índice

La medalla

Proeza

Sol

En la sierra

Argüelles

Plaza de España

Arturo Barea

 

La medalla

Entre todas las horas que, lentamente van midiendo la existencia del soldado en África, hay una diaria que goza del privilegio de ser la sola deseada por todos. Por el más humilde soldado y por el primero de los jefes esa hora es aquella en que el correo hace su aparición, es enorme, no ya larga ni pesada. Cuando se acerca, los nervios se tensan, y si pasa, cada minuto más de los calculados para que haga la aparición el cartero, son siglo de impaciencia y malestar que no domina nada. Se avizora a lo lejos el convoy y llega al extremo el ansia de salir de la incertidumbre: ¿Tendré hoy carta? Y minutos más tarde, son los gritos de alegría ante el cerrado sobre, o la cara amustiada ante la negativa del cartero, cara triste que dura poco, pues pronto la esperanza del mañana reanima los rostros que vuelven a ser joviales. Y el que no tuvo noticias participa en la alegría del que las tuvo ... o de su tristeza. En esta hora tan larga y tan ansiada, pasó a mis manos esa medalla que ha estado un año sobre mi pecho. ¿Cómo vino a mí? Comprada. ¿Por qué la compré? Porque nadie quería comprarla, porque todos desdeñaron su valor, sin comprender que valía tanto que vale.

Y estos porqués tan raros, tan inexplicables para todos y para ti también, son sencillos a pesar de su rareza. Y lo más extraordinario es que no vale nada, valiendo mucho. Tiene unos gramos de plata que valen unos céntimos. ¿Dónde, pues, está su valor?

Había llegado aquel a el correo, habíase repartido como todos los días, y como siempre, habíanse formado corros para leer algunas cartas y vanse individuos aislados leyendo a solas las suyas. Por mis manos pasaron todas aquellas cartas, entre las cuales no haa ninguna para . No había sentido la ausencia de noticias, por la sencilla razón de que no las esperaba. Por eso después del reparto, indiferentemente, lié un pitillo y me recosté en el parapeto de la posición curioseando los grupos lectores y los lectores aislados, tratando de adivinar las emociones de los que tan embebidamente remernoraban los suyos.

    De uno de aquellos grupos, del más lejano, se al una voz:

    _La vendo por un vaso de vino, si hay quien la pague.

    Yy casi a coro, las voces de los demás respondían:

_Pues anda, ¿qué te habrás creído tú, que hay quien quiera santos?

    _Aquí somos muy machos y no queremos nada de curas _remató una voz rotunda, y estallaron las carcajadas a coro.

   Me llevó la curiosidad al grupo:

   _¿Qué es eso que vendes tan barato, que nadie lo quiere?_ El vendedor musitó un «no es nada, sargento Barea».

   _Diga usted que sí _terció otro_, vende una medallita que le han mandado con una carta. Ése se cree que somos carcas.

   _Déjame la medalla. -y pa la medalla a mis manos.

   _Mire, mi madre que tiene cosas raras, mire que mandarme una medalla ...

»Me ha podido mandar algo más nutritivo, aunque fuesen pitillos, pero un santito para colgármelo del cuello, sólo a las viejas se les ocurren cosas de éstas.

   Y  quieres venderla.

   _Pues claro, si saco aunque sea una copa, eso me gano. Pero esto, ¿para qué lo quiero yo? Si no me dan nada, la vaya tirar a un barranco, porque a esto no me lo ponen ni atado.

_Dime cuánto quieres por ella, a condición de leer la carta de tu madre.

_Anda, lo que usted mande. Y la carta puede usted leerla, a pesar de que no tiene más que beaterías.

Y seis reales fueron el precio de esa medalla y de leer aquella carta, cuya copia conservo:

«Querido hijo: recibimos tu carta que nos causa mucha satisfacción. Sabrás como por aquí, estamos todos buenos, gracias a Dios. Padre trabaja ya que ya era hora y si le dura podremos salir de empeños y calamidades que bastante hemos pasado. (Y aquí viene una relación de familiares, conocidos y detalles de sus vidas.) Ya ves tú que bien quisiera, pero tú ya bien sabes las calamidades que estamos pasando y aunque las tuyas son más, y bien quisiera, hijo o; pero no puedo ahora mandarte nada. Veremos de que pasen unos as y le paguen a tu padre, si puedo sisarle algo y mandártelo aunque sea poco. El padre cura me pregunta mucho por ti y te mando una medalla que le he pedido, para que te la pongas al pecho y quiera Dios librarte de las balas de los moros. Dice el cura que está bendita y que debes llevarla y rezarla un padrenuestro todos los días. Yo la he besado mucho, porque te la vas a poner y pueda ser que sientas mis besos.» Y remata la carta con esas despedidas de rigor.

