vida que una dama tiene más gracia que dame, ni más donaire que da más? Déla por perdida si no funda sobre estos dos ejes el cielo de su hermosura. Los necios piden belleza, gala, discreción, casa, colgaduras, sillas, escritorios, bufetes, camas, joyas y otras galas, y no miran que todo esto cuesta lo que ellos no dan. En mi tiempo las mujeres no pedían, porque los hombres daban; pero ahora es necesario ser campanas, para despertarlos. Mi sobrinica, Dios la guarde, es una boba, no pedirá un cuarto si la quemaren, y yo la digo: Niña, no está el tiempo para usar deesas galanterías, pide aunque te despidan. Dime, tonta, ¿puede el mundo conservarse sin pedir? La tierra pide agua y sol; el cielo pide almas; el limbo inocentes, y todos nos pedimos los unos a los otros. La justicia se pide, la gloria se pide, y la muerte piden muchos; ya que tú no pidas la muerte, pide hasta la muerte, pues te piden a ti. Si la fortuna te deparare un hombre como el señor don Gregorio, y se enamorare de ti, en tal caso no le pidas, que él te dará el tesoro de su mayorazgo: que si lo tiene, es más seguro que el de Venecia; pero a los demás despídelos a letra vista, y pídeles de contado. Ella me suele responder: Calle, tía, reniegue de mujer que pide, y de hombre que aguarda que le pidan. Señor don Gregorio, es una perdida, no tiene cosa suya. _Yo lo creo _la dije_, pero usted debe moderar esas liberalidades. _Imagina _me respondió_ que no hay hombre que la contente; cincuenta me la han pedido, y cincuenta mil veces ha dicho que no; en esta parte la debe usted lo que es justo la pague, pues toda esta noche se le fue en alabar su talle, cordura, ingenio, discreción y prudencia, diciendo: ¡Ay, tía, si le habrá sucedido alguna desgracia a aquel caballero! Cuando usted vino, que serían las cinco de la mañana, me quería hacer levantar de la cama, para que supiese de su salud. _Esas finezas _la dije_ más nacen de su mucha discreción que de mis cortos merecimientos. En esto estábamos, cnando entró la niña echando rayos al aposento. Veníala siguiendo el estadista, a quien ella había dejado por su materia de estado: llegaron los dos a darme los buenos días, y como hay días para todos, les repartí los que pude. El estadista me dijo: _Señor don Gregorio, no es buena razón de estado rondar por amistad, siendo curiosidad del gobierno, y no razón moral. Yo soy estadista, pero nunca condeno el día, por salvar la noche; no siendo gala del juicio vestirle de tinieblas a costa del sueño, pues nuestra vida consiste en la conservación del individuo, y más cuando usted deja sus servidores pendientes de su fortuna. Si está mal con el día, no tiene razón, siendo mi señora doña Beatriz tan propiamente sol. La niña respondió: _Señor don Crisóstomo, crea que el sol no se levanta por costumbre, sino por naturaleza. La vieja dijo: _El señor don Crisóstomo vive por razón de estado, pero las mujeres por orden natural: más precia su merced gobernar la república de su bolsa, que la de su cuerpo. Los estadistas, amigo y señor, son como los relojes, que en dejando de dar mueren; pero usted quiere gobernar, y no dar. Pues sepa que no hay estado que dé, que no guste de recibir primero _Yo, señora mía _replicó el estadista_ me atrevo con mi poco juicio a gobernar una monarquía; pero no una mujer. _Tiene razón _dijo la vieja_ porque nosotras lo desgobernamos todo, y así no se fíe de ninguna. _¿Quiere un ejemplo?_ dijo don Crisóstomo_. Adán fue el primer estadista, y le derribó una mujer. _Engáñase _respondió la vieja. _¿Pues quién fué? _replicó don Crisóstomo. _ El diablo _dijo ella_, pues no contento con el gobierno de su jerarquía, se opuso al gobierno de Dios, y luego al del hombre, engañando primero una simple mujer, y desde entonces no fiaremos las mujeres de ningún estadista, una república de alacranes. Linda gente, almas de leones y cuerpos de corderos: todo lo saben, todo lo ignoran, todo lo gobiernan, y todo lo destruyen. Perdóneme, señor don Crisóstomo, solamente los reyes son estadistas, pues les dio Dios dos ángeles de guarda para que acierten, pero usted solo es de guarda para sí solo. Aquí llegaba el discurso de Celestina, cuando entró el soldado; yo, como le vi, empecé a levantarme a toda priesa pidiendo de vestir a mi criado; la niña quiso serlo, pero yo la dije que conservase la compañía, sino quería perderme. Llegó el soldado arqueando cejas y engomando bigotes, y dijo: _Esta niña, señor don Crisóstomo, ha rondado con el señor don Gregorio. Yo respondí que si había puesto él alguna en lugar de ronda, por irse adormir; no se dio por entendido, que no lo era. Llegóse a la vieja, y díjola: _¡Ah madre!, qué preparada estáis para salir a las fiestas populares. _Como vos _respondió la vieja_ salgáis a ellas, sea luego. El soldado replicó: _Si la bajada del gran turco fuera tan cierta como la de vuestra sobrina a esta sala, trabajo tenía Italia. _En verdad _respondió la vieja_, que más trabajo tendría el castillo de Milán si a escala vista le hubiérades vos de asaltar. Llegó a la plática el filósofo, diciendo: _Mi señora doña Beatriz, la cosa más necesaria para la conservación del mundo es la privación, y la que más se siente es ella misma: si usted nos priva de su vista, forzosamente mudaremos forma; y no dudo que la del señor don Gregorio sirva de materia a la de usted, pero conviene no mudar muchas, por no hacer verdadera la opinión de Pitágoras, que dice se pasean las almas de cuerpo en cuerpo, como de flor en flor. La niña respondió: _No reprueban las damas esa opinión, pues cada día mudan galanes; pero yo, señor mío, no la he seguido hasta ahora, porque mi forma está intacta, y aborrece las materias corpóreas, como apostemas. _Ya yo sé, dijo el filósofo, que usted es hecha de la materia prima, y que su composición es celeste y angélica. Oyólo el fraile, que entró en este punto, y dijo: _Bien digo yo que no hay filósofo que no toque en hereje. Angélica será el alma cuando esté en compañía de los ángeles; que en cuanto está en el cuerpo de esta señora, aunque lo es, no lo es; y en lo que toca a ser de la materia prima, no es sino de materia corruptible, y mire lo que habla, que soy calificador del Santo Oficio; yo no sufriré una herejía a mi padre que venga del otro mundo. _De tal mundo puede venir _respondió el filósofo_ que no diga una, sino mil y una; lo que yo digo sustentaré con Aristóteles, que dice ser hechos los cielos de la materia prima, o quinta esencia: esta señora es todo cielo, luego es compuesta de lo mismo. Que su alma es angélica, nadie lo duda, siendo de naturaleza intelectiva; y habiéndola criado Dios inteligencia separada de materia, y aunque ahora tiene por enemigos el mundo y la carne, líbrela Dios del demonio, que de los demás pocos se han librado. Pasara más adelante el argumento, si no entrara mi juez haciendo gala de la camisa, quiero decir, abotonándose las mangas holandesas con sus puntas de Flandes, a quien servía de encaje él mismo. Veníale siguiendo mi letrado, y detrás de ellos el alguacil y escribano; los que hallaron asientos se sentaron, los demás de sentidos se quedaron en pie, diciendo que así se hallaban mejor. Mi letrado levantó la plática, pero dejóla luego caer: preguntóle a la niña qué edad tenía. Ella le respondió: _¿Qué edad me juzga el señor licenciado? _ En verdad _replicó él_, que cuando ande la señora doña Beatriz sobre sus cuarenta y ocho, es todo lo del mundo. La vieja respondió: _Mi sobrina anda en dos, pero son pies; no puedo sufrir letradurías anales, que son peores que asnales. ¿Han visto al señor letrado de Matusalén, y qué buena vista tiene? Pues por el siglo de mi abuela, que no tengo yo cincuenta cumplidos. Justicia de Dios venga sobre todos los que levantan falsos testimonios; digo que si no es un letrado, otro en el mundo nos podía hacer tan grande tuerto. ¡ Cuarenta y ocho! ¡Una muchacha que anda en tutela, y no puede por falta de edad usar de los bienes que heredó de naturaleza! Vuélvala a mirar, señor licenciado, y retráctese de lo que ha dicho, que es herejía cometida contra la diosa Venus; desdígase, que no le absolverá de este pecado un impotente. Púsose colorado el jurisconsulto, y dijo: _En tanto que la señora Matorralba (que así se llamaba la vieja) no me mostrare el libro del bautismo, no me apearé de mi opinión. _¿Cómo se puede apear _replicó la vieja_ quien anda en sí mismo? Por vida del señor licenciado me diga qué edad tiene. _Póngame número _respondió el abogado. _Juzgo yo _dijo la vieja_ que habrá enfadado al tiempo sus noventa y seis años, y a las gentes sus noventa y seis mil. _Ese sí que es testimonio verdadero _respondió el letrado_, noventa y seis cardenales tenga en la cara quien tal dice. El filósofo metió el montante, diciendo: _No se trate de años que ninguno los tiene, pues se pasan y deshacen como la niebla a los rayos del sol. Nuestra vida no consta de años, sino de sombra, que en faltando la luz de la respiración, falta ella. La edad del hombre es flor de almendro, que a la primer luz visita el sepulcro. Los años se hicieron para los cursos celestes, que acabados vuelven, pero no para el hombre que se va y no vuelvo a tener parte en el siglo. No es bien contar los años, cuando se pueden contar los alientos: los primeros no faltan, los segundos sí. No se tiene lo que no se posee; no en vivir mucho consiste la felicidad del hombre, sino en saber cómo se vive. Nuestra vida es un día de veinte y cuatro horas: en una salimos al mundo, y en otra le habernos de dejar. No por tener menos años se aumenta la vida, los dolores sí, pues siendo los días mares de nuestra vanidad, y corriendo tormenta en ellos, el que estuviere más cerca de la muerte estará más pronto de llegar al puerto. No caducan los ancianos, los mancebos sí; pues los unos saben que han de morir, y los otros aspiran a vivir; y más juicio tiene el que se pone con experiencia que el que sale sin ella. No por quitarse los años se vive más, antes menos; pues pensando engañar al tiempo, nos engañamos a nosotros mismos. El principio del nacer es jeroglítico del morir, todos nos vamos, y la tierra permanece; salimos como flor, y luego somos cortados del campo de la vida. Los que se quitan los años, se quitan las armas de la sabiduría. Más vale contar más que menos; pues no hurta quien gasta de sí mismo los días de su vanidad. Los filósofos antiguos trabajaron por llegar a la edad perfecta, pero nosotros trabajamos por llegar a la edad de la ignorancia. Los cuatro humores llevan la carroza de nuestra vida sobre las alas del tiempo: pretender dejar atrás las ruedas de este triunfal edificio es querer retroceder el curso y velocidad de los planetas. No es bien que los años vivan con cuenta, y la virtud sin ella. El caballo más diestro cae en el principio de su carrera. Tan presto se atreve la muerte a derribar un mancebo de veinte y cuatro como un viejo de ciento. Ninguno se agravie de serlo, pues no hay mayor afrenta que infamar el tiempo y la naturaleza. Tiempo hay para todo; pero no goza el hombre sino su parte, y no podemos, siendo mundo pequeño, abrazar con la vida el mundo mayor, y así nos dieron la parte conforme la capacidad de nuestro sujeto. La sustancia de la forma y fuerza de la materia nunca se atrevieron a nuestra privación. El gusano que deshace nuestra vida no se cría de los años; críase de nuestro apetito, que los años no tocan lo que no criaron, sino dan lugar a que se críe. El daño no viene de la luz de afuera, viene de las tinieblas de adentro: en rebelándose la república de nuestro cuerpo, somos todos perdidos, unos hoy, y otros mañana. No somos señores de nosotros mismos, pues a físicas medicinas nos gastamos, y cuando esperamos vida entonces nos rodea la muerte. ¡Qué aguardamos de fábrica amasada con agua y polvo, y alentada con fuego y aire! Cuatro simples hicieron un simple, tan sujeto a los accidentes de la ignorancia, que cada hora sabe más de esta ciencia; vivimos entre muertos, comemos muertos, vestimos muertos, visitamos muertos, lisonjeamos muertos, y con tener a nuestra vista tanto cadáver, queremos vivir para siempre. En verdad que venimos al mundo para merecer, pero no para valer, y no puedo creer sino que antes de nacer cometimos algún delito, pues nos condenaron a semejante destierro. Yo no alcanzo el secreto, pero sospécholo, y de no, ¿qué razón hay para que el hombre llore cuando nace? ¿No fuera más puesto en razón que guardara los lloros para la muerte? Antes de cometer el delito le llora: ¡notable error! ¡Ay de mí!, sin