Del éxito literario o las incógnitas de Jack London
Jack London fue en su época el escritor de más éxito. Con toda seguridad él solo ganó por derechos de autor más que todos los escritores españoles contemporáneos suyos juntos. Aun después de su muerte (a los cuarenta años) siguió siendo el americano que más ejemplares vendía en países tan distintos como la antigua Unión Soviética, Suecia o Italia. Y ello sin contar con los numerosos estudios que se han hecho sobre este autor, estudios que, con frecuencia, ofrecen análisis antagónicos sobre la ideología o la calidad literaria de Jack London. De ahí que estas páginas sólo deban entenderse como unas calas sobre este autor en relación con el proceso creativo. [1]
La influencia de la vida en la obra del autor London es uno de los escritores en los que parecen comprobarse las afirmaciones de algunos críticos de que toda obra responde a las vivencias de su creador, convenientemente organizadas y tratadas para que tengan interés para el lector. Resulta evidente que algunas de estas experiencias vitales de London se reflejarán en sus obras: nacido en 1876, abandonado por su padre antes de nacer, vivió una vida nómada con su madre y su padrastro hasta los diez años. Desde esa edad tuvo que alternar la asistencia a la escuela con diversos trabajos y formas de ganarse la vida (repartidor de periódicos, empleado en una fábrica de conservas, pescador ilegal de ostras ... ). A los diecisiete años se embarca en el Sophia Souterland para cazar focas en el Pacífico norte y, tras regresar a Oaldand, gana un premio periodístico de narraciones breves. Continúa su periplo en diferentes empleos: una fábrica de yute, fogonero de una central térmica ... En abril de 1896 ingresa en el Partido Socialista de los Trabajadores y, tras su intento frustrado de seguir estudios universitarios, se embarca hacia Alaska para descubrir oro. Fracasados sus intentos vuelve a Estados Unidos y decide prepararse para la carrera de escritor: estudia gramática, lee a los autores de éxito, se impone una disciplina férrea de escritura y envía sin desaliento relatos y relatos a periódicos, revistas y editoriales. Poco a poco consigue que algunos de sus relatos sean publicados, si bien con ganancias exiguas, hasta que en 1903 logra que sea publicada The Call of the Wild[2], que le lanzaría al éxito. A partir de aquí, London compaginará su ascensión meteórica en éxito editorial con viajes por los Mares del Sur, inversiones, conferencias políticas, intento de dar la vuelta al mundo, crisis alcohólicas y de drogadicción, con el consiguiente deterioro en esa salud de la que él estaba tan orgulloso, hasta que el 22 de noviembre de 1916 muere a consecuencia de una sobredosis de drogas. Tenía cuarenta años y aún se discute sobre si esta sobredosis fue intencionada o involuntaria, lo cual no deja de parecerme una estupidez. Los anteriores datos sobre la biografía de London vienen a cuento del título que los precede. Es indiscutible que la agitada vida de este escritor se refleja de una forma obsesiva en sus obras. De manera descarada en sus autobiografías, la más lograda de las cuales es Martín Eden. Aunque también en otras narraciones aparecen aquí y allá elementos de sus experiencias vitales, tanto en personajes como en lugares: seres que se hacen a sí mismos, revolucionarios, aventureros, Alaska, los Mares del Sur ... Ahora bien, ¿dónde comienza _o termina_ la realidad de lo que Jack London nos está contando en sus novelas y relatos? ¿Hasta dónde llega la ficción? Es evidente que las limitaciones personales y espaciales me impiden abordar este tema con la extensión que requiere. Por ello, me detendré sólo en algunos de los aspectos más controvertidos: el de la ideología o militancia política de nuestro novelista y, de paso, en su concepción de la novela. |
La militancia socialista de London en sus obras
Anatole France, en el prólogo a la edición francesa de El talón de hierro de London, hace una elogiosa crítica de esta novela, como una «profecía del discípulo americano de Marx». El propio Trotski admitió que «este libro le había impresionado por el atrevimiento y la independencia de sus previsiones en el terreno de la historia». Si a esto unimos la militancia socialista de London, sus charlas apasionadas en defensa de las teorías de Marx, tendríamos que concluir que este escritor es un socialista convencido y que los presupuestos de Marx y Engels impregnan sus obras. Sin embargo, un análisis meno apasionado nos plantea serios interrogantes sobre la sinceridad del compromiso ideológico marxista de London. Martin Eden es un indiscutible trasunto del autor. Cambiando los títulos de las obras, el nombre de la joven enamorada y algunos detalles más, la novela reproduce fielmente la vida de London: su infancia desgraciada, su espíritu aventurero, sus viajes, el proceso de iniciación como escritor (proceso iniciático que le llevará a convertirse en «adulto»), su éxito. Incluso profetiza su suicidio. Sin embargo, Martin Eden es un individualista, un ejemplo de cómo en la sociedad capitalista no existen alternativas sociales, sino individuales. El hombre debe ser un lobo para el hombre, pero más fuerte, mejor preparado para vencer a los contrarios: «Yo no trabajo para corporaciones financieras ni para nadie. Trabajo para mí. Soy individualista. No creo en la igualdad, sino que creo que la carrera la gana el más rápido, el más fuerte. Eso es lo que me enseña la biología, o lo que creo haber aprendido. Soy radicalmente individualista. Y el individualismo es el enemigo natural del socialismo. _Pero usted asiste a mítines socialistas . _Sí, como los espías pasan al campo enemigo. ¿Qué otra forma hay para saber del enemigo? Además, me gustan los mítines. En ellos actúan buenos luchadores, que por lo menos han leído libros. ” Tales contradicciones entre su militancia y su alter ego ya fueron señaladas por sus contemporáneos. London trató de defenderse: “Martín no era un socialista. Por el contrario, lo dibujé como un individualista temperamental y más tarde como un individualista intelectual … Martín Eden era un auténtico individualista radical nietzscheano ... Y sin embargo yo era Martín Eden”. Los personajes de London, en efecto, sean humanos o animales, son siempre individualistas, seres que luchan por la supervivencia o el triunfo confiados en sus propias fuerzas, nunca en el esfuerzo solidario. Los protagonistas de La llamada de la naturaleza, Colmillo blanco, Martín Eden... no se diferencian mucho de Tarzán, del capitán Acab o de otros héroes de la aventura. Sólo pueden confiar en sí mismos, en su fuerza o en su voluntad, si no, serán aniquilados por el medio. Por ello, a London le interesa de su peculiar concepción del socialismo la capacidad de enfrentamiento individual contra todo un sistema, la posibilidad de demostrar que se puede triunfar en la arena política por la fortaleza individual, de la misma manera que el perro demostrará que es capaz de vencer a todos sus contrincantes porque está mejor dotado que ellos para la lucha por la vida. Y ello sin contar que, como han señalado algunos estudiosos de su obra, en su carrera por conseguir el triunfo como escritor no le vinieron nada mal las criticas y reseñas que aparecían en los periodos sobre este enfant terrible que daba conferencias incendiarias contra la sociedad capitalista, sin que ello le impidiera convertirse en un hacendado. Curiosamente también Martín Eden se lanza a la fama editorial a raíz de unos artículos periodísticos que, falazmente, lo presentan como un peligroso subversivo. Incluso cuando trate de crear una novela teóricamente inspirada en el socialismo (El talón de hierro) nos presentará a un revolucionario que no es sino un superman capaz de triunfar sobre todos sus enemigos de la corrupta oligarquía, de manera semejante a como Indiana Jones puede derrotar al ejército nazi. Los héroes de London, sean animales que reproducen las conductas humanas o personas que se comportan como animales, son siempre caudillos, seres dotados por sus aptitudes naturales para imponerse a los demás y, a partir de ahí, dictar sus normas, por lo que, a la hora de buscar paralelismos políticos, tendríamos que establecer que nuestro escritor se muestra más partidario de los «salvadores del mundo» que de las masas. Entiéndase bien que ello no va en demérito de sus virtudes narrativas. Únicamente se trata de hacer constar un hecho: los protagonistas de las obras de London (al igual que los de la aventura literaria o el western cinematográfico) confían en sus propias fuerzas para derrotar a los demás, lo cual sintoniza bastante con una época repleta de caudillos que, bajo diversas banderas y saludos, buscarían pretextos para aniquilar a los demás. |
Hacia otros posibles enfoques de la obra de London Desechada, o al menos cuestionada, la influencia de una supuesta ideología socialista en nuestro escritor, convendría plantear algunas posibilidades de interpretación, aunque sea más como interrogantes que como soluciones. En primer lugar, creemos que la virtud de London, y tal vez la de su éxito indiscutible, tenga que ver con esa vorágine de conocimientos que adquirió en muchas horas de pocos años y que le permitieron extraer «recetas» sobre la forma de escribir de los autores de éxito. Cierto es que ese autodidactismo compulsivo, esa ingestión de libros de diferentes materias y estilos dejaría sus secuelas en páginas escritas con el olor a las palabras recién sacadas del diccionario o construcciones gramaticales calcadas de los modelos. Con todo, London se muestra como un prodigio de asimilación y recreación de lo aprendido. La gran tradición de la aventura romántica se verá trufada con sus descubrimientos del realismo y el naturalismo. Así, el héroe seguirá siendo solitario, pero el antagonista pasa de lo individual a lo colectivo. En las grandes novelas y relatos de London el protagonista no se enfrenta tanto a otro ser (o conjunto de seres) como a un medio hostil que actúa activa y coordinadamente contra él. El perro que ha de sobrevivir demostrando que es superior a los demás tiene que vencer a un paisaje que la demuestra su hostilidad y amenaza con destruirlo, derrotar al caudillo de los otros perros para ocupar su lugar y convertirse en líder, a otros animales, a hombres de diferentes razas y culturas... De esta manera, las descripciones del medio transformarán el locus amoenus que encuadra las aventuras amorosas, en el entorno agresivo que rige las danzas de la muerte, sin el cual tampoco tiene sentido la acción, una acción cuya vertiginosidad se justifica, precisamente, para triunfar o morir. Todo ello supone una cuidadosa selección de los elementos descriptivos y narrativos. Es cierto que las grandes novelas naturalistas muestran este determinismo expresado en la anulación del individuo en un medio hostil. Incluso los autores españoles de los siglos XIX y XX volverían a plantear esta alineación, destrucción del ser humano por un ambiente hostil. Pero tanto en La Regenta como en Tiempo de silencio, por poner dos ejemplos emblemáticos, las dos ciudades se manifiestan en todo su conjunto, con toda la complejidad de seres humanos que las componen, de ambientes, y con una agresión que actúa sobre el conjunto de ciudadanos que no pertenecen a los agresores, no sólo sobre los protagonistas. En London, la ciudad se presenta deliberadamente restringida a las necesidades del protagonista para demostrar que es superior a todo y a todos. En El crucero de Dazzler nos encontramos esos barrios bajos en los que viven los golfillos sobre los que ha de triunfar el héroe. En Martin Eden, todos los entornos son otras tantas trampas de las que ha de salir airoso el protagonista: la casa de la hermana, la de la prometida, los barrios bajos... Cada uno de los escenarios «urbaniza» una naturaleza agresivamente activa en la cual se imponen los puños, la voluntad y el ingenio de Martín. Resulta curioso que este tratamiento recuerde al de Burroughs cuando Tarzán cambia la selva por la ciudad: en ella se verá envuelto en las mismas asechanzas que en la jungla, sólo que sustituyendo los leones por los bandidos, los árboles por las farolas a las que ha de trepar o el lazo de cuerdas por la corbata. También los héroes de London se comportan de manera similar a personajes teñidos de romanticismo, en los que priman las virtudes naturales, el premio del bueno y el castigo del malo. En el sentido al que antes me refería sobre la supuesta ideología socialista de London, la propiedad privada no es atacada, sino utilizada. El joven protagonista de El crucero del Dazzler consigue recuperar el dinero de su padre y, eso sí, se preocupa por dar una suma importante a su amigo, de la misma manera que Martín, una vez rico, actuará repartiendo parte de su fortuna entre sus allegados, de forma similar a como lo hiciera el Conde de Montecrísto o cualquiera de esos bandoleros legendarios que robaban a los ricos para dar dinero a los pobres. Volvemos a movemos en el concepto de moral utilitarista e individual. Es el caudillo quien decide sobre el bien y el mal, sobre la justicia y la injusticia. El propio London en su época de corresponsal de la guerra ruso-japonesa había decidido que los japoneses eran «un peligro amarillo», que merecían la derrota. Todo ello parece muy lejano a la “moral de clase”, al “internacionalismo proletario”. Más bien anticipa descalificaciones raciales que, por desgracia, fueron utilizadas por otros «caudillos» que también se sentían árbitros de la verdad y la vida. Junto a estas deudas de la novela de aventuras, Jack London reconoce algunas influencias de las teorías filosóficas de autores de la mitad del siglo XIX. Si la huella de Darwin en la supervivencia de los más fuertes en un medio hostil es evidente, no menos lo es la de Níetzsche en unos personajes que nos traen a la memoria a esos superhombres del filósofo alemán. Los protagonistas de London recuerdan a veces a los de Baroja, si bien en el escritor español carecen de la soberbia que dan esas posibilidades del triunfador nato, del hombre hecho a sí mismo y que mañana mirará con desprecio a sus arrogantes enemigos de antaño. También los personajes barojianos son individualistas, han de enfrentarse a un medio hostil y tratar de salir adelante por su solo esfuerzo. Pero pocas veces lo conseguirán y, cuando así sea, no se verán encumbrados en el éxito. Los personajes de Baroja son autodidactas, aventureros con frecuencia, de vida difícil desde su infancia o sometidos a pruebas rigurosas. Pero siempre dentro de lo cotidiano, de lo que puede ocurrirle a cualquier hijo de vecino que se salga de la vulgaridad imperante. Tras la lectura de las novelas de Baroja _incluso en las aparentemente más combativas , agrupadas en las Memorias de un hombre de acción_ nos queda una sensación de indefensión, de pequeñez del ser humano sometido a tantos vaivenes y emboscadas misérrimas. Por más que Aviraneta también se nos presente como otro superhombre capaz de triunfar en las más difíciles empresas, se mueve más en «aventuras reales», en un telón de fondo que corresponde a las situaciones sociales y políticas de la España decimonónica. Mientras que en London, lo extraordinario, lo hiperbólico sustituye a lo ordinario y mesurado, eso sí, con la habilidad narrativa suficiente para hacemos creer que aquellas historias pueden suceder a la vuelta de la esquina. Y en eso tal vez consista la grandeza de un escritor que tuvo una existencia de novela de aventuras y que escribió novelas de aventuras vitales. Sin que ello vaya en detrimento de cuantos autores no han elegido el camino de la acción vertiginosa o del éxito, cuyas bases, en gran medida, fueron talladas por nuestro escritor. Antes bien, creo que lo difícil en este difícil arte de la creación literaria consiste en hacer visible lo cotidiano, en novelar sin alharacas ni aspavientos aquello que por ser humano no puede sernos ajeno, por más que se antojen baladíes tales minucias a finales de un año en el que se han conculcado leyes de la aritmética para que éste sea el espurio final de un siglo y de un milenio. Si los imperativos del consumo pueden transgredir la sencilla operación de dividir por cien, ¿qué no podrán hacer con los libros y el gusto lector? (República de las letras nº 7 Extra) [1] lEn el prólogo de Francisco Cabrera a los relatos de Jack London (ed. Cátedra), encontrará el lector interesado un riguroso estudio junto a amplia bibliografía sobre Jack London. [2] Esta novela ha sido traducida con diferentes títulos: La llamada de la selva, La llamada del bosque, La llamada de la naturaleza, la llamada de lo salvaje ... Tal vez el que menos se aproxime a la realidad sea el más conocido: La llamada de la selva, por la sencilla razón de que no existen selvas en el lugar en el cual se desarrolla. |
Cuando ingresé en la cárcel, Max Aub era otra silueta sobre las que los progres pasábamos de puntillas, con casi tanto respeto como ignorancia. Sólo conocía los artículos titulados Pruebas y editados en 1967 por Ciencia Nueva (editorial prontamente reprimida por unos y olvidada por otros), que me habían abierto los ojos hacia las posibilidades de una crítica lozana, creativa. Zorrilla, Galdós, Unamuno, Heine o Cervantes aparecían ante mí rozagantes, sin los sudarios y mortajas de quienes, en los manuales al uso, sólo sabían andar sobre rastrojos de difuntos. Ya en mi residencia de Carabanchel leí Las buenas intenciones, publicada en Alianza Editorial ese mismo año de 1971 y, por tanto, permitida por los varios negociados censores del interior y exterior del recinto. Recuerdo que me sentí apabullado. Las últimas modas literarias prescribían obras de arquitectura muy complicada, flujos de conciencia, realismo mágico siguiendo la estela hispanoamericana... Acababa de leer una novela que me había encantado y cuyo autor no era políticamente sospechoso, antes bien compartía junto con Sender, Andújar, Barea y algún otro la peregrina gloria de los novelistas exiliados. Las buenas intenciones me pareció ni antigua ni moderna sólo una novela humana. En algunos personajes de Galdós o de Unamuno había precedentes de ese cordero devorado por lobos de diversa calaña. Pero nunca había leído una alegoría tal real sobre la ruina de la generación de la guerra. Tampoco un silencio tan clamoroso sobre cualquier efecto épico que no sea anecdótico para los demás y esencial para uno mismo. Podrá argüirse que el tema del amor imposible entre Agustín y la otrora amante de su padre recrea viejos motivos literarios, míticos y románticos. Tal vez. Para mí, la lectura de Las buenas intenciones significó el primer acercamiento hacia el factor humano en la guerra que habíamos perdido los republicanos de entonces y de ahora. La estulticia y la crueldad del asesinato de Agustín por los falangistas no eran sino el lógico desenlace del triunfo de la fuerza sobre la razón, también sobre los sentimientos nobles. Y entonces intuí que, para la izquierda, el menor descuido en el factor humano significaría el fracaso. Traté de cambiar impresiones sobre la novela con Lucio, un camarada que me doblaba la edad y con fama de culto, que allí se decía “muy preparado”. Sus explicaciones me desasosegaron, aunque no me atreví a manifestar mis reparos no fuese yo tachado también de pequeño burgués. Según mi docto camarada, la novela representaba el fracaso del individualismo burgués. “Si Luis Álvarez Petreña se suicida con la cierta dignidad romántica de Larra o Werther, nuestro muchachito va como un borrego al matadero, porque no es sino un botarate sentimentaloide, un desclasado sin conciencia política. Nunca analiza dialécticamente la realidad, ni menos aún trata de cambiarla. Sus avatares reflejan las contradicciones de una clase social agónica. De ahí que el mensaje de la novela sea claro: la República fue derrotada porque la quinta columna estaba incrustada en ella más de lo que Mola supuso. Los falangistas tienen razón cuando le dicen a Agustín que ha confundido la muerte de su madre con la derrota de la República. Y los otros, los anarquistas como El Tellina, no eran sino otro ejemplo del individualismo nefasto. Uno y otros responden al título que Max Aub debió escribir completo: De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. |
Creo que Jesús Pacheco, sentado cerca de nosotros en el patio, aparentemente absorto en el partido de frontón entre dos vascos, escuchó parte de la conferencia de mi compañero, porque, al subir hacia las celdas, me dijo: “No le hagas caso del todo. Tiene alguna razón en lo que dice, pero es un dogmático trufado de lukasiano. Si quieres, después de comer, pasas por mi celda y charlamos sobre la novela”. Así se gestó lo que luego llamaríamos el club de los aubistas encerrados. Jesús Pacheco era un tipo notable, el único de la tercera galería no afiliado a ningún partido político y por eso casi todos trataban de atraerlo a sus filas, si bien, en su ausencia, se referían a él con ese mezcla de lástima y desprecio que connotaba el término demócrata aplicado a los independientes políticos. A ello se unía la causa de su detención: estaba pendiente de un proceso militar pero no por actos discutibles, pero indudablemente políticos, como los de la ETA de entonces, ni por haberse prendido fuego para tirarse a los pies de Franco como aquel antiguo gudari que quiso que el dictador viese un ejemplo de lo que él contempló durante el bombardeo de Gernika. Tampoco, como era mi caso, acusado de sedición por haber tirado propaganda comunista en el desfile de “La Victoria”. Jesús Pacheco estaba acusado de injurias al ejército porque trató de librarse de la mili fingiéndose loco, y para ello realizó una serie de extravagancias, la más señalada de las cuales fue salir de la formación y encaramarse en las espaldas de un sargento mostrenco espoleándole y cantando a voz en grito “corre, corre, caballito, trota por la carretera”. Acabó en la galería de los políticos porque en el registro de su casa encontraron varios libros y propaganda subversiva de organizaciones a cual más variopinta por lo que tenía abierto otro proceso en el TOP. Unía a estas particularidades otra que me fue más grata: la de su pasión por Max Aub. Durante aquella sobremesa hablamos sin orden ni concierto de Las buenas intenciones. Refiriéndose al análisis anterior, Jesús me explicó que Max Aub conjuga en su obra aspectos aparentes contradictorios: una técnica realista con el tratamiento desrealizador de las múltiples ficciones, el individualismo aparente de personajes como Vicente frente al compromiso de otros tantos que poblaban obras que yo aún no había leído. Para Jesús, Max Aub era en sí mismo un laberinto con infinitos recovecos de sabiduría y honestidad: “Tan comprometido que estuvo en los campos de concentración de Roland Garros, de Le Vernet, de Djelfa, que tuvo que exiliarse y ni siquiera los franceses le dejaron venir al entierro de su padre...Y, sin embargo, sus personajes son seres desorientados, en medio de una sociedad que ha sustituido cualquier guía humana por la brutalidad más abyecta. Agustín es otro náufrago que otea el horizonte para descubrir el faro salvador de la ética humana cubierta por los ejércitos y las sacristías”. Aunque me perdía en los vericuetos de sus análisis de contenido, sí coincidíamos en valorar ese peculiar estilo, mezcla de conceptismo quevedesco y desnudez barojiana, el contraste entre la exuberancia léxica y la delgadez sintáctica, el sentido dramático de los diálogos. En algún momento le manifesté mi sorpresa por el uso aparentemente arbitrario de los tiempos verbales. Había tratado de buscar una lógica a esos continuos saltos, en un mismo párrafo, del presente al pasado, o viceversa. La narración y la descripción estaban construidas de la manera más ortodoxa, con preponderancia de pasados simples e imperfectos de indicativo. Sin embargo, de pronto se colaban presentes quebrando el hilo narrativo. Fue entonces cuando me habló de los distintos planos de la realidad, de las técnicas cinematográficas aplicadas a la novela, de la falsa antinomia entre autor y personaje porque todo personaje se puede convertir en autor aun sin éste proponérselo. Yo le escuchaba con atención, aunque sin comprender gran cosa, lo del acercamiento o distanciamiento de la cámara, de los saltos en el tiempo en relación con la importancia del conjunto o del detalle para el sujeto, del tiempo estático, como la foto fija o su uso por Proust, de la realidad multiforme. Y laberíntica. Ese día supe también que Max Aub había hecho una película en colaboración con Malraux, Sierra de Teruel. Debí pasar el examen de devoción aubista con éxito, porque al día siguiente Jesús me mostró su secreto: de una balda construida con un tablón y sujeta con unas cuerdas en la pared fue sacando hasta media docena de libros y entregándomelos. Miraba yo las portadas y no entendía aquel juego: Un volumen de las Novelas ejemplares, varios libros de Austral...Abrió uno de ellos por la mitad y me pidió que leyera unos páginas. Indudablemente aquello no había sido escrito por Unamuno. Jesús me advierte que Hablo como hombre es una obra fundamental para entender el pensamiento de Max Aub y me lee tres párrafos salteados de la Explicación del propio autor para ahorrarse él otras sobre la importancia de esta obra: “Reúno, haciendo mochila de buenas intenciones, un revoltijo de cartas, artículos y textos inconexos sin más liga que mí mismo. Ante todo porque ya me cansé de que me definan a su contento unos y otros sin más base que mi nombre y apellidos y equívocos renombres. Los cambio que he sufrido _es una manera de hablar no más falsa que otras_ atañen más al tiempo que al desengaño del comportamiento de los hombres: durante toda mi vida no sólo he visto alargarse la de los vivos, sino la de los muertos: quedó patente un mundo mucho más viejo del que nos suponíamos; lo que refuerza mi esperanza de que, aun habiendo cambiado poco durante lo que viví, pueda hacerlo, en bien, en lo que veré. Siento mucho que el poder político _ personal o no_ lleve todavía a la censura y al castigo a los que quieren decir su verdad; que la tortura, el hambre y la esclavitud sigan vigentes; pero espero que dentro de miles de años la inteligencia _cuyas ruinas son lo único que permanece_ se imponga a la imbecilidad”. Después Jesús me explicó el sistema para hacerse con estas obras (que tampoco estaba dispuesto a ceder a nuestra biblioteca comunal). La censura de la cárcel _tan roma como cualquier otra_ miraba la portada y la portadilla de los libros que nos enviaban a los reclusos para comprobar que tenían el Depósito Legal correspondiente a España, es decir, que ya habían obtenido el Nihil Obstat de los mandamases. Así que un hermano de Jesús, que trabajaba en un imprenta, se limitaba a buscar obras del mismo volumen que aquellas que deseaba introducir de matute para cambiar las portadas, portadillas y las hojas que fuesen necesarias. Por obra y gracia de estos ajustes cuardenarios Campo de los almendros figuraba como Novelas ejemplares no sé de qué editorial. |
Fue mi introducción en el Laberinto mágico. Antes de pasarme los otros volúmenes me sometía a la prueba de la sobremesa. Creo que no le pareció mal mi análisis sobre la recuperación de los personajes de Las buenas intenciones en un sentido circular, fuera de la linealidad no sólo de cada volumen, sino del conjunto, más cercano a la Comedia humana que a los Episodios Nacionales (me parece que aquí me corrigió con ejemplos de la segunda serie galdosiana en la que, algunas veces, el tiempo vital de los protagonistas no se corresponde con el de la narración). Recuerdo que también estuvo de acuerdo en mis apreciaciones sobre la recuperación de tipos clásicos de nuestra literatura: la prostituta inteligente y vengativa, superación de la serrana de la Vera, la lozana de Delicado, sin olvidar a Nana de Zola o la más próxima Lola de Darío Fernández Flores. Coincide conmigo en que el personaje más genial, sólo esbozado en Las buenas intenciones y aquí rey de la creación, es Alberto Chuliá. Magnífica síntesis de Quijote, Aviraneta, Lázaro de Tormes y Silvestre Paradox. Casi todo el tiempo lo dedicamos a hablar de estos personajes, de la dificultad que supone crearlos sin caer en el arquetipo. Coincidimos en que a algunos autores se le daban mejor que a otros, por ejemplo, Valle y Baroja nos parecían en este sentido más cercanos a Max Aub que Galdós con quien, sin embargo, nuestro autor tenía una profunda deuda en los personajes que, para entendernos, llamábamos sentimentales. Más discrepancias tuvimos en el análisis de la pareja compuesta por Vicente y Asunción. ¿Significa la búsqueda continua del uno al otro una alegoría sobre la búsqueda del hombre de sus señas de identidad? ¿Una recreación existencial del motivo místico del Alma en pos del Amado? ¿El triunfo del envés espiritual del hombre aun en el lodazal? Llegamos a una solución de compromiso: las obras de Max Aub reflejarían tres niveles de laberintos _el mundial, el español y el particular_ y para tratar de buscar la solución deberíamos utilizar diferentes hilos y Ariadnas, medios materiales y humanos. Estos laberintos están construidos con diferentes espejos cuyas imágenes, múltiples, reales o deformadas aumentan el estupor del individuo que apenas cree haber hallado una certeza descubre la falsedad de la misma. Esta fragmentación del individuo se reflejará también en las múltiples historias que se entrecruzan en la novela y en las diferentes formas narrativas empleadas: cartas, monólogos, documentos... De poco a nada servirán los intentos por tratar de encontrar salidas individuales. Teseo acabará provocando la muerte de su padre; Ícaro, la suya. La poesía no refleja sino un cúmulo de destinos sin salida y la historia de Vicente y Asunción, que en otro tiempo pudo ser lírica, ahora es trágica. Cuando Jesús se digna a pasarme Campo del moro, comprendo que juega con ventaja. El análisis sobre la influencia cervantina que me había endilgado es patente en el entrañable personaje del espiritista. También la galería de personajes oficiales _especialmente Casado y Besteiro_ mucho más cerca del Ruedo Ibérico valleinclanesco que de los Episodios nacionales. Hablamos también de la dificultad de distinguir las barreras entre realidad y ficción. Algunas historias (como la del anarquista Diego Parra y el atentado contra Mestre) parecen mucho más increíbles que cualquier imaginación del novelista más fantasioso. Traemos a cuento otras historias igualmente increíbles como las del intento de asesinato de Isabel II por el cura Merino que recrea Galdós. Y acabamos con una broma sobre la editorial donde realmente fue publicada esta obra (Ruedo Ibérico de París), el engaño mediante el cual aparecía como una antología de Larra. |
Para la siguiente obra se habían incorporado a nuestro club aubesiano dos nuevos devotos, Ramón y Julio Gascón. Ramón, también llamado Obélix, había cumplido la mitad de su condena en Burgos y , gracias a las influencias de un tío coronel, había conseguido el año anterior que lo trasladaran a Carabanchel. Aunque no había acabado el bachillerato cuando lo detuvieron por incendiar seis buzones de correos y le condenaron a diez años de cárcel por terrorismo, era un hombre de notable cultura. Calculaba que en estos seis años habría leído una obra cada semana, lo que según sus cuentas detalladas hacía un total de trescientas doce obras, más de la mitad de las cinco mil que se había propuesto leer el mismo día que escuchó su sentencia y prometió también pasarse a las filas del partido comunista porque su compañero de la acracia, Luisaco Magañas, resultó que, lejos de haberse criado con unos gitanos que lo recogieron cuando los fachas asesinaron a toda su familia, era de la político-social. Julio Gascón era un preso común con el que yo había hecho alguna amistad, y le pasaba libros de nuestra comunal biblioteca, tal vez porque su historia me daba pena. Delineante bastante aventajado, salía con la hija de un director de banco que los mandó seguir por un detective. Éste se las ingenió para hacerles clandestinamente unas fotos en el garito que le servía de nido de amor y Julio fue condenado a cuatro años de cárcel por “corrupción de menores”, por más que su novia tuviese veinte años y sólo fuese seis meses más joven que él. Pero entonces la mujer no alcanzaba la mayoría de edad hasta los veintitrés años, como no fuese para ser encarcelada o condenada a muerte. Julio conseguía que los cabos de galerías hiciesen la vista gorda cuando pasaba de la quinta a la tercera mediante dibujos obscenos que los cabos le solicitaban. Y como yo recordaba que también le había encantado Las buenas intenciones y me había pedido más libros del mismo autor, convencí a Jesús para que le pasase Campo francés y se uniese a nuestra tertulia. De esta manera contaríamos con las opiniones de alguien “apolítico”. Expertos todos en los ambientes carcelarios coincidimos en la maestría de Max Aub para reflejar la tragedia del preso. Jesús sentencia que ya en El campo de los almendros se materializaba esta alienación del hombre encarcelado, pero que en Campo francés sos más evidentes las huellas dejadas en la piel del escritor por la experiencia vivida. Ramón apunta que tal vez recurrió a la técnica cinematográfica tratándose de separarse del tema, de objetivarlo más, pero que, afortunadamente, no lo consiguió y cada línea exuda más veracidad que incluso el diario de Ana Frank. Jesús perdona la vulgar comparación por la poca formación literaria y nos llama la atención sobre el intento de superación de los géneros que el propio Max Aub expone en el prefacio, sirviéndose de una cita galdosiana. Toma el libro y, a paesar de nuestras protestas, nos lee, asegurando que no “hemos comprendido el verdadero alcance de este auténtico manifiesto de la novela contemporánea”: “El arte del cine _que tanto ha influido en la novela de mi tiempo_ consiste en manejar acertadamente las distancias del objeto al objetivo, en medir la lejanía y los acercamientos de la imagen; la sabiduría del director, en manejar espacios de lugar y tiempo (el teatro es hierático, primitivo, la distancia del actor al espectador inamovible.) sin contar que el cine es imagen, es decir, literatura. Ya lo definió Calderón: Ilusión que se ve, ilusión que se escucha. Por otra parte la poesía _es decir, la literatura_ es la relación _otra vez las distancias_ del hombre con la muerte, teniendo en cuenta la distinción fundamental: que el hombre _solo_ tiende a la destrucción, a la muerte; y el mundo, la humanidad, a la vida.” Cita por cita, traigo yo a cuento el párrafo siguiente del prólogo de Campo francés para volver a la discusión que planteamos el primer día sobre el compromiso o no del escritor. Le digo que Lucio, ese camarada motejado por él de dogmático, tenía más razón que nosotros. Max Aub explica claramente que la pérdida el olvido de la realidad conduce al mayor de los desastres. El quijotismo español lleva directamente a la catástrofe. Discutimos después si el término de idiota al que se refiere Max Aub para significar al hombre que no quiere saber nada del gobierno de su país lo aplica a personajes en concreto o a todos aquellos que colaboraron a la ruina de España, con especial referencia a Francia o Inglaterra. Sólo hay acuerdo en el desprecio que manifiesta Max Aub hacia todo lo francés, por cuanto buena parte de las penalidades españolas durante y después de la guerra tuvieron acento francés. Sin contar las de nuestro escritor que, tal vez por eso, se negó a vindicar sus ancestros ni siquiera en las situaciones más dolorosas.. Tampoco escribió en su lengua materna. Afortunadamente. Ramón tercia. Para él lo más impresionante de Campo francés ha sido la sustitución de la visión dantesca del infierno por la ruindad cotidiana. El infierno carcelario carece de cualquier matiz épico. Es ordinariamente odioso. “me ha impresionado la presencia de esa mierda que trasladan los presos al río. Es una macabra metáfora sobre esas generaciones de tinateros, presos que, por órdenes de los buitres, llevaban sus detritos y los de sus compañeros derrotados desde la prisión al río, de un país a otro, de una a otra colonia. En esta novela también se percibe el fragor de los pedos, el olor a mierda. ¿Sabéis lo que peor llevé en mis primeros días carcelarios? Cuando por la noche me levantaba a cagar y sabía que mis dos compañeros, apenas a un metro de distancia, sufrirían el martirio emanante de mis heces y de mi angustia...Claro, también vosotros. A eso me refería. Max Aub lo ha sufrido y lo ha contado.” Yo vuelvo a hablar del estilo. De la desnudez para buscar el máximo del significado. La retórica también es una máscara con la que el fascismo cubre los esqueletos. Jesús me da la razón con una de las muchas citas que ha memorizado: “No hablo de las palabras, máscaras que plagan nuestro laberinto”. Ramón nos contradice . El estilo no existe, sólo su aplicación a las necesidades, a los objetivos del mensaje. Se adorna citando de memoria al maestro: “El escritor _el angustiado_ intenta echar de sí cuanto le puede hacer aparecer vestido. Cuanto más desnudo, mejor. Hay otra manera _tan ilustre_ que requiere toda clase de adornos y abalorios. La historia manda y hay _como no puede ser menos_ épocas de confusión en que, creyendo desnudarse y aun echar las tripas, el artista no hace más que enredarse en telas de araña. Añade, médico, pero que es imposible hacerlo con los demás: para pintar a otros se tiene que recurrir a lo que les recubre; aunque sea la piel.” Más limitado en la memoria me refugié en los “planteamientos dialécticos desde un punto de vista literario” (de acuerdo con los cánones de la retórica oficial marxista). Recurrí a la comparación de La Fontana de Oro con la Segunda Serie de los Episodios Nacionales para demostrar cómo la tesis general se veía enriquecida por cada uno de los hechos particulares. El análisis del liberalismo y sus contradicciones de la primera obra galdosiana tendría su correlato enriquecedor en las diez novelas de la Segunda Serie, de igual manera que la radiografía de España desde la dictadura de Primo de Rivera a la derrota de la República trazada en Las buenas intenciones no sería sino un esbozo espléndidamente desarrollado en el Laberinto mágico. La grandeza de Max Aub reside, sobre todo, en la concepción circular. Los personajes aparecen y desaparecen en este laberinto que forma como un inmenso rompecabezas en el que las piezas no guardan el orden de una secuencia temporal ni espacial. Sencillamente aparecen en un momento determinado y es necesario ajustarlas en su lugar para que ellas y las otras _las ya colocadas_ cobren un sentido que sólo serán parcial pues, de nuevo, aparecerán otras teselas que expliquen el resto del mosaico. Julio nos volvió a la realidad carcelaria. Nos llamó la atención sobre engranajes represivos en los que no habíamos reparado al leer Campo francés. Por ejemplo, en el tema de la burocracia como losa sobre los carentes de recursos intelectuales, de cómo la realidad carcelaria es la realidad que anula las anteriores. Si te confunden con tu hermano y te encierran, el confundido eres tú porque tú eres tu hermano. En la cárcel eres un número, el número que te dan los otros. Tu mundo deja de ser el tuyo en el momento en el que traspasas estas alambradas. Julio nos sorprende al explicar que el sargento que se folla a María prometiéndole dejar libre a su marido es más coherente que ella. No recuerdo muy bien los pormenores de su argumentación cuando le pedí que me explicase aquella sinrazón. Sí que puso como ejemplo de la diferencia entre la realidad carcelaria y la de los que están en libertad la historia de un preso que había llegado el mes pasado a su celda acusado de atracar un banco. Este individuo le contó que había pasado veinte años en distintos presidios conmutado de pena de muerte por la acusación de haber tenido un bar en la calle Mesón de Paredes en el que se reunían “comunistas y otros indeseables para planear la quema de conventos y otras tropelías”. Pues bien, cuando salió en el mil novecientos sesenta, le pidió a la ramera con la que fue a celebrar la efemérides que se pusiese de espaldas y con unos calzoncillos, ya que de otra manera él no podía funcionar. Siempre que en relativa libertad disfruto del descubrimiento de una obra de Max Aub del género que fuese (si es que existen tales taxonomías) recuerdo aquellas entrañables tertulias carcelarias. Y muy especialmente cuando el año pasado leí Manuscrito cuervo, en espléndida edición de la Biblioteca “Max Aub”. Cuánto nos habría aclarado la introducción de José Antonio Pérez Bowie y el Epílogo de José María Naharro-Calderón. Y cuanto habríamos disfrutado aquellos chapuceros lectores salpicados de críticos sintiéndonos otra vez en el campo de Le Vernet, comentados por un cuervo que aunaba la tradición fabulística con El coloquio de perros o los animales kafkianos. Ramón, experto en mitos celtas, traería a colación a Cuchulain y a Mórrigan. Pablo se referiría al absurdo de las leyes y Jesús a la perfecta estructura narrativa a partir de las diferentes voces que enriquecen el perspectivismo. A los planos de ficción que permiten filtros distanciadores y juegos irónicos o paródicos sobre otros textos. Metaliteratura. Mi camarada “muy preparado” tal vez se me hiciese reparar en la imposibilidad de la literatura para analizar profundamente la realidad. Al igual que el cuervo, no puede ir más allá de los datos, con lo cual, desprovisto de los recursos del materialismo dialéctico, llegará al argumento de san Anselmo o a los peregrinos análisis de Jacobo. Yo me limitaría a citar: “Un intelectual es una persona para la que los problemas políticos son problemas morales”. Y todos tendríamos razón. “Toda vida, toda novela, debiera acabar en medio de una frase _porque sí_ aunque los personajes hubieran otorgado testamento.” (Campo de los almendros) (Publicado en el número 75 de República de las Letras)
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¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían?