He copiado la carta y me he tumbado en mi cama de campaña, con la medalla entre las manos y medio somnoliento, comienzo a pensar en la mujeruca que lejos, en el amado suelo de España, hab besado la medalla con ilusión de madre, llorando por su hijo lejos, muy lejos de ella en estas malditas tierras de África. Y pensando, pensando ... He besado la medalla, he recogido el beso de aquella madre,  me he dormido.

 

    Estamos en plena operación, estamos fortificando a toda prisa, deseosos de alejar de nuestros oídos los silbidos de las balas que pasan al lado nuestro llevando la muerte, jinete fantástico de los diminutos corceles de plomo, y de alejar de nuestra mente la idea del dolor que esperamos ver surgir en nosotros a cada instante. Es el momento todo emoción en que nos rodea el peligro, el segundo en que esperamos diga la vida basta y se trunque en nosotros. Ya nos enardecemos en el trabajo tremolantes de rabia, como si lucháramos cuerpo a cuerpo con la muerte. Voces, gritos, detonaciones, ayes, una batahola infernal nos rodea, no se entiende nada. lo apreciamos bien claros los moscardones de plomo que zumban fantásticamente en nuestros oídos y que espolean nuestra actividad. De pronto, hay un gemir sordo:

    «¡ Madre!» Y un cuerpo que rueda y al cual nos abalanzamos todos. Es un pobre soldado que ha tropezado en su camino con una bala, o que una bala ha tropezado con él en su camino, tan de frente que al choque ha roto su pecho y de él sale un chorro de sangre en surtidor de muerte. Menea el médico la cabeza tristemente y deja el paso al sacerdote, ya que él de poco vale, y allí en el campo de batalla, silbando las balas a nuestro alrededor, se descubren nuestras cabezas y caemos de rodillas. Murmura el sacerdote sus rezos aclama el moribundo en estertores su frase final, su frase única: « ... ¡Madre!» Y quedó rígido con el calor de la muerte, tendido en una camilla, contrda su cara en un mueca de dolor y angustias infinitas.

Aquel muerto era el mismo que días antes me vendiera la mrldalla, y recordando los besos que su madre depositó para él en ella, y que recogí yo con mi boca, me incliné y puse en los labios del cadáver aquel beso que él me haa vendido por seis reales. Estaba tan frío, tan frío que ...

Al frío desperté, nenita, teniendo entre mis manos la medalla que ha colgado de mi pecho durante un año. Fue todo un sueño, debido a dormir recién comido en mala postura. ¿Sucedió tal vez? ¿Pudo suceder? No pasó nada, ni tal pasará ... tal vez haya pasado. Fue un sueño. Lo real, lo cierto, es la medalla, que existe y que descansa en tu pecho y en la que he tenido fe, no porque fuera bendita, sino porque llevaba el beso de una madre, que eso es bendito, en verdad.

He aquí, nena, la historia de la medalla que descansa sobre tu pecho hoy, después de haberse agitado sobre el mío. Te prometí contarla y cumplo mi promesa: en su historia se mezcla la fantasía a lo real, y de la unión nacen las páginas que siguen, que escribo para tu deleite, poniendo en ella si no el arte, al menos el intento de hacer arte. Sobre un trocito insignificante de plata gira toda esta historia que tan sólo tiene que lamentar la tragedia: pero no te asustes, esa tragedia es ficticia, es creación de mi fantasía. No pasó, tal vez pasará, quién sabe si habrá pasado.

PULSA AQUÍ PARA LEER OTROS RELATOS SITUADOS EN LA GUERRA DE ÁFRICA

 

ir al índice

 

Proeza

     El 20 de enero de 1937, aproximadamente a las once de la mañana, volaba sobre Vallecas una escuadrilla de trimotores fascistas. Bombardearon el pueblo al pasar.