duda le había cometido antes, y pues le vine a pagar, justo es que guarde la risa para la muerte y las lágrimas para la vida. El fraile que le había escuchado atentamente, le dijo: _Usted es filósofo moral, pero quisiera que fuera más espiritual: los años no se pueden despreciar, siendo escalas por donde el alma por su merecimiento sube al trono angélico. Los virtuosos, aunque se quiten los años, no se quitan las virtudes, ni es justo atropellar la vida con la continua memoria de la muerte, sino emplearla en saber morir. Si la forma asiste en la materia y no la gobierna como debe, justo es que de la culpa salga la pena. Las constelaciones de los planetas inclinan, pero no fuerzan, porque el libre albedrío del espíritu es más firme que los mismos cielos, y no lo fuerzan las impresiones celestes, por ser compuesto de más dignidad cuanto va del ángel a la esfera. La privación toca a la materia, pero no a la forma, y si la forma no puede eternizar la materia, no es defecto suyo, sino orden del Altísimo y primer entendimiento que es Dios. Los años no acaban al hombre, antes le hacen más perfecto, subiendo el temperamento desde la humedad al calor, y del calor a la sequedad, y con ella el anciano obra bien conociéndose a sí mismo, si no en todo, en parte, y con este arbitrio de los años, pasa el hombre a mejor vida, y no mereciera tanta posesión, si los años no le dieran a conocer lo infinito de una inmortalidad; de modo que este plazo finito no quita el infinito. En vano despreciaron la vida los filósofos, siendo ella una escala por donde se sube a la inmortalidad. Si piensa que los justos hacen penitencia por despreciar la materia, se engaña, que los actos de virtud son los alientos de la misma vida: saber vivir es saber obrar; retirarse del mundo por buscar la quietud será prudencia, pero no sabiduría; porque la contemplación del espíritu sin obras más viene a ser vicio de la potencia que virtud del acto. No cometimos delito antes de haber nacido; pero la culpa del primer hombre causó este delito, amagado en el individuo; mi alma libre estaba por creación, pero no por generación, pues vino al cuerpo, de modo que el secreto no es grande, si se cree por fe. Lu verdad es que cuatro simples hicieron un simple, pero el Señor del mundo sopló en él espíritu de vida intelectual, sustancia incorpórea llena de sabiduría angélica; y bien puede la fábrica amasada con tierra y agua ser ruina de sí propia, pero el dueño que la habita, aunque caigan las columnas del templo, no morirá como Sansón. Si comemos muertos, y vestimos muertos, no lo somos, que Salomón, príncipe de la sabiduría, igualó la materia corporal con la del bruto, en cuanto a volver a la tierra donde fue formada; pero en la resurrección de los muertos volverá a ser juzgada, pues todos hemos de resucitar en el valle de Josafat. De modo, señor mío, que su doctrina de usted sin la mía será sembrar en tierra donde no cayó rocío del cielo, y labrar un palacio sobre la región del aire. El estadista tomó la política en la boca, y dijo: _Cuando la monarquía del orbe se hizo, tuvo principio para tener fin, y este fin y principio consiste en el gobierno y conservación de los años, que hacen con sus muchas partes el todo, siendo ellos y cuanto se ve visible y invisible, gobernados por la suma sabiduría de aquella causa primera, luz y ser de todas las demás causas. Pero la fábrica humana, torcida en parte por el pecado, no pudo ser hecha en mejor forma; esta es, de años, y si muchos no son nada, menos fueran si el gobierno no los alentara con el estado. Necesario es que, para castigar a muchos malos, peligren algunos buenos, pues muchas veces paga el inocente brazo el delito que cometió la cabeza. La república del hombre tiene para su conservación la materia, compuesta de cuatro calidades; trepan por ella los años; si se acaban en medio de la agitación, o el accidente mal gobernado, la medicina los arruinó, o la poca fuerza del húmedo los acabó. Los años deben ser gobernados con una mediocridad de estado, y si por sustentar el todo de la virtud peligrare alguna parte, no se escandalice el necio, que como nuestra vida es una continua guerra, no se puede hacer sin escándalo de la salud y falta de muchas fuerzas. Por ensanchar la monarquía del cuerpo se pone a riesgo la del alma, que es tan horrible el estado del linaje humano que atropella el divino. ¿Qué importa que sea la potencia señora, si el acto predomina sobre ella, cuanto va del pensamiento a la obra? Muchos reinos se conquistaron con la imaginación sin riesgo de un soldado, pero no con las armas sin riesgo de muchos. ¿ Quién duda que el retirarse del bullicio del mundo no sea materia de estado de la prudencia? ¿Pero quién podrá dudar que no es cobardía del animo huir de su semejante? No dudo que la suma felicidad consista en la moralidad de la vida, y gloria intelectual; ¿pero quién podrá alcanzar el triunfo soberano sin muchos peligros? Y cuando lo alcance, ¿quién duda haberle dado el perdon mayor parte que el arrepentimiento? Los necios no consideran que el estado consta de años, y los años de experiencia y tiempo; no reparan en las obras buenas, sino en las malas, como si para vencer un ejército de enemigos se pudiera conseguir sin robos, muertes y escándalos. ¡Oh si la guerra se pudiera hacer sin tributos! ¿Qué culpa tenían los inocentes niños que se hallaron en tiempo del diluvio, los que acabaron en la derrota de Madían, y otros infinitos? Por cierto, estado divino es atropellar con justicia los unos y los otros. Cuando las monarquías se declaran guerra, cada una tira a su conservación, aunque se arruine la parte inocente: no hay regla sin excepción, como lo es querer guardar un general sin riesgo de un particular. No se gana el cielo sin buenas obras; ¿pero quién no habrá maltratado infinitas virtudes primero que lo consiga? Pues para ganar una fortaleza se pelea con los buenos y malos sucesos, y entre ellos peligra el justo y el injusto. Concluyo con decir que los años no se pueden conservar sin peligro de vida, y a veces los mejores son de contraria fortuna para el hombre, y cuando se quita los años se los aumenta de ignorancia, y al contrario cuando sube de punto la edad, los llena de sabiduría y gobierno. El soldado se levantó, diciendo: _Oh, pesia mí con tanto argumento, o bien haya la guerra donde la verdadera ciencia es estudiar en el libro de la muerte, si nos dan lugar para ello. Los orates filósofos, que despreciaban la vida, fuéranse a la guerra, que allí hallaran la verdadera privación. Si querían abandonar la materia, fuéranse a sufrir el cerco de un año, y para librarse de las tentaciones de la carne, tentaran una o dos picas de nieve en medio de los Alpes, como yo he tentado, vive Dios: y si los años son escalas para subir al cielo, fuéranse a escala vista paseando de tiro en tiro; andaos a justificar albedríos, a salvar inocentes y castigar culpados, cuando la guerra no repara en muertes, robos, latrocinios y otros delitos de esta clase. Entrad saqueando un lugar, preguntando por los buenos para salvarlos, y por los malos para castigarlos: juro a Dios que si los santos se pusieran delante, los desnudáramos, cuanto y más los hombres. Los argumentos de los filósofos y teólogos se escriben con tinta, pero los nuestros con sangre; y pocos se libraron de la guerra dos veces sin dejar los ojos, las orejas, los brazos y la vida, que es lo más seguro. Aténgome a la ciencia del señor licenciado, que a pura petición pide para sí el dinero, y da la justicia a quien la desea. ¿Hay mayor felicidad que dar parecer a la parte que saque el dinero de su faldriquera, y lo ponga en la mía? Esta sí que es materia para reír, forma para llorar y privación para sentir. Dice el señor filosofo: Saber vivir es saber obrar; ¿pues hay obra más cierta que la del derecho? Los letrados juzgan al hombre, dejan a las partes que lo sean; báldanles los reales, que son los reyes de la baraja de Baldo, y no hay pleito que no se lleven de codillo. ¡Ah, señor licenciado!, cómo gustara yo de que usted diera un parecer sobre un tiro de artillería, para que caminase por derecho al enemigo. Mi letrado no respondió palabra, por ser hombre pacífico, y nunca hablaba solo, acompañado de los suyos sí. Yo celebré la academía, haciendo juicio conmigo de los muchos que habían hecho ellos encontrados. Empecé a abrir los ojos del entendimiento, noté la moral doctrina del filósofo, la intelectual del teólogo, y sobre las dos la del estado, a quien acuchillaba el soldado con la suya; y siendo cada una de por sí buena, nunca se pudieron acordar. Eché de ver entónces que la sabiduría era un instrumento acordado, cuyas cuerdas sutiles los músicos humanos tocan a tiento, y de aquí me pareció nacía la desigualdad de voces en los maestros, porque cada uno tocaba como le sonaba mejor al entendimiento; sola la música de mi letrado me pareció que totalmente desacordaba todas, y aun las tenía sujetas, pues ninguna dejaba de entrar en su jurisdicción. Dióse fin a la academia, y cada uno se fue a prevenir su viaje para la corte. |
CAPITULO VI. Sale de Carmona don Gregorio, y cuenta lo que le sucedió en una venta de Sierra Morena . Seis días estuvimos en Carmona. y en ellos mi juez averiguó causas, a puro sacar efectos, soltando presos sobre fianza, y haciendo otras diligencias que omito por no embarazar mi historia. Parecióle a mi juez y letrado que ocupásemos el coche que venía vacío, y que los criados fuesen en nuestras mulas; pagamos la posada, y salimos todos juntos con harto gusto de los del lugar, que rogaban a Dios los sacase de tanta justicia. La niña pretendió pasarse a nuestra carroza, pero yo la dije no era tiempo, respecto de la compañía. Llegamos por nuestras jornadas reales, pues ellos nos llevaban a una venta que saltea en Sierra Morena; saliónos a recibir o a robar, que todo es uno, el ventero, descendiente por línea directa del mal ladrón, pero él era el mayor y mejor de su linaje. Traía por barba un bosque etíope, y cazaba con los ojos vidas, sirviéndole el sobrecejo de arcabuz, con que tiraba a matar al vuelo. Servíale de montera un paño de Cuenca, y por capote traía una docena de palmillas; era tan alto como seco y tan moreno como la sierra; con un ojo miraba al sur, y con otro al norte, y atravesaba con ellos del este a oeste. Era príncipe de los salteadores, pues venía de caza con su arcabuz en la mano, y en la pretina una docena de perdices ganadas para él. Al primero que saludó fue al escribano, y no sé si se conocían, ellos lo saben, y yo también. Doña Beatriz se desmayó de verle; el juez dijo: _De buena gana mandara yo colgar este ladrón. El arbitrista respondió: _El mundo se ha de perder por un ventero, si el estado no los quita del mundo. El filósofo replicó: _Si nació debajo del signo de Mercurio, déjenlo. El soldado dijo: _Por vida del diablo, que estoy por hacer una buena obra al alma de este ventero, sacándola de su mal cuerpo. El fraile respondió: _Nadie condene lo que no crió: este se puede salvar en su oficio, si obra bien; cristiano es, y su libre albedrío se tiene como el más pintado. _Hecho salvados _dijo el soldado_, bien puede ser ,padre mío, pero no de otra manera. Ellos estaban en esta plática, cuando se apeó de un caballo un mancebo de buen talle, si bien su vestido, aunque mostraba reírse por una parte, por otras lloraba: era, como pareció después, poeta de los que hacen versos a costa del sexo. Apartóme a un lado, y pidióme relación de toda la compañía; yo se la di brevemente, y él quedó tan capaz de todo, que hablaba con mis amigos, de la misma forma que si hubiera venido en su compañía mucho tiempo. Llegóse al escribano y díjole: _Señor secretario, déle con la pluma a las perdices, volarán al asador. Dicho y hecho, ya la huéspeda las ponía a perdigar; calificaron todos a nuestro poeta por hombre de buen humor, como lo son todos . Y prosiguió diciendo: _Pluma de escribano es pluma de ave imperial, que en tocando a las demás se consumen todas, y ella queda libre. El ventero puso una mesa triangular, y en ella unos manteles de Etiopía. El poeta no pudo creer sino que habían desollado algún negro, y nos le vendían por tela. En medio de la mesa, puso por salero un pedazo de Medellín, salado a las mil maravillas. Un jifero que podía desjarretar un toro, ocupaba la mejor parte de la mesa, y a su lado tres platos, tan faltos como quebrados, y con gran devoción en el suelo estaba un jarro ahogado en mosto. El vaso era primo hermano del salero, pero tan hondo