Ejemplo VII Pulsa
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Samaniego,
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del tema por el dramaturgo contemporáneo Antonio Buero Vallejo |
Ejemplo X | |
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Lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el
mago de Toledo
Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio y le dijo lo siguiente: _Patronio, un hombre vino a pedirme que le ayudara en un asunto en que me necesitaba, prometiéndome que él haría por mí cuanto me fuera más provechoso y de mayor honra. Yo le empecé a ayudar en todo lo que pude. Sin haber logrado aún lo que pretendía, pero pensando él que el asunto estaba ya solucionado, le pedí que me ayudara en una cosa que me convenía mucho, pero se excusó. Luego volví a pedirle su ayuda, y nuevamente se negó, con un pretexto; y así hizo en todo lo que le pedí. Pero aún no ha logrado lo que pretendía, ni lo podrá conseguir si yo no le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestra inteligencia, os ruego que me aconsejéis lo que deba hacer. _Señor conde _dijo Patronio_, para que en este asunto hagáis lo que se debe, mucho me gustaría que supierais lo que ocurrió a un deán de Santiago con don Illán, el mago que vivía en Toledo. El conde le preguntó lo que había pasado. _Señor conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que deseaba aprender el arte de la nigromancia y, como oyó decir que don Illán de Toledo era el que más sabía en aquella época, se marchó a Toledo para aprender con él aquella ciencia. Cuando llegó a Toledo, se dirigió a casa de don Illán, a quien encontró leyendo en una cámara muy apartada. Cuando lo vio entrar en su casa, don Illán lo recibió con mucha cortesía y le dijo que no quería que le contase los motivos de su venida hasta que hubiese comido y, para demostrarle su estima, lo acomodó muy bien, le dio todo lo necesario y le hizo saber que se alegraba mucho con su venida. »Después de comer, quedaron solos ambos y el deán le explicó la razón de su llegada, rogándole encarecidamente a don Illán que le enseñara aquella ciencia, pues tenía deseos de conocerla a fondo. Don Illán le dijo que si ya era deán y persona muy respetada, podría alcanzar más altas dignidades en la Iglesia, y que quienes han prosperado mucho, cuando consiguen todo lo que deseaban, suelen olvidar rápidamente los favores que han recibido, por lo que recelaba que, cuando hubiese aprendido con él aquella ciencia, no querría hacer lo que ahora le prometía. Entonces el deán le aseguró que, por mucha dignidad que alcanzara, no haría sino lo que él le mandase. »Hablando de este y otros temas estuvieron desde que acabaron de comer hasta que se hizo la hora de la cena. Cuando ya se pusieron de acuerdo, dijo el mago al deán que aquella ciencia sólo se podía enseñar en un lugar muy apartado y que por la noche le mostraría dónde había de retirarse hasta que la aprendiera. Luego, cogiéndolo de la mano, lo llevó a una sala y, cuando se quedaron solos, llamó a una criada, a la que pidió que les preparase unas perdices para la cena, pero que no las asara hasta que él se lo mandase. »Después llamó al deán, se entraron los dos por una escalera de piedra muy bien labrada y tanto bajaron que parecía que el río Tajo tenía que pasar por encima de ellos. Al final de la escalera encontraron una estancia muy amplia, así como un salón muy adornado, donde estaban los libros y la sala de estudio en la que permanecerían. Una vez sentados, y mientras ellos pensaban con qué libros habrían de comenzar, entraron dos hombres por la puerta y dieron al deán una carta de su tío el arzobispo en la que le comunicaba que estaba enfermo y que rápidamente fuese a verlo si deseaba llegar antes de su muerte. Al deán esta noticia le causó gran pesar, no sólo por la grave situación de su tío sino también porque pensó que habría de abandonar aquellos estudios apenas iniciados. Pero decidió no dejarlos tan pronto y envió una carta a su tío, como respuesta a la que había recibido. »Al cabo de tres o cuatro días, llegaron otros hombres a pie con una carta para el deán en la que se le comunicaba la muerte de su tío el arzobispo y la reunión que estaban celebrando en la