     Ya fuera del núcleo de la población, sobre as casitas sueltas, diseminadas por los campos baldíos, un junker se destacó de los otros y descendió rápidamente sobre una explanada soleada.

     Las mujeres toman el sol sentadas en sillas bajas de paja, formando un semicírculo irregular. Cosen y charlan, y de vez en cuando, una de ellas se levanta, penetra en una de las casitas cercanas y da una ojeada a la comida. Alrededor de ellas un enjambre de chiquillos que juegan sobre la tierra dura.

     No hay hombres. Unos se fueron al frente, otros al trabajo en Madrid. Ahorrando duro, todos ellos, habían llegado a ser dueños de las casitas humildes que rodean la explanada. Algunas fueron construidas por la propia mano del hombre en los domingos y las horas libres. Se destacan de las demás por las líneas algo abombadas de los muros y este defecto se convierte en orgullo para sus dueños. Casi todos emigraron de las tierras áridas de la Mancha y habían venido, años hacía, a conquistar Madrid. De esta corriente emigratoria nació Vallecas. No se puede saltar de un pueblo de barro, perdido en la meseta, a la capital. Los emigrantes se paraban en las puertas de Madrid y allí acampaban, tomaban fuerzas y planeaban el asalto. Así, Vallecas, en principio, fue un grupo de ventas de arrieros. Después, un grupo de barracas de latas y maderas viejas. Más tarde, a la vez que Madrid se extendía y se aproximaba al arroyo Abroñigal, sucia frontera sobre la que había un puente mísero, Vallecas creció, edificó calles sólidas, cegó el arroyo y se convirtió en uno de los barrios obreros más populosos de Madrid. Aquellas casitas de las afueras eran patente de independencia.Sus dueños eran modestos comerciantes y obreros especializados.

     Las explosiones recientes y el rápido descenso del avión sobre la explanada proyectaron a las mujeres y los chicos en todas direcciones. Algunos se tiraban al suelo. Otros buscaron el cobijo de sus casitas. De una de aquellas salió una mujer con un niño de pecho en brazos, llamando a sus hijos. Los cinco hijos venían ya corriendo hacia la casita, cogidos a su hermana mayor.

     En aquel momento el avión vació su carga sobre la explanada y las casitas.

     Tomó nuevamente altura y desapareció del horizonte.

 

     Quedaron en la explanada veintitrés cadáveres y tres heridos. La mujer cayó muerta en la puerta de su casa. Los trozos de la carne del niño mezclados con los trozos de la carne de la madre. La hija mayor _dieciséis años_ cayó muerta sobre el cadáver de su hermana de doce. Uno de los niños, de seis años, quedó tendido en el suelo, vivo, falto de un pie y la espalda abierta, Otro de diez años, ileso, pero echando sangre por sus orejas, reventados sus oídos por las explosiones, salió corriendo, llevando a través del campo el cuerpo de su hermanita menor de cuatro años. Lo llevó él mismo hasta la casa de socorro: había recibido el polvo de la metralla y tenía más de cien heridas diminutas en su cuerpecito.

     La niña estaba en la sala cuatro del Hospital Infantil del Niño Jesús. El niño cojo estaba en la cama cuatro de la sala treinta y uno del Hospital Provincial de Madrid.

     El padre, como todas las mañanas, se había ido con un carro tirado por un borriquillo al mercado central de Madrid. Allí, compraba cajas de pescado que después revendía en Vallecas. Así ,mantenía a sus seis hijos y levantó la casita, ladrillo a ladrillo.

     Él mismo me ha contado la historia, sentado a la cabecera de la cama del niño que me miraba con los ojos oscuros muy abiertos.

     El padre se llama: Raimundo Melanda Ruiz

     La madre se llamaba: Librada Garrás del Pozo

     Las ruinas de la casita herida por siete bombas conserva aún el número veintiuno de la calle de Carlos Orioles en Vallecas.

     El avión era un trimotor junker alemán

     Los asesinos no tienen nombre.