que el bajel que nadaba en él iba seguro de bajío, pero no de tormenta. Alumbraba la mesa un candil, tan cansado de vivir que daba parosismos a cada instante. Gruñía de cuando en cuando un animal de bellota; y debajo de la mesa andaban dos hijuelos suyos por derribarla. Tres galgos y un mastín estaban de rodillas por los pies aguardando con gran devoción las reliquias de la cena. Gato no vi, porque el amo lo era. Distaba la mesa de la caballeriza cosa de una cuarta, y en ella estaban dos músicos apuleyos. entonando un rebuzno tan bien como dos necios la risa cuando las carcajadas vienen de golpe y con rocío. Estaba colgada la cuadra de una colgadura de humo, labrada en los países del infierno. Tocaron a cenar con el cabo del jifero, de la librea del vaso, y entonces salió a vistas la ventera. Era la madre de los pigmeos, enjerta en Galicia; yo entendí que venía de rodillas por servirnos con más devoción; pero como vi que pedía favor para subir el plato a la mesa, la tuve lástima, pero no cuando nos miró de trino con una cara de pellejo ahumado, y una alquitara por nariz; los ojos parecían espirituales, porque miraban hacia dentro. Por dedos traía unos palos de escorzonera por mondar, y por cabello un vellón de lana churra. Doña Beatriz sacó un pañuelo de holanda, y dijo: _Tía, llegúese al norte, y deje la Noruega. _Crítica es usted, mi señora doña Beatriz _dijo el poeta_; bien hace de hablar culto, que la posada no es muy clara. _No sacaremos esta mesa a campaña _dijo el soldado. _No será malo _le respondí_, que nos ahogamos de calor. _Padre mío _dijo la vieja_, sáquenos de este purgatorio. _No puedo, señoras, que es el infierno _respondió el fraile. El soldado alzó la meza en alto como bandera, y dio con ella en el portal de la venta, cubierto con el manto azul. Empezamos a trinchar con los dientes las perdices; el poeta se puso a mi lado, y como si hubiera salido de un pesado cerco, así despachaba las inocentes aves; el ventero nos echaba de beber, y con una pierna de perdiz hizo la razón seis veces, no habiéndola tenido en su vida, sino cuando bebía. _Por cierto _dijo el filósofo_, que están sazonadas las perdices, y que merecía el ventero ser cazador de un príncipe. _Si yo supiera _dijo él_ que había de tener tan honrados huéspedes, yo trasladara la sierra a la venta. _Bien aspera y espesa es ella _dijo el poeta_; la voluntad le agradecemos. La niña no hacía sino regalarme a vista de mis competidores, y el soldado la dijo: _ No regale usted al señor don Gregorio en público pudiendo en secreto. Yo le respondí que un favorecido podía favorecer, o convidar muchos, que recibiese de mi mano la parte que le concedía mi cortesía. Él me respondió que no gustaba de favores por segunda mano. Yo le dije que pues no los recibía, que callase cuando los viese en poder de su dueño. _Eso será si yo quisiere _replicó él echando mano a la daga. Yo levanté el plato, y sin ser platina, quise ser coronista de su vida, escribiendo con sangre su misma descortesía. Alborotáronse todos, y cada uno fue a tomar su espada, unos por vía de paz, otros por vía de guerra. Pero como el escribano se levantase a buscar sus armas, tinta y papel digo, y diese en el candil, y nos dejase a oscuras, cada uno daba tajos y reveses sobre la mesa, llevándose el jifero, salero y demás sabandijas. Ténganse al rey, decía el juez, y la vieja: ¡Ay que se matan sobre mi sobrinica!, acudan antes que rancen y pidan suelo. El fraile con voz majestuosa, orgánica y grave, dijo que no se pudo hacer el mundo sin mujeres, notable sexo. El soldado daba voces, diciendo: Huésped, encienda luz, buscaré a moco de candil a mi enemigo. La niña se abrazó conmigo, diciendo: ¿Qué es esto, señor don Gregorio, adonde está su prudencia de usted? Si quiere quitarme la vida, máteme a pesadumbre. Y diciendo y haciendo, se quedó desmayada en mis brazos, a tiempo que el mesonero y su mujer se pusieron a mi lado, uno con el candil y otro con una tea ardiendo. Yo estuve por desmayarme de verlos, porque me parecieron dos demonios que venían a tentar a doña Beatriz, o a llevársela antes de tiempo. Acudió la vieja con un jarro de agua, roció la dama, y volvió en sí, a tiempo que el poeta acababa de pintar su desmayo en un soneto, y dijo que le pesaba hubiese vuelto tan presto, porque había empezado una canción. Ya mi juez, letrado, fraile, filósofo y estadista, habían sacado fuera de la venta al soldado, y reducídole a que fuera mi amigo. Yo lo rehusé, pero hube de casar mi amistad por fuerza, con intención de pedir divorcio cuando me pareciese. Salimos fuera de la venta, y cada uno tomó asiento sobre su capa. Pidieron al poeta dijese el soneto, que fue el que se sigue:
Desmayábase el sol, porque su tía le puso en venta los divinos ojos, y si fueran fingidos sus enojos, desmayarse pudiera cada día. Lo colorido entre la nieve ardía, y dando amor en su coral de ojos, bebió ciego los líquidos despojos, que Dafne se perdió por bobería. Marte celoso esgrime su cuchilla (no carta de la muerte, pero rayo de las nubes morenas de Sevilla). Adonis pide con la silla el bayo; y, se duda, picando a cordobilla, cuál será jabalí de este desmayo.
Celebramos los versos; acomodóse cada uno sobre su ropa para dormir en el portal de la venta, bien que en ella había dos camas, la caballeriza y el pajar, pero las dejamos para la chusma. El poeta dijo: _No son estos colchones a propósito para las musas. _Parécense a los de mi celda _respondió el fraile. _De poco se espantan _dijo el soldado_; bien se ve que no han dormido en campaña. _¿Qué mayor campaña o guerra _replicó el poeta_ que dormir en una venta en medio de Sierra Morena? _Durmamos _dijo el juez_, que son las noches cortas. La vieja y la niña se acomodaron junto a mí por huir del soldado. Empezaron algunos a roncar, digo a tocar el clarín de bellota, y el que lo hacía infernalmente era el alguacil; podía ser chirimía de Lucifer. El poeta dijo: _Mal año para el órgano de Apuleyo; ¿quién ha de dormir oyendo esta música? _ ¿De esta se admira? _respondió el escribano_; si el juez entonare la suya, oirá maravillas. Empezó el ministro a llevar el contrabajo al alguacil, y por más que nos tapábamos las orejas, no podíamos divertir el ruido; y sin duda nos sirvió de agüero; pues dentro de una hora dieron sobre nosotros treinta bandoleros hermanos del ventero: los dormidos recordaron, y aun los dispiertos, a tiempo que tenían atadas las manos, y aun los pies, y no tuvimos lugar de tomar armas, ni de ponernos en defensa. Apartáronnos fuera de la venta un cuarto de legua del camino; doña Beatriz lloraba, la vieja gruñía, el poeta glosaba, el soldado juraba, y todos íbamos como ovejas al matadero. Empezaron los ladrones a limpiarnos la ropa, y por hacerlo con más comodidad nos la quitaron del cuerpo, y nos fueron atando uno a uno a su árbol, haciendo una alameda de penitentes en camisa. Doña Beatriz quedó en enaguas, y la vieja en manteo; hubo pareceres de llevarse la niña, pero por no llevar la tía la dejaron. Apartáronse un poco de nosotros para hacer junta sobro nuestras vidas; entre tanto estaba la justicia pidiendo misericordía, mejor allí que en la jácara: fueron poco a poco desviándose mas, cosa de cuatro tiros de mosquete, y aun de allí temíamos los suyos. Doña Beatriz y la vieja se deshacían a lágrimas; yo las consolaba, como amante que aguardaba, sin coronarme de favores, las flechas de la hermandad. El escribano decía que un astrólogo alzó figura sobre él, y le dijo que había de morir en un palo, y que sin duda se llegaba la hora. _Mire lo que habla, Arenillas _dijo el juez_, que si saben los bandoleros que hay en la compañía alguacil, escribano y juez, acabarán con todos. El fraile dijo: _No nos podía suceder menos, con tantos votos, tantos reniegos, tantas ninfas, tantos versos, tanta justicia, tanto estadista, y sobre todo, tanto Baldo, escribano y alguacil. En fin cada uno se encomiende a Dios, y si los bandoleros volvieren, no serán tan crueles que no me concedan confesarlos. Los cocheros y nuestros criados estaban atados criminalmente, y renegaban a pesar de la doctrina del fraile. Quien más se quejaba era nuestro abogado por haberle dado garrote en una pierna; entendí que diera su alma al derecho, según alegaba de su justicia. Como la noche estaba algo oscura, parecíamos encamisada de difuntos; y si como era verano, fuera invierno, lo fuéramos de veras. No obstante se le antojó al señor cielo relampaguear, y poco a poco empezó la artillería celeste a hacer su oficio, dándonos una carga de granizo y agua, tan fuerte que nos puso como anades sobre estanque, pero no tan libres. _¡Válgame nuestra Señora de las Aguas _decía el fraile_, y qué nublado tan cruel ha caído sobre nosotros! El soldado respondió: _Calle, padre, no se enoje, llévelo con paciencia, ganará el cielo. La vieja empezó a quejarse de su madre, que la traía consigo desde que nació. _¿Vienen esos bandoleros? _dijo el juez. _No parecen _respondió el escribano. _¿No hay alguno que se pueda desatar a sí mismo? _replicó el fraile? _Desata por ahí _respondió el cochero: No trate de eso, padre mío, que los bandoleros nos ataron a prueba, y éstese. _Hermano, ¿quién os mete en puntos legales? _dijo el letrado_.Tratad de vuestro oficio, y no os metáis en términos de justicia. Amaneció el Señor con su luz, y cuando nos vimos los rostros, reíamos y rabiábamos a una: estábamos perdidos, con unas caras deslavadas, dando diente con diente como si fuera en diciembre. El alguacil tendió la vista por un ribazo, y entre unos jarales divisó un bulto; empezó a darle voces, y respondió el eco lo que bastó para consolar la compañía. Ibase llegando a nosotros un zagalejo, que guardaba unas yeguas en lo alto de la sierra, y admirado de ver tanto bulto blanco, se detuvo, pero asegurándose de nuestra desgracia, nos desató a todos, y guió a la venta, donde llegamos sin aliento. Hallamos al ventero y su mujer llorando nuestra fortuna: reparámonos lo mejor que podimos, con la poca ropa que dejaron en la venta los bandoleros en el coche olvidada, en tanto que llegábamos a parte donde pudiéramos vestirnos. Diole a la vieja su mal, tan fuertemente que se ahogaba; acudía su remedio, y la maldita madre quería dar cuenta de la hija. Ella me dijo: _Hijo mío, yo me muero, pregunte si hay una ventosa, que en el ombligo es todo mi remedio; de no, mi hora es llegada. Yo pregunté a la ventera si la tenía; díjome que no, pero que podía servirme de un orinal; yo con la priesa no reparé si le sería a propósito; pedí estopas, metíle cantidad, y di con mi orinal en la barriga de la vieja. Dios nos libre, tiró tan fuertemente, que se llevó tras sí las entrañas de la pobre Matorralba; yo que vi el vidrio lleno de tripas, eché a correr dando voces, llamando al fraile que la confesase. Acudió él, y como vio el espectáculo, llamó a la ventera, diciéndole que le quitase la ventosa: _¡ Ay, señor! _dijo_, esa le ha dado la vida: déjela su merced sosegar con ella una hora. Entró doña Beatriz, y con diligencia arrancó el orinal rellenado, y dijo la vieja: _No hagan burla por vida de Beatricica, que si el señor don Gregorio no me socorre con la ventosilla, me muero. Salimos de la venta tan vestidos como desnudos. Llegamos a Juan Abad, y el cochero tomó sobre su crédito el dinero que fue menester para reparar nuestra desgracia. Lo que nos sucedió hasta llegar a Toledo, y de allí a la corte, pretendo pasar en silencio por ser coronista de mayor, que no todo se puede escribir ni menos oír. |