catedral para buscarle un sucesor, que todos creían que sería él con la ayuda de Dios; y por esta razón no debía ir a la iglesia, pues sería mejor que lo eligieran arzobispo mientras estaba fuera de la diócesis que no presente en la catedral. »Y después de siete u ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos, con armas y caballos, y cuando llegaron al deán le besaron la mano y le enseñaron las cartas donde le decían que había sido elegido arzobispo. Al enterarse, don Illán se dirigió al nuevo arzobispo y le dijo que agradecía mucho a Dios que le hubieran llegado estas noticias estando en su casa y que, pues Dios le había otorgado tan alta dignidad, le rogaba que concediese su -61- vacante como deán a un hijo suyo. El nuevo arzobispo le pidió a don Illán que le permitiera otorgar el deanazgo a un hermano suyo prometiéndole que daría otro cargo a su hijo. Por eso pidió a don Illán que se fuese con su hijo a Santiago. Don Illán dijo que lo haría así. »Marcharon, pues, para Santiago, donde los recibieron con mucha pompa y solemnidad. Cuando vivieron allí cierto tiempo, llegaron un día enviados del papa con una carta para el arzobispo en la que le concedía el obispado de Tolosa y le autorizaba, además, a dejar su arzobispado a quien quisiera. Cuando se enteró don Illán, echándole en cara el olvido de sus promesas, le pidió encarecidamente que se lo diese a su hijo, pero el arzobispo le rogó que consintiera en otorgárselo a un tío suyo, hermano de su padre. Don Illán contestó que, aunque era injusto, se sometía a su voluntad con tal de que le prometiera otra dignidad. El arzobispo volvió a prometerle que así sería y le pidió que él y su hijo lo acompañasen a Tolosa. »Cuando llegaron a Tolosa fueron muy bien recibidos por los condes y por la nobleza de aquella tierra. Pasaron allí dos años, al cabo de los cuales llegaron mensajeros del papa con cartas en las que le nombraba cardenal y le decía que podía dejar el obispado de Tolosa a quien quisiere. Entonces don Illán se dirigió a él y le dijo que, como tantas veces había faltado a sus promesas, ya no debía poner más excusas para dar aquella sede vacante a su hijo. Pero el cardenal le rogó que consintiera en que otro tío suyo, anciano muy honrado y hermano de su madre, fuese el nuevo obispo; y, como él ya era cardenal, le pedía que lo acompañara a Roma, donde bien podría favorecerlo. Don Illán se quejó mucho, pero accedió al ruego del nuevo cardenal y partió con él hacia la corte romana. »Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por la ciudad entera, donde vivieron mucho tiempo. Pero don Illán seguía rogando casi a diario al cardenal para que diese algún beneficio eclesiástico a su hijo, cosa que el cardenal excusaba. »Murió el papa y todos los cardenales eligieron como nuevo papa a este cardenal del que os hablo. Entonces, don Illán se dirigió al papa y le dijo que ya no podía poner más excusas para cumplir lo que le había prometido tanto tiempo atrás, contestándole el papa que no le apremiara tanto pues siempre habría tiempo y forma de favorecerle. Don Illán empezó a quejarse con amargura, recordándole también las promesas que le había hecho y que nunca había cumplido, y también le dijo que ya se lo esperaba desde la primera -62- vez que hablaron; y que, pues había alcanzado tan alta dignidad y seguía sin otorgar ningún privilegio, ya no podía esperar de él ninguna merced. El papa, cuando oyó hablar así a don Illán, se enfadó mucho y le contestó que, si seguía insistiendo, le haría encarcelar por hereje y por mago, pues bien sabía él, que era el papa, cómo en Toledo todos le tenían por sabio nigromante y que había practicado la magia durante toda su vida. »Al ver don Illán qué pobre recompensa recibía del papa, a pesar de cuanto había hecho, se despidió de él, que ni siquiera le quiso dar comida para el camino. Don Illán, entonces, le dijo al papa que, como no tenía nada para comer, habría de echar mano a las perdices que había mandado asar la noche que él llegó, y así llamó a su criada y le mandó que asase las perdices. »Cuando don Illán dijo esto, se encontró el papa en Toledo, como deán de Santiago, tal y como estaba cuando allí llegó, siendo tan grande su vergüenza que no supo qué decir