 

 

ir al índice

 

 Sol

     A las siete de la mañana me despierta el sol. Comienza a inundar la habitación y constituye una ducha de luz que obliga a tirarse de la cama. No entra directamente en mi cuarto: pega en el muro de enfrente de la calle y forma allí un espejo que reverbera violento. Molesta casi más que si diera directamente en los ojos.

     Mi habitación está en el hotel Gran Vía de Madrid, y el espejo es la Telefónica: cemento, cristal, piedras pulidas. Cuando abro la ventana, la Telefónica mira desde enfrente con la cara lavada por el sol.

     A esta hora se riega Madrid. Existe un grupo de obreros del ayuntamiento que tiene a su cargo regar la ciudad y barrer sus basuras todos los días. Y siempre es un espectáculo en las mañanas de sol, ver lavar las piedras de la calle. La evaporación provoca un olor fresco de tierra mojada.

     Los barrenderos son una de las últimas categorías de obreros madrileños. Barrer una calle o empuñar una manga y dirigir un chorro de agua no se considera oficio muy distinguido. Sin embargo, la plaza es segura, están relativamente bien pagados y era necesario una recomendación eficaz para lograr un puesto. Casi todos están ocupados por gentes de pueblo que fracasaron en Madrid.

     Hoy, como ayer, el sol me ha echado de la cama. Y como siempre, he abierto la ventana, cerrada obligatoriamente por la noche, para que no salga la luz al exterior, y he mirado la calle plena de sol. Está esta zona tan castigada por los obuses que la gente evita pasar por ella. Además la hora es temprana y sólo se ven obreros que van a su trabajo, y algunas mujeres que madrugan para coger puestos en la cola.

     Frente a mí llegan dos barrenderos. Uno con la manga enrollada al hombro como una serpiente y una llave de hierro para abrir el grifo. Es el ayudante. El otro con categoría social ya, con sus manso libres y unas botas altas de goma. Se paran al lado de la boca de riego, y el ayudante atornilla rápidamente un extremo de la manga en la boca que se abre en la acera. El jefe empuña la boquilla de la manga y dirige el chorro en toda la extensión de la calle. Juega el sol con el cristal del agua y le rompe en colorines.

     Me alegra el espectáculo dentro de la simplicidad.

     Un silbido, una explosión, una farola deshecha _el primer obús de hoy.El barrendero jefe deja caer la manga y se derrumba blandamente. EL ayudante está ileso y mira con ojos desorbitados a su compañero caído. Corren los guardias de la Telefónica y algún transeúnte a recoger al herido. Mientras, la manga caída suelta su chorro, brincando bajo la fuerza de la presión del agua, como si tuviera convulsiones.

     El ayudante sale de su estupidez. Recoge la manga, hurtando sus brincos para no mojarse, y sigue regando la calle.

     El sol sigue tejiendo colorines en el chorro de agua un poco temblón que cae sobre las piedras con una caricia fresca.

     Los obuses siguen estallando en la Gran Vía.

     El ayudante acaba de regar, destornilla la manga, se la cuelga al hombro y cincuenta metros más abajo, abre otra boca de riego, atornilla de nuevo la manga y riega. El agua sigue cayendo temblona sobre las piedras.

     Los obuses siguen estallando sobre la Gran Vía.

     La mancha que dejó el caído la lavó el compañero. El rojo de la sangre fresca y viva se disolvía con los colorines del sol al chocar el chorro de agua contra las piedras.

     Y hasta mí sube de la Gran Vía el olor de la tierra mojada.

 

ir al índice

 

En la sierra

     Esto fue el primer otoño de la guerra.

     El muchacho _veinte años_ era teniente; el padre, soldado, por no abandonar al hijo. En la sierra dieron al hijo un balazo y el padre le cogió a hombros. Le dieron un balazo de muerte. El padre ya no podía correr y se sentó con su carga al lado.

     _Me muero, padre, me muero.

     El padre le miró tranquilamente la herida mientras el enemigo se acercaba. Sacó la pistola y le mató.

     A la mañana siguiente, fue a la cabeza de una descubierta y recobró el cadáver de su hijos abandonado en mitad de las peñas. Lo condujo a la posición. Lo envolvieron en la bandera triicolor y le enterraron.

     Asistió el padre al entierro. Tenía la cabeza descubierta mientras tapaban al hijo con la tierra aterronada, dura de hielo.