Alguien ha debido decir (y si no lo digo yo) que todos leemos porque nos falta aquello que buscamos en los libros, y escribimos para decir al otro prójimo _ a nuestro yo, que es el más próximo y al que amamos sobre todas las cosas_ que se sosiegue porque nosotros también le acompañaremos en esa búsqueda de las palabras que transforman las piedras en guijarros, las miradas en besos. Y que no las encontraremos. Achaco la incoherencia de las líneas anteriores a que la materia sobre la que tengo que escribir, relacionada con el llamado canon literario, es vaporosa como las hadas. O tal vez se deba mi confusión a don Gregorio. Porque, sentado frente a mí en este café de la Ópera, está el nonagenario pulcramente atildado. También como todos los días, mira con severidad a la escasa parroquia, pide un café corto de café y muy largo de leche, ensaliva generosamente el papel del cigarro para que le dure más, y lee placenteramente un libro. De no ser que algún desaprensivo haya dejado la puerta abierta y tenga que hacer notar al camarero la gravedad del caso, don Gregorio no interrumpe la lectura de ese volumen siempre encuadernado en piel. Durante dos horas, seguirá acompañando la lectura con el movimiento silencioso de sus labios. Y, también como todos los días, me recordará la imagen de mi padre en la mecedora, recreando con el movimiento de sus labios la lectura junto al fuego del hogar, y, más allá, el ángulo que le bastaba a Fernández de Andrada o los versos de Quevedo: “con pocos, pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mi ojos a los muertos”. Tal vez ahí tendrían que acabar estas reflexiones sobre qué sea la literatura. O, como mucho, en el tú de Bécquer, respuesta tan definitiva como ignorada por los sesudos tratadistas que el mundo han sido. Cierto que, para quienes no han leído realmente a Bécquer y se les llena la boca de autores sólo leídos por reseñas, resulta pueril, si no afeminado, traer a colación las notas del arpa o la pupila azul cuando se habla de estética. Pero, a veces, convendría reflexionar sobre aquello de llaneza, llaneza y no encumbrarse cuando nos referimos al aspecto que distingue de todos los demás seres vivos: la capacidad de comunicarse creativa y placenteramente consigo mismo y con la prolongación de su yo en el tú que nos pregunta o nos responde, en ese tú con el que don Gregorio sigue conversando mientras se dibuja una sonrisa de felicidad en sus labios. Cuando don Gregorio se ve obligado a abandonar su silenciosa conversación con su libro para, acompañando sus palabras con puñetazos en la mesa, imponer silencio a una parva de japoneses que acaban de invadir el salón (“qué escándalo, silencio, no le dejan ni leer a uno estos orientales”), se me hace la luz. Soliviantado por los golpes, el libro ha caído al suelo y me apresuro a recogerlo, indudablemente más movido por satisfacer la curiosidad de tantas tardes sobre las lecturas del anciano que por socorrerle. En las letras de oro de la portada reza El conde Duque de Olivares y, debajo, Manuel Fernández y González. Sin apenas hacer caso a las palabras de gratitud de don Gregorio y a sus quejas sobre la falta de consideración con los hispanos de “tantísimo chino”, pienso dedicar este artículo a los escritores olvidados. Bueno, más bien serán unas notas deslavazadas sobre algunos autores y obras ya que el tema merecería no un artículo sino un estudio de envergadura semejante a la Historia de los heterodoxos españoles de don Marcelino: la Historia de los olvidados literarios. |
Son curiosas las coincidencias que se dan en estos procesos de clamores y silencios novelescos: a Fernández y González, tan vendido cien años atrás, seguramente sólo le recuerdan algunos de nuestros famosos que, intentando recrear el Madrid del siglo de Oro, hallan un amplio y ahora oculto filón en El Pastelero del Madrigal, Miguel de Ceervantes, El CondeDuque de Olivares, El conde de Villamediana, Don Francisco de Quevedo, El cocinero de su majestad ... Tal vez don Manuel Fernández y González en el pecado llevó al penitencia, porque malas lenguas afirman que Fernández y González se sirvió para su ingente producción literaria de novela de negros más o menos famosos, entre ellos de don Vicente Blasco Ibáñez. Sea como fuere, ahora que tan de moda están las novelas berrendas en folletines históricos, parece que el plagiador ha sido plagiado. Quien de nuevo me hace perder el hilo de mis recuerdos sobre tan prolífico folletinista histórico_escritor e ilustrador_ es el camarero que me pregunta qué escribo. Jesús es un joven bastante interesado por la lectura y, cuando hay pocos clientes, conversamos sobre los libros y los autores que traigo tras mis paseos por las librerías de viejo previos a la cerveza de la caída de la tarde. Unos días le hablo de Tomás Salvador y de la extraordinaria novela que es Cuerda de presos, modelo de construcción de friso de personajes para retratar una época, para mí superior a La colmena. Le hablo de este autor y de sus otras obras, Frontera, Cuerda de presos, División 250...Otro día examina la recreación del mejor género picaresco en Lola espejo oscuro de Darío Fernández Flores , o en ese magnífico retrato del caciquismo y la lucha por la vida que es el Mundo de Juan Lobón de Berenguer, o la crítica socarrona de El ayudante de verdugo de Mario Lacruz. Ayer mismo le mostré la nueva edición de Año tras año de Armando López Salinas que ha editado editorial Alcayuela dentro del un meritorio empeño por recuperar obras importantes de la mitad del siglo pasado. Ya han visto la luz Los hijos de Máximo Judas de Luis Landínez, La primera actriz de Eugenio García Luengo y El empleado de Enrique Azcoaga. Cuando el camarero se retira, mi recuerdos retroceden treinta años y veo la edición de Ruedo Ibérico de Año tras año blandida por Yagüe en uno de los siniestros despachos de la Dirección General de Seguridad. El comisario jefe de la brigada político social brama a los dos esbirros que se entretenían en cruzarme la cara: “Fijaos, fijaos lo que tenía este angelito en su casa. Este López Salinas que le dedica tan cariñosamente la novela es uno de los jefazos comunistas, lo mismo que los otros autores de estas otras mierdas subversivas”. Las mierdas subversivas que se iban estrellando contra la pared al compás de los bofetones que me daban los dos acólitos en el escrutinio del comisario eran novelas del llamado realismo social (sólo recuerdo Los vencidos y La piquetaa, de Antonio Ferres, Los bravos de Jesús Fernández Santos y un Cielo difícilmente azul de Alfonso Grosso ), seguramente también las novelas de estilo más vanguardista criticando la alienación franquista como Cinco variaciones de Antonio Martínez Menchén y Señas de identidad de Juan Goytisolo, o buscando la respuesta intelectual a las miserias cotidianas ( Buenas noches, Argüelles de Antonio Prieto), libros de relatos de Ana María Matute, Aldecoa y Sueiro, libros de poemas de Gabriel Celaya, Blas de Otero y Carlos Álvarez (¿Escrito en las paredes?), La camisa de Lauro Olmo y En la red de Alfonso Sastre por lo que respecta al teatro, sin olvidar los obligados volúmenes de estudios marxistas, que también son olvidados, como aquello. Don Gregorio, que vuelve a protestar airadamente porque algún desaprensivo ha dejado la puerta de la calle abierta y el relente puede provocarle una dolencia tal vez mortal como a su hermano Luis, que falleció el año pasado cuando iba a cumplir los cien sin duda a causa del mismo maníaco de las puertas abiertas, me devuelve al siglo XIX , a la novelas históricas y al folletín literario. |
Que la novela histórica fue el plato fuerte en la mesa del romanticismo es indiscutible. Juan Ignacio Ferreras ha documentado 111 novelas históricas publicadas en España entre 1823 y 1844, lo cual parece un patrimonio demasiado importante para que siga ignorado. Y ello sin contar con el ya mencionado Fernández y González, y otros novelistas que unirán el tratamiento romántico histórico al tallado por Eugenio Sue para el folletín. Si los unimos, llegaremos a más de quinientos títulos de novelas históricas en el XIX en España, a pesar de tener el género en nuestro país menor desarrollo que, por ejemplo, en Francia, Inglaterra o Estados Unidos. A diferencia de lo que ocurre actualmente con los éxitos prefabricados por quienes dirigen el gusto literario, existen circunstancias objetivas que justifican el placer por la novela histórica en el pasado. De estos factores recogemos los que nos parecen de más enjundia entre los señalados por los estudiosos. Con ello se verá el abismo que separa la razón literaria de la moda fútil: La novela histórica expresa el espíritu romántico de rebeldía e independencia. El héroe, recogiendo el modelo del cuento maravilloso, de la novela bizantina o caballeresca, se aleja del entorno conocido para, al tiempo que endereza un tuerto, encontrarse a sí mismo en el presente y en el futuro. Se trata, pues, de una variante de la aventura: ruptura del cordón umbilical materno para acercarse al universo masculino, al reino del padre. Y, junto a ello, la posibilidad ofrecida a las gentes del común de ascender en la escala social a partir de sus hechos. En la novela caballeresca alternan los nobles con quienes sólo son hijos de sus obras y tratan de ascender en la pirámide feudal. Hasta Sancho puede convertirse en gobernador de su ínsula. En su estudio sobre estas narraciones, Lukács demuestra cómo, desde Walter Scott, el pueblo interviene en la novela histórica, que deja de ser exclusivamente aristocrática, sentando así las bases para que los escritores realistas acaben de minar el orden feudal-aristocrático, desde el punto y hora en que las clases más oprimidas se sienten identificadas con quienes triunfan por su valor o astucia. Además de estos análisis marxistas de Lukács sobre la novela histórica, encontraremos razonamientos froidianos sobre la necesidad de buscar el cordón umbilical perdido por una generación de aventureros; el planteamiento socio-histórico que culpa a Napoleón del placer solitario de estos relatos al obligar, con su rutas imperiales, a que los pueblos buceen en los legajos históricos en pos de esas señas de identidad ignoradas desde los cuarenta siglos tallados por el conquistador; o aquel otro erudito que, siguiendo a Goethe, nos dice que la búsqueda literaria del pasado no es sino una de las formas de manifestar el descontento e inseguridad por el presente. Si, huyendo de las miserias cotidianas, Schiller buscó refugió en la filosofía, Manzoni se acogería a la historia, inaugurando así un género a la vez que escapista fácilmente adaptable a nuestras ansias de poder personal y social. Añádanse a ellos los análisis formales sobre las mayores perspectivas de recreación de personas y ambientes que ofrece la novela frente a la epopeya o el teatro histórico, y tendremos un esbozo de interpretaciones sobre el éxito de la novela histórica en la primera mitad del siglo XIX. En todo caso, creo que sería necesario recuperar algunos títulos importantes. Por citar algunos: Doña Isabel de Solís (Reina de Granada) de Francisco Martínez de la Rosa. Ni rey ni roque (sobre el pastelero del Madrigal ) o El conde de Candespina de Patricio de la Escosura. La reina sin nombre de Juan Eugenio de Hartzenbusch... Bifronte de la novela histórica es el folletín. Otra vez, volvamos a lo de ayer: en 1846, y después de desechar por inmorales las obras realistas de Balzac y otros autores de poca monta, Fernández de los Ríos entrega el cetro de la renovación narrativa a Los misterios de París, de Eugenio Sue, tanto por sus virtudes literarias como educativas, e incluso filosóficas y políticas, ya que "ambicionando algo más que entretener y recrear con el simple desarrollo y desenlace trivial de un hecho, se ha propuesto influir activamente en el movimiento general de las ideas que conducen a mejorar la condición de la especie humana, presentando el cuadro de sus penalidades y miserias, pero abriendo al mismo tiempo un horizonte inmenso de esperanzas brillantes y sublimes; deleitando, en fin, e instruyendo al mismo tiempo, y haciendo que la novela sea un reflejo fiel de los adelantos de la época." La tierra a la que se lanzaba esta semilla _folletinesca, revolucionaria o social, según apreciaciones_ no sólo estaba abonada por los oficiantes de la crítica, sino por la explotación económica y social. Cualquier ventanuco abierto a los desposeídos se convertía en una galería. La palabra volvía a recobrar aquella finalidad patética de la que había tratado Aristóteles. Leyendo _o en la mayor parte de los casos, escuchando_ las penurias y triunfos finales de los miserables literarios, los miserables reales concebían alguna esperanza de poder enamorarse, de encontrar un empleo, de ver castigado a quien les oprimían. Ellos se sentían identificados con los sufrimientos de los protagonistas de aquellos relatos, tan compañeros suyos como la infeliz prostituta del barrio, el siempre injustamente represaliado o los niños del hospicio. Sue y el folletín romántico no están sino cargando un poco más de literatura el Manifiesto comunista y otras obras de agitación y propaganda de mitad de siglo. Debe recordarse el panegírico que hacen Carlos Marx y Federico Engels de autores como Dickens, Sue, o Sand por su capacidad para denunciar las injusticias humanas y elevar a los desposeídos al rango de héroes novelesco, lo que no sería sino un anuncio de un mañana en el que el proletariado pasaría de protagonista de su propia novela al de su propia historia.1
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Conviene tener en cuenta que bajo el epígrafe de folletín se insertan obras de diferente intencionalidad y virtudes literarias. En realidad, la palabra folletín _folleto o conjunto de pocas hojas impresas_ se refiere, en un principio, al canal de la publicación y no a su contenido o técnica narrativa, tal y como explica, en su primera acepción, el DRAE: “Escrito que se inserta en la parte inferior de las planas de los periódicos, y trata de materias extrañas al objeto principal de la publicación; como artículos de crítica, novelas, etc.” Para comprender esta larga trayectoria del folletín hay que considerar que bajo esta modalidad de publicación encontramos los Pickwick Papers de Dickens, extractos del Lazarillo o La vieille fille de Balzac. Algunas obras maestras, como Almacén de antigüedades de Dickens entran de lleno en esta categoría con los toques de genialidad propios de Dickens: niña recogida por un la persona, malos que tratan de aprovecharse de su situación, huida, persecución, regeneración. Sin embargo, poco a poco el público se irá decantando por relatos más sencillos, por personajes con menos complejidades psicológicas y por acciones más truculentas. Es evidente que los autores de esta suerte de relatos tuvieron que emplear diferentes técnicas que les permitieran alargar la publicación (y con ello su honorarios) a la par que mantenían el interés de los lectores, de manera similar a como lo harán posteriormente los autores de los culebrones Así, junto al uso permanente de la intriga, se servirán de arquetipos que representan el bien o el mal, de peripecias con las que los lectores humildes se pudieran identificar, de argumentos que los destinatarios acogían favorablemente, recompensándoles con un final en el que triunfaban la inocencia, la bondad, la belleza, las virtudes primitivas. De esta manera el folletín volvía a cumplir la misión de patetismo asignada por Aristóteles a la tragedia. Otra de las virtudes del folletín reside en su versatilidad temática. Así, veremos recreaciones costumbristas y, convenientemente adaptadas a los temas sociopolíticos candentes del momento, en Madrid y nuestro siglo de Ramón de Navarrete; Doce españoles de brocha gorda. Novela de costumbres contemporáneas de Gregorio Romero Larrañaga; El poeta y el banquero; escenas contemporáneas de la revolución española de Pedro Mata; Misterios de las sectas secretas o El francmasón de José Mariano Riera y Comas; Un conspirador de a folio de Ventura Ruiz Aguilera. Estas técnicas folletinescas, convenientemente depuradas, serán utilizadas por algunos de nuestros grandes narradores decimonónicos. Véanse, por ejemplo, La hermana San Sulpicio, de Palacio Valdés; El niño de la bola de Alarcón; La tribuna de Emilia Pardo Bazán; Misericordia o la primera serie de los Episodios Nacionales de Galdós. Entre mis folletinistas se lleva la palma Miguel de los Santos Álvarez, quien compartió inquietudes literarias con cargos políticos, y no es más conocido por sus amistades literarias más que por sus obras, la mayor parte de la cual permanece inédita. En el artículo necrológico que doña Emilia Pardo Bazán publicó a la muerte de este autor, apenas habla de sus escritos y mucho de su vida y costumbres. En sus Recuerdos del tiempo viejo Zorrilla nos explica que encontró en México en 1856 como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Su Majestad Católica a “mi más íntimo amigo y mi más asiduo compañero en la Universidad de Valladolid por los años 35 a 36”. Más estrechos aún fueron los lazos que, desde 1836, le unieron a Espronceda de quien Miguel de los Santos fue contertulio, discípulo literario, colaborador en un poema burlesco que roza lo pornográfico (Dido y Eneas) y editor del Canto VII de El diablo Mundo, tras la muerte del poeta extremeño quien había encabezado la Parte Cuarta de El Estudiante de Salamanca con una cita de La protección de un sastre de Miguel de los Santos. En 1840 publicó Álvarez el Canto I de su poema María una de cuyas octavas puso Espronceda como lema de su Canto a Teresa. Por lo que se desprende del Canto I, María no es sino un folletín en verso: la protagonista vive en un prostíbulo dirigido por una tía suya, y en este sórdido ambiente la ingenua jovencita se dedica a cultivar flores, a soñar con los ángeles y a otras prácticas religiosas. Cuando don Gregorio se levanta, considero que ya he contribuido con mi modesto óbolo a estas reflexiones para la República de las Letras.
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Hoy es otro día. En la sala de profesores del Instituto donde profeso de profesor de nada, entre lamentaciones de maestros adustos y vocinglería de infelices condenados a la estulticia, Adolfo, colega de matemáticas y fino lector, me habla de El año de la Victoria de Eduardo de Guzmán, y del interés que le han producido los artículos de República de las Letras sobre este personaje desconocido. Prometo pasarle la novela y me siento más animado porque, tal vez, quedemos algunos lectores más que en la novela de Bradbury. Para mayor satisfacción cambio unas frases con Concha (hija el poeta Rafael Morales, otro clamorosamente cuasi susurrado en los cánones oficiales) y recuerdo que hace poco conversamos sobre Días de llamas de Juan Iturralde, con toda seguridad la mejor y menos conocida novela sobre nuestra última e incivil guerra. Y que, para mayor escarnio, esta metáfora viva sobre el cainismo se sitúa en este mismo edificio en el que tratamos de luchar contra los cantos de unas sirenas que, además de repelentes, desafinan: La otrora checa de Fomento, hoy instituto Santa Teresa de Jesús. Aun así, me siento más confortado y, aprovechando que tengo guardia de biblioteca, coloco el disquete en el ordenador. Paseando por el pasillo de Austral a la búsqueda de algo perdido, extraigo del estante Los clásicos redivivos de Azorín. Cualquier día tendré que hacerme creyente. Sólo que sería un dios más bien griego ese que te pone delante de las narices un volumen del año mil novecientos cuarenta y dos para que continúes divagando. Ocurre que la primera vez que leí el libro de Clásicos redivivos, hará diez o doce años, me interesó especialmente el texto sobre José María Matheu. Busqué en el ISBN, no existía. En el Espasa Calpe, en las historias de la literatura de Valbuena, de Castalia, de Rico, en los diccionarios Bompiani y en el Mario Munik, nada. Ninguna entrada ni referencia sobre José María Matheu. ¿Cómo era posible que no existiese la menor referencia a este autor? Fácil. Se trataría de pretexto azoriniano similar a los anacronismos que salpican este mismo libro como cuando Moratín se refiere a la URSS o personajes del siglo XVIII discuten sobre cine y literatura, o bien cuando en su otro libro Castilla inventa la feliz convivencia de Calisto y Melibea tras su matrimonio. Por otra parte, sabido es que el uso de los apócrifos está bastante extendido entre los autores llamados noventayochistas. Apócrifos tan logrados que apenas se puede distinguir dónde comienza la ficción y la realidad, como en el caso de Juan de Mairena y Abel Martín. Rodríguez Puértolas en su Historia de la Literatura fascista recoge un decreto de posguerra que depura las responsabilidades políticas y expulsa de la docencia a Abel Martín, de paradero desconocido. Por lo tanto, Matheu no era sino otro apócrifo. Sin embargo, tras encontrar años después una referencia a este autor en la Historia de la literatura de Max Aub, vi que no era una burla azoriniana del tipo de Calisto y Melibea casados. (Por cierto, que, ya en operación rescate, recomiendo esta otra obra también desconocida de Max Aub y, por ello, una de las mejores historias de la literatura española). Sigamos mi evolución a la búsqueda de José María Matheu: la lectura de Los raros de Gimferrer, la Introducción a la sociología de la novela española del XIX de Ferreras , los estudios sobre Baroja y la consulta de los libros publicados en la segunda mitad del XIX me demostraron que José María Matheu fue uno de los grandes escritores de la llamada generación del 68. Y que yo había sido otro zorrocloco literario. Dejo el muy interesante volumen de Los clásicos redivivos/los clásicos futuros en su anaquel y me engolfo en El País de ayer. Trae un extenso artículo del premio Nobel para mí desconocido y lo leo con interés, motejándome de estúpido por no haberlo leído antes. Sin embargo, el tono general del artículo me espanta. Pienso que está escribiendo de forma irónica al referirse tan despectivamente a los suicidas palestinos, que, según él, tienen menos derecho a “nación, tierra y patria” que un húngaro invitado a dar una conferencia .Pero no, no parodia a los energúmenos sionistas. Leo, estupefacto de que semejantes dislates los escriba un llamado novelista: “cuando vi en las calles de la televisión los tanques israelíes que se dirigían a Ramala, una idea me atravesó el alma de forma involuntaria e ineluctable: Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa como en 1944”. No sigo leyendo. Si sigue razonando que, afortunadamente, las mujeres y niños masacrados por esos tanques no pertenecen al pueblo elegido, me darían ganas de vomitar. Ahora comprendo quiénes y por qué le han dado el Nobel. Y ahora comprendo la diferencia entre las voces y los ecos de don Antonio Machado, cuyo Retrato tengo que fotocopiar para comentarlo dentro de diez minutos con mis alumnos. (Publicado en el número 78 de República de las Letras) 1 El lector interesado en estos aspectos encontrará un interesante estudio en Ideología y política en la novela española del siglo XIX de Iris M. Zavala o Socialismo y literatura de la misma autora en el número 80 de Revista de Occidente. Para el tema general del folletín, en La novela por entregas de Juan Ignacio Ferreras, y en La novela popular española de Leonardo Romero Tobar. |
Si hay alguien más abyecto que el verdugo es el ayudante del verdugo 1)Arma virumque cano La primera obra definitiva de nuestra literatura occidental, la Ilíada, fijará dos de las cariátides más importantes sobre las que descasan tantos edificios literarios: el amor y la muerte, Helena y el largo asedio de Troya, modelos obligados de casi todo cuanto después se cante o escriba. Venus y Marte tienen, desde sus orígenes, una relación tan apasionada como pecaminosa, mantenida a base del engaño y del dolor que ocasionan a terceros. Pero conforme avance la historia de la humanidad, los lodos que surgieron de aquellos polvos serán más y más sangrientos y Vulcano irá olvidando su rol de cornudo para engolfarse en el fabricador de armas que reclaman los alevines del amante de su esposa. Es cierto que ese canto a las hazañas épicas y a sus héroes inmortales irá acompañado, desde bien temprano, de burlas y mofa casi sacrílega sobre las hazañas o demostraciones de valor de los escuadrones de Marte. Antes de que Virgilio retome la antorcha de Homero para justificar poéticamente las pretensiones imperialistas de los romanos y, de paso, ayudar a su augusto señor, Aristófanes se había permitido tomar a chacota tanto los impulsos vitales que llevan a los hombres a degollarse, como las últimas motivaciones políticas de cualquier degollina. Que los eruditos discrepen sobre lo que verdaderamente quería criticar Aristófanes, sobre si sus intenciones eran antibelicistas, aristocráticas, machistas, feministas o vaya usted a saber cuáles no hace sino confirmar la grandeza de un autor que por primera vez puso en escena , literal y genialmente, las obscenidades de la guerra. El héroe y el miles gloriosus, la tragedia y el esperpento, el canto épico y la burla de la caballería feudal no son sino el haz y el envés de casi toda la literatura europea. Entiéndase que ambas caras de este Jano literario han producido muy notables obras. Pero ahora toca ocuparse de la cara amable y por referirme sólo a algunos textos españoles, traeré a cuento la batalla de don Carnal y doña Cuaresma del Libro de Buen Amor, la novela picaresca y, sobre todo el Quijote, como ejemplos de esta visión antiheroica, del “viva la vida” con el que, según la tradición, don Miguel de Unamuno respondió a la macabra y soez paradoja de “viva la muerte” de Millán Astray. Con todo y con eso, las obras anteriormente señaladas se construían como espejos deformantes de sus modelos heroicos. Quiero decir que en general, carecían de autonomía narrativa. Por eso considero que Guerra y paz de Tolstoi tiene también la virtud de erigirse en la primera novela de crítica feroz a la guerra desde la guerra misma. Lejos de servirse de la burla hiperbólica, de la caricatura o el sarcasmo para presentarnos la “otra cara”, Tolstoi nos lleva sosegadamente a los escenarios del conflicto, nos presenta a los personajes sin más pasiones que las que se desprenden de los tremendos hechos que se están narrando. Es decir, el horror de la guerra se ve por primera vez desde dentro, y la misma guerra se erige en protagonista del relato en función del cual se organizan los demás personajes. Guerra y paz es, evidentemente, la primera gran novela antibelicista no porque se lo proponga el autor, sino porque no le queda otra alternativa al lector inteligente. Por primera vez alguien convierte en literatura de muy altos vuelos los antiguos planteamientos de Erasmo de Rotterdam: Dulce bellum inexpertis. La guerra sólo es buena para quienes la desconocen, para quienes no han experimentado sus horrores. Y no se trata de poner en una balanza a un bando contra otro, de justificar estas atrocidades porque las del el enemigo son mayores, o porque él empezó antes... La guerra es atroz para todos y sólo resulta beneficiosa para quienes hacen que otros la sufran, para quienes se benefician desde lejos de la carroña que ellos, desde sus despachos, han creado. También Galdós en algunos Episodios de la Primera Serie tomará partido contra la guerra más que por uno u otro de los contendientes. Especialmente simbólico de la regresión humana en la guerra es la descripción de las ratas convertidas en soldados que nos presenta en Gerona. También para demostrar ese dulce bellum inexpertis, Tolstoi nos hace vivir entre las tropas imperiales y entre las rusas, con las gentes que sufren esos horrores, que, desgraciadamente para ellos, han experimentado demasiado lo que es la guerra y, por tanto, su amargura. Y si a esta sana denuncia de la barbarie bélica que anunciaban los progresos de la técnica para matar del siglo XIX se unen la compleja profundidad de los personajes, la creación de ambientes como teselas para formar el escenario de esta nueva antiépica, el pulso narrativo mantenido con el lector, entonces se entenderá que algunos consideremos que Guerra y paz es la mejor novela contemporánea. En todo caso, se admitirá que sienta las bases de la muy abundante y variada novela antibelicista contemporánea. Dejando al margen las novelas claramente belicistas o de “hazañas bélicas”, me referiré a los tres acontecimientos que más importancia tuvieron en la literatura de este siglo y a su tratamiento literario: La Primera Guerra Mundial, la guerra civil española , la II Guerra Mundial. |
2) La Gran Guerra (después, Primera Guerra Mundial). Este conflicto demostrará que la brutalidad del ser humano crecía ya geométricamente. Las armas de destrucción masiva y, sobre todo, la aniquilación programada de la población civil como chantaje contra los combatientes tendrá su reflejo en una literatura en la que se expresa continuamente la amargura del individuo, su impotencia frente a las maquinarias imperialistas. Y esta paradoja tan actual como sangrienta: los creadores de las técnicas de destrucción masiva las emplean para aniquilar a los demás con la sana intención de evitar que las víctimas caigan en la tentación de convertirse en verdugos, en inventores de armas de destrucción masiva, que compitan con su monopolio asesino. Porque nada hay más odioso para un verdugo que saber que la víctima domina los intríngulis de la silla eléctrica. Es curioso que muchas de las reflexiones que sobre aquella guerra se ponen en boca de los personajes de las novelas de los años veinte y treinta del siglo pasado resulten pavorosamente actuales. Como muestras recojo estas consideraciones de Martín y Merrier en Primer encuentro de John Dos Passos. “...Como sabéis bien, los Estados Unidos están gobernados por la Prensa. ¿Y a la Prensa quién la gobierna? ¿Quién conocerá jamás las oscuras fuerzas que trabajaron hasta que estuvimos dispuestos a cerrar los ojos y dejarnos arrastrar a la guerra? Parece que a la gente le gusta ser engañada. El intelecto acostumbraba a significar libertad, una luz que luchaba contra la oscuridad. Ahora la oscuridad utiliza la luz para sus propios fines. Somos esclavos de los intelectos comprados, unos esclavos deseosos de serlo.” “Esta guerra que ha trastornado nuestro pequeño mundo europeo transformando el orden en un verdadero caos, me parece simplemente una gigantesca batalla que tiene lugar en el mundo y que ha sido provocada por los piratas que han sabido medrar hasta extremos inauditos debido al trabajo de los millones de seres humanos de África, de la India y de América, que se encuentran directa o indirectamente bajo el yugo de la loca avidez de las razas blancas”. Aunque la obra más conocida de este movimiento antibelicista es Sin novedad en el frente de Erich María Remarque, ello en absoluto significa que fuera la más popular en los años veinte y treinta. De hecho, en aquellos años muchos novelistas consideran que es obligación ineludible la crítica de la reciente carnicería y el público va a disponer de una amplia oferta de novelas en las que la guerra se presenta como un espectáculo atroz causado por la vorágine capitalista, cuya avaricia la puede llevar a la autodestrucción (El fuego de H. Barbusse), como las desventuras de un pobre prisionero ruso sometido al kafkiano rigor de la bota teutona (El sargento Grischa de Arnold Zweig) o bien la historia de unos niños que sufren las consecuencias de la guerra en la retaguardia. Aún con una cierta ingenuidad narrativa de novela de iniciación juvenil, Los que teníamos doce años de Ernesto Glaeser supone una interesante avanzadilla en un género después ampliamente desarrollado: el que ofrece las consecuencias de la guerra no en el frente, sino en las víctimas de la retaguardia adonde no llegan las balas, pero sí el hedor de los cadáveres y de quienes se alimentan de ellos. De la popularidad de esta clase de relatos puede dar idea el hecho de que la editorial Cenit mantuvo una colección titulada La novela de la guerra en la que, junto a los títulos ya señalados, aparecieron Cuatro de Infantería de E. Johannsen, Paz de E. Glaeser y otros autores que planteaban la revolución como alternativa al belicismo de las clases opresoras, si bien tanto los novelistas como el público al que se dirigían discrepaban en si debería ser una revolución anarcosindicalista, bolchevique, social... Los que nos discreparon fueron las huestes franquistas a la hora de dar al traste con la editorial Cenit y otras semejantes tras su entrada triunfal. Como he señalado anteriormente, el planteamiento que hace John Dos Passos en sus novelas referidas a este conflicto en el que había participado directamente me parece bastante aplicable a la situación actual: no se trata de analizar si el enemigo _llámese Guillermo II o Sadam Hussein_ es bueno o malo, sino de reflexionar sobre las verdaderas causas que mueven a los verdaderos asesinos, a los que están entre bastidores. Para ellos la guerra sí es dulce, ahora mucho más dulce que en la época de Dos Passos, puesto que se asesina todavía más impunemente y los beneficios son muy superiores. Con frecuencia se tiene la imagen de este escritor a partir de la novela Aventuras de un joven (1938) en la que hay una feroz crítica al Partido Comunista y a su posición durante la Guerra Civil española o, más justificadamente, desde su colaboración en la siniestra “caza de brujas”. Sin embargo, las novelas situadas en la Primera Guerra Mundial nos ofrecen una ideología bastante diferente. Valgan como muestra, para ver lo que va de ayer a hoy, algunos párrafos del prólogo a Primer encuentro escrito por John Dos Passos veinte años después de la novela: “En primer lugar creo que las brutalidades de la guerra y de la opresión causaban menos efectos en la gente que creció en los años treinta que el que producía a los norteamericanos de mi generación, educados en el tranquilo ambiente del siglo XIX (...) En los primeros años de este siglo la guerra y la opresión nos parecían suburbios apestosos de una ciudad que antes era hermosa y buena para vivir en ella. Unos males que la habilidad y el valor podían suprimir. Para los jóvenes de hoy estos males son deformaciones inherentes a la humanidad (...) Al volver la vista atrás resulta desconsolador recordar que la ingenua ignorancia de los hombres y su proceder a través de la historia fue lo que nos indujo a creer que una revolución arrojaría automáticamente a los sinvergüenzas de sus asientos a consecuencia de alguna divina ley de necesidad histórica, colocando en su lugar a un grupo de benignos filósofos”. En Primer encuentro y, sobre todo, en Tres soldados encontramos una posición bastante extendida en el antibelicismo de la época: los jóvenes critican a la anterior generación, la que está en el poder, por haber originado este monstruoso conflicto con su avaricia. Uno y otro bando no están todavía teñidos de connotaciones políticas como ocurrirá en la guerra de España. O en la II Guerra Mundial. La lucha de clases _y de generaciones_ es una alternativa a la de los imperialistas. Los propios bolcheviques esgrimirán la paz como consigna y ésta consigna se reflejará en el tono de amargura de unas obras en las que el heroísmo consiste en triunfar contra la guerra, no en la guerra. |
3) La guerra civil española. Las pasiones políticas de nuestra guerra civil no podían estar ausentes en la narrativa. El alzamiento militar contra un gobierno legalmente establecido fue un hecho tan meridianamente claro como que en España se libraba el primer gran combate contra el fascismo. Ello movió a antifascistas de todo el mundo a venir generosamente a defender la democracia. Y de entre tantos otros oficios acudieron también escritores que, como Marlraux en La esperanza, reflejaron sus vivencias sin fariseísmos ideológicos, con notable habilidad para reflejar ambientes y personajes, sobre todo el entorno de los brigadistas internacionales. Pero también es cierto que en algunas obras se encuentran tufillos de la tradición romántica que hacía de España el paraíso de pasiones morunas, de toreros, guerrilleros y gitanos más propios de una opereta que de una tragedia real. Tal vez por eso Por quién doblan las campanas de Hemingway tenga más éxito fuera que dentro de España. Lo que quería decir _antes de que también a mí me cegase la pasión_ es que en la guerra española no es fácil _ni lógico sería_ hallar novelas en las que sólo se critique la brutalidad de la guerra sin tomar partido por uno u otro de los contendientes. Cierto es también que los escritores del bando fascista, junto a su mayor torpeza narrativa, manifiestan un simplismo ideológico de la que pocas obras escapan.. Los manuales y estudiosos suelen señalar como obras de más mérito literario e intento de equilibrio ideológico La fiel infantería de García Serrano, Las últimas banderas de Ángel María de Lera o la trilogía de Gironella (que , por otra parte, no es sino un intento aupado desde las instancias del poder para salir al paso de la Forja de un rebelde de Arturo Barea) Sin ganas de entrar en polémicas, diré que la obra bélica_más bien antibélica_ que, desde el bando de los vencedores, considero más interesante es División 250 . Tanto por la técnica narrativa como por la sensación de soledad y desesperanza que transmiten estos personajes perdidos en la estepa rusa esta novela de Tomás Salvador me parece tan injustamente olvidada como Cuerda de presos o Cabo de varas, por referirme sólo a las novelas que he leído de este autor. No puedo ni quiero tratar ahora de las grandes novelas ambientadas en la guerra civil y escritas por Sender, Arturo Barea , Manuel Andújar, Ayala o Max Aub. Tal vez este último autor sea el que mejor ha demostrado cómo la guerra todo lo encanalla, incluso las buenas intenciones. Pero como República de las letras acaba de dedicar un número monográfico a Max Aub, me limitaré a referirme a dos escritores que, aun tomando partido en sus novelas, demuestran que la guerra sólo es dulce para quienes la ven desde muy lejos, sin corromperse ni envilecerse por la sencilla razón de que, antes del conflicto por ellos provocado, ya estaban corrompidos y envilecidos. La noche en que fui traicionada de Andrés Sorel arranca de la clásica oposición Helena-Troya a que nos referíamos al principio de este artículo. En esta novela, como en el mito clásico, la protagonista se enamorará de un caudillo enemigo y también la encontraremos asediada en su ciudadela por las ruindades cotidianas de los vencedores. Helena se funde así con una Penélope que aguarda el regreso de un Ulises que sí ha sido contaminado, destruido, al igual que esta particular Molly de Barco de Ávila ha sido llevada a la parrilla por los pretendientes que se están repartiendo el botín de España. La lectura alegórica de la novela de Sorel es evidente: la destrucción por el fascismo de la República y, a la vez, del amor, nos indica que este régimen significará el fin de las esperanzas individuales y colectivas. Ahora bien, lo que me resulta especialmente destacable es que la guerra acabe por aniquilar desde dentro al Paris falangista. Él será destruido porque no pertenece a la cohorte de Aquiles y sus mirmidones. Sobre todo, porque la cuadrilla impresentable de borrachos hiposos y gañanes hartas de ajos sus barrigas no guardaban la menor relación con los camaradas estelares vislumbrados en las alucinaciones de Gredos. Este ingenuo (y también miserable) falangista de la primera hornada ha tratado de jugar a Odiseo y ha sucumbido a la tercera prueba y, cuando se reúna con la adorada que le aguarda, será solamente para santificar su fracaso en el ara de los bárbaros germánicos a quienes tanto admiró. La guerra queda como un fondo ominoso, como la gran ramera apocalíptica a cuyas asechanzas nadie puede resistirse. No existen combates, tan sólo vilezas cotidianas, asesinatos, masacres. Cualquier concesión a la hazaña bélica aun desde el bando leal a la República ha sido suprimida. El verdadero heroísmo consiste sencillamente en el antiheroísmo. Los destinos individuales son círculos concéntricos desde el primer anillo umbilical que les une y separa del mundo hasta la onda gigantesca de la muerte. Tal vez por ello la novela se construya sabiamente siguiendo la estructura de las espirales celtas que también dan su sentido al Anillo de los nibelungos de Wagner y al otro modelo en el que se inspira Sorel: El círculo de fuego de Hans Lebert. Aunque otra vez hemos de traer a cuento Ulises de Joyce para señalar algo que nunca hemos visto analizado: el flujo de conciencia como supremo homenaje a la espiral celta, al mundo que se ordena en función de espirales que se revuelven con pulsaciones febriles frente al prustiano devenir de los acontecimientos. Otra novela que me parece un ejemplo casi definitivo de novela antibelicista desde uno de los bandos es Días de llamas de Juan Iturralde. Al igual que La noche en que fui traicionada, esta obra se encuadraría dentro de las novelas de retaguardia. La acción de la novela de Iturralde transcurre en Madrid en los primeros meses de la guerra, en torno a una víctima del cerrilismo y las bajas pasiones aumentadas y exhibidas impúdicamente por unos brutos berrendos en milicianos como en la otra zona (la de La noche en que fui traicionada) lo eran en los requetés o falangistas de esa Castilla de vocación imperial aunque no tuviese un mendrugo de pan que llevarse a la boca. En Días de llamas se mezclan dos crónicas: la familiar y amorosa del juez Tomás Labuyen y las sombras que pueblan esa cueva platónica devenida en checa. Con una sabiduría narrativa poco común, Iturralde va levantando acta de Madrid exaltado por la sublevación, por los bombardeos continuos, por la sensación de indefensión ante la brutalidad de un enemigo a quien sólo asiste la razón de la fuerza. Y en este caldo de cultivo se impondrá, en los momentos de desconcierto, la irracionalidad y la barbarie de la canalla incontrolada. Y las víctimas siempre serán las mismas: quienes nunca han tenido vocación de carniceros. Viendo en un programa sobre nuestra guerra a Enrique Líster comprendí el abismo que separa a ese energúmeno de, por ejemplo, Nicolás Salmerón que renunció a la presidencia de La República por no firmar una sentencia de muerte. Líster tiene de defensor de cualquier república o de cualquier libertad lo mismo que don Nicolás Salmerón de vocación de verdugo. Algo así sucede _sólo que magistralmente contado_ en Días de llamas. Tomás Labayen defiende la legalidad republicana para acabar siendo arrestado por unos zopencos bragados en milicianos y conducido a la checa de Fomento sin más razón que la sinrazón de quienes después ejercerían su oficio de carniceros con yugo y flechas o bajo palio. Y en esta agónica espera la novela nos va ofreciendo de manera magistral las vicisitudes e interrogantes de un verdadero republicano sojuzgado por los que teóricamente son sus correligionarios. Y, junto a él, los diversos seres que van apareciendo por este infierno dantesco. Las historias de cada uno de estos condenados constituyen interesantes teselas de ese mosaico de circunstancias que fue nuestra guerra civil. El ambiente kafkiano del recinto, las sombras de los carceleros, los ruidos que llegan del exterior se mezclan con los relatos apenas esbozados de los protagonistas para ir creando un submundo en el que las voces de los condenados terminan por adquirir un tono macabramente uniforme desde su diversidad. Días de llamas se me antoja así uno de los alegatos más importantes de lo que fue en realidad nuestra guerra y un monumento a cómo construir un relato en el que la primera persona del narrador se convierta en la de los lectores. |
4. La II Guerra Mundial. La brutalidad del fascismo al desnudo que representaron Hitler y sus marionetas de distintos países hizo aún más difícil que los escritores pudiesen centrarse en el proceso de embrutecimiento del ser humano que supone la guerra por más que el enemigo sea aún más cerril. Por otra parte, el proceso de aniquilación y terror “científicamente perfeccionado” para aniquilar a los civiles so pretextos de raza, ideología o apetencias sexuales, ha hecho que gran parte de las narraciones que considero más interesantes tengan como protagonistas a estas víctimas inocentes del terror fascista. El tema de amor/muerte unido al de la imposibilidad de asilarse en su torre de marfil en estos tiempos será magníficamente recreado en El jardín de los Finzzi-Contini de Giorgio Bassani, de la misma manera que en Nuestro ayeres Natalia Ginzburg demuestra que, lo queramos o no, la guerra y sus miserias acabará por alcanzarnos. En estos momentos el género, tanto en sus vertiente novelesca como cinematográfica, vuelve a plantear que el salvajismo de los demás no justifica el propio y que el recurso a las armas suele igualar a los canallas más de lo que se cree. El paciente inglés es otra visión de cómo se han ido alejando Venus y Marte conforme el ser humano perfeccionaba sus métodos de destrucción y también de cómo el uniforme uniforma la crueldad y la majadería más allá de pequeños detalles de colores o formas. Pero sería injusto silenciar algunas obras que desde muy pronto denunciaron el envilecimiento del ser humano por la milicia, por cualquier milicia con vocación de salvadora. Otra vez Erich María Remarque había clamado contra el absurdo de la maquinaria militar en Arco de triunfo, cuyo protagonista tiene que huir de la Alemania nazi perseguido por su ideología política para ser represaliado después en Francia por ser alemán. También me he referido antes a la obra de Lebert en las que nos ofrecerá no sólo un sombrío cuadro de las responsabilidades de los ciudadanos austríacos en el ascenso del nazismo, sino esos efectos de catalizador nocivo de las pasiones humanas que tiene toda guerra representada en dos hermanos que militan en diferentes bandos. Otro testimonio hoy casi olvidado de los horrores de la guerra es Kaputt de Curzio Malaparte. Hay que tener en cuenta que Malaparte, como representante del fascio italiano, escribía desde el bando nazi y que sus artículos deberían pasar la censura (aunque muchos no lo lograran y el propio autor fuese encarcelado). Sin embargo, pocas crónicas he leído más impresionantes de la vesania humana como las que se encierran en esta páginas, muchas de las cuales conservan deudas apreciables de los maestros rusos, especialmente de Tolstoi. Los desnudos y los muertos de Norman Mailer me parece la novela más increíblemente desmitificadora de los planteamientos maniqueos sobre esta o cualquier otra guerra. Escrita dos años después de terminado un conflicto en el que los japoneses seguían apareciendo en literatura y documentales como diablos amarillos frente a los inocentes y educados muchachos norteamericanos, Los desnudos y los muertos levanta acta, sin ninguna concesión, del salvajismo humano campeando a sus anchas en los campos de batalla. En el pequeño islote del pacífico llamado Anopopei nos encontraremos con un microcosmos en el que, como los virus con un cultivo adecuado, las pasiones más bajas tienen su asiento: el despotismo, los complejos sexuales, la envidia, la crueldad gratuita, el terror...Cambiados los nombres y algunos detalles biográficos, estos seres en nada se diferenciarían de los que, al otro lado de la delgada línea roja, serán sus verdugos o sus víctimas. De hecho su general se siente fascinado por el fascismo, como no podía ser menos para alguien que rinde culto a la muerte. Otros escritores como William Styron en Sophie o Singer en Enemigos narrarán los nefastos efectos de la guerra en personas que la han vivido en frentes distintos, en tanto que Golding trazará una alegoría muy pesimista en El señor de las moscas sobre las posibilidades del ser humano cuando la fuerza triunfa sobre la inteligencia. Con todos ellos volveremos siempre al mismo axioma: dulce bellum inexpertis. Y en estos días en los cuales las segundas reservas mundiales de petróleo se ofrecen como el vellocino de oro conquistable entre los postres de una cena, la aventura resulta dulcísima para esos canallas que también disfrutan contemplando cuán grato resulta asesinar a miles de seres indefensos sin el menor riesgo. Qué avance tan espectacular. Sin el menor riesgo nuestros dorados jóvenes contemplan por televisión cómo se achicharran pieles y ojos oscuros con la misma devoción con que las señoras bien contemplaban, tras salir de misa, el fusilamiento de los rojos al final del paseo de Valladolid. Y ya que que va de citas literarias explico que la que abre y cierra este artículo también va dedicada a nuestro Presidente: “Si hay alguien más abyecto que el verdugo es el ayudante del verdugo.” (Publicado en el número 79 de República de las Letras) |
Los olvidados de la generación de los 60 Pablo Antoñana (Viana, 1927) pertenece a la generación de narradores que quizá haya escrito las obras más dignas de la literatura española desde la guerra civil hasta la actualidad: las publicadas en la década de los sesenta. Porque cada día resulta más difícil encontrar aquella dignidad que llevaba al autor a escribir con la intención de conversar consigo mismo y con los demás, sin otros intermediarios que sus fantasmas, que no son pocos. Quevedo explicó como nadie este embeberse en la lectura del escritor, esta comunión entre lector y autor existente cuando había lectores y escritores que se debían unos a otros, no a las leyes de mercachifles ni consumidores: Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos. Es cierto que muchas de las novelas publicadas en esta década de los sesenta tuvieron y siguen teniendo la merecida consideración. Cualquier lector medianamente informado citaría como obras importantes de los primeros años sesenta Tiempo de Silencio de Luis Martín Santos, Señas de Identidad de Juan Goytisolo, Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé Y ello sin tener en cuenta a otros autores que habían triunfado en la década anterior (Cela, Miguel Delibes) y continúan publicando con éxito de ventas en la siguiente. Pero, sin entrar en si el éxito continuado de alguna de estas obras no se debe también a factores extraliterarios (la poltronería profesoral, por ejemplo), sí quiero destacar que por aquellos años se publicaron obras tan importantes o más que las incluidas en el canon. Por referirme sólo a algunas de las grandes novelas editadas el mismo año o con uno de diferencia de la novela emblemática de esta década (Tiempo de silencio, 1962) y relegadas al olvido por los mandarines de la literatura, cito las siguientes: Las ciegas hormigas de Ramiro Pinilla (1961), Nos matarán jugando de Garcia Viñó (1962), Muerte por fusilamiento de José María Mendiola (1962), Las llaves del infierno de Carlos Rojas (1962), Cinco Variaciones de Antonio Martínez Menchén (1963), Oficio de muchachos de Manuel Arce (1963) y Galería de los espejos sin fondo de Juan Perucho (1963). A ellas se deben unir relatos que se han reeditado años después al rebufo del éxito alcanzado por sus autores con otras obras, pues, de no ser así, también dormirían el sueño de la injusticia literaria: Dos días de septiembre de Caballero Bonald (1962), Don Juan de Gonzalo Torrente Ballester (1963), Nunca llegarás a nada de Juan Benet (1961), Ritmo lento de Carmen Martín Gaite (1963). Pues bien, en los primeros años de esta década, Pablo Antoñana obtiene el premio Sésamo por No estamos solos (1961), el de cuentos Ciudad de San Sebastián por El tiempo no está con nosotros (1961), el Plaza y Janés (1964) por Sumario, y su novela La cuerda rota queda finalista en 1962 del premio Nadal. En años anteriores, Antoñana ya había publicado otras obras y obtenido otros galardones, de la misma manera que, hasta la actualidad, seguirá publicando novelas, cuentos y ensayos y cosechando premios, entre ellos el Príncipe Viana a la cultura en 1996. He de añadir que en este caso y, como hecho curioso y original, las decisiones de los diferentes jurados me parecen muy puestas en razón porque todos los premios han sido concedidos a obras meritorias. ¿Cómo se explica entonces que Pablo Antoñana no figure siquiera en la letra pequeña de los manuales de Literatura? No me refiero ahora a la importancia de su obra por la construcción novelesca, por la exuberancia verbal, por los temas, tratamiento de personajes u otras minucias a las que dedicaré algunas líneas más adelantes. Estoy planteándome cuáles son las inescrutables razones de los dioses literarios para relegar al olvido a un autor cuyas obras han sido laureadas por jurados tan diferentes y en unos años en los cuales sí se escribían novelas y cuentos y también había lectores de novelas y cuentos. Y no quiero decir con esto que el canon literario haya de fijarse a partir de los premios. No, sencillamente lo que cuestiono es el mismo canon. Ese que ha dedicado y sigue dedicando innumerables páginas a obras por la sencilla razón de que siempre ha sido así y el profesor ya se la sabe y se sabe el examen, por ejemplo el que va a poner sobre una novela que obtuvo el premio Nadal y que él explica muy bien en clase, aunque de ella abrenuncie hasta su propio autor, por no hablar de los adolescentes preguntándose qué coño hacen aquellos tíos en ese río y de qué va ese rollo en el que nada pasa. Como he indicado al principio de estas reflexiones, la década de los sesenta (y, especialmente los primeros años de la misma) me parece la más fecunda de nuestra posguerra literaria. Por ello, a pesar de la extensión y variedad de la obra de Pablo Antoñana, me voy a referir sólo a las tres novelas escritas en los años sesenta y que obtuvieron los premios anteriormente reseñados. Me detendré más en La cuerda rota por considerar que es la que ha sido construida más ambiciosamente y, por ello, ofrece mejores posibilidades de análisis. |
No estamos solos. La novela elige un tema difícil: la 2ª guerra carlista. Y, además, vista desde el lado de los vencidos, los carlistas. El tema ya nos señala alguna de las constantes del autor: el cariño hacia los olvidados, los marginados hasta de la propia historia; el propósito de huir de cualquier maniqueísmo y el amor a la tierra en su sentido más primitivo _tierra madre, tierra nutricia_ serán otros cimientos sobre los que se edifica este interesante relato. No son muchas las deudas literarias que encuentro en esta novela. Si acaso el tratamiento humano del protagonista podría recordar al Galdós de los Episodios Nacionales y algunos ambientes nos llevarían al Valle Inclán de las guerras carlistas. En todo caso, en la novela de Antoñana , además de los rasgos preciosistas del lenguaje, del gusto por los personajes primitivos teñidos de un fatalismo impuesto por la existencia feudal, la “otra” visión del carlismo resulta evidente. He de confesar que, hasta la lectura de Antoñana, el carlismo de Valle me parecía más estético o pasional que sincero. Era aquello que estudié de joven a partir de una cita de Valle en el que se refería al carlismo comparándolo con las catedrales góticas. Con eso quedaba todo explicado y no existía ninguna mancha sobre mi reverenciado escritor. Me refiero a que, para mí, los carlistas (como carcas muy propiamente dicho que eran) sólo representaban el fanatismo religioso, el atraso ideológico y la intransigencia política. A partir de Antoñana aprendería que la cuestión no era tan simple. Cierto que había todo esto en el movimiento carlista, pero no todos los carlistas eran simplemente unos retrógrados ni el apego a las formas de vida feudales y al vía crucis eran los únicos motivos que llevaron a que todos en los pueblos, en las aldeas más remotas hasta las piedras (como dice Valle) vistiesen el uniforme para levantarse contra los extranjeros isabelinos (los odiados guiris). Unamuno nos explicará que otras eran también las aspiraciones de aquel pueblo en armas: "Lo encasillaron, formularon y cristalizaron, y hoy no se ve aquel empuje laico, democrático, popular, aquella protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo y todo charlamentarismo, contra la aristocracia y la centralización unificadora" (En torno al casticismo).
Esos dos brazos del movimiento carlista tendrán su enfrentamiento sangriento en Montejurra en mayo de 1976. Mejor dicho, un grupo de la facción fundamentalista, en comunión con la derecha española de toda la vida y siendo ministro del Gobernación don Manuel Fraga, sembrará el terror entre los miles de partidarios de Carlos Hugo de Borbón-Parma que acudían pacíficamente a la peregrinación anual a la cima de Montejurra. Los agresores, perfectamente organizados, y armados con pistolas y metralletas, herirán a decenas de personas y asesinarán a otras dos. Como otros muchos hechos de la transición protagonizados por esta derecha que ahora se pretende tan justiciera, tampoco estos se aclararon ni se detuvieron a los culpables. Incluso un tal Acebes, autoproclamado ahora adalid de las víctimas, negó su condición de tales a los vilmente asesinados por aquellos pistoleros. Decía antes que esa división ideológica en el movimiento que tanto nos asombró hace treinta años, ya fue analizada por el maestro Unamuno en la obra anteriormente citada:
"Hay dos carlismo, el popular de fondo socialista, federal y hasta anárquico [...] y otro, el escolástico, esa miseria de bachilleres, canónigos, curas, barberos, ergotistas y racionadores."
También el viejo y cada vez más arrinconado Marx escribió algo sobre el tema:
"El tradicionalismo carlista tenía unas bases únicamente populares nacionales de campesinos, pequeños hidalgos y clero, en tanto que el liberalismo estaba encarnado en el militarismo, el capitalismo, la aristocracia latifundista y los intereses secularizados."
Ahora bien, no se crea que No estamos solos es una novela de tesis, de militancia política para transmitir unas ideas siendo toda la construcción novelesca vicaria de ellas. Todo lo contrario. La novela es una historia de vencidos, de cualquier vencido en una guerra tan absurda como otra cualquiera. La guerra y sus personajes están desprovistos de cualquier heroísmo. Es la existencia misérrima la que lleva a empuñar las armas a unos seres cuya única realidad es la tierra. De ahí que la descripción gane en protagonismo a la acción. El topos se impone rotundamente al epos, incluso a los caracteres de los personajes que, muchas veces, son sombras, otros accidentes del terreno. Las ideas políticas, la moral, incluso los afectos de la supervivencia sólo cobran sentido abrazados a esa tierra nutricia a la que se abrazan los protagonistas de esta historia. La viuda no necesita un hombre por amor (entendido en el sentido de lo que se califica como romántico), sino para que le labre la tierra o la cubra como mujer como cualquier macho cubre a cualquier hembra. En el centro de todo ese mundo de fantasmas que arrastran su derrota (o su triunfo) como cadáveres vivientes, está el Tigre. Pese a su apodo, carece de cualquier agresividad que no venga marcada por los instintos primarios: la comida, la satisfacción sexual más primitiva. Tiene también un vago concepto del honor que le lleva a mantenerse en la palabra dada hasta su propia destrucción. Se ha señalado que Antoñana crea, al igual que Faulkner, Baroja, Benet o Luis Mateo un territorio imaginario en el que desarrollar unas historias que sólo cobran pleno sentido en este territorio, por cuanto el mismo se convierte en el fondo y la argamasa necesarios para que encajen las teselas del mosaico narrativo. E l propio autor nos explica la base y el fuste de esta estructura narrativa, de este contexto natural que cobija a sus héroes:
Un país imaginado por mí en el que me sentí libre. A pesar de que había moscas, curas y guardias civiles. Me llevé bien con las moscas, los curas y los guardias civiles, y con el paisanaje, al que le debo el tiempo y material que me dio para hacerme quien soy. Sólo siento que no sea independiente, pero supongo que declarada su independencia aparecerían los patriotas, y los caciques, su ejército disciplinado y el jefe que la convertiría en esa caricatura en que se han convertido los Estados modernos. Como es un sueño hermoso por imposible desde aquí grito: «Viva la república libre de Ioar».