para disculparse. Don Illán lo miró y le dijo que bien podía marcharse, pues ya había comprobado lo que podía esperar de él, y que daría por mal empleadas las perdices si lo invitase a comer. »Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que la persona a quien tanto habéis ayudado no os lo agradece, no debéis esforzaros por él ni seguir ayudándole, pues podéis esperar el mismo trato que recibió don Illán de aquel deán de Santiago. El conde pensó que era este un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien. Y como comprendió don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos, que dicen así: Cuanto más alto suba aquel a quien ayudéis, menos apoyo os dará cuando lo necesitéis. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS FANTÁSTICOS |
De lo que le sucedió a un raposo que se echó a la calle y se hizo el muerto. Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así: _Patronio, un pariente mío vive en una tierra donde tiene tanto poder que puede alejar cuantas injurias se le hacen, y los que tienen poder en la tierra querrían encontrar algún pretexto para atacarle. Y este pariente mío dice que es muy doloroso sufrir estas vejaciones. Y porque yo quisiera que él eligiese el camino más acertado, os ruego que me digáis cómo le he de aconsejar. _Señor conde Lucanor _dijo Patronio_, para que vos le podáis aconsejar en esto, me place que sepáis lo que le sucedió a un raposo que se hizo el muerto. Y el conde le preguntó cómo fuera aquello. _Señor conde _dijo Patronio_, un raposo entró en una noche en un corral de gallinas; y estando ocupado con las gallinas, cuando quiso irse se dio cuenta de que ya era de día y las gentes andaban por las calles. Y cuando vio que no se podía esconder, salió rápidamente a la calle y se tendió como si estuviese muerto. Y cuando la gente lo vio pensó que estaba muerto y ninguno se preocupó de él. Al cabo de un rato pasó por allí un hombre, y dijo que los cabellos de la frente del raposo eran buenos para ponerlos en la frente de los niños para que no les echen mal de ojo. Y trasquiló con unas tijeras los cabellos de la frente del raposo. Después vino otro y dijo eso mismo de los cabellos del lomo; y otro de las ijadas. Y tantos fueron los que dijeron cosas semejantes que lo trasquilaron todo. Y por todo esto, nunca se movió el raposo, porque entendía que no le hacía ningún daño perder estos cabellos. Y después vino otro y dijo que la uña del pulgar del raposo era buena para protegerse de los panadizos, y se la quitó. Y el raposo no se movió. Poco después vino otro que dijo que el diente del raposo era bueno para el dolor de las muelas, y se lo sacó. Y el raposo no se movió. Y, al cabo de otro rato, vino otro que dijo que el corazón era bueno para el dolor de costado, y echó a su cuchillo para sacarle el corazón. Y el raposo vio que le querían sacar el corazón y que si se lo sacaban no podrían volver a recobrarlo y perdería la vida, por lo que pensó que era mejor aventurarse a cualquier cosa que le ocurriese antes que perder la vida. Y se aventuró y logró escapar. Y, vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que si Dios le echó en tierra donde no puede extrañar lo que hacen, como él querría o como le interesaba en cuanto que las cosas que le hicieren fuesen tales que se puedan sufrir sin gran daño y sin gran mengua, que dé a entender que no se siente de ello y que les dé pasada; pues en cuanto da el hombre a entender que no se tiene por maltrecho de lo que contra él han hecho, no está tan avergonzado; pero desde que da a entender que se tiene por maltrecho de lo que ha recibido, si en adelante no hace todo lo necesario por no mostrarse ofendido, no está tan bien como antes. Y por ello, a las cosas pasajeras, pues no se deben tomar en cuenta, es mejor ignorarlas, pero si llegase el hecho a alguna cosa que suponga gran daño o gran ofensa, entonces no se la deje pasar ni se la sufra, pues es mejor la muerte defendiendo el hombre su derecho y su honra y su estado que vivir pasando en estas cosas mal y deshonrosamente. Y el conde tuvo éste por buen consejo. Y don Juan lo hizo escribir en este libro e hizo esto versos que dicen: Sufre las cosas en cuanto debieres, Extraña las cosas en cuanto pudieres.
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De lo que aconteció a un rey con los burladores que hicieron el paño. Hablaba otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y decíale. _Patronio, un hombre viene a mí y me dice un hecho muy importante y me da a entender que sería muy beneficioso para mí; pero me dice que no debía saberlo ningún hombre del mundo por mucho que yo me fiase de él; y tanto me insiste en que guarde este secreto hasta que si se lo digo a otro hombre del mundo que toda mi hacienda y aun mi vida estarán en gran peligro. Y porque yo sé que nadie os podría decir algo que no entendierais, aunque se diga bien o por engaño, os ruego que me deis vuestra opinión sobre ello. _Señor conde Lucanor _dijo Patronio_, para que entendáis lo que más os interesa hacer, pláceme que sepáis lo que aconteció a un rey con tres hombres burladores que vinieron hacia él. El conde le preguntó cómo fuera aquello. _Señor conde _dijo Patronio_, tres hombres burladores vinieron a un rey y le dijeron que eran muy buenos maestros de hacer paños, y señaladamente que hacían un paño que todo hombre que fuese hijo de aquel padre que todos decían que era el suyo, que vería el paño; pero que el que no fuese hijo de aquel padre que las gentes decían, que no vería el paño. Al rey le gustó mucho esto, entendiendo que con aquel paño podría saber qué hombres de su reino eran hijos de aquellos que debían ser sus padres o cuáles no, y de esta manera podría acrecentar mucho su fortuna, pues los moros no heredan cosas de sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Y para esto les mandó dar un palacio en que hiciesen aquel paño. Y ellos dijeron que para que viese que no le querían engañar, que les mandase encerrar en aquel palacio hasta que el paño fuese todo hecho. Esto le gustó mucho al rey. Y una vez que hubieron tomado para hacer el paño mucho oro y plata y seda para hacerlo, entraron en aquel palacio y se encerraron en él. Y pusieron en marcha sus telares y daban a entender que durante todo el día tejían en el paño. Y al cabo de algunos días, fue uno de ellos a decirle al rey que el paño era comenzado y que era la más hermosa cosa del mundo; y le dijo qué figuras y qué labores habían comenzado a hacer, y que por favor fuese a verlo sin que le acompañase nadie. Y el rey, queriendo probar aquello antes con otro, envió a un camarero suyo para que lo viese. Y cuando el camarero vio a los maestros y lo que decían, no se atrevió a decir que no veía nada. Y cuando volvió junto al rey, dijo que había visto el paño. Y después envió a otro y dijo lo mismo. Y una vez que todos los que el rey envió dijeron que habían visto el paño, fue el rey a verlo. Y cuando entró en el palacio y vio a los maestros que estaban tejiendo y decían: "Esto es tal labor, y esto es tal historia, y esto es tal figura, y esto es tal color", y coincidían todos en lo mismo. Cuando el rey vio que ellos no tejían y decían de qué manera era el paño, y él, que no lo veía y que lo habían visto los demás, se tuvo por muerto, pues pensó que porque no era hijo del rey que él tenía por su padre, por eso no podía ver el paño, y receló que si dijese que no lo veía , perdería el reinado. Y por eso mismo comenzó a alabar mucho el paño y aprendió muy bien la manera como decían aquellos maestros que estaba hecho el paño. Y cuando estuvo en su casa con los demás, comenzó a decir maravillas de lo bueno y hermoso que era el paño. Y explicaba las figuras y las cosas que había en el paño, si tenerlas todas consigo. Al cabo de dos o tres días, mandó a su alguacil a que fuese a ver aquel paño. Y el rey contó las maravillas y extrañezas que