CAPITULO VII. Llega don Gregorio a Madrid, y da cuenta de lo que le sucedió con un pariente suyo, y con un alguacil de corte, y otros sucesos. Llegamos a Madrid, en cuyo océano tomó cada bajel diferente rumbo: doña Beatriz y la vieja dijeron que traían cartas de Sevilla para cierta amiga suya que vivia en el Avapies, que fuese con ellas para saber su posada; hícelo así, y después tomé la mía en la calle del Príncipe, por gozar del nombre. Diéronme un cuarto bajo, tan pariente de la calle que más compañía tenía con ella que conmigo; no salí de casa en dos días procurando acomodarme a uso de corte. Al tercero, estando el sastre vistiéndome, entró en mi cuarto un hombre de buen talle, vestido de terciopelo liso, un candil por sombrero, y con los brazos abiertos se vino a mí, diciendo: _Señor don Gregorio, don Gregorio y señor, primo de mi alma, don Gregorio de mi vida, don Gregorio de mis entrañas, ¡es posible que os veo, don Gregorio!, no lo puedo creer! Yo quedé espantado de tanto Gregorio, y de tan prima amistad; preguntóme si le conocía, yo le respondí que no me acordaba haberle visto en mi vida, y era Verdad. _Yo lo creo, me dijo, pero yo conozco muy bien a vuestro padre, el doctor Guadaña, a la comadre de la Luz, Ambrosia Jeringa, y a Quiterio Ventosilla. Yo, que oí desensartar mi honrada genealogía, le dije: _¿Quién es usted, que le quiero conocer? Y él respondió, santiguándose: _Yo soy.... (válgate Dios, y lo que has crecido) don Cosme Longobardo, hijo de Longobardo Paulín, primo hermano de don Carlino Montiel, pariente en cuarto grado de su padre el doctor Guadaña, ¿no me conoce? Yo le dije: _Señor mío, los parientes están disculpados cuando por flaqueza de memoria no se acuerdan o no conocen a sus deudos; si yo lo soy de usted me tengo por venturoso en haberle conocido. _Vístase _me dijo_, que como nuevo en la corte tiene necesidad de padrino. Hícelo así, y entretanto todo se le iba en admiraciones, diciendo que era un vivo retrato de mi padre. Entró la huéspeda en esta pintura, descubriendo la suya, tal que solo le faltaba estar revuelta al árbol del Paraíso engañando a Eva, por ser la carita injerta en serpiente. Díjole a mi nuevo primo: _Señor don Cosme, ¿conoce usted a este caballero? _Señora Mari Alonso _respondió él_, conozco al señor mi primo don Gregorio Guadaña, y por cartas que tengo de Sevilla sé que venía su merced a esta corte. _¿Que su primo es? _dijo la huéspeda_. Séalo por muchos años. Dio una vuelta al aposento, y fuese. Salimos a dar el primer chasco a la corte; díjome mi nuevo pariente: _Oye, primo, los galanes no deben vivir sin amor; si quiere galantear una de las más hermosas damas de Madrid, véngase conmigo. Dicho y hecho, llevóme a una casa donde vivían tres doncellas, una más firme que otra; dos madres, tres tías, y cuatro criadas; llamábase la más hermosa doña Ángela Serafina de Bracamontc, y celebraba los dos nombres soberanamente, por lo ángel y serafín. No vi en mi vida tan aseada ninfa de Manzanares, emulación del Tajo, con licencia de las señoras toledanas. Mi primo sirvió de relator en el consejo de Venus., informándola de mi calidad y persona en el pleito de pretendiente. Inclinóse el tercer planeta a dar oídos a mi justicia, y preguntóme si tenía más probanza que dar. Díjele que no; pedí libertad, pues me hallaba preso. Y respondióme: _Por ahora, señor mío, aprueba, y éstese. Entró una criada al dar la sentencia con otra peor, y dijo: _Señora, el platero trae aquella sortija de diamantes, ¿entrará o no? _No entre_respondió la madre_: bastan las que tienes, niña, sin empeñarme ahora en cincuenta ducados. Parecióme que seria descortesía no pagarlos, y dije: _Si mi señora doña Ángela quiere favorecerme, con ponerse en mi nombre la sortija me tendré por venturoso haber llegado en esta ocasión. Mi primo dijo: _Entre el platero, que yo la suplicaré ciña una de sus diez azucenas, con los tres diamantes. Saqué de un bolsillo los cincuenta ducados, pagué al platero, y fuese, dándome mi dueño un listón verde en pago de la sortija. No tardó mucho de entrar otra criada, diciendo que el lencero traía la piezade holanda que le habían pedido; la tía dijo que de ninguna suerte la había de comprará diez y seis reales la vara, que era muy cara. Yo la dije que tenía necesidad de unas camisas, y gustaría se labrasen en casa. Mi serafín, dijo, si el sefior don Gregorio gusta de ello, suba el lencero, norabuena. Entró con cuatro piezas, pero salió sin ninguna, pagándole por ellas más de cien ducados. _Ya yo me tomara en la calle _dije a mi primo_ que temo entre otra moza con toda la puerta de Guadalajara. _Bien decís _me dijo, basta por ahora. _Y sobra _dije yo, acordándome de mi doña Beatriz que en todo el camino de Sevilla a Madrid no me pidió un jarro de agua, con tener al lado la Matorralba, que quitara los dientes a diez ahorcados. Salí tan sin dinero como enamorado, y acordándome del refrán que dice tanto te quiero cuanto me cuestas, le dije a mi primo si era pretensión aquella de muchos días, y respondióme que no se alcanzaban tan brevemente aquellas conquistas, pero que la fuerte batería del tiempo todo lo rendía con el oro, sin embargo que aquellas damas aspiraban a matrimonio. Yo le dije: _Si el señor mi primo me hubiera dicho antes de hacer la visita la palabra del esposo y la esposa, yo me hubiera desposado con mi cordura, y no desposeído de mi dinero. _No lo digo por eso _dijo él_, dígolo porque estime el señor Guadaña, cuando gozare tanta hermosura, mi cuidado y diligencia. Llegamos a mi posada; comimos juntos; y sin apartarse de mi, sino cuando dormía, me siguió quince días, mucho mas que mi sombra. En ellos asenté plaza de verdadero amante, galanteando mi nuevo serafín de día y de noche. Pidióme música, encargándome el secreto, que debía de importar no lo supiese don Cosme, y díjome que fuese única; parecióme que la pedía de una voz. Púseme de ronda aquella misma noche, compré una buena guitarra en casa del Capón, y sin llevar conmigo amigo ni criado, di con mi cuerpo gentil en la idolatría de mi dama, quiero decir en la calle de los Jardines, donde ella vivía. Hacía la noche oscura, y convidándome el silencio, empecé a rascar la guitarra, y entonar la voz. Yo estaba enamorado, no podía cantar mal: no hube bien o mal empezado a decir Malograda fuentecilla, cuando un alguacil de corte, que venía de ronda con su escriba al lado, se llegó a mí, diciendo con voz espantosa: _ ¿Quién va a la justicia? ¿Quién va a la justicia? _ Señor mío _le respondí_, la justicia se viene a mí, que yo no voy a ella. _¿Quién es? _me dijo_, ¿qué hace aquí?, ¿dónde vive?, ¿qué oficio tiene?, ¿y de dónde viene?_Esto dijo, quitándome la guitarra. Yo le respondí: _De Sevilla soy; canto aquí, vivo aquí, y estoy aquí. _Púsome la mano en los pechos, diciendo: _¿Sabe que está hablando con un alguacilde corte? ¿Que armas trae? Yo le dije que no traía sino mi espada: parecióle que la llevada como la guitarra, y quiso quitármela; yo me retiré dos pasos atrás, diciendo: _Señor, téngase a la justicia, téngase a la razón, y pida con cortesía la capa, pero no la espada, y suplicóle me vuelva la guitarra, que yo la rescataré a peso de plata. Esa no llevará _me respondió, recójase a su posada_ y agradezca que no le meto en un calabozo. Ellos se fueron la calle abajo (que esta gente no va calle arriba) y yo quedé hecho músico de la legua, sin cantar en el teatro de mi dama. Fuime a mi posada, dormí lo poco que había de la noche, y a la siguiente habiendo comprado nuevo instrumento, determiné, a pesar de la justicia, dar mi música. Aguardé a la una de la noche, y sentí que mi Ángela se ponía al balcón; empecé a andar en punto con mi guitarra, cuando al primer verso dieron conmigo alguacil y escribano, diciendo: _¿Quién va a la justicia? Téngase a la justicia; y aquí de la justicia. La de Dios venga sobre ti, dije entre mí, y levantando la voz le respondí: _Señor Téngase a la justicia, ¿quién ha de ir sino un hombre a quien quitó anoche una guitarra? _Con esta serán dos _me dijo. Yo quise sacar la espada, pero no pude, porque sin sentir me rodearon tres corchetes, y el escribano cuatro, y me quitaron guitarra, espada y broquel, diciendo el alguacil: _Por vida del rey, que si le hallo otra noche alborotando la calle, que ha de dormir en un cepo. Fuéronse, y quedé tan corrido y afrentado, que no tuve aliento para disculparme con mi dama, que estaba viviendo, como otras muriendo de risa; y al cerrar el balcón dijo: Superior música, y entróse, dejándome, no a la luna, que no había salido, pero sin ella, que era peor. Fui a hablar con mi pariente, y otros amigos suyos que vivían seis casas más arriba de la de mi dama; contóles mi desgracia, y díjeles que deseara vengarme del alguacil aunque me costase una vara. En el mismo instante que miré la casa, tracé mi venganza: tenía un medio patio con tres altos; compré una garrucha y una maroma fuerte, y de lo alto de la casa, que caía al patio y a la calle, le pusimos yo y mis camaradas cosa de cien quintales de peso: en el remate de la cuerda, que había de caer a la calle, pusimos un fuerte hierro volteado; este entraba en una argolla, que yo había de llevar asida en la pretina por las espaldas, de modo que estando asido uno de otro, y soltando el peso de lo alto como tramoya de comedía, volaría una casa. Compré una guitarrilla o tiple pequeño, y púsele una cinta con un alfiler de a blanca, de modo que asida a las espaldas y dejándola de la mano quedaba colgada en la cintura. Con esta célebre invención llegó la hora de ponerme asido de la argolla y cordel, y mis amigos en lo alto de la casa para soltar el peso. Empecé a la una de la noche a tocar el tiple, abrí mi boca para beber en mi fuentecilla, y al primer cristal, sentí venir mi alguacil y escribano; Dios nos libre, arremetió a mí el ministro envarado, diciendo: _Por vida del rey que ha de dormir con los galeotes el picaro bribón. Yo solté la guitarrilla, y como mi alguacil me visitase las manos, y no la hallase, empezó con las suyas a abrazarme, por ver si traía armas dobles. _¿Adonde tiene la guitarra? _me dijo. _¿Qué guitarra? _le respondí_, ¿ viene loco usted? Yo que sentí el estrecho abrazo que me daba, apretándole fuertemente, dije: Tira. Soltaron mis amigos el peso, y fuimos volando, yo y mi al_guacil por la región del aire. El pobre que se vio levantar del suelo, empezó a decir: ¡ Jesús mil veces, que me llevan los diablos! El escribano entendió que se lo llevaban, y fue corriendo como un galgo a la calle de Alcalá a dar testimonio que al alguacil N. se lo habían llevado los demonios. Yo, que había subido a lo alto con mi alguacil, le dije: Hermano, téngase a la justicia si puede, y por ahora apéese de aquí abajo. Soltéle; y dio con su cuerpo, y aun con su alma, en el jardín de la calle, o por mejor decir en la calle de los Jardines, y quedóse sin decir Dios valme. Yo entendí que le había despachado de esta vida para la otra, pero no fue así. Quitamos luego la tramoya, dejando raneando a Téngase a la justicia. Fuimos en casa de doña Beatriz, a quien no había visitado por los nuevos amores de mi ángel, y ella, en pago de la rebeldía, estaba con mi juez tomándole residencia; llamamos a la puerta cuatro o cinco veces, y no respondieron. Yo adiviné la causa, y dije a mi primo y a sus amigos: _Esta ninfa está ocupada, si no me engaño; démosle un chasco y sea luego. Fuimos en casa de dos albañiles amigos, y pagándoselo muy bien, les hicimos tapiar la puerta de la calle con yeso y ladrillo, y quedó de piedra y cal, cuanto más de ladrillo y yeso. Fuéronse los oficiales, y pusímonos frontero de la puerta rebozados, para ver por dónde salía el galán de mi doña Beatriz. Amaneció su excelencia la señora Aurora, cuando vimos llegar al escribano y alguacil en busca del juez, y dijo el alguacil _Arenillas: No es esta la puerta. _¿Cómo no? _respondió el escribano_. Esta ha de ser. _Vive Dios _dijo él_ que estamos dormidos, o que hemos errado la calle. Dieron la vuelta seis o siete veces, y por más que el alguacil afirmaba ser aquella la misma calle, no quería el escribano dar fe y verdadero testimonio que era ella. Abrió la ventana la vieja Matorralba, saludó a los dos y díjoles: _Entre el señor Arenillas y el señor Torote, que la moza fue a abrir la puerta. Fue así, abrió la criada, y dijo de adentro: _¿Quién nos ha calafateado el ojo de nuestra casa? ¿Quién nos ha cubierto y tapiado la delantera de nuestro albergue? Al ruido se asomó mi juez en camisa, y a su lado doña Beatriz. _Que me maten _dijo la Matorralba en alta voz_ si el soldado no nos ha hecho esta burla. Salimos donde estábamos escondidos, y dando vuelta a la calle llegamos al cerrado albergue: la Matorralba, que me conoció de la ventana, dio aviso al juez. La niña se desmayó, y el escribano y el alguacil nos dieron parte de la bellaquería que habían hecho a la ninfa. Yo les pregunté quién estaba dentro, y respondió el escribano que no podía dar fe de lo interior de aquel cerrado alcázar. Alborotóse la vecindad, y algunos vecinos mal intencionados llamaron la justicia para prender la justicia. Vino un alguacil de corte con su escribano; echó la tapia abajo, y por favor me dejaron entrar dentro por pariente de la niña; hallaron al juez perdido de vergüenza, a la ninfa ganada, y a la vieja sin ella; dieran por no haberme visto lo que yo diera por verlos como los vi. El juez habló con el alguacil de corte, y como se entiende esta gente por señas, todo se hizo a gusto de la niña. |
CAPITULO VIII.