Y en una entrevista publicada en Eukonews & Media dice respondiendo a la pregunta “Cómo describirías este trozo merindano a un intermediario cualquiera de la otra punta del globo”:
El odio, la tristeza, la fraternidad… son sentimientos instalados en el ser humano. Yo hablo de lo que conozco y el corazón de ese hombre que conozco y del que hablo es, con sus diferencias culturales, el mismo aquí, en un cantón chino o en una isla de Japón. Al final, como se ve en Benet, en Tolstoi o en Landero, para ser universal hay que ser loca. Y este pequeño país, como el de Faulkner o el de Baroja _la República del Bidasoa”sin curas, monjas ni carabineros”_ , tiene un sentido universal.
Sin embargo, no he visto reconocida esta deuda que tiene también con el autor de El sonido y la furia en contarnos la intrahistoria con los ojos de los derrotados de otra guerra civil, no la de los confederados, sino la de los carlistas de su Navarra natal.
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La cuerda rota Tema y personajes. A diferencia del sistema heliocéntrico (un héroe novelesco en torno al cual giran los demás personajes) de No estamos solos, Pablo Antoñana elige aquí el protagonismo colectivo, si bien claramente dividido en tres conjuntos: los emigrantes que, desde Portugal, tratan de buscar el paraíso perdido, Francia; los guardias civiles que han de impedirlo, y los habitantes de las montañas vascas fronteras con Francia. Todos son también derrotados por el sistema, desheredados. Aunque también aparecen, en los fogonazos de los recuerdos que ocupan a estos desventurados, los culpables de sus desventuras: las mafias organizadas para estafarlos una vez más, los caciques que los abocaron a su desesperada huida, el sistema político y judicial creado para que la opresión no cese. Como en otra novela de protagonista colectivo de emigrantes (Las voces del Estrecho de Andrés Sorel), los individuos tienen una doble realidad: la forjada a partir de los recuerdos y de sus anhelos y la realidad que los amalgama en un presente ominoso. Esta travesía del desierto en busca de la tierra prometida los convierte en masa, en una grey perdida bien a merced de las olas del mar, bien de los para ellos inextricables bosques pirenaicos. Para buscar sus señas de identidad han de huir de este presente ominoso y globalizador. De momento, buceando en el pasado o en sus anhelos más íntimos. En realidad estos, por el momento, supervivientes a la voracidad capitalista buscan su condición humana. Su viaje sería un rito de paso hacia la madurez individual (llámese persona) de no ser porque, como explicaré a continuación, su final ya está escrito.
Realismo y simbolismo. La novela se construye con una técnica aparentemente realista: los sucesos que se están narrando han ocurrido, y los recortes de noticias de periódicos franceses y españoles que, tras la fecha, encabezan los siete capítulos dando cuenta de sucesos relacionados con la emigración clandestina de portugueses, así parecen demostrarlo. Sería, pues, un ejemplo de novela testimonio, de objetivismo, ya que el autor se limitaría a glosar literariamente estas noticias, a recrear la realidad levantando acta poética de los sucesos que pretende denunciar: la injusticia social que lleva a una inmigración desesperada, injusticia a la que se suma la todavía mayor y más absurda de perseguir, acosar y detener como fieras a quienes han cometido el delito de pretender trabajar para satisfacer las necesidades más primarias. Parece innegable esta intención de denuncia de la injusticia social, de simpatía por seres a los que se despoja de su condición humana hasta el punto de convertirlos en fantasmas famélicos y ateridos, espectros perdidos en unas tierras desconocidas en pos de un cubil donde refugiarse, parias tan humillados y ofendidos que uno de ellos, escondido bajos las hojas en un bosque, ha de soportar, inmóvil y silente para no delatar su presencia, que un guardia le orine encima. Todo ello y más es cierto. Ocurre, sin embargo, que el simbolismo, el juego con las voces narrativas y la riqueza de recursos poéticos hacen que esta sea una de las novelas más ambiciosas y logradas de nuestra narrativa contemporánea. El primer y más importante símbolo de la novela es el tiempo. Un tiempo que organiza la vida de los protagonistas y también el propio relato. Como si fuese un diario, las noticias de los periódicos de cada capítulo están precedidas por los datos del Calendario zaragozano: día, mes, santos correspondientes, horas lunares y solares. A su vez, las horas del reloj o las canónicas se irán insertando en el relato. Es el tiempo oficial también vigilado por la Iglesia en una España de cuartel y sacristía. Y este tiempo de los relojes va transcurriendo lenta e inexorablemente y anuncia el destino que después se reflejará en una breve noticia periodística: el calendario data los hechos desde su inicio, los diarios dedican unas líneas a su desenlace: el fracaso anunciado del Anábasis de estos inmigrantes portugueses. Sin embargo, el lector atento apreciará ya un dato curioso: las fechas de los hechos que enmarcan la narración del autor se refieren a una semana (24-30 de septiembre de 1962), mientras que los sucesos recogidos en los periódicos abarcan desde el 28 de noviembre de 1962 hasta el 31 de marzo de 1963. Y aún se incluyen noticias posteriores pero sin fechar de El Diario Vasco y El Diario de Navarra. Y también el lector curioso observará algo aparentemente intrascendente: el autor firma el final de su novela: Viana, 19 de marzo de 1963. ¿Qué hay en ello de particular si vemos la misma costumbre de señalar lugar y fecha de conclusión en otras obras de Antoñana? Una notable paradoja: que esta fecha (19 de marzo), que indica el punto y final de la novela, es anterior a las de las últimas noticias periodísticas (31 de marzo). Queda así claro que ambos hechos (el tiempo del Calendario zaragozano) y las noticias de LE FIGARO, LE MONDE, ABC y demás diarios constituyen una técnica narrativa para representar la realidad externa, el tiempo de los relojes que miden el movimiento. Pero también los periódicos son voces narrativas, las voces del coro griego que van señalando el destino fatal de los protagonistas o sirviendo de contrapunto a la acción. (Belén Gopegui también se ha servido hábilmente del coro como técnica contrapuntística en su novela Lo real). El relato propiamente novelesco puede concluir antes de que aparezcan las noticias de los diarios: estas no harán sino contar lo que mucho antes había sido decidido por las nuevas hadas que manejan los hilos del poder. El destino de estos míseros emigrantes estaba dictado no sólo desde antes de emprender su huida, sino desde antes de nacer, y la prensa sólo cuenta lo que ya ha sucedido porque tenía que suceder. También el novelista ha de obedecer las leyes del oráculo infalible. Sus criaturas no se rebelan, como las de Unamuno, contra la tiranía del autor. Como Edipo, al igual que cualquier héroe trágico, los emigrantes portugueses tienen los días contados por alguien que no es, precisamente, el escritor. A éste únicamente le es dado ir consignando las fechas sin ninguna capacidad para alterarlas. Frente a ese tiempo externo, aparentemente objetivo de los señores de la tierra está el tiempo narrativo, el de los personajes. Es en lo único que estos desposeídos _y su otra voz, la del narrador versus gacetillero_ pueden gobernar con sus propias leyes. La primera, el tiempo como sensación de vida(“ El tiempo son los minutos y los golpes que da la sangre en los pulsos,” pág. 159). Ello lleva, narrativamente, a la supresión de las barreras convencionales de presente-pasado-futuro. Al igual que en sus otras novelas, Pablo Antoñana emplea la reminiscencia, los saltos temporales sin marcas ni indicaciones verbales. Estos saltos se producen, generalmente, por asociaciones. Una situación, un objeto, una emoción activan los recuerdos, sin cambio de voz narrativa ni estilo. El tiempo de los almanaques que preside los capítulos y el cuartel de la Guardia Civil, no es el de los personajes. Son, sobre todo, las sensaciones las que activan los mecanismos del recuerdo y también el de las esperanzas. El presente es la sensación, la impresión que nos guía directamente a otra ya vivida o que deseamos vivir. De ahí el empleo de una prosa impresionista en la que, como señalaré más adelante, son notables las referencias sensoriales. Porque, al activarse los sentidos, estos llaman a los recuerdos y ellos a los deseos. O bien el presente se torna en esa realidad ominosa que nos martiriza en sus mínimos detalles. Entonces nuestros mecanismos de defensa nos llevan al pasado. O no funcionan y caemos en la amargura intemporal de la miseria no pasada ni presente, sino eterna, tan minuciosamente presentada que los recuerdos intemporales de los personajes saltan al narrador y este los salpica con tal habilidad que el lector quisiera oxearlos:
"No existía el tiempo. O el tiempo era la cadena que unía los recuerdos, o éstos se superponían sin orden cronológico, entresacados y dispersos. Luis Carvalho fumaba su puro, aspiraba ansiosamente el humo. Volvía a salir por los agujeros de la nariz en un chorro nervioso y rectilíneo. El viejo estaba allí también. No sabía cuándo ni dónde. El viejo completamente desnudo y sus ropas vueltas del revés, donde el viejo buscaba pacientemente los piojos. Los cogía, los guardaba algún tiempo entre los dedos, los miraba golosamente antes de dejarlos sobre la piedra. Los piojos tenían muchas patas y apenas se movían. Del mismo color que la piedra, era difícil encontrarlos. El viejo estaba completamente desnudo y horrible; sus carnes sucias, el ombligo negro pegado al pellejo, como una piedrecita” (pág. 189). La contraposición entre el tiempo de los relojes y el real, el de las reminiscencias de los personajes que, con indudables resonancias de Proust se ha venido retomando musicalmente durante toda la novela, queda enunciada por el narrador casi al final de la misma. El cabo de la Guardia Civil ha dado quince minutos al contrabandista Usubelz para que declare dónde están escondidos los portugueses. El contrabandista se pierde en sus añoranzas de otros tiempos pasados. El cabo va desgranado el tiempo que queda. Las palabras y las reflexiones de los protagonistas reflejan los dos tiempos de la novela así como la técnica del autor de los saltos al recuerdo (y al tiempo) sin transiciones ni marcas externas:
"Tenemos contabilizados ocho minutos largos. Nos quedan siete, para ser más exactos seis minutos y treinta y dos, treinta ...segundos." El autor-personaje, contrabandista heraclitiano, piensa: "Siete minutos y cada minuto sesenta segundos. Cada segundo es una pulsación. El día tiene muchos miles de pulsaciones y el cuerpo muchos miles de segundos dentro. El cuerpo es un reloj vivo que cuenta el tiempo a velocidad incomprensible, irreal y fantástica si es que el tiempo existe; sí existe, únicamente porque la memoria nos trae y devuelve como en un naufragio cosas que ocurrieron, y los...” “_Cinco minutos, señor Shanti”. “Yo no sé dónde iba . Sí, que la vida es como el agua que derrama y fluye por los ríos, y el tiempo...” “_Hale, pronto, señor Shanti, hay muchas cosas por hacer.” El guardia Martínez. El guardia Rafael también se están muriendo poco a poco. De un día para otro se les ve en sus cráneos la huella de los años y el guardia Martínez tiene la cabeza igual que las momias incaicas que había en las casas ricas del Perú. Las cinco o seis casas que llevan el país. El Perú está dividido en cinco o seis partes desiguales y estas son de esas casas. También lo son las tumbas que buscan los huaqueros y las momias de oro y de plata que hay dentro. La momia del guardia Martínez no es de plata. El había visto esas cosas cuando estuvo en América, allá por el año ...” (págs., 215-216) Frente a este panta rei heraclitiano, encontramos también referencias a la inmovilidad, a la fijación del tiempo. Este tiempo inmóvil, además de en la omnipresencia de los elementos naturales (esa naturaleza, refugio y esperanza de los hombres frente a lo transitorio) se reflejará en el canto a las tradiciones que forman la savia de este pueblo, entre las cuales cobra especial protagonismo la de los bersolari. Una de estas fiestas despierta las reflexiones del autor: "Los dedos del viejo sacaban el tabaco de la bolsita, lo metían en el hornillo de la pipa. Los dedos eran lentos y agarrotados, sin ninguna prisa. El tiempo no existía. El viejo Oyabirde lo hacía todo con solemnidad y en cada movimiento palpitaba el pulso vacilante de su amo." (pág. 144) Otros símbolos adquieren también especial relevancia en la novela. Así, las numerosas referencias de uno de los fugitivos al barco _nave que, en sus reminiscencias, asocia a otro mundo más feliz_ recuerdan los mitos de casi todos los pueblos marineros (y los portugueses lo son tanto como los celtas, los normandos o los antiguos vikingos) que fijan el barco como vehículo apropiado para el viaje definitivo (la barca, en el caso de los griegos). También aparecerán de manera discontinua pero significativa los caballos como símbolos de libertad frente a la esclavitud de los emigrantes, hasta el punto de que el destino de unos y otros se encadena al final de la novela. Símbolo y paradoja es el empleo del catalejo. Si la Regenta comienza con una gloriosa paradoja en forma de oxímoron (¿cómo puede una heroica ciudad dormir la siesta?) para ofrecernos una visión con un catalejo desde el edificio que domina el espacio y sus gentes hasta convertirlas en miserables insectos frente al poder real (el de la Iglesia), aquí se vuelven las tornas. El poder real (el cuartel de la Guardia Civil), es observado desde abajo por los súbditos que disponen de un potente catalejo arrebatado al cadáver de un polaco de las Brigadas Internacionales. Los guardias civiles serán los alguaciles alguacilados, porque el catalejo permitirá a los vasallos alterar en algunas ocasiones el orden natural de las cosas al disponer para sus trapacerías de información sobre los designios del enemigo. Y conste que no estamos indicando que Pablo Antoñana trate de manera maniquea a sus personajes. Muy al contrario. El autor reserva las sutiles críticas a las instituciones y los capitostes de las mismas, no a los pobres números de la Guardia Civil que sólo son otros peones en esta partida de ajedrez. Aunque su obligación sea detenerlos, los guardias civiles se sienten más cerca de los emigrantes que de quienes les ordenan perseguirlos. Al fin y a la postre también ellos son emigrantes huidos de la miseria y que malviven en un cuartel ruinoso, esperando a que los contrabandistas les inviten a una copa y realizando jornadas agotadoras sin tener siquiera el derecho a quejarse. El interesante tratamiento literario de unos seres a quienes los explotadores han asignado distintos papeles (víctimas y pobre verdugos) en esta farsa de la justicia, me recuerda a otra gran novela también absurdamente relegada al olvido: Cuerda de presos de Tomás Salvador. En ambas, los autores han conseguido crear personajes complejos con sus miserias y bondades, pero de pasados y anhelos más cercanos de lo que los uniformes podrían hacer creer.
Recursos literarios y expresivos. Al igual que Tiempo de Silencio, La cuerda rota es una novela barroca en lo que al uso de figuras retóricas y técnicas expresivas se refiere. De acuerdo con lo que anteriormente se indicaba la técnica de la reminiscencia basada en lugares, objetos e impresiones obliga al autor no sólo a recurrir con frecuencia a las descripciones de paisajes físicos y urbanos, sino además a establecer continuas asociaciones sensoriales. Baste como muestra el siguiente párrafo:
Martín estaba de pie en la sacristía. Olor a ratón y a plantas marchitas, a libros viejos, desempolvados en un solo segundo y vueltos a dejar de donde se habían cogido. Les volvía a caer el polvo durante muchos años, quizá generaciones enteras de seminaristas que no habían nacido aún, curas de sotanas raídas que ya no creían en los hombres ni en las cosas: Martín erguido, inmóvil, testificando, hacía sus exculpaciones. _Yo vi la luz en el camino y era lo mismo que un candil de aceite pero no era un candil, sino un farol de carburo de luz vivísima. No había nadie allí. Sólo el farol y la luz cada vez más pequeña. Venían los pájaros engañados y se posaban en la piedra. Les he visto muchas noches a los guardias ir hasta el farol y coger los pájaros con la mano, meterlos en las cartucheras donde los guardias llevan los libros y los papeles con las notas apuntadas. Hoy los pájaros venían al farol y los mariposones de la noche, las polillas y los mosquitos. Los guardias, no. Sin embargo, yo sabía que estaban allí. A dos pasos del farol, a cinco todo lo más. Les oía decir: “Déjalos, ellos vendrán. Y los cogeremos”. Los guardias estaban echados o de pie, la noche los cubría, y los vientos venían de lejos como si fuesen gritos o gemidos. (Pág. 195. Resalto en negrita las palabras con referencias sensoriales, sin marcar las que se repiten).
También el autor hace un generoso uso de figuras retóricas. Veamos algunos ejemplos de los muchísimos que irá encontrado el lector atento de la novela:
ONOMATOPEYA (muy abundante para recalcar las sensaciones auditivas): “Los pasos, o lo que fuere, se acercaban lentamente, paf, paf, paf, cabalgando en una infinita marcha hacia la muerte.” (pág. 194).
ALITERACIÓN (UNIDA A LA ONOMATOPEYA):
“ La mujer tenía muchos anillos y pulseras alrededor del brazo. Cuando movía las manos o los brazos arrastraba mil ruidos, diferentes, imprecisos, de herrajes, de charnelas, de llaveros que le llenaban el cuerpo de miedos: la mujer había encendido el cigarro y entonces vio el rostro deformado en el resplandor. Los ojos grandes con su cerco morado” (Pág. 179)
METÁFORA (también ricas y variadas. A veces se encadenan, se asocian con el tiempo y forman una alegoría):
“Otra partida, otra hora, otro día. El tiempo se coge en las manos, mariposa azul, o rosa, del color de los sepulcros de otoño. Se le clava el alfiler, la mariposa muere, se le diseca. El tiempo, Rafael, el tricornio en la percha, el humo, ese traidor e implacable hilo que se mete entre los huesos y la sangre. Hermoso humo. Las voces también eran humo. Rafael no lo sabía.” (pág, 212. Es claro que en el párrafo existen también otras figuras que he subrayado: ANÁFORA: otra, otra, otra. PERSONIFICACIÓN (humo traidor) y SINESTESIA (voces =humo).
A veces las METÁFORAS tienen reminiscencias lorquianas: “El tambor aquel se oía profundo, impresionante, y la tierra entera era un parche” (pág. 178) recrea los versos del poeta granadino: El jinete se acercaba tocando el tambor de llano. También hay algún homenaje al Quevedo del érase un hombre a una nariz pegado, en este caso un perro pegado a un collar: “El perro traía la cabeza colgada del collar” (pág. 184). |
El sumario En esta tercera novela la trama se organiza, aparentemente, como en un relato policiaco: aparece un cadáver y los sospechosos van desgranando sus vidas paralelamente a la actuación judicial. Nos encontramos así con los tres protagonistas propios del relato policiaco: víctima, investigador y sospechosos. A su vez, el juez-investigador, será la otra voz narrativa, el coro. Los legajos del sumario, que sirven como introducción a la voz del narrador, actúan también como contrapunto objetivo. Son los “datos inmediatos” a partir de los cuales se construyen el conocimiento Pero, como no podía ser menos, otra vez surge la paradoja: lo que se presupone como el colmo de la objetividad (las actuaciones del juez) es tan subjetivo que hasta el propio magistrado reconoce su fracaso y traspasa sus indagaciones a instancias superiores para que ellas decidan. Porque el juez tampoco es un cliché, se niega a ser un personaje plano y reivindica su calidad de héroe novelesco complejo. Y, como tal, duda. Como los guardias civiles, pone en duda la misión que le ha sido encomendada. Si en la novela policiaca lo importante es saber qué motivos tenían los sospechosos para cometer un crimen, aquí lo importante es averiguar quiénes son estos seres unidos por un asesinato y quién es la víctima. El crimen es sólo el pretexto narrativo que une estas vidas en un momento determinado. Bien mirado, en una comunidad cualquiera tiene motivos para haber matado a otra persona, si admitimos el absurdo de que existe alguna razón lo suficientemente poderosa para justificar la sinrazón de acabar con una vida humana. Y, como ni existe ese motivo (todos los pretextos son igualmente accidentales o fundamentales) ni en realidad importa eso sino las existencias de los sospechosos _verdadero fin del relato_ el crimen queda sin resolver, pero perfectamente recreadas las vidas de los que, más o menos directamente, se relacionan con la víctima. Y de la propia víctima, ya que lo importante no es tanto su muerte como su vida (la que fue y la que pudo haber sido). Si en el relato policíaco el centro es la muerte y el pretexto las vidas de los relacionados con ella, aquí se invierten los términos y el cadáver es solo el pretexto narrativo para indagar en la existencia de unos seres entre los que la propia víctima cobra especial protagonismo. Pablo Antoñana se sirve en esta obra de las mismas técnicas empleadas en las anteriores. Los saltos temporales vuelven a estar organizados por asociaciones, frecuentemente provocadas en esta novela por el curso de la investigación judicial. Y estas asociaciones que van reconstruyendo (y a la vez desnudando) la vida de los sospechosos nos muestran los nuevos mosaicos de miseria y ruindad que constituyen cada una de las existencias. La presencia caciquil en esta novela es más acentuada que en las anteriores por cuanto ya no es sólo una sombra ominosa que planea sobre una región y sus habitantes, sino un ser con individualidad forjada por su pasión amorosa y por legado de sus antepasados. Don Nicolás de Redín, el cacique antagonista amoroso, social y y político de Cornelio, el rebelde pescador asesinado, recuerda a los Montenegro de Valle pero también a los señoritos lorquianos. El pretexto narrativo obliga también a que los personajes estén más individualizados. Y obliga también a descripciones naturalistas (véase la muerte en el parto de la mujer de Tripillas) o incluso a situaciones propias de la comedia del absurdo: la actuación forzada en la casa señorial del misérrimo cómico míster Harding, mezcla de pícaro, payaso y funambulista. Esta escena del infeliz míster Harding obligado a venderse a unos señoritos que tratan de combatir su tedio con sus actuaciones de bufón en esta miserable corte corre paralela a la del resto de la compañía que preside el pobrete Harding. Pues, mientras, a su pesar, está entreteniendo a los señores debería actuar en la función programada en el pueblo. y , al no poder hacerlo, el público y un alcalde de opereta, exigen la devolución del importe de sus entradas. Ante el fantasma de miseria, las mujeres han de resarcirse económicamente prostituyéndose con los gañanes que han asistido al suspendido espectáculo. Y gozan del dinero de las entradas. Los parias ocupan así el papel que les corresponde en este teatro de la aldea feudal: bufones y prostitutas a la fuerza. Sin renunciar a las técnicas narrativas ya reseñadas (empleo preciosista del lenguaje con abundancia de recursos poéticos, saltos temporales, mosaico o rompecabezas en el que se van engarzando los distintos fragmentos hasta llegar a la unidad…) Pablo Antoñana emplea en esta novela más recursos realistas e incluso costumbristas que en las dos comentadas anteriormente. Quiero decir que esa subjetividad que continuamente trasciende la anécdota del relato hasta dejarla casi difuminada, está aquí más refrenada. Los personajes, los ambientes tienen contornos más nítidos hasta recordar, en ocasiones, a los grandes maestros del XIX (Galdós, Emilia Pardo Bazán y Clarín) y también a Pío Baroja. Además del grupo de personajes claramente barojianos formado por esa trouppe de pretendidos cómicos ambulantes, caricatura de aquella otra a la que se agrega el joven Paradox, la vida en esta aldea sometida al régimen feudal _con sus pucherazos electorales incluidos_ nos lleva más a los ambientes urbanos descritos en Los Pazos de Ulloa aunque también a un contemporáneo de Pablo Antoñana experto en la descripción de las miserias aldeanas: Miguel Delibes. Ello sin contar con que estos héroes y situaciones siempre se retratan reflejados en los espejos valleinclanescos. La conclusión que se puede establecer de cuanto se lleva dicho es bastante obvia: tanto por el dominio del lenguaje como por el de las técnicas narrativas (añádase el tratamiento de estos personajes zarandeados por el destino) Pablo Antoñana es otro de nuestros grandes escritores casi marginado fuera de Euskadi. Tal vez ello se deba a que es un verdadero escritor. Un narrador que no hace almoneda de su oficio. Él lo explica mejor: "Escribir aminora el dolor. Pero no mata el mal. Y el revés de la moneda es que el dolor o sufrimiento gratuito de quien escribe produce inmediatamente un placer. El escritor es un peregrino de lo absurdo, siempre estará insatisfecho, siempre vivirá en la duda, en el desencanto y en la amargura del no es esto, no es esto." (República de las Letras, número 96) |
GUILLERMO TELL TORTURADO TRIUNFA EN CARABANCHEL Al saber que se iba dedicar un número de REPÚBLICA DE LAS LETRAS a Alfonso Sastre, uno de esos extraños pespuntes que hilvana la edad tardía me ha traído a la memoria el desaguisado cometido por mí y otros colaboradores necesarios contra este escritor en la cárcel de Carabanchel. Como estoy convencido de que la víctima, Alfonso Sastre, ignora que un paupérrimo remedo de Guillermo Tell tiene los ojos tristes se representó falazmente el 24 de septiembre de 1971 ante la mirada atenta de un grupo de presos, de sus hijos, y de la más atenta aún de los guardias de las garitas que coronaban los tejados del patio carcelario, voy a escribir una relación de los hechos. No oculto que para tan tardía declaración me mueve la esperanza de obtener alguna indulgencia del ofendido, indulgencia difícil en estos tiempos recios en los cuales está imponiéndose la moral de la canalla que se espulga placenteramente al arrullo de la sentencia que castiga al malo. También que, al recordar estos avatares, me haya desasosegado tanto el recuerdo de mi atentado literario contra la obra de Sastre, como la sorpresa por el entusiasmo manifestado por la chiquillería tras la representación. Volvamos a lo de ayer: representación de Guillermo Tell tiene los ojos tristes de Alfonso Sastre sin conocimiento del autor de la obra, y, lo que resulta mucho más prodigioso, sin contar con el texto de la obra de Sastre quienes iban a representarla. Y efecto aristotélico de patetismo entre la concurrencia infantil. |
ANTECEDENTES Antes del asesinato de la obra de Alfonso Sastre se produjo otro, bastante menos sangriento, del que es necesario dar cuenta para entender el posterior devenir de los acontecimientos. En los primeros días del mes de julio del año 1971, la Comuna de presos políticos se reunió en sesión extraordinaria para analizar y decidir sobre un tema importante: la dirección de la cárcel había comunicado que, con motivo de la celebración del 18 de Julio, se daría una comida extraordinaria y se permitiría que los hijos de los internos pasaran unas horas con sus padres: Los guajes de los presos comunes, bajo la vigilancia de los funcionarios; pero los de los presos políticos tenían más libertad carcelera ya que, a las infinitas maldades de los rojos, no se añadía la de abusar sexualmente de sus hijos ni tampoco la de prostituirlos con otros internos. La discusión se dilató aún más de las tres o cuatro horas habituales en esta suerte de eventos. No lo recuerdo bien pero, dado que era el normal sistema de funcionamiento, se interrumpiría la primera sesión con el fin de que cada agrupación política analizase la situación por separado y después llevara los resultados a otra asamblea para, si era posible, ponerlos en común. Lo que sí recuerdo es que, tras muchos dimes y diretes referidos a las provocaciones del fascismo, a la imposibilidad de participar en unos actos que conmemoraban, precisamente, nuestra derrota, la derrota de la clase obrera, se acordó utilizar la oferta del enemigo para reconvertirla revolucionariamente. Al fin y al cabo así se estaba haciendo con otras plataformas del enemigo: sindicatos, asociaciones y hasta iglesias parroquiales. ¿Acaso no era un mandato revolucionario aprovechar las fisuras y contradicciones del capitalismo fascista para introducir nuestras poderosas cuñas que dieran al traste con todo su edificio? Más allá de la obligada retórica revolucionaria, sí recuerdo la inquietud de muchos padres con muchos años de cárcel a sus espaldas por desdeñar la oportunidad de pasar unas horas con sus hijos, aunque fuese en la odiada fecha de la rebelión militar. Porque, al cabo, en la cárcel no rigen los calendarios de los carceleros. Para los presos, el 18 de julio sólo es una fecha más a tachar, un escalón en esa interminable escala de Sísifo que parece no tener fin, porque la roca de la opresión vuelve a caer sobre el infeliz cuya meta es sólo una fecha marcada en su calendario particular con un círculo y que, estando más cerca, de pronto parece desvanecerse como la orilla salvadora en las pesadillas. Qué curioso: siempre los que braman o mugen por el poco tiempo que están los supuestos delincuentes en prisión han carecido de esta ominosa experiencia. Hasta que un día, haciendo el paripé, pasan una o dos semanas en la cárcel por robar millones de euros, destrozar un ecosistema o atropellar, borrachos, a cualquier niño distraído. Entonces comprenden lo de la relatividad del tiempo en esas prisiones a las que condenan a cuantos no son delincuentes como ellos, delincuentes con flotas de automóviles, mansiones con campos de golf y abogados de campanillas. Volvamos al orden de día de la reunión sobre la posibilidad de aceptar la comida extraordinaria y disfrutar la presencia de los hijos o hermanos pequeños. Lo del rancho floreado no mereció más que una frase coreada: que se lo metan por el culo. Lo de los chicos, era distinto. Aceptado con todas las salvedades revolucionarias posibles el caramelo fascista de los muchachos, se imponía cómo organizar el tiempo para que los chavales lo pasasen lo mejor posible. Creo que la idea se me ocurrió cuando unos camaradas con los huesos hechos a las prisiones, me comentaron que en situaciones similares (los Días de la Merced) se encontraban incómodos porque, tras la primera hora, no sabían qué hacer con sus revoltosos retoños que correteaban de acá para allá por los pasillos de la cárcel, con el riesgo evidente de romperse la crisma en un mundo de acero y hormigón no diseñado, precisamente, para correrías infantiles. Carecíamos de cualquier material lúdico o apropiado para niños: pinturas, papeles, cuentos…Pues entonces, organizar una función teatral. La verdad es que de teatro yo no sabía casi nada: había participado en papeles insignificantes de un par de obras con el Teatro Universitario. Y punto. Tampoco tenía la menor idea de cuál sería la obra, el elenco de actores y demás aspectos, minucias todos ellos si se tiene en cuenta que por esas fechas yo estaba convencido de que un comunista servía lo mismo para un roto que para un descosido, y que arrugarse ante dificultades tan baladíes entraba en flagrante contradicción con el espíritu revolucionario de la clase obrera. Antes de nada había que conseguir el permiso del director de la prisión tanto para ensayar en el patio en horas a las que no podíamos acceder los presos, como para la representación en sí misma. Las negociaciones no fueron muy laboriosas. Al fin y al cabo, eso no alteraría el orden ni saldría en la prensa extranjera como las huelgas de hambre de los políticos o el motín que habían protagonizado los comunes en el mes de junio, incendiando colchonetas, armando barricadas hasta la aparición de la Guardia Civil. Después, escoger la obra. Y elegí una de Armando López Salinas. Mi admirado amigo me había regalado meses antes de ser encarcelado una obra de teatro bellamente ilustrada y dirigida para niños: El pincel mágico. Así que esta dificultad estaba resuelta: mi hermano Andrés se encargaría de pasarme en su próxima visita un ejemplar de este libro que, obviamente, no tendría ningún problema con la censura carcelaria. A partir de aquí, todo fue mejor de lo que yo esperaba: presos de distintas organizaciones y empleos, cuyo único lazo común era el de carecer de cualquier experiencia teatral, se mostraron entusiasmados con el proyecto y se ofrecieron para actores, attrezzistas, apuntadores o cualquier otra cosa que se requiriese. Incluso uno de los decanos de la Tercera Galería, Joseba Elósegui Odriozola se ofreció a pintar caretas para los actores siguiendo los modelos de las ilustraciones del libro. La historia del encarcelamiento de Joseba, que recuerdo con el cariño de las confidencias en las vertiginosas idas y vueltas de los paseos por las galerías carcelarias, merece un breve apunte por lo extraordinario del suceso. Él estaba como soldado (gudari) en Gernica el día del bombardeo fascista y no había conseguido olvidar aquel horror. Treinta años después creyó llegada la oportunidad de recordar al mundo el espanto que inmortalizara Picasso. Y se prendió fuego para arrojarse a los pies del criminal responsable de la masacre. Sólo que, a pesar de sus espantosas quemaduras y de las fracturas provocadas por la caída y las patadas y golpes de los esbirros fascistas (cree que cayó a unos diez metros del sátrapa), consiguió sobrevivir. Y, claro, planteó un problema a la justicia franquista: ¿Qué delito era el que uno se metiese fuego en un frontón? Como tal, no estaba tipificado. Pero la justicia fascista no debe atender a los hechos, sino al autor, al individuo. Si este es malo, hay que condenarle con independencia de lo que haya hecho (¿les suena?) Y los jueces (seguramente alguno de los cuales siguen ejerciendo como tal) lo tuvieron claro: propaganda ilegal, gritos subversivos (“Gora Euskadi”) e insultos al Caudillo. Muchos años de cárcel por haberse incinerado y no haber muerto en el intento. Centrémonos en la representación de El pincel mágico. Otro problema era el de que sólo había un ejemplar de la obra. Afortunadamente un preso trotskista tenía un padre muy influyente (Gobernador, general, banquero o algo así) y gozaba del privilegio exclusivo de disponer de una máquina de escribir, con lo cual entre él y otros cuantos que sabíamos utilizarla pudimos copiar EL pincel mágico haciendo muchas copias con papel de calco. El que a partir de la segunda copia el texto fuese casi ilegible tenía fácil solución: cada actor repasaba a lápiz la parte del papel que le tocaba representar. Así que en los ochos o diez días de que disponíamos antes de la representación nuestra única actividad consistía en dedicar todo el eterno tiempo carcelario a intentar convertirnos en un grupo de cómicos de la legua. Se acabaron las partidas de ajedrez, las clases que nos dábamos unos a otros, el frontón, incluso las reuniones políticas disminuyeron sensiblemente para disgustos de algunos compañeros y camaradas (los que no tenían chavales) que consideraban que aquellas actividades eran demasiado frívolas y emitían cierto tufillo de decadencia burguesa, sin contar con la convivencia con elementos trotskistas o terroristas de ETA que pudiesen socavar peligrosamente nuestras convicciones marxista-leninistas. Tras los obligados debates, se impuso la cordura y pudimos continuar nuestros ensayos sin más molestias que las miradas o comentarios despectivos de los fundamentalistas.[1] Tal vez me ciegue la pasión, pero recuerdo que todos los de la compañía (incluidos compañeros torturados y con desmesurados años de prisión a sus espaldas) estábamos aquel día más inquietos que los críos que atravesaban aquel mundo de rejas, barrotes, galerías y celdas selladas con puertas de acero. Quizá porque no haya nada que desconcierte más al guerrero curtido en mil batallas que obligarle a desempeñar otro papel, el de cualquiera de las múltiples caras que oculta su actual máscara. En definitiva, uno de los imanes del drama había atraído a aquel puñado de reclusos políticos para permitirles arrancarse soledades carcelarias y esperaba impaciente el refrendo de la chiquillería bulliciosa que trasteaba y enredaba entre las contadas pertenencias de sus progenitores o hermanos. Había que alzar la manta colocada para servir de telón. Milagrosamente aquello se asemejó bastante a una representación teatral y los chicos aguantaron encantados en el patio la hora y media y aplaudieron a rabiar. Después de tomar sus refrescos y chucherías, se apoderaron del escenario (el rincón meridional del patio) y, utilizando los trapos que habían servido para vestidos y las caretas, remedaron los que acababan de ver, inventaron sus propias obras hasta que llegó la hora del recuento y con ella la de su libertad. [1] Para lectores que no han vivido la dictadura franquista, he de aclarar que la ETA a la que me refiero en este artículo poco o nada tiene que ver con quienes, acogiéndose a las misma siglas, amedretan y asesinan en estos momentos a ciudadanos que no comparten sus ideas o, sencillamente, los matan porque carecen de una miserable pensión en la que descansar y pasan por esa calle de la bomba. Dicho de otra manera: encuentro muchas más semejanzas entre la derecha franquista y muchos de los actuales vocingleros que entre aquellos etarras y los actuales. Por más que éstos compartan las mismas siglas y las camadas de la Falange o el Movimiento se hayan inventado otras nuevas: FAES, PP, COPE. |
EL CAMINO DE GUILLERMO TELL Aunque parezca mentira, la cárcel de Carabanchel era un amplificador de lo que ocurría en el exterior. Y aquel final del verano fue especialmente agitado. Si no estoy trascordado, como consecuencia de una huelga en la construcción las fuerzas represivas asesinaron a un obrero, que repartía propaganda, Pedro Patino, y encarcelaron a otros cuantos en el mes de septiembre. También llegaron otros presos de ETA y se produjo la caída de dos aparatos de propaganda: uno del PCE y otro del FRAP. Con ello, no sólo aumentó considerablemente la población de presos políticos, sino que se incrementaron las reuniones de células, las asambleas para tomar medidas de apoyo a la lucha exterior, el tránsito de papeles y panfletos clandestinos entre las galerías de los políticos (6ª y 3ª)… A estos hechos generales se unió una circunstancia particular: el 28 de agosto se celebró el Consejo de Guerra contra mi compañero de expediente Ramón Rubio Rodríguez y contra mí, acusados de sedición por haber tirado propaganda contra el “Desfile de la Victoria”. Así que, hasta bien entrado septiembre, no caímos en la cuenta de que el día 24 (día de la Virgen de la Merced) la generosa dictadura concedería otras horas de indulto paternal a los presos. Y entonces (sólo cinco o seis días antes) nos acordamos de la representación teatral anterior y se propuso hacer otra ese día. A pesar de que ahora no se partía de cero, las dificultades eran mayores que la vez anterior. La mayor parte de los actores cautivos seguíamos siendo fieles a Carabanchel, pero faltaban algunos por haber sido trasladados a penales y otros por haber salido en libertad. Además, apenas había tiempo para que nos pasasen una obra infantil, hacer las copias, aprender los papeles y demás pequeñeces a las que atender en cuatro o cinco jornadas. Pero ya he dicho que por aquel entonces, si el blasón de nuestro escudo era la hoz y el martillo, el lema decía: crécete ante las dificultades. De manera que, como al día siguiente tenía comunicación, decidí pedir a Andrés que se las ingeniase para hacerme pasar ese mismo día (no sé cómo conseguía mi hermano pasar cosas insospechadas a la cárcel) la obra que yo había decidido representar. En la misma colección que El pincel mágico, Alfonso Sastre había publicado otra obra de teatro juvenil: El círculo de tiza, que serviría también a la perfección para nuestros fines. Pero esa mañana Andrés no acudió a la cita: había tenido que salir fuera de Madrid, y utilizar cualquier otra vía para que alguien tratase de conseguir un ejemplar de El círculo de tiza y pasármelo a la cárcel antes de la semana oficialmente establecida entre la entrega y la recepción de un libro, no sólo entraba en contradicción con las normas de la clandestinidad, sino que resultaba materialmente imposible. Traté entonces de recordar el argumento de la obra para reconstruirla, pero, cuando abandonaba esta idea por absurda, me vino otra no menos irresponsable pero que, para mí, parecía tan lógica como la caída inmediata de la dictadura: si mis memorias de El círculo de tiza eran borrosas, las de Guillermo Tell tiene los ojos tristes eran casi nítidas. Además de haberla leído, el año anterior había visto la obra representada por un grupo teatral, el Bululú. Había seguido la puesta en escena totalmente embelesado tanto por tener en esta compañía que dirigía Malonda algunos amigos (Gregorio Moran, ayudante de dirección o Miguel Ángel Recarte, actor), como por parecerme que venía como anillo al dedo a mis teorías marxistas sobre la función revolucionaria del teatro y la educación de las masas obreras, por más que el escenario semiclandestino hubiese sido un Colegio Mayor y el público unas decenas de estudiantes. Así que, manos a la obra. Además de director y actor, ahora me convertía en escritor dramático. Creo que el atentado terrorista contra la obra de Alfonso Sastre lo perpetré en menos de diez horas, en la tarde-noche del 19 o 20 de septiembre que pasé encerrado en mi celda enlazando disparates con la máquina de mi compañero trotskista. Aunque no estoy muy seguro, me parece que por la tarde colaboraron conmigo en el engendro inicial dos o tres presos estudiantes. Lo cierto es que, al día siguiente ya estaban repartidos los papeles y comenzado el ensayo. A la compañía se unieron también dos chicos (uno, Iñaki, era de Eta y otro, Pedro, comunista) muy habilidosos para hacer milagros con el poco material que se tenía o se podía hurtar de los talleres a cambio de darles nuestra raciones de vino a algunos presos comunes: faldones con apariencia de sotanas para la procesión de los curas, mesas y sillas que recordasen el despacho de un Gobernador, trajes y remedos de aperos de campesinos y hasta un arco y una flecha de madera pintada de negro.
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Vaya como atenuante del delito literario que en aquel tiempo yo tenía buena memoria y el planteamiento de algunas escenas y hasta fragmentos de los diálogos respondía vagamente al original. Otrosí, el que yo fuese un pozo de ignorancia en todo lo referido al arte de Melpómene o Talía, no significaba que no me hubiese ocupado algo de las leyendas y cuentos populares. No estoy seguro, pero me parece que algo de ello hizo que los goznes de tan opresiva adaptación chirriasen menos en aquellos viejos muros del sudor y el llanto negros. Y el despidiente: que la duración de la representación no llegó a una hora. Con lo cual, la chiquillería se mostró encantada durante la representación y mucho más dichosa de volver a ocupar su puesto de actores bajo la atenta y asombrada mirada de los guardias armados de la garita. Ahora se me antoja que lo que en realidad entusiasmó a la muchachada fue las posibilidades de las cazcarrias de la obra. No las literarias, aquellas tantas que en nuestra candidez habíamos tratado de ofrecerles, sino los despojos de las vestiduras, de aperos mudados en armas que les permitían representar su verdadero drama, una obra sin más pretensiones literarias que las de los indios o los piratas triunfando sobre los malos respectivos. Aquí los malos eran el gobernador, los soldados, los que tenían a sus padres entre esos muros. Y los buenos, ellos, los hijos de Guillermo Tell que se habían quitado la manzana de la cabeza, apoderado de las armas y arrastraban los peleles y despojos de sus enemigos con tanta algazara y bullicio que algún funcionario vino para exigirnos que pusiéramos orden en aquel rincón de la cárcel. Habían consultado con el Jefe de Servicio y una cosa era que pudiésemos entretener a los chicos con payasadas y otra muy distintas la algarabía y el desorden público. Miren por dónde las buenas intenciones que dicen los que dicen que empedran el camino del Infierno a veces tienen una recompensa inesperada. Y la recreación de la vieja historia de Guillermo Tell por Alfonso Sastre, incluso en versión paupérrima, había servido para que aquel puñado de chavales se sintiese feliz derrocando al tirano y derribando aquellas prisiones que encerraban a sus padres. Aunque aquel señor del uniforme tan feo les había estropeado la función cuando faltaba muy poco para que terminase. (República de las Letras, número 102) PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE ALFONSO SASTRE |
La Guerra Civil fue también la última contienda sangrienta entre la razón y la brutalidad primitiva. Y en este contexto, el adjetivo sangrienta no es un epíteto, porque la lucha contra el fanatismo beligerante continúa. Basta con escuchar a los descendientes de quienes bendecían fusilamientos, violaciones y torturas para comprender que los prelados y sus acólitos aún no han calmado su sed de sangre y sufrimientos. Pero de sangre y sufrimientos de los demás, que su reino, el de los prelados y sus voceros, sí que es de este mundo. Unamuno, en su postrer y apenas conocido alegato contra los sangrientos apóstoles de la barbarie, se refirió a la guerra como la lucha entre la fuerza bruta y la razón cuando aquel templo del saber del que él era el supremo sacerdote era profanado por el obsceno grito de “muera la inteligencia”. Tan soez proclama, sin embargo, era un adecuado resumen del ideario de una facción formada por clerigones montaraces, matones relamidos y una soldadesca bachillera en muertes y estupros y cuyos libros de cabecera eran El carajillo y las obras de don Heraclio Fournier. Dignísimos vástagos de aquella España “que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”. Frente a todos gañanes uniformados o ensotanados, se alzó un clamor intelectual como jamás se había levantado en la historia de la humanidad. Nunca la división entre la fuerza y la razón fue tan definitiva. Nunca la palabra tuvo tanta importancia para acompañar a las armas en defensa de la libertad. El poeta Stephen Spender, en el prólogo de su antología Poemas for Spain, explica claramente el porqué de este movimiento intelectual que recorrió el mundo en defensa de la República: “Fue una lucha [la de los republicanos] por las condiciones sin las cuales la escritura y la lectura de la poesía son casi imposibles en una sociedad moderna”. A los ciudadanos de las llamadas fuerzas del trabajo o de la cultura que acudieron a España les movía la necesidad de tomar partido en una guerra que se anunciaba como preludio de una confrontación mundial contra el fascismo, o el haber sentido en sus propias carnes los latigazos de Hitler, Mussolini u otros dictadores europeos. Pero, además, sabían perfectamente que la brutal insurrección franquista era el pronunciamiento más desnudo contra lo racional del ser humano. “Allí donde a la razón ya la moral se jubila, sólo la bestialidad conserva su empleo”[1]. |
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Porque si el fascismo italiano o el nazismo se habían revestido con algunos ropajes intelectuales y las falacias demagógicas de sus caudillos habían llegado a bastantes individuos, el franquismo se presentaba como la bestia sin más adornos que el trabuco y el cilicio. La Falange, supuesto bagaje “ideológico” de los africanistas, se sustentaba en frases hueras y ritos hilarantes si no hubiesen traído tanta sangre. Su arraigo en las masas eran tan grande, que ni siquiera obtuvieron un diputado en las elecciones del 36. De semejante puñado de señoritos experto es en asesinar por la espalda a los obreros o los estudiantes, pocos intelectuales se podían esperar. Unamuno se refirió a los fachas con estos versos:
Claro que detrás de los sangrientos payasos de azulete marchaban varias legiones de devotos de Frascuelo y de María acogidos a las divisas de los prestigiosos ganaderos Gil Robles y José Calvo Sotelo. Los grandes terratenientes presididos por Juan March, conocido como “el último pirata del Mediterráneo”, aportarán sus caudale; los púlpitos y El Debate dirigido por Herrera Oria, las falsedades e insidias pregonadas a los cuatro vientos; Marruecos los mercenarios sangrientos; Italia y Alemania, las primeras demostraciones de su maquinaria bélica. Pero entre toda esta barahúnda resulta difícil encontrar algún mensaje que merezca el adjetivo de artístico. Ni siquiera las soflamas de los dos corifeos más notables del régimen _José María Pemán y Manuel Machado_ pasan de ripios vergonzantes a cuyo son se espulga la canalla. Y, a nivel internacional, aún es mayor la sequía de intelectuales franquistas. Porque , por grandes que sean los empeños de los distintos estratos de voceros que han pretendido negar la evidencia, nadie, ningún historiador en ningún idioma conocido, pone en duda que la repulsa al franquismo de la intelectualidad mundial fue unánime. Y cuando digo unánime me refiero también a escritores o artistas católicos o de ideologías que teóricamente podrían haberse visto representadas por la palabrería nacional-católica. Veamos algunos casos de estos intelectuales, citados por Rafael Calvo Serer porque eran anticomunistas. Pero a este autor le ocurre lo que a tantos voceros actuales de la derecha: falsean los hechos porque desprecian la labor intelectual. Acostumbrados a moverse por consignas, tratan de hacer que la realidad se acomode a sus supuestos ideológicos, para lo cual vale todo, incluida la mentira y la falsificación documental. De propagar sus falsedades se encargarán los muchos medios de que disponen; de creerlas, quienes no han hecho otra cosa en su vida que comulgar con ruedas de molino. Arthur Koestler, por ejemplo, era tan anticomunista como lo podía ser un agente de la CIA. Sin embargo, en The invisible writing ( 1954) escribía: “Si todavía tenía yo algunos escrúpulos, pronto fueron acallados por la desvergonzada propaganda franquista. En Inglaterra, en Francia, Franco exhibía la mohosa historia de que los rebeldes se habían alzado a tiempo de aplastar un alzamiento comunista” [...] Los actos de terror de los nazis fueron por lo menos ocultados tras los muros de las cárceles y de los campos de concentración. Pero las matanzas de Badajoz, los bombardeos de Madrid, la muerte de los niños de Getafe, la destrucción de Guernica tuvieron lugar a la vista de todos; ante tales sucesos, las gentes reaccionaron con la espontánea convulsión del horror [...]Una vez más, los moros habían llegado hasta los Pirineos, pero ahora como defensores de la Iglesia[...]Una vez más, una horda mercenaria, la Legión Extranjera del Tercio, mataba, violaba y saqueaba en nombre de la Santa Cruzada...”[2] |
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Y es que en esto de saqueos sí que eran versados los aprendices de ruiseñores fascistas. La mayor gloria literaria, por ejemplo, de Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís es el expolio del piso de Juan Ramón Jiménez en junio de 1939, de donde arramplaron con manuscritos, libros y hasta la máquina de escribir. Tras algunas gestiones infructuosas del poeta con José María Pemán para recobrar sus pertenencias, Juan Ramón decidió dirigirse al jefe de la cuadrilla ( a quien llamaba “joven ratero catalán) en una carta modelo de socarronería. Valga el inicio de la epístola como botón de la fina ironía de una escritor que, aun en la miseria de su exilio, tan por encima se sentía de estos patanes berrendos en vencedores:
Esta no sería la única afrenta que tuvo que sufrir en su exilio el autor de Platero y yo de los plumíferos falangistas. Ya en 1937 el periodista franquista Manuel Aznar hizo correr la falacia de que Juan Ramón había salido de Madrid “huyendo del terror rojo”. Al igual que todos los de su calaña, cuyo libro de estilo tiene como principios más elevados la calumnia y el insulto, este precursor sabe que miente, que Juan Ramón, desde la sublevación fascista, ha expresado su apoyo al gobierno legítimo. Cuando se le propone firmar la “Declaración de los intelectuales ante la sublevación militar”, que se publicó el 31 de julio de 1936 en el Abc republicano, J.R.J no duda en estampar su firma junto a la de los pensadores, escritores y artistas más importantes. También sabe el escritor fascista que, no contento con eso , el poeta se dirigirá al pueblo desde los micrófonos de Unión de Radio Madrid “pidiendo ayuda para el pueblo que resistía la sublevación armada. · Como tampoco se le oculta al mentiroso que Juan Ramón se dirigió a Azaña para pedirle que le permita ir a Estados Unidos donde puede ser más útil a la causa republicana, además de aliviar su penuria económica mediante unos contratos que le ha ofrecido el Departamento de Educación de Puerto Rico. Con el nombramiento de agregado cultural de la Embajada de España en Washington, Juan Ramón y Zenobia desarrollarán una importante labor de apoyo a la causa republican en distintos lugares de América. Nueva York, Puerto Rico, Cuba, tanto en entrevistas como en conferencias, artículos periodísticos o escritos varios.[3] Pero el poeta de Moguer no será el único blanco de las falacias que los rebeldes vertieron sobre intelectuales y artistas leales a la causa republicana que, como he dicho anteriormente, fueron prácticamente todos.[4] De los muchos casos me referiré al de Benavente. Después de que, según la prensa fascista hubiese sido asesinado por los rojos, el premio Nobel participa el 16 de marzo de 1937 en el teatro Apolo de Valencia en un festival en beneficio de las víctimas del fascismo. El 26 de abril del mismo año firma el manifiesto publicado por El Pueblo en el que, junto a Antonio Machado, Pío del Río Ortega, el rector de la Universidad de Valencia José Puche, y José Bergamín se dirige a los “estudiantes, artistas, hombres de ciencia y escritores de la España facciosa”, exigiéndoles que no “os traicionéis traicionándoos. No traicionéis a España y a su a España ni en su pasado ni en su porvenir. No ayudéis con vuestra complicidad a los enemigos de la patria. A los que quisieron convertirla en colonia extranjera.”. Como se ve, esta víctima del terror rojo gozaba de buena salud. |
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Volviendo a los intelectuales extranjeros que apoyaron la causa franquista, me referiré a aquellos que, a excepción de Paul Claudel, sólo conozco por las referencias de los cantores del franquismo. Católico exacerbado, portavoz de las posturas más intransigentes de la Iglesia, Claudel se identificará con los presupuestos trentianos de la Santa Cruzada y dedicará una oda A los mártires españoles cuyos primeros versos reproducimos a partir de la versión de Jorge Guillén: ¡Santa España, en la extremidad de Europa, concentración de la Fe, cuadrado y masa dura, y atrincheramientode la Virgen Madre, última zancada de Santiago, que no se detiene sino donde concluye la tierra, Patria de Domingo y de Juan, de Francisco el Conquistador y de Teresa, arsenal de Salamanca, pilar de Zaragoza, raíz abrasada de Manresa, inquebrantable España que ningún término medio has aceptado jamás, empellón contra el hereje, paso a paso rechazado y repelido, exploradora de un firmamento doble, la oración y la sonda razonando...
