El criado del rico mercader |
Dayoub, el criado del rico mercader Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra.
Pero esa mañana no fue como todas las demás, porque esa mañana vio allí a
la Muerte y porque la Muerte le hizo un gesto. —Amo —le
dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy
lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.
El
caballo era fuerte y rápido, y, como esperaba, el criado llegó a Ispahán
con las primeras estrellas. Comenzó a llamar de casa en casa, pidiendo
amparo. El criado
recorrió durante tres, cuatro, cinco horas las calles de Ispahán, llamando
a las puertas y fatigándose en vano. Poco antes del amanecer llegó a la
casa de un hombre que se llamaba Kalbum Dahabin. PULSA AQUÍ PARA LEER LA VERSIÓN DE ESTE RELATO DE JEAN COCTEAU Y AQUÍ PARA LEER UN RELATO DE JUAN BENET SOBRE EL MISMO PRETEXTO |
Una escalera interior unía los dos pisos de la casa de mi tío, y por ella bajábamos mi amigo y yo _bien duchados y mejor afeitados_ cuando faltaba un cuarto de hora para las diez. Mi tío, que había ido a por los croissants recién hechos que formaban parte del programa, aún no había vuelto, y la peculiar pereza de los domingos por la mañana impregnaba el ambiente. El día de hoy será muy caluroso, especialmente en la costa, donde la temperatura alcanzará los treinta o treinta y cinco grados, decía la radio que estaba encendida en la cocina. Su murmullo invitaba a no despertarse del todo. Tras hacer un alto en la biblioteca, fuimos a sentamos al mirador de la parte trasera. _ Es un Nana de mil novecientos veintiocho _me dijo mi amigo abriendo el libro que acababa de coger de la estantería Zola de mi tío. Pero yo no reparé en su comentario _. ¿Qué estás mirando? _añadió al ver que yo no decía nada. _Perdona -me excusé_. ¿ Ves lo que hay aquí? _¿ Algún escrito de tu tío? _Me parece que son unas traducciones suyas, y hechas, además, con muy mala idea. Si no me equivoco, ha dado con otro plagio. ¡Realizado, claro está, en este ridículo siglo veinte! Pasé a mi amigo los dos folios que tenía entre las manos. _¿Leo lo que dicen, o eso iría en contra del programa? _Seguramente. Pero, como él no ha llegado todavía, podemos permitirnos ese lujo. pero ten cuidado. Si oyes que se abre la puerta, dejas inmediatamente de leer y te dedicas a mirar por la ventana. Haré más. Señalaré hacia ese manzano y exclamaré: One apple a day, keeps the doctor away. A tu tío le parecerá muy natural. No sospechará nada. _Perfecto. Ya puedes empezar. _Pues éste es el título que aparece en el primer folio. Odin o relato breve de un escritor muy en boga actualmente, en traducción del tío Montevideo. Y estas son las líneas que vienen a continuación:
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Mi amigo dejó el primer folio encima de la mesa, y se dispuso a leer el segundo. Le insté a que lo hiciera un poco deprisa. La radio de la cocina informaba de que ya eran las diez. _No tardará en llegar _le dije, acordándome de la puntualidad de mi tío. _Pues vamos con el título que lleva el segundo folio: Pasajes extraídos de unos diccionarios que ese escritor muy en boga conocía a la perfección. _Está claro que le van los títulos largos. _Los tres párrafos son acerca del cazador Meleagro... Corría el rumor _dice el primero de ellos_ de que Meleagro no era hijo del rey Eneo, sino del dios Ares. Siete días después del nacimiento del niño, las Moiras se presentaron ante su madre Altea y le anunciaron que la suerte de su hijo estaba estrechamente ligada a la del tizón que se consumía en el hogar: Que cuando el tizón se consumiera del todo, convirtiéndose en ceniza, Meleagro moriría. Altea sacó el tizón del hogar y, después de apagarlo, lo guardó en una caja... _Adelante con el segundo párrafo _le pedí a mi amigo. _El segundo... Y las Moiras, que son madrinas del destino, fueron en su busca, y le auguraron que si el tizón del hogar llegara a consumirse y pulverizarse, su hijo también se consumiría y moriría. Entonces Altea apartó el tizón y, tras apagarlo, lo guardó en una caja. Pero sucedió que Meleagro, estando de caza en Calidon, mató a sus tíos, que eran hermanos de Altea. Altea, al saberlo, montó en cólera, y arrojó al fuego el tizón, que estaba ligado a la vida de su hijo. Meleagro murió al instante... |
_Me parece que ya llega _le dije a mi amigo. _El tercero es muy corto _me contestó. _Pues adelante. Empieza ya. _En los pueblos celtas, la figura de Odín aparece bajo el nombre de Arthus o Arturo, como lo prueban las «chasses du roi» de Normandía. Según Dontenville, el mito que subyace debajo de todos ellos es el de Meleagro. _La sesión de lectura comienza a las diez _Oímos en ese momento. Describiéndolo al estilo de los novelistas del siglo diecinueve que tanto le gustaban, mi tío era un hombre corpulento y metido en carnes, de unos sesenta años, de tez morena y de hermosa cabeza calva, que vestía, por lo general, de azul y amarillo. Una caricatura suya que tenía colocada en la biblioteca lo representaba como mitad bon vivant, mitad senador romano, pero no reflejaba, con todo, lo que era su rasgo más significativo: la vivacidad de sus ojos pequeños y negros. Porque mi tío nunca mIraba con los ojos resignados o escépticos de quien ha vivido mucho y ya no quiere ver nada, sino que seguía mirando con entusiasmo, con picardía, con el espíritu alegre del que acude por primera vez a una fiesta. De ahí _de ese espíritu que se transparentaba en sus ojos_ sus sesiones de lectura, sus ceremonias, su palmera iluminada; de ahí su lucha contra el modo vulgar de vida que le ofrecía el mundo. _¿ Para qué se hacen los programas? _preguntó mi tío acercándose hacia nosotros y sonriendo. Pero no era una pregunta que necesitara respuesta, y nos abrazó y saludó bromeando. _Además, os diré una cosa _siguió después_. Esas hojas que acabáis de leer son agua pasada. Ahora no me burlaría de alguien que es capaz de plagiar tan bien. _Sí, ya nos hemos enterado de tu nueva actitud ante el plagio. Y la verdad es que estamos muy extrañados _le dije. _Pero ¿cómo lo habéis sabido? _Pues por la nota que dejaste en el buzón, tío. _¡Ah! ¡Es verdad! Estoy tan contento de mi cambio de opinión que no me puedo contener y aprovecho cualquier oportunidad para darlo a conocer. Pero ya hablaremos luego de eso. Ahora voy a serviros el desayuno. Y al decir esto, mi tío se rió para sus adentros. _Algo se trae entre manos _dije a mi amigo cuando él ya se había escabullido hacia la cocina. _¡El plagio es la gallina de los huevos de oro! ¡Ya lo creo que sí! _escuchamos entonces. Durante el desayuno charlamos de cosas cotidianas. Y cuando ya no quedaba en las bandejas ni rastro de los croissants, pancakes y demás bollería, cada uno de nosotros cogió en la mano su segunda o tercera taza de café, y dimos comienzo a la sesión de lectura. Fui yo quien leyó los primeros cuatro trabajos: Hans Menscher. Para escribir un cuento en sólo cinco minutos, Klaus Hanhn, y Margarete y Heinrich, gemelos; luego fue el turno de mi amigo que leyó Yo Jean Baptiste Hargous. Por último, mi tío expuso su nueva teoría con un texto titulado Breve explicación del método para plagiar bien y un ejemplo. Una vez más, la última palabra tendrá que esperar. Estaría fuera de lugar continuar esa búsqueda sin antes haber dejado escritos los trabajos arriba mencionados. |
Yo, Jean Baptiste Hargous, soldado desde que tenía unos trece años, dejé mi ciudad de Nancy el día quinto del mes de diciembre del año después de la Encarnación de Nuestro Señor de ochocientos sesenta y siete, y partí a luchar contra el ejército de los normandos bajo el estandarte de Lorena, que era azul y blanco. Pues los normandos habían saqueado las ciudades de Blois y Orleáns, que nos eran muy hermanas, y el conde Lotario, dueño del reino y de nuestras vidas, hombre de poca paciencia, decidió no quedarse al resguardo de las murallas. Partimos, pues, como he dicho, el quinto día de diciembre, en número de dos mil hombres y setecientos caballos. Pero pronto se vio que Nuestro Señor no había querido iluminar al conde, o que el conde no había querido escucharle, pues era el invierno muy frío, y las lluvias enaguazaban los caminos, y las nieves cubrían los tejados de las casas y las copas de los árboles, y los vientos eran helados. Y aunque rogábamos para que saliera de nuevo el sol y fuera el cielo sobre nuestras cabezas más claro y dulce, el invierno no descansaba y era cada vez más hosco con nosotros. Después de unos diez días, cuando estábamos muy lejos de los confines de nuestra querida tierra de Lorena, y llevando perdidos en el camino unos cuarenta hombres y más de veinte caballos por la enfermedad o por la mala fortuna, escuchamos por primera vez noticias de nuestros enemigos los normandos, por boca de peregrinos. _Son poderosos y crueles _nos decían_. Acabarán con vosotros como acaban los perros con el ciervo, y luego quemarán vuestro estandarte. Y como estábamos cansados y en tierras extrañas, nuestro ánimo decaía, sobre todo el de los soldados más jóvenes, y todos deseábamos volver sobre nuestros pasos. Pero el conde Lotario desconocía nuestros deseos, o los conocía sin quererlos complacer, y ordenaba que siguiéramos adelante y caminando hasta llegar al campo de batalla, y lo decía riendo, como si ya contara con la victoria y viera la sangre roja de los soldados de Normandía sobre la nieve. Pero lo que él veía no lo veía nadie más, y cuanto más adelantábamos en el camino, mayor era la mella que la fama de nuestros enemigos hacía en nosotros. Allí por donde pasábamos salían las mujeres a la ventana y nos pedían gimiendo que emprendiéramos la retirada, y algunas bajaban de su casa y se acercaban a los capitanes para rogarles que no llevaran a la muerte cierta a tantos soldados jóvenes. Y cuando nos deteníamos a descansar en un monasterio, los monjes nos miraban como a corderos que corren hacia su degolladero, y rezaban en favor de nuestras almas como si ya estuviéramos muertos. Pero Dios Nuestro Señor no nos deja nunca de su mano, y aun en los mayores infortunios sabe darnos una porción de dicha, y eso fue lo que por su gran bondad también hizo conmigo en medio de aquel invierno. Pues me dio un amigo bueno y leal: Pierre de Broc. Lo vi por primera vez en la hospedería del monasterio de Saint Denis una noche que no podía conciliar el sueño. Pierre estaba solo en la sala vacía, y tocaba el rabel y cantaba junto al fuego apagado, y tan bien se desenvolvía en esas dos artes que daba pesar que, por el cansancio de los hombres y por el frío, no hubiera allí nadie para escucharle. _¿Por qué cantas? ¿Por qué no estás durmiendo, como todos los demás soldados? _le pregunté. _Porque tengo miedo _me respondió. _Yo también tengo miedo. No puedo dormir _le confesé a mi vez. _Entonces cantaremos juntos. _Tenemos miedo porque somos muy jóvenes. No porque seamos cobardes. _¿ Cuántos años tienes? _Creo que diecisiete. _Yo también tengo diecisiete. Nos abrazamos en aquella sala vacía y luego encontramos mucho consuelo en las canciones de nuestra querida tierra de Lorena. Hay amigos que son para un momento, y amigos que son compañeros de mesa, y amigos que solamente aparecen a nuestro lado en los días de prosperidad y alegría. Pero Pierre de Broc y yo, Jean Baptiste Argous, no lo fuimos de esa manera, sino que fuimos de allí en adelante hermanos y compañeros de camino, y de infortunios, y de fatigas, y siempre nos consolamos y nos confortamos, y nunca quisimos separarnos. Cuarenta días después de que saliéramos de Nancy, cuando el invierno estaba en su apogeo y los campos llenos de nieve, llegamos a un pueblo que llevaba el nombre de Aumont, y un judío que venía huyendo de Orleáns habló con uno de los capitanes y le hizo saber que el ejército normando estaba a menos de quince leguas, y que a pesar del mal tiempo bastaría una tarde para que un hombre a caballo llegara donde ellos. El conde Lotario mandó entonces que levantáramos el campamento y envió un adelantado para que vigilara a los normandos. El conde quería saber cuántos hombres tenía su ejército, y cuántos caballos, y si estaban confiados en sus fuerzas. Y el adelantado partió al galope levantando una nube blanca de nieve con los cascos de su caballo, y Pierre y yo nos sentamos en la tienda a tocar el rabel y a cantar. Pero pasó un día, pasaron dos, pasaron tres y el adelantado no regresaba, y cuando ya hubo pasado una semana todos lo dimos por muerto. Y sucedió entonces que el cocinero mayor no creyó en lo que oía, y dijo que más que muerto estaba huido, y acusó de traidor y de cobarde a aquel adelantado que el conde Lotario había elegido entre los mejores hombres, y ésa fue la razón por la que un capitán que era amigo del que había partido le diera muerte con su espada. Todos los soldados veteranos se quejaron por aquel castigo tan severo, y muy pronto el tiempo vino a darles la razón, pues de aquel día en adelante comimos mucho peor. El segundo adelantado que envió el conde Lotario regresó a los dos días de su partida. Yo no le vi con mis propios ojos, ni Pierre tampoco, pero los que sí lo vieron dijeron que entró en el campamento con todas las señales de la enfermedad y de la muerte, pálido y con la mirada perdida, y con las moscas revoloteando alrededor de su cabeza, lo cual era un prodigio en un invierno tan frío como aquél. Y al conde Lotario no le sirvió de nada aquel segundo adelantado, pues hablaba sin sentido, igual que lo hacen los que están poseídos por la fiebre. Y entonces nos reunió a todos y pidió tres voluntarios diciendo que les otorgaría muchas ventajas y favores si conseguían saber algo del ejército normando. El capitán que había matado al jefe de la cocina y otros dos soldados estuvieron dispuestos y partieron enseguida. Pero no por ello se fortaleció nuestro ánimo, y las primeras deserciones tuvieron lugar ese día, nada más marcharse los adelantados, y unos decían que eran veinte hombres los que se habían marchado, y otros decían que muchos más, y que en las , cuadras faltaban lo menos cien caballos. El capitán y sus dos soldados tardaron en regresar, y pasaron unos diez días antes de que los viéramos venir por la orilla del bosque, y todos quedamos muy extrañados al ver que volvían riéndose, y haciéndose chanzas, y jugando entre ellos como hacen los niños. _Se han vuelto locos, Jean Baptiste _me dijo Pierre al oído. _Pero ¿ qué es lo que ven los adelantados? _le pregunté. _Ven a los normandos, Jean Baptiste. _Entonces debe de ser verdad lo que nos dijeron las mujeres de Aumont. Las mujeres de Aumont nos habían dicho que los normandos tenían animales salvajes metidos en jaulas y domesticados como perros, y que quien los había visto una vez jamás se olvidaba de ellos, porque eran como vacas, pero con patas de caballo y cabeza de lobo, y que si entrábamos en batalla moriríamos devorados por aquellos monstruos. _Dios se apiade de nosotros, Jean Baptiste _suspiró Pierre. Y ya nos íbamos a la tienda a por el rabel cuando un veterano cojo que siempre andaba tras de nosotros, y que estaba irritado porque nunca queríamos su compañía, nos tiró un pájaro igual que se tira una piedra, y el pájaro nos rozó a los dos en el pecho, primero a Pierre y luego a mí. El pájaro tenía las alas amarillas y estaba muerto de frío y con los ojos muy cerrados, y el que nos hubiera tocado nos pareció de muy mal augurio. El conde Lotario se encerró en su tienda a pensar, y todos los soldados pedimos a Dios Nuestro Señor que le hiciera ver que no quedaba otro camino que la retirada, y que ya era hora de que los hijos de Lorena volvieran a su querida tierra. Pero el conde no estaba pensando en la retirada, sino buscando un nuevo adelantado. Y así fue como eligió a Guillaume, un pequeño bastardo del pueblo de Aumont que siempre estaba rondando por el campamento, pues pensó el conde que los normandos no sospecharían de una criatura de unos nueve años. Y Guillaume aceptó la orden con mucha alegría, porque quería ser soldado, y porque el conde le prometió un puñal de plata a cambio de las noticias que ninguno de sus otros adelantados había conseguido traer. Se fue riendo y sin ningún miedo, después de disfrutar de la fiesta que algunos soldados quisieron dar en su honor. Y Pierre y yo también participamos de la fiesta, porque nos parecía que nuestro destino estaba en sus manos. Y le pedimos a Dios Nuestro Señor que guiara los pasos de aquel niño, y que lo llevara a ver las jaulas donde los normandos guardaban las vacas con cabeza de lobo y patas de caballo. Pues era seguro que ningún soldado querría ir a luchar contra aquellos monstruos, y que el conde tendría entonces que ceder y permitir la retirada. Mientras tanto el invierno se alargaba. Muchos soldados se caían enfermos. Otros robaban caballos y desertaban.
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Guillaume volvió al cabo de unos quince días, y lo hizo con la misma expresión alegre de su partida. Y cuando se dirigió a la tienda de nuestro señor Lotario llevó detrás a todos los soldados del campamento. _Ahora sí que vamos a tener noticias de los normandos _le dije a Pierre. Pero cuando Guillaume subió a un carro y comenzó a relatar a gritos lo que había visto en el campamento del enemigo, todos nos miramos muy sorprendidos, porque no entendíamos nada de lo que él decía. No hablaba en nuestra lengua, ni tampoco en latín. Y cuando nuestro señor Lotario empezó a hacerle preguntas, el niño quedó tan sorprendido como nosotros. Tampoco él entendía lo que se le preguntaba. _¿Sabes en qué lengua está hablando, Jean Baptiste? _me dijo Pierre con tristeza. _No, no lo sé. _Está hablando en normando. Ha olvidado su lengua y ha aprendido la de ellos, y en sólo quince días. Son mucho más poderosos de lo que pensábamos, Jean Baptiste. Debe de ser un ejército de veinte mil hombres. _Pero Pierre, los niños suelen ser muy despiertos. Tienen mucha facilidad para aprender palabras nuevas. Pero no pudimos seguir hablando, porque en el murmullo que siguió a las palabras de Guillaume surgió primero un grito, y luego otro, y luego otro más, y muy pronto eran mil los soldados de Lorena que gritaban, y también eran mil los que corrían hacia los caballos, empujándose y golpeándose, pues no había caballos para todos. _Huyamos también nosotros, Pierre _le dije a mi amigo. _¡El rabel! ¡Me he dejado el rabel en la tienda, JeanBaptiste! -_exclamó antes de salir corriendo. _¡Pierre! _le grité. Quería decirle que se olvidara del rabel, que no se metiera entre aquella tropa enloquecida. Entonces, ante mis propios ojos, resbaló en el barro y cayó bajo las patas de un caballo. Luego pasaron sobre él otros tres caballos, y algunas decenas de soldados. _¡Pierre!_volví a gritar. Pero él ya estaba muerto. Me puse a llorar, y no tuve ganas de moverme de mi sitio, y tampoco tuve ganas de impedir que el soldado cojo que siempre andaba tras de nosotros llegara hasta mí y me tirara al barro. Porque yo, Jean Baptiste Argous, quería morir como mi amigo Pierre de Broc, con la cabeza rota por un caballo. PULSA AQUÍ PARA ACCEDER A UNA ANTOLOGÍA DE RELATOS DE PERSONAJES MÍTICOS, DE MAGIA, FANTASÍA O CIENCIA FICCIÓN |
La vida según AdánEnfermó Adán el primer invierno después de su salida del paraíso y asustado con los síntomas, la tos, la fiebre, el dolor de cabeza, se echó a llorar igual que años más tarde lo haría María Magdalena, y dirigiéndose a Eva, “no sé qué me ocurre” gritó, “tengo miedo” “amor mío, ven aquí, creo que ha llegado la hora de mi muerte”. Eva se sorprendió mucho al oír aquellas palabras, amor, miedo, muerte y le pareció que pertenecían a una lengua extraña, ajena al paradisiaqués, y anduvo con ellas en la boca, masticándolas como pepitas, como raíces, hasta que creyó, amor, miedo, muerte, comprender enteramente su sentido. Para entonces Adán ya se había repuesto, y volvía a sentirse feliz, o casi. Fue sólo, aquel hecho extraparadisíaco, el primero de una larga serie, de modo que Adán y Eva siguieron, por así decir, recibiendo clases intensivas de la lengua que decía amor, miedo, muerte, aprendiendo palabras como cansancio, sudor, carcajada, carcaj, carcamal, canción, caricia o cárcel; a medida que crecía su vocabulario, las arrugas de su piel aumentaban. La hora de la muerte, la verdadera, le llegó a Adán siendo ya muy viejo, y quiso entonces transmitir a Eva lo que había aprendido, su última verdad. “¿Sabes, Eva?”, le dijo, “la pérdida del paraíso no fue en realidad una desgracia. A pesar de los trabajos, a pesar de lo del pobre Abel y todos los demás conflictos, hemos conocido lo único que, noblemente hablando, puede llamarse vida”. Sobre la tumba de Adán se derramaron lágrimas corrientes, de agua y sal, que cayeron a tierra y no criaron jacintos, ni rosas, ni flores de ninguna clase, y de todos ellos fue Caín el que, paradójicamente, con más desgarro lloró; luego Eva recordó con cariño el susto de Adán cuando su primera gripe, y todos se calmaron, y se fueron, y tomaron algo, y comieron un bollo.
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Las gaviotas
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Un explorador cansado)
Qué otra
cosa podría ver un explorador cansado
Qué podría ver sinó Islas de
Cristal, Ciudades
Serpientes gigantescas, tigres,
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Familia
III (Ainhoa se pasea) |
DE LA ARENA |
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