Cuenta don Gregorio la desgracia que le sucedió con el alguacil Torote, por cuya causa le prendieron. Parecióme que había tomado satisfacción bastante de dona Beatriz y el aguacil de corte, de quien supimos aquel día que estala para dar su alma al Criador. No me dejó de dar cuidado por los muchos testigos que había sobre el caso; pero en fe de ser cómplices todos se sosegó mi espíritu. Sucedióme un día en la calle Mayor que vi en una de sus tiendas una dama de tan buen talle que me llevó los ojos. Estaba comprando niñerías de cabeza, que no son pocas, y alzando el manto, vino de repente un relámpago de luz tan fuerte, que me turbó la vista. Yo había menester poco para olvidar una y querer otra, gala de que se visten los buenos cortesanos, cuando empezé a ofrecerla toda la calle Mayor, cuanto más la tienda menor. Hízose de rogar, pero como no hay mujer que no guste de recibir, y todas son de tomar, bastó el ofrecimiento para empeñarme en treinta escudos, que se iban a las mil maravillas, y las letras cobradas mejor. Supliquéla me dijese su casa, y díjome que era casada y no convenía: eché de ver entonces que era desgraciado en no preguntar primero; sin embargo no quise perder ocasión de verla, pedile me señalase sitio, y concedióme el Prado; bien le merecía por ser tan liberal; no di parte a don Cosme de mi nuevo empleo, y no pasaba día que no tuviese dos querellas, una de doña Beatriz y otra de mi ángel, a quien iba a visitar por cumplimiento, por parecerme larga la pretensión, y lo peor por haberme pedido por esposo, cosa que yo aborrecía tanto. Llamábase mi tercera dama doña Lucrecia Luzan, y su criada me aseguraba, a pesar del marido, todo buen pasaje, porque su señora, decía ella, se había enamorado de mi talle, liberalidad y cortesía. Pregúntele qué oficio tenía su amo; y respondióme: _¿Vuesa mercer pretende el oficio, o la señora del oficio? Calle por su vida, pretenda para alcanzar, y pregunte para ignorar, que le conviene: ponga esta fortaleza en mis manos, que yo daré con ella en suelo. Pagúela la buena esperanza, que así se llamaba, y no reparé en mi locura, pues a lo que pareció después, el marido de la señora Lucrecia era, no Tarquino, sino el alguacil Torote, ministro de mi juez. Continué quince días en mi pretensión, sin ir a su casa por no encontrar con Tácito; hablábala en la calle, rondábala de noche, sin música, acordándome de Téngase a la justicia, si bien estaba cada día mejor. Llegó la hora de rendirse este fuerte, y díjome que no podía verla en su casa a causa de su marido, a quien como dicho tengo no conocía, ni quería conocer, por lo bien o mal que me dijo la criada. Díjela que en mi posada la podía hablar seguramente; parecióle bien, y una tarde con todo secreto la coloqué en mi cuarto. No bien había entrado, cuando mi criado me dijo que mi primo me venía a ver; cerré la dama por defuera con intención de volver luego, cuando veo a mi Ángela y sus hermanas tirarme de la capa, diciendo: _Oye, galán, véngase por aquí arriba, que tenemos que hablarle. Llegó mi primo, y dijo: _Estas damas os acusaban la rebeldía, a Dios. Fuese, y dejóme entre ellas, que fue lo mismo que entre dueñas. Una me decía: Es un ingrato; otra: Es un vil caballero; otra: Es un fementido galán; y entre aquella, esta y la otra, me llevaban poco menos que a galeras, pues iba forzado. Parecióme que sería imposible volver a mi posada, y dábame mucho cuidado la ausencia que hacia doña Lucrecia de su casa, que me certificaba ser el marido el celoso estremeño, y le temía como el diablo, y aun mucho más. Con este pensamiento busqué mi criado, para darle la llave, y no le hallé; pedí licencia para irlas siguiendo a la deshilada y no fue posible; deparóme le fortuna, al llegar al corral del Príncipe, al alguacil Torote, marido de mi encerrada dama; como no le conocía por tal, apartele a un lado, y contéle mi desgracia, suplicándole íuese a mi posada para sacar de ella a mi dama, por lo que importaba a su honor y el mío, disculpándome de no volver a ella, por ocasión de cierto embargo que la justicia había hecho en mi persona. Él me dijo: _Ya entiendo, descuide el señor don Gregorio, que todo se hará como dice. Fuese en mala hora a poner por obra su desgracia y la mía, pues abriendo mi cuarto, y viendo dentro su propia mujer, la dio cuatro puñaladas celosas, y dejándola por muerta se salió de la posada, y me fue a buscar para hacer lo mismo. Alborotóse la casa, y juntamente la vecindad, y hallando el horrible espectáculo, se dio parte a la justicia; escapóse mi criado de ella, y vino a buscarme a casa de doña Ángela: yo cuando lo supe quedé sin juicio, no pudiendo adivinar lo cierto del caso; salí sin dar parte al origen de mi daño, y fui a buscar a mi primo; no lo hallé, y como todo el mundo está lleno de soplones, y los malsines son cañutos de mayor esfera, no faltó quien me llevó la justicia a casa de don Cosme. Pusiéronme en la cárcel a mí y a mi criado, adonde pagamos, yo lo que no había comido, y él lo que no había solicitado. |
CAPITULO IX.
De lo que le sucedió a don Gregorio hasta salir de la cárcel. Vínome a visitar a la cárcel el juez, y dióme cuenta de toda mi desgracia, que aun yo no la sabía: díjome como su alguacil Torote era marido de mi dama, pero que estaba con esperanzas de vida, y como mi amigo venía a solicitar mi libertad. Echóse de ver, porque a otro día de mi prisión, el primero que vi en ella fue mi juez. Agradecíle con grande afecto el celo que tenía de noble, como lo era, y dándole parte de mi inocencia, empezó a tomar la mano en el negocio, y como persona que entendía tan bien las criminales causas, hizo la mía tan civil, que a no meterse de por medio vacaciones, me dieran en fiado los señores de las garnachas. Doña Lucrecia, aunque del todo no estaba fuera de peligro, estaba fuera de alguacil, que no era poco. No pareció Torote en dos meses por más diligencias que hizo mi juez en buscarlo para acomodar el negocio, y hacer las amistades. Vínome a visitar doña Beatriz, la Matorralba, el escribano y toda la compañía que vino conmigo de Sevilla. Mi buen primo mostró serlo, porque me comía un lado aun en la misma cárcel. Quien no hizo caso de mí, fue doña Ángela Serafina de Bracamonte. y estando un día paseándome con mi juez, vino su criada, y dióme un papel, escrito de la mano de su señora; abrile, y vi que venía armado de los versos siguientes:
Mi don Gregorio Guadaña, falso Tarquino andaluz, que por gozar a Lucrecia, fuiste romano gazul.
Dícenme que la señora en tu cuarto, a poca luz, de cuatro puñaladitas no pudo decir Jesús.
Si el señor Tácito andaba caminando con su cruz, dejárasle descansar, a sombra de su salud.
Si la señora Lucrecia, tendida como un atún, por dar Torote a Jarama, la dio Torote capuz.
Sepa que todo instrumento, matrimoñado laúd, no canta todas las veces, el tono del ave cú.
Cerrar ninfas y dar llave, solo un guadaño avestruz, hijo de la misma parca, puede ejercerlo en Tolú.
Fuiste malsín declarado do un serafín boquirú, violando con la justicia todas la perlas del sur.
Lindo alcaide nos ha dado la comadre de la Luz, pues dio la llave del fuerte al brazo de Bercebú.
Por tu vida, dueño mío, que te vuelvas a Adamuz a ser médico, pues eres examinado en Corfú.
No son celos por tus ojos uno pardo y otro azul, sino amor, porque me fino por galanes como tú.
Avísame si a Lucrecia se le la restañado el íluz, y si se pasa Torote por el vado del Perú.
Camisa tienes, mi alma, si has de aforrar el baúl, el jinete de gaznates te la vista con salud.
Dios te libre de las cuerdas de ese músico tahúr, y si las tocares, canta milagros de tu virtud.
Díjele a la criada: _Amiga, dile a tus señoras que estimo el favor de las musas; si quieres llevar la respuesta, aguarda, que brevemente te despacharé. Hízolo así, y despidiéndome del juez, la dije la respuesta en estos versos, que leyó su ama en presencia de mi primo:
Mi doña Ángela del Monte, no braca, más serafín: primera estafa de Venus, segundo logro de abril.
Hechizo de Manzanares, y no de Guadalquivir, dulce emulación del Tajo, ninfa en sus aguas gentil.
Si Tarquino de la legua por ver a Lucrecia fui, más vale perder un reino, que serlo de Medellín.
Tu celestial hermosura para matrimonio vi; mucho signo en poco dote, no ha de pasar ante mí.
Soy mucho para marido, y no he de poder sufrir una visita del Pardo, en fiesta de Balsaín.
Por tu vida, mi señora, que marides por ahí un boquirrubio de sienes, pues hay en la corte mil.
Dale la holanda, mis ojos, en mi nombre a Juan Paulín, y matízala primero de algún palomo turquín.
No me quieras por esposo, que descubro zahorií a cuarenta y nueve estados un perro de un florentín.
Soy Guadaña, y soy Torote el extremeño alguacil, y te dejaré sin alma mi doña Ángela en un tris.
Todo lo que no es marido me puedes, mi bien, pedir; porque tu mina merece La plata del Potosí.
Aconséjate con mamá y mira si podré ir por galán de Meliona a la corte de Madrid.
Si me coges entre puertas, he de ser, si digo sí, un conde de Carrion, infausto yerno del Cid.
Holguémonos como manda el arancel de Merlín, tú pidiendo a todas horas, y yo dando sin pedir.