Otros escritores o intelectuales católicos no mostrarán tanto entusiasmo por la España martillo de herejes. Jacques Maritain se quejará de las atrocidades cometidas en la España republicana, pero también clamará contra el “sacrilegio que supone fusilar, como en Badajoz a cientos de hombres para festejar el día de la Asunción o la barbarie de aplastar como en Durango las iglesias y el pueblo que las llena o, como en Guernica, una ciudad entera, con sus iglesias y sus tabernáculos, ametrallando a las pobres gentes que huyen”. Muy parecida es la postura adoptada por François Mauriac, que denunciará la persecución de los religiosos en el País Vasco por los “cruzados nacionales”. Aunque tal vez la obra de un intelectual católico que más polémica suscitó fue Los grandes cementerios bajo la luna de Georges Bernanos. La descripción de las atrocidades cometidas por las hordas franquistas en Mallorca no estaba realizada por un esbirro de Moscú, ni siquiera por un compañero de viaje de los rojos. Antes bien, quien novelaba la barbarie de estos cruzados de la hoguera, describiendo lo que él mismo había contemplado era un admirador de José Antonio, padre de un hijo falangista. Este ejercicio de honestidad no le saldría gratis a Georges Bernanos: ante las severas amonestaciones e incluso amenazas de sus correligionarios, la oveja descarriada se retiró a una remota aldehuela sudamericana, donde, solo e ignorado, moriría en 1948.. Apoyaron asimismo directamente a Franco el rumano Mircea Eliade, tan notable por sus investigaciones sobre las religiones como por la confusión de sus opiniones políticas, el francés Robert Brasillach (fusilado en 1945 por, según la sentencia, su “sanguinario colaboracionismo con el nazismo”), su compatriota Pierre Drieu La Rochele (que se anticipó a la justicia suicidándose al entrar los aliados en París) y el sudafricano Roy Campbell, que dedicó a la guerra un libro de poemas Flowrein Rifle, en el que su delicada sensibilidad le lleva a componer versos tan líricos como los que le inspirar los cadáveres de unos soldados republicanos muertos: En Brunete podrás ver amontonados a bobos muertos encaramados a las espaldas de sus compañeros, y con ellos hacer una enorme paella en las llanuras un plato e arroz con cadáveres en vez de con granos. |
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El contraste entre la miseria personal e intelectual de estos amigos del caudillo y la avalancha de personalidades que pusieron sus talentos y sus vidas a disposición de la República es clamoroso. De ello se ofrece una muestra en este número de República de las letras, por lo que sólo añadiré dos observaciones. La primera, que la selección de textos que sigue es tan personalmente arbitraria como cualquier otra. La segunda, que ese apoyo extraordinario hay que entenderlo en el contexto de apoyo a la creación literaria y artística por parte de la República y, sobre todo, a que tal vez la Guerra Española fue también un extraño episodio de comunión entre las armas y las letras. Revistas, grabados y reproducciones de cuadros, ediciones especialmente preparadas para los soldados, lecturas radiofónicas o en el frente y hasta representaciones teatrales en las trincheras subrayaban también la dignidad moral e intelectual del bando republicano.
De entre los múltiples testimonios existentes sobre este renacimiento de la cultura en las trincheras[6], recojo dos. El primero el de Eduardo Ontañón, en una entrevista publicada por El Nacional de México el 26 de junio de 1939. Refiriéndose a este asombroso incremento de la lectura, dice:
Otro interesante testimonio es el de Antonio Cordón quien, en sus memorias recuerda lo sucedido en abril de 1937 tras un mitin en la ciudad jienense de Andujar tras un bombardeo:
(República de las Letras, Nº 107) [1] Antonio Machado, “Desde el mirador de la guerra”, La Vanguardia, 14 de mayo de 1938. [2] Véase el interesante artículo de Lemuel “Guerra Civil y escritores extranjeros” (Internet) [3] Véase el libro ya citado de Gibson Cuatro poetas en guerra, en el que se recoge también la respuesta dada por J.R.J a la malévola falsedad de que había huido de España. [4] Cierto es que, por motivos de distinto jaez, algunos de estos pensadores o creadores trataron de arrimar después el ascua a su sardina, es decir, tratar de adaptarse a los nuevos tiempos para sobrevivir con las menores concesiones posibles. Aunque muchas veces la bestia no se conformó con las menores y exigió un tributo mayor. |
Sobre la poética de Antonio Martínez Menchén
I) EL COMPROMISO LITERARIO
Todos sabemos que son muchos los caminos para acercarnos _que no para llegar_ a la obra de un escritor. Y que cualquiera de ellos puede conducir a Roma o a ninguna parte. Como en casi todo lo tocante a lo literario soy pesimista, voy a partir, para estas aproximaciones a la obra de mi hermano Antonio Martínez Menchén, de un valor que sin lugar a dudas resulta hoy tan pintoresco como el de la ternura hacia los mayores, valor presente también en casi todas las obras de este escritor: el del compromiso vital de cada uno de sus relatos. Para cualquiera que conozca la obra de creación y/o reflexión de este escritor, lo que acabo de decir es una perogrullada. Basta y sobra con recoger una de sus muchas consideraciones sobre el tema: “Yo creo que queda perfectamente esclarecido el hecho de la personificación del escritor en la literatura contemporánea: Muy al contrario de la teoría, tan en boga en estos últimos años, que consideraba a la literatura contemporánea como una literatura sin autor, yo mantengo que la literatura actual se caracteriza ante todo por la presencia del autor en su obra. Podemos hablar de literatura sin autor en la literatura del Renacimiento; pero a partir de aquí la historia de la narrativa nos demuestra una paulatina incorporación del escritor; en la actualidad esta incorporación es tan plena que podemos hablar de compromiso. “Es precisamente este compromiso del autor con su obra, este incorporar su propia situación marginal en una sociedad enajenada, lo que hace que, en principio, la obra del escritor sea una de las pocas actividades humanas en las que el hombre se expresa en su esencial libertad.”[1] En esta y en otras consideraciones teóricas es donde el escritor establece la tesis a partir de la cual se desarrollarán sus relatos: el compromiso no es algo abstracto o ideológicamente asumido sin comprenderlo o desde fuera, como se asumen, por ejemplo, la Comunión de los Santos o las recetas para hacer en un día novelas ideológicamente correctas. La obra no se construye desde aprioris externos, sino a partir de las propias vivencias del creador. Son esas vivencias las que se fluyen de manera natural en el relato y hacen que este y sus personajes resulten creíbles para el lector. También en Del desengaño literario se indicará claramente la diferencia que hay entre una vivencia narrativa y una postura ideológica fríamente vicaria de una vivencia ajena al novelista. Por muy loables que fueran las intenciones de algunos de los autores del realismo social de los años cincuenta del pasado siglo, muchas de sus páginas adolecen de ese matiz esencial que consiste en haber sentido algo antes de contarlo. Y, obviamente, no me estoy refiriendo a que sea necesario haber estado en cada circunstancia vital para poder recrearla. Muy al contrario: un exceso de vivencia podría disminuir la capacidad de distanciamiento necesaria para recrear literariamente un episodio sea este de la índole que fuere: no se componen poemas en el orgasmo ni se escriben novelas bajo un bombardeo. Llevado al absurdo, nadie podría escribir sobre la muerte porque no ha tenido esa experiencia en sí mismo. Lo que aquí estoy planteando es la necesidad de tener una referencia vital sobre lo que se narra para que esa experiencia anime el ambiente y, sobre todo, a los personajes. Tal referencia vital puede ser solamente intelectual, pero asumida de tal manera que se haya integrado en el creador como una vivencia más. Una lectura, una película, un cuadro, las narraciones de nuestra madre o lo que nos contó un amigo pasan a formar parte del acervo existencial del creador, hasta el punto de que cuando lo traslada a los receptores transmite la sensación de que son cosas que a él le han ocurrido. Los nombres de estas experiencias indirectas que alumbran vivencias directas están en los manuales de historia del Arte y de la Literatura. De entre ellos subrayo el de san Juan de la Cruz porque cada vez que lo leo considero imposible que alguien pueda transmitir tan deliciosas sensaciones eróticas sin haberlas experimentado, transformando en divino lo más humano , viviendo sólo en conversación con los difuntos y escuchando con sus ojos a los muertos. Pero, claro, considero imposible esa mutación porque yo no soy un genio y él sí. Ese Pigmalión que da vida a su Galatea con independencia de que su materia esté formada por cantares anónimos, poemas provenzales, libros de caballerías u olvidados cronicones. El poeta (entendido en su sentido etimológico de creador) sabrá darles forma, nueva vida. No es, pues, la necesidad de haber vivido algo para contarlo lo que aquí se está analizando, sino cómo se produce el acercamiento al hecho narrativo. ¿Contamos algo porque, como el urogallo, deseamos exhibir nuestras plumas? ¿Porque alguien nos ha dicho que esa es la mejor manera de emplearlas? ¿O, simplemente, porque “No pretendo hacer ninguna obra maestra, ninguna obra revolucionaria; no pretendo estar ‘a la última’. He tenido tiempo de ver cuánto de falacia hay en esta sed de novedad del arte contemporáneo, consecuencia en gran parte de una sociedad de consumo cimentada sobre el principio de los productos obsoletos. En cambio, repito, he descubierto la modesta satisfacción que produce contar una historia que, simplemente, pueda divertir, inquietar, conmover” [2] Como en tantos terreros, en el literario la teoría y la praxis son Escila y Caribdis sobre arenas movedizas. El autor no sólo puede ser devorado por uno de los dos monstruos cuando trate de salvarse del contrario, sino sucumbir anegado en el cieno si pretende ir por otro camino. Consciente Antonio Martínez Menchén de las añagazas de la literatura panfletaria y más aún de los cantos de sirenas formales o de los peligros de esa torre de marfil cimentada en nenúfares, ha tomado una postura cercana a Gramsci, pero, sobre todo, a Antonio Machado. Como siempre, lo más fácil es cortar el nudo gordiano por el centro: “Lo que estoy defendiendo y lo que en realidad hace gran parte de la literatura contemporánea es una literatura informada por la vivencia, no la anécdota biográfica del autor; una literatura que sea reflejo y espejo de la problemática vivencial del escritor.”[3] Esta elección de literatura vivida (también lo leído se vive) será una de las muchas conexiones que se pueden establecer entre Antonio Martínez Menchén y el autor de Campos de Castilla. Éste último ya nos había dicho en su famoso autorretrato que la bondad de su verso estaba en relación directa con los destinatarios. A través de sus complementarios o directamente, Antonio Machado explicará por qué y para qué escribe. En carta a Unamuno dice: “Comprendo también su repulsión por estos madangas y garliborleos de los modernistas cortesanos. A estos jóvenes les llevaría yo a la Alpujarra y los dejaría un par de años allí. Creo que esto sería más útil que pensionarlos para estudiar en la Sorbona. Muchos desaparecerían del mundo de las letras, pero acaso alguno encontraría acentos más hondos y verdaderos.” Con mayor contundencia aún se expresará Antonio Machado al referirse a la literatura formalista de principios del siglo XX: “Si el hombre dedicado a pintar flores en una cafetera o a esculpir quimeras en una copa nos parece una artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el arte nos parece algo tan fantástico y absurdo como una mosca que pretendiese cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo, sino degradarlo. Ni el reino de los fines ni el reino de dios son de este mundo.”[4] Pero este rechazo de la literatura como fin en sí misma, la crítica del arte por el arte nos provoca un nuevo conflicto: el autor rechaza el arte por el arte y, a la par, nos ha dicho que considera ingenua la pretensión de los novelistas del llamado realismo social de contribuir a cambiar la sociedad (acabar con el franquismo) a partir de unas obras que ignoraban sus destinatarios (los agentes revolucionarios de la sociedad encabezados por la clase obrera, no digamos los campesinos. ) Evidentemente esta contradicción provocará una crisis en el autor que se reflejará en sus personajes sometidos a la eterna contradicción entre las posibilidades de la realidad y el deseo. El escritor ha de asumir que si su misión no es la de contemplar estáticamente el mundo, tampoco está en sus manos transformarlo. ¿Cuál es entonces el papel que se le ha asignado en este teatro? Vemos cómo lo analiza Martínez Menchén: “Es precisamente este compromiso del autor con su obra, este incorporar su propia situación marginal en una sociedad enajenada, lo que hace que, en principio, la obra del escritor sea una de las pocas actividades humanas en las que el hombre se expresa en su esencial libertad. El escritor no solamente opone una resistencia pasiva _la soledad_ al mundo enajenado, sino que con su obra combate la enajenación, ya que al estar destinado a establecer una comunicación con los otros puede llevar a estos a una toma de conciencia.”[5] Sin embargo, el escritor analizará muy pronto que esta situación ideal no suele darse, por cuanto el autor, como todo ser humano, vive en un marco económico y social determinado _la sociedad capitalista_ y, por tanto, ha de someterse a sus leyes. Su obra no es más que un producto ofrecido a la sociedad de mercado y, como tal, tiene que regirse por la ley de la oferta y la demanda. De ahí que el escritor vaya viendo cómo su libertad creativa desaparece. A medida que no se ajusta a esas sacrosantas leyes, se va convirtiendo en un escritor minoritario por lo que sus obras serán rechazadas por las editoriales hasta reducirlo al silencio. Su voz, como la saliva de Blancaflor, se irá haciendo más y más débil hasta quedar reducida al silencio y entonces el diablo se apoderará también del pensamiento. Como analizaré más adelante, Martínez Menchén ha plasmado esta frustración personal en muchos de sus personajes. Es cierto que este sentimiento de impotencia que muestran los diferentes seres de sus narraciones tiene su origen, en gran parte, en las condiciones de un sistema político construido a imagen y semejanza de un bufón beato, sanguinario, e impotente. Pero creo igualmente cierto que esa maestría en el tratamiento de la alienación en diferentes criaturas tiene mucho que ver con la visión antimesiánica de la obra de arte de su creador. Consciente o inconscientemente, el novelista está proyectando parte de sus propias vivencias _eso sí, sabiamente administradas_ entre los personajes de sus relatos. El escritor se encuentra en una situación que no difiere mucho de la de Tántalo: sabe que ese público que parece tan cercano se aleja más cuanto más quiere acercarse a él. A ello me referiré al analizar el tratamiento de los personajes. Baste ahora esta constatación de la profesora Elena Bravo: “Antonio Martínez Menchén, creador por medio de la palabra, depositario de la cultura y encargado de su transmisión, se encuentra en una situación paradójica, ya que también conoce su responsabilidad en un país en lucha por la conquista de la democracia contra un sistema autoritario. El novelista ideológicamente está cerca de las masas obreras, mientras que culturalmente se encuentra alejado de ese público que no será capaz de comprender sus aspiraciones artísticas”[6]. Establecido este marco general sobre el compromiso del autor con su obra y la intención de que esta refleje situaciones asumidas como vivencias, trataré de analizar cómo esta dualidad vida/obra poética se refleja en la obra de mi hermano. |
II) LOS ESPACIOS.Espacios urbanos.
Antonio nace en Linares en 1930. A los seis años se traslada a Segovia con la familia, donde hará el bachillerato en el colegio de los Misioneros. Terminado éste, va a Madrid con un tío paterno para cursar la carrera de Derecho. Tras una estancia de dos años en Alemania, regresa a Linares en 1957, y dos años después marcha a Madrid donde residirá hasta el día de la fecha. Este sucinto recorrido biográfico nos permite acercarnos a las tres ciudades que tienen un protagonismo especial en la obra del escritor: Segovia, Madrid y Linares, por este orden. Segovia es la ciudad que tiene una presencia más constante en el conjunto de su obra, tal vez, porque como dijo alguien cuyo nombre lamento no recordar, uno es de donde ha hecho el bachillerato con independencia del lugar de nacimiento o de los años de residencia en otros municipios. En el caso de mi hermano, además, su vida en Segovia coincide con la Guerra Civil y los años más duros de la posguerra, los años del hambre. Dado que, como veremos, muchos personajes de Martínez Menchén viven su niñez o pubertad durante la inmediata posguerra, lógico es que estos relatos se ambienten en la ciudad castellana: aquí se sitúa el manicomio de Las tapias, muchos de los relatos de Inquisidores, de Una infancia perdida, o de Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles, la trilogía formada por Fosco, El despertar de Tina y Fin de trayecto... A excepción de Las tapias, obra en la cual el espacio narrativo no es la ciudad sino el recinto asfixiante y kafkiano, que encierra los otros espacios alienantes donde ha transcurrido la miserable existencia de los distintos enfermos, en las demás obras Segovia se asocia inevitablemente a posguerra-niñez de los personajes y del autor. La segunda ciudad en importancia por lo que se refiere a los relatos ambientados en ella es Madrid. En esta ciudad se mueven los personajes de la primera novela del escritor: Cinco variaciones. También en Madrid transcurren otras dos novelas: la que narra la agonía del dictador, Pro patria mori, y la última que ha escrito: Patria, Justicia y Pan, además de algunos relatos breves. Si el argumento de casi todas las obras situadas en Segovia nos remite a las vivencias del autor durante una etapa de su vida y la correspondiente situación política española (la niñez y pubertad vivida durante la primera década de la dictadura franquista), las que tienen Madrid como escenario corresponden a diferentes épocas vitales del autor y también a distintos motivos de la reciente historia de España. Así, en el primer capítulo de Cinco variaciones (Domingo) narra los avatares de un chico tímido que recorre parte de la ciudad siguiendo a una muchacha y entregado a sus reflexiones. La edad y bastantes rasgos de la personalidad del protagonista corresponden a un Antonio Martínez estudiante en la misma época en la que se desarrolla esta variación. Por patria mori se desarrolla íntegramente en Madrid, pero en dos momentos bien diferenciados: la última semana de vida del dictador y la inmediata posguerra en la que el padre de la esposa del narrador será asesinado por la justicia franquista. Fiel a su intento de que la literatura recree vivencias asumidas como reales por el escritor, la novela se divide en dos planos narrativos que corresponden a los distintos tiempos y experiencias vitales de los personajes. La agonía de Franco (noviembre de 1975) será contada directamente, a manera de diario, por el escritor, recorriendo los puntos más significativos de la ciudad en aquel momento, desde la siniestra DGS hasta El Pardo, donde tiene lugar una comida de claras referencias míticas: el banquete funerario. Para la otra parte de la historia, el escritor actúa como narratario que cuenta después lo que previamente le ha ido relatando su esposa Susi, protagonista de esta parte de la historia. Aquí los escenarios, sobre todo ese hospicio más dramático aún que el machadiano, y los personajes están vistos desde las pupilas infantiles que se enfrentan a tanta sinrazón. El lector atento podrá descubrir que en esta obra existen dos “madrides” bien diferenciados, pero ambos con la carga de verosimilitud que le presta la experiencia vivida de los dos narradores de la historia. La última novela de Antonio Martínez Menchén, Patria, Justicia y Pan se ambienta en Madrid de 1943, sólo cinco años antes de que el escritor se instalara allí a vivir. En todo caso, la obra se desarrolla en espacios fundamentalmente cerrados (sobre todo, el bar Chicote), en alguno de los cuales se ven reminiscencias de los zaquizamíes barojianos que llamaron la atención del autor nada más llegar a la capital. El homenaje en esta novela al otro genial pintor literario de Madrid, Benito Pérez Galdós, se concreta en uno de los personajes de la misma: Benigna. Linares forma el tercer vértice sobre el que se erigen los escenarios vitales de la obra del escritor. La ciudad andaluza no sólo es su lugar de nacimiento, sino también el sitio en el que pasaba sus vacaciones veraniegas hasta la edad adulta. Allí vivían los abuelos y las tías solteras en una casa ajardinada y en situación económica mejor que la del hogar segoviano en el que los padres han de sacar adelante a seis hijos con el modesto sueldo de empleado de Obras Públicas. Es evidente que si Segovia se asocia a sus plazas recoletas, a los vencejos sobrevolando la catedral, a la magia del Alcázar, o a las jornadas cinegéticas con nuestro padre, también trae a la memoria del escritor el frío desapacible, la tristeza de los largos inviernos, la represión y el dolor de los vencidos. Linares se presentará siempre más luminoso y bullanguero, los cuentos maravillosos que no narraba mi madre... En Del Centro al Sur (Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles) Antonio refleja estas impresiones, especialmente la de los patios luminosos entre el que estaba el de nuestros abuelos, pero será La edad de hierro la novela íntegramente centrada en la ciudad andaluza y en la que se recree un locus amoenus al que más adelante me referiré. En todo caso me parece curiosa la coincidencia entre esa añoranza a los patios de la primera infancia de Martínez Menchén y la de Antonio Machado hacia el patio el palacio de las Dueñas que también abandonó hacia los cinco años. |
Espacios imaginarios.Junto a estos espacios urbanos que corresponden a vivencias directas, hallamos otros provenientes de experiencias distintas del autor: las literarias. Las novelas juveniles Con el viento en las velas y La espada y la rosa son ejemplos de cómo se puede elevar a la categoría de real algunos lugares que nosotros hemos sentido como reales al leerlos en otros autores. Los espacios literarios o imaginarios que aparecen en muchas obras de Antonio Martínez Menchén dentro de lo que convencionalmente se denomina “literatura infantil o juvenil” nos llevan al tema de fantasía o realidad en esta literatura. Es evidente que en obras aparentemente realistas como Fosco aparecen elementos fantásticos: el perro que es invisible para todos menos para el joven cuya madre está enferma. Se diría que Martínez Menchén traza una línea divisoria no sólo en los espacios sino también en personajes y elementos argumentales entre obras de “literatura para adultos” y aquellas otras destinadas a niños y jóvenes. Sin entrar ahora en lo relativo de estas clasificaciones (por ejemplo, la trilogía formada por Fosco, El despertar de Tina y Fin de trayecto es tan literatura para adultos como la picaresca o las obras de Dickens), sí que hay algunos elementos diferenciales entre las novelas que las editoriales (al fin y la postre, las que deciden) publican en colecciones juveniles y las que no llevan este marchamo. Antes de nada, es necesario señalar que la literatura infantil o juvenil es casi siempre una literatura de aventuras. Y que la aventura parte de la ruptura con el espacio cotidiano, con lo conocido. Por ello, el lugar o no se identifica (“en un país lejano”, “en una tierra allende los mares”...) o se inventa. Invención que, a veces, resulta tan “real” como la de los países del atlas. Recordemos que, por ejemplo, California es el nombre de un lugar paradisíaco de un libro de caballerías . El escritor José María Merino en su trilogía Crónicas mestizas demuestra que las tierras de América vistas desde los cronistas de Indias, desde la retina del novelista que las ha recorrido o desde toda esa realidad que forma la imagen soñada forman un conjunto tan indivisible como el de montes, ríos y pueblos que nos va mostrando al hilo de la narración.[7] La otra cara de la moneda se refiere a realidad y fantasía dentro de la literatura dirigida a niños o jóvenes. En su artículo La literatura realista de carácter infantil y juvenil[8] Martínez Menchén analiza las peculiaridades de esta clase de narraciones y, sobre todo, las diferencias del destinatario, lo cual permite al autor tomar opciones narrativas distintas a cuando se dirige exclusivamente a adultos. Dentro de las diferentes posibilidades de inclusiones y exclusiones que plantea el destinatario juvenil al creador, está el tratamiento de la realidad: “Finalmente hemos de considerar que la realidad no está configurada exclusivamente por hechos, objetos, instituciones y relaciones. También está la otra realidad invisible de los valores, las creencias, los deseos, las motivaciones, los gustos, las tradiciones, los mitos, las ficciones y los sueños [...] De ahí que cuando hablamos del realismo deberíamos detenernos para considerar a qué nos estamos refiriendo. Pues si este concepto es un concepto teñido de subjetividad y de relatividad, no podemos manejarlo como un valor absoluto. Tendremos que preguntarnos antes si lo que nosotros entendemos por realismo corresponde también a lo que se entiende por realismo en una cultura posiblemente distinta a la nuestra en la que la obra en cuestión puede incidir; y sobre todo, si lo que para nosotros constituye la realidad lo es también para el niño y el adolescente.”[9] Estos “espacios literarios” de Martínez Menchén tienen una deuda obligada y evidente con Cervantes, creador de la ínsula Barataria y otros espacios más reales que los de los prosaicos mapas topográficos. De la mano de nuestro hidalgo marchará en la obra de Martínez Menchén una impresionante caterva de fieles escuderos sacados de los de los cuentos populares, de los relatos de las Mil y una noches, del Lazarillo, de mitos griegos y leyendas nórdicas, de autores conocidos: Defoe, Montesquieu, William Godwin, Stevenson, Maupassant, Galdós, Baroja, Cortázar...[10]
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Espacios cerrados.Martínez Menchén ha sido clasificado como novelista de crítica de la alienación que ejerce la sociedad capitalista sobre el individuo. Es obvio que la anulación de la personalidad de un individuo, de sus señas de identidad en una dictadura, tiene que ser tema obligado en literatura y arte. Si Madrid, según Dámaso Alonso, era un millón de cadáveres según las últimas estadísticas, España entera era una prisión de muchos millones de reos tras el triunfo del fascismo. En la red de Alfonso Sastre, poemas de Alberti, Celaya, José Hierro, Carlos Álvarez, obras plásticas de Tapies o Genovés , entre otras muchas, burlan la censura para retratar a España como una gigantesca tela de araña, como una gran prisión. Y, obviamente, los narradores no podían permanecer al pairo de esta situación. Si La colmena de Cela o Cabo de varas de Tomás Salvador eligen espacios reducidos para recrear la angustia de una sociedad presa, Martín Santos llevará su alegoría del cautiverio político y cultural a un Madrid que no es sino un tablero dividido en casillas enajenantes: la pensión, las chabolas, el burdel, la D.G.S, el hospital... Al individuo sólo le es dado echar el dado para ver cuál de estas casillas anulará su personalidad, lo convertirá no en un animal, ni siquiera en un vegetal, sino en un miserable trozo de mojama. Porque este campo gigantesco de concentración en el que la siniestra coyunda de cuartel y sacristía ha convertido a España se manifiesta desde el mismo bando en el que proclaman su victoria: “cautivo y desarmado.” Antes que desarmado, el ejército rojo ha sido cautivo, cuando parecería lógico lo contrario: al enemigo se le captura una vez que ha depuesto sus armas. Pero no, la obsesión de Franco es construir una prisión gigantesca. Su último parte de guerra así lo expresa: los españoles se dividirán en dos grupos: vencedores y cautivos. Y cautivos en diferentes prisiones están los representantes novelescos de los españoles en la obra de Antonio Martínez Menchén: en sendos hospicios[11], Luisito el Mona (Fin de trayecto) y las huérfanas por el asesinato de su padre por las fascistas (Pro patria mori); en la cárcel, el protagonista de La caja china y el poeta sádicamente asesinado por su colega falangista (Patria, Justicia y Pan) ; en los colegios regentados por fundamentalistas católicos, personajes de diferentes relatos, entre ellos los de Inquisidores; en el triste café, la muchacha de Un reflejo en las vidrieras; en el manicomio, los alucinados seres de Las tapias... Junto a esta denuncia del estado carcelario creado por el general y sus acólitos religiosos y laicos, los espacios alienantes de Martínez Menchén recrean literariamente los analizados por David Riesman en su obra. Ya desde el plástico oxímoron del título se muestra la desesperanza en las posibilidades de socialización que el desarrollo capitalista concede al ser humano: La muchedumbre solitaria.[12] La ciudad moderna es un espacio alienante en el que los individuos se mueven como sonámbulos o como enajenados. Y así ocurre con los personajes de Cinco Variaciones, de Las tapias , llegando a sus últimos extremos la enajenación producida por los múltiples cubículos del poder fascista en La caja china. Esta incomunicación se refleja con frecuencia tanto en la soledad de los personajes como en su tendencia a refugiarse en los recuerdos o en el mundo del subconsciente para huir de la ominosa realidad. Al igual que en Antonio Machado, en Martínez Menchén el paisaje urbano o rural tiene un poder continuo de evocación que, con frecuencia, lleva a imágenes teñidas de melancolía. Pero este paisaje, sea urbano o rural, no tiene una dimensión metafísica, ni tampoco la humana propia de los noventayochistas. Se convierte en el medio contra el que el individuo ha de luchar si no quiere ser anulado. El individuo que se enfrenta a este medio hostil no responde al canon de Nietzsche que se aprecia en personajes de Pío Baroja o de Jack London. Muy al contrario, los héroes novelescos de Martínez Menchén suelen aceptar resignadamente los distintos grados de impotencia creada por las estructuras sociopolíticas del país. Ellos no se enfrentan a la realidad, quieren construir otra realidad basada en sus ilusiones (que casi nunca se materializan) o en los recuerdos que, como he señalado, se van asociando a los elementos de la naturaleza o urbanos. Y jamás serán capaces de vencer esa impotencia vital manifestada sexual, artística o profesionalmente. Son seres condenados al fracaso por una sociedad alienante y a ellos, como a los mártires cristianos, sólo les queda llevar su cruz con resignación. El paisaje adquiere una nueva dimensión: es un reflejo del medio que enajena al individuo hasta desnudarlo de toda cualidad humana. Como se ha señalado, nos encontramos ante una actitud narrativa muy alejada de sus precedentes literarios: “Unamuno acudió al paisaje de Castilla buscando algo que, naturalmente, no existía. Pero en Antonio Machado y Valle Inclán esto no fue así. El paisaje se convirtió para ellos en medio de acceso a una comprensión histórica de la realidad española. Ambos acometieron la tarea de despojarlo de una trascendencia metafísica para dotarlo de una significación humana. [...]Hay, empero, una circunstancia de signo histórico que hace que el ‘compromiso’ o la experiencia de Valle Inclán hayan inevitablemente perdido si no toda, al menos parte de su vigencia como posibles paradigmas de la estética narrativa. Esta circunstancia podría ser básicamente definida como una descomposición de ópticas, provocada, en un sentido general, por la irrupción de la nueva realidad, la de la urbe industrial con todas sus implicaciones conexas. Luis Martín Santos y Antonio Martínez Menchén son, posiblemente, los dos primeros narradores españoles que se enfrentan con el problema de la Megalópolis, con esos mastodónticos conglomerados en que el hombre deja definitivamente de ser la medida de sí mismo para alienarse en el espejismo de una tecnocracia crecientemente deshumanizadora”. [13] |
Recreación de tópicos literarios.
Para esta proyección deshumanizadora del medio, Martínez Menchén se sirve a veces de los tópicos literarios como contrapunto. Así, en La edad de hierro encontramos el locus amoenus en la quinta de las Palmeras. La fragancia de las flores, la sombra de los árboles, el murmullo del agua forman el paisaje idílico en el que tendría que desarrollarse el amor entre los jóvenes y que constituiría el edén bocaciano que se contrapone al casino y demás pestilentes recintos de Cástulo. Sin embargo, el espacio bucólico no cobijara amores, sino desamores. La impotencia y la frustración serán los únicos frutos que de tan ameno huerto recogerán los fracasados aprendices de Mañara, y la ninfa podrá dibujar con sus bordados las vulgares escenas de la existencia misérrima de mujer de un fachoso Tenorio en un poblacho destartalado y sombrío. También encontramos el tópico del paraíso perdido mezclado con el beatus ille en el relato que sirve de marco introductorio a Las tapias. Frente al siniestro perfil que dibujan aquellas lejanas tapias del manicomio, el recuerdo de la infancia perdida y del momento en el que, lejos del mundanal ruido y de cualquier pleito, Antonio se entregaba al ejercicio de la caza en compañía de nuestro padre antes de que el fascismo llenase de podredumbre las ciudades y los campos. El tratamiento de la naturaleza adquiere resonancias panteístas y, sobre todo, de las Geórgicas de Virgilio y su recreación por los poetas renacentistas que idealizan la caza y las labores agrícolas. Más explícita es la referencia a la destrucción por el fascismo de cualquier locus amoenus que encontramos en Pro patria mori: “En vuestro convento había un jardín. Un jardín pequeño, raquítico. El pulgón arruinó los rosales y el surtidor de la fuente hacía ya mucho tiempo que había enmudecido. En la taza redonda el agua tenía el color verde, maligno y triste a un tiempo; había un fondo brancuzco de lamay, sobre el agua estancada, las ovas mecían su piel leprosa”. El homenaje a Antonio Machado parece evidente en la recreación de este recuerdo infantil de Susi, la esposa del escritor[14]. Si el poeta de las Soledades había adaptado el tópico de los jardines modernistas (o simbolistas) a su estado de ánimo, desnundándolos de nenúfares, bufones y cisnes, y tiñendo de amarga melancolía las rosadas escenas amorosas, Martínez Menchén convierte las plazoletas y jardinillos del poeta sevillano en imagen de ese cementerio en que Franco y sus comparsas han convertido a España. El símbolo recurrente del transcurso heraclitiano de la vida en Machado _el agua_ es aquí la imagen de la muerte. El locus amoenus no es el escenario de amores de la literatura clásica, parnasianos o modernistas, ni de los desamores de Machado o del triángulo creado por el propio Martínez Menchén en La edad de hierro. Aquí se ha dado otra vuelta de tuerca al tópico para convertirlo en un círculo infernal donde flotan podre y muerte. Los dos espacios naturales recreados en Las tapias y La edad de hierro corresponden a lugares reales poetizados por el escritor. La quinta de las Palmeras (el cambio de nombre de la villa será un homenaje a Faulkner) existe realmente en su Linares natal y, como Antonio ha confesado en varias ocasiones, hacía mucho tiempo que deseaba situar en ella un relato; también el campo cercano al Magullo segoviano en el que se sitúa el marco narrativo de Las tapias es un lugar que frecuentaba nuestro padre en sus cacerías. Sin embargo, el escritor ha conocido el hospicio a partir de lo que le ha contado su esposa por lo que el relato queda impregnado de las sensaciones que ésta le ha transmitido. Y también por la personalidad de Susi. Ella es pintora y el recuerdo que transmite a Antonio del patio del convento forma un cuadro, una pintura que es una alegoría de la muerte. Si en el locus amoenus de la Introducción a Los Milagros de Nuestra Señora cada elemento (el agua, el prado, las flores, los árboles, los pájaros...) es un símbolo asociado a la Virgen y a sus atributos, aquí también las flores arruinadas, el surtidor callado, el agua putrefacta, las ovas nauseabundas, forman los símbolos correspondientes al lugar tenebroso donde la muerte y el horror tienen su asiento. Al igual que en muchas otras páginas de Antonio Martínez Menchén, lo creado viene de la mano de lo vivido. |
III) EL TIEMPO
Tiempo externo de los relatos
Exceptuando dos novelas juveniles situadas cronológicamente en la Edad Media (La espada y la rosa) y en el siglo XVIII (Con el viento en las velas), las narraciones de Martínez Menchén están ambientadas en la posguerra más inmediata (la trilogía formada por Fosco, El despertar de Tina y Fin de trayecto; La edad de hierro; Patria, Justicia y Pan; Una infancia perdida; la mayoría de los relatos de Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles y de Inquisidores; parte de Pro patria mori) o en los años cincuenta y principios de los sesenta(Cinco variaciones, y Las Tapias). El marco temporal de las narraciones en las que el autor se compromete de manera más vital encuadra los años que van desde el final de la Guerra Civil al nuevo intento de maquillaje de la dictadura que se realiza con la irrupción de los tecnócratas en economía y de Fraga personalizando la censura y permitiendo que las turistas y retoños burgueses velaran menos sus encantos. Es decir, la época en la que la derecha recurría a menos afeites y galas (¿era más brutalmente sincera?) es la elegida por Martínez Menchén para que discurran sus personajes (insistimos, con frecuencia reflejos del propios novelista en espejos más o menos deformantes). Hay, en todo caso, una correspondencia entre el tiempo de los personajes y el tiempo del autor, Una vez más, la experiencia vivida se erige en la musa más querida por el novelista. Tiempo narrativo.
Si la ubicación espacio-temporal es muy significativa en cada una de las obras de Martínez Menchén para acercarnos a la concepción del papel que como escritor y como ciudadano en el mundo le ha tocado vivir, el tratamiento del transcurso narrativo nos informa de la labor de orfebre con que se construye cada pieza narrativa, atendiendo a la relevancia del tiempo interno del relato. Ya desde su primera obra, Cinco variaciones, el escritor nos planteará que el tiempo del relato es el de los personajes, un tiempo subjetivo sometido a las percepciones, a las angustias y deseos, de manera que la instantánea vitalmente significativa dura más que veinte años de modorra[15]. La evocación del momento fugaz que ha dejado una huella profunda en el personaje, tan profunda que el devenir le es ajeno, servirá de base para el monólogo interior del individuo que trata de escapar de un tiempo y un espacio que, como he indicado anteriormente, le resultan tan odiosos como a cualquier otro cautivo. La avecica que canta al albor del estudiante, de la tejedora de sueños, del anciano... les dice lo que fue, lo que podría haber sido y lo que no será porque siempre habrá ese ballestero que la asesinará cuando el tiempo parezca florecer hasta para el triste que yace en esa prisión sin alcanzar a distinguir el día de la noche. Y, lo peor, del caso, es que dios no le dará mal galardón a este asesino del verdadero tiempo, el tiempo tan personal e intransferible como las necesidades vitales. Muy al contrario, el dios o sus representantes en la Tierra pasearán al asesino del tiempo bajo palio y le declararán Caudillo por su gracia. De ahí la desolación de los seres que recorren como sombras todos los relatos de Martínez Menchén. La dictadura no los ha asesinado físicamente, ha eliminado su espacio y su tiempo vital. Y, la tristeza aumenta al comprobar que esta tiranía no es sino un hijo más de la “España inferior que ora y bosteza, vieja y tahúr, zaragatera y triste; esa España inferior que ora y embiste, cuando se digna usar de la cabeza…”[16]. En contra de lo que pronosticaba el poeta sevillano, el mañana estomagante no ha alumbrado una España redentora, sino aún más repulsiva de sayones, caínes y filósofos nutridos de sopas de conventos. Ante este tiempo detenido en la infamia, al individuo no le queda sino refugiarse en sus sueños, en sus pesadillas. Y si esta pesadilla se manifiesta meridianamente en La caja china, el despropósito de un poder sádico que planifica la máxima alienación del individuo al desnudarle de cualquier referencia temporal o espacial propias se muestra con nitidez desde Cinco variaciones. La soledad, la impotencia, la privación de hasta nuestra mínima arma de defensa quedan borrosamente nítidas en las pesadillas. En ellas, también el espacio y el tiempo nos son ajenos, poca o ninguna capacidad tenemos de influir en uno u otro. En primer lugar, porque las entradillas o citas de cada variación nos avisan, como a los visitantes del infierno dantesco, de que hemos de perder cualquier esperanza sobre nuestro presente, pasado o futuro: “La importancia concedida por Martínez Menchén al elemento temporal se pantentiza en los cinco epígrafes de Whitman, Aleixandre, Martínez Menchén (poeta), A. Machado y C. Sanburg que encabezan cada una de las distintas secciones y que aluden a esta preocupación central del novelista”.[17] En segundo lugar, y como destaca también José Ortega en el mismo artículo, el tiempo es un referente obligado para comprender por qué actúan así los protagonistas de las cinco variaciones, cuáles son sus inquietudes y anhelos vitales: “El tiempo representa, como hemos dicho, el motivo recurrente en Cinco variaciones y las implicaciones que del predominio de este elemento se desprenden son: a) brevedad del espacio cronológico de la acción en cada una de las fábulas. b) huellas del tiempo físico y espiritual que permean todos los relatos en forma de ocasos, atardeceres, reflejos parados, así como predominio del protagonista anciano. c) evocación afectiva que se traduce en repeticiones y uso de modos y tiempos que reflejan el mundo monótono, intrahistórico, eterno que puede aligerar la angustia del tiempo presente y el miedo al futuro cercano. d) subjetivismo que implica predominio de la imaginación en un intento del autor por contrarrestar el despersonalizado y mecanizado mundo donde se mueven sus seres, desnudos carecen incluso de nombre por hallarse inmersos en una anómica y anónima sociedad que poco les ayuda en la trágica búsqueda de su perdida identidad”. Esta negación de las posibilidades individuales de cambio, de tiempo entendido como medida de movimiento, hace que los personajes de Martínez Menchén nos resulten, con frecuencia, estáticos. Quiero decir, incapaces de sufrir transformaciones importantes. No es que el tiempo se haya detenido en ellos, es que sencillamente no existe para ellos. Frente al todo fluye, la norma es todo se detiene. El fascismo niega el devenir porque niega el tiempo. Incluso, sangrienta paradoja, al propio dictador verá congelado el tiempo de su agonía en Pro patria mori. Proclamar la sinrazón de la “unidad de destino en lo universal” supone, ante todo, sobre todo, anular la posibilidad de transformación, de cambio, reducir el devenir histórico a un absurdo comparable al movimiento inmóvil que el régimen fascista fijó para mote de su escudo. En esta novela el tiempo se construye como un ciclo de la vida de los personajes que teje la gran araña agonizante. Tan solo con la muerte del vampiro se producirá un relativo alivio de independencia en las víctimas e igualados una vez allegados, las víctimas y el verdugo desfilarán por las dos riberas en esa recreación de la danza de la muerte que cierra Pro patria mori. Cierto es que en algunos relatos los personajes parecen tener más posibilidades da cambio. Tal es el caso de La edad de hierro. Sin embargo, pronto observan el engaño y, cuando quieren dar la vuelta, ven que no hay lugar, que todo, incluido el devenir de sus vidas, está atado y bien atado. La narradora de historia, la vieja chacha, se encargará de recordarles que ellos no son sino personajes, sino arquetipos, actantes de un relato maravilloso del cual han creído independizarse para tomar vida. Pero no son sino soldaditos de plomo. Y serán tan felices y comerán tantas perdices como esos seres anónimos e intemporales con los que nuestra madre nos encantaba comieron al acabar el relato: las que nuestros sueños pusieron en sus mesas.