viera en aquel paño. Y el alguacil fue allá. Y cuando entró vio a los maestros que tejían y decían las figuras y cosas que había en el paño y oyó al rey cómo lo había visto y que él no lo veía, pensó que porque no era hijo de aquel padre que él pensaba que por eso no lo veía, y temió que si se supiese perdería toda su honra. Y por ello comenzó a alabar el paño tanto como el rey o más. Y cuando volvió el rey y le dijo que viera el paño y que era la más notable y la más apuesta cosa del mundo, el rey se tuvo aún por más desgraciado, pensando que, pues el alguacil veía el paño y él no, que no era hijo del rey que pensaba. Y por ende comenzó a loar más el paño afirmando sus bondades y nobleza y la de los maestros que tal cosa sabían hacer. Y otro día envió el rey a otro vasallo y sucedió como al rey y los otros ¿Qué os diré más? De esta manera y por este recelo fueron engañados el rey y cuantos fueron allí, pues ninguno osaba decir que no veía el paño. Y así pasó hasta que llegó el día de una fiesta grande y todos dijeron al rey que vistiese aquellos paños para la fiesta. Y los maestros los trajeron envueltos en muy buenas sábanas y dieron a entender que desenvolvían el paño y preguntaron al rey qué parte quería que cortasen de aquel paño. Y el rey dijo qué vestidura quería. Y ellos daban a entender que cortaban y que medían el talle que habían de tener las vestiduras y que después las coserían. Cuando vino el día de la fiesta, vinieron los maestros al rey con sus paños tejidos y cosidos e hiciéronle entender que le vestían y que le arreglaban los paños. Y así lo hicieron hasta que el rey creyó que estaba vestido pues no se atrevía a decir que no veía el paño. Y una vez que fue vestido tan bien como habéis escuchado, montó a caballo para andar por la villa, viniéndole bien el que fuese verano. Y cuando las gentes lo vieron venir así y sabían que el que no veía aquel paño que no era hijo de aquel padre que pensaba, cada uno creía que los demás lo veían y él no y que si lo decía estaría perdido y deshonrado. Y por eso nadie se atrevía a decir nada hasta que un negro, encargado de custodiar los caballos del rey, y que sabía que nada podía pasarle, se acercó al rey y le dijo: _Señor, a mí no me importa que me tengáis o no por hijo de aquel padre que yo digo o de otro cualquiera, y por ello os digo que o yo soy ciego o vais desnudo. El rey le comenzó a maltratar diciéndole que porque no era hijo de aquel padre que pensaba no veía los paños. Pero después que el negro dijo esto, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los otros perdieron el recelo de conocer la verdad y entendieron el engaño que los burladores habían hecho. Y cuando los fueron a buscar no los hallaron, que se habían ido llevándose lo que el rey les había dado por el engaño. Y vos, señor conde Lucanor, pues aquel hombre dice que ninguno en quienes confiáis debe saber lo que él os dice, estad seguro de que quiere engañaros, pues bien debéis entender que él no tiene ninguna razón para querer más vuestro provecho que los demás que viven con vos y que tienen muchas deudas con vos que tantos beneficios les habéis otorgado. Y el conde tuvo este consejo por bueno e hízolo así y se encontró satisfecho. Y viendo don Juan que éste era un buen ejemplo, los hizo escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así: Quien te aconseja ocultarte de tus amigos, sabe que más te quiere engañar de dos higos PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS PICARESCOS y AQUÍ PARA VER LA VERSIÓN CERVANTINA DE ESTA HISTORIA y AQUÍ PARA LA RECREACIÓN DE JOSÉ MARÍA MERINO |
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