Díjome mi primo que apenas acabó de leer doña Ángela los versos, cuando dijo la madre: _¿ Qué quería el bribón de don Gregorio? ¿Gozarte y dejarte? ¡Malos años para él! En verdad que si pretende llevar la flor de tu hermosura, que ha de ser con título de esposa, y esposo al uso. ¡Oh qué lindo descanso! ¿Quería llevarse lo más precioso de una doncella, por cuatro varas de holanda y tres diamantes ? No se verá en eso; amanse la cólera, o váyase a galantear las señoras sevillanas, que las de Madrid más ganan con un marido que con una docena de galanes; por vida de don Cosme que diga a ese pícaro de don Guadaña, que no me entre por estas puertas, porque si entra, por vida de Angélica, que lo mande cargar de leña sin ir al monte. ¿Qué pensaba holgarse sin matrimonio? Está engañado, no merece descalzar a doña Ángela, cuanto y más calzarla. Yo le dije que tratásemos de mi libertad, y luego hablaríamos sobre aquella materia, tan postema para mí. Estando en esta plática, entró el alguacil Téngase a la justicia, arrimado a un báculo, tan flaco y amarillo que parecía la muerte. Todos empezaron a decir: Hola, aquí viene el alguacil a quien llevaban los diablos la otra noche, y le soltaron por haber dicho Jesús en la medía región del aire. Otro decía que no es eso, sino que por tiempos está endemoniado este alguacil, y juegan con él a la pelota los diablos. Otro decía: Callad por vida vuestra, que nada de eso pasó, sino que unos enemigos suyos lo volaron por tramoya y lo soltaron sin ella. Yo entendí que me venía a embargar, pero engáñeme: habló con el alcaide, y fuese. Perdónele el susto por la brevedad con que se volvió a su casa en una silla de manos, y ganeme un millón de bendiciones, porque al entrar en ella decían los presos: Bien haya el alma que te mancó, verdugo de los pobres y estafador de los ricos. Otros decían: si fueron diablos, tuvieron buen gusto, y si hombres, lindo entretenimiento. Entró en este estado mi juez, con el mandamiento de soltura, por estar doña Lucrecia fuera de todo peligro; echéme a sus pies, en señal del ordinario agradecimiento; pagué mi prisión, que hasta el tormento se paga, y salí de la cárcel con no poco recelo del alguacil Torote, que no parecía en toda la corte, por más diligencias que se habían hecho. Dieron por libres a mi huéspeda y otros criados de su casa, que andaban a monte, constándoles a los señores de la sala estar inocentes, y habiéndose presentado el mismo día. Costóme la burla más de doscientos escudos, y si no estuviera el juez de por medio, me costara dos mil. Mudé posada por parecerme conveniente, y llevóme mi primo a la suya, entretanto que se buscaba otra con más comodidad. Hallé en ella a la Matorralba y doña Beatriz; y entró luego mi Serafina de Bracamonte. Mirárouse las dos a cara, y dijo doña Ángela: _Reina mía, ¿es vuesa merced hermana del señor don Gregorio, porque se parecen? _No, señora _respondió doña Beatriz_, soy su cercana deuda por parte de Venus, y vengo a saber de su salud. _Pues excúselo por ahora _dijo mi ángel_, que está el señor don Gregorio tomado para palacio. _ ¿Cierto? _replicó doña Beatriz, riéndose. _Ciertísimo _respondió doña Ángela. Y mi sevillana dijo: _Pues crea la señora cortesana tendrá el palacio tan lleno de gente, que no quepa don Gregorio en él. Parecióme que aquellas señoras me armaban otra para dar conmigo otra vez en la trena; metí paz, y cada una se fue a su casa, favorecida de mi cordura, que aunque no la tenía me preciaba de tenerla, y el daño estaba en la confianza que yo tenía de mi persona, tanto de galán como de discreto, virtudes que no conocí en mi vida. |
CAPITULO X. De lo que le sucedió a don Gregorio con los amigos de don Cosme y el juez. Parecióme andar acompañado, por asegurarme de Torote. Visité a doña Lucrecia, y dile bastantemente con que reparase su desgracia, que siempre me precié de agradecido. Busqué los amigos de don Cosme, y el uno de ellos llamado Pablillos, por mal nombre, había reñido con otro de la misma cuadrilla, a quien llamaban Sebastianillo el malo, medio rufián, y caco por naturaleza; si bien, por no tener que hurtar, andaba con la boca abierta robando el aire. Díjome Pablillos que lo había de matar, aunque supiese pernear en la de palo; vile tan rematado que me obligó a decirle que yo le daría de palos una noche por despicarle: otorgó el partido, y otro día por la mañana saqué mano a mano a Sebastianillo por la calle de Atocha, y díjele cómo su enemigo estaba resuelto a matarle por cierto agravio que había recibido por su mano; pero que por excusar una desgracia, le había reducido a que fuese su amigo, con calidad que yo le había de dar de palos en su nombre; que se sirviese de aguardarme aquella noche a la puerta de su casa, que yo haría la plataforma de Palermo, con lo cual él quedaría sin palos, Pablillos vengado, y yo gustoso de haberlos hecho amigos. Estuvo un poco suspenso antes de soltar el sí, pero en fe de nuestra amistad, dijo que recibiría los palos de veras, cuanto más de burlas. Despedíme de él, y di cuenta a Pablillos de cómo aquella noche sacaría a limpio su honra. Busqué un garrote acomodado, púseme de ronda, y fui a las nueve de la noche con Pablillos a dar fin al duelo. Había mi Sebastián mudado de parecer, y en lugar del beneficio que le quería hacer, me tenía la justicia en su casa, para salir al primer golpe y prenderme. Fue así, llegué a levantar el palo, y dio conmigo un primo hermano de Téngase a la justicia, con su escribano, diciendo a voces que venía a matar a Sebastianillo a su casa. Agarróme un corchete, y el alguacil dos, y como si fuera el mayor ladrón del mundo, así me llevaban por la calle, quitándome la espada, y llevándose el garrote por testigo. Al llegar a la de Toledo, procuré ser Sansón contra aquellos Filisteos, di dos golpes al escribano en la boca del estómago, y vino a tierra; al alguacil le solté la capa, y al corchete la pretina, y con más ligereza que ellos diligencia, me puse en mi posada. Salió mi criado a recibirme, y admirado de verme gentil hombre de a pie, me preguntó si me habían capeado algunos ladrones; yo le dije que sí, y era verdad. Púseme nueva librea, y lleveme debajo de la capa un garrote de tres palmos y medio, algo más seguro que el primero, con intención de suplicar a mi Sebastianillo, que pues no había querido recibir los palos de burlas, los recibiese de veras. Tomé la espada y daga de mi criado, y con más cólera que atrevimiento, me fui a su casa. Hacía la noche calurosa, y estaba el pícaro sentado en una silla a la puerta, tomando el fresco, pero como le faltaba abanico, llegué con el de encina que traía en la mano, y dile una docena de palos, salvo error de cuenta, tales que bastaron a tenderle en el suelo, y sacando la daga le di un chirlo de cosa de diez puntos cirujanos tan malos, que ninguno se los quitara por el tanto. Él quedó como merecía, y yo me fui como deseaba, quedándome tan liviana la mano, que podía volar con ella. Encontré con mi Pablillos que había puesto pies en polvorosa, cuando vio la justicia, y dándole parte de su desagravio y el mío, empezó a danzar de alegría y canonizóme por uno de los más valientes hombres del mundo, y yo me lo creí por la vanidad que traía en los cascos, de haber salido tan bien del suceso referido. Fue conmigo hasta dejarme en casa de mi primo, y fuese. Dentro de una hora vino a buscarme el juez con un hermano suyo, algo turbados y aun demudados de color, y dijo el juez que le importaba mi persona aquella noche para un caso de honra, que le hiciese gusto de ir en su compañía. Hícelo así, y díjome saliendo a la calle cómo por aquella parte solía venir la comadre de la reina, a quien venían a buscar para un lance forzoso. Yo entendí que estaba doña Beatriz reventando por parir, y díjome: _No es eso, amigo, es negocio de honra. _ ¿Honra dijiste? Enmudecí, y él prosiguió diciendo: _Es necesario que los tres nos pongamos estas máscaras, para no ser conocidos; por vida del señor don Gregorio, que calle a todo lo que viere, que no estoy para darle cuenta de mi desgracia. Pusímonos las tres carántulas, y quedamos matachines de honra. Serían las dos de la noche, cuando por la red de San Luis vimos venir hacia la puerta del Sol la comadre de la reina, en un machuelo con su criado detrás. Acordóseme de mi madre, por las muchas veces que solía venir a tales horas de la misma manera. Llegamos a ella, y díjola el juez: _Apéese usted, y véngase con nosotros, que le importa la vida. La pobre quedó muerta cuando la bajamos del machuelo, y lo entregamos al criado, diciéndole que se fuese a su casa, lo que él hizo de buena gana. _Señores _dijo la comadre_, ¿dónde me llevan? El juez respondió: _No tema, que no ha de recibir agravio de ninguno, sino mucho beneficio y provecho. Vendámosla los ojos, y quedó la pobre verdadera comadre del tacto. Yo la dije: _Madre mía, aquí lleva el amparo de todas las comadres del orbe; sosiegue su espíritu, y crea que la fuerza de la honra nos obliga a ser descorteses. _Ya estoy en el caso _dijo ella_. Entendí diferente; guíen donde llevaren gusto, que las mujeres de mi oficio están sujetas a semejantes fortunas. Anduvimos con ella rodeando catorce calles, y llegamos a una casa principal, cuya escalera subimos, y dimos en una sala, aderezada a lo grave, y tanto que levanté dos puntos al instrumento de la honra. Quitamos el velo a la comadre, y llevónos el juez a una alcoba, donde estaba recostada, sobre un riquísimo catre de la India, una dama cubierta con un cendal blanco, dando unos dolorosos suspiros, tan bajos como altos los pensamientos de donde salían. Las blancas manos parecían grupos de blanca cera, y de los rayos que salían por el velo se podía bien colegir el sol que se ocultaba en lo diáfano de aquella nube. El juez dijo a la comadre: _Amiga, haced vuestro oficio; mirad si esta mujer está pronta al parto que se espera. Salímonos los dos a la sala, y quedó el hermano de mi juez con la comadre, la cual salió luego, y dijo a nuestras máscaras (que nunca nos las quitamos hasta que se fué) que aquella señora estaba despacio, y que a su parecer no podía parir en dos horas; que trajesen ciertos medicinales ungüentos que había menester, y sin salir de casa ya los tenía en la sala. Volvió a tentar el puerto de la humana generación, y dentro de una hora llegó a salvamento un bajel, no galera, tan hermoso que parecía no haber tenido tormenta en el mar de la vida. Fajó la comadre la dolorosa hermosura, y oíle decir: _Amiga, encomiéndeme a Dios, que estoy en grandísimo peligro Lastimóme el corazón, y determiné poner remedio en la desorden que sospechaba. Serían las cuatro de la mañana, cuando por los mismos pasos que habíamos traído la comadre la volvimos a llevar, después de haber puesto el infante como manda la ley de naturaleza. El juez la dio en un bolsillo veinte doblones, encargándole el secreto, que aunque no sabía la ocasión, conocía la parte; quiso ser diligente en la inteligencia; ella se fue a su casa, y nosotros nos volvimos a la de la parida, donde me sucedió lo que se verá en el capítulo siguiente.
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CAPITULO XI. De lo que le sucedió a don Gregorio con el juez sobre el suceso del antecedente capítulo.
Llevóme el juez a una sala con grande secreto, y díjome: _Amigo y señor, las leyes de la honra son difíciles de guardar, aunque los honrados se desvelen por su verdadero cumplimiento; pues mal puede un noble gobernar las acciones que no penden de su albedrío; pero el mundo, que puso el meromixto imperio del honor en una mujer, nos obliga a que pasemos por este errado camino; en cuyo aspero monte tantos se perdieron o despeñaron. Esta señora que habéis visto ser horrible esperanza de la muerte, es una infeliz hermana mía, a quien por su flaqueza salteó la amorosa llama de la tercera estrella, abrasando con ella todo el lustre de su honrado nacimiento. En ella puso el cielo el gusano y polilla de nuestro linaje; pues con no vista libertad, enamorándose de un criado suyo, le entregó las llaves de su honor, sin reparar en la deshonra que podía venir a sus deudos; la desigualdad es tanta que me corro de decirla, y así basta entre los diestros señalar la herida, si bien yo la he descubierto tanto, que solo nuestra amistad puede ser fiadora de su secreto. Considero que os parecerá rigor ajar en su verdor esta rosa; ¿pero quién podrá perdonar por una vida tantas como han de morir, viviendo la que fue causa de su muerte? ¿Quién duda que saliendo a la plaza del mundo mi infamia, me murmuren de poco cuerdo, y me noten de menos avisado? ¿Quién duda que sea esta mujer una ruina de mi honrado pundonor? Pues cuando no case con el agresor del delito, que es el menor daño que me puede venir, quedo sujeto a otro mayor, que cuando una noble mujer se pierde a sí el decoro, no hay riesgo que no atropelle, ni infamía que no ejecute. Si lo callo, me pierdo; si lo digo, me afrento; si la caso, me deshonro; si la olvido, me acobardo; si la guardo, me engaño; si la ausento, me arruino; si la perdono, me ofendo; y no menos que con su muerte, sepulto su flaqueza y remedio mi honra. Por otra parte considero que no me concedió poder el derecho divino sobre una fragilidad tan común como tiene el sexo femenil; y que no puedo ni debo, por una vanidad de la honra, quitar la vida a quien puede repararla con el matrimonio. Mas esta bien fundada razón la derriba el honor del siglo, pues se ha tomado tanta licencia, que predomina sobre las leyes justas de la naturaleza. Concluyo, amigo, con decir que si el amor me detiene, el honor me irrita: si el cielo me amenaza, el mundo me defiende, si la sangre me ata, el agravio me suelta; si el rigor me persigne, la honra me atormenta; y finalmente que su pecado y el mío luchan el uno con el otro, por subir a lo eminente del delito, o para bajar al abismo de la culpa a recibir el debido castigo que merecen. Díjele antes que alegase más razones en favor de la venganza: _Señor don Fernando de Salcedo (este era su nombre), pésame que para una trágica acción os hayáis valido de mí, porque os quisiera lisonjear la pena con el olvido, anteponiendo a vuestro honor todo secreto; pero considerando que me trujistes como parte interesada en vuestra reputación, aunque no me pidáis consejo, os advierto que los más discretos se pierden en estas materias, por la violencia con que la ira enciende la imaginativa, oscurece la memoria y daña el entendimiento. Confieso que el yerro de vuestra hermana ha sido costoso para vuestra sangre, ¿mas quién se puede librar de la mancha común del pecado, ora sea por flaqueza de fe, ora por anticipación de la Venus, o por codicia de los humanos bienes? La tela frágil de naturaleza se salpica aun de los más castos pensamientos, y no tiene tantas partes de armiño cuanto su ámbito ocupa de lunares feos. No apruebo, amigo y señor, a sangre fría la muerte, en quien os ha de llevar la mejor parte del corazón. Si este delito estuviera en los vulgares aplausos, en las maldicientes lenguas de los enemigos, aún tenía el duelo de la honra más fuertes razones con que atropellar el derecho divino; pero cuando no ha salido la culpa de los umbrales de vuestra casa, es razón que le valga el arrepentimiento; es justo que le ampare el secreto; notando que si con la vida no se guarda, menos se guardará con la muerte: pues es cierto que la sangre de esta inocente, que sí lo es quien se dejó llevar de los engaños de amor, clama contra su misma sangre; y si con la vida la honra había de blasonar de la duda, con la muerte no podrá alentar de la venganza. En vano la desigualdad que decís impone tributos a la prudencia; si el agresor del delito natural es indigno de la nobleza de vuestra casa, advertid que no será ese el primer golpe que ha recibido el cuerpo de la nobleza, y en los que le puede dar la fortuna, ninguno puede ser más leve que el vuestro. No ajéis con los pálidos movimientos de la muerte esta rosa; no arranquéis al primer fruto este árbol; no derribéis a la primera vista este edificio; no matéis al primer vuelo del nido esta paloma; no sepultéis en el abismo de la crueldad esta hermosura. No seáis homicida de vos mismo, no alcancéis nombre de cruel en vuestra misma sangre, que más vale errar por piadoso que acertar por riguroso. Cuerdo sois, las leyes del mundo no han de poder más que las divinas. Vuestra hermana no es vuestra esposa, para que os obligue la verdadera honra a lavar con sangre el agravio cometido. Conventos hay donde toman puerto divino estas borrascas; olvidos donde se aseguran estos objetos; casamientos donde se cubren estas faltas; y tierras donde se mudan estos delitos. No podéis negar que el infante recien nacido no sea vuestra sangre, aborrecerle por la culpa de su madre no es de nobles, es de fieras: ¿pues cómo quedará vuestro corazón cuando vea el retrato del original que rasgaste? No hay duda que os consuma los vitales espíritus aquella fuerza de imaginación agitada de la ira y alentada de la venganza. Algo se templó mi juez con las piadosas razones que le dije, encaminadas a la defensa de su hermana; y resolvióse a poner por obra mi consejo, anteponiéndole a las rigurosas leyes de la honra, materia que pedía mayor retórica y más tiempo. Agradecile con un estrecho lazo de amistad el honor que me hacía, y dando a criar el infante recién nacido, se puso el debido secreto a su desgracia. Diez o doce días anduve en compañía de mi juez, y llevóme a una academia cuyos ingenios admiraban el mundo con sus locuras. Yo me preciaba de poeta culto, lírico, cómico y heroico, los cuatro vientos de las musas. Había todas las noches nuevos asuntos, y entre los ingenios había uno tan preciado de ridículo como de loco. Servía de entremés a las burlas, y de farsa a las veras. Dióse un asunto celebrado por nuevo, si bien todos lo son cuando se aciertan a escribir. Este fue que una dama sentada en su cama, queriendo dar a sus blancos pies el velo de nácar, o hablando culto, calzarse los coturnos, se desmayó de ver su amante, que impensadamente la cogió con el hurto en los pies, como otros en las manos, a cuya desmayada hermosura se dijeron los sonetos siguientes:
En un catre de nieve colocada con sus diez azucenas Amariles, nevando mayos, floreciendo abriles, Flora viviente fue sobre la almohada. La nieve en los coturnos abrasada, adorada por términos gentiles, ardía en sacrificios juveniles, sobre el ara de Venus consagrada. Pisaba Apolo la luciente esfera por gozar los descuidos de su dama, haciendo de sus rayos vidriera; Violo el honor, y por guardar su fama, transformando la diosa en blanca cera, fue el desmayo laurel; Dafne la llama.