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IV) LOS PERSONAJES
Como no podía ser de otra manera, en el tratamiento de los personajes es donde se muestra más claramente el compromiso del escritor. Casi siempre que he leído una obra de mi hermano he creído ver en alguno de sus personajes fragmentos de su persona, algo así como si uno descubriese unas teselas correspondientes a un mosaico cuya figura conoce. Y aunque esa figura era la de Antonio, las teselas tenían vida propia, todo era una gran matriusca rusa formada por pequeñas matriuscas que, recordando a la madre, eran diferentes y parecidas entre sí. Con otros relatos he experimentado esa sensación tan común a todos los mortales: esto lo he visto yo en algún sitio, dónde he conocido a esta persona... Porque estas criaturas literarias de Antonio se integraban en aquel gigantesco mosaico, pero, a su vez, venían de otros como si todas hubiesen tenido un origen común y, superados los avatares que las habían dispersado, volviesen a ensamblarse. Muchas son las semejanzas y diferencias entre estas criaturas, pero casi todos se unen al mismo cordón umbilical: el de los vencidos. La derrota de cada ser tendrá manifestaciones diferentes, pero una misma causa: la felonía de unos militares cuya única hoja de servicios es masacrar al pueblo que les dio las armas, santificados por los obispos integristas y aupados por la canalla del capital nacional y el fascismo internacional. Los distintos personajes no son sino ejemplos significativos de un pueblo vencido y sojuzgado. Seres del común que se enfrentan a los aparatos creados para aniquilarlos: La Magistratura (La caja china), Falange (Patria, Justicia y Pan), la Iglesia y su sistema educativo (Inquisidores), los caciques (La edad de hierro), los supuestos hospitales (Las tapias) y un largo etcétera al que deberán enfrentarse, sin la menor posibilidad de éxito, unos individuos condenados al fracaso por el simple delito de haber nacido en esta España, palabra con la cual se llenan la boca tantos canallas disfrazados de patriotas para perseguir al hombre. Tratando, pues, de organizar a esos seres que constituyen el universo narrativo de Antonio Martínez Menchén los agruparé por conjuntos, aun a sabiendas de que esta clasificación no es más útil que la de segregar las churras y las merinas, pues todas son ovejas y, si su división tiene algún sentido, es el de dar pie a una sentencia literaria, lo cual no es poco para los tiempos que corren en los que casi nadie sabe qué hostias son las churras y las merinas.
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Niños-jóvenes protagonistas.
Repasando los relatos protagonizados por niños en diferentes épocas literarias, creo que, en lo que se refiere a las intenciones narrativas de los autores, se pueden establecer dos coordenadas que, con frecuencia, se entrecruzan: el largo proceso de aprendizaje del niño hasta alcanzar la madurez, o el espejo donde, con distintos pretextos, se muestra la estupidez y la maldad del adulto.[18] La generación literaria en la que se encuadra Martínez Menchén, llamada por algunos tratadistas “generación del medio siglo”, está compuesta por autores cuya infancia o pubertad transcurrió durante la Guerra Civil. O, por para ser más exactos, a los que la guerra privó de infancia o adolescencia. Ana María Matute, Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Alfonso Grosso, García Hortelano o Luis Goytisolo, entre otros, reflejarán en los niños los efectos de la Guerra Civil y de su aún más dilatada e incivil posguerra. El odio, la miseria, el miedo o la tristeza han puesto una máscara adulta en el rostro de estos muchachos sin infancia. Cabeza rapada de Jesús Fernández Santos recrea el triste deambular de un huérfano tuberculoso por un mundo que se asemeja a un cementerio; García Hortelano, en Gente de Madrid, presenta un conjunto de relatos en los cuales el Madrid de la guerra y la posguerra es un escenario en el que grandes y chicos representan los mismos actos de una tragedia alucinante. Tal vez las señas infantiles más entrañables, los juegos, se verán también tiznados con la negrura de la muerte. Los chicos de Ana María Matute, Patio de Armas de Ignacio Aldecoa, el capítulo introductorio de Recuento de Luis Goytisolo son algunos ejemplos de la presencia, no lúdica sino ominosa, de la guerra en la infancia. Sólo cuando el autor se refiere a los años anteriores a la guerra (en relatos generalmente situados en Linares) los niños aparecerán como tales, con sus travesuras e ingenuas maldades. Pero en la mayoría de las narraciones, la infancia se sitúa en la posguerra y entonces aparece teñida de amargura. Son criaturas patéticas, como esos críos vestidos con trajes de adultos, requetepeinados y compuestos que se sientan en un rincón, bajo la atenta mirada de los mayores que platican sobre vaya usted a saber qué temas. Niños que, sin crecer, han dejado de serlo. Porque el robo de la infancia por el fascismo se muestra constantemente en los personajes infantiles de Martínez Menchén. El título de uno de los conjuntos de estos relatos (Una infancia perdida) no deja lugar a ninguna duda sobre las intenciones del autor. Desnudos de todo aquello que los define como niños, estos seres vagan por un mundo sin ilusión ninguna. A veces, se produce un milagro y un destello de luz atraviesa las tinieblas de la existencia cotidiana. Tal es el caso del perro invisible que alumbra las esperanzas del chico cuya madre está enferma (Fosco). En otras ocasiones, el o la protagonista tratará de enfrentarse con sus propios medios a esta realidad oprimente, escapar del mundo que le rodea e iniciar así su aventura. Luis lo intentará en Fin de trayecto. Pero su destino será aún más amargo que el de Lázarillo. Porque si éste acepta cínicamente vender a su mujer por dos mendrugos de pan, Luisito es consciente de su derrota y tan sólo le queda envidiar la libertad de los humildes vencejos que revolotean sobre su prisión. Con diferentes pretextos argumentales estos niños reflejan la realidad de la posguerra española vivida por el niño Antonio Martínez Menchén en Segovia. Son experiencias vitales propias o las de seres muy allegados. A veces, de los susurros de los mayores el niño ha entresacado que otro muchacho del mismo barrio ha quedado huérfano porque su padre ha sido asesinado o su madre ha fallecido como consecuencia de los años del hambre; en otras ocasiones, la imagen será una carita triste aplastada contra los cristales; o bien algo que se contaba como un secreto en la pandilla del barrio... Cualquiera de estas vivencias más o menos fugaces se convertirá en materia literaria, en criatura novelesca. Pero todas comunicarán al lector que son la misma imagen con distintos atuendos o en diferentes misiones. El pobre niño que debe acompañar a su padre en una misérrima aventura de conseguir unas patatas para alimentarse fuera de los caminos dictados por los estraperlistas oficiales, aparecerá en Patria, Justicia y Pan transformado en una pareja de golfetes que han de valerse de su astucia para asegurar su subsistencia. De ahí que, como ha señalado Ricardo Senabre, estas criaturas tengan más rasgos comunes que diferenciados: “Los diversos niños que protagonizan estas narraciones _y que tienen más de un punto de contacto con los niños de lo relatos juveniles del autor_ son, en rigor, variantes de un mismo personaje contemplado en ámbitos diferentes; el colegio religioso, la feria pueblerina, la enfermedad, el miedo. Hay razones para sospechar que Martínez Menchén ha volcado en estas páginas no pocas vivencias personales, y una confrontación detenida entre Una infancia perdida y los volúmenes anteriores del autor ofrecería indicios de peso en este sentido” [19]
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Seres alienados
Este es el epígrafe bajo el cual se incluyen la mayor parte de los personajes de los relatos de Antonio Martínez Menchén. Hasta tal punto, que algunos ensayistas han clasificado a este escritor como uno de los novelistas de crítica a la alienación, al lado de Martín Santos o de Juan Goytisolo[20]. Desde su primera obra (Cinco variaciones), el escritor ha elegido a seres del común, fracasados, desnudos de cualesquiera de las virtudes de los héroes. Y también castrados. El Régimen ha extirpado toda posibilidad de disfrute placentero y, especialmente, del más gratificante de ellos: el erótico. La alienación sexual de los personajes de Martínez Menchén es evidente. El virus de la represión católico-falangista se manifiesta con diferentes síntomas en sus organismos, aunque la enfermedad es la misma: en el triángulo amoroso de La edad de hierro ( la novela en la que el amor tiene no sólo relevancia argumental, sino como organizadora de la trama), cada vértice responde a lo que el poder ha hecho de él. A Paula, porque pertenece a la clase dirigente, se le permitirán algunos devaneos juveniles, pero pronto volverá al redil de matrimonio con un fascista que la encerrará en su jaula de oro mientras se entretiene con su queridas; Federico, tímido e introvertido, carece de armas con las que el macho viril del franquismo tenía que asegurarse el triunfo; Gerardo, además de la lacra republicana de su progenitor, ha pagar un mayor tributo: no es que le falten las armas del conquistador, es que ni siquiera saber a quién quiere conquistar. O no le dejan saberlo. Que ahí está el problema. En una sociedad castrante, plagada de represiones amorosas, erigida sobre el pilar eclesiástico de la doble moral católica que permite la prostitución y castiga severamente a dos adolescentes que se besan, en esta sociedad que tiene como Constitución consejas de beatas y como vigilantes honorables magistrados putañeros, cualquier manifestación gozosa del amor está maldita. Tal vez por ello sean contadas las páginas en las que el amor se manifiesta placenteramente en la obra de Martínez Menchén. Y también resulta curioso que las páginas más eróticas correspondan a amores solitarios femeninos (La edad de hierro, El despertar de Tina, Patria, Justicia y Pan). Es cierto que en Fin de trayecto se narra una iniciación amorosa dentro de la tradición bucólica con ribetes de Dafnis y Cloe. Pero la iniciación es tan efímera que sólo deja un sabor agridulce, pues se trata de algo efímero, anecdótico dentro de un relato en el que se nos avisa del fracaso de cualquier intento de escapar a las garras del poder dictatorial. Si en Tiempo de silencio la anulación de la personalidad por la dictadura tiene su ejemplo en un complejo de Edipo que convierte a Matías en un impotente sexual, intelectual y vital, en la obra de Martínez Menchén la represión perfectamente organizada de la máquina franquista va transformando a los hombres en castrados y a las mujeres en objetos de un sexo mercenario en el hogar o en la calle. Contrasta la escasez de referencias eróticas en la obra de Martínez Menchén con la variedad de caminos que obligan a la prostitución: la chica embarazada por el padre, la necesidad de sobrevivir en la posguerra, la mujer seducida y abandonada sin otras opciones vitales, el relativo ascenso en la escala social... Como simple sensación, quizá sin ningún fundamento sólido, este amor triste, estos seres privados del placer erótico que aparecen en casi todos los relatos de mi hermano, me han recordado algunos poemas de Cernuda, especialmente de los que publicó en Donde habite el olvido. Tal vez esa la causa y el fundamento de la tristeza que nos invade al leer muchos de sus relatos: la impresión de que el poder puede enajenar la capacidad más importante del ser humano, la relación de dos personas que quieren fundir el calor de sus cuerpos y de sus mentes, pero que al final el abrazo choca con las espinas. Porque no somos sino erizos. El amor de esta España de cuartel y sacristía es enfermizo. A diferencia de Cela, esta dolencia erótica no tiene en la obra de Martínez Menchén rasgos jocosos, sino de denuncia. La literatura recobra su función patética al hacer que el lector sienta hasta dónde puede llegar el poder de los opresores. Cómo también pueden aniquilarlo los mismos sádicos que cercenan los anhelos más íntimos del individuo recubriendo su crueldad con los oropeles de los mamarrachos falangistas o de las guardarropías de sacristías mugrientas. Y cuanto más dolorosa sea la agresión para las víctimas, más placentera lo será para el verdugo: “La agresión extravertida (sadismo) que, según Freud, deriva del masoquismo primario, o deseo de muerte, se sintetiza en el terrible anuncio que la monja hace a las niñas : “Ahora vais a rezar por vuestro papá, porque dentro de siete días van a matarlo”. La tendencia sadista forma parte de la masoquista, y la monja placenteramente se recrea en el dolor de las niñas en el orfanato.” [21] Esta enajenación de las potencias del individuo no se refiere sólo a su capacidad amorosa. En realidad, la castración es completa. Las pirañas del poder se reparten cuerpos y mentes para devorarlos concienzudamente, aunque, eso sí, sin invadir unos las competencias de otros negociados devastadores. Privados de futuro, los seres novelescos son peregrinos que ignoran cuándo y a adónde llegar: “En la sociedad descrita por Martínez Menchén hay como una superposición de elementos, una abigarrada sucesión de seres cosificados e incapaces de derivar hasta sus últimas consecuencias su experiencia de la vida. Una superposición de seres vinculados entre sí por una rutina que los vacía de sentido. Que subliman su frustración en la creación de fantásticos universos imaginarios; que viven compensatoriamente en sus sueños las posibilidades que la realidad les ha negado, y que también, en ciertos momentos, vislumbran lúcidamente la contradicción entre esta magnificencia de los sueños y la realidad miserable de sus vidas, resolviendo la contradicción finalmente en la aceptación de una oscura e inexorable fatalidad, cuyo absurdo se resume en una palabra: Destino. Toda la obra de Martínez Menchén es una esclarecedora vivisección del siniestro mito del Destino.” [22] Es cierto que uno de los pasos más importantes de la novela moderna ha consistido en que no sean los lugares los que cambien, sino los individuos. La novela itinerante ha dado paso a la novela de introspección psicológica. Sin embargo, esta mirada hacia el interior de los seres problemáticos aún tenía visos de complicidad entre autor y personajes en el escritor decimonónico. Quiero decir que el novelista de finales del siglo XIX hacía que el lector comprendiese los porqués de la crueldad, de la ingratitud, de las pasiones más desenfrenadas. Frente a ello, los seres de Martínez Menchén nos transmiten mucho más la sensación de desvalimiento, de vacío. Intentan refugiarse en sus vivencias anteriores, pero las satisfacciones que encuentren serán apenas gratificantes. Al igual que su creador, los personajes son fantasmas de esa muchedumbre solitaria, seres anodinos que, a fuerza de no interesar a nadie, ni siquiera interesan a sí mismos. Allá a lo lejos, como ecos de sus consciencias, están los recuerdos difusos y unos refugios culturales _los libros, las obras de arte, las películas_ donde acudir cuando ya nada se espera personalmente exaltante. Perdidos en sus laberintos internos, el estudiante, la bordadora, el oficinista, los huérfanos o cualesquiera otros seres alienados reflejan el mundo que ha vivido Martínez Menchén. El novelista levanta acta de la sociedad alienante que ha sufrido y conocido sin ninguna intención mesiánica. Se sabe derrotado e indefenso, continuamente cautivo y desarmado. Esta angustia de personajes que se refugian en lo que fueron pero ya no serán (infancia) o en lo que tampoco podrán ser sin haber sido (futuro, ilusiones/deseos) ha sido bien analizada por Sabas Martín en la revista Cuadernos Hispano Americanos, número 339, septiembre de 1978. En su artículo Antonio Martínez Menchén o los relatos de la alienación, dice respecto a este conflicto entre realidad y deseo: “Con estos presupuestos, el conflicto entre la realidad y el sueño, entre las posibilidades de acción y las aspiraciones de sus personajes, nos llevan a un mundo sórdido, desalentador, en el que ‘la soledad aparece como el sentimiento general de una sociedad desgranada, arrojada sobre el asfalto.[23]Y junto a la soledad, o tal vez a causa de ello o consecuencia inevitable, la imposibilidad de establecer una comunicación humana. Y pese a todo, Martínez Menchén siente amor, comprensión, piedad por esos seres anodinos que refleja”. |
Personajes recurrentes.
Anteriormente me he referido a cómo los personajes de mi hermano Antonio, al ser reflejo artístico de sus propias vivencias, tenían muchos rasgos comunes. Rasgos que, en general han surgido a partir de las experiencias del escritor, sean estas vitales o circunstanciales. Esta recurrencia a criaturas novelescas comunes vistas con diferentes prismas es constante en casi todos los grandes escritores. Si bien el novelista que se pone como modelo de retroalimentación de sus propios personajes es Benito Pérez Galdós, otros autores (Cervantes, Baroja, Camilo José Cela...) han ido creando y recreando seres de ficción en diferentes obras con parecidas señas de identidad y diferentes ropajes. En el caso que nos ocupa, el escritor no ha ocultado desde su primera publicación la intención de que los protagonistas de sus obras fuesen un elemento fundamental para la cohesión del relato. Si el espacio y el tiempo narrativo son pilares sobre los que debe descansar cualquier narración, los personajes constituyen el catalizador que puede convertirla en obra de arte o en fruslería. De ahí que el narrador tenga que hacer una selección lo más rigurosa posible de sus reflejos literarios. Y, en esta selección, una vez más, encontramos la identificación con esos seres que nos resultan entrañables, con los que nos sentimos identificados en sentimientos y experiencias vitales. Aunque unos y otras pueden ser muy contrarios a nosotros. Y esos seres tienen que ser reales para el autor y no pueden ser multitud. Por ello, como jirones que son del propio novelista, nos llevan a dónde he conocido yo a este personaje, esta chica me suena: “La unidad [de Cinco variaciones] reside en la localización (Madrid), el tiempo (actualidad) y el tema ya indicado, pero también se manifiesta en la semejanza de las personas. Así, el estudiante tímido que, en ‘Domingo’, la primera variación, sigue a una muchacha desconocida por las calles como un mendigo de amor verdadero que diese exasperada acogida en su conciencia a las figuraciones de la sensualidad, pudiera ser _aunque no lo sea_ el mismo que en ‘La bordadora’ (segunda variación), pasa bajo el balcón de esta doncella ocupada en trazar imaginariamente un complejo bordado de temores y esperanzas; y esta muchacha sin nombre como él y ellos, reaparece, con historia distinta, en la soltera de más de cincuenta años que, al morir su dominante hermana, queda sola para siempre entre objetos antiguos e inútiles (‘Las cosas’, cuarta variación) y acaso en la anciana de ‘Invierno’ (quinta variación), quien, mientras paladea su merienda en un café, cautiva la atención dispersa del viejo solitario frecuentador de ese local. El anciano, con otra biografía, padece enajenación y timidez similares a las del estudiante y, como éste, podría haber tenido en el otoño de su vida la soledad y el superior resentimiento, la capacidad fracasada y el ansia agónica del oficinista de ‘Bacanal’, intérprete de la náusea en la variación tercera.” [23] Según y conforme avance la obra de Martínez Menchén, los personajes crearán en el lector la sensación de hallarse ante seres que le resultan familiares. De una parte, porque estos seres manifiestan problemas cercanos a cualquier persona, de otra las vivencias que ha tenido el autor sobre estos problemas. Planteado así el tema, podría considerarse que existe cierto esquematismo en el tratamiento novelesco. En absoluto. El que los conflictos se reduzcan, no quiere decir que se simplifiquen. De ser así, casi toda la poesía sería muy simple porque casi siempre versa sobre el amor y la muerte. Precisamente la grandeza del creador radica en el descubrimiento de la perspectiva, en cómo hacer con los mismos ingredientes un manjar nuevo y tradicional a la vez. Sobre esta base de tradición y originalidad se moverá Antonio Martínez Menchén para dibujar a sus personajes. El estudio más riguroso que conozco de la construcción novelesca de una obra de mi hermano a partir de los personajes de la misma es el del poeta Carlos Álvarez en La plenitud creadora de Antonio Martínez Menchén: la edad de hierro. República de las Letras, número 57. Tendría que reproducir aquí el recorrido transversal que hace el poeta por la obra de Antonio para explicar cómo se puede recurrir literariamente a muy semejantes criaturas novelescas haciendo que éstas no sólo no pierdan, sino que, muy al contrario, se nos muestren más radiantes en cada aparición. Pero como ello no es posible, y consciente de la barbaridad de las mutilaciones, cito estas líneas: “Por las callejas o el casino de Cástulo veremos deslizarse a individuos o colectivos humanos que recorrieron las páginas de Cinco variaciones, de Las tapias, de Una infancia perdida, porque la obra de todo gran escritor se mueve en torno a una serie de temas y personajes y posibilidades y sueños que lo obsesionan, y esta repetición de circunstancias parecidas tanto en el ambiente como en la psicología no es, probablemente, otra cosa que la prueba de que en él se encuentran escondidas unas necesidades de expresar y de expresarse, no de escribir por escribir ni hacer florituras semánticas, y que esas necesidades retornan continuamente. Y, por supuesto, que el fruto de esa obsesión es la multiplicidad de hombres y mujeres, y de niños, intercambiables, que se encuentran desperdigados a lo largo de su obra.” Esta preocupación por mostrar las diferentes facetas de la personalidad, de las respuestas del individuo ante un mismo problema, nos lleva a la ausencia de personajes colectivos, a la vez que a la multiplicación del personaje reflejado en espejos que deforman su personalidad, la achican o la agrandan, la estrechan o la ensanchan pero manteniendo siempre esas huellas que le diferencian de los otros. El juego de los espejos nos indica que somos no uno y trino, sino uno y mil, con nuestros defectos y virtudes, heroicidades y cobardías. Es el héroe problemático llevado a sus últimas consecuencias el que protagoniza las obras de Martínez Menchén. La sociedad que actúa como elemento alienante provoca insospechadas reacciones en los individuos. El conflicto dramático se crea porque cada personaje sabe que tiene perdido su combate contra la realidad ominosa. Ninguno de ellos puede triunfar contra la idiotez dominante. Su neurosis es el reflejo de su impotencia para andar por otros caminos distintos a la senda trazada por los triunfadores. Su fracaso refleja el fracaso de unos ideales que también son los del escritor. Y, por ello, el escritor no pretende engañar a nadie: levanta acta, da fe, como los escritores realistas de su generación, de la realidad oprimente que le ha tocado vivir. Sólo que él no confía ni en fuerzas propias ni ajenas que le liberen de ese yugo que le pusieron a los pocos años de haber nacido. Y que también se vale de otros recursos literarios para reflejar la soledad del peregrino urbano.
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Referencias mitológicas.
Pocas son las referencias a personajes mitológicos en la narrativa de Martínez Menchén. Sin contar algunas recreaciones míticas en sus obras destinadas al público infantil (Mi amigo el unicornio) o juvenil (La espada y la rosa), los personajes más claramente asociados a temas míticos tienen que ver con el destino. Como he indicado anteriormente, los personajes se enfrentan a este destino como cualquiera de los titanes clásicos. A Prometeo, Dédalo, Sísifo sólo les está dado soportar lo que les había caído encima, llevar sus respectivas cargas con mezcla de resignación y dignidad. Están condenados de antemano por otros dioses más poderosos que tienen su sede en las Bolsas y en el Vaticano. Y cuyos oráculos están instalados en los medios de comunicación. De esta manera, el destino está grotescamente desnudo y orlado por un nimbo de hortalizas. La tragedia no consiste en enfrentarse a un destino adverso pero grandioso, sino a las miserias cotidianas que forman el presente y el futuro ya escrito. El hado o las hadas hilanderas como representación del destino de los personajes se encarna frecuentemente en una bordadora. Esta humanización del mito hace que aparezca como un personaje del relato sin ese carácter externo que tiene, por ejemplo, en Antonio Machado.[24] En Cinco variaciones el destino se personifica en la bordadora, protagonista del relato del mismo nombre, que va tejiendo su existencia vacía. El tema adquiere una labor simbólica fundamental en Pro patria mori: el narrador describe un cuadro pintado por el padre de Susi, su mujer. El lienzo inacabado de las tres niñas bordadoras pasa a simbolizar en la novela la vida truncada del padre, asesinado antes de poder darle fin, pero es que, a su vez, muestra a tres bordadoras infantiles. Aquí el destino se llama Franco y su dictadura que han cortado el hilo de la vida del pintor, el padre de las tres chicas que han visto interrumpido el bordado que estaban haciendo, el bordado de su existencia. “Tú padre no pudo terminar el cuadro: Tu mano derecha, la que debía sostener la aguja, es sólo un esbozo...” La alegoría continuara cuando, muerto el Caudillo, el tiempo que él como todos los fascistas del mundo querían detener, sigue transcurriendo. La niña del cuadro cuyo hilo se había visto cortado por la brutalidad franquista, sigue cosiendo: es el fluir heraclitiano del tiempo que recuerda a los dictadores su destino. Por muy despiadada que sea la labor represiva de los verdugos, siempre dejarán algún cabo suelto, se les escapará alguna víctima que continúe bordando _o escribiendo_ lo que pudo haber sido y no fue, pero también lo que está siendo mientras el criminal se enfrenta a algo tan intransferible como su doloroso final. Una vez más aparece en esta novela el homenaje a Machado: al hablar del hospicio en el que han sido internadas las huérfanas y recordar el autor la poesía de Campos de Castilla. En otras ocasiones el destino se separa orgánicamente del relato. Es la eterna narradora de historias que aparece y desaparece en La edad de hierro. El recuerdo de Sherezade contando historias para evitar su trágico destino se une al papel de los narradores de cuentos de hadas analizado por Riesman en La muchedumbre solitaria y, naturalmente, a nuestra madre, extraordinarias narradora de cuentos.[25] Aunque con menor relevancia, también aparecen referencias míticas en otras obras de Martínez Menchén. Así, el ingenioso y sufrido arquitecto del laberinto cretense da su nombre a uno de los alucinados de Las tapias (Dédalo), si bien este personaje se encuentra perdido en los recovecos en los que una sociedad alienante ha convertido su existencia. A su vez, la infeliz adivinadora condenada por Apolo a decir la verdad sin que nadie la creyese se personifica en la misma obra en uno de los casos que el profesor Casado cuenta al narrador como ejemplo de cómo en la locura se encuentra la llave de muchos misterios con los que el hombre se enfrenta cotidianamente. En el relato de Casandra, Martínez Menchén recrea el mito partiendo de las antípodas geográficas y culturales en las que éste surgió. La protagonista de cuento es una joven japonesa recluida en una clínica psiquiátrica en Zurich. Víctima de una sociedad opresora (la aristocracia japonesa de la Segunda Guerra Mundial), de un padre frustrado por no haber tenido un varón que siguiese las gestas bélicas de sus antepasados samuráis y de unos desengaños vitales y amorosos, Yoneko entra en una profunda crisis que, de improviso, se convierte en pesadilla alucinante. Al igual que su antepasada troyana, la joven japonesa ve el horror de la destrucción de su ciudad. Y de nada sirve que lo anuncie. La estupidez del mundo se ha volcado en mejorar las formas de destrucción colectiva; en lo de no creer a quienes las anuncian, poco ha cambiado. La hija de Príamo será entregada a uno de los caudillos aqueos que han arrasado su ciudad; la joven Yoneko tal vez acabe sus días en una clínica de reposo suiza. Sobre ambas mujeres planea, una vez más, el fantasma más real de la sociedad capitalista: la alienación del hombre. Y el novelista vuelve a identificarse con sus criaturas literarias. Una vez más se rompe la pared que separa la experiencia vivida de la creada literariamente. “Pero dando vueltas a todo lo de esta tarde, lo que sí pienso es que no sé hasta qué punto podemos estar seguros de nuestra razón, podemos creernos nosotros sanos y ellos enfermos. ¿No nos estarán mostrando, con su alienación, nuestra propia alienación? ¿Con su mundo contradictorio, las propias contradicciones de la sociedad que les aísla? ¿No será su irracionalismo un grito de protesta contra el irracionalismo de la media social dominante? ¿No será la negación de nuestros esquemas una simple consecuencia de que nuestros esquemas no son válidos? ¿Dónde comienza la razón y dónde comienza la locura?”[26]
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V) TÉCNICA y ESTILO
El recurso más utilizado para ensamblar los relatos por Martínez Menchén es el del “Cuento de cuentos”, un pretexto que sirve para dar coherencia a un conjunto de historias que, a su vez, son independientes. En algunos casos, este elemento unificador será el tema. Tal ocurre en Cinco variaciones, novela en la que el lector debe establecer el marco narrativo que interrelaciona los cinco capítulos de la novela. Llámese frustración, soledad o impotencia, todas son variaciones del fracaso del ser humano en una sociedad capitalista y, además, fascista. Como se ha señalado al hablar del tratamiento de los personajes, las variaciones son facetas de cinco personajes que son el mismo con distintos disfraces de sexo, edad o nivel cultural. Cinco seres solitarios sometidos a la agresión permanente de una sociedad en la que unos son lobos para otros seres indefensos que sólo pueden refugiarse en el vacío de sus existencias, en ellos mismos, en su soledad: “Cinco Variaciones de Martínez Menchén no es una colección de cinco relatos independientes, sino una novela o fábula cuya estructura viene dada por cinco componentes cuyo motivo central es la soledad y la proyección temporal de ésta”. [27]También la soledad del individuo frente a los poderes absolutos de una sociedad fundamentalista en lo religioso y canallesca en lo político será el elemento que dé coherencia al conjunto de relatos que forman Inquisidores: “La soledad es también una constante que, si menos repetida que en Cinco variaciones, donde era temática fundamental, aparece aquí en relatos como “Triángulo”, el más relacionable con los de aquel libro y uno de los más ambiciosos recogidos en Inquisidores. Más que una relación de los personajes con su contexto social, _parte fundamental en el análisis de los relatos de Cinco variaciones o de Las tapias_ se trata aquí de una profundización psicológica que, en ocasiones, llega a apartarse de cualquier referencia concreta, en aquellos casos en que la narración se acerca más a una “literaturización” de lo literario, a una suerte de relato erudito: es el caso de “¿Quién sabe...?”_cuyo pretexto es la figura de Guy de Maupassant, de quien Martínez Menchén ha heredado eso que Carlos Barral llamaba “capacidad de análisis moral y verdaderamente singular”_ y Del seto de Oriente, cuento en el que la ambientación “chinesca” proporciona a sus resultados un cierto distanciamiento que configura de un modo muy peculiar su lección moral.”[28] En Las tapias, el elemento que da coherencia a los relatos es también la enajenación mental , en este caso lo que en el habla llamamos locura. Sin embargo, como he indicado al referirme al espacio novelesco, en esta obra el prólogo en el que se nos dibuja una naturaleza amable frente al espacio siniestro del manicomio, actúa como llamada continua sobre el lector: estos seres cuyas historias _fichas clínicas literaturizadas_ no son sino trasuntos de ti mismo, de lo que te espera cuando pierdas la capacidad de decidir, cuando las tapias vayan invadiendo el espacio antes reservado al hombre. La alegoría de las tapias del manicomio se extiende a toda una sociedad presa en la locura individual y colectiva, sin otras alternativas que el diagnóstico, nunca la cura. Ellos _nosotros_ como diría Antonio Machado purgan un pecado ajeno, la cordura, la terrible cordura del idiota. Esta locura que aparece como elemento organizador de Las tapias y de otros relatos de Martínez Menchén trata de superar los diagnósticos clínicos para instalarse en una tradición poético-literaria que podría resumirse en una sentencia del común: los niños y los locos siempre tienen la razón: “Y hay que repetir con Sanz Villanueva que la locura no es sólo tema en Martínez Menchén. Es en realidad el mismo protagonista de sus obras. No se trata de una locura entendida en término psicopatológico, sino de algo irreal, fantasmal, obsesivo y delirante, próximo a las fabulaciones de Allan Poe.” [29] La represión es el tercer elemento organizador de los relatos de Martínez Menchén. Este elemento aparece como complementario de los anterior, si bien cobra más protagonismo en las secuencias de Una infancia perdida e Inquisidores: “La obsesión fundamental de Antonio Martínez Menchén es la lucha contra la represión; contra la represión psicológica y contra la represión más concreta y física: la que se realiza con la apoyatura de un Código preparado para quien osa contravenir el orden establecido.”[30] También en Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles aparecen los temas recurrentes en la obra del autor . Y, una vez más, la represión es un siniestro buitre que planea sobre los seres de estos relatos, espacialmente sobre los niños. “Es cierto que para sus lectores coetáneos estas veinticinco escenas de la edad de hierro y esos fragmentos autobiográficos tienen un particular impacto, son otras cargas de profundidad en nuestra sedimentada memoria de niños de la guerra, de una autenticidad y penetración tales que me parece imposible que no logren traspasar la coraza de ignorancia histórica con la que los nietos se defienden de la triste memoria de los abuelos. Ni Martínez Menchén ha olvidado nada, ni tampoco sus narradores y personajes parecen dispuestos a perdonar el rapto cruel y cruento de nuestra infancia a manos de los destructores de la Segunda República, y la consiguiente reeducación disciplinaria a la que nos vimos sometidos. Pero a pesar de las confusiones y de los pretendidos telones de olvido que se han levantado sobre aquella lamentable dictadura, persiste una distinción fundamental entre el perdón y el olvido: solo el primero es voluntario. Este último volumen, como toda su obra anterior, forma parte del esfuerzo de nuestra generación por transmitir nuestra memoria.”[i] La estructura de “Cuento de cuentos” se mantiene en La espada y la rosa, aunque con notables diferencias. Aquí el elemento aglutinante no es un elemento temático sino una historia con entidad novelesca propia. En realidad, los cuentos que se insertan son vicarios de la narración central, siguiendo una técnica próxima a la primera parte del Quijote y no a las de las Mil y una noches, por mucho que esta novela de Martínez Menchén deba a la literatura oriental. En realidad, La espada y la rosa es una recreación de la literatura medieval en la que géneros y estructuras no formaban estas celdillas tan importantes para los taxonomistas (o taxidermistas) literarios. En una novela de la que es coautor, Las narradores cautivos[31], se desarrolla también esta técnica del marco general bocaciano que sirve de hilo conductor a los diferentes relatos. Ocurre que en esta novela se mezclan tres planos: - 1) El general y organizativo de la novela: los asistentes a un congreso de literatura han sido secuestrados en El Cairo por un grupo fundamentalista. Se narran las peripecias de este secuestro. - 2) Para ocupar el tiempo libre de su secuestro deciden contar cada uno una historia relacionada con personajes o temas literarios. Es decir, hacer literatura sobre la literatura. - 3) Después de cada relato se hace una mesa redonda en la cual se polemiza tanto sobre lo narrado, como sobre el autor o la obra motivo de la narración. En La edad de hierro es la narradora de historias, Sherezade materna, no queda como elemento aglutinante del relato, construido sobre las premisas narrativas más tradicionales. Aquí es una voz más, una voz integrada y, a la par, ajena al relato. Su conexión con el coro del teatro griego parece evidente. Y también con lo expuesto por el autor sobre el narrador de historias que sólo pretende eso, contar una historia. En otras novelas, Martínez Menchén se servirá de otras técnicas narrativas. Con el viento en las velas recurre a la autobiografía novelesca o aventurera, con claras reminiscencias de nuestra picaresca y de Robinson Crusoe y su seguidores. En Patria, Justicia y Pan se sirve de la pluralidad de voces narrativas (la llamada novela coral) para presentar a un conjunto de seres de diferentes edades y categorías una vez más cautivos de los vencedores. Aquí nos encontramos no ante dos, sino ante tres Españas. Al igual que en los versos de Machado tantas veces citados y tan mal comprendidos. El españolito que viene al mundo (tercera España) verá helado su corazón por una de las otras dos, la que muere o la que bosteza. A él no le queda ninguna capacidad de decisión. Frente al optimismo regeneracionista del Mañana efímero, el poema LIII de Proverbios y cantares no deja ningún resquicio por donde pueda colarse un rayo de optimismo. Como tampoco lo deja Patria, Justicia y Pan la novela de Antonio en la que los representantes fascistas están mejor retratados, y en la que no queda ninguna duda de cómo un puñado de señoritos viciosos bendecidos por cotorras rezadoras y defendidos por matones y magistrados de togas ensangrentadas ejercen su tiranía sobre los demás españoles. A ellos sólo les queda presentar el papel de víctimas, entornar el vae victis. Y esta será la melodía, el miserere que suene como fondo de sus penalidades. También en la novela Pro patria mori se había planteado la contraposición entre víctima y verdugo, sólo que aquí se había partido de lo individual y no de lo colectivo. En este caso el autor utiliza la técnica narrativa de diario contrapuntístico ( días de la agonía del dictador frente a la narración de los recuerdos de la hija del asesinado por éste), mientras que Patria, Justicia y Pan emplea el recurso más extendido de presentarnos historias dolorosas de otros tantos personajes sometidos al oprobio franquista. Una vez más estos seres nos transmiten la sensación de soledad, de incomunicación, porque son partes de los recuerdos del autor. Por eso sus historias son parciales. Instantáneas de seres captados en los momentos más dramáticos de su existencia. Son como las figuras del Guernica de Picasso o como los personajes de las Troyanas de Eurípides: todos ellos representan la derrota y humillación de un pueblo, pero cada uno es diferente, cada uno tiene su historia porque las víctimas siempre son personas, mientras que los verdugos no. Y para contarnos historias semejantes pero distintas, historias eternas de maldad, elige un estilo antirretórico, tan sencillo como ese trigo desnudo al que se refería Neruda para hablar de la sencillez de su enamorada desnuda. En Inquisidores, el autor realiza algunas burlas sobre cómo el franquismo trataba de camuflar la miserable realidad con todo tipo de ventosidades retóricas. El inicio del relato es una amarga ironía sobre cómo en los tiempos del hambre y de la represión, el Régimen y sus monagos trataban de encubrir la miseria con las fanfarrias de una retórica huera. Homero (“vinoso ponto”) y el Evangelio (La anáfora “En aquel tiempo”) son algunas de las fuentes que utilizan estos payasos retóricos: “En aquel tiempo la tierra era rica en boniato y abundante en chicharro el vinoso ponto. Desiertos estaban los bailes, colmada de fieles la Casa de Dios. En aquel tiempo corríamos nosotros, los niños, al reclamo del bélico clarín para seguir, brazo en alto, la solemne ceremonia de izar y arriar bandera. También brazo en alto jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, saludaban en los cines a los acordes del himno nacional, febriles los ojos de Imperio. En aquel tiempo España era heroica, mística y austera...Corrían los días, triunfales días, del año de gracia de mil novecientos cuarenta y tres." Antonio no sólo ha denunciado con recreaciones en personajes de verbo florido la vacuidad de sus ideas (La caja china me parece una de las obras más ácidas sobre la verborrea criminal del fascismo), sino que ha llevado a la práctica la sencillez verbal, la ausencia de ornamentos y la abundancia de yuxtaposiciones u oraciones simples frente a la subordinación encadenada. Ello no quiere decir que no emplee imágenes de gran plasticidad en las descripciones. Ocurre que las imágenes se ajustan a lo imprescindible para que la narración adquiera su sentido completo. EL escritor nunca se abandona a los cantos de sirena de los tapices literarios. Una vez hallada la imagen precisa se la reduce a su expresión más escueta, se la desnuda de florilegios innecesarios. La deuda con Antonio Machado vuelve a ser evidente. Véase, por ejemplo, este fragmento tomado del mismo relato de Inquisidores: “Febrero...Al otro lado del ventanal, un sol mezquino declina tras las tapias del cementerio. Los árboles que jalonan el camino de arena ascendente desde la carretera al altozano donde se asienta el camposanto, balancean sus ramas desnudas, espectrales, a impulsos del helado viento que baja de Siete Picos y de la Mujer Muerta. Invierno. Un crepúsculo hético se anuncia en el cielo lechoso. Arrastra el viento la nieve sucia, pisoteada y deshecha. Las ramas parecen sacadas de una botella de anís escarchado. Al otro lado de los cristales, sólo hay frío y tristeza. “Mas para los niños aquel yerto campo es el edén, la maravillosa islas de coral. Si pudieran salir, si pudieran sentir la vivificante bofetada del aire helado...Si alcanzasen la dicha de aquella hora de regalada libertad...De un momento a otro, sueñan, se abrirá la puerta y el padre inspector entrará para anunciar que, no pudiendo venir el profesor de francés, hoy no tienen la última clase y pueden irse.” El escritor necesita crear un contrapunto entre los campos áridos y fríos de Segovia en febrero y las ilusiones infantiles de un día sin colegio. Una vez más la realidad y el deseo. La descripción obligada del páramo incluye abundantes recursos literarios: personificación y oxímoron, (sol mezquino), metáforas (ramas desnudas, espectrales, cielo lechoso...), prosopopeya (crepúsculo ético), símil (las ramas parecen sacadas de una botella de anís escarchado), gradación (la nieve sucia, pisoteada y deshecha)... Junto a ello, palabras con claras connotaciones a la muerte y la tristeza de aquella España franquista: declina, cementerio, camposanto (obsérvese que cementerio y camposanto aparecen en dos líneas), espectrales, frío, tristeza... Frente la topografía de este panorama real, encontramos el anhelo de los niños. La adversativa (mas) que sirve de enlace contrapuntístico nos lleva a un párrafo en el que los recursos poéticos se refieren a la antítesis entre la realidad ominosa de la posguerra y los anhelos eternos de la infancia. Con sabiduría el escritor vuelve a administrar sus recursos: tras una antítesis que da vida a la muerte, como en los relatos maravillosos de los ciclos invernales[32] (para los niños aquel campo yerto es el edén, la maravillosa isla del coral), enseguida vendrá el contrapunto no ya léxico, sino temporal y modal, El empleo del imperfecto de subjuntivo unido al nexo condicional que se repite anafóricamente, nos vuelve a recordar que nos hallamos en el terreno de las ansias de unos chicos que tratan de escapar de esa realidad ominosa marcada por el principio del relato (la verborrea oprimente que trata de disimular la caja china de las cárceles franquistas), de la fantasía que, según se dice, no tiene límites. Dentro de este párrafo, la palabra que resume las ansias infantiles (espejo de las de toda España) es libertad. Pero los sueños sí tienen límites. Páginas más adelante, la voz del padre Maximino les volverá a lo que son: tristes monaguillos de una España gobernada por canónigos de verbo y cuchillo. Y el discurso del encargado en volver al papel que le corresponde a aquella grey díscola de jóvenes que han tratado de tener ilusiones es modélico. Quiero decir desde el punto de vista de texto argumentativo. Perfecto conocedor el padre Maximino de las normas de Quintiliano y de la tradición tan fecunda que de ellas han hecho los doctores de la Iglesia para negar lo evidente, el padre poeta estructura un discurso del que debieran aprender algunos de los obispos actuales y de sus voceros radiofónicos. Al menos, aquellos nacionalcatólicos eran de pata negra. Es evidente, pues, que Martínez Menchén no renuncia a los recursos retóricos. No los dilapida. No hace que el tema, la entraña del relato, sea vicario de ello, sino al contrario. De la misma manera que la sintaxis se subordinará a las necesidades expresivas, respetando las voces narrativas en función de quién habla, dialoga o cuenta. Y, sobre todo, del ambiente que se quiere crear sin la menor concesión a efectos de parafernalia romántica. Una narrativa basada en la recreación de historias _o de intrahistorias_ cotidianas. Tal vez sea uno de los retos de la literatura y del arte, la conversión de nuestras sensaciones más elementales en algo común. Dentro de esas sensaciones, predominan las reminiscencias bergsonianas que forman los datos inmediatos de nuestra conciencia. Y la amargura de seres flotantes en un mundo que se juegan al monte unos tahúres con entorchados y mitras. La tristeza se refleja también en los contrapuntos de esa prosa a la que ante me refería. No es que no existan recreaciones musicales o pictóricas, locus amoenus o paraísos perdidos, es que son solo flatus voci. De ahí que un cierto aire machacón, un abuso de términos con connotaciones negativas, den sensaciones de tristeza, de la amargura de un escritor que habla, a través de sus personajes, de las ilusiones perdidas: “La intimista prosa de Martínez Menchén se caracteriza por el ritmo lento que traduce los estados de tristeza y melancolía de unos seres que provocan la compasión del autor y el lector. En la narrativa de este novelista fácilmente puede rastrearse el bergsonismo poético donde la memoria intuitiva relaciona mundo externo y subjetivo, el arte rememorativo o la filosofía.”[33] Para cerrar estas apreciaciones sobre la obra de Antonio Martínez Menchén como reflejo de su concepción del mundo, incluiré unas líneas del análisis que me parece más coherente sobre el compromiso existencial del autor con su obra. Sólo copiaré por las obvias limitaciones de esta publicación, el comienzo de la conferencia de Andrés Sorel[34] para comprender cómo el escritor que tiene como objetivo de su obra reflejar la realidad vivida puede pagar un odioso tributo por ello (la ignorancia de los mercachifles y de su público), pero es un escritor. En todo caso, considero imprescindible la lectura de este discurso para entender hasta qué punto la obra literaria de Antonio es una experiencia vivida: “En su novela última [La edad de hierro], indudablemente la ciudad el tiempo de la posguerra, aparecen perfectamente reflejados. Cuando yo paseaba con la memoria buscando las huellas de toda una vida, me vino de pronto el texto de una carta de Franz Kafka a Felice, uno de cuyos fragmentos reproduzco. Dice, creo recordar, así: Escribir significa encerrarse por completo. Por ello uno no puede estar lo suficientemente solo cuando escribe. Por ello no puede reinar el suficiente silencio en torno a uno cuando escribe. La noche es todavía poco noche. Por ello no puede nunca bastarle a uno el tiempo, pues los caminos son largos y uno se equivoca fácilmente. A menudo he pensado que la mejor vida para mí consistiría en recluirme con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un sótano cerrado. Me traerían la comida desde fuera y la depositarían lejos, tras la puerta más externa del sótano. EL ir a buscar esta comida, vestido sólo con una bata, por los pasillos del sótano, sería mi único paseo. Luego regresaría junto a mi mesa, comería lentamente reflexionando, y de inmediato volvería a escribir. Y qué cosas escribiría entonces. De qué abismos las arrancaría. Me veían a la mente las palabras de Kafka. Yo pensaba, intentando reconstruir las huellas de la vida del que es no solamente mi hermano, sino también de quien me inició en ese maravilloso conocimiento, en esa profunda pasión que es la literatura, en la similitud del escritor checo con el que en Linares había nacido. Pensaba si él no ha vivido realmente en un sótano, no se ha asilado de tantas cosas que pudieran perturbarle, en esa necesidad que desde pequeño sintió por escribir. (Publicado en la
