Padre ombligo, me asombra tu belleza, tu cráter sin tremenda fumarada, tu cicatriz antigua: puñalada que a nuestra raza diera la Pereza. Eres tapón de cuba de cerveza, mirilla de una puerta condenada, ojo tuerto mirando hacia la Nada, ventosa que, al revés, chupa y bosteza, bolsa de pelusilla en plena entraña, soldadura, remiendo, parche, laña, manómetro que advierte al más bonito, su expansiva presión: gula, licencia, envidia, corrupción, concupiscencia... y otras marranaditas que no cito.
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Mueble-túmulo honesto, que esconde, y se lo alabo, su sexo de brasero en su oscuro entresijo; altar de la echadora de cartas con botijo, copa de anís y gato faraónico y bravo; tienda de seda mustia, que vio pisar el rabo a emires galopantes, vencidos en Clavijo; especie de caderas de Eugenia de Montijo sin Tercer Bonaparte con perillo de nabo. Lonja, chisme y julepe de las gentes discretas; “refugium peccatorum” de putas y alcahuetas que se mantiene incólume, sin mancha concebido, pues si alguien se aproxima, solapado y silente, y sus castos refajos levanta de repente, escuchará los gritos del pudor ofendido.
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Sobre tablas negras
De vaga penumbra
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Una
cotorra verde y africana
Lo
mira, lo remira sabihonda
Nunca
vi nada igual. Largo, lustroso,
Mas
su aspecto me llena de pavura,
Así,
que sin dudar, si es que dudaba
Y de
su acción, haciendo grande dolo,
Moraleja:Juzgad
cual la cotorra
Que
en muchísimas obras literarias
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