Nuestro ridículo poeta dijo el que sigue:
Calzábase Amariles los coturnos, y amor que los miró por alambique, más tierno y derretido que alfeñique, los ojazos abrió casi diurnos. Iba el ladrón contando por sus turnos, desde el dedo mayor hasta el meñique, y si otro fuera, me la diera a pique; que amor sabe jugar cientos nocturnos. Violo la ninfa, y disparando un rayo, délfico sol, tercero de un canuto, la dio sin más ni más cierto desmayo: Pero el cobarde amante hijo de un puto, saliéndose, mirándola al soslayo, no quiso hacerla Porcia, siendo Broto.
Yo, que me preciaba de poeta medio culto, dije:
La diurna Amariles, por el rumbo fatal, del venatorio bamboleo, donde el fogoso campo de Himeneo sirve palestra al palpitante tumbo, el coturno de nieve, no de chumbo, derrite en el Vulcano giganteo, y si amor se preciara de pigmeo, títere pareciera en el columbo. Venus, que en tales actos no se zumba, en lengua erasma, articulando a Erasmo habló la gatomaquía gatatumba. Dióle al hijo de Chipre el asma o asmo; y ella revuelta en holandesa tumba, tuvo gota coral de pasmo a pasmo.
Como no faltan poetas ridículos, otro académico dijo el que se sigue:
En Tirias tersas de purpúrea pompa, Amariles deidad colura campa, y unos talares de cristal se zampa, de Venus alma, de Mercurio trompa. Sin temer que un mosquito la interrumpa, en fuegos sulfureantes ampos ampa; cuando su ninfo su coturno estampa en el que Adonis, jabalí se rompa. Colúmbralo la diosa medio zamba, y queriendo imitar a la hecatomba, extiende helante la cerúlea gamba, Suspiros gira por luciente bomba, y el hijo propio del nocturno Bamba, cuadrupedantes rayos le rimbomba.
Otro poeta dijo al mismo asunto este romance:
Calzábase los coturnos con mucho descuido el sol, que también se calza el día sus dos medias de color. Cuando la bella Amariles de su oriente despertó, y con la luz de sus ojos sus nevados pies calzó. Colocada en una almohada, con diez azucenas dio sepultura a diez jazmines; rayos sí, del niño Dios. Su descuido dio cuidado a un nuevo Adonis poltrón, que viendo abrasarse el día, con mucha flema se heló. Divisó por las columnas donde Hércules no llegó, todo el imperio de Venus, de quien pudo ser harpón. Miró en dos ejes partido todo Chipre, donde amor jugó cañas tantas veces en torcido caracol. Parecióle al pobre amante, que aquel jardín se cerró, y ni aun con llave maestra a abrirlo no se atrevió. Como un amante de plomo paso a paso se llegó, a ver trozos de cristal arder en fuego menor. Alzó Amariles aquellos soles sí, luceros no, y con un eclipse templado todo el orbe sepultó.
Volvióse la academía capítulo de jácaras, adonde los senadores de las musas jacarandinas se ponían a juzgar los pleitos de la vida rufiana. Entre ellos había dos hijos de esta ciencia; el uno se llamaba Añasquillo de Toledo, y el otro Ectongo el de Talavera, y contábase el uno al otro su vida y milagros en estos versos:
Contando está sus araños, como si fuera moneda, Añasquillo el de Toledo a Ectongo el de Talavera.
Escúchame, amigo mío, sonfesaréte mis rentas, y si no absolvieres dudas, óyeme de penitencia.
Seis años ha que me puse a garduño en esta tierra, examinado de caco en la vera de Plasencia.
Yo y Colmenar competimos en ajustar una reja, multiplicando guarismos sobre el libro de una puerta.
En menos de cuatro mayos, como si fueran ovejas, trasquilamos en camino muchas personas de cuenta.
Saqueamos en la Palma, poco menos de doscientas, que para reses perdidas qe hicieron nuestras tijeras.
Partimos esta ganancia en la vega de Antequera, y si no fuera por mí la partimos en galeras.
Con todo nos dieron caza, y fuimos sobre conciencia presentados en la cárcel sin bendición de la iglesia.
Allí conocí tus mañas apretándote las cuerdas, Siendo confesor de azote, por ser mártir de la penca.
Dícenme que tu gaznate ha probado a la jineta, muchos hombres de dos caras, testigos de tu destreza.
En la selva Caledonia, y laberinto de Creta, fuiste robador de Europa, y otro Paris de tu Elena.
Acogístete a sagrado, al pie de Sierra Morena, con la Julia a la italiana y la Octavia a la francesa.
Ya te conocen en Flandes, en Corfú e Inglaterra, por soldado del araño, pues como gato peleas.
Pareciéramos los dos colgados en una entena, fruta de pagar delitos que madura estando seca.
Dieron fin a la jácara, por gozar de la comodidad de cierta carroza, que nos aguardaba a mí y al juez, con dos amigos que en ella venían para ir a cierta casa, de que haré mención adelante. Yo dije, entrando en ella que no había descanso y comodidad mayor para la vida humana como la de un coche, y respondió mi juez: _ Por cierto, señor don Gregorio, que tuvo poca razón Demócrito en poner la felicidad del hombre en reír, Heráclito en llorar, Platón en la virtud, Aristóteles en el honor, Filón en el amor, y otros muchos en diferentes acciones y virtudes. Si ellos dijeran que no la hay mayor que la comodidad de cada uno, anduvieran acertados, y no niego haber en el mundo verdad, justicia, razón, virtud, misericordía, amistad, limosna, honra, caridad, templanza, fortaleza, prudencia y sabiduría; pero antes que se ejecuten todas estas morales y políticas virtudes, entra primero la comodidad de cada uno. Porque el hipócrita adquiere santidad por malos medios, siendo mártir del demonio; pero toda esta santidad fingida no es ejecutada sin que primero la comodidad tenga su imperio en la misma hipocresía. En el vientre de la madre la busca el hombre, pues, después de haberse hallado nueve meses en el albergue natural, rompiendo las túnicas que le cubrían, sale a buscar la comodidad del aire. La madre hace lo mismo, pues para eximirse del dolor que la oprime, arroja el hijo por su comodidad a los umbrales de este siglo, y apenas respira cuando la busca con los labios, y obrando con la razón no hay deleite que no anteponga a toda virtud. Si está enfermo no hay doctor que no busque, remedio que no tome, pesar que no divierta, dolor que no reprima, tirando al remedio hasta alcanzarlo, y cuando no lo puede conseguir busca la muerte, la cual sirve de comodidad al hombre, cuando los dolores no admiten humano remedio. Los jueces, primero que lo seamos, buscamos no ser juzgados de otros, y primero adquirimos comodidad propia, que busquemos a la justicia la suya. Los señores de título primero la buscan para la conservación de su estado y personas, después entra la liberalidad y la nobleza. Hasta el culto divino la tiene para ejercer sus oficios espirituales, en sus primicias y rentas eclesiásticas; después entran el amor, la caridad, la doctrina, el celo y fervor espiritual. El hombre más amigo de la honra mira primero el provecho que ha de sacar de ella, y a veces no es todo virtud el conseguirla, porque la honra sin comodidad propia nunca fue buena, aunque lo sea. Todos los oficios de la república procuran la perfección de la obra, pero primero su comodidad; después entran el trabajo, la manufactura y la perfección del arte. El que se halla incapaz del siglo busca su comodidad primero, y aunque sea para servir a Dios, pone la mira en su comodidad; después entran la abstinencia, la disciplina y la obediencia. El que nació de ánimo humilde, hallándose incapaz para la guerra, procura su comodidad, buscando los oficios que tienen menos riesgo de la vida; después entra el agradar a los superiores. El que salió al mundo con muchos espíritus vitales, busca la comodidad de la guerra para su descanso, y antes de pelear mira si puede hacer presa en el amigo o enemigo, si le pagan o no le pagan, si le honran o no le honran; después entran el valor, la valentía, el animo y el esfuerzo militar. El amor del padre para con el hijo la busca en engendrarle, y el amor del hijo para con el padre en heredarle. La mujer que más ama y quiere a su marido mira primero su comodidad en la dote, por ser los bienes de fortuna en la mujer de más amparo que en el hombre. El sabio la busca en la adulación, el mercader en la usura, el escribano en la pluma, el labrador en la nube, el tahúr en la flor, el cortesano en la lisonja, el malsín en la traición, el ladrón en la noche, el homicida en la sangre, la doncella en la esperanza, la viuda en el monjil; y todos, antes de ejercer lo útil de su estado, le tienen librado en la comodidad y conservación del individuo. Aquí llegaba el juez con su discurso cuando se apearon los tres, y me dijeron no saliese del coche, porque iban a ver si yo podía gozar de la conversación de ciertas ninfas. Hícelo así, y apenas entraron en la casa donde paró el coche, cuando cercaron la carroza tres hombres, diciéndome el uno que saliese de ella si no quería morir; yo lo hice por la parte más flaca del estribo, con tanta ligereza que tuve lugar de sacar la espada y ponerme en defensa. El cochero dió voces a mis amigos, y saliendo todos se pusieron a mi lado. Reñimos valerosamente más de un cuarto de hora, sin conocerse ventaja, hasta que el juez conoció a su alguacil Torote por la pinta; yo me sentí herido en el brazo izquierdo, y acordándome de mi tío el cirujano, di conmigo en casa de Tamayo, adonde recibí en cuatro días absolución de mi culpa. No paró aquí la indignación y cólera de Torote, porque me buscó varias veces en la academía, hasta que una noche me sucedió la fortuna que se sigue.
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CAPITULO XII.
De lo que sucedió a don Gregorio con el alguacil Torote y sus amigos. Serían las diez de la noche cuando salimos segunda vez de la academia; despedí a mi primo, que estuvo en ella, por ir más ligero, y a mi juez, por ir más seguro de honra, que cada día quería volver atrás la palabra que me había dado. Fuime por la calle de las Carretas, y di en la Puerta del Sol, y al querer subir por la red de San Luis, oí que me llamaba una mujer tapada, diciéndome: _Ah, señor don Guadaña, vayase despacio, que allá vamos todos. Detúveme, y conocí a mi doña Ángela de Bracamonte por la pinta de la voz, que pintaba serafines de oro. Luego me ofrecí, como amante, a irla acompañando, y díjome que no vivía donde solía, por cuanto se había mudado a cierto barrio; quise saberlo, y no hubo orden. Parecióme que venía a tentarme de matrimonio, pero engañeme, que no habló en él. Dimos en el Prado, adonde me despidió, diciendo que de ninguna manera la había de acompañar, ni saber su casa. Extrañé el modo con que me despedía, y con intento de irla siguiendo, la dejé algo sentido de su descortesía. Tomó el camino, y a la deshilada la fui siguiendo, hasta que se detuvo, y sentó junto a una fuente del Prado, y sacando una vihuela pequeña, que yo no vi con haber hecho las ceremonias de amante que acompaña de noche a su dama, empezó a cantar con tan suave voz que admiró los galanes y damas de la carrera. ¡Válgate el mismo Orfeo por sabandija! ¿Quién te armó de vihuela, no habiéndola traído, ni habiéndotela dado? Con esta admiración estuve hasta que dio fin a su música, diferente de la que yo la di con Tengase a la justicia. Serían las doce de la noche cuando por el prado arriba iba mi doña Serafina sola, y yo siguiéndola, empezó a menudear el paso, y como la luna daba bastante luz para no perderla de vista, determiné saber su casa, y ver en qué parte podía aquella mujer llevar la vihuela. Al llegar a lo último del Prado, junto a un álamo estaba durmiendo un hombre; llegóse a él mi ángel, tiróle de los pies, y sacólo a campaña; él recordó a tiempo que la ninfa había pasado de largo: no sospechó el dormido que podía ser otro que yo el que le había hecho aquella burla, y sacando la espada que traía ceñida al lado, embistió como un león a matarme. Ella que vio la impensada batalla, dijo en alta voz: _ ¡Ah, señor don Gregorio Guadaña, apriete los puños, que le va la vida! ¡Dios nos libre ! Apenas oyó mi nombre el que reñía conmigo, cuando como un desesperado se arrojó con tres estocadas sobre mí, y de la menor me hubiera muerto, a no hallar su espada resistencia en una cota de malla que lle vaba. Conocíle luego por el alguacil Torote, porque me dijo: _Traidor, con tu sangre se sacará la mancha de mi afrenta. Esto es hecho, dije entre mí; sin duda que mi sangre es sacamanchas de honras, y me la quieren quitar; y lo hicieran a no venir de ronda el mismo alguacil Téngase a la justicia, que se puso a mi lado, en agradecimiento de haberle hecho volatín. Torote dejó el Prado por no visitar la cárcel, y yo sin duda fuera a dormir a ella, si no llevara cuatro reales de a ocho que lo estorbaron, asegurándole al ministro que solo había querido defenderme de aquel hombre que me había salido al camino a quitar la capa. Creyéronlo así. y dejáronme, llevando mi dinero a la cárcel de su bolsa. Yo quedé dando al diablo a mi Ángela, y tomando mi camino por la calle de Alcalá, con intento de irme a mi posada. Hallé a la puerta a mi primo y sus camaradas, que me estaban aguardando para ir a rondar; contéles el suceso, y lo bien que había salido de las aguas de Torote, y calificáronme por el Cid Rui Díaz. Solo sintieron que no hubiese sido el conde de Carrión con doña Ángela. Serían las dos de la noche, y la señora Diana las había afufado a los antípodas; no se hallara un rayo de su luz por un ojo de la cara. Vivía un boticario recién casado en la carrera de San Jerónimo; ordenamos de darle un chasco. Llegué yo como más atrevido, y empecé con el pomo de la espada a llamar a la puerta; él dormía en un cuarto bajo, y respondió lo acostumbrado: _¿Quién está ahí? _Abra usted _le respondí_, que cierta necesidad precisa nos obliga a llamará estas horas. _ No abro yo mi botica _dijo_ a las dos de la noche a ninguna persona; venga mañana. Sosegámonos un poco, y con un canto razonable llamé otra vez, a cuyo alboroto algo alterado dijo: _¿Quién es?, ¿quién es? _Suplico a usted _le respondí_ abra, que es lance preciso y obra de caridad. _Hermano _replicó_, ya os he dicho que vengáis mañana, porque mi botica no se abre de medía noche arriba. Estuvímonos quedos otro cuarto de hora, y con otro pelado mayor que el primero a manteniente llamé tercera vez; a cuyo golpe temblaron las redomas, y el boticario dijo: _Por vida de doña Lucrecia Bambolla, que si me levanto que ha de costar triunfo el llamamiento. Yo le respondí: _Abra usted y sabrá lo que quiero, y después me disculpará. No lo hizo, y yo a dos manos entendí romper la puerta a golpes. _Aguarden con los diablos _respondió_ que ya me levanto. Hízolo así, y abriendo su botica, dijo: _Hombre del demonio, ¿qué me quieres? Yo le respondí: _Suplico a usted sea servido decirme si este cuarto es falso. Él quedó con él en la la mano, y nosotros nos fuimos por la calle abajo solemnizando la burla. Llevaba mi primo un dominguillo de paja, vestido de colorado (espantosa figura) en un palo alto, bastante para el intento que diré. Vivía junto a Caballero de Gracia un doctor de medicina, el cual tenía una mujer algo medrosilla: llegamos a su puerta, y llamamos; el respondió del primer cuarto que caía a la calle, diciendo: _ ¿Quién llama? Suplico al señor doctor _respondí_ se asome a la ventana, que le quiero hablar dos palabras de parte del conde mi señor. _ ¿Qué conde ni qué acá? _replicó él_; id con Dios, hermano, vuelva mañana. _¿Cómo vuelva mañana? _dije yo, llamando otra vez_: asómese a esa ventana el señor físico, que importa la vida de un príncipe. _Vete a echar, hermano _respondió_, que yo no me levanto a estas horas. _Serále fuerza _dije, apedreando la puerta, a cuyos golpes se levantó, y como tenía luz, y su mujer le rogase que se asomase a la ventana, la abrió a tiempo que mi primo metió por ella el dominguillo, y dándole con él en las barbas, oímos que dijo la doctora: ¡Ay, hermano, que se nos entra el diablo por la ventana! Él conoció la burla, y tomando su espada y broquel, salió a la calle. Mi primo tenía ya un pellejo de agua para reparar el golpe, y como el doctor le tirase una estocada, a un mismo punto empezó mi primo a pedir confesión. El físico, entendiendo que le había muerto, se entró en su casa, y por librarse de la justicia que presumía había llegado a socorrer el herido, empezó a saltar tejados y alborotar la vecindad. Como iba en camisa, ningún vecino le quería recibir, entendiendo ser algún espíritu o fantasma venida del otro mundo. Levantamos el difunto pellejo, y dimos con nuestro cuerpo en la calle de Toledo, y por ella venía una ronda. Iba en nuestra compañía un sastre llamado Juan Grande: nosotros nos detuvimos, y él se adelantó, y paró en una esquina rebozado con su capa. Llegaron los porteros, y dijeron: _El señor cabo de ronda pregunta quien es usted. Nuestro camarada respondió muy a lo grave: _Decid que un grande de España. Los porteros volvieron atrás, y dijeron al cabo: _ Señor, es un grande de España. Alborotóse el cabo, y díjoles: _Apartaos a un lado, apartaos presto_ Y llegándose con mucha cortesía, el sombrero en la mano y la ceremonia política en los pies, le dijo: _¿Quién es vuecelencia?, ¿quien es vueséñoria?, para que le vamos sirviendo. Él respondió: _Señor, soy Juan Grande el sastre. Esto dijo valiéndose de los pies, y nosotros hicimos lo mismo por escapar nuestros cuerpos de tanto corchete como le acompañaba. Venía mi señora la alba llorando auroras, cuando nos apartamos de la noche, y cada uno fue a su posada a dar su tributo al sueño, como dicen los asentistas de Morfeo. Yo dormí dos horas, y a las siete de la mañana estaba en casa de mi doña Ángela, preguntándole por la vihuela con que cantó en el Prado. La niña me respondió si venía loco. Señálele la hora, y respondióme: _Por vida de mi madre, señor Guadaña, que anoche a la hora que usted dice, estaba yo en mi cama tan señora de mí cuanto ajena de usted. _¿Es chasco? _la dije yo_, porque los dimos anoche mi primo y yo tales, que no tendrá lugar el que usted me quiere dar ahora, negándome que la señora doña Ángela no fue conmigo anoche al Prado; conmigo estuvo, diciéndome se había mudado de esta casa, cosa que yo no creí, por cuya causa la fui siguiendo, y no tan sin cuidado que no me le diese mayor verla sacar una vihuela y cantar con extremada gracia:
En los ojos de Amariles, Madrugaba un claro sol.
_En verdad, señor don Gregorio _dijo la vieja_, que no madrugaban los de usted, que debían de dormir; ¿pues no se acuerda, diga pecador, que anoche a las diez estuvo en esta casa dando muchas satisfacciones, y no pagando ninguna, de que no había venido a ella por haber tenido un pleito sobre su mayorazgo? _¿Yo pleito? _dije_, ¿yo mayorazgo? ¿yo satisfacción? Buena está la burla. _¿Qué burla? _dijo doña Ángela_, ¿viene loco? ¿No se acuerda que después de mil promesas que anoche me hizo, la postrera fue darme palabra de casamiento? _De todo me acuerdo, _la dije_, sino de la palabra de esposo, y niego haber estado anoche en el Prado, y que la señora doña Ángela fuese conmigo, y niego lo de la vihuela, lo de la ronda, y sobre todo lo del casamiento. _Eso será si pudiere _dijo la vieja_; pero no podrá que hay Dios en el cielo y justicia en la tierra. Yo quise salir de aquella maldita casa, cuando agarraron de mí las hermanas de la moza, de golpe, y dando voces en favor de su honra; la vino a socorrer un notario, un aguacil, un escribano, tres malsines y mi primo Longobardo, los cuales me cercaron, aconsejándome que cumpliese la palabra dada a la señora doña Ángela, pagándole su virginidad, si no quería dormir muchos días en la cárcel, y al cabo casarme por fuerza, y con mala reputación. _¡Ay! _dijo la vieja llorando_, no crean ustedes a ese Paris traidor con esta inocente Elena, que los engañará como engañó esta casa, deshonrando el antiguo blasón y ilustre sangre de los Bracamonteses, solar bien conocido en las montañas de Jaca. Antes que viniese a este albergue, estaban estas niñas doncellas en conserva, tan recogidas que ni aun el sol las miraba; era un monasterio, y ahora por mis pecados lo es de arrepentidas. No le dejen ustedes de la mano hasta que la honra de mi ángel esté satisfecha, pues con la guadaña de ese mal hombre está derramando sangre, pidiendo venganza contra el homicida que la degolló. Testigos tengo; aun vive el himeneo que profanó; no dirá que fue fingido, estando tan reciente; ténganle, señores, y consideren que los corales de la honra, que esta niña guardó veinte y dos años, este ladrón se los robó en un abrir y cerrar de ojos; si no hay justicia en la tierra, la pediré al cielo. Mucha honra le hace esta niña en casarse con él, y si no se la hubiera quitado, primero cegara que tal matrimonio viera; pero este negro amor, este negro querer bien, ciega a las mujeres y da vista a los hombres; ellas quedan cargadas en el duelo del honor, y ellos descargados en el del amor: últimamente o se case con mi ángel, o vaya condenado al infierno de un calabozo. Yo estaba tan fuera de mí, cuanto ella dentro de su casa, y su bellaquería. Mi buen primo decía que la vieja tenía razón, los ministros de justicia que era justo que yo casase sin pleito; los malsines aseguraban y juraban que me habían oído lo de palabra de esposo, y algunos que había hecho vida matrimonial o añal. En fin yo dije que fuésemos a la cárcel norabuena, que más quería acabar con honra en ella, que vivir con deshonra toda mi vida en aquella casa.
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