     La cabeza era calva, brillante, con un cerquillo de pelos caos alrededor. Con la misma pistola hizo saltar la tapadera brillante de la calva.

     Quedó el cerquillo de pelo gris rodeando un agujero horrible de sangre y sesos.

     Le enterraron al lado del hijo.

     El frío de la sierra hacía llorar a los hombres.

 

ir al índice

 

Argüelles

Argüelles es una barriada de Madrid que en noviembre de 1936 quedó deshecha.

La invasión pretendió entrar por allí en la ciudad y para abrirse camino la bombardearon

furiosamente. Hubo que dejar vacío el barrio y vacío sigue. Aún constituye una trinchera

avanzada de la defensa de Madrid, a la que llegan los disparos de fusil y de cañón.

Su límite es el paseo de Rosales, balcón abierto al frente de la Casa de Campo y del

parque  del Oeste. En medio está el Manzanares, el río sin agua que nos se pudo pasar.

     El balcón pende en el vacío, sin caer. Está agarrado a la fachada, aún, por una pata de hierro que se hunde en el mortero. Se le ve moverse como un péndulo. Arriba, encima de él, hay otro balcón intacto. En el suelo hay un tiesto con una enredadera. En este año de guerra, la enredadera ha crecido y ha llegado hasta el balcón roto. Se ha enroscado en él, y le sostiene sobre el vacío.

     En medio de la calle, entre las dos vías del tranvía ya rojas de orín, hay una bacinilla de riñón. Está boca arriba. Y al lado, una muñeca, sucia, rota, despeinada, con los ojillos de cristal intactos, contempla el orinal. El niño no ha venido. Pero allá arriba, en el tercer piso de la casa cortada, hay una cuna volcada hacia la calle. Parece que en una convulsión arrojó su carga, junto con los ladrillos de la pared rota de la alcoba. ¿Estará el niño debajo del montón de ladrillos? Interrogo a la alcoba en lo alto y al muñeco caído en la calle. Sólo me contesta el montón de escombros. Parece que sale de él el vagido callado de un niño. Me han cogido un pie. El frío del miedo me ha recorrido la espina dorsal: estoy solo en la calle. Es un cable de tranvía, enrollado y caído, verde por las escarchas de un año. Me agarra de los pies igual que hacen los heridos a los compañeros, para que no les abandonen en el campo de batalla. Debo cogerlo y separarlo. Deja entonces, en las piedras de la calle, una huella verdosa.

     Un letrero ¡VINO Y CERVEZAS!. Unas puertas destripadas, un mostrador derruido, sillas y bancos rotos y tirados, mesas patas arriba. Vidrios rotos. Tengo sed. Dentro hay una mesa intacta. Una mesa roja, redonda, una mesa de taberna; tres taburetes alrededor. Situada en un rinconcito, espera a los parroquianos viejos, que salieron corriendo. Porque sobre ella aún está la botella, un frasco cuadrado de vidrio, dentro del cual se secó el vino, dejando una mancha roja oscura, como sangre seca. Y cercando la botella, tres vasos llenos de polvo con posos rojizos. Se fueron los parroquianos y vino la araña. La araña ha encontrado habitación en el frasco. Desde su boca ha tendido una red de hilos a los vasos y todo forma un conjunto para atrapar moscas, un conjunto sucio, lleno de polvo, muerto, donde anida la vida. La araña se asoma al local del frasco y me mira. Me voy.

     Piso de nuevo la calle de Ferraz, tan sola, que mis pasos suenan a hueco. Y entonces comienza el bombardeo de todos los días. Estallan las granadas sobre las casas muertas, abriendo nuevas heridas en sus cuerpos desgarrados. Aquel piano que quedó inmóvil y solo en noviembre del año pasado, caído sobre una de sus patas rotas, mostrando la dentadura amarillenta de sus teclas, como un monstruo moribundo, da un grito: un casco de obús rompe sus cuerdas, hasta hoy tensas. La nota chillona resuena en toda la calle, en todo el barrio vacío. Todas las cosas que nunca tuvieron vida, todas las cosas mueras, todas las cosas que nacieron muertas, adquieren vida propia. Cae un jarrón y estalla en mil pedazos sobre las piedras. Cae un zapato, un zapato de mujer, que sólo rebota sobre la acera, trenzando un paso de baile macabro. La explosión ha impulsado a la lámpara de  aquel comedor. Oscila violentamente y hace chirriar sus cadenas. El obús revienta el montón de escombros y lo esparce en nuevos montones.