revista TIERRA DE NADIE, nº 7 (2007) [1] Antonio Martínez Menchén: Del desengaño literario. (Madrid, 1970. ) Pág. 78. [2] Antonio Martínez Menchén: Inquisidores. (Madrid, 1977.) [3] Del desengaño literario. Pág. 105 [4] Antonio Martínez Menchén se refiere al compromiso de Antonio Machado en La Tierra de Alvargonzález en la poética de Antonio Machado. ( Cuadernos Hispanoamericanos números 304-307). [5] Del desengaño literario. Pág. 78 [6] Elena Bravo: Faulkner en España. Perspectivas de la narrativa de posguerra. (Barcelona, 1985). Pág. 217. [7] Para el tema de los espacios imaginarios en la literatura, se puede ver: Jesús Felipe Martínez: El cuento en la escuela. Viajes extraordinarios. (Madrid, 1990). [8] Recogido en Antonio Martínez Menchén: Teoría de la Literatura Infantil y Juvenil (Jaén, 2005). Pág. 85 y ss. [9] Idem, pág. 91-92. [10] Para las influencias literarias y, en general, un riguroso análisis de la obra infantil y juvenil de A.M.M., consultad Genara Pulido Tirado: La aportación de Antonio Martínez Menchén a la crítica y teoría de la Literatura Infantil. (Antonio Martínez Menchén,. Teoría de la Literatura Infantil y Juvenil. Jaén, 2005) [11] En una España llena de padres muertos en la Guerra, asesinados o encarcelados por la dictadura, huérfanos y hospicianos son legión. Conmovedor relato protagonizado por uno de estos niños es Cabeza rapada de Jesús Fernández Santos. [12] David Riesman: La muchedumbre solitaria.( Buenos Aires, 1956.) [13] Juan Carlos Curutchet: Cuatro ensayos sobre la nueva novela española.( Montevideo, 1973.) Pág. 93-94 [14] Entre otros muchos posibles, hemos elegido estos versos para que el lector los compare con la cita anterior: ¡Verdes jardinillos, /claras plazoletas,/fuente verdinosa/donde el agua sueña,/donde el agua muda/resbala en la piedra! ... [15] En Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles el autor construye muchos relatos a partir del juego con lo trascendentalmente efímero. [16],Versos tomados de El mañana efímero de Antonio Machado [17] José Ortega: La nueva narrativa española. Antonio Ferres y Martínez Menchén novelistas de la soledad. (Caracas, 1973) [18] Para el protagonismo infantil en la literatura, véase Jesús Felipe Martínez: El cuento en la escuela. Cuentos de protagonista infantil (Madrid, 1989) [19] Ricardo Senabre: Una infancia perdida. (ABC literario, nº 74) [20] Véase Jesús Felipe Martínez y Antonio Martínez Menchén: La narrativa española contemporánea. (Madrid, 1987) [21] José Ortega: sicopatología del fascismo.. Pro patria mori de Martínez Menchén (Universidad de Wiscinsoim, 1989) Pág. 104 [22] Juan Carlos Curutchet: Cuatro ensayos sobre la nueva novela española. (Montevideo, 1973.) Pág. 104, 105. [22] Gonzalo Sobejano, Novela española de nuestro tiempo. Pág, 397, 398. [231]Gonzalo Sobejano., op. Cit., pág. 238 [24] Véase, por ejemplo, el momento en el que se anuncia en La tierra de Alvargonzález el asesinato del padre: Mas las hadas hilanderas, entre las vedijas blancas/y vellones de oro, han puesto un mechón de negra lana. [25] Muchos de los relatos que nos contaba nuestra madre están incluidos en Antonio Martínez Menchén y Jesús Felipe Martínez: Cuentos, trabalenguas y adivinanzas de la tradición oral española. Madrid, 1991. [26] Antonio Martínez Menchén: Las tapias (Barcelona, 1968). Pág. 121 [27] José Ortega: La nueva narrativa española, (Caracas, 1973).[28] (Luis Suñén: Pasión por la literatura. ( Revista Ínsula, nº 379) [29] Sabas Martín, obra citada, página 255 [30] Carlos Álvarez, obra citada. [31] Jesús Felipe Martínez, Antonio Martínez Menchén y José María Merino: Los narradores cautivos. (Madrid, 1999) [32] Antonio Martínez Menchén realiza un minucioso análisis de la pervivencia de creencias míticas en relatos maravillosos relacionados con los ciclos agrario-estacionales en Narraciones infantiles y cambio social. [33] José Ortega: La nueva narrativa española. Antonio Ferrres y Martínez Menchén novelistas de la soledad. (Univ. Católica Andrés Bello. Caracas, 1973) [34] Andrés Sorel es el seudónimo literario de nuestro hermano Andrés Martínez. Esta conferencia, Mi hermano Antonio, fue pronunciada en las IV Jornadas sobre Crítica Literaria en Andalucía que se realizaron como homenaje a Antonio Martínez Menchén el 20 y 21 de febrero de 1998. El texto de la conferencia se puede consultar en el número 57 de la República de las Letras (revista de la Asociación Colegial de Escritores), y en Antonio Martínez Menchén: Teoría de la Literatura Infantil y Juvenil (Jaén, 2005) [i] Ignacio Soldevila: Contra el olvido. Antonio Martínez Menchén. Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles. (Revista Quimera. Madrid, 2005) PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS y POEMAS DE ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA A SU TRILOGÍA LA PLAZUELA DE SAN JUSTO AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA A SU ANTOLOGÍA DE RELATOS ESPEJOS DE SOLEDAD AQUÍ PARA LEER UN TEXTO COMENTADO Yen cada apartado para leer ensayos de AMM: - Hechos I |
1) Carlos Álvarez, poeta. El título de este artículo pretende aclarar las cosas desde un principio: me propongo realizar una serie de reflexiones sobre las lecturas de las que he venido disfrutando, durante casi cuarenta años, de poemas de Carlos Álvarez, y a cuento de estas reflexiones surgirán otras relacionadas con la poética. De ello se infiere una conclusión lógica: es mucho más placentero y útil abandonar la lectura de estas páginas al llegar al próximo punto y leer directamente al poeta. Pero como las decisiones del lector desconocido, al igual que las del Señor _también desconocido_ son inescrutables y puede haber alguno que decida seguir adelante, pasaré a desarrollar el significado del primer epígrafe: Carlos Álvarez es, ni más ni menos, un poeta, lo mismo que lo son Safo de Lesbos, Manrique, Góngora, Bécquer, Antonio Machado o Rafael Alberti por citar un botón tan significativo o casi tan aleatorio como otra muestra cualquiera de diferentes períodos históricos. La anterior perogrullada pretende salir al paso de las etiquetas con las que he visto empaquetar al poeta jerezano: un poeta social, político, revolucionario, comprometido…Cierto es que los adjetivos tienen una función aclaratoria, pero también discriminativa. Si, por ejemplo, decimos de alguien que es cirujano infantil estamos afirmando que este médico atiende únicamente a niños, mientras que si suprimimos el adjetivo y lo dejamos en cirujano a secas le permitimos tratar a pacientes de cualquier edad, incluidos los infantes sean éstos reales o no. Ya Aurora de Albornoz y Felipe Arranz, entre otros, han salido al paso de estas cortapisas que, vaya usted a saber por qué, se ponen a algunos artistas y no a otros. Porque, por citar sólo tres casos, todos decimos que Murillo es un pintor y no un pintor mariano, o catalogamos sencillamente a Rodin como escultor y a Quevedo como poeta sin aplicarles los adjetivos (entre otros posibles) de pensativo y jacarero (¿o jacarandoso?) respectivamente. En el prólogo al libro de Carlos Álvarez La campana y el martillo pagan al caballo blanco escribe Aurora de Albornoz: "Carlos Álvarez es poeta testimonial siempre, pero si es cierto que, con frecuencia, da testimonio de hechos históricos de carácter colectivo, no es menos cierto que también puede dar testimonio de sentimientos o experiencias de carácter íntimo: que dedique poemas a Julián Grimau o a Che Guevara; que se solidarice con los mineros asturianos en huelga o con los hombres torturados por defender sus ideas, no significa que, en muchas ocasiones, renuncie a hablar de sus personales desilusiones, dolores, temores..." Por su parte, David Felipe Arranz en su artículo La poética de resistencia de Carlos Álvarez señala dos aspectos para mí fundamentales en la obra del escritor jerezano y que, poco o nada, he visto analizados. Me refiero, en primer lugar, a lo que llamaré más delante “una lírica en la cultura”, es decir a la capacidad del poeta de integrar en sus versos ideas, nombres y obras esenciales de la cultura occidental, sin que prácticamente nada de lo humano le sea ajeno: Y en segundo lugar, a la frustración vital poetizada, sea de manera directa sea adoptando el escritor diferentes máscaras(1). Como más adelante ambos aspectos serán motivo de reflexiones, me limitaré ahora a recoger las acertadas consideraciones de Felipe Arranz: "La poesía de Carlos Álvarez, la que canta a Beethoven a Chopin, a Homero y a Shakespeare, al Dostoievski de Los hermanos Karamazov y El idiota y de tantas otras novelas, posee el valor añadido del juego de referencias interdisciplinares, del humor cómplice, de la poesía capaz de ser culta y accesible a la vez, del aldabonazo a las puertas del alma dormida. La crítica ha venido adscribiendo toda su obra a la llamada poesía social; sí, pero no sólo. […] Los “sórdidos ejercicios al dictado” y las “lecciones del deseo” que menciona en “Nostalgia de la boue” Gil de Biedma emparentan de modo directo con algunos de los poemas más desgarrados de Álvarez, tributarios de ese cauce expresivo en que la metáfora cubre pudorosamente el deambular nocturnal por los estratos más sórdidos de la humana condición. Se trata de composiciones protagonizadas por un yo poético que libra una desigual batalla entre el tiempo y el recuerdo de la búsqueda lozana del amor furtivo, una lucha desgarrada y condenada al fracaso, pero de cuya sangre brota torrencial el recuerdo, más vívido que el propio latir cotidiano." Como no podía ser de otra manera, también Carlos Álvarez ha opinado sobre el tema: "La poesía social comenzó con Hesiodo, y siguió por todos los grandes ríos de la lírica, se llamaran éstos William Shakespeare en su vertiente dramática o Juan de Yepes en la mística, porque todo, absolutamente todo, incluso el misticismo es social, ya que forma parte de lo existente pese a su naturaleza inmaterial, y todo lo existente se rige por las leyes de la convivencia"(2) A esta consideración habría que añadir el hecho al que me referiré luego más pormenorizadamente: todo mensaje _incluido el poético_ se rige por las leyes que regulan el proceso comunicativo y cualquiera sabe que un elemento indispensable para que dicho proceso tenga lugar es el receptor. Por lo tanto, desde el momento en que se recita el poema a un amigo _más aún si se publica_ se convierte en un acto social. ¿Y qué decir de la poesía amorosa? ¿Hay un acto más social que el amoroso? Y, sin embargo, los amantes de las taxonomías literarias excluyen la poesía erótica de lo que llaman poesía social. Consciente de esta paradoja, algunos tratadistas hablan de “poesía política” para referirse a poemas o poetas a los que se les supone intención ideológica. Ocurre que también en este caso el adjetivo se me antoja un pleonasmo. Conocida es la definición aristotélica de hombre: zoon politicón, animal político. Así que si suprimimos el adjetivo nos quedaríamos con que sólo los animales son capaces de hacer poesía no política. Y eso, además de incluir, por ejemplo, los cantos de las aves (cuya esencia lírica no pongo en duda, ni tampoco su intención erótica _por ende, como ya he dicho, la primera y más importante función sociopolítica_ bien comprendida por el romance anónimo), digo que incapaz de moverme en los arcanos de la zoología poética considero toda poesía esencialmente política (e ideológica y social), y quien diga lo contrario miente. El problema del coro de los grillos que cantan a la luna no es que su canción sea apolítica, es que tampoco es canción, es un ruido que llega a ser enervante cuando tratas de disfrutar del libro, del amigo o, sobre todo del sueño leve, en ese ángulo de tus lares que le bastaba a otro poeta para ser feliz. Recordemos a estos efectos que Schopenhauer decía que cuanto más ruido puede soportar un individuo, más cerril es, lo cual no le hace amigo de Erato. |
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2) Sobre la poética de Carlos Álvarez. Ahora bien, si Carlos Álvarez es un poeta (para mí un poeta de docto oficio), ¿cuáles son las señas de identidad de su poesía? ¿Y su intención al transmitirnos sus poemas? Con las precauciones obligadas al tratar de temas tan sutiles, indicaré lo que a mí me han significado sus poemas, las sensaciones que me han transmitido. Y, para tratar de hacerlo de forma algo coherente, partiré de los versos de Machado que, al igual que la boca hermosa del cuento de Boccaccio, no han perdido su frescura por muchas veces que hayan sido usados, es decir analizaré las relaciones entre artista y público y las peculiaridades del mensaje poético (3). Como ya señalara Quevedo(4) y como también, según veremos, expone Carlos Álvarez en verso y en prosa, entre el emisor y el receptor de la obra de arte se produce un diálogo dialéctico. El artista _ en este caso el poeta_ lanza un mensaje que sólo es suyo en parte, por cuanto no crea desde la nada, sino a partir de sus experiencias vitales entre las cuales está su bagaje cultural, las otras voces que se funden con la suya; y el lector, al descifrar este mensaje, lo hace también desde sus vivencias y conocimientos previos. a) Sobre el emisor. Ahora bien, qué mueve al poeta a lanzar su mensaje. Carlos Álvarez se refiere al tema en textos líricos y ensayísticos. El que me parece más claro es el siguiente: "Hay tres momentos en el proceso poético: el momento en que una cosa, un hecho, lo que sea, el que sea, adquiere para el poeta especial significación; se convierte en “objeto poético” con el que se enfrenta: momento de sorpresa; el momento segundo, en el que el poeta (ese ser inexistente) asimila a través de su propia subjetividad esa impresión: momento de identificación; y el tercer momento, en el que vierte esa impresión a través de la palabra: momento de comunicación. Añado ahora que la palabra, como es obvio, al configurar conceptos, es algo concreto, por lo que la poesía y lo por ella evocado no puede dejar de serlo: sólo la Música, última sutileza de la palabra, puede permitirse el lujo de la abstracción." (5) La definición sirve para partir de un hecho innegable: la llamada “inspiración”, lo que mueve _o conmueve_ al creador se incorpora a su experiencia vital y, una vez pulido, adornado, recreado o destrozado, el creador decide _porque quiere y puede hacerlo_ comunicarlo a los demás. Pero de la misma manera que este estímulo que ha impulsado la labor del creador tendrá tantas respuestas como destinatarios activos sepan recibirlo y transformarlo en poesía, así también estas respuestas serán asimiladas a partir de la propia subjetividad de los destinatarios; es decir, tendrán casi tantas lecturas como receptores, y la comunión que se produce entre el autor y el mensaje se transfiere al receptor, que reconoce en esas palabras la expresión de sus anhelos, de sus temores, de su razón de ser como individuo. Los sentimientos que normalmente recrea el poeta, considerados de manera abstracta, son universales. Pero en cuanto el amor, la esperanza, la melancolía o la solidaridad son asumidos por el individuo adquieren un carácter tan personal e intransferible como la muerte. Antonio Machado permitirá que su heterónimo Meneses nos lo explique con claridad: "La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento. No hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque, aunque no existe un corazón general, que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales o que tratan de serlo" (6). Pero además de esta pluralidad de respuestas de diferentes personas ante un estímulo idéntico, esa multiplicidad se produce también en el mismo individuo. Porque si, para cifrar el mensaje, el poeta ha de utilizar sus conocimientos y vivencias, es evidente que, con el fluir del tiempo, varía el bagaje de unos y otras y, con ello, la intención y el ropaje de su obra (7). Estos cambios o etapas pueden convertirse en rupturas tan violentas que el autor reniegue de sus propias obras, llegando al extremo de destruirlas o, si ello es imposible porque ya han sido editadas, negar su autoría porque fueron hechas por “otra persona” (8), consideración no desprovista de fuste. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, no se produce una reacción tan drástica, sino que el artista va adaptando su expresión a sus nuevas necesidades y destrezas sin renunciar a toda su obra anterior. Este equilibrio entre tradición y ruptura es el que, sin menoscabo de algunas de las consideraciones que realizaré posteriormente, se da en la amplia y polifacética obra de Carlos Álvarez. El propio poeta lo explica: "Y no sólo en el plano político. También mi concepción estética ha sufrido modificaciones a lo largo de todos estos años. Entre los poemas escritos en 1960 bajo el signo de la urgencia y los del libro de 1975 La campana y el martillo pagan al caballo blanco bajo el de la pausada meditación, hay, lógicamente, un algo en común, que no en vano los ha escrito la misma persona, suponiendo, que ya es suponer, que una persona siga siendo la misma quince o dieciséis años más tarde. Pero también, inevitable y felizmente, tiene que haberse producido, por evolución o ruptura _para utilizar un símil de nuestros días_, una, si no esencial, sí al menos significativa diferenciación… confiemos en que superadora.(9) " La conciencia del poeta _como la de cada quisque_ viene determinada por su existencia, por lo que evolución vital y evolución poética son el haz y el envés de esa hoja llamada vida humana. Como indica Cernuda(10),estos cambios o etapas del poeta se producen de formada tan natural como las estaciones del año. Los antiguos romanos dieron el nombre de enero al primer mes del año a partir del dios bifronte Jano, ya que, al igual que su divinidad, este mes tenía dos caras: la que miraba al nuevo año _a la nueva existencia_ y la que contemplaba las galerías de la pasada. Creo que la imagen nos sirve también para casi todos los grandes líricos, incluido el que ahora nos ocupa. Lo cual no quiere decir que este proceso de evolución o ruptura sea un camino de rosas. Al contrario, para mí los poemas más logrados de Carlos Álvarez reflejan una tensión dramática que recuerda más las estaciones del Calvario que las diferentes etapas vitales únicamente moldeadas por el paso del tiempo. Además de las metáforas más usadas para referirse a la vida _el camino o la senda de Dante y Machado, el río manriqueño_ nuestro escritor utilizará generosamente imágenes marineras para aludir a su existencia: barco, nave, barquilla. Con frecuencia estas imágenes se unen a la de las dos orillas que ha de atravesar el navío, con claras reminiscencias al mito clásico de la laguna Estigia y al barquero Caronte cuya nave nos traslada al Hades. Sin embargo, esta recreación mítica (una entre las muchas que animan los poemas de Carlos Álvarez) me pone ante los ojos la imagen de la barquilla indefensa ante las agresiones del medio hostil de Lope de Vega, esa pobre barquilla entre peñascos rota con la que el poeta dramático significaba su impotencia vital para escapar a la llamada de la naturaleza, su angustia ante la misión imposible de hacer que sus deseos se acoplaran a la realidad del dogma trentiano. Lope se promete cada día enmendarse, cerrar las puertas a sus necesidades vitales y abrírselas a ese Dios que le niega la felicidad. Pero la vida triunfa, día a día, sobre los propósitos: “Mañana te abriremos, respondía, para lo mismo responder mañana”. De este conflicto dramático entre las leyes de la naturaleza y los prejuicios que han ido inventando el hombre para oprimir al hombre, surgen los mejores versos del poeta madrileño y del jerezano. Porque, por mucho que el creador trate de distanciarse de su obra, ello resulta imposible. Autor y obra se interrelacionan de tal manera que el creador y su criatura se convierten en amantes y amados. Carlos Álvarez poetiza el mito de Pigmalión y Galatea(11) convirtiéndolo en comunión entre autor y obra, de manera tal que, al unirse, uno y otro se enriquecen dialécticamente. Recojo a continuación las apreciaciones de Carlos Álvarez y de Gil de Biedma (12) sobre esta herencia de sus señas de identidad que todo poeta lega a sus obras:
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b) Sobre el receptor Establecida la implicación personal del creador con su obra, analicemos si el autor se dirige a unos receptores particulares o si, en contra de los propósitos de Antonio Machado, lanza su verso sin importarle que la mano que se apropie de esta espada sea o no viril (14). Parece obvio que la respuesta a esta cuestión está bastante relacionada con la intención del emisor y, en consecuencia con el contenido del mensaje poético. Nos encontraríamos así con otra clasificación, en este caso, una disyuntiva: poesía popular versus poesía culta, según el artista se dirija al pueblo o a una minoría ilustrada. Mucha tinta ha corrido sobre el tema desde que los románticos imaginaran (o se inventaran) buenos salvajes dotados por la madre Naturaleza de todos los dones, incluido el de participar como receptores o actores en el proceso creativo sin aprendizaje ni, por ende, maestros de ninguna clase. La idea se ha ido matizando en el sentido de un aprendizaje ajeno a los ámbitos académicos y basado, fundamentalmente, en la tradición. De ahí que se hable también de arte tradicional. Ese público sería el receptor del arte popular. Pero como yo desconfío mucho de la virginidad recalcitrante y empecinada también en materia artística, me acogeré al amparo del maestro Mairena para colocar el tema en la línea de partida adecuada: "Ningún espíritu creador _añade Mairena_ en sus momentos realmente creadores, pudo pensar más que en el hombre, en el hombre esencial que se ve en sí mismo, y que supone en su vecino. Que existe una masa desatenta, incomprensiva, ignorante, chula, el artista no lo ha ignorado nunca. Pero una de dos: o la obra del artista alcanza y penetra, en más o en menos, a esa misma masa bárbara, que deja de ser vulgo, ipso facto, o encuentra en ella una total impermeabilidad, una total indiferencia. En este caso el vulgo propiamente dicho no guarda ya relación alguna con la obra de arte y no puede ser objeto de obsesión para el artista. Pero el vulgo del culterano, del preciosista, del pedante, es una masa de papanatas, a la cual se asigna una función positiva, la de rendir al artista un tributo de asombro y de admiración incomprensiva" (15) Efectivamente, una tierra yerma no produce ningún fruto. Para descifrar cualquier mensaje, el receptor ha de conocer no sólo el código sino el contexto en el que ese código adquiere un significado especial. La llamada poesía popular o tradicional no es más sencilla ni está más desprovista de recursos literarios que la denominada culta. Una petenera, los cantos de siega, las mayas o los romances requieren unos conocimientos, una cultura del receptor ni mayor ni menor que la que se necesita para descifrar una égloga de Garcilaso o un soneto de Góngora. Ocurre que los referentes culturales son distintos. Perdidos estos referentes el mensaje se convierte en críptico para el destinatario. Cualquier profesor de Literatura puede dar fe de cómo estos poemas llamados populares son tan enigmáticos como los considerados cultos, ya que si la mayoría de los alumnos actuales ignora quiénes eran Dánae o las ninfas tampoco tiene la menor idea sobre don Rodrigo o los Siete Infantes de Lara; y tan ajenos le son la ambrosía o los dedos rosados de la Aurora como los ciclos lunares o las labores del campo. Es cierto que en determinadas situaciones el arte puede ser disfrutado por amplias masas e incluso convertido en arma contra la brutalidad y la barbarie, tal y como ocurrió en nuestra Guerra Civil. En un artículo que publiqué recientemente en la revista República de las Letras analizaba este fenómeno. Copio a continuación un fragmento de este artículo: De entre los múltiples testimonios existentes sobre este renacimiento de la cultura en las trincheras, recojo dos. El primero el de Eduardo Ontañón, en una entrevista publicada por El Nacional de México el 26 de junio de 1939. Refiriéndose a este asombroso incremento de la lectura, dice: "Las obras de Baroja, y de otros muchos, que se editaban en cifras de 5.000, súbitamente aumentaron hasta el cuádruplo, por obvia razón. La juventud hispana, sumida en las trincheras, tenía ya dinero con que comprar libros de su agrado, y El Romancero de García Lorca, por ejemplo, sobrepasó la cifra de 80.000 Un caso asombroso y desconocido en España. El libro fue el compañero inseparable del fusil, y al estallido rojo de las granadas subversivas, muchos campesinos españoles aprendieron a leer y muchas inteligencias dormidas despertaron en su ansia de aprender."
Otro interesante testimonio es el de Antonio Cordón quien, en sus memorias recuerda lo sucedido en abril de 1937 tras un mitin en la ciudad jienense de Andujar tras un bombardeo: "Alguien pidió que, como final, se recitase una poesía de Garfias, una sola, pues, decía, el auditorio está formado en su mayoría por campesinos que no entienden “mucho de esas cosas” y no hay que cansarlos. Pero fue tal el entusiasmo que levantó la poesía que el público pidió otra, y otra… ¡Y vaya si entendían los campesinos y la gente sencilla las poesías que hablaban de cosas que les llegaban al alma! Nuestra guerra puede atestiguar el enorme poder movilizador de voluntades, esfuerzos y heroísmos que tiene la poesía.(16)"
Sabido es que esta misión de “movilizador de voluntades”, de arma contra el fascismo fue encargada a la poesía (y al arte en general) sobre todo en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. La poesía debía tomar partido hasta mancharse a favor de los oprimidos, clamar contra la tiranía. Carlos Álvarez realizará generosos esfuerzos para que sus poemas sean la voz de lucha contra la dictadura. Y, una y otra vez, clamará contra la poesía desprovista de contenido, deshumanizada. Los versos que me parecen más ajustados a este propósito de buscar un equilibrio entre el contenido revolucionario y la forma poética son los siguientes: Quisiera que mi verso pareciera como el surco quemado de Castilla: agrio y sediento de gritar por fuera; por dentro, la semilla. Pero tal vez el libro donde más se aprecia esta militancia poética sea Tiempo de siega y otras yerbas. En esta obra el escritor asume claramente la función vivificadora y, por tanto, revolucionaria de la palabra. El poeta se dirige a todos los que “estén despiertos” para transmitirles sus emociones, insistiendo en que el silencio es cómplice de la opresión ya que todo ser humano tiene la obligación de denunciar las injusticias sin miedo a la represión (17). Tiempo de siega constituye también una lírica de los oficios o estados del hombre (pescador, labrador, mendigos, obreros) a quienes solamente queda la palabra, que no es poco. El poeta será el encargado de enriquecer estas voces de protesta. Se funden así los proletarios y los intelectuales en esa alianza denominada en aquellos años por el Partido Comunista de España “la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura.” Los poemas tienen aquí connotaciones claramente marxistas, pues corren tiempos de poesía militante, concebida como un arma. Y para difundir su mensaje el autor se vale de estrofas populares, de los cantos de siega y de las coplillas tradicionales compuestos con maestría. Por ejemplo, las seguidillas de La canción del pescador o la Canción del molinero pueden figurar con toda justicia en un cancionero junto a otras coplas y cantares de Gil Vicente, Lope, Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón o Alberti, etcétera. Parece entonces obvio que el poeta se dirige a la inmensa mayoría, a las masas explotadas para, en palabras de entonces, “concienciarlas”. El cine, el teatro, la novela, la pintura o cualquier otra forma de expresión artística ayudarían a transformar la realidad y, por lo tanto, serían algo así como el capital artístico de los revolucionarios. En la enumeración de artes realizada anteriormente he omitido la “canción protesta”. Y lo he hecho para dedicarle mayor espacio, pues considero que este ha sido el medio menos hostil a las buenas intenciones de muchos creadores y que los llamados cantautores sí consiguieron _y consiguen_ llevar su mensaje a capas significativas de la población, bien sea poniendo música a autores clásicos y modernos (entre estos últimos está Carlos Álvarez), bien componiendo ellos mismos las letras de sus canciones. Con todo y con ello, resulta muy dudoso pensar que en estos tiempos en los que cada vez se socializa más la ignorancia, un mensaje tan elaborado como el poético pueda traspasar las famosas fronteras de los cuatro gatos. Incluso en un artículo destinado a desmitificar a Rubén Darío como poeta popular, Carlos Álvarez cuestiona esa “poesía de masas” en otros autores con una premisa mayor que sitúa el tema en sus justos términos: no se trata de socializar la miseria, sino la abundancia; lo revolucionario es aspirar a comer caviar y langosta, a disfrutar de Mozart, Picasso o Proust en una casa confortable, no a ver culebrones comiendo hamburguesas. Dice Carlos Álvarez en su artículo Rubén Darío entre la verdad y la mentira: "Si ya es prácticamente imposible que en un país de bajo nivel de democracia, y por ello de bajo nivel cultural, pueda haber poetas populares que no denigren el idioma, no sería el culterano Miguel de Perito en lunas, el todavía barroco de El rayo que no cesa, ni el intimista y desnudo último Miguel del Cancionero y romancero de ausencias quien lo lograra. (18)." Todo lo cual nos lleva al centro de la cuestión: el destinatario del mensaje poético debe disponer de los suficientes recursos culturales para descifrar un mensaje elaborado a partir de las máximas posibilidades que ofrece el código. Es importante recordar que la Gramática, primera de las siete artes liberales, toma su nombre de gramma, letra, y que el nombre de esta disciplina será traducido al latín como Literatura (de literae, también letra) para referirse al arte de saber leer y escribir correctamente, pero, sobre todo al de interpretar los escritos. Para los romanos, el literato no era el poeta, sino quien sabía leer y explicar las letras del poeta a los demás, oficio noble cuya valoración cada vez vemos más en desuso Y ello sin contar, porque ya lo he indicado anteriormente, con esa actitud que le permita entrar en conversación (o comunión) con el emisor del mensaje. |
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c) Sobre mensaje y código. Otro obstáculo surge en el momento de enfrentarse con la naturaleza del mensaje poético, obstáculo bastante unido a los ya señalados. ¿ Sencillez? ¿Elaboración? ¿Arte desnudo? ¿Barroquismo? ¿Adornos? Muchos autores (y también Carlos Álvarez, que nadie es perfecto) recurren a una cita de Berceo para sentenciar el pleito: sencillez: román paladino. Ocurre, sin embargo, que éste, al igual que otros muchos tópicos, tiene los pies de barro. Me explico: en su celebérrima cuaderna vía, el poeta riojano nos indica que quiere hacer un relato en lengua romance, que es la empleada por las gentes del común, porque no es muy letrado para componer sus alejandrinos en latín. Empecemos por la causal: ca non soy tan letrado … Por su formación , por su cargo en el monaterio y por sus lecturas (buena parte de sus obras son geniales adaptaciones de manuscritos escritos en latín o en francés) resulta difícil creer que Berceo no fuese capaz de emplear la lengua latina. Si no lo hace es porque quiere comunicarse con los aldeanos que sí desconocen esta lengua, y explicarles la vida y milagros de la Virgen y de los Santos cuyos monasterios le interesa publicitar. Son los lugareños y, sobre todo, los peregrinos quienes imponen sus normas como cualquier cliente de cualquier época. La justificación de su supuesta ignorancia para emplear la lengua sagrada ( el idioma que los monjes no sólo empleaban en sus oficios religiosos sino en casi todas sus actividades cotidianas) no es sino el recurso obligado por una de las leyes de la oratoria , la falsa modestia, con el fin de que el oyente, más o menos palurdo, se identifique con él y captar su atención. Más aún. Cuando el poeta, cualquier poeta, manifiesta su intención de llaneza diciendo que va a utilizar el román paladino ( o su equivalente quijotesco, “llaneza, amigo Sancho y no te encumbres…”) se está dirigiendo a un receptor que domina el nivel culto del lenguaje, que sabe que lo del román paladino no es ni un equipo de fútbol ni una secta religiosa . Un segundo lugar común para referirse a la supuesta claridad poética frente a los boscajes barrocos es la cita de Antonio Machado por boca de Juan de Mairena. Tras pedir el maestro al discípulo que ponga en lenguaje poético “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, el alumno responde: “lo que pasa en la calle”. Ocurre, sin embargo, que el mensaje del pupilo sólo es poético (significativo) en relación con el contexto, con la estupidez verbal anterior. En cualquier otro caso el mensaje “lo que pasa en la calle” tiene la misma carga poética que el famoso “my tailor is rich” y, desde luego, mucha menos que aquellos enunciados con los que aprendíamos a leer quienes no tuvimos la suerte de tener como preceptor a don Juan de Mairena: “mi mamá me mima”, “amo a mi mamá”. En estos hexasílabos encontramos , como poco, aliteración y paranomasia, es decir, adornos, intención de crear belleza.. Abel Martín nos explica la dificultad del poeta al tener que labrar no materias brutas, sino que ya tienen vida, las palabras, para convertir las piedras en joyas: "Pero mientras el artista de otras artes comienza venciendo resistencias de la materia bruta, el poeta lucha con una nueva clase de resistencias: las que ofrecen aquellos productos espirituales, las palabras, que constituyen su material. Las palabras, a diferencia de las piedras, o de las materias colorantes, o del aire en movimiento, son ya, por sí mismas, significación de lo humano, a las cuales ha de dar el poeta nueva significación. La palabra es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo. Entre la palabra usada por todos y la palabra lírica existe la diferencia que entre una moneda y una joya del mismo metal." (19)
Por más vueltas que le demos al asunto, volvemos al principio. Poesía significa creación a partir de la palabra. Esa es la arcilla que debe moldear el escritor, el verbo que da vida a la naturaleza porque sin los nombres no existen las cosas. Pero es que para el poeta esos nombres vitalizadores no pueden ser cualesquiera, sino los precisos, los verdaderos. Los precisos y los verdaderos para animar lo inerte y comunicar este proceso creativo a los demás de manera que pase a formar parte de su existencia y, con ello, de su conciencia. Esta exigencia a todas tus facultades psíquicas del nombre exacto de las cosas es una preocupación que Carlos Älvarez comparte con Juan Ramón Jiménez y con cuantos poetas de verdad en el mundo han sido. En su lúcido análisis sobre Ángela Figuera, Carlos Álvarez reivindica la exactitud verbal de la poeta: "…quien así se expresa sabe que no existen palabras sinónimas; que cada una tiene un significado preciso, y que hay que emplear exactamente ésa y no otra parecida. Tal vez sea ésa una de las características de lo esencial poético: la exactitud nominal (intelijencia, dame/ el nombre exacto de las cosas, pidió juan Ramón). También el adjetivo, ese apellido de los nombres, debe subrayar rigurosamente el significado de la expresión: “Dame un espeso corazón de barro, /dadme unos ojos de diamante enjuto” (20).
La preocupación por la exactitud nominal nos indica que aún sigue vigente parte de la añeja polémica entre nominalistas y realistas. Las palabras no sólo son flatus vocis sino que adquieren esa capacidad sagrada que le otorga la Biblia para indicarnos que el mismo Dios sólo existe a partir del verbo, prohibiéndonos pronunciar su nombre en vano, o que incluso, más modestamente, le otorga Bécquer para resucitar los sentimientos dormidos. Pero si esta palabra puede ser diosa creadora, también puede convertirse en demonio a conjurar, sea tachándolo de culterano, sea llamándolo vulgarismo o sencillamente eliminándolo. El poder de la palabra como catalizador en el proceso de dar vida o realidad se expresa en los eufemismos. Nombrar a la serpiente es hacerla visible. Franco también prohibió en todos los pueblos españoles la blasfemia y desterró muchas palabras. No sólo aquellas que nombraban objetos sexuales, también realidades que no podían existir en la España imperial. Y así fueron proscritos los términos de huelga, paro, libertad… Este proceso de culto a la palabra se da en todos nosotros. Y algunos términos adquieren el remoquete de vulgarismos o palabras malsonantes porque así nos lo han enseñado. Es lo que en lingüística se llama nivel vulgar. Porque esta santificación o demonización de la palabra depende casi siempre de juicios arbitrarios, ajenos al primer significado del término. Veamos un ejemplo: cualquiera admitiría que el término capullo es vulgar frente a su opuesto culto glande. Sin embargo si analizamos el significado de ambas metáforas para designar esta parte del pene, concluiremos que glande (“bellota” en latín) es término mucho más propio de gañanes hartos de ajos las barrigas que los dorados capullos o crisálidas rubenianas . Como no podía ser de otra manera Juan Ramón Jiménez aplicó esta verbolatría a sí mismo. Aunque para ello fuera necesario sacrificar a su madre, el poeta condenó al ostracismo su segundo apellido. No es que eligiese un pseudónimo (algo también relacionado con el culto al nombre) sino que se empeñó en borrar cualquier indicio de su segundo apellido. Y es que el apellido Mantecón resultaba demasiado pringoso para tan exquisito doncel y, eliminado este molesto remoquete materno, sus siglas formaban un palíndromo muy poético: J.R.J. Muchos son los poemas de Carlos Álvarez en los que el lector encontrará referencias a este valor de la palabra (del mensaje poético) como semilla, esa semilla que germinará en la conciencia de los hombres para despertarles de su modorra vital. Esa es la obligación del poeta: llamar a las cosas por su nombre y proclamarlo a los cuatro vientos, por muchas incomodidades que ello pueda acarrear al autor (21). Porque esa palabra no pueden ser voces hueras ni oportunistas. El poeta se desdobla en sí mismo y en sus lectores haciendo del diálogo instrumento poético ideal para buscar entre todos la verdad. El diálogo socrático permite la interrelación dialéctica superadora de los dogmatismos, la multiplicidad de la imagen en diferentes espejos. El poeta no proclama “ su verdad” sino que invita a sus contertulios a buscarla con él en esa conversación que para Quevedo era la lectura. El diálogo en pos de lo justo, lo digno y lo verdadero lo establece el poeta con las diferentes facetas de su propio ser, con los lectores, con los autores y obras que forman su realidad y su imaginario poético. En la crítica a la edición de Los poemas del Bardo señala con perspicacia Jesús Gomet Ayet: "En Los papeles encontrados por un preso (cuarta parte), hay un poema titulado Veintidós de Febrero (a Antonio Machado). Es una meditación en una tarde de lluvia, homenaje a un Antonio muerto en tierras extrañas, recuerdo de aquella tierra donde el agua y el tiempo han ido sembrando de surcos el camino hacia el mar, el otro elemento presente en esta poesía que se queja del aire, del lejano horizonte, del desvanecido camino frente a la meditación y la profundidad del verbo, ese verbo que se preocupa únicamente por alcanzar la verdad, una verdad llamada realmente campo, siembra arado, y que nos menciona a Miguel en todas sus comas y pausas, a Miguel y a todos aquellos que han llevado la palabra como fruto furtivo de olivos y trigales, de frutos silvestres y hombres capaces de matar por mantener contrarias posiciones allí donde el pilar mantenido de los versos sólo podía mantenerse por la fuerza vital de otros silencios."
Valgan los versos siguientes como ejemplo del deber del ciudadano poeta de sembrar en buena tierra sus verdades:
SEGUIREMOS sembrando, por lo tanto… Seguiremos sembrando hasta que crezcan y salgan a la calle las palabras: esas nobles palabras que alimentan.
Porque si no está ahí nuestro camino, ¿cuál es entonces, cuál, nuestra tarea? Si no consiste en preparar los campos para un libre crecer desde la tierra, o en buscar el desnudo de las cosas para darlas desnudas de apariencia. Si no consiste en remover el surco; si no consiste en levantar la niebla, o en aclarar la voz para que brote como un grito rebelde que despierta. Si no consiste en escuchar el llanto de ese ciego que tiembla en las aceras, y en cogerle del brazo y, dulcemente, ayudarle a cruzar hacia la izquierda. Si no consiste en ofrecer la rosa y en clavarse la espina hasta que muerda para que llegue limpia a nuestro hermano, ¿en qué consiste entonces ser poeta? (22)
Ahora bien, junto a esta búsqueda de la exactitud verbal para lanzar su mensaje, el poeta se enfrenta a otra labor no menos complicada y aparentemente antagónica: la de hallar el mayor número de significados posibles para este mensaje, de manera que sus lecturas sean tan múltiples como las emociones que experimenten sus lectores al recibirlo. Frente al mensaje unívoco de la ciencia, el poético sugiere varias ideas. Entramos así en lo que los teóricos llaman denotación frente a connotación. En su estudio sobre las peculiaridades del mensaje poético (la Retórica) Quintiliano establece una comparación tan plástica como didáctica. Para él, un cuerpo inerte sería lo que nosotros llamamos función referencial o representativa, es decir, el mensaje desnudo y desprovisto de cualquier adorno, el famoso llamar al pan pan y al vino vino, en tanto que un cuerpo en movimiento, realizando posturas tan bellas como las del discóbolo de Mirón, constituiría la función poética; por ejemplo: con tu pan te lo comas, por no abandonar el campo semántico de los alimentos. Aquí el sentido literal se ve enriquecido por otros complementarios, a veces tan importantes que anulan el primero, ya que el común de los mortales sólo entiende el figurado, en este caso, el buscarle tres pies al gato, sin que alcancen a entender qué rayos quiso significar en su origen este modismo. Lo que llamamos “figuras retóricas” (o “recursos poéticos”) no son sino una traducción libre del griego schemata, posturas. . Resulta curioso que tantos siglos después Barthes utilice una idea similar para definir la connotación literaria, sólo que con un ejemplo menos poético: “acércame la silla” sería, según el ensayista francés, un ejemplo de denotación, en tanto que “acércame la comodidad de la conversación” lo sería de conntación porque el emisor trata de comunicarse de manera creativa. (23) Por muy someramente que analicemos el poema anterior de Carlos Álvarez, veremos que el artista nos trasmite un cuerpo en movimiento, un mensaje adornado con diferentes figuras o recursos expresivos. El poeta se sirve de una estrofa (el romance heroico) que combina lo tradicional del romance con lo culto del endecasílabo como si, desde el principio, nos estuviese indicando que quiere superar dialécticamente ambos compartimientos estancos. Todo el poema tiene una clara lectura alegórica, de manera que, al igual que en la Divina Comedia de Dante o en Los Milagros de Nuestra Señora de Berceo hemos de realizar una “traducción” de cada símbolo o metáfora (sembrar, tierra, surcos, aceras, mendigo, niebla, izquierda, rosa, hermano…) para comprender su contenido. Junto a las metáforas el poeta se sirve de paralelismos (si no consiste en…), interrogaciones retóricas (¿cuál es entonces nuestra tarea?), personificaciones (salen a la calle las palabras) y otros recursos melódicos que le permiten comunicarnos estéticamente su reflexiones, conversar con ese compañero (hermano) al que el poeta dirige su mensaje (semilla) con el fin de ayudar a abrirle los ojos y guiarle en esa niebla del estado dictatorial. Eso sí, guiarle hacia la izquierda. Y en la labor de conmover a su público el poeta ha de buscar también lo insólito, apurar al máximo las posibilidades que le ofrece el código para prender al lector en las redes de su mensaje. Con lo cual no sólo realizará nuevas lecturas de sus referentes culturales, sino que, conocedor de que las unidades significativas contienen más información cuanto menos posibilidades tienen de aparecer juntas, se servirá de la antítesis, la paradoja o el oxímoron para sorprender al lector. Esta voluntad de revolucionar el código se muestra ya en los títulos de algunas de las obras de Carlos Álvarez: Tercera mitad resume bastante algunas de las peculiaridades del poeta. Por una parte, el compromiso tomado de Machado, vía Juan de Mairena, de dedicar esa “tercera mitad” al amor a la humanidad; pero también la belleza del oxímoron similar a la de la metáfora imposible de Eclipse de mar, hermana de la paradoja Perfil de Aire empleada por Luis Cernuda para uno de sus libros(24). En el título de otra de sus obras el escritor refleja el absurdo propio de la sinrazón dictatorial, a la par que demuestra que, por mucho que lo intente, le ciega su pasión literaria. Uniendo los versos de dos de sus poemas, Carlos Álvarez construye un título tan mordaz como expresivo: Estos que ahora son poemas, serán mañana piezas de sumario. Pero el paralelismo con los dos primeros endecasílabos de la dedicatoria que precede a Las soledades de Góngora me habla también de la posible intención del poeta jerezano de rendir tributo al maestro marcando lo que va de ayer a hoy en circunstancias e intenciones: Pasos de un peregrino son, errante, /cuantos me dictó, versos, dulce musa. En Versos de un tiempo sombrío el poeta vuelve a rendir homenaje a otro poeta y dramaturgo imprescindible. El título recoge parte de un diálogo dramático de Bertold Brecht: “Se cantará también en los tiempos sombríos?”, pregunta uno de los interlocutores, para que el otro responda: “También se cantará sobre los tiempos sombríos”, Esto me lleva a otro punto central en la poética de Carlos Álvarez: las continuas referencias, más o menos explícitas, a personas, ideas u obras que recorren tanto sus poemas como sus ensayos, e íntimamente relacionado con ello, las vivencias del autor. Aunque estos aspectos podrían ampararse bajo el subepígrafe de contexto en este apartado referido a mis reflexiones sobre su poética, considero que tanto por su relevancia en la obra del poeta como por haber merecido menor atención de los estudiosos de su obra merecen un tratamiento aparte.
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3)Biografía y vivencias.
a) El río por la superficie. Antes me he referido a cómo Carlos Álvarez utiliza el río como metáfora de vida en algunas de sus composiciones poéticas. Junto al significado manriqueño de ríos que van a dar a la mar, que es el morir, aparece el atribuido a Heráclito, parece que sin más fuste que el de la poltronería erudita o profesoral. Sea ello como fuere lo cierto es que ese río en el que nunca te puedes volver a meter porque nosotros y él fluimos constantemente (ya se sabe, panta rei) equivale a la senda que nunca puedes volver a pisar. Pues bien, apurando la metáfora, la vida de Carlos Álvarez sí es comparable a un río, pero a un río como el Guadiana, que a ratos se nos ofrece aparentemente sencillo y desnudo como una de nuestras manos para poco después sumergirse y obligarnos a complicadas labores que nos permitan siquiera atisbar cómo y por dónde transcurren sus aguas (25). Para resumir la vida de Carlos Álvarez emergida no me calentaré los cascos. Basta con recurrir a la cita que el propio poeta incluye en un libro del significativo título antes comentado: Versos de un tiempo sombrío. Porque si su autor ha elegido las palabras de Blas de Otero (España, nunca olvides que hemos sufrido juntos) como marco de su obra es porque ellas reflejan parte de sus avatares vitales (el sufrimiento) y en consecuencia la exigencia de una justa o mínima compensación por tanto sacrificio. En vano. Dice el cantar popular que no es bien nacido quien no es agradecido. Ignoro si en otros países existen muchos quienes a los que aplicar el primer hemistiquio, pero de lo que sí estoy seguro es de que en España hay cantidad de hijos de puta por más que sus pobres madres fuesen santas. Y con decir transición, punto y redondo. Andrés Sorel en el prólogo de este libro nos explica la intención del poeta de fundirse con el pueblo para esa comunión entre el creador, su obra y sus receptores a la que he venido aludiendo en este artículo. Y todo no a partir de supuestos metafísicos, sino de la sinceridad que emana de haber sufrido en sus propias carnes aquello que se está denunciando. En otro artículo publicado en esta misma revista sobre el escritor Antonio Martínez Menchén me refería a la interrelación dialéctica entre lo vivido y lo narrado. Y como considero que Martínez Menchén y Carlos Álvarez no sólo comparten aficiones e ideología literaria y política sino que sus trayectorias creativas corren parejas, me permito reproducir las líneas dedicadas al novelista por considerarlas válidas para el poeta: "Como en tantos terrenos, en el literario la teoría y la praxis son Escila y Caribdis sobre arenas movedizas. El autor no sólo puede ser devorado por uno de los dos monstruos cuando trate de salvarse del contrario, sino sucumbir anegado en el cieno si pretende ir por otro camino. Consciente Antonio Martínez Menchén de las añagazas de la literatura panfletaria y más aún de los cantos de sirenas formales o de los peligros de esa torre de marfil cimentada en nenúfares, ha tomado una postura cercana a Gramsci, pero, sobre todo, a Antonio Machado. Como siempre, lo más fácil es cortar el nudo gordiano por el centro: “Lo que estoy defendiendo y lo que en realidad hace gran parte de la literatura contemporánea es una literatura informada por la vivencia, no la anécdota biográfica del autor; una literatura que sea reflejo y espejo de la problemática vivencial del escritor (26).” "Esta elección de literatura vivida (también lo leído se vive) será una de las muchas conexiones que se pueden establecer entre Antonio Martínez Menchén y el autor de Campos de Castilla. Éste último ya nos había dicho en su famoso autorretrato que la bondad de su verso estaba en relación directa con los destinatarios. A través de sus complementarios o directamente, Antonio Machado explicará por qué y para qué escribe. En carta a Unamuno dice: “Comprendo también su repulsión por estos madangas y garliborleos de los modernistas cortesanos. A estos jóvenes les llevaría yo a la Alpujarra y los dejaría un par de años allí. Creo que esto sería más útil que pensionarlos para estudiar en la Sorbona. Muchos desaparecerían del mundo de las letras, pero acaso alguno encontraría acentos más hondos y verdaderos.” Con mayor contundencia aún se expresará Antonio Machado al referirse a la literatura formalista de principios del siglo XX: “Si el hombre dedicado a pintar flores en una cafetera o a esculpir quimeras en una copa nos parece una artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el arte nos parece algo tan fantástico y absurdo como una mosca que pretendiese cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo, sino degradarlo. Ni el reino de los fines ni el reino de dios son de este mundo.” (27) "Pero este rechazo de la literatura como fin en sí misma, la crítica del arte por el arte nos provoca un nuevo conflicto: el autor rechaza el arte por el arte y, a la par, nos ha dicho que considera ingenua la pretensión de los novelistas del llamado realismo social de contribuir a cambiar la sociedad (acabar con el franquismo) a partir de unas obras que ignoraban sus destinatarios (los agentes revolucionarios de la sociedad encabezados por la clase obrera, no digamos los campesinos. ) Evidentemente esta contradicción provocará una crisis en el autor que se reflejará en sus personajes sometidos a la eterna contradicción entre las posibilidades de la realidad y el deseo. El escritor ha de asumir que si su misión no es la de contemplar estáticamente el mundo, tampoco está en sus manos transformarlo. ¿Cuál es entonces el papel que se le ha asignado en este teatro? Vemos cómo lo analiza Martínez Menchén: “Es precisamente este compromiso del autor con su obra, este incorporar su propia situación marginal en una sociedad enajenada, lo que hace que, en principio, la obra del escritor sea una de las pocas actividades humanas en las que el hombre se expresa en su esencial libertad. El escritor no solamente opone una resistencia pasiva _la soledad_ al mundo enajenado, sino que con su obra combate la enajenación, ya que al estar destinado a establecer una comunicación con los otros puede llevar a estos a una toma de conciencia.” (28) "Sin embargo, el escritor analizará muy pronto que esta situación ideal no suele darse, por cuanto el autor, como todo ser humano, vive en un marco económico y social determinado _la sociedad capitalista_ y, por tanto, ha de someterse a sus leyes. Su obra no es más que un producto ofrecido a la sociedad de mercado y, como tal, tiene que regirse por la ley de la oferta y la demanda. De ahí que el escritor vaya viendo cómo su libertad creativa desaparece. A medida que no se ajusta a esas sacrosantas leyes, se va convirtiendo en un escritor minoritario por lo que sus obras serán rechazadas por las editoriales hasta reducirlo al silencio. Su voz, como la saliva de Blancaflor, se irá haciendo más y más débil hasta quedar reducida al silencio y entonces el diablo se apoderará también del pensamiento. " (29)
“Mi infancia son recuerdos de un muro de Sevilla…” escribe el poeta recreando el famoso Retrato de Machado. Y efectivamente, la tragedia, la agonía de su lucha comienza cuando tenía tres años y su padre, capitán de Asalto, es fusilado por su lealtad republicana. A partir de aquí comenzarán las estaciones del calvario al que páginas atrás aludía: el traslado a Madrid huyendo de tanto drácula berrendo en suripanta beata, legionario laureado, supuesto magistrado y verdadero meapilas de adoración nocturna; las detenciones continuas por motivos tan peregrinos como escribir cartas al director de un periódico o incluso poesías (Estos que ahora son poemas, serán mañana piezas de sumario…). La prohibición de sus obras, el exilio y, sobre todo la cárcel constituirán hitos en el camino de Carlos Álvarez, hasta el punto que parte de su obra haya sido compuesta entre los muros de la prisión o en las aún más ominosas celdas de castigo, prisión dentro de la prisión. Y, como no podía ser de otra manera, la represión y la lucha por la libertad son motivos recurrentes en su obra. También a cuento de la publicación de Versos de un tiempo sombrío dice José María Balcells: "Si José Luis Gallego es uno de los autores, aparte Miguel Hernández, más representativos de la poesía carcelaria en los primeros años de la posguerra, a mi juicio es Carlos Álvarez quien mejor encarna el paradigma del poeta prisionero desde 1960. Nacido en Jerez de la Frontera en 1933, cursó el Bachillerato en Madrid, y luego empieza a estudiar Derecho y Filosofía y Letras. Su primera detención ocurre en 1958, en que se le encerró en Carabanchel por un período que, a causa del indulto otorgado al morir Pío XII, se redujo a siete meses. En 1961 se le detendrá de nuevo, y dos años más tarde ingresa otra vez en Carabanchel. Condenado en 1963 a 3 años y dos meses de cárcel por el Tribunal de Orden Público, un Consejo de Guerra le sentencia a 6 meses y un día. Se le trasladó a la prisión de Cáceres, de la que por indulto concedido a la muerte de Juan XXIII, saldrá en Agosto de 1965. Entre 1966 y 1970 fue detenido en cuatro ocasiones. En 1974 entró en Carabanchel condenado a 4 años, dos meses y un día, pena que otro indulto le rebaja, abandonando el poeta la cárcel en noviembre de 1975" (30)
Semejante vía crucis por las tenebrosas prisiones del franquismo resuena en casi toda la obra del poeta. Lo contrario resultaría pasmoso. Los títulos de algunos libros (Escritos en las paredes, Papeles encontrados por un preso, Estos que ahora son poemas…, Versos de un tiempo sombrío) denotan claramente en qué circunstancias fueron compuestos muchos de los poemas que se incluyen en cada una de estas obras. Incluso el propio autor explica en los prólogos la circunstancias dramáticas en que se gestaron, llegando a justificar la elección del soneto para los que se incluyen en Versos de un tiempo sombrío por ser esta estrofa la más propicia para ayudarle a recordar unas composiciones hechas en las circunstancias más adversas. Carlos Álvarez ha sido internado, aislado de los demás presos y sin libros ni nada con lo que ocupar su tiempo, en las llamadas celdas de castigo. Repárese en el peculiar complemento del nombre. ¿Existen “celdas de premio” o celdas que no signifiquen un castigo para el penado? Pero no era baladí la especificación franquista. La perversidad del verdugo y de sus ayudantes se supera a sí misma. Frente al misérrimo cubículo en el que reducía al penado a solas con su soledad desnuda, el régimen normal de la oprimente prisión se antojaba un lugar tan sólo incómodo. Pues bien, en estas celdas de tortura el poeta trata de sobrevivir ayudado de sus viejas amigas, las palabras, y para que no se le escapen intenta amarrarlas mediante la argucia mnemotécnica de la rima consonante y la estructura cerrada y silogística del soneto. Algún conocedor del humor negro que, en ocasiones, tienta a Carlos Álvarez podría sospechar que eligió esta estrofa siguiendo los consejos de Lope en su Arte nuevo de hacer comedias: “el soneto está bien en los que aguardan”. Aquí no me atrevo a tanto. La cárcel será tema recurrente en mucho de los poemas y también referente obligado de metáforas tan plásticas como significativas. Hay dos palabras relacionadas con el campo semántico de la prisión que, para mí, adquieren especiales connotaciones dentro de la obra de Carlos Álvarez: árbol y tren. En el poema Coloquio con un árbol del libro Papeles encontrados por un preso (31), el escritor recurre una vez más al diálogo para ofrecernos pluralidad de perspectivas o puntos de vista. En este caso, el poeta solicita al árbol que le permita, en homenaje a Machado y Cernuda, grabar en su corteza el nombre de la chica (32) que le ha escrito a la prisión “…sin saber de mi otra cosa/ que la verdad impresa en los papeles/ de libros y sumarios”, pero que, con sus palabras ha permitido volar a su imaginación y “fundir la realidad con el deseo”. En otros poemas de Carlos Álvarez el árbol evoca la manzana y el paraíso prohibido, el castigo por el pecado, y también el cuerpo cuyas ramas son los brazos tendidos hacia el enamorado (33). En Aullido de Licántropo las imágenes referidas al árbol adquieren tintes surrealistas con reminiscencias a la muerte (34). A ello me referiré al analizar la otra faceta del poeta. En el poema que ahora nos ocupa, la inmovilidad hermana al escritor con el árbol, y el hombre piensa que también los une la tristeza de estar en mayo, el mes del amor, vacíos: el poeta con un nombre al que no puede dar cuerpo, el árbol sin ese nombre que grabar en su cuerpo. Y ambos tan cerca y tan lejos del río de la libertad y de la vida. Al igual que en tantos otros de sus versos se enfrenta a una doble prisión. La impuesta por el franquismo y las otras cadenas más dolorosas que le imponen los cancerberos de lo que ellos llaman moral y amores prohibidos. Y entre cancerberos también están los propios compañeros del poeta, tan ensordecidos por los prejuicios que no puede hablarles: (Entonces yo era un preso como tú, viejo tronco enterrado y que no puedes huir de mi discurso como los compañeros de aquel tiempo… me valdré de tu paciencia que, si bien se mira, no demuestra virtud pues obligado por tus raíces a escucharme vives, y hablaré contigo. No te extrañes del tono de ebriedad de mis palabras: es de mayo la luz que nos rodea con su vuelo, y el murmullo del río en libertad añade al ritmo de mi pecho despierto el de la vida…)
Si el árbol representa por su naturaleza la inmovilidad del preso o del centinela disciplinado, el tren se asocia con la libertad, con la aventura. Es uno de los vehículos que nos permiten romper con el espacio conocido, soñar mientras viajamos (35) o echar a volar nuestra imaginación cuando, de niños, hemos de contentarnos con viajar en uno de juguete. De esta oposición entre tren como símbolo de libertad y vehículo de la opresión para trasladar a un preso se sirve el poeta para crear el conflicto dramático en su poema En la despedida de un amigo de la obra Noticias del más acá. El poema se construye como un relato: el narrador-autor, al despedir a un amigo que es conducido a prisión en un tren, evoca el significado del tren en esa infancia en la que los verdugos, tras asesinar al padre, le habían quitado todo, o casi todo, porque la ilusión no había volado de la caja de Pandora. El tema se desarrolla en un lenguaje sencillo, aparentemente coloquial, el propio de una historia familiar. Sin embargo, una lectura atenta del poema me permite descubrir la riqueza de sensaciones pictóricas y, sobre todo sonoras, propias del ferrocarril; y el movimiento y la actividad de la parte referida a los recuerdos, porque aun los regímenes más siniestros no pueden matar el bullicio y la luminosidad infantil. Frente a ello, en la segunda parte del poema nos recorre la tristeza silenciosa, las imágenes veladas. Repárese en la riqueza sugestiva de los símbolos, una veces explícitos (la antorcha que se ha de tomar del compañero detenido para relevarle en su lucha revolucionaria), otras veces sabiamente sugeridos: los hierros que los niños ponían en las vías para que las aplastase el tren se convierten en metonimia con ecos cinematográficos de las cadenas de los presos que el poeta desea volver a colocar entre las vías; las trincheras abiertas de la posguerra aún no se han cerrado ni el terror ha cesado su acoso sobre el paisaje y la vida (márgenes del Manzanares y de la vida humana); las precisiones temporales como contrapunto al tiempo detenido del preso; la carencia de nombre y señas de identidad de éste, pues no es sino uno más de los represaliados por la dictadura…Entonces se comprenderá por qué me parece un gran poema:
EN LA DESPEDIDA DE UN AMIGO
Me ocurre casi siempre en los andenes de cualquier estación. Quizá es el humo de las locomotoras _acuarela de mi primera infancia_ o el silbido con su toque de magia, que sugiere lo que tal vez me llama desde lejos sin que yo sepa dónde; acaso sea la retórica imagen de no saber qué tren me convendría para el primer viaje proyectado… Yo no sé si es un color perdido de aquel tiempo o un paisaje interior que me circunda quien me asoma al recuerdo, y, sin embargo, sí, me ocurre siempre sobre las paralelas de las vías de hierro… (Yo era un niño viajero ya hasta el punto en que me encuentro ahora; soñaba en la distancia como se sueña se sueña con el mar _calidoscopio donde toda ilusión se nos dibuja, que al correr de los años diluyera su fantástico juego…_ Yo vuelvo a ser un niño en los raíles.) Mis hermanos, como eran mayores, no querían que saliera con ellos, pero a veces conquistaba el derecho a compartir la tarde, una mañana, el recorrido de un pájaro en el cielo… ¡Madrid de la posguerra! Las trincheras, abiertas todavía, servían de pretexto a la menuda población que naciera bajo el fuego por la diversión del escondite… Sin embargo, aunque fuéramos huérfanos de la guerra sin derecho a pensión y en casa nos faltara lo preciso (buscábamos a veces en la hierba la leña para el fuego mientras mi madre recorría en vano _como Ulises_ Madrid de parte a parte), todo estaba tranquilo. Paseábamos ajenos al terror que proseguía las márgenes del río.. Muchas veces _Puente de los Franceses a la hora de la divagación_ nos acercábamos para ver más al filo, casi al tacto, los trenes que corrían hacia el Norte de España o a París… (Era mi favorito el Surexpreso, con su gente mayor, acomodada, mítica, cubierta por el velo del prestigio que nuestra desnudez le concedía.) Recuerdo que poníamos sobre el raíl cualquier pequeño hierro, para después guardarlo _la reliquia de un viaje imposible_ una vez aplastado por las ruedas ignorantes del tren.
No sabría decir por qué misterio de la imaginación, el otro día (miércoles era veinticuatro y triste) pensaba en estas cosas en la Estación del Norte de Madrid. Eran las once y media de la noche; después _quince minutos tan sólo compartidos_ la distancia del espacio y el tiempo alejarían de mis ojos velados al amigo por quien estaba allí. Su mano libre _la otra encadenada a un compañero_ se separó un momento de la mano de su mujer; la mía se perdió en el temblor agradecido del hombre que recibe la antorcha del relevo al estrecharla… Y no sé por qué causa inalcanzable, a través del momento emocionado me acudió la imagen de mí mismo en el pasillo de un vagón derramado en el paisaje, poco después de descubrir el gesto silencioso y también muy familiar de un niño; de un niño que miraba la silueta del tren, que se perdía más allá de la curva del camino.
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b) El río subterráneo. Si las vivencias referidas a la represión política aparecen tan claras como la mirada de un niño, las referidas a los sentimientos del poeta (sobre todo a los amorosos) se empañan y enturbian hasta, con frecuencia, adquirir el color sombrío de las pupilas dilatadas por la pesadilla. Porque la vida de Carlos Álvarez no es una pesadilla, sino una galería de ellas. Que te masacre, martirice y humille desde la infancia el enemigo debe de ser duro, tremendamente duro. Pero que los amigos, los camaradas, esas gentes por los que has puesto tu vida tantas veces al tablero puedan llegar a menospreciarte únicamente porque amas ya es más de lo que un hombre puede soportar. Porque, señores, he aquí un aspecto_ para mí esencial_ que no he visto nunca claramente explicitado al leer críticas o comentarios de la obra de Carlos Álvarez: la amargura que destilan muchos de sus versos es producto de una existencia a la que los unos han negado el pan y los otros la sal. Esteban Torre(36), por ejemplo, inicia un análisis muy riguroso de los aspectos más íntimos de la obra del poeta, aunque al final un no sé qué le impide poner las cartas boca arriba tras sus lúcidas lecturas: "Ahora bien, en la poesía de Carlos Álvarez, la confrontación entre la realidad y la belleza reviste unos caracteres especialmente dramáticos. No se trata ya de la simple expresión de un ideal estético, o de una actitud ante la vida, que, de manera explícita o implícita, puedan vislumbrarse en sus escritos. Existen, por el contrario, motivaciones más profundas, que están ancladas en el terreno de lo inconsciente, o lo transconsciente, y que vienen a configurar lo que el crítico de filiación psicoanalista Charles Mauron llamaba el mito personal. El poeta Carlos Álvarez no es más que un hombre, o mejor, un niño, a quien el sentido de la realidad ha revelado un universo que le es hostil. La adversa realidad le incita a proyectar su fantasía en una doble vertiente: por un lado, hacia el amoroso contacto con una belleza que se presiente y se desea, por otra parte, hacia el dolorido rechazo del medio contradictorio que le envuelve y atenaza. El Bien y el Mal, o el honrado Dr. Jekyll y el miserable Mr. Hyde, el Hombre y el Lobo: tales son los polos dialécticos entre los que ha de saltar la chispa poética de Carlos Álvarez".
Para acercarme a las poesías más desgarradoras publicadas a partir de Eclipse de mar (1973) necesité releer estos versos tan inquietantes varias veces y, después, hacer un examen de conciencia de la agonía de alguien por la hostilidad del ejército enemigo y del suyo propio hasta el punto de sentirse desnudo frente al mundo. Él puede defenderse (y brillantemente, por cierto) ante el Tribunal de Orden Público o ante un Consejo de Guerra, pero “aquel que se encuentra acusado por su amor no encuentra la manera de defenderse; una acusación tal se le aparece, podríamos decir, como impía y los aspavientos de los moralistas al uso, en torno a lo que se confirma tan constitutivamente claro, toma para él un sesgo de falsedad, como antipática intransigencia que no responde en modo alguno a una veracidad de sentimiento, sino más bien a una enemistad premeditada". (37) Y para entender que, argado sobre argado, estos aspavientos podrían haber venido de sus propios camaradas, preocupación que le acució durante muchos, muchísimos años aunque el tema nunca trascendió pese a que el responsable de su ingreso en el Partido, hombre abierto y de una gran categoría mental y humana, había sido previamente informado sobre él, tengo que referirme a mi propia experiencia sobre la homofobia. Carlos Álvarez era un militante activo del Partido Comunista de España desde su juventud y también un capital importante de este partido, ya que el eco de sus versos clandestinamente leídos en España y traducidos a muchos idiomas, las noticias que le dedicaban los periódicos extranjeros cada vez que era detenido se convertían en divisas ideológicas en la denuncia de la dictadura. Además, se suponía que un partido marxista estaría en las antípodas de las ideas de los clerigones o saltatumbas reaccionarios que intentan hasta reprimir nuestros impulsos o deseos amorosos. Otra vez la realidad se enfrentaba a los deseos. Y va de vivencias: estando yo en la cárcel de Carabanchel se presentó un caso al comité del PCE (del cual yo formaba parte) que entonces me pareció fútil y después consideré trascendente. Otro camarada de la dirección había sabido que uno de nuestros militantes “podía tener” relaciones con un chico condenado por delitos comunes (38) y aquello era un problema serio que debíamos analizar. Es cierto que en aquel comité, quitándome a mí y a un licenciado en Económicas, los demás eran obreros de distintas profesiones y con experiencias vitales y educativas muy lejanas a las mías. Así que cuando les dije que aquello no me parecía un tema importante de discusión sino una chorrada y que a mí me importaba un pimiento que ellos, como yo, se masturbaran o que se lo montaran con el de la celda de enfrente, me miraron como alucinados. Pero cuando ya me consideraron otro pervertido burgués es cuando les expliqué, en el colmo de mi cabreo por su intransigencia, que en mi piso vivíamos cuatro: mi compañera y yo y otro camarada con su pareja, ambos homosexuales y ambos militantes de la Organización Universitaria. Descalificaciones, supuestas gracias que sólo harían sonreír al bobo de Coria, hasta veladas insinuaciones sobre mi persona más propias de un burdel de carreteras que de una reunión de comunistas fueron el colofón de tan académica polémica. Pero lo peor vendría después: la cosa trascendió y, recurriendo a un artilugio médico para pasar a la sexta galería, comenté el incidente con un responsable de alto nivel. Y cuando esperaba que compartiese mi indignación por aquella sinrazón propia de gañanes o señoritos fascistas, únicamente escuché palabras de comprensión por mi poca experiencia humana achacable a mi juventud. De todo aquel discurso que rezumaba amabilidad viscosa de tintes jesuíticos sólo saqué en claro que los homosexuales o eran unos enfermos o unos pobres desgraciados, si no una muestra de degeneración burguesa, pero que tenían poco o ningún espacio en nuestro viril y proletario partido. Además, concluyó el prócer, son más débiles y no aguantarían ni la disciplina de nuestra organización, ni las leyes de la clandestinidad ni un interrogatorio policiaco. ¿Qué pensar de un hombre(40) perseguido por ser hombre y condenado a la soledad en sus prisiones porque no puede manifestar a sus compañeros que su necesidad de amar sólo puede ser concretada en una criatura de su propio sexo? Al aislamiento del carcelero se une el todavía más doloroso de sus compañeros de fatigas: "El calor humano, el calor físico que la humanidad trasciende nos…humaniza; no sé qué seguridades hace germinar en nuestro ánimo, y hasta qué confort, aun en el caso de no ir éste mucho más allá de la tibieza de los apriscos. Un pilluelo duerme siempre más confiado sobre la misma miseria de la espalda amiga; o simplemente cómplice. La complicidad misma es halagadora, porque significa colaboración, cooperación: un alma afín, no estar solo…Pero el homosexual nace solo, aislado, en potencia, de los demás, con una soledad que a fuerza de serlo de una manera tan absorbente, tan hermética, tan podríamos decir, intransitiva, más que extrañamiento parece una providencia, es decir, estar dotada de un “don incipiente” cuyo secreto, beneficio o malaventura, se ignora. Qué haya en él de distinto, no se sabe." (41)
Estas palabras, escritas varias décadas antes, explican para mí mejor que ningún comentario filológico el sentido de muchos poemas de Carlos Álvarez. Soledad, incomprensión y amargura son tres vértices sobre los que se yergue el triángulo de su existencia. La feroz rapiña que unos y otros han hecho de su persona no perdona ni las ansias amorosas. Salvo excepciones _algunas de las cuales comentaré_, el amor aparece en la obra teñido de soledad y podredumbre, de símbolos tan agresivos o dolorosos como los de Cernuda, compañero también de sufrimiento erótico: "Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos. ¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece. Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis." (42)
En Eclipse de mar hay un poema en el que Carlos Álvarez responde (se responde) a la pregunta del porqué de la ausencia del tema erótico en su poesía. Y responde que ha trasladado su amor a los demás, idea que ya había expresado en varias ocasiones: “la plaza del Nosotros es hermosa/cuando del Yo abandono su angostura”. Pero ese dialogar con la humanidad, (y con el hombre que siempre va con él) no impide que aparezcan elementos extraños en el hermoso edificio de la solidaridad, cuando la existencia le obliga a ir de sus asuntos a su corazón. Son palabras que se cargan de significados metafóricos relacionados con el amor o el sexo (manzanas (43), gusanos, vampiros, espuma, rocas, barcos, gruta, …) y, sobre todo, una amplia galería de personajes recreados por el poeta y relacionados con amores prohibidos o inalcanzables: Edipo, Oscar Wilde, Rimbaud, Aquiles o el mismo san Juan de la Cruz aparecen una y otra vez en una red de interrelaciones significativas que llevan a correr la cortina de las ilusiones o a la desolación de la quimera. Compárense estos versos de Historia de dos ciudades con la introducción de Cernuda a Donde habite el olvido citada anteriormente para ver cómo se puede poetizar la amargura de diferentes maneras sintiéndose casi de la misma: Los sueños, el amor, las intenciones, son lugares de paso. La resaca posterior al recuerdo, ¿por qué siempre nos deja ese sabor de almendra amarga. […] (44)
En el mismo libro (Eclipse de mar) hay un poema que me parece claramente significativo del vía crucis del poeta a que antes me refería: la doble persecución política homófoba que le obliga no sólo a esconderse de la policía políticosocial sino también de la homófoba. Y, como esta última tiene muchos agentes entre sus camaradas, el poeta debe callar, evitar la palabra maldita con la que le definen (e insultan), impidiéndole contemplarse con serenidad en el espejo. El poeta, tal vez recordando a su compañero de letras que afirmaba que habiéndolo perdido todo le quedaba la palabra, (el alfa y el omega del poeta), pide que a él también, al menos, le dejen la palabra, el hombre y el amor sin adjetivos. Aunque escritos en ese tono coloquial con el que el poeta trata de conversar de tú a tú con esa tercera mitad que es la humanidad, los endecasílabos muestran la profunda tristeza de quien se siente solo, cansado, pensativo e insultado por la incomprensión cotidiana de sus semejantes Se rebela mi mano si la escribo, me traiciona la lengua si la nombro, se va de mascarada por las calles la palabra que arranco de mi pecho. La necesito aquí, junto a los míos, en esta casa lóbrega y en este momento de llorar, petrificado. No quiero darle el pésame al espejo. ¿Qué le pasa a la gente que me mira? ¿O que me pasa a mí si, como a un loco, tapando la sonrisa me señalan con un gesto de duda y aceleran el paso? No comprendo lo que dicen. No entienden lo que digo. Eso que veo volando en torno a mí sé que es un pájaro. ¿Qué nombre le darán los que me niegan? …de la misma manera, ellos pronuncian “justicia”, “libertad”, “amor” y “patria”, y sé que están nombrando algo distinto de lo que esos vocablos significan. ¡Liberemos, amigos, el idioma! Desnuda en su pureza la palabra de la trampa social del adjetivo, tendrá el mismo sentido para todos. Serán las cosas para todos. (45) |
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c) Carlos Álvarez poeta de amor. A partir de Eclipse de mar el amor sexual ocupará más espacio en la poesía de Carlos Álvarez (sin que desaparezca el amor al prójimo). El juego de los desdobles, de los disfraces que, como los espías, ha debido adoptar el poeta durante su atormentada existencia, le permite jugar en Aullido de licántropo (46) con la doble vida de Larry Talbot-hombre lobo, un ser gobernado unas veces por sus instintos eróticos, otras por la razón. Frente a otros monstruos que tienen una clara función de denuncia política (Drácula chupando la sangre del pueblo, o Frankestein desdoblado en obrero y titán-máquina explotadora), la personalidad del hombre lobo que sólo es lo que el destino le ha hecho es más compleja y, con frecuencia un pretexto para que Carlos Álvarez busque respuesta a sus inquietudes existenciales y, siguiendo a Pavese, hacer de la literatura una defensa contra las ofensas de la vida. En el diálogo continuo que se establece entre protagonista-autor y lector activo, aparecen preguntas con respuestas sarcásticas que parecen dirigirse a sí mismo. Obsérvese, por ejemplo, este párrafo en el que la sustitución de licantropía por homosexualidad no parece disparatada si se tiene también en cuenta la referencia al psiquiatra progresista cuyas explicaciones sobre este tema (que de la licantropía no creo que se ocupara) son tan confusas y ambiguas como aquí se comenta y cuya relación con Larry Talbot sería milagrosa: "¿Intentó Larry superar su condición? Difícil asegurarlo. Parece ser que buscó alguna vez los remedios de la Ciencia, e incluso hay quien afirma que hizo una visita al célebre Castilla del Pino. El hecho de que éste publicara a continuación lo más denso de su obra, donde, por cierto, sí hay referencias a la licantropía, son lejanas y discretamente ambiguas, permite suponer que la entrevista, de ser cierta, tuvo lugar de día y sin que el paciente albergara ningún mal pensamiento[…] Pero es de sumo interés para proseguir nuestras investigaciones saber si Lawrence Talbot aceptaba de buen o mal talante su peculiaridad" (47)
Junto a los símbolos empleados en otros poemas (barco, orilla, puente, toro..) la luna cobra, lógicamente, especial protagonismo en el libro. Su papel de Parca que va dirigiendo las pasiones y el destino del protagonista completa el de otras creencias míticas que también aparecen en la poesía de García Lorca. La Isis egipcia dirige las mareas, la menstruación y el nacimiento de los seres vivos. Esta luna que atraviesa los muros de la fragua para turbar la inocencia del niño, que lleva al incesto a Thamar y Amnón y tiñe la boda de sangre, hace también que Larry Talbot se transforme en el hombre lobo. Entonces el poeta expresa a través de su complementario su propio terror al contemplar que no podía gobernar sus instintos y que estaba cayendo en deseos que los demás calificaban de nefandos, contranatura, y que, de convertirlos en realidad, sería condenado como criminal (48). Horrorizado, no puede contemplarse en el espejo porque no es como los otros, es fruto de una alquimia indeseada regida por “la bailarina esclava de la tierra”, en metáfora personificadora tan plástica como traviesa. En la silva “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo”, parodiando a Rubén Darío, ya había expresado el dolor de no controlar sus ansias, y, en clave de humor, en el soneto “_Con ese toro, amigo, ten cuidado” también había explicado a sus críticos (incluidos los camaradas) lo absurdo de tratar de poner puertas al amor por muchas voces obscenas que lo reclamen. Pero es el romance heroico que copio a continuación el que me resulta más significativo de esa estúpida lucha que moralistas obscenos obligan a librar a quien únicamente desea amar. La carta de despedida de quien la intransigencia más gratuita ha llevado a las puertas del suicidio se dirige al amor: A TI MI AMOR, el único mensaje que entrego al entregar mi sangre abierta: lo que oculto te tuve, ni a mí mismo me lo dije tampoco con franqueza. Que vacila y no acierta con la llave quien sabe que hay terror tras una puerta, y el paso no aventura y retrocede para no estremecerse con la mueca que acecha en cada espejo. Pero ahora, cuando por fin me arrebaté la venda, conozco ya sin dudas lo que tanto temí reconocerme: que esa fiera cuya sed sólo calma lo imposible de conseguir sin crimen; esa bestia pregonada por todos, soy yo mismo cuando quiere la luna ser más bella. Ya lo sabes, amor: al plenilunio, cuando derrama su embriaguez perfecta sobre la oscura paz de los caminos la bailarina esclava de la tierra, fruto soy de una alquimia indeseada que me convierte en lobo, y en mí deja cuchillos como fúnebres cipreses y el ansia de clavarlos como empresa…
Sólo ahora, mi amor, te lo confieso: cuando se apaga el pulso de mis venas, y, en deuda por la sangre derramada, la de tu pobre Larry se libera. (49)
En Versos de un tiempo sombrío, libro que, como ya he señalado, el poeta compuso en 1976 durante el aislamiento en mazmorras de tortura por declararse en huelga de hambre como protesta por la condena a muerte de cinco jóvenes antifranquistas, aparece, sorprendentemente, este soneto, Liebestraume, para mí una de las mejores composiciones de la poesía erótica contemporánea. En este caso, la muerte no es un juego. Es una espada de Damocles que pende sobre cinco cabezas que se han enfrentado violentamente contra la dictadura que, ejecutándolos, culminará su larga trayectoria de asesinatos. Pero la muerte, además de por celdas de los condenados, contiguas a las del poeta, se pasea también por la suya porque la huelga de hambre es uno de sus lacayos. Y aun así, el poeta llama a la vida con este soneto exuberante de jugosa lujuria para enfrentarla no retórica, sino vitalmente.
LIEBESTRAUME Fronda salvaje, trampa rumorosa donde soy vencedor al ser vencido, gruta que me adormece en el olvido de mi roto vigor, pétalo rosa de la rosa que hospeda mi ardorosa presencia de varón, grato descuido que me dejó adentrarme en ese nido donde anuncias la vida milagrosa. Tu cuerpo, que no yace junto al mío, lo imagino muy lejos en la oscura soledad de mi celda. Quiero amarte y amarte: deshacerme de este frío que mis nervios destroza, y la dulzura de tu fruta bebérmela al sembrarte. El título nos indica que se trata de un homenaje a Los sueños de amor (Liebestraume), tres obras para piano (S/G541) de Franz Liszt. Cada uno de los tres sueños se refieren a un amor: el amor religioso o sagrado, el amor sexual y el orgasmo, y el amor maduro. El soneto de Carlos Álvarez recrea el segundo sueño con imágenes de alto significado erótico que vienen a la mente del poeta aislado en una celda de castigo. El fuego y los fluidos amorosos se contraponen así a la fría humedad de la mazmorra. Ignoro si el poeta jerezano conocía un romance de Quevedo sólo recogido por Astrana Marín, pues brilla por su ausencia en las demás “obras completas” del autor de Los sueños. El romance al que me refiero es, además de una joya literaria, un ejemplo del abismo existente entre lo pornográfico y lo deliciosamente erótico. En el primer caso empezaría hablando del coño entre las piernas, y en el que nos ocupa comienza: Las columnas de cristal/ el templo de amor sustentan. A partir de aquí se nos ofrece una visión desnuda y bellamente indecente del sexo en toda su plenitud gozosa. Y si Carlos Álvarez desconocía este romance, y, por tanto, no pretende, como en otras ocasiones, rendir homenaje poético a una obra maestra, me asombra el paralelismo descriptivo e incluso la semejanza de algunas metáforas. He aquí algunos ejemplos(50) : el vello púbico (fronda salvaje/ bello vellón de Colcos/ menuda y fresca yerba) , vagina (gruta, rosa, nido/ cueva, boca), labios del sexo (pétalos/ hermosas laderas, orillas) , erección al penetrar y flaccidez tras el orgasmo del varón (soy vencedor al ser vencido, roto vigor/ Cides entrando de acero armados salen más blandos que cera), puerta del útero (nido donde anuncias la vida milagrosa/ aquí esta la fuente oculta, que tiene tal preeminencia que cuantos vienen al mundo dicen que pasan por ella).(50) En La campana y el martillo pagan al caballo blanco, Carlos Álvarez construye todo un universo alegórico para demostrar que los sueños no sólo son sueños, sino sueños amargos. El libro es pesimista. El camino que ha venido utilizando como símbolo de la vida Carlos Álvarez en sus poemas, sea este una senda, un río, el ancho mar o los paseos por las galerías y celdas de la cárcel, se convierte ahora en las casillas de un juego infantil. Como en cualquiera de ellos el jugador debe llegar a la meta, pero nunca lo conseguirá porque la campana y el martillo, que difícilmente se anuncian en la misma jugada, no ganan sino que pierden si coinciden, y siempre se impondrá la amargura, el caballo blanco. Es, pues, el libro la crónica de un fracaso vital en el que el amor se vuelve a convertir en una ilusión imposible, desdoblándose en las fantasías de Alicia y en las de su creador que verá cómo, al final, la reina de corazones le corta la cabeza por enamorarse de una niña. Otra crónica del desamor, de las ilusiones que se estrellan, como la espuma, contra las rocas. Una y otra vez aparecen los símbolos de los enemigos del amor en tiempos de terror y de injusticia, de los brazos abrazando el vacío, la soledad de la noche, de esa serpiente que se esconde tras los labios. La serpiente será el símbolo de la tentación a Eva, del final del amor de Eurídice y Orfeo, del reino del otro mundo, pero también es la imagen del pene, del sexo, de ese sexo que atrae y asusta, ángel y demonio. En sus terrores el poeta acude a esconderse _o buscarse_ tras el espejo de Alicia: Si yo pudiera, de mi amor seguro, decirte la palabra que te salve como a mí de este pozo donde el silencio crece, se me enrosca cual serpiente invisible, pestilente vuelve el aire que todos los humanos para seguir viviendo necesitan… si estuviera seguro de mí mismo…(51)
Aurora de Albornoz dice en el prólogo lo que considero un resumen adecuado de este libro: "El libro que ahora sale a la luz es un testimonio íntimo, aunque la historia no deje de estar presente en él. A través de estos versos el poeta habla del amor, de la muerte, de la poesía…La campana y el martillo… es, fundamentalmente, el testimonio de un fracaso que, poco a poco, se va trocando en afirmación de una posible esperanza. Conciencia de la inevitabilidad de la muerte personal, sentimiento profundo de soledad, incomunicación con los otros, amor no vivido o truncado, miedos, pesadillas, terrores, etc., son los temas que, una y otra vez _con tristeza y, en algún momento, con amargura_ se asoman por las páginas del libro" (52)
En Reflejos en el Iowa river(53) dialoga con el río, que se convierte así en uno de sus complementarios a la manera machadiana de los que tanto gusta el poeta. Al símbolo del río_ vida que va a da a la mar, tiempo heraclitiano_ se unen otros también utilizados en versos anteriores aunque ahora adquieren más relevancia: la barca _nave de Caronte que nos transporta a la otra orilla y vida zarandeada por las adversidades, serpiente, dardo como imágenes del sexo…_ No obstante, como no podía ser de otra manera, las connotaciones del río se amplían, actualizándose antiguas concepciones míticas. El río como padre vivificador, como origen de la vida y de la muerte, no sólo es uno de los centros del pensamiento mágico de los antiguos egipcios, sino que también cobra gran importancia en el imaginario hebraico, seguramente como consecuencia de la estancia de los judíos en Egipto. Recordemos a estos efectos no sólo la historia de Moisés, recreada en muchos cuentos populares y en el Amadís de Gaula, sino también el primitivo bautismo en el Jordán que nos permitía iniciar una nueva vida (54). El pensamiento mítico griego sobre los ríos fecundantes aparece de una forma explícita en el coloquio con el “Río universitario”: Estudia entonces bien, descansa cuanto lo necesites en la hierba, besa los pechos de las mozas, da tu semen a la raíz más honda de los machos y comparte con ellos ese impulso, noble río. (55)
La personificación del río permite al poeta convertirlo en símbolo de dos mundos enfrentados que el escritor quiere reconciliar hermanando a sus pueblos: el americano (Mississippi) y el entonces soviético (Volga) En lo que al aspecto literario se refiere, el río hace posible el juego con los colores y efectos luminosos en un tratamiento más impresionista (y cinematográfico) de los temas que en otras composiciones en las que el poeta suele utilizar el claroscuro y la caricatura expresionista. Los reflejos que también dan título al libro se convierten en alegorías de las diversas _y a veces contrarias_ facetas con que el ser humano se presenta ante los demás _y ante sí mismo_ en un juego de espejos que van del mito de Narciso a las burlas valleinclanescas. Y, junto al amor imposible (King-Kong que representa a Polifemo y Galatea, Cuasimodo y Esmeralda, la bella y la bestia), la amargura por la intransigencia humana, por el cerril comportamiento que ayer encarcelaba a Oscar Wilde por su homosexualidad y hoy le levanta estatuas y le expone en los museos; que sólo unos años atrás condenaba a Walt Whitman por poetizar el amor homosexual y hoy le convierte en autor de estudio obligado en todas las universidades (56). Tampoco en la aparentemente libre sociedad americana el hombre puede ser hombre. El acoso no cesa y nunca debes bajar la guardia, mostrar al desnudo tus deseos políticos y amorosos :”No te extrañe si tomo precauciones”: […]Y de improviso, me insultas con palabras sin cordura, faltas de entendimiento, voces topes, heladas, que me alteran, me obligan a encerrarme en mi mutismo y afianzar los cerrojos de mi pecho, ponerme la camisa en que se esconden los más turbios latidos{…] (57)
El último libro de Carlos Álvarez (sin tener en cuenta las antologías), Memoria de un malentendido(58), es un libro de recuerdos y desilusiones (o persecuciones) amorosas. El escritor manifiesta no su temor a la muerte, sino a la vida (nuevamente la barquilla de Lope zarandeada por tantos vientos hostiles), una vida de sacrificios que, después de todo, ¿merecían la pena? : ¿Elegí lo mejor? Si en la vigilia supe encontrar los móviles del crimen e incluso ver la faz del asesino, la impotencia fue la cruel respuesta del Oráculo. (59)
Dentro del homenaje a Lope (otro pecador según el fundamentalismo católico) que recorre tantas páginas del escritor jerezano, hay un desgarrador soneto tomado del verso ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?(60) en el que el poeta madrileño se pregunta por qué Cristo no le ha abandonado siendo tan pecador impenitente. Carlos Álvarez interioriza el conflicto entre el yo y el ello, los instintos y las imposiciones sociales o religiosas. La realidad externa , el mundo que contemplamos a través de la ventana, sólo tiene sentido a partir de nosotros mismos. Los símbolos de vida (agua), espejo (nuestra interioridad), ventana (realidad o apariencia externa, los demás) son el contrapunto de serenidad al desgarro vital del tema. La idea de persecución y castigo por seguir la llamada de la naturaleza, por amar, se desarrolla más nítidamente en el poema ¿Pesadilla de Dios o sólo mía? con explícitos reproches a esos inquisidores que, como en tiempos de Lope, sigue martirizando el cuerpo y el alma del hombre haciendo que éste se martirice (obsérvese las metáforas _también metonimia y sinestesia_ asociadas a cárceles, torturas y autos de fe: “pira”, fuego”, “hierro candente” (61), “barrotes, “banco de piedra”, “pisadas ominosas” de los carceleros…) ¿PESADILLA DE DIOS O SOLO MÍA? ¿Fue en otro tiempo, en éste, o en el sueño cuando sentí mi cuerpo aprisionado por garras que humillaban su cordura, y era el aire un desprecio multiforme de sucias carcajadas, y en la pira luchaba el agua con el torpe fuego para quitarle fuerza y que el castigo fuera más duradero? ¿Y era yo quien del hierro candente entre las ingles sintió la mordedura? Estoy despierto. Me palpo. Ésta es mi casa, las paredes que siempre me protegen. No hay peligro. No hay peligro. Mi cama. ¿Son barrotes los que tachan mis ojos? ¿Este banco de piedra…? Las pisadas ominosas aplastan mi cerebro. Todo vuelve. ¿Pesadilla de Dios o sólo mía? Fue en otro tiempo. En éste. No era un sueño. (62)
Otro poema de este libro cuya lectura me ha deleitado enseñando es Metáfora con árbol. En primer lugar porque demuestra el proceso de renovación continua si perder en sus señas de identidad al que me referí muchas páginas (seguro que demasiadas) atrás al hablar de las etapas del poeta. Ya hemos visto que el árbol se utilizó como símbolo de cautividad, motivo de parodia poética en el caso del ciprés de Silos, que comentaré más adelante…Ahora el eucaliptos se personifica para convertirse en amante. Las metáforas (frágil tallo = cuerpo; ramas = brazos) aparecen en algunos versos de Cernuda. A mí me recuerdan el mito de Apolo y Dafne, uno de los más recreados por artistas de cualquier época y medio expresivo, quizá porque sea uno de los temas más gratos al hombre en general y a Carlos Álvarez en particular: el amor prohibido o imposible. Porque la ninfa Dafne no puede entregar su virginidad ni siquiera a Apolo, quien trata de violarla y, cuando está a punto de alcanzarla en su loca carrera, el padre de la ninfa la convierte en laurel. El dios asiste a la metamorfosis (los brazos se transforman en ramas) y, en su desconsuelo, abraza llorando el talle que se va convirtiendo en tronco. Otro poeta que sufrió el dolor de los amores prohibidos, Garcilaso de la Vega, sabe expresar maravillosamente el desconsuelo del amor imposible porque lo ha vivido. Nada menos que un dios no sólo no puede impedir que el objeto de su adoración se aleje de él, sino que sus lágrimas se convierten en catalizador de la metamorfosis de la joven en laurel:
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño, qué con llorarla crezca cada día la causa y la razón por que lloraba!
Si la presencia del mito de Dafne en estos versos puede ser discutible, no lo es la del de Semele y Zeus, que nos vuelve a llevar a la fatalidad amorosa: el dios Zeus, convertido en rayo fulmina accidentalmente a su amante Semele, madre de Dionisos, quien la llevó a los cielos. Dentro también de la recreación de motivos clásicos, el locus amoenus se transforma, como corresponde a la vaga tristeza de quien sueña amores imposibles para encontrarse con la desolación de la sonrisa triste de su imagen reflejada por el espejo. El poema se estructura con maestría musical: el tema de la tristeza a la que ha sido condenado el poeta se anuncia en el primer verso. Todos los demás lo van desarrollando con distintos contrapuntos hasta que la idea de la desolación cierre los versos finales. Todos ellos son endecasílabos, a excepción de un hexasílabo colocado casi en el medio del poema para, con la ruptura del ritmo y el encabalgamiento, llamar la atención del lector sobre el paso del presente al pasado. El valor de las imágenes de río, mar, niebla ya ha sido analizado anteriormente.
METÁFORA CON ÁRBOL Sé que estoy condenado a la penumbra. Que el sol _como a Semele Zeus_ podría taladrarme los ojos. (No se andan con chiquitas los dioses cuando cobran su préstamo usurario) . Sólo un sorbo de vida; la que vuela como un río que desborda en el mar sus cataratas, y a través de la niebla la vislumbro, no se puso al alcance de mi mano. Ahora recuerdo que viajaba en un tren. Era en el Norte. No más que variaciones sobre un tema monótono el paisaje. Ni en la calma teñida de tristeza de la tarde, ni en la belleza sorda de los campos cuya luz declinaba, se leía del sobresalto doloroso el signo que estremeció mi pulso: sobre el cielo parecía flotar la altiva fronda del bosque de eucaliptos, y en aquella desproporción entre su frágil tallo y el imposible sueño de sus ramas la imagen contemplé de algo muy mío y una sonrisa al fondo del espejo. (63)
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d) Lírica en la cultura. Con ser muchas las referencias culturales que he ido señalando hasta ahora, no son sino un pálido reflejo de la riqueza del juego de luces poéticas que aparecen tanto en los ensayos como en los poemas de Carlos Álvarez. Autores y personajes de diferentes épocas y oficios, obras citadas explícita o implícitamente, en parte o apenas un nombre o un verso, se convierten en un bosque de significados en el que debemos ir buscando las miguitas de nuestros conocimientos para no perdernos. No quiero decir con esto que el lector necesite ser un erudito para leer las obras del poeta. Ni voy a insistir tampoco en la multiplicidad de lecturas de una obra de arte a la que me referí al principio de este artículo. Únicamente siento un hecho personal: cada vez que he releído una obra _incluidas las de Carlos Álvarez_ he descubierto cuánto me había pasado desapercibido en la anterior lectura. Esa semilla que queda debajo del surco quemado es un calidoscopio de múltiples irisaciones y formas, que se laña y se deslaña, se ensangosta, reduce o multiplica siempre con colores y figuras que son tentaciones apenas resueltas, cada vez que acercamos el ojo a ese cañuto que el forjador de docto oficio dejó en nuestras manos. Hay unos versos de Cantos y cuentos oscuros(64) tan citados como, a mi entender, mal entendidos, y que se enarbolan para argüir que es un “poeta social”, o cualquiera de los otros marbetes empleados para empaquetar artistas. Dicen así los versos de marras SINFONÍA HEROICA (continuación) Mentiría si no reconociera que Shakespeare más que Marx me ha conmovido, y que Lenin no habita donde Mozart se acerca a lo que amo.
Pero si en Petrogrado un pueblo en armas destruye los esquemas de la Historia, y la Comuna de París resiste sólo un momento acaso más que el tiempo que fuera razonable, se me olvida Beethoven, y las coplas de La Internacional es lo que canto.
Considerados aisladamente estos versos se podrían interpretar como un brindis al sol, o un mea culpa del escritor por la carga cultural de sus poemas. Pero, paradoja de las paradojas, el poema es la continuación de Shakesperiana (intermedio) en el que se ha jugado, a partir de los personajes de varias obras del dramaturgo británico, con la posibilidad de que el destino hubiese cambiado los papeles en el gran teatro del mundo. Para demostrar que el poeta ha arrumbado todo su bagaje de cultural, los dos versos finales del primer poema, que dan pie al segundo (“tal vez los personajes secundarios le quiten gravedad a la tragedia”) recrean unos versos en los que Bertold Brecht se plantea por qué los libros, al hablar de las pirámides, recogen los nombres de los faraones y no los de los millones de personas que las construyeron. Creo que a Carlos Álvarez le sucede en estos versos algo similar a lo ocurrido a uno de los personajes de los Sueños de Quevedo: que nuestro escritor jerezano sería condenado al infierno por no poder sacar de su abultado equipaje ni tan siquiera un personajillo, ni media cita. Lo mismo que le aconteció al recalcitrante poeta. Cuando, en su visita al Infierno, Quevedo le pregunta cuál es la razón de su condena, éste le responde con unos hilarantes versos:
Dije que una señora era absoluta, y siendo más honesta que Lucrecia, por dar fin el cuarteto la hice puta. Forzóme el consonante a llamar necia a la de más talento y mayor brío, ¡oh, ley de consonantes dura y recia! Habiendo en un terceto dicho lío, un hidalgo afrenté tan solamente porque el verso acabó bien en judío. A Herodes otra vez llamé inocente, mil veces a lo dulce dije amargo y llamé al apacible impertinente. Y por el consonante tengo a cargo otros delitos torpes, feos, rudos, y llega mi proceso a ser tan largo que porque en una octava dije escudos, hice sin más ni más siete maridos con honradas mujeres ser cornudos. Aquí nos tienen, como ves, metidos y por el consonante condenados, a puros versos, como ves, perdidos, ¡oh, míseros poetas desdichados!
Tampoco Carlos Álvarez tiene enmienda. Prueba de su reincidencia pecadora: en el mismo libro en el que estos versos anuncian su propósito de enmienda, de que todo lo que no sean los cantos del proletariado serán reducidos al silencio, se oyen los cantos de esas sirenas que parecen no haber escuchado algunos de los críticos que se ocuparon de la obra del escritor. Tal vez porque tenían los oídos tapados con cera. Algunos de estos cantos de Cantos están explícitamente recogidos (Jesucristo, Stevenson, El Apocalipsis, Orfeo, Mahler, Tchaicowsky, Galileo, Giordano Bruno, Shakespeare, Oscar Wilde), otras veces son sus heterónimos (Larry Talbot, Vústrid Kalminari), sin que puedan faltar las recreaciones desde versos incorporados directamente al discurso del autor, que los vivifica como la mano de nieve las notas de la vieja arpa : “Un domingo machadiano de febrero/, con lluvia en los cristales” (Una tarde parda y fría/ de invierno. /Los colegiales/ estudian. Monotonía/ de lluvia tras los cristales). En el mismo poema (Pudo ser un domingo de febrero) se recrean dos coplas manriqueñas, referidas a dos de los temas gratos a Carlos Álvarez: el paso del tiempo y el dolor que deja el efímero placer. El ingenio del poeta le lleva en prosas y poemas a burlarse de la estupidez humana y de sus referentes culturales. Casi siempre sosegado, Carlos Álvarez saca en ocasiones un poco los pies del tiesto con versos de intención sarcástica y provocadora. Tal es el caso de estos dos sonetos, que contienen un apreciable conjunto de metáforas, términos y estructuras que actúan como contrapunto de los empleados por Gerardo Diego en el dedicado al ciprés de Silos. Algunas de las imágenes, de apreciable plasticidad, recuerdan cultos antiguos en los que el falo tenía gran protagonismo. Para mayor chanza, son los “progresos de la redondez sobre el (todavía) irregular óvalo de la luna. Mientras se perfecciona el ciclo geométrico…” los que sugieren a Larry estos sonetos. Cualquier mal pensado podría pensar que son la imagen de un radiante trasero. En todo caso, además de la burla del arte preciosista, debe partirse de las asociaciones mítico-religiosas del ciprés: árbol de salutación y bienvenida para los antiguos griegos y romanos, y también de bienvenida (sólo que a la vida eterna) para los cristianos. De ahí su presencia en los cementerios. Y también hay que considerar que el protagonista va a ser condenado a muerte, con lo cual las asociaciones con el árbol del ahorcado (y con la cruz y el cadalso) están servidas. El juego de amor/muerte, falo/cadalso, sabiamente concluido en el último verso del segundo soneto, parodia los dos últimos tercetos de Gerardo Diego, al trasladar las ansias de este poeta por llegar al éxtasis divino al realmente comprobado: el delirio amoroso (¿o el del ahorcado y su postrer orgasmo? ¿Retomamos la mandrágora y las supersticiones legendarias donde la del licántropo tuvo su asiento?) Reproduzco los tres sonetos enfrentados para que el lector extraiga sus conclusiones (el de Gerardo Diego en letra cursiva y fondo azul):
Es en El testamento de Heiligenstadt(65) donde la erudición asimilada como experiencia vital se convierte con más claridad en materia literaria. Desde el título el poeta muestra su propósito de establecer un marco excelso y vital para el retablo de escenas que nos va a ofrecer. En mayo de 1802, y por recomendación del doctor Johann Adam Schmidt, Beethoven se trasladó a Heiligenstadt para descansar en la temporada de verano. Beethoven estaba atormentado por el aumento de su sordera, tenía ya la sensación de que era una enfermedad que no lo iba a abandonar fácilmente, y sentía amenazada toda su vida por ella. Deprimido y ya incapaz de esconder su afección creciente, el 6 de Octubre de 1802, Beethoven escribió un documento que guardó luego cuidadosamente: "El Testamento de Heiligenstadt", que no es un testamento al uso, escrito en un lenguaje burocrático y descarnadamente materialista. Por el contrario, la primera parte muestra el factor humano del músico atormentado, del artista que ha querido transmitir a los demás todo su ser y sólo ha hallado la soledad y la incomprensión como respuesta. Me parece que estas páginas debieron causar fuerte impresión en Carlos Álvarez, por cuanto, como otras tantas en las que se vio reflejado, contribuyeron a formar su existencia y, consecuentemente, esa conciencia que nos habla en sus poemas. También el genio, uno de los ídolos del poeta, se ve no sólo incomprendido, sino reducido a soportar a solas su sordera, porque no puede comunicar a nadie su secreto. Como si fuese un vicio, una lacra de la que avergonzarse y hay que velar a los demás. Por eso Carlos Álvarez nos hablaba de algo que pasa de la materia inerte a la forma poética desde el momento en que el creador entre en comunión con ese clarín existencial. Se trata de una lírica en la cultura, no desde la cultura ni sobre la cultura. Decía así el genial músico: "¡Oh, hombres que me juzgáis malevolente, testarudo o misántropo! ¡Cuán equivocados estáis! Desde mi infancia, mi corazón y mi mente estuvieron inclinados hacia el tierno sentimiento de bondad, inclusive me encontré voluntarioso para realizar acciones generosas, pero, reflexionad que hace ya seis años en los que me he visto atacado por una dolencia incurable, agravada por médicos insensatos, estafado añotras año con la esperanza de una recuperación, y finalmente obligado a enfrentar el futuro una enfermedad crónica (cuya cura llevará años, o tal vez sea imposible); nacido con un temperamento ardiente y vivo, hasta inclusive susceptible a las distracciones de la sociedad, fui obligado temprano a aislarme, a vivir en soledad, cuando en algún momento traté de olvidar es, oh, cuán duramente fui forzado a reconocer la entonces doblemente realidad de mi sordera, y aun entonces, era imposible para mí, decirle a los hombres, ¡habla mas fuerte!, ¡grita!, porque estoy sordo. ¡Ah! Como era posible que yo admitiera tal flaqueza en un sentido que en mi debiera ser mas perfecto que en otros, un sentido que una vez poseí en la más alta perfección, una perfección tal como pocos en mi profesión disfrutan o han disfrutado –Oh, no puedo hacerlo, entonces perdonadme cuando me veáis retirarme cuando yo me mezclaría con vosotros con agrado, mi desgracia es doblemente dolorosa porque forzosamente ocasiona que sea incomprendido, para mí no puede existir la alegría de la compañía humana, ni los refinados diálogos, ni las mutuas confidencias, solo me puedo mezclar con la sociedad un poco cuando las más grandes necesidades me obligan a hacerlo. Debo vivir como un exilado, si me acerco a la gente un ardiente terror se apodera de mí, un miedo de que puedo estar en peligro de que mi condición sea descubierta – así ha sido durante el año pasado que pasé en el campo, ordenado por mi inteligente medico a descansar mi oído tanto como fuera posible, en esto coincidiendo por mi natural disposición, aunque algunas veces quebré la regla, movido por mi instinto sociable, pero qué humillación, cuando alguien se paraba a mi lado y escuchaba una flauta a la distancia, y yo no escuchaba nada, o alguien escuchaba cantar a un pastor, y yo otra vez no escuchaba nada, estos incidentes me llevaron al borde de la desesperación, un poco mas y hubiera puesto fin a mi vida – solo el arte me sostuvo, ah, parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir, y entonces soporté esta existencia miserable – verdadera mente miserable, una naturaleza corporal hipersensible a la que un cambio inesperado puede lanzar del mejor al peor estado – Paciencia – Está dicho que ahora debo elegirla para que me guíe, así lo he hecho, espero que mi determinación permanecerá firme para soportar hasta que a las inexorables parcas les plazca cortar el hilo, tal vez mejoraré, tal vez no, estoy preparado. Forzado ya a mis 28 años a volverme un filósofo, oh, no es fácil, y menos fácil para el artista que para otros – Ser Divino, Tú que miras dentro de lo profundo de mi alma, Tú sabes, Tú sabes que el amor al prójimo y el deseo de hacer el bien, habitan allí. Oh, hombres, cuando algún día leáis estas palabras, pensad que habéis sido injustos conmigo, y dejad que se consuele el desventurado al descubrir que hubo alguien semejante a él, que a pesar de todos los obstáculos de la naturaleza, igualmente hizo todo lo que estuvo en sus manos para ser aceptado en la superior categoría de los artistas y los hombres dignos.
Muchos de los personajes o temas de El testamento de Heiligenstadt estuvieron presentes en otros poemas o artículos del escritor. Prestaré atención a aquellos recurrentes o que, en mi opinión, tienen especial relevancia para la comprensión _mi lectura_ de su obra, y aunque la base la constituyan los poemas del Testamento, haré referencia a otros escritos que tengan relación con los temas planteados. En El testamento aparece un poema dedicado al tema del incesto que más ha ocupado al poeta: el amor paterno filial encarnado en Edipo, en este caso en unos versos que son sinfonías musicales trasladadas por la voluntad sola del poeta a las pasiones mediterráneas. El papel del destino reflejado en los dos últimos versos merece un comentario complementario a la presencia casi obsesiva del llamado complejo de Edipo en el escritor. Una aproximación verbenera a esta recurrencia de Edipo en obras de diferentes etapas del poeta jerezano sentenciaría: Claro, Carlos Álvarez quedó huérfano de padre a los tres años, la madre es una mujer admirable que saca adelante a la numerosa familia, el poeta le dedica muchos poemas y bla, bla, bla, el complejo de Edipo está servido. Contra semejante estupidez aconsejaré la lectura del poeta, desolado por no haber conseguido explicar en tantas páginas que intenta trasportar las ansias amorosas que le inflaman a la causa, a los camaradas, a los amigos y, cómo no, sobre todo a la tercera mitad más cercana: la memoria de su padre, su madre, sus hermanos. Es una transferencia mística ya que el amor sexual le está tan vedado como al santo. De ahí que Juan de Yepes sea otro de sus complementarios, porque si éste se transforma en san Juan de la Cruz para tratar de darle a la caza alcance, a Carlos Álvarez Cruz , aunque no puede volar tan alto, tan alto, no le basta con un disfraz, ni siquiera el más logrado del licántropo, para “deambular sin otro rumbo que el que sepa al sentido darle alcance”. No es lo mismo engañar el instinto, por desconcertante que se nos presente (el no sé qué que queda balbuciendo) instalado en las superestructuras del poder ideológico, que en las bambalinas de los cómicos de la legua, que son simpáticos, pero… Vuelvo a los dos versos a los que aludía antes: “No puede quien bajo tal signo nace/contemplarse la mano sin sonrojo.” Efectivamente, esta es la cuestión. Edipo es un juguete en manos del destino. Más aún, si hay alguien que no haya tenido complejo de Edipo es Edipo. O, si no, recordemos el mito: El oráculo anuncia a Layo que su hijo le matará. Layo intenta deshacerse del recién nacido, Edipo, y éste es recogido por un pastor y criado por los reyes de Corinto a quienes considera sus padres. Cuando, ya adolescente, el oráculo le anuncia que se casará con su madre y matará a su padre, Edipo huye horrorizado del que considera su hogar paterno. En su huida tropieza y discute con un hombre al que acaba matando sin tener ni la menor idea de que era su progenitor. Antes de llegar a Tebas, descifra el enigma de la esfinge que asolaba al pueblo y, en agradecimiento, le nombran rey casándole con la reina viuda. Tebas es diezmada por una terrible peste (se supone que en castigo por un “delito” del que los agentes no tienen ni idea), y otra vez el maldito oráculo descubre el pastel. Horrorizada Yocasta, la madre y esposa, se suicida. Edipo se arranca los ojos y huye con su hija al monte Colonna. Pero las Furias (más intransigentes aún que Rouco) no le perdonan y acaba siendo devorado por la tierra. Ignorando las motivaciones que pudiera tener Freud _no soy froidiano_ para endilgar al pobre Edipo, después de tanta ignominia y sufrimientos gratuitos, el más gratuito complejo de Edipo, lo que sí es cierto es que aparece como uno de los símbolos más utilizados del incesto, con sus equivalente femenino de complejo de Electra, sin que, curiosamente, el psiconanalista se refiriera al “complejo de Orestes”, cuando es evidente que quien mata a la madre y muestra una actitud de adoración amorosa hacia su padre, al menos tan marcada como la de su hermana, es el hijo de Agamenón. Reflexionemos sobre el alcance de estos versos: La patria Clitemnestra hizo de Orestes un incompleto ser: No cuenta el bardo la historia de su amor: huérfano eterno que no pasa el umbral lo imaginamos.
Otros seres míticos, imaginados en las notas de las sinfonías de Beethoven y en tierras mediterráneas, sirven al poeta para confeccionar sus tapices poéticos. Ulises y la búsqueda del camino al que nunca llegará, no sólo el de la patria y la justicia, sino también el del amor (66); Tántalo condenado a ver esas manzanas que están al alcance de su boca y que, cuanto más se acerca más se alejan ( de nuevo la manzana, la manzana de Eva, la del juicio de Paris, la del bocado que sumió a la doncella en el sueño del que solo despertará el golpe del amor); Patroclo soñando con los fuertes brazos del amante Aquiles, pero que podría, siglos después, morir en el potro de tortura de los inquisidores; Faetón, que trata de compensar su soledad infantil emulando al Sol, el padre que lo abandonó y a quien quiere desplazar sufriendo el riguroso castigo de quienes tratan de cambiar el mundo o, sencillamente, lo que es así porque siempre ha sido así… Y porque también, y en contra y a favor de lo que siempre ha sido así, habrá artistas que, como Carlos Álvarez, hablan de lo que saben y de lo que sienten, concluyo con unos versos del poeta Thiago de Mello. Su currículum es gemelo al de Carlos Álvarez: Perseguido, torturado, encarcelado y exiliado e incomprendido. Por eso creo que debió de dedicar estos versos al escritor jerezano: Venho armado de amor, para trabablhar cantando na construçâo da manhâ.
PUBLICADO EN LA REVISTA TIERRA DE NADIE, Nº 8 (2008-2009) NOTAS: 1La palabra castellana persona deriva de la griega prosopón, máscara que se ponían los actores para representar diferentes papeles. Como trataré de analizar en otro epígrafe, Carlos Álvarez utiliza también distintas máscaras, bien en forma de heterónimos bien de personajes de doble o múltiple perfiles. 2 Carlos Álvarez: En la muerte de Agustín Millares. Recogido en De palabra y por escrito, pág. 157 3 Obviamente los versos de Machado son los de su autorretrato: “¿Soy clásico o romántico? No sé, dejar quisiera/ mi verso como deja el capitán su espada:/ famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada." (Carlos Álvarez glosa estos versos en su artículo Un revolucionario llamado don Antonio ) En lo que se refiere al cuento del Decamerón, aludo a aquel en que, por mil peripecias, una chica tiene relaciones sexuales con múltiples hombres hasta llegar a casarse con su prometido, que la recibe como virgen. El termina con una moraleja que cito de memoria: Boca besada no pierde hermosura, /pues se renueva como hace la luna. 4 Me refiero al primer cuarteto de ese espléndido soneto en el que el poeta, retirado en la Torre de Juan Abad, nos habla de su vida cotidiana: “Retirado en la paz de estos desiertos/, con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos.” 5 Carlos Álvarez, De palabra y por escrito. (Ediciones V.O.S.A., 1990). Págs. 207, 208 6 Antonio Machado, Obras completas (Austral). Página 252. 7 Como dije antes, adscribir a un creador a tal o cual movimiento o corriente literaria ya es un acto cuya temeridad puede explicarse por las necesidades de supervivencia de los profesores de Literatura; pero mantenerlo en la misma casilla sin tener en cuenta lo que va de ayer a hoy ya es una estupidez sin paliativos. 8 Valga como ejemplo el caso de Rafael Sánchez Ferlosio y su novela El Jarama, de la cual reniega más que Alonso Quijano moribundo de los libros de caballerías. 9 Carlos Álvarez, Dios te salve, María…y algunas oraciones laicas. (Editorial Casa de Campo, 1978). Págs. 13, 14. 10 “Importa que el poeta se dé cuenta de cuándo acaba una fase y comienza otra en su desarrollo espiritual; mientras el poeta está vivo, es decir, mientras no se agote su capacidad creadora, esta mutación ocurre de modo natural, como la de las estaciones del año, nutriéndose de cuanto le depara nuestro vivir. Creo que es necesidad primera del poeta el reunir experiencia y conocimiento, y tanto mejor mientras que más variadas sean”. Luis Cernuda, La Realidad y el Deseo (Alianza Editorial, Cuarta Reimpresión: 2005). Págs. 396,397. 11 El rey de Tiro Pigmalión se enamora de la estatua femenina que ha realizado. Pide a Afrodita que le dé vida, la diosa accede y la mujer surgida de las manos del escultor se convierte en esposa de Pigmalión. Se han hecho numerosas versiones del mito, la más conocida tal vez sea la película My fair lady. 12En Compañeros de viaje Gil de Biedma se sirve también de un heterónomo para transmitirnos sus ideas. El artículo de Carlos Álvarez titulado La generosidad de Gil de Biedma (incluido en el libro De palabra y por escrito) contiene un lúcido análisis sobre la personalidad y la poesía del poeta catalán. Es curioso que algunas de las observaciones sobre la vida y obra de Gil de Biedma sean perfectamente aplicables al propio Carlos Álvarez. Recojo las más significativas: “Nobleza que le hizo vivir en un estado perpetuo de conciencia atribulada, de remordimiento innecesario. […]Porque es imposible entender la poesía de Jaime Gil de Biedma sin tener en cuenta su homosexualidad, no sólo cuando en En favor de ¿Venus? (la interrogación es mía) se expresa con relativa franqueza sobre el tema, sino a lo largo de toda su obra. Sólo así se puede desentrañar el misterio, el porqué de tanta amargura. “Que la vida iba en serio/uno lo empieza a comprender más tarde”. No volveré a ser joven, uno de sus mejores poemas, hondo y patético, en admirable equilibrio de sentimiento y razón, perfecto de forma, una auténtica joya, lo demuestra así. <<Envejecer, morir, / es el único argumento de la obra>>. Pero envejecer, morir, después de no haber vivido, sino de haber estado en perpetua desazón. Asombra por ello la hondura de su compromiso con los problemas ajenos, ya que él no carecía de los propios, con dimensiones de tragedia griega”. 13 Del artículo Corral de vivos y muertos: Un retrato de Concha Zardoya ( incluido en la obra De palabra y por escrito, pág. 234) 14 Véase el artículo citado anteriormente (Un revolucionario llamado don Antonio, incluido en el libro De palabra y por escrito) en el que Carlos Álvarez precisa con agudeza el alcance del término “viril”. 15 Antonio Machado, obra citada, pág. 259 16 Jesús Felipe Martínez, Con el libro al hombro. (República de las Letras, número 107) 17 Explícita o implícitamente Carlos Álvarez ha recreado los versos de Quevedo No he de callar por más que con la mano/, ya tocando la boca, ya la frente/silencio anuncies o amenaces miedo… 18 Recogido en el libro Volver a la patria y otros comentarios. Ediciones Vanguardia Obrera, S:A. Madrid, 1987 19 Antonio Machado, obra citada. Págs. 244 y 245 20 Carlos Álvarez, La recia voz de Ángela (en De Palabra y por escrito, pág. 197) 21 Y, desde luego, la biografía del que nos ocupa recoge un amplio repertorio con las que la dictadura franquista le regaló: censura de sus obras, destierro, torturas y, sobre todo, continuas estancias en aquel lugar en que toda incomodidad tiene su asiento, que diría Cervantes 22 Carlos Álvarez, Escrito en las paredes (Editions de la Librairie du Globe, París, 1967). Pág. 70. 23 También Carlos Álvarez se refiere a esta diferencia entre lenguaje científico y poético en el artículo ya reseñado La recia voz de Ángela: “No es lírica la rosa, si la clasifica Linneo; vuela la escoba, si es Miguel Hernández quien la empuña, aunque sea para barrer no la suciedad del mundo, sino las inmundicias del rincón donde contempla la vida con ojos encarcelados”. 24 Posteriormente Luis Cernuda eliminaría el título: “Cuando los versos de Perfil de Aire volvieron a publicarse, con algunas supresiones y correcciones en la edición primera de La Realidad y el Deseo, el año 1936, les quité el título original, porque ya para entonces mi antipatía a lo ingenioso en poesía me lo había hecho poco agradable”. La Realidad y el Deseo (Alianza Editorial, Cuarta Reimpresión, 2005). Pág. 387 25 Al principio de este artículo ya me referí a que mis afirmaciones son sólo producto de mis lecturas de las obras del poeta. Por tanto, y dicho en términos de estricta defensa, creo que mi conversación con los poemas de Carlos Álvarez (distinta a la que muchas veces he mantenido con Carlos Álvarez Cruz, cuya amistad me honra) es tan válida como la que cualquier otro lector debe mantener con su obra, bien sea la que tenía antes de leer estas páginas, bien la que alcance tras releer al poeta tentado por alguno de los propósitos o despropósitos que me mueven a querer tanto con el poeta. 26 Del desengaño literario. Pág. 105 27 Antonio Martínez Menchén se refiere al compromiso de Antonio Machado en La Tierra de Alvargonzález en la poética de Antonio Machado. (Cuadernos Hispanoamericanos números 304-307). 28 Del desengaño literario. Pág. 78 29 Jesús Felipe Martínez, Sobre la Poética de Antonio Martínez Menchén (Revista Tierra de Nadie, 2007) 30 Carlos Álvarez y el verso sombrío de Carabanchel. DIARIO DE BARCELONA, 8 de agosto de 1976 31 Tomado de la antología Tercera mitad (Ediciones Envida, Madrid, 2007). Págs. 98 y 99. El poema también está recogido en Poemas para un análisis y Teoría del crimen (Ámbito literario, 1977) 32 Cfr. Antonio Machado: “Estos chopos del río, que acompañan/ con el sonido de sus hojas secas/ el son del agua cuando el viento sopla, /tienen en sus cortezas/grabadas iniciales que son nombres/ de enamorados, cifras que son fechas”. 33La poeta Ángela Figuera Aymerich , justamente reivindicada por Carlos Álvarez, utiliza con generosidad el árbol como metáfora de la madre o del seno materno que da frutos (los hijos). También la imagen de las ramas como brazos que rodean al amante aparece en algunos poemas de Luis Cernuda. 34 Hay además una intención paródica al soneto de Gerardo Diego en “Tronco esmeralda yerto en la ribera” y en “Amenaza espiral que se derrama”. ambos sonetos de Aullido de licántropo. 35 “Luego, el tren, el caminar, /siempre nos hace soñar; /y casi, casi olvidamos/el jamelgo que montamos”. Antonio Machado, obra citada. Pág. 92. 36 Esteban Torre, Poesía y poética. Poetas andaluces del siglo XX (Ed. Alfar, 1987). 37 Juan Gil-Albert, Heraclés. Sobre una manera de ser (Akal, 1987). Pág. 51. 38En realidad, el joven era un cantante al que se la había aplicado la “Ley de Maleantes” conocida por la Gandula en términos carcelarios y que llevaba a las mazmorras a gentes por delitos tan graves como dormir en la calle, fumarse un porro o ser sospechoso de homosexualidad, acusación por el que había ingresado el mozo del que nos estamos ocupando. 39 Los presos políticos de Carabanchel estaban divididos en dos galerías: la tercera, donde se recluían a los de menor importancia política (la inmensa mayoría) y la sexta destinada a los dirigentes supuestamente más importantes. 40 Creo que resulta evidente que en todo este artículo empleo el término masculino con su doble valencia, es decir, significando masculino y femenino, ya que me resulta estilísticamente enfadoso el niño/a, y agresivo para el idioma el niñ@. 41 Gil-Albert, obra citada. Pág. 75 42 Luis Cernuda, obra citada. Pág. 93 43La manzana es un símbolo recurrente de la tentación, asociado al Paraíso, al árbol prohibido, al ángel represor y a la muerte. Con frecuencia en la poemas de Carlos Álvarez se interrelaciona la manzana bíblica con el premio al amor de la manzana de la discordia/juicio de Paris. 44Tomado de Tercera mitad, pág. 128 45 Idem, pág. 130 46 Carlos Álvarez, Aullido de licántropo (Ed. Endimión, 3ª edición, Madrid, 1980) 47 Pág. 39 48Ya he explicado que, durante el franquismo, la homosexualidad era un delito y, como tal, se castigaba con penas de prisión. En el kafkiano proceso que actúa como contrapunto de los poemas de Aullido de licántropo, no sólo encuentro referencias a los juicios políticos sufridos por el autor, sino a los celebrados contra aquel al que metían entre rejas para que “debidamente reducido a la impotencia por la Administración, podrá (dolorosamente, lo comprendo) esperar el retorno a su yo civilizado para reincorporarse pacíficamente al amoroso regazo de la sociedad…” (Pág.68) 49Pág., 71 50Los textos de Quevedo van también subrayados 51 Pág. 37 52 Pág. 10 53 Carlos Álvarez, Reflejos en el Iowa river (Divertimento en tono menor) (Ed. Orígenes, 1984) 54Cfr, la letrilla de Quevedo Poderoso caballero es don dinero: “¿Quién al avariento viejo/Le sirve de río Jordán?” 55 Recuérdese la leyenda del Escamandro, río al que acudían a bañarse las recién casadas para que las ayudase a tener descendencia. Así lo hacía una joven de la que estaba enamorado un muchacho quien, haciéndose pasar por el río cuando aquella se bañaba, obtenía sus favores. Hasta que un día coincidieron en el ágora y la ingenua explicó a todos: “mirad, es el dios río, padre de mi hijo.” Con lo que se descubrió la superchería y el dios fue condenado (qué tiempos aquellos). 56 El mismo tema de masacrar en vida y homenajear tras la muerte lo desarrolla Cernuda en Birds in the night refiriéndose a Rimbaud y Verlaine (obra citada, pág. 334) 57 Pág, 11 58 Libertarias/Prodhufi, 1993 59 Pag. 20 60 A su vez, este soneto recrea un fragmento de las Confesiones en el que san Agustín se pregunta cuando, como promete falazmente cada día, va a desprenderse de todo lo mundano para dedicarse sólo al amor divino 61 En realidad tiene valor de dilogía, ya que significa a la vez instrumento de tortura y sexo masculino. El hemistiquio siguiente _”sintió la mordedura”_ reproduce el del soneto erótico festivo de Miguel Hernández Me tiraste un limón y tan amargo: Sintió la mordedura de una punta de seno/, duro y largo” 62Pág. 47 63 Pág. 47 64 Carlos Álvarez, Cantos y cuentos oscuros (2ª edición, Adhara Publicaciones, 2008) 65 Carlos Álvarez, El testamento de Heiligenstadt ( Ed. Ayuso, 1985) 66Aquiles y Ulises, además de representar, respectivamente, la fuerza corporal y mental, simbolizan la búsqueda del amor perdido: Aquiles el de Patroclo, Ulises el de Penélope. El que ambos tengan aventuras puntuales (Briseida, Circe o Nausica) en nada afecta al amor verdadero. Si Aquiles estalla en cólera cuando Agamenón le priva de su esclava no es por los sentimientos amorosos que ésta le inspire, sino por el robo de una de sus propiedades, lo mismo habría pasado si le hubiese quitado un caballo. Muy otros son los sentimientos que muestra tras la muerte de Patroclo.
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A propósito de Antonio Enríquez Gómez: El exilio como alienación.
Antonio Enríquez Gómez (1600-1663) es uno de esos personajes cuya vida resulta más literaria que su obra de ficción, a pesar de haber escrito obras de todos los géneros y subgéneros literarios: poemas épicos y líricos, tragedias y comedias, ensayos políticos y filosóficos, una novela picaresca[1]… Aun así, la vida de Enríquez Gómez se me antoja digna de cualquiera de esas novelas históricas que, para mí, son las mejores: las que se podrían escribir y nunca se escribirán porque sus posibles protagonistas se escurrirían como anguilas traviesas entre los renglones del escritor. Cierto es que la labor de los investigadores[2] ha permitido aclarar algunas incógnitas sobre este autor. Reproduzco a continuación fragmentos de oficios del Tribunal de la Inquisición de Sevilla sobre los procesos que se iniciaron contra Antonio Enríquez Gómez :
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Con estos datos y los aportados por diversos investigadores, podemos reconstruir parte de la biografía de nuestro escritor: Nacido en 1660 en Cuenca[3], hijo de un judío converso portugués, se llamaba en realidad Enrique Enríquez de Paz. Ingresó en la milicia donde alcanzó el grado de capitán. En 1636 huyó a Francia y ocupó los cargos de secretario y mayordomo de Luis XIII. A pesar de los peligros, la nostalgia le hace regresar a España en 1649, utilizando los nombres de Antonio Enríquez Gómez y de Fernando de Zárate. En el Gran Auto de Fe de Sevilla del 14 de abril de 1660[4] fue quemado en efigie, procedimiento que se utilizaba contra aquellos condenados que habían escapado de las garras inquisitoriales. Al fin, como se puede leer en los documentos del Santo Oficio, Enríquez Gómez fue preso en 1661 y moriría dos años después en la cárcel de Sevilla. Aunque los apuntes del Santo Oficio dejan claro que nuestro autor estaba en el punto de mira de los inquisidores y que, en consecuencia, poner tierra de por medio era más que aconsejable si no se quería arder real y no metafóricamente, se han apuntado que Antonio Enríquez Gómez se exilió por razones políticas[5], concretamente por sus ataques a la política de Felipe IV, ataques que se centran sobre todo en el omnipotente Conde Duque de Olivares. En la primera obra que publica, Academias morales de las musas (Burdeos, 1642) Antonio Enríquez Gómez incluye un prólogo en el que nos da algunos datos biográficos para interpretar la intención y sentido de la obra. En esta nota introductoria explica al lector que la Elegía que viene a continuación (Academia I) explica los motivos que le han movido a publicar este libro en extranjera patria y a una peregrinación ocasionada por algunos que “inficionando la República recíprocamente falsos, venden por antídoto el veneno a los que militan debajo del solio”. Sin entrar en las diversas interpretaciones[6] de la elegía que reproduzco como anexo, ésta es una interesante pieza sobre el dolor del exilio, sobre la enajenación a que es sometida aquella persona obligada a perder sus señas de identidad. Este proceso de enajenación del exiliado es una de las constantes en muchas obras que tienen como protagonistas a seres obligados a abandonar todos sus referentes vitales para convertirse, si pueden, en seres de otro idioma, de otras costumbres, de otras vivencias y sentimientos. El problema estriba en que no podemos sustituir los datos de nuestra conciencia, reales, por otros irreales. Surge así la esquizofrenia del exiliado convertido en un ser cuyo máxima aspiración es la de tratar de volver a enhebrar el hilo de su existencia en la madeja que un destino cruel rompió. La vida se convierte en un peregrinaje cotidiano hacia el muro de las lamentaciones, único referente para estos seres del éxodo y del llanto. En Señas de identidad Juan Goytisolo dibuja un cuadro satírico y estremecedor sobre estos seres alienados, marionetas y público a la vez del esperpento al que han reducido sus vidas. Sirva como ejemplo este fragmento de la citada novela:
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Más fuerte aún es la enajenación que sufren los exiliados en México en el relato La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco de Max Aub. Ignacio Jurado, el protagonista del cuento, es un camarero _mesero_ amante de su oficio hasta que invaden su locus amoenus los españoles. Sus voces, las discusiones interminables, la obsesión por reconstruir una y otra vez la guerra, por volver regresar al punto anterior a la derrota enloquecen también al camarero. Y resulta que esa recuperación de las perdidas señas de identidad sólo se puede lograr “cuando caiga Franco”, “cuando volvamos”. Por lo cual, “Ignacio Jurado Martínez _casi calvo, casi en los huesos (la úlcera), casi rico (los préstamos y sus réditos)_ no aguanta más”. Y decide solucionar el problema de la única manera posible: trasladándose a España y matando a Franco. De esta manera los exiliados podrán regresar a su país y él volver a la maravillosa y pacífica rutina del café con aquellos parroquianos que los perturbados exiliados habían ahuyentado con sus monotemáticas y estentóreas disputas. Y, efectivamente, Franco muere como consecuencia de un atentado de Nacho Jurado, quien, seguro de que la pesadilla habrá terminado, vuelve a su café. Pero se equivoca. A los antiguos exiliados se unen otros empujados por la nueva situación política en España. Y, al igual que los anteriores, estos se buscan a sí mismos con voces destempladas. Junto a esta obsesión por regresar al punto de no retorno (el anterior a la partida) está la idealización del pasado y el rechazo del presente convertido en calvario. Es evidente que la idea bíblica del exilio humano sobre la tierra, a partir del pecado y de la pérdida del Edén, así como la búsqueda de la tierra prometida están presentes en la elegía y en los sonetos que Enríquez Gómez dedicó al tema. Pero este lamento del desterrado que no se reconoce a sí mismo en otra tierra lo hallamos también en otras culturas. Recuérdense, por ejemplo, los emotivos versos de las Tristia o las Pontia con los que Ovidio expresa su ruptura vital y la añoranza de su patria desde su destierro en el Mar Negro. O el inicio con el se abre el Poema de Mío Cid[7]. El héroe comienza llorando fuertemente la pérdida de sus referentes existenciales (el hogar, sus aficiones, su modo de vivir, en suma) que implica el destierro. Todo lo que se pierde se idealiza, se convierte en el paraíso perdido de un pasado que, seguramente, pudo haber sido y no fue. En versos cargados de emotividad expresa Cernudael doble proceso de idealización del pasado (“tan dulces al recuerdo”) y feroz saqueo a que es sometido el exiliado a quien privan de sus tierras, de su cultura, de su historia…(“de todo me arrancaron”) para dejarle a solas con sus recuerdos.
Un español habla de su tierra Las playas, parameras al rubio sol durmiendo, los oteros, las vegas en paz, a solas, lejos; los castillos, ermitas, cortijos y conventos, la vida con la historia, tan dulces al recuerdo, Ellos, los vencedores Caínes sempiternos, de todo me arrancaron, me dejan el destierro. Una mano divina tu tierra alzó en mi cuerpo y allí la voz dispuso que hablase tu silencio. Contigo solo estaba, en ti sola creyendo; pensar tu nombre ahora envenena mis sueños. Amargos son los días de la vida, viviendo sólo una larga espera a fuerza de recuerdos. Un día, tú ya libre de la mentira de ellos, me buscarás. Entonces ¿qué ha de decir un muerto?
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Para la idealización del pasado enfrentado a un presente ominoso Enríquez Gómez se sirve de la tradición petrarquista. El amor perdido es el de la patria, pero todos los recuerdos (las dulces prendas de Garcilaso) no harán sino aumentar la amargura del poeta que cree morir en sus recuerdos. La recriminación garcilasista a la amada por ponerle en tantos bienes porque deseó verle morir entre “memorias tristes”, se convierte en Enríquez Gómez en lamento al ser incapaz de olvidar su felicidad pasada y perdida: Si pudiera mi amor de lo pasado hacer de olvido un pacto a la memoria, quedara el corazón más aliviado. Mas es esta enemiga tan notoria, que porque sabe que me da disgusto, muerte me da con mi pasada gloria. ¡Oh quién supiera (aun por camino injusto) dónde la hierba de olvidar se cría, para morir tal vez con algún gusto!
Más clara aún es la deuda con Garcilaso en el arranque de la elegía, parafraseando el soneto I de Garcilaso, deudor también del motivo de la reminiscencia petrarquista que convierte los poemas en reflexiones desde la triste situación actual al dichoso pasado, lo cual dará lugar a los lamentos (dulces o penosos) por los bienes perdidos. Compárese el primer cuarteto del soneto de Garcilaso y el terceto inicial de la elegía:
El lector interesado podrá comprobar como los conceptos propios de la poesía amorosa recorren todos los tercetos encadenados de la elegía. Sin embargo, debe destacarse que, entre los bienes que ha perdido, el poeta señala como el más preciado el de la libertad., al igual que ocurre en el soneto que se incluye en el anexo. En la elegía, el último terceto y el pareado que cierra el poema sirven de conclusión a la idea nuclear de Enríquez Gómez: la existencia se le hace insoportable porque ha perdido la libertad: Y pues se queda mi destierro en calma, tomen ejemplo en mí cuantos pretenden en tierra ajena victoriosa palma; que no hay segura vida cuando la libertad está perdida.
Tal sea esa conclusión que anticipa la idea romántica de que más vale morir de pie que vivir de rodillas la que lleva a Enríquez Gómez a poner su vida al tablero y volver a España, aun a sabiendas de que le iba la vida en ello. Quebrado su aliento vital, carente de ilusiones, detenido su tiempo existencial porque su conciencia se ha parado (“el reloj de mi vida se ha quebrado”) busca esa libertad interior que en tierra ajena le ha faltado. Es obvio que no estamos hablando de una libertad política ni religiosa, imposible en un estado absolutista e integrista. El albedrío al que se refiere el poeta son las circunstancias que han conformado los rasgo de su personalidad, que le han hecho ser el que es y no otro. Por eso, si esas señas de identidad se pierden, se convierte en un individuo alienado. Y entre los bienes que ha perdido señala el idioma _con un lugar destacado, como no podía ser menos en un escritor_, el clima soleado frente al desapacible y agresivo invierno Noruego (metáfora que vale tanto como si dijera siberiano), las pasiones y gustos, en fin, que conforman su personalidad, su “alma verdadera”, no la que se le impone en una tierra extraña. En los versos siguientes es clara la rebeldía contra la alineación impuesta al exiliado: Allá dejé mi alma verdadera, no vivo, no, con la que allí tenía (o se ha trocado en otra la primera). Hallo extranjera la que llamo mía, pues veo rebelados los sentidos, huyendo de tan justa compañía.
Resulta curiosa también la contraposición que establece el poeta entre la patria extranjera (Francia) y la suya. A pesar de que ha tenido que salir huyendo de España, a pesar de que ha ocupado importante cargos con Luis XIII y ha publicado varias obras en Ruan (entre ellas esta elegía), Enríquez Gómez se refiere con términos elogiosos a España (sancta, cortesana, soberana) en tanto que se siente incomprendido y mudo en la tierra que le ha acogido. El poeta vuelve a retomar el verso de Garcilaso con el que había comenzado su elegía para referirse, una vez más, a la destrucción de la personalidad del exiliado. La angustia que le provoca este proceso de alienación se manifiesta en estos tercetos desgarradores en los que el poeta nos cuenta que se siente tan extraño de sí mismo, que apenas se reconoce. Incluso se asombra de que los demás le llamen por su nombre, de que se parezca a Antonio Enríquez Gómez. Es como si su mente se reflejara en uno de los espejos con los que Valle deformaba a los héroes clásicos: Cuando me paro a contemplar de asiento lo que al presente soy y lo que he sido, el ansia se me dobla y el tormento. Cuando me veo solo y perseguido, reparo si yo soy el que merezco la imagen de mi ser en tanto olvido. Y si me llaman, sin sentido ofrezco la vista al hombre, hallándome engañado de ver que aun a mí mismo me parezco. Si me recuerdan mi perdido estado, como si algún letargo me dejara, respondo con semblante alborotado. Y si en mi rostro el sabio reparara, leyera en letras de color de cera la pasión del espíritu en mi cara. Perder la libertad, ¿quién lo sufriera, sino la ley de honor, que siempre ha sido en el honrado superior esfera? |
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Tras estas dolorosas reflexiones el poeta concluye que debe volver a España a pesar de los riesgos que ello implica. Este regreso voluntario ha merecido explicaciones diversas. Recojo a continuación las que presenta en el artículo citado J. Ignacio Díez Fernández:
Ofrezco a continuación el texto completo de la elegía y el soneto A la perdida libertad de la patria en el que el poeta expresa el martirio continuo del exilio y el dolor de no poder comunicar este dolor. Sólo la muerte podrá aliviar el sufrimiento. O el regreso, aunque en el caso de Antonio Enríquez Gómez, como en el de tantos otros se dieron la mano. |
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ANEXO Elegía a la ausencia de la Patria Cuando contemplo mi pasada gloria, y me veo sin mí, duda mi estado si ha de morir conmigo mi memoria. En vano se lastima mi cuidado, conociendo que amar un imposible contradice del cuerdo lo acertado. ¿Qué importa que mi pena sea terrible, si consiste mi bien en mi destierro? Decreto justo para ser posible. Despeñado caí de un alto cerro, pero puedo decir seguramente que no nació de mí tan grande yerro. Lloro mi patria, y de ella estoy ausente, desgracia del nacer lo habrá causado, pensión original del que no siente. Si pudiera mi amor de lo pasado hacer de olvido un pacto a la memoria, quedara el corazón más aliviado. Mas es esta enemiga tan notoria, que porque sabe que me da disgusto, muerte me da con mi pasada gloria. ¡Oh quién supiera (aun por camino injusto) dónde la hierba de olvidar se cría, para morir tal vez con algún gusto! A la Tesalia fuera, y sufriría (por borrar las especies desta fiera) que me abrasara el que ilumina el día. Sin memoria quedara, de manera que pudiera juzgar con la visiva de más amor y ciencia verdadera. Pero si quiere el hado que no viva, presente esta enemiga lo pasado -pues nunca en mi pesar se mostró esquiva-. Bien quisiera, pues lloro desterrado, que aliviara de penas al sentido, para quedar de su traición vengado. Pero querer borrar con el olvido los bienes, y los males presentarme, ingratitud parece en un rendido. Si quiere con lo vano deleitarme, alentando la fe de mi esperanza, ¿cómo segunda vez podrá engañarme? No tengo, no, segura confianza de ver lo que perdí, ¡qué necio he sido! El bien que yo perdí tarde se alcanza. Perdí mi libertad, perdí mi nido, perdió mi alma el centro más dichoso, y a mí mismo también, pues me ha perdido. ¿Cómo puedo aguardar ningún reposo, si el reloj de mi vida se ha quebrado, parándose el volante perezoso? Dejé mi albergue tierno y regalado, y dejé con el alma mi albedrío, pues todo en tierra ajena me ha faltado. Fuéseme sin pensar mi aliento y brío, y si de alguna gala me adornaba, hoy del espejo con razón no fío. Mi sencilla verdad, con quien hablaba, si la quiero buscar, la hallo vendida; dejóme, y fuese donde el alma estaba. La imagen en el pecho tengo asida de aquel siglo dorado, donde estuve gozando el mayo de mi edad florida. Una contraria y deslucida nube turbar pretende el sol de aquella infancia, adonde racional origen tuve. ¡Ay de mí!, que perdí (sin arrogancia) la ciencia más segura y verdadera, aunque algunas la den por ignorancia. Perdí mi estimación, parte primera. del cortesano estilo noble llave, adonde el juicio halló su primavera. Hablaba el idioma siempre grave, adamado de nobles oradores, siendo su acento para mí süave. Eran mis penas por mi bien menores, que la patria, divina compañía, siempre vuelve los males en favores. Gané la noche, si perdí mi día; no es mucho que en tinieblas sepultado esté quien vive en la Noruega fría. Perdí lo más precioso de mi estado, perdí mí libertad; con esto digo cuanto puede decir un desdichado. ¡Oh tú, cualquiera bárbaro enemigo, fundamento crüel de mi fortuna, si gloria quieres, sirve de testigo! Sin esperanza me dejaste alguna de volver a cobrar lo que por suerte el cielo me otorgó desde la cuna. Conténtate de verme desta suerte; que ya no me ha quedado, si me miras, más firme bien que el aguardar mi muerte. Y si por ella, bárbaro, suspiras, ruega que viva, pues viviendo ganas las saetas, cobarde, que me tiras. Salieron, sí, mis esperanzas vanas, pues pensando volver a ver mi esfera, con la esperanza me llené de canas. Allá dejé mi alma verdadera, no vivo, no, con la que allí tenía (o se ha trocado en otra la primera). Hallo extranjera la que llamo mía, pues veo rebelados los sentidos, huyendo de tan justa compañía. Fábula vengo a ser de los nacidos; no es mucho que lo sea, pues llegaron a aborrecer verdades los oídos. No suelen, no, los campos que adornaron el mayo y el abril helarse al Norte, como todos mis miembros se me helaron. Ni el brazo suele (aunque al honor le importe) segar con mano fuerte los vitales, como mi herida dio sangre en el corte. No gime entre las selvas y cristales la tórtola su amada compañera, como yo mis fortunas y mis males. Ave mi patria fue, mas ¿quién dijera que el nido de mi alma le faltara? pues, cuando se acredita el movimiento, de lo que fue, ni aun los amagos toma.
Hablo, y no me entienden, y esto siento tan sumamente, que me torno mudo, barrïendo sin fe mi entendimiento. Y si a vengarme del agravio acudo, el más vil de la tierra le deshace a la paciencia su divino escudo. Ninguno de razón me satisface, todo es a fuerza de pasión tirana cuanto conmigo la malicia hace. ¿Quién de mi patria santa y cortesana me trujo a conocer diversas gentes, ajenas de la mía, soberana? No hay más seguros deudos ni parientes que las piedras del noble nacimiento, que son siempre seguros y obedientes. Cuando me paro a contemplar de asiento lo que al presente soy y lo que he sido, el ansia se me dobla y el tormento. Cuando me veo solo y perseguido, reparo si yo soy el que merezco la imagen de mi ser en tanto olvido. Y si me llaman, sin sentido ofrezco la vista al hombre, hallándome engañado de ver que aun a mí mismo me parezco. Si me recuerdan mi perdido estado, como si algún letargo me dejara, respondo con semblante alborotado. Y si en mi rostro el sabio reparara, leyera en letras de color de cera la pasión del espíritu en mi cara. Perder la libertad, ¿quién lo sufriera, sino la ley de honor, que siempre ha sido en el honrado superior esfera? Bien pudiera volver favorecido, mas eso fuera bueno si llevara lo mismo que saqué del patrio nido. Si con volver mi fama restaurara, a la Libia crüel vuelta le diera; que morir en mi patria me bastara. Pero volver a dar venganza fiera a mis émulos todos, fuera cosa para que muerte yo propio me diera.
Ampáreme la mano poderosa; que con ella seguramente vivo libre de esta canalla maliciosa. Bien sabe el cielo que con sangre escribo del corazón estos renglones puros; que al fin el cuerpo es animal nocivo. Él no puede seguir estos seguros dolores del espíritu, que el alma los llora dentro de sus propios muros. Y pues se queda mi destierro en calma, tomen ejemplo en mí cuantos pretenden en tierra ajena vitoriosa palma; que no hay segura vida cuando la libertad está perdida. |
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A LA PERDIDA LIBERTAD DE LA PATRIA
Si de la libertad desposeído estoy y formo voz, ¿cómo lamento suspiros que se quedan en el viento, pesares que no llegan al oído? Quien su patria perdió tiene perdido el que juzga tener entendimiento, que el que vive sujeto al sentimiento y no muere, carece de sentido. Mas es que como vive la esperanza, vecina del dolor, por consolarme, dice que tenga en ella confianza; pero mejor le fuera no engañarme, pues si me sale falsa su fianza he de pagar la deuda con matarme.
[1] La primera vez que me interesé por este autor fue tras la lectura de su novela picaresca Vida de Don Gregorio Guadaña. Hice una edición de la misma en la editorial LEGASA en 1980 [2] Israël Salvador Revah es el autor que, sirviéndose sobre todo de los archivos inquisitoriales, ha aportado más luz sobre Antonio Enríquez Gómez [3] También se le ha supuesto natural de Segovia [4] Fermín Herrán en Apuntes para la Historia del Teatro Español Antiguo cuenta que, cuando Enríquez Gómez recibió en Amsterdan la noticia de que habían quemado en Sevilla una estatua con su figura, exclamó: “Allá me las den todas”. Adolfo de Castro cuenta la misma anécdota en Historia de los judíos en España [5] La división entre lo político y lo religioso se establece con el único propósito de que la exposición resulte más clara. Soy consciente de que en un país en el que los mismos monarcas juraban ante los inquisidores mantener la fe a toda costa religión y política eran la cara y la cruz de una moneda teocrática. [6] Véase Ignacio Díez Fernández Biografía y literatura en la elegía “A la ausencia de la patria” de Antonio Enríquez Gómez: una lectura (eHumanista. Volumen I, 2001) [7] Evidentemente me refiero al texto que ha llegado hasta nosotros REPÚBLICA DE LAS LETRAS, Nº 113 PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS DE ANTONIO ENRÍQUEZ GÓMEZ |