     Entre explosión y explosión, las cosas, las casas, las calles gritan sacudidas por la metralla.

     Yo me quedo acurrucado en el portal de una casa, muerto de miedo a las cosas muertas.

(Publicado en La Nouvelle Revue Français, 9 de junio de 1938)

 

ir al índice

 

Plaza de España

  Existe en Madrid una plaza de España y en la plaza un monumento a don Quijote.  

Don Quijote sobre Rocinante y Sancho sobre Rucio, se encuentran delante de un

obelisco que remata la bola del mundo. Don Quijote y Sancho dan cara a la Casa

de Campo; al paseo de San Vicente  por cuya cuesta un día de noviembre de 1936

subieron los moros y los tanques alemanes. No remataron la cuesta y tuvieron

 que retroceder hasta la Casa de Campo, donde hoy está el frente. 

La plaza de España con la estatua de don Quijote y la de Sancho es hoy zona de guerra de Madrid. 

 

     ¿Qué me importa que seas de bronce, tú, y lo sea tu escudero, y lo sean tu burro y tu caballo? Plasmó en ti, un genio, la raza mía. Te dio vida de ficción tan viva y tan fuerte que te convertiste en realidad. Te conocen en el mundo a través de todos los mares y tan unido va al nombre de mi Patria que te fundieron en bronce, porque en la plaza de España, en Madrid, sólo tú debías estar. Tú y Sancho, tu escudero.

     Nunca mejor que hoy estás aquí. Fíjate: solo. la plaza de España está desierta. Los "follones y los malandrines" tiran tantas bombas que te has quedado aquí, solo en la plaza de España. Solo, no, con Sancho. Os han puesto unos sacos terreros a los pies. Tú no los precisas. A Sancho le sirven de consuelo, pero piensa más que en que tu recia figura que se interpone entre él y el frente le servirá de protección. Has extendido una mano que ha contenido al invasor frente a ti, en la cuesta de San Vicente y sigues enhiesto y sereno de cara a la lucha.

     Quien te colocó aquí y así no supo lo que hacía. Pero hoy se ve claro. Frente a ti está la invasión y tu mano diestra alzada para el golpe. Detrás de ti se eleva un obelisco que remata el globo terráqueo. Entre el mundo y los bárbaros, interpones tu figura y la de Sancho.

     Sancho, amigo: no te enfades. Eres socarrón y cómodo. Llevas las alforjas repletas y la bota llena. Te gusta sestear con Aldonza. Detrás del Loco Sublime, marchas regruñendo contra sus aventuras bélicas. Tienes miedo. Pero no le abandonas. Vas detrás del ideal. Por encima de tus sueños de lucro, de tus herencias de ínsulas Baratarias, el Caballero de la Triste Figura es tu Dios y le sigues, y le curas, y le ayudas. Apaleado, apedreado, escarnecido por rústicos y por señores, Sancho, le sigues, le ayudas y le curas. Cuando muere Alonso Quijano, todos, hasta él mismo, reconocen su locura. Menos tú. Porque para ti nunca fue loco. Fue sublime.

     Sobre Rocinante triste, con orejas gachas, va don Quijote a conquistar rutas y desfacer entuertos. Alza su mano y detiene las hordas. Detrás, Rucio levanta sus orejas filosóficas y marcha lentamente. Sancho encima contempla tranquilo Castilla.

     Y las cuatro sombras de bronce, síntesis de España, se yerguen con la bola del mundo detrás, amparada por ellos. Avanza sin miedo y sin tacha frente al invasor.

     Aquí en la plaza de España, regada de obuses, se han quedado solos. Don Quijote y Sancho Panza.

     Yo he venido esta tarde a hablar con ellos. Estoy en la plaza de España. Detrás tengo la bola del mundo que confía en mí, español, mezcla de Quijote y Sancho.

     ¡Y me siento de bronce!

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS AMBIENTADOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

PULSA AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA SOBRE UNA NOVELA DE ARTURO BAREA

 

ir al índice

 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL