VERSO

 

Los invisibles átomos del aire...

Besa el aura ...

Sobre la falda tenía ...

Sabe si alguna vez ...

Dos rojas lenguas...

Yo soy ardiente.....

Tu pupila es azul...

Porque son, niña, tus ojos...

Como en un libro abierto...

Fatigada del baile...

Cerraron sus ojos...

Antes que tú moriré..

Gustavo Adolfo Bécquer

 

Volverán las oscuras golondrinas...

Voy contra mi interés al confesarlo...

"¿Qué es poesía...

No sé lo que he soñado...

Cuando miro el azul del horizonte...

 

 

PROSA

El beso (leyenda toledana)

Los ojos verdes (leyenda)

Memorias de un pavo

El aderezo de esmeraldas

Cartas literarias a una mujer

Cartas desde mi celda

  Rimas

   

Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman,
el cielo se deshace en rayos de oro,
la tierra se estremece alborozada.

Oigo flotando en olas de armonías,
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran... —¿Qué sucede?
¿Dime?
               —¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!

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Besa el aura que gime blandamente

las leves ondas que jugando riza;

el sol besa a la nube en occidente

y de púrpura y oro la matiza;

la llama en derredor del tronco ardiente

por besar a otra llama se desliza;

y hasta el sauce, inclinándose a su peso,

al río que le besa, vuelve un beso.

 

 

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La bocca mi bacció tutto tremante..
 

Sobre la falda tenía
el libro abierto,
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros,
no veíamos las letras
ninguno, creo,
mas guardábamos ambos
hondo silencio.
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo,
y nuestros ojos se hallaron
y sonó un beso.

Creación de Dante era el libro,
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos,
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un verso?
Y ella respondió encendida:
_¡Ya lo comprendo!

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Sabe si alguna vez tus labios rojos
quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma que hablar puede con los ojos
también puede besar con la mirada

* * *

Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama.

Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.

Dos jirones de vapor
que del lago se levantan,
y al reunirse en el cielo
forman una nube blanca.

Dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden,
eso son nuestras dos almas.

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Yo soy ardiente, yo soy morena,

yo soy el símbolo de la pasión,

de ansia de goces mi alma está llena.

¿A mí me buscas?

_ No es a ti, no

_ Mi frente es pálida, mis trenzas de oro,

puedo brindarte dichas sin fin.

Yo de ternura guardo un tesoro.

¿A mi me llamas?

_ No, no es a ti.

_ Yo soy un sueño, un imposible,

vano fantasma de sombra y luz;

soy incorpórea, soy intangible:

no puedo amarte.

_ ¡Oh, ven, ven tú!

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Tu pupila es azul y, cuando ríes,

su claridad süave me recuerda

el trémulo fulgor de la mañana

que en el mar se refleja.

Tu pupila es azul y, cuando lloras,

las transparentes lágrimas en ella

se me figuran gotas de rocío

sobre una vïoleta.

Tu pupila es azul, y si en su fondo

como un punto de luz radia una idea,

me parece en el cielo de la tarde

una perdida estrella.

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Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar, te quejas;
verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva,
y verdes son las pupilas
de las huríes del Profeta.
El verde es gala y ornato
del bosque en la primavera;
entre sus siete colores
brillante el Iris lo ostenta,
las esmeraldas son verdes;
verde el color del que espera,
y las ondas del océano
y el laurel de los poetas.
Es tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean,
pues no lo creas.
Que parecen sus pupilas
húmedas, verdes e inquietas,
tempranas hojas de almendro
que al soplo del aire tiemblan.
Es tu boca de rubíes
purpúrea granada abierta
que en el estío convida
a apagar la sed con ella,
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean,
pues no lo creas.
Que parecen, si enojada
tus pupilas centellean,
las olas del mar que rompen
en las cantábricas peñas.
Es tu frente que corona,
crespo el oro en ancha trenza
,
nevada cumbre en que el día
su postrera luz refleja.

Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean:
pues no lo creas.

Que entre las rubias pestañas,
junto a las sienes semejan
broches de esmeralda y oro
que un blanco armiño sujetan.

*
Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar te quejas;
quizás, si negros o azules
se tornasen, lo sintieras.

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Como en un libro abierto

leo de tus pupilas en el fondo;

¿a qué fingir el labio

risas que se desmienten con los ojos?

¡Llora! No te avergüences

de confesar que me quisiste un poco.

¡Llora; nadie nos mira!

Ya ves: yo soy un hombre...¡y también lloro!

 

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Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo
del salón se detuvo en un extremo.

Entre la leve gasa
que levantaba el palpitante seno,
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.

Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
tal vez allí dormía
 al soplo de sus labios entreabiertos.

¡Oh!, ¡quién así _pensaba_
dejar pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh!, si las flores duermen,
qué dulcísimo sueño!

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Cerraron sus ojos

que aún tenía abiertos,

 taparon su cara

con un blanco lienzo,

y unos sollozando,

otros en silencio,

de la triste alcoba

todos se salieron.

La luz que en un vaso

ardía en el suelo,

al muro arrojaba

la sombra del lecho;

y entre aquella sombra

veíase a intérvalos

dibujarse rígida

la forma del cuerpo.

Despertaba el día,

y, a su albor primero,

con sus mil rüidos

despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

de vida y misterio,

de luz y tinieblas,

yo pensé un momento:

—¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

De la casa, en hombros,

lleváronla al templo

y en una capilla

dejaron el féretro.

Allí rodearon

sus pálidos restos

de amarillas velas

y de paños negros.

Al dar de las Ánimas

el toque postrero,

acabó una vieja

sus últimos rezos,

cruzó la ancha nave,

las puertas gimieron,

y el santo recinto

quedose desierto.

De un reloj se oía

compasado el péndulo,

y de algunos cirios

el chisporroteo.

Tan medroso y triste,

tan oscuro y yerto

todo se encontraba

que pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

De la alta campana

la lengua de hierro

le dio volteando

su adiós lastimero.

El luto en las ropas,

amigos y deudos

cruzaron en fila

formando el cortejo.

Del último asilo,

oscuro y estrecho,

abrió la piqueta

el nicho a un extremo.

Allí la acostaron,

tapiáronle luego,

y con un saludo

despidiose el duelo.

La piqueta al hombro

el sepulturero,

cantando entre dientes,

se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,

el sol se había puesto:

perdido en las sombras

yo pensé un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

En las largas noches

del helado invierno,

cuando las maderas

crujir hace el viento

y azota los vidrios

el fuerte aguacero,

de la pobre niña

a veces me acuerdo.

Allí cae la lluvia

con un son eterno;

allí la combate

el soplo del cierzo.

Del húmedo muro

tendida en el hueco,

¡acaso de frío

se hielan sus huesos...!

¿Vuelve el polvo al polvo?

¿Vuela el alma al cielo?

¿Todo es sin espíritu,

podredumbre y cieno?

No sé; pero hay algo

que explicar no puedo,

algo que repugna

aunque es fuerza hacerlo,

el dejar tan tristes,

tan solos los muertos.

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Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.

Antes que tú me moriré: y mi espíritu,
en su empeño tenaz
se sentará a las puertas de la Muerte,
que llames a esperar.

Con las horas los días, con los días
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo...
¿Quién deja de llamar?

Entonces que tu culpa y tus despojos
la tierra guardará,
lavándote en las ondas de la muerte
como en otro Jordán.

Allí, donde el murmullo de la vida
temblando a morir va,
como la ola que a la playa viene
silenciosa a expirar.

Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.

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Volverán las oscuras

 golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán;

pero aquellas que el vuelo refrenaban,

tu hermosura y mi dicha al contemplar;

aquellas que aprendieron nuestros nombres,

ésas...¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez, a la tarde, aun más hermosas,

sus flores abrirán,

pero aquellas cuajadas de rocío,

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día...

ésas...¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de tu profundo sueño

tal vez despertará.

pero mudo y absorto y de rodillas,

como se adora a Dios ante el altar,

como yo te he querido...desengáñate:

¡así no te querrán!

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Voy contra mi interés al confesarlo,

no obstante, amada mía,

pienso cual tú que una oda sólo es buena

de un billete del Banco al dorso escrita.

No faltará algún necio que al oírlo

se haga cruces y diga:

¡Mujer al fin del siglo diez y nueve,

material y prosaica!... ¡Boberías!

¡Voces que hacen correr cuatro poetas

que en invierno se embozan con la lira!

¡Ladridos de los perros a la luna!

Tú sabes y yo sé que en esta vida

con genio es muy contado el que la escribe

y con oro cualquiera hace poesía

 

 

 

 

 

"Qué es poesía?", dices mientras clavas

en mí tu pupila azul.

"¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía...eres tú"

 

 

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en la noche pasada.

Triste, muy triste debió ser el sueño,

pues despierto la angustia me duraba.

Noté al incorporarme

húmeda la almohada,

y por primera vez sentí al notarlo

de un amargo placer henchirse el alma.

Triste cosa es el sueño

que llanto nos arranca,

mas tengo en mi tristeza una alegría...

¡Sé que aún me quedan lágrimas!

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Cuando miro el azul horizonte
perderse a lo lejos,
al través de una gasa de polvo
dorado e inquieto,
me parece posible arrancarme
del mísero suelo
y flotar con la niebla dorada
en átomos leves
cual ella deshecho.

Cuando miro de noche en el fondo
oscuro del cielo
las estrellas temblar como ardientes
pupilas de fuego,
me parece posible a do brillan
subir en un vuelo
y anegarme en su luz, y con ellas
en lumbre encendido
fundirme en un beso.

En el mar de la duda en que bogo
ni aun sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro.

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Leyendas

El beso (leyenda toledana)I

    Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

     Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

    Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

    _Con verdad _decía el jinete a su acompañante_, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.

    _¿Y qué queréis, mi capitán?  _contestole el guía que efectivamente era un sargento aposentador_.    En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.

    _En fin _exclamó el oficial_, después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba; más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo.

Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes, precedidos del guía., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros.

    _He aquí vuestro alojamiento _exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer algo a la tropa, echó pie a tierra, tornó al farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.

    Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.

Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.

    A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo, y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mandó echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.

Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada; en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos jirones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra, que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.

    A cualquier otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en voz alta del improvisado cuartel, el metálico golpe de las espuelas, que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.

Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.

    Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo , y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.

A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.

II

En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros de arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible. Los oficiales del ejército francés, que a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos; no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares. En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.

    Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capitulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de un hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo del colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaban arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

   Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que  ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.

    Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación vino a para el tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.

Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:

    _Y a propósito del alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?

    _Ha habido de todo _contestó el interpelado_, pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.

    _¡Una mujer! __repitió su interlocutor, como admirándose de la buena fortuna del recién venido_. Eso es lo que se llama llegar y besar el santo.

    _Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo _añadió otro de los del grupo.

    _¡Oh, no! _dijo entonces el capitán_, nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.

    _¡Contadla! ¡Contadla! _exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán, y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos.

    _Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.  Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.

      Renegando entre los dientes de la campana y del campanero que toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a seguir nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.

     Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía continuó de este modo:

    _No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales. Su rostro, ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando era casi un niño. ¡Castañas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia! Yo me creía juguete de una adulación, y sin quitarle un punto los ojos ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en por de si la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiéndose la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.

     _Pero... _exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato_. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?

    _No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.

    _¿Era sorda?, ¿era ciega?, ¿era muda? _exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.

    _Lo era todo a la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa, porque era... de mármol.

    Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura cuando había en el corro prorrumpieron a una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el única que permanecía callado y en una grave actitud:

     _¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.

    _¡Oh no! _continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros_: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que la cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.

    _De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.

    _Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a   comprender la pasión del escultor griego.

    _Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantre te pasa?... diríase que esquivas la presentación, ¡ja, ja! bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.

    _Celoso _se apresuró a decir el capitán_, celoso de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero..., su marido sin duda... Pues bien lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

    Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

    _Nada, nada, es preciso que la veamos _decían los unos.

    _Sí, es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión _añadían los otros.

    _¿Cuándo nos reuniremos para echar un trago en la iglesias en que os alojáis? _exclamaron los demás.

   _Cuando mejor os parezca, esta misma noche si queréis _respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos_. A propósito, con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de champagne, verdadero champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.

    _¡Bravo, bravo! _exclamaron los oficiales a una voz prorrumpiendo en alegres exclamaciones.

    _¡Se beberá vino del país!

    _¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

    _Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.

    _Conque... hasta la noche.

    _Hasta la noche.

III

    Ya hacia un largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las comprometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.

    La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos, o hacía girar con un chirrido apagado las veletas de hierro de las torres.

    Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles, y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

    _¡Por quien soy! _exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista_, que el local es de lo menos a propósito del mundo para una fiesta.

    _Efectivamente _dijo otro_, nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.

    _Y con todo, hace un frío que no parece sino que estamos en la Siberia _añadió un tercero, arrebujándose en el capote.

    _Calma, señores, calma _interrumpió el anfitrión_; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! _prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes_, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

    El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica, por allá, la imagen de un santo abad, al torso de una mujer o la disconforme cabeza de un grifo asomado entre hojarasca.

    A los pocos minutos, una gran claridad que de improvisto se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.

    El capitán que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose a los convidados:

    _Si gustáis, pasaremos al buffet.

   Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:

    _Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.

    Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.

     En el fondo de una arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

    _¡En verdad que es un ángel! _exclamó uno de ellos.

    _¡Lástima que sea de mármol! _añadió otro.

   _No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.

   _¿Y no sabéis quién es ella? _preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.

   _Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.

    Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista al principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.

    A medida que las liberaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados en los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplausos o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.

    El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira. Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.

    Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, exclamaron en coro:

    _¡Vamos brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!

El joven tomó la copa, y poniéndose en pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira.

    _¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!

    Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pesos hacía el sepulcro.

    _No... _prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida de la embriaguez_, no creas que te tengo rencor alguno porque vea en ti un rival... al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... ¡toma!_ Y esto diciéndole , llevole la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía le arrojó el resto a la cara, prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

    _¡Capitán! _exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba_, cuidado con lo que hacéis mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5 en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.

    Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia: pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:

    _¿Crees que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca...? ¡Oh...! ¡no! yo no creo, como vosotros, que estas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente, el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.

    _¡Magnifico! _exclamaron sus camaradas_, bebe y prosigue.

    El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con la exaltación creciente:

    _¡Miradla...! ¡Miradla...! ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes...? ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa...? ¿Queréis más realidad...?

    _¡Oh!, sí, seguramente _dijo uno de los que le escuchaban_, quisiéramos que fuese de carne y hueso.

    _¡Carne y hueso...! ¡Miseria, podredumbre...! _exclamó el capitán_. Yo he sentido en orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirvientes como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve... ; nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...; una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh...! sí...; un beso..., sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.

    _¡Capitán...! _exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros_, ¿qué locura vais a hacer?, ¡basta de bromas, y dejad en paz a los muertos!

    El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca, y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.

    Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

   En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guante de piedra.

* * *

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Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

_Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

_¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! _gritó Iñigo entonces_. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

_¿Qué haces? _exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

_Señor _murmuró Iñigo entre dientes_, es imposible pasar de este punto.

_¡Imposible! ¿Y por qué?

_Porque esa trocha _prosiguió el montero_ conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

_¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

_Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

_Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte. Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

_Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

_¡Una mujer! _exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

_Sí _dijo el joven_, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

_Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con

los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...

_¡Verdes! _exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

_¿La conoces?

_¡Oh, no! _dijo el montero_. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

_¡Por lo que más amo! _murmuró el joven con una triste sonrisa.

_Sí _prosiguió el anciano_; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.

_¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

_¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

_ ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había transpuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

_¡No me respondes! _exclamó Fernando al ver burlada su esperanza_. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

_O un demonio... ¿Y si lo fuese? El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

_Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

_Fernando _dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música_, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

_¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

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Memorias de un pavo

    No hace mucho que, hallándome a comer en casa de un amigo, después que sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal el clásico pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respeta un poco y que tiene en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de nuestro país.

Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente todos debimos coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de servir las aves trinchadas. Pero como sea por respeto al rigorismo de la ceremonia que en estas solemnidades y para dar a conocer sin que quede género alguno de duda que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la liza en una pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que no es del caso averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y pidiendo a voces un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y poniendo mi esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de la Urbanidad que estudié en el colegio donde, entre otras cosas no menos útiles, me enseñaron algo de este difícil arte, empuñé el trinchante en la una mano, blandí el acero con la otra, y a salga lo que saliere, le tiré un golpe furibundo.

El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume bípedo; mas

juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa al notar que la hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo extraño.

    _¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? _exclamé con un gesto de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.

    _¿Qué ha de tener? _me contestó mi amigo con la mayor naturalidad del mundo_. ¡Que está relleno!

    _¿Relleno de qué? _proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi estupefacción_. Por lo visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por lo que se resiste y el ruido especial que produce lo que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.

    Los circunstantes rieron a mandíbula batiente de mi observación.

    Sintiéndome picado de la incredulidad de mi amigos, me apresuré a abrir en canal el pavo y cuando lo hube conseguido no sin grandes esfuerzos, dije en son de triunfo, como el Salvador a santo Tomás:

    _Ved y creed.

    Había llegado el caso de que los demás participasen de mi asombro. Separadas a uno y otro lado las dos porciones carnosas de la pechuga del ave y rota la armazón de huesos y cartílagos que las sostenían, todos pudimos ver un rollo de papeles ocupando el lugar donde antes se encontraron las entrañas y donde entonces teníamos, hasta cierto punto, derecho a esperar que se encontrase un relleno un poco más gustoso y digerible. El dueño de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso de serlo, no podía venir sino de la parte de la cocinera, y para broma de abajo a arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño oscuro. El resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el primer momento de estupefacción que lo fue así mismo de silencio profundo:

    _Veamos, veamos qué dice en esos papeles.

    Los papeles, en efecto, estaban escritos.

    Yo, aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban bastante grasientos, los extraje del sitio en que se encontraban y, aproximándome a la luz de la bujía, pude descifrar este manuscrito que hasta hoy he conservado inédito:

    Impresiones, notas sueltas y pensamientos filosóficos de un pavo destinados a utilizarse en la redacción de sus memorias.

           Ignoro quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y la misión que estoy llamado a realizar en este mundo. No sé por lo tanto, de dónde vengo ni adónde voy. Para mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fue no me acuerdo; de lo que será no me preocupo. Mi existencia, reducida al momento presente, flota en el océano de las cosas creadas como uno de esos átomos luminosos que nadan en el rayo de sol. Sin que yo, por mi parte, la haya solicitado, ni poder explicarme por dónde me ha venido, me he encontrado con la vida; y como suele decirse que a caballo regalado no hay que mirarle el diente, sin discutirla, sin analizarla, me limito a sacar de ella el mejor partido posible.

    Porque la verdad es que en los templados días de primavera, cuando la cabeza se llena de sueños y el corazón de deseos, cuando el sol parece más brillante y el cielo más azul y más profundo, cuando el aire perezoso y tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de notas de armonías lejanas, cuando se bebe en la atmósfera un dulce y sutil fluido que circula con la sangre y aligera su curso, se siente un no sé qué de diáfano y agradable en uno mismo y en cuanto le rodea, que no se puede menos de confesar que la vida no es del todo mala. La mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de pavo, se entiende. Aún no clarea la mañana cuando un gallo, compañero de corral, me anuncia que es la hora de salir al campo a procurarme la comida. Entreabro los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme aquí calzado y vestido. Los primeros rayos de sol bajan resbalando por la falda de los montes, doran el humo que sube en azuladas espirales de las rojas chimeneas del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas entre el césped y relucen con un inquieto punto de luz en los pequeños cascos de vidrio y loza, de platos y pucheros rotos que, diseminados acá y allá, en el montón de estiércol y basuras a que se dirigen mis pasos, fingen a la distancia una brillante constelación de estrellas.

    Allí, ora distraído en la persecución de un insecto que huye, se esconde y torna a aparecer, ora revolviendo con el pico la tierra húmeda, entre cuyos terrones aparece de cuando en cuando una apetitosa simiente, dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media entre el alba y la tarde. Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas corrientes me llama al borde del arroyo próximo donde, al compás de la música del aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el abanico de mis oscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de mis pensamientos, que causarían envidia, a poderlos comprender, no digo a los rústicos gañanes que frecuentan esos contornos, sino a los más pulidos pastores de la propia Galatea. Tal es mi vida; hoy como ayer, probablemente mañana como hoy.

    Repetid esta página tantas veces como días tiene el año y tendréis una exacta idea de la primera parte de mi historia.

   La inalterable serenidad de mi vida se ha turbado como el agua de una charca a la que arrojan una piedra. Una desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu y ya va de dos veces que me sorprendo pensando. Este exceso de actividad de las facultades mentales es causa de una gran turbación en mi economía orgánica; apenas duermo once horas, y ayer se me indigestó el hueso de un albaricoque.

   Yo creí que no había nada más allá de esas montañas que limitan el horizonte de la aldea. No obstante, he oído decir que vamos a la corte y que para llegar hasta allí salvaremos esas altísimas barreras de granito que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo será la corte? Pronto saldré de dudas.

    Escribo estas líneas en el corral donde me recojo a dormir y aprovechando la última luz del crepúsculo de la tarde. Mañana partimos. Un poco precipitada me parece la marcha. Por fortuna, el arreglo del equipaje no me ha de entretener mucho.

    Me he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el valle donde viví para contemplar por última vez las bardas del corral paterno. ¡Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde donde envío un postrer adiós a lo que fue mi reino, el suspiro del pavo! Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más allá corre el arroyo que al par que apagaba mi sed me ofrecía limpio espejo donde contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava; junto a aquel árbol la vi por primera vez. ¡Al pie de ese otro le declaré mi amor! Las lágrimas me oscurecen la vista y lloro a moco tendido, en toda la extensión de la frase. ¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo del fondo de las entrañas y, a mi pesar, se queda en ellos! ¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura?   ¿Será...?Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en este instante. Hago aquí punto de prisa y corriendo, para reunirme a la manada, no sea que se repita la insinuación.

     Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me lo repitan cien veces para creerlo.

     ¿Es esto Madrid? ¿Es éste el paraíso que yo soñé en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan horrible!

    El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles, cuyas casas parecen castillos; ni un mal jaramago crece entre las descarnadas junturas de los adoquines; aún no ha acabado de caer al suelo la cáscara de una naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque, cualquier cosa en fin que pueda utilizarse como alimento digerible, cuando ya ha desaparecido sin saber por dónde.

     En cada calle hay un tropiezo; en cada esquina, un peligro, cuando no nos acosa un perro, amenaza aplastarnos un coche o nos arrima un puntillón un pillete.

     La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos suspendida sobre la cabeza, como una nueva espada de Damocles. Ya no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece, ni detenerme un momento para descansar de las fatigas de este interminable paseo. «¡Anda! ¡Anda!», me dice a cada instante nuestro guía, acompañando sus palabras con un cañazo.

¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda se me podría llamar a mí el pavo errante! ¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?

He perdido lo menos dos libras de carne.

No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la manada he conseguido llamarle la atención por gordo. ¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi felicidad!

     Con ésta va de tres veces que me coge por las patas y me mira y me remira columpiándome en el aire, dejándome luego, para proseguir en el animado diálogo que sostiene con nuestro conductor. Por cuarta vez me ha cogido en peso y sin duda ha debido de distraerse con su conversación, pues me ha tenido cabeza abajo más de siete minutos. El capricho de este buen señor comienza a cargarme. ¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o despierto? ¿Qué pasa por mí? Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme al estupor que me embarga y no acierto a conseguirlo.

     Me encuentro como si despertase de un sueño angustioso... Y no hay duda. He dormido o mejor dicho, me he desmayado.

    Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar confusamente lo que me ha pasado. Después de mucha conversación entre nuestro guía y el desconocido personaje, éste me entregó a otro hombre que me agarró por las patas y se me cargó al hombro.

    Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis compañeros; pero la indignación, el dolor y la incómoda postura en que me habían colocado ahogó la voz en mi garganta. Figuraos cuánto sufriría hasta perderlos de vista. Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta que comenzamos a subir unas empinadas escaleras que no parecían tener fin. A la mitad de esta escala que podría compararse a la de Jacob por lo larga aun cuando no bajasen ni subiesen ángeles por ella, perdí el conocimiento. La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un principio de congestión cerebral. Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas profundas. Poco a poco mis ojos se van acostumbrando a distinguir los objetos en la oscuridad y he podido ver el sitio en que me encuentro.

 Esto debe de ser lo que en Madrid llaman una buhardilla. Trastos viejos, rollos de esteras, pabellones de telaraña, constituyen todo el mobiliario de esta tenebrosa estancia, por la que discurren a su sabor algunos ratones. Por el angosto tragaluz penetra en este instante un furtivo rayo de sol... ¡El sol, el campo, el aire libre! ¡Dios mío, que tropel de ideas se agolpa a mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices? ¿Dónde están aquellas...? Me es imposible proseguir. Una harpía, turbando mis meditaciones, me ha metido catorce nueces en el buche. Catorce nueces con cáscaras y todo. Figuraos por un momento cuál será mi situación. ¡Y a esto le llaman en este país dar de comer! Lasciati ogni speranza! Han pasado algunos días y se me ha revelado todo lo horrible de mi situación. He visto brillar con un fulgor siniestro el cuchillo que ha de segar mi garganta y he contemplado con terror la cazuela destinada a recibir mi sangre. Ya oigo los tambores de los chiquillos que redoblan anunciando mi muerte. Mis plumas, estas hermosas plumas con que tantas veces he hecho el abanico, van a ser arrancadas, una a una, y esparcidas al viento como las cenizas de los más monstruosos criminales. Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la décima en que pide los aguinaldos un sereno: Se tu non piangi di che pianger suoli?

     Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos estábamos enternecidos. La presencia de la víctima hacía más conmovedora la relación de sus desgracias. Pero..., ¡oh fuerza de la necesidad y la costumbre!, transcurrido el primer momento de estupor y de silencio profundo, nos enjugamos con el pico de la servilleta la lágrima que temblaba suspendida en nuestros párpados y nos comimos el cadáver.

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El aderezo de esmeraldas

 E

stábamos parados en la carrera de San Jerónimo frente a la casa de Durán y leíamos el título de un libro de Méry. Como me llamase la atención aquel título extraño y se lo dijese así al amigo que me acompañaba, éste, apoyándose ligeramente en mi brazo, exclamó:

         _El día está hermoso a más no poder; vamos a dar una vuelta por la Fuente  Castellana; mientras dura el paseo, te contaré una historia en la que yo soy el héroe principal. Verás cómo, después de oírla, no sólo lo comprendes sino que te lo explicas de la manera más fácil del mundo.

      Yo tenía bastante que hacer; pero como siempre estoy deseando un pretexto para no hacer nada, acepté la proposición, y mi amigo comenzó de esta manera su historia:

      _Hace algún tiempo, una noche en que salí a dar vueltas por las calles sin más objeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones de estampas y fotografías de los establecimientos, de haber escogido con la imaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yo adornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa a

todos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminados cristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.

      »No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todas las mujeres guapas que conozco; a ésta, un collar de perlas; a aquélla, una cruz de brillantes; a la otra, unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto a quién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan rico como elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosura y claridad de sus piedras, cuando oí a mi lado una voz suave y dulcísima exclamar con un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones

      _¡Qué hermosas esmeraldas!

      »Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer, porque sólo así podía tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y de una mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sin embargo, su belleza me hizo una impresión profunda.

      »A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañaba una señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser su amiga. Cuando ambas hubieron subido a la carretela, que por lo visto era suya, partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderla de vista.

      »"¡Qué hermosas esmeraldas!"», había dicho. En efecto, las esmeraldas eran bellísimas; aquel collar rodeado a su garganta de nieve hubiera parecido una guirnalda de tempranas hojas de almendro salpicadas de rocío; aquel alfiler sobre su seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada de espuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por qué no las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruaje elegante y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón.

      Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.

      »Éstos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista, cuando ya ni el rumor de su carruaje llegaba a mis oídos. Y en efecto, en su vida, al parecer tan apacible y envidiable, había un misterio horrible. No te diré cómo; pero yo llegué a penetrarlo.

      »Casada desde muy niña con un libertino que, después de disipar una fortuna propia, había buscado en un ventajoso enlace el mejor expediente para gastar otra ajena, modelo de esposas y de madres, aquella mujer había renunciado a satisfacer el menor de sus caprichos para conservar a su hija alguna parte de su patrimonio, para mantener en el exterior el nombre de su casa a la altura que en la sociedad había tenido siempre.

      »Se habla de los grandes sacrificios de algunas mujeres. Yo creo que no hay ninguno comparable, dada su organización especial, con el sacrificio de un deseo ardiente, en el que se interesan la vanidad y la coquetería.

      »Desde el punto en que penetré el misterio de su existencia, por una de esas extravagancias de mi carácter, todas mis aspiraciones se redujeron a una sola: poseer aquel aderezo maravilloso y regalárselo de una manera que no lo pudiese rechazar, de un modo que no supiese ni aun de qué mano podría venir.

      »Entre otras muchas dificultades que desde luego encontré a la realización de mi idea, no era seguramente la menor el que, ni poco ni mucho, tenía dinero para comprar la joya.

      »No desesperé, sin embargo, de mi propósito. "¿Cómo buscar dinero?", decía yo para mí, y me acordaba de los prodigios de Las mil y una noches, de aquellas palabras cabalísticas a cuyo eco se abría la tierra y se mostraban los tesoros escondidos, de aquellas varas de virtud tan grande que tocando con ellas en una roca, brotaba de sus hendiduras un manantial, no de agua, que era pequeña

maravilla, sino de rubíes, topacios, perlas y diamantes.

      »Ignorando las unas y no sabiendo dónde encontrar la otra, decidí por último escribir un libro y venderlo. Sacar dinero de la roca de un editor no deja de ser milagro; pero lo realicé.

      »Escribí un libro original, que gustó poco, porque sólo una persona podía comprenderlo; para las demás sólo era una colección de frases. Al libro lo titulé El aderezo de esmeraldas, y lo firme con mis iniciales solas.

      »Como yo no soy Víctor Hugo, ni mucho menos, excuso el decirte que por mi novela no me dieron lo que por la última que ha escrito el autor de Nuestra Señora; pero, con todo y con eso, reuní lo suficiente para comenzar mi plan de campaña.

      »El aderezo en cuestión vendría a valer como cosa de unos catorce a quince mil duros, y para comprarlo contaba yo con la respetable cantidad de tres mil reales; necesitaba, pues, jugar.

      »Jugué, y jugué con tanta decisión y fortuna que en una sola noche gané lo que necesitaba.

      »A propósito del juego, he hecho una observación en la que cada día me confirmo más y más. Como se apunte con la completa seguridad de que se ha de ganar, se gana. Al tapete verde no hay más que acercarse con la vacilación del que va a probar su suerte, sino con el aplomo del que llega por algo suyo. De mí sé decirte que aquella noche me hubiera sorprendido tanto el perder como si una casa respetable me hubiese negado dinero con la firma de Rothschild.

      »Al otro día me dirigí a casa de Samper. ¿Creerás que al arrojar sobre el despacho del joyero aquel puñado de billetes de todos colores, aquellos billetes que representaban para mí, cuando menos, un año de placer, muchas mujeres hermosas, un viaje a Italia y champagne y vegueros a discreción, vacilé un momento? Pues no lo creas; los arrojé con la misma tranquilidad, ¡qué digo tranquilidad!, con la misma satisfacción con que Buckingham, rompiendo el hilo que las sujetaba, sembró de perlas la alfombra del palacio de su amante. Y eso que Buckingham era poderoso como un rey.

      »Compré las joyas y las llevé a mi casa. No puedes figurarte nada más hermoso que aquel aderezo. No extraño que las mujeres suspiren alguna vez al pasar delante de esas tiendas que ofrecen a sus ojos tan brillantes tentaciones. No extraño que Mefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más a propósito para seducir a Margarita. Yo, con ser hombre y todo, hubiera querido por un instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que se ciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellas magníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.

      »Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entre los inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que sólo ellos conocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba, sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.

      »Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer a quien le destinaba. Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó, conseguí que una de sus doncellas me prometiese colocarlo en su guardajoyas sin ser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse el origen del regalo, la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición de que apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la corte para trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.

     »Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar su inesperada desaparición y sospechando que tal vez había huido de la casa llevándose alguna cosa de ella, encontró en su secrétaire el magnífico aderezo de esmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podido sospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?

      »Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habían hecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la vi adornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! _decía yo_, si supiese todo el mérito que tiene ese regalo, si supiese que apenas le supera el de aquel amante que empeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! Creerá tal vez que viene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, a reclamar su precio. ¡Cómo se engaña!

      »Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud, esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela, apareció radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre la apiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, con deseos. A mí se me escapó un grito sordo e involuntario. Llevaba el aderezo de esmeraldas.

      »Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me había quitado las ganas o porque no tenía qué. De todos modos era feliz. Durante mi sueño creía percibir la música del baile y verla cruzar ante mis ojos lanzando chispas de fuego de mil colores, y hasta me parece que bailé con ella.

      »La aventura de las esmeraldas se había traslucido, siendo objeto, cuando apareció en su secrétaire, de las conversaciones de algunas damas elegantes.

      »Después de haberse visto el aderezo, ya no quedó lugar a dudas y los ociosos comenzaron a comentar el hecho. Ella gozaba de una reputación intachable. A pesar de los extravíos y del abandono en que su marido la tenía, la calumnia no pudo jamás elevarse hasta el alto lugar en que la habían colocado sus virtudes. Sin embargo, en esta ocasión comenzó a levantarse el venticello por donde comienza, según don Basilio.

      »Un día me hallaba en un círculo de jóvenes, se hablaba de las famosas esmeraldas, y un fatuo dijo al fin, como terminando la cuestión:

      _No hay que darle vueltas; esas joyas tienen un origen tan vulgar como todas las que se regalan en este mundo. Pasó ya el tiempo en que los genios invisibles ponían maravillosos presentes debajo de la almohada de las hermosas, y un regalo de ese valor no me cabe duda que el que lo hace es con la esperanza de la recompensa... Y esa recompensa, ¡quién sabe si se cobraría adelantada...!

      »Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo porque encontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho tenía yo para salir a la defensa de aquella mujer?

      »No había pasado un cuarto de hora, cuando se me ofreció la ocasión de contradecir al que la había injuriado. No sé a propósito de qué le contradije. Lo que te puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que, de contestación en contestación, sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.

      »Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no sólo de que hubiese buscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitir explicaciones de ningún género.

      »Me batí, no sé decirte si con fortuna o sin ella, pues aunque al hacer fuego vi vacilar un instante a mi contrario y caer redondo a tierra, un instante después sentí que me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, y herido de gravedad en el pecho.

      »Me llevaron a mi pobre habitación, presa de una espantosa fiebre... Allí... no sé los días que permanecí, llamando a voces no sé a quien..., a ella, sin duda. Hubiera tenido valor para sufrir en silencio toda la vida a trueque de obtener al borde del sepulcro una mirada de gratitud; pero, ¡morir sin dejarle siquiera un recuerdo!

      »Estas ideas atormentaban mi imaginación en una noche de insomnio y de calentura, cuando vi que se separaron las cortinas de mi alcoba, y en el dintel de la puerta apareció una mujer. Yo creí que soñaba; pero no. Aquella mujer se acercó a mi lecho, a aquel pobre y ardiente lecho en que me revolcaba de dolor; y levantándose el velo que cubría su rostro, vi brillar una lágrima suspendida de sus largas y oscuras pestañas. ¡Era ella!

      »Yo me incorporé con los ojos espantados, me incorporé y... en aquel punto llegaba frente a casa de Durán...»

      _¡Cómo! _exclamé yo, interrumpiéndole, al oír aquella salida de tono de mi amigo_. ¿Pues no estabas herido y en la cama?

      _¡En la cama...! ¡Ah, qué diantre...! Se me había olvidado advertirte que todo esto lo vine yo pensando desde casa de Samper, donde en efecto vi el aderezo de esmeraldas y oí la exclamación que te he dicho en boca de una mujer hermosa, hasta la carrera de San Jerónimo, donde un codazo de un mozo de cuerda me sacó de mi abstracción frente a casa de Durán, en cuyo escaparate reparé en un libro de Méry con este título: Histoire de ce qui n’est pas arrivé, Historia de lo que no ha sucedido». ¿Lo comprendes ahora?

      Al escuchar este desenlace no pude contener una carcajada. En efecto, yo no sé de qué tratará el libro de Méry; pero ahora comprendo que con ese título podrían escribirse un millón de historias a cuál mejores.

El Contemporáneo

23 de marzo, 1862

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Cartas literarias a una mujer

 

CARTA PRIMERA

 

      En una ocasión me preguntaste:

       _¿Qué es la poesía?

       ¿Te acuerdas? No sé a qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.

       _¿Qué es la poesía? _ me dijiste.

       Yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones te respondí titubeando:

       _ La poesía es..., es...

       Sin concluir la frase, buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba a encontrar.

       Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar a su antojo sombrear tu frente, con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas húmedas y azules como el cielo de la noche brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

      Mis ojos, que, a efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron entonces instintivamente hacia los tuyos, y exclamé, al fin:

      _¡La poesía..., la poesía eres tú!

      ¿Te acuerdas? Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste:

      _¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer? Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir con lo que tú sientes; penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde a veces se refugia tu alma y cuyo umbral no puede traspasar la mía.

      Cuando llegaba a este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué.

      Algunos días han transcurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto a renovar, y, sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él.    Tú creíste, sin duda, que la frase con que contesté a tu extraña interrogación equivalía a una evasiva galante. ¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel momento di aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un disparate. Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo; la poesía eres tú. ¿Te sonríes? Tanto peor para los dos.

       Tu incredulidad nos va a costar: a ti, el trabajo de leer un libro, y a mí, el de componerlo.

       _¡Un libro! _ exclamas, palideciendo y dejando escapar de tus manos esta carta .

       No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; mas para ti, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para ti lo escribo.

       Sobre la poesía no ha dicha nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.

       El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.

       La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?

       No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades, se discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos.

       No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.

       Sólo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.

       Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé, nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.

       Herejías históricas, filosóficas y literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se me declare de texto.

       Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo, quiero decirte lo que sé de una

manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que, si nos equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale a acertar.

       La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.

       La poesía eres tú, porque esa vaga aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto.

       La poesía eres tú, porque el sentimiento, que en nosotros es un fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido a tu organización especial que constituye una parte de ti misma.

       Ultimamente la poesía eres tú, porque tú eres el foco de donde parten sus rayos.

      El genio verdadero tiene algunos atributos extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que, efectivamente, lo son. En la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen a la de la mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de contacto... Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.

      Decíamos ¡Ah, sí, hablábamos de la poesía!

      La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe. En la mujer, sin embargo, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y Destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.

       Sin embargo, a la mujer se la acusa vulgarmente de prosaísmo. No es extraño; en la mujer es poesía casi todo lo que piensa, pero muy poco de lo que habla. La razón, yo la adivino, y tú la sabes. Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte. La poesía es al saber de la Humanidad lo que el amor a las otras pasiones. El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.

       La ambición, la envidia, la avaricia, todas las demás pasiones, tienen su explicación y aun su objeto, menos la que fecundiza el sentimiento y lo alimenta.

       Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por medio de una revelación intensa, confusa e inexplicable.

       Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo.

CARTA SEGUNDA

       En mi anterior te dije que la poesía eras tú, porque tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu de la poesía de otro.

       A propósito de esto, la palabra amor se deslizó en mi pluma en uno de los párrafos de mi carta.

       De aquel párrafo hice el último. Nada más natural. Voy a decirte el porqué.

       Existe una preocupación bastante generalizada, aun entre las personas que se dedican a dar formas a lo que piensan, que, a mi modo de ver, es, sin parecerlo, una de las mayores.

       Si hemos de dar crédito a los que de ella participan, es una verdad tan innegable que se puede elevar a la categoría de axioma el que nunca se vierte la idea con tanta vida y precisión como en el momento en que ésta se levanta semejante a un gas desprendido y enardece la fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las tocase alguna chispa eléctrica.

       Yo no niego que suceda así. Yo no niego nada; pero, por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso,  las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez por mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.

       Entonces no siento ya con los nervios que se agitan, con el pecho que se oprime, con la parte orgánica natural que se conmueve al rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión y los afectos; siento, sí, pero de una manera que puede llamarse artificial; escribo como el que copia de una página ya escrita; dibujo como el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se pierde entre la bruma de los horizontes.

       Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son.

       Efectivamente, es más grande, es más hermoso, figurarse el genio ebrio de sensaciones y de inspiración, trazando a grandes rasgos, temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas o profundamente conmovidos por la piedad esas tiradas de poesía que más tarde son la admiración del mundo; pero, ¿qué quieres?, no siempre la verdad es lo más sublime.

       ¿Te acuerdas? No hace mucho que te lo dije a propósito de una cuestión parecida.

       Cuando un poeta te pinte en magníficos versos su amor, duda. Cuando te lo dé a conocer en prosa, y mala, cree.

       Hay una parte mecánica, pequeña y material en todas las obras del hombre, que la primitiva, la verdadera inspiración desdeña en sus ardientes momentos de arrebato.

       Sin saber cómo, me he distraído del asunto. Comoquiera que lo he hecho para darte una satisfacción, espero que tu amor propio sabrá disculparme. ¿Qué mejor intermedio que éste para con una mujer?

       No te enojes. Es uno de los muchos puntos de contacto que tenéis con los poetas, o que éstos tienen con vosotras.

       Sé, porque lo sé, aun cuando tú no me lo has dicho, que te quejas de mí, porque al hablar del amor detuve mi pluma y terminé mi primera carta como enojado de la tarea.

      Sin duda, ¿a qué negarlo?, pensaste que esta fecunda idea se esterilizó en mi mente por falta de sentimiento. Ya te he demostrado tu error.

      Al estamparla, un mundo de ideas confusas y sin nombre se elevaron en tropel en mi cerebro y pasaron volteando alrededor de mi frente, como una fantástica ronda de visiones quiméricas. Un vértigo nubló mis ojos.

       ¡Escribir! ¡Oh! Si yo pudiera haber escrito entonces, no me cambiaría por el primer poeta del mundo.

       Mas... entonces lo pensé y ahora lo digo. Si yo siento lo que siento, para hacer lo que hago, ¿qué gigante océano de luz y de inspiración no se agitaría en la mente de esos hombres que han escrito lo que a todos nos admira?

       Si tú supieras cómo las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro la palabra; si tú supieras qué diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que trotan en la imaginación al envolver esas misteriosas figuras que crea y de las que sólo acertamos a reproducir el descarnado esqueleto; si tú supieras cuán imperceptible es el hilo de luz que ata entre sí los pensamientos más absurdos que nadan en el caos: si tú supieras... Pero, ¿qué digo? Tú lo sabes, tú debes saberlo.

       ¿No has soñado nunca? Al despertar, ¿te ha sido alguna vez posible referir, con toda su inexplicable vaguedad y poesía, lo que has soñado?

       El espíritu tiene una manera de sentir y comprender especial, misteriosa, porque él es un arcano; inmensa, porque él es infinito; divina, porque su esencia es santa.

       ¿Cómo la palabra, cómo un idioma grosero y mezquino, insuficiente a veces para expresar las necesidades de la materia, podrá servir de digno intérprete entre dos almas?

       Imposible.

       Sin embargo, yo procuraré apuntar, como de pasada, algunas de las mil ideas que me agitaron durante aquel sueño magnífico, en que vi al amor, envolviendo a la Humanidad como en un fluido de fuego, pasar de un siglo en otro, sosteniendo la incomprensible atracción de los espíritus, atracción semejante a la de los astros, y revelándose al mundo exterior por medio de la poesía, único idioma que acierta a balbucear algunas de las frases de su inmenso poema.

       Pero, ¿lo ves? Ya quizá ni tú me entiendes ni yo sé lo que me digo. Hablemos como se habla. Procedamos con orden. ¡El orden! ¡Lo detesto, y, sin embargo, es tan preciso para todo!...

       La poesía es el sentimiento; pero el sentimiento no es más que un efecto, y todos los efectos proceden de una causa más o menos conocida. ¿Cuál lo será? ¿Cuál podrá serlo de este divino arranque de entusiasmo, de esta vaga y melancólica aspiración del alma, que se traduce al lenguaje de los hombres por medio de sus más suaves armonías sino el amor?

       Sí; el amor es el manantial perenne de toda poesía, el origen fecundo de todo lo grande, el principio eterno de todo lo bello; y digo el amor porque la religión, nuestra religión sobre todo, es un amor también, es el amor más puro, más hermoso, el único infinito que se conoce, y sólo a estos dos astros de la inteligencia puede volverse el hombre cuando desea luz que alumbre en su camino, inspiración que fecundice su vena estéril y fatigada.

       El amor es la causa del sentimiento; pero... ¿qué es el amor? Ya lo ves: el espacio me falta, el asunto es grande, y... ¿te sonríes?... ¿Crees que voy a darte una excusa fútil para interrumpir mi carta en este sitio?

       No; ya no recurriré a los fenómenos del mío para disculparme de no hablar del amor. Te lo confesaré ingenuamente: tengo miedo.

       Algunos días, sólo algunos, y te lo juro, te hablaré del amor, a riesgo de escribir un millón de disparates.

       _¿Por qué tiemblas? _ dirás sin duda _. ¿No hablan de él a cada paso gentes que ni aún lo conocen? ¿Por qué no has de hablar tú, tú que dices que lo sientes?

       ¡Ay! Acaso por lo mismo que ignoran lo que es, se atreven a definirlo.

       ¿Vuelves a sonreírte?... Créeme: la vida está llena de estos absurdos.

CARTA TERCERA  

      ¿Qué es el amor?

       A pesar del tiempo transcurrido creo que debes acordarte de lo que te voy a referir. La fecha en que aconteció, aunque no la consigne la Historia, será siempre una fecha memorable para nosotros.

       Nuestro conocimiento sólo databa de algunos meses; era verano y nos hallábamos en Cádiz. El rigor de la estación no nos permitía pasear sino al amanecer o durante la noche. Un día..., digo mal, no día aún: la dudosa claridad del crepúsculo de la mañana teñía de un vago azul el cielo, la luna se desvanecía en el ocaso, envuelta en una bruma violada, y lejos, muy lejos, en la distante lontananza del mar, las nubes se coloraban de amarillo y rojo, cuando la brisa, precursora de la luz, levantándose del Océano, fresca e impregnada en el marino perfume de las olas, acarició, al pasar, nuestras frentes.

       La Naturaleza comenzaba entonces a salir de su letargo con un sordo murmullo. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso y

como aguardando una señal misteriosa para prorrumpir en el gigante himno de alegría de la creación que despierta.

       Nosotros, desde lo alto de la fortísima muralla que ciñe y defiende la ciudad, y a cuyos pies se rompen las olas con un gemido, contemplábamos con avidez el solemne espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos. Los dos guardábamos un silencio profundo, y, no obstante, los dos pensábamos una misma cosa.

       Tú formulaste mi pensamiento al decirme:

       _¿Qué es el sol?

       En aquel momento, el astro, cuyo disco comenzaba a chispear en el límite del horizonte, rompió el seno de los mares. Sus rayos se tendieron rapidísimos sobre su inmensa llanura; el cielo, las aguas y la tierra se inundaron de claridad, y todo resplandeció como si un océano de luz se hubiese volcado sobre el mundo.

       En las crestas de las olas, en los ribetes de las nubes, en los muros de la ciudad, en el vapor de la mañana, sobre nuestras cabezas, a nuestros pies, en todas partes, ardía la pura lumbre del astro y flotaba una atmósfera luminosa y transparente, en la que nadaban encendidos los átomos del aire.

       Tus palabras resonaban aún en mi oído.

       _ ¿Qué es el sol? me habías preguntado.

       _ Eso _ respondí, señalándote su disco, que volteaba oscuro y franjado de fuego en mitad de aquella diáfana atmósfera de oro; y tu pupila y tu alma se llenaron de luz, y en la indescriptible expresión de tu rostro conocí que lo habías comprendido.

       Yo ignoraba la definición científica con que pude responder a tu pregunta; pero, de todos modos, en aquel instante solemne estoy seguro de que no te hubiera satisfecho.

       ¡Definiciones! Sobre nada se han dado tantas como sobre las cosas indefinibles. La razón es muy sencilla: ninguna de ellas satisface, ninguna es exacta, por lo cual cada cual se cree con derecho para formular la suya.

       ¿Qué es el amor? Con esa frase concluí mi carta de ayer, y con ella he comenzado la de hoy. Nada me sería más fácil que

resolver, con el apoyo de una autoridad esta cuestión que yo mismo me propuse al decirte que es la fuente del sentimiento. Llenos están los libros de definiciones sobre este punto. Las hay en griego y en árabe, en chino y en latín, en copto y en ruso... ¿qué sé yo?, en todas las lenguas, muertas o vivas, sabias o ignorantes, que se conocen. Yo he leído algunas y me he hecho traducir otras. Después de conocerlas casi todas, he puesto la mano sobre mi corazón, he consultado mis sentimientos y no he podido menos de repetir con Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!

       Por eso he creído más oportuno recordarte una escena pasada que tiene alguna analogía con nuestra situación presente, y decirte ahora como entonces:

       _¿Quieres saber lo que es el amor? Recógete dentro de ti misma, y si es verdad lo que abrigas en tu alma, siéntelo y lo comprenderás, pero no me lo preguntes.

       Yo sólo te podré decir que él es la suprema ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el átomo inanimado hasta la criatura racional; que de él parte y a él convergen, como a un centro de irresistible atracción, todas nuestras ideas y acciones; que está, aunque oculto, en el fondo de toda cosa y efecto de una primera causa: Dios es, a su vez, origen de esos mil pensamientos desconocidos, que todos ellos son poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular, pero que siente y comprende mejor que nosotros.

       Sí. Que poesía es, y no otra cosa, esa aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una perfección imposible.

       Poesía, esas lágrimas involuntarias que tiemblan un instante en tus párpados, se desprenden en silencio, ruedan y se evaporan como un perfume.

       Poesía, el gozo improviso que ilumina tus facciones con una sonrisa suave, y cuya oculta causa ignoras dónde está.

       Poesía son, por último, todos esos fenómenos inexplicables que modifican el alma de la mujer cuando despierta al sentimiento y la pasión.

       ¡Dulces palabras que brotáis del corazón, asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras que el rubor enciende las

mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que imitáis los pasos del amante que se espera! ¡Gemidos del viento, que fingís una voz querida que nos llama entre las sombras! ¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una canción sin ritmo ni palabras, que sólo percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles exaltaciones de la pasión, que dais colores y formas a las ideas más abstractas! ¡Presentimientos incomprensibles, que ilumináis como un relámpago nuestro porvenir! ¡Espacios sin límites, que os abrís ante los ojos del alma, ávida de inmensidad, y la arrastráis a vuestro seno, y la saciáis de infinito! ¡Sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos, que formáis el misterioso cortejo del amor! ¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una sensación o despertar una idea!

       Y todo este tesoro inagotable de sentimiento, todo este animado poema de esperanzas y de abnegaciones, de sueños y de tristezas, de alegrías y lágrimas, donde cada sensación es una estrofa, y cada pasión, un canto, todo está contenido en vuestro corazón de mujer.

       Un escritor francés ha dicho, juzgando a un músico ya célebre, el autor de Tannhauser: Es un hombre de talento, que hace todo

lo posible por disimularlo, pero que a veces no lo puede conseguir y, a su pesar, lo demuestra.

       Respecto a la poesía de vuestras almas, puede decirse lo mismo.

       Pero, ¡qué!, ¿frunces el ceño y arrojas la carta?... ¡Bah! No te incomodes... Sabes de una vez y para siempre que, tal como os manifestáis, yo creo, y conmigo lo creen todos, que las mujeres son la poesía del mundo.

CARTA CUARTA

       El amor es poesía; la religión es amor. Dos cosas semejantes a una tercera son iguales entre sí.

       He aquí un axioma que debía ahorrarme el trabajo de escribir una nueva carta. Sin embargo, yo mismo conozco que esta conclusión matemática, que en efecto lo parece, así puede ser una verdad como un sofisma.

       La lógica sabe fraguar razonamientos inatacables que, a pesar de todo, no convencen. ¡Con tanta facilidad se sacan deducciones precisas de una base falsa!

       En cambio, la convicción íntima suele persuadir, aunque en el método del raciocinio reine el mayor desorden. ¡Tan irresistible es el acento de la fe!

       La religión es amor y, porque es amor, es poesía.

       He aquí el tema que me he propuesto desenvolver hoy.

      Al tratar un asunto tan grande en tan corto espacio y con tan escasa ciencia como la de que yo dispongo, sólo me anima una esperanza. Si para persuadir basta creer, yo siento lo que escribo.

       Hace ya mucho tiempo _ yo no te conocía y con esto excuso el decir que aún no había amado _, sentí en mi interior un fenómeno inexplicable. Sentí, no diré un vacío, porque sobre ser vulgar, no es ésta la frase propia; sentí en mi alma y en todo mi ser como una plenitud de vida, como un desbordamiento de actividad moral que, no encontrando objeto en qué emplearse, se elevaba en forma de ensueños y fantasías, ensueños y fantasías en los cuales buscaba en vano la expansión, estando como estaban dentro de mí mismo.

       Tapa y coloca al fuego un vaso con un líquido cualquiera. El vapor, con un ronco hervidero, se desprende del fondo, y sube, y pugna por salir, y vuelve a caer deshecho en menudas gotas, y torna a elevarse, y torna a deshacerse, hasta que al cabo estalla comprimido y quiebra la cárcel que lo detiene. Éste es el secreto de la muerte prematura y misteriosa de algunas mujeres y de algunos poetas, arpas que se rompen sin que nadie haya arrancado una melodía de sus cuerdas de oro. Ésta es la verdad de la situación de mi espíritu, cuando aconteció lo que voy a referirte.

       Estaba en Toledo, la ciudad sombría y melancólica por excelencia. Allí cada lugar recuerda una historia, cada piedra un siglo, cada monumento una civilización; historias, siglos y civilizaciones que han pasado y cuyos actores tal vez son ahora el polvo oscuro que arrastra el viento en remolinos, al silbar en sus estrechas y tortuosas calles. Sin embargo, por un contraste maravilloso, allí donde todo parece muerto, donde no se ven más que ruinas, donde sólo se tropieza con rotas columnas y destrozados capiteles, mudos sarcasmos de la loca aspiración del hombre a perpetuarse, diríase que el alma, sobrecogida de terror y sedienta de inmortalidad, busca algo eterno en donde refugiarse, y como el náufrago que se ase de una tabla, se tranquiliza al recordar su origen.

      Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse

a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas, como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de yedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales; ligeras creaciones del cincel que parecen han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan, como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipogrifos, dragones y reptiles sin número que ya asoman por cima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas, o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra de los miradores a través de los calados de un rosetón.

       En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta, ligerísima, de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces.

      Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde, y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando a un lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos.

      El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de la fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros, y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.

      Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad que había leído en no sé qué autor: «La soledad

es muy hermosa... cuando se tiene junto a alguien a quien decírselo».

      No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que, arrancada de su pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí, cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. Más allá, a lo lejos y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables. He aquí, exclamé, un mundo de piedra: fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro. Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: «¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor que, como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios sin límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento...?» La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería.

      Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión de indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios.

      A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento de la tierra.

 

El Contemporáneo

23 de abril, 1861

 

 

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Cartas desde mi celda

Carta I

Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y recordar las agradables aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible nos separan por completo del mundo. Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.

Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena y dispone el agua hirviente, negra y amarga, que me mira beber con asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La tempestad de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden en que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.

Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios, bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.

Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeras de viaje, me acomodé en un rincón esperando el momento de arrancar, que no debía tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.

Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.

Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que yo me había colocado y sentado de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y no puede explicarse, debía pertenecer a una clase elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirla de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario que fue el dato que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.

Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste, nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes: aquí la manta escocesa sujeta con sus hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento o recostándose alternativamente de un lado y de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del ayuntamiento de que formaba parte en su país, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.

Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no, con una desdeñosa sobriedad; después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona; satisfice esta pregunta y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la criada de la casa de pupilos, después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí al inglés con el codo o pisando allí al extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y en otras, ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable, de modo que, cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre, sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su rincón, donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, topando al aire y amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el wagon reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero que alternaba en esta tarea con la máquina.

El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si a pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés que ora dejándose caer la gorra en una cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigirle la palabra a la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra, y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos, que hasta entonces había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar a través de los cristales y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos, pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer y tornaba a mirar por los cristales, y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez contra la que es imposible defenderse; en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que transcurrió mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras. Lo que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos hasta el punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.

Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que, por lo que podía colegirse, no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, tercióse la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo tomé asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje, dirigí una última mirada a aquella mujer, que acaso no volvería a ver más y que había sido la heroína de mi novela de una noche y, después de saludar a mis compañeros, salí del wagon buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.

Tudela es un pueblo grande con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanillazo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Cuando acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito, por más señas, ya se oían los gritos de ¡al coche!, ¡al coche!, unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias, mezcladas de interjecciones, del mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.

La decoración había cambiado por completo y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos, desharrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues éste era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio, al lado de dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano y que venían de Zaragoza donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen de Pilar. La muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservar se de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que, en aquellas estrecheces, se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo, uno de esos pobres empleados de poco sueldo a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos y cada uno en su lugar correspondiente y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que acompañaba un ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.

Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos a partir cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas, a las interjecciones encogiéndose de hombros y a los envites de todos con codazos, y de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de la armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un taco. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general a toda la línea y unos de la fiambrera de hojalata, otros de un canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su indispensable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentóse de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.

A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje, de modo que con el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas, y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.

En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la conducción de mi equipaje, y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor que había empezado por cargarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud, increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.

Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el punto a que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada, en cuya clave luce un escudo surmontado de un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo con una tabla en la punta a guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a retoñar cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las hierbas que crecen al pie del muro, en el cual, y entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, Otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.

A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase aquí con la enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban sentados en corro y con el jarro en primer lugar algunos arrieros y trajinantes.

En el fondo, y caracoleando pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminada por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y despierta como de quince a dieciséis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.

Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.

Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajado en una mula, como en los buenos tiempos de la Inquisición y el rey absoluto. Cuando me vi en mitad del camino con aquellas subidas y bajadas tan escabrosas rodeado de los carboneros que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornándose a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año que me había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.

Como quiera que, cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar para correr, volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que se apercibe de todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo ni saber si se cansa o no. En esta disposición de camino anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los cruzados a la vista de la ciudad santa:

Ecco aparir Gierusalem si vede.

En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.

El Contemporáneo

3 de mayo, 1864

 

Carta IV

 Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido últimamente una nueva e inesperada variación, cosa a la verdad poco extraña a estas alturas donde la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a los espectadores de una comedia de magia, embobados y suspensos con el rápido mudar de las decoraciones y las escenas. A las alternativas de frío y calor, de aires y de bochorno de una primavera que, en cuanto a desigual y caprichosa, nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes en la coronada villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y templado. Merced a estas circunstancias y a encontrarme bastante mejor de las dolencias que cuando no me imposibilitan del todo, me quitan por lo menos el gusto para las largas expediciones, he podido dar una gran vuelta por estos contornos y visitar los pintorescos lugares del Somontano. Fuera de camino, ya trepando de roca en roca, ya siguiendo el curso de una huella o las profundidades de una cañada, he vagado tres o cuatro días de un punto a otro por donde me llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado, una senda accidentada, una punta al parecer inaccesible.

No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refractario a las innovaciones civilizadoras. Al volver al monasterio después de haberme detenido aquí para recoger una tradición oscura de boca de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar o la fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz el contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina, un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de los habitantes, no he podido menos de recordar el antiguo y manoseado símil de las abejas que andan revoloteando de flor en flor y vuelven a su colmena cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con frecuencia algo de esto mismo. Sólo así podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias y de la que apenas restará mañana un recuerdo confuso.

Yo tengo fe en el porvenir. Me complazco en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la humanidad, que merced a sus extraordinarias invenciones fomentan el comercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los países fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades y borrando, por decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras las barreras que separan a los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente a la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que perece y volver los ojos con cierta triste complacencia hasta lo que ya no existe, ello es que en el fondo de mi alma consagro, como una especie de culto, una veneración profunda por todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la puesta del sol en un día espléndido cuyas horas, llenas de emociones, vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz antes de sepultarse en las tinieblas en que se han de perder para siempre.

Cuando no se conocen ciertos períodos de la historia más que por la incompleta y descarnada relación de los enciclopedistas o algunos restos diseminados como los huesos de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban colocadas, suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimiento de desdeñosa lástima o un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetran merced a un estudio concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella gran máquina que juzgamos absurda al encontrarla rota, si merced a un supremo esfuerzo de la fantasía, ayudada por la erudición y el conocimiento de la época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de su múltiple organización en que las partes relacionadas entre sí correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente y no será.

Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver y que, en la lucha de las ideas, las nuevas han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar a cuanto con ellas se relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un vencedor generoso. En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una nación, a semejanza de la del hombre, parece como que se dilata con la memoria de las cosas que fueron, y a medida que es más viva y más completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en el pasado, existencia preferible y más positiva tal vez que la del punto presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será puede aprovecharse la inteligencia para sus altas especulaciones. ¿Qué nos resta, pues, de nuestro dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso, al contemplar los destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras últimas guerras, al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años a esta parte, lo que las exigencias de la nueva manera de ser social trastorna y desencaja, lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma y no puedo menos de culpar el descuido o el desdén de los que a fines del siglo pasado pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.

Pero de esto nada nos queda ya hoy, y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia o nuestra culpable apatía para transmitirles siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto o una vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda, el prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso tiende a sacrificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriables, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra. De un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico, con sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y unas tras otras vienen al suelo las murallas fenicias, romanas, godas o árabes.

¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de su implacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejidos o demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba a los muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de calamocha y almagra, el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas, albergue de los peregrinos, o el castillo hospitalario para el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas caen unas tras otras de lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un trozo de granito informe y el arado abre un profundo surco en el patio de armas, el traje característico del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del rincón de su provincia, las fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse ridículas o de mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se menosprecia.

Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quien las anatematice. Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae a la memoria tiempos que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos a nuestras mujeres o a nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado la hora de la gran transformación, ya que la sociedad, animada de un nuevo espíritu, se apresura a revestirse de una nueva forma, debíamos guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la imagen de todo eso que va a desaparecer, como se guarda después que muere el retrato de una persona querida. Mañana, al verlo todo constituido de una manera diversa, al saber que nada de lo que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores de localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas ideas en el espíritu de una generación, sus vistas que tan perfectamente reflejan sus adelantos y sus aspiraciones, leerán la historia sin sabérsela explicar y verán moverse a nuestros héroes nacionales con la estupefacción con que los muchachos ven moverse una marioneta sin saber los resortes a que obedece.

A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan y con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más insignificantes particularidades de la vida doméstica de los egipcios o los griegos, en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas o sánscritas, en busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.

En otros países más adelantados que el nuestro y donde, por consiguiente, el ansia de las innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido favorable a este género de estudios, y aunque tarde para que sus trabajos den el fruto que se debió esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se encadenan con el momento actual comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente a que se haya borrado la última huella para empezar a buscarla. Los esfuerzos aislados de algún que otro admirador de esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto número y por lo regular no es su país el campo de sus observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas, escasamente lograría llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar a otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia y de donde poco a poco los va desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos a los gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que, no sin peligros y dificultades, recogen en lejanos países bichitos, florecitas y conchas.

Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable abandono? ¿Por qué, al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano, no se han de recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos extraños y diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de esa vida que presta a cuanto toca una pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no creen ustedes como yo que serían de grande utilidad para los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de la historia? Verdad que nuestro fuerte no es la historia. Si algo hemos de saber en este punto, casi siempre se ha de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo que a él mejor le parece. Pero, ¿por qué no se ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores facilitándoles el estudio y despertando y fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones, asuntos localizados en este o el otro período de un siglo cualquiera y que, cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa crítica, si los críticos a su vez no supieran en este punto lo mismo o menos que los autores y artistas a quienes han de juzgar.

Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de costumbres de remotos tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos y otros pasados, nunca son idénticos ni tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos remedios podrían proponerse más o menos eficaces, pero que al fin darían algún resultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia para hacerlo, el trazar un plan detallado y minucioso que, como la mayor parte de los que se trazan, no llegue a realizarse nunca. No obstante, en esta o en la otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones, útiles para todo género de estudios.

Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico e histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría germinando para desarrollarse tal vez en el porvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura viene del extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco a poco, haciéndole más propio y más característico con esa levadura nacional?

Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país que he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a apuntar de pasada y a manera de introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la pluma ha ido corriendo y me hallo ahora con que para introducción es esto muy largo, si bien ni por sus dimensiones y su interés parece bastante para formar artículo de por sí. De todos modos allá van esas cuartillas, valgan por lo que valieren; que si alguien de más conocimientos e importancia, una vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del todo. Yo, entre tanto, voy a trazar un tipo bastante original y que desconfío de poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al éxito de la predicación con el ejemplo.

El Contemporáneo

12 de junio, 1864

 

 

Carta VII

Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y va de cuento.

Desde tiempo inmemorial es artículo de fe entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la corte y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales campos de Barahona y el valle famoso de Zagarramundi, pertenece a la categoría de conventículo de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios sombríos y profundos fosos parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se refiere una tradición muy antigua. Parece ser que en tiempo de los moros, época que para nuestros campesinos corresponde a las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz y viendo con maravilla un punto como aquél donde, gracias a la altura, las rápidas pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el hombre, ayudado de la naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento y tendiendo la mano en dirección a la cumbre:

_De buena gana tendría allí un castillo.

Oyóle un pobre viejo que, apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al hombro, pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas solas palabras:

_Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio sus llaves de oro.

Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que, arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo a manera de limosna, contestóle el soberano con aire de zumba:

_Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros, señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.

Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro, resonaban y resplandecían al compás del galope mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.

_¿Luego me confirmáis en la alcaidía? _añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.

_Seguramente _díjole el rey desde lejos, y cuando ya iba a doblar una de las revueltas del monte_; siempre con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona a entregarme las llaves.

Satisfecho el pobrete con la contestación del rey alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con muestras de humildad y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componían entonces este lugar unas quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban a pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiado del doble peso de la edad y una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes, sentóse a comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y donde, una vez instalado, comenzó a despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa que en efecto parecía no haberse desayunado en todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba a trasmontar las cumbres.

Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo, dando buena cuenta con gentil apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar, hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el oriente, y concluida esta operación, comenzó a lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar y remojarse el cogote, llamólos el viejo y les dijo:

_Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones ni las fatigas de vuestro ejercicio os distraen de las santas ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano alcanza el premio; unos lo recogen en la tierra, otros en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.

Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como no comprendiendo a dónde iría a parar aquella introducción si no era a pedir una limosna, pero con grande asombro de los circunstantes prosiguió de este modo su discurso:

_He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y custodia de un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido, a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros venir a muchos hombres a hacer sus abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos por hacer lo que hacen todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos impulsados por la conciencia de un deber, y he dicho para mí: «He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo serán a su palabra». De hoy más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre a la señales de los corredores del campo y pronto a encender la hoguera que brilla en las sombras como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de materiales de guerra, y por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del improvisado protector que la casualidad les deparaba, y aunque su aspecto miserable no convenía del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:

_¿Dónde está ese castillo?, que si no se halla muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas estamos acostumbrados a vivir y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la tierra que lo vio nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que, como yo, todos los que se encuentran presentes.

_Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí _respondió el viejo impasible_; cuando el sol se esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.

_¿Y cómo puede ser eso _dijo entonces el pastor_, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna y la primera sombra que envuelve nuestro hogar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha levantado?

_Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo, como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano _insistió el extraño personaje, a quien sus interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.

_¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? _exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros, otro de los pastores; porque a tal castillo, tal alcaide.

_Yo lo soy _tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus risueños oyentes con una sonrisa particular_. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?

_¡Nada menos que eso! _se apresuraron a responderle_, pero el sol ha doblado las cumbres, la sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a cubierto, os podemos ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!

Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo riendo a carcajadas de la original aventura. Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que, después de acabar con mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y transparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.

La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo que, arrolladas hasta aquel momento por la influencia del sol, parecían haber esperado a que se ocultase para comenzar a removerse con lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas iba poco a poco palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario asomaba la luna redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.

Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó a un lado la aldea y, siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas que entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último a la cumbre cuando las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver a intervalos por entre las oscuras nubes, se había remontado a la primera región del cielo. Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe y de nuestra relación que, como ya habrán sospechado ustedes y si no lo han sospechado lo verán claro más adelante, debía ser un magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta de la más elevada roca y desde aquel aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor con la misma firmeza que el águila cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo contempla sin temor el fondo.

Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal y era a modo de linterna, y a medida que frotaba, veíase como una lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo luz. Con aquella luz encendió el cabe, de la vela verde, a cuyo escaso resplandor y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a hojear el libro que para más comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siríacos, trazados con tinta azul, negra, roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles y, parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese a alguna persona.

Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que unos tras otros había ido llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban a la vez y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días revueltos del otoño y cuando las nubes amontonadas en el horizonte parecen amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo formando un oscuro triángulo con un ruido semejante. Mas lo particular del caso era que allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían visibles y, satisfecho al parecer del resultado de su primera operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal, comenzó a dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan profundo que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, parecido al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando, acabada una oración, todos contestan amén, en mil diapasones distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con un gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se puso en pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al oriente y el otro al occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.

_¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!

Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando y poniéndose de pie como una culebra furiosa; el aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de la peñas, levantaba remolinos de polvo y de hojas secas y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una fuerza oculta e interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos arrojaban gemidos y chascaban próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia espesa en el lugar que de antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que hubiérase dicho que los arrojaban al azar, caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden e iban formando una cerca altísima, a manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alvéolo, se encargaba de completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.

_La obra adelanta, ¡ánimo, ánimo! _murmuró el viejo; aprovechemos los instantes, que la noche es corta y pronto cantará el gallo, trompeta del día.

Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las convulsiones de la montaña, y, como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:

_Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.

Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un rumor sordo y continuo, como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas y se oye, metálico y sonoro~ el choque de las armaduras, las lanzas y los escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los yunques en donde los gnomos trabajaban el hierro de las minas, fabricando puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir, un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el aire, arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.

Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora barahúnda, no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos del terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.

Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer en que los gallos de la aldea comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas y que accidentalmente había dormido en Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo y después de poner en un pie, como las grullas, a su servidumbre, se dirigía a los jardines del palacio. Aún no habría pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, y moro por añadidura, con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los corredores de la frontera y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:

_Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del monte de Trasmoz y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha deshecho y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su altísima atalaya.

Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue una cosa misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a los que estaban a su lado, tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma sin precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular con que solía hacerlo cuando estaba a punto de estallar su cólera.

_¡Pronto, mi caballo más ligero y a Trasmoz, que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los que le han inventado!

Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz, seguido de sus capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo, coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se llega a la cumbre. Tocaba el rey casi a lo más alto de esta altura, conocida hoy por la ciezma, cuando, con grande asombro suyo y de los que le seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las alforjas con la misma túnica, raída y remendada del día anterior, el mismo turbante hecho jirones y sucio, y el propio báculo tosco y fuerte en que se apoyaba, cuando, en son de burla, después de haber oído su risible propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar a que le preguntaran cosa alguna, sacó de las alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita, diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su soberano:

_Señor, yo he cumplido ya mi palabra, a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.

_Pero, ¿no es fábula lo del castillo? _preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves, que por su materia y su inconcebible trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, a cuyo aspecto miserable se renovaba en su ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.

_Dad algunos pasos más y le veréis _respondió el alcaide, pues una vez cumplida su promesa y siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de inquebrantables, por tal podemos considerarle desde aquel punto.

Dio algunos pasos más; el soberano llegó a lo más alto de la Ciezma y, en efecto, el castillo de Trasmoz apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a ustedes, si por acaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.

Al llegar a este punto de mi carta, me apercibo de que sin querer he faltado a la promesa que hice en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí contarles la historia de la bruja de Trasmoz y, sin saber cómo, les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Conseja por conseja, allá va la que primero se ha enredado en el pico de la pluma; merced a ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas, cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una marcada predilección por las ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa.

El Contemporáneo

10 de julio, 1864

Carta VIII

Queridos amigos: En una de mi cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por quién me fue referida la estupenda historia de las brujas que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha que accidentalmente se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del país, con su apretador verde, su saya roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación, débilmente alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo escaso resplandor escribo. Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del mobiliario de los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio profundo, esos ruidos, apenas perceptibles y propios de un edificio deshabitado e inmenso, que producen el aire que gime, los techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda que corre más válida acerca de la fundación del castillo y que ya conocen ustedes, prosiguió su relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa como para calmar el efecto que la primera parte de la historia me había producido y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para la segunda.

He aquí la historia, poco más o menos, tal como me la refirió mi criada, aunque sin sus giros extraños y sus locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo recordar ni, caso que las recordase, ustedes podrían entender.

Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder de los cristianos y éstos a su vez, terminadas las continuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluido por abandonarle, cuando es fama que hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices que su nombre, al que iba unida una intachable reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la comarca.

Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad del buen cura que ni para disfrutar de una canonjía, con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fue el libertarlos, merced a sus santas plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas que desde los lugares más remotos del reino venían a reunirse ciertas noches del año en las ruinas del castillo, que quizás por deber su fundación a un nigromante miraban como cosa propia y lugar el más aparente para sus nocturnas zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que antes de aquella época, muchos otros exorcistas habían intentado desalojar de allí a los espíritu infernales, y sus rezos y sus aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el Limosnero, que por este nombre era conocido nuestro cura, se hizo tanto más grande cuanto más difícil o imposible se juzgó hasta entonces dar cima a la empresa que él había acometido y llevado a cabo con feliz éxito gracias a la poderosa intercesión de sus plegarias y al mérito de su buenas obras. Su popularidad y el respeto que los campesinos le profesaban iban, pues, creciendo a medida que la edad, cortando, por decirlo así, los últimos lazos que pudieran ligarle a las cosas terrenales, acendraba sus virtudes y el generoso desprendimiento con que siempre dio a los pobres hasta lo que él había de menester para sí. De modo que cuando el venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía a dar una vueltecita por el porche de su humilde iglesia, era de ver cómo los chicuelos corrían desde lejos para venir a besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle su bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar, como reliquia y amuleto contra los maleficios, un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su Suerte el bueno de mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo y el diablo anda de continuo buscando ocasión para hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso que por muerte de una hermana menor, viuda y pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una sobrina que él recibió con los brazos abiertos y a la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado por la bondad divina para consuelo de su vejez.

Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en el hablar y humilde en presencia de extraños como todas las sobrinas de los curas que yo he conocido hasta ahora; pero tanto como la que más, o más que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos negros y traidores y amiga de emperejilarse y componerse. Esta afición a los trapos, según nosotros los hombres solemos decir, tan general en las muchachas de todas las clases y de todos los siglos y que en Dorotea predominaba exclusivamente a las demás aficiones, era causa continua de domésticos disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su pobre curato de aldea y siempre en la mayor estrechez a causa de su largueza para con los infelices, según él decía con una ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las primeras órdenes procurando hacerse un manteo nuevo y aún no había encontrado ocasión oportuna. De vez en cuando, las discusiones a que daban lugar las peticiones de la sobrina solían agriarse, y ésta le echaba en cara las muchas necesidades a que estaban sujetos y la desnudez en que ambos se veían por dar a los pobres no sólo lo superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil, entonces, echando mano de los más deslumbradores argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que cuanto a los pobres se da a Dios se presta, acostumbraba decirla que no se apurase por una saya de más o de menos para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por amor hacia el prójimo, más pronto iría, no ya a la hoguera que se enciende los domingos en la plaza del lugar y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo franjada de vellorí, sino a gozar del paraíso eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible y vestida de la gracia divina, que es el más hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer bien, aficionada a perifollos, con su ribetes de envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente que hoy estrenan un apretador amarillo, mañana un jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas franjas rojas que deslumbran la vista y llaman la atención de los mozos a tres cuartos de hora de distancia.

El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en desierto, pues Dorotea, aunque callada no convencida, seguía mirando del mal ojo a los pobres que continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas agujetas azules de las que miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando por casualidad iba a Tarazona, a todos los adornos y galas que en un futuro más o menos cercano pudieran prometerle en el paraíso en cambio de su presente resignación y desprendimiento.

En este estado de cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y mientras el cura se ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba a verificarse a la mañana siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco, todas las muchachas del pueblo habían traído algo de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de la hoguera, en particular sus vecinas que, sin duda con intención de aumentar su despecho, habían tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les habían feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida también, no participaba de esa alegre agitación, esas prisas de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las jóvenes, y así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una solemnidad por largo tiempo esperada. Pero digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su quehacer extraordinario; mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte panes más que los de costumbre, a fin de distribuírselos a los pobres después de concluida la misa.

Sentada estaba, pues, a la puerta de su casa la malhumora da sobrina del cura, barajando en su imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoyándose en un palito.

_Hija mía _exclamó al llegar junto a Dorotea con un tono compungido y doliente_, ¿me quieres dar una limosnita, que Dios te la pagará con usura en su santa gloria?

Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión y pronunciadas por aquella mujer cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reír con una expresión diabólica, mientras el labio articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Dorotea como un sarcasmo horrible, trayéndole a la memoria las magníficas promesas para más allá de la muerte con que mosén Gil solía responder a sus exigencias continuas. Su primer impulso fue echar enhoramala a la vieja; pero conteniéndose por respeto a ser su casa la del cura del lugar, se limitó a volverle la espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante significativo. La vieja, a quien antes parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximóse más a la joven y, procurando dulcificar todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo a Eva en el paraíso.

_Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un señor que no se limita a recompensar a los que hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces, ahora torno a demandarte socorro por el que yo reverencio.

_¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humor para oír disparates _dijo Dorotea, que juzgó loca o chocheando a la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella incomprensible y, sin volver siquiera el rostro al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de entrarse en el interior de la casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola de la saya la detuvo un instante y tornó a decirla:

_Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas. Te equivocas, porque no sólo sé bien lo que yo hablo, sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.

Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina del cura, que no acertaba a volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente al comparar su triste situación con la de las otras muchachas del pueblo.

_Mas no te apures _continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su maravillosa perspicacia_, no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil y en cuyo nombre me he acercado a hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en secundar todos sus deseos. Alegre como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra juntos, y sabio hasta el extremo de conocer los más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran viven en una continua zambra, tienen cuantas joyas y dijes desean, y poseen filtros de una virtud tal que con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales, se hacen obedecer de los espíritus, del sol y de la luna, de los peñascos de los montes y de las olas del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento en quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas, a muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido para consumirte al lado de un viejo achacoso e impertinente que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en la miseria merced a su caridad extravagante.

Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a poco internándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir que podía ofrecerle, y aunque sin desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa, pareció preguntarle en qué consistía lo que debiera hacer para alcanzar lo que tanto deseaba. La vieja, entonces, sacando una botija verde que traía oculta entre el harapiento delantal, le dijo:

_Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las noches, antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana que da frente al castillo. Si sustituyes aquella agua con ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a verte por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a quien obedezco y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto desees.

Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano con que la tomara un anillo de oro con una piedra hermosa sobre toda ponderación.

La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y más suspensa que convencida de sus razones, pero tanto le dio sobre el asunto y con tan vivos colores supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia, lograse ir a la hoguera de la plaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.

Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua con un brebaje maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño reposado de los ángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner según fórmula las tenazas entre las cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la vieja miserable que disponía de joyas de tanto valor como el anillo y visitaba a sus amigos a tales horas y entrando por la chimenea.

Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto algunas muchachas que velaban cosiendo sus vestidos para el día siguiente. Las campanas de la iglesia dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron, dilatándose en las ráfagas de aire, para ir a expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea que, hasta aquel momento y una vez adoptada su resolución, había conservado la firmeza y sangre fría suficientes para obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos con inquietud en el cañón de la chimenea, por donde había de verla, aparecer de un modo tan extraordinario. Ésta no se hizo esperar mucho, y, apenas se perdió el eco de la última campanada, cayó de golpe entre la ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extraño y particular de estos animalitos cuando, con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose contra nuestras piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de los que llaman moriscos, y hasta catorce o quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con una multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello y una a manera de casaquilla roja. Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y venir por la cocina, saltando de un lado a otro, éstos por los vasares entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá revolcándose entre la ceniza y levantando una gran polvareda, mientras que los sapillos, haciendo sonar su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clowns de nuestros circos ecuestres. Por último, el gato gris, que parecía el jefe de la banda y en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído reconocer la sobrina del cura los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas traseras en la silla en que se encontraba subido, le dirigió la palabra en estos términos.

_Has cumplido lo que prometistes y aquí nos tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra primitiva forma y que comencemos a ayudarte a fraguar las galas para las fiestas y a amasar los panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la mano izquierda invocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.

Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron en otras tantas mujeres, de las cuales unas comenzaron a cortar y otras a coser telas de mil colores, a cual más vistosos y llamativos, hilvanando y concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas herramientas diminutas y brillantes, fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas, anillos con piedras preciosas para los dedos, o, armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían unas zapatillas de tafilete tan monas y tan bien acabadas que merecían calzar el pie de un hada. Todo era animación y movimiento en derredor de Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba aquella escena extravagante parecía danzar alegre en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando y volviendo a desplegar su abanico de luz que se proyectaba en los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes. Esto se prolongó hasta rayar el día, en que el bullicioso repique de campanas de la parroquia, echadas a vuelo en honor del santo patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos anunciaron el alba a los habitantes de la aldea. Pasó el día entre fiestas y regocijos; mosén Gil, sin sospechar la parte que las brujas habían tomado en su elaboración, repartía, terminada la misa, sus panes entre los pobres; las muchachas bailaron en las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y las galas que habían traído de Tarazona; y, cosa particular, Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasado la noche en claro amasando el pan de la limosna, con no pequeño asombro de su tío, ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida y sola en su casa.

Al fin llegó la noche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces, mosén Gil se metió en su cama al toque de oraciones, según tenía costumbre, y la gente del lugar encendió la hoguera en la plaza donde debía continuar el baile. Dorotea, entonces, aprovechando el sueño de su tío, se vistió apresuradamente con los hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y con sus zapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo se dirigió al punto en que los mozos y las mozas bailaban al son del tamboril y las vihuelas, al resplandor del fuego, cuyas lenguas rojas, coronadas de chispas de mil colores, se levantaban por cima de los tejados de las casas, arrojando a lo lejos las prolongadas sombras de las chimeneas y la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que su aparición produciría. Sus rivales en hermosura, que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron oscurecidas y arrinconadas, los hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de sus ojos y las mujeres se mordían los labios de despecho. Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser más grande. Pasaron las fiestas del santo, y aunque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus joyas y sus vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro asunto.

_¡Vaya! ¡Vaya! _decían sus feligreses a mosén Gil_, tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que después de dar lo que dais en limosnas aún os quedaba para esos rumbos!

Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que nada podía figurarse menos que la verdad de lo que pasaba, creyendo que querían embromarle aludiendo a la pobreza y la humildad en el vestir de Dorotea, impropias de la sobrina del cura, personaje de primer orden en los pueblos, se limitaba a contestar sonriendo y como para seguir la broma:

_¡Qué queréis, donde lo hay, se luce!

Las galas de Dorotea hacían entre tanto su efecto. Desde aquella noche en adelante no faltaron enramadas en sus ventanas, música en sus puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el fin que era natural, y a los dos meses la sobrina del cura se casaba con uno de los mozos mejor acomodados de pueblo, el cual, para que nada faltase a su triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó en la hoguera había sido novio de una de aquella vecinas que tanto la hicieron rabiar en otras ocasiones sentándose a coser sus vestidos en el portal de la calle. Sólo el pobre mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus feligreses tornaron a aposentarse en el castillo, sobre los ganados cayeron plagas sin cuento, las jóvenes del lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles, los niños eran azotados por las noches en sus cunas, y los sábados, después que la campana de la iglesia dejaba oír el toque de ánimas, unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas y todas a caballo sobre sus escobas, los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas, espesa como las grullas, que iban a celebrar sus endiablados ritos a la sombra de los muros y la ruinosa atalaya que corona la cumbre del monte.

Después de oír esta historia he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de la otra Casca famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz que comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo ni dónde. Por más que al decir de los revolucionarios furibundos ha llegado la hora de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el estado en que se hallan los espíritus en el país, promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en cuenta que la que vive no será para largo en razón a su avanzada edad, ya comienza a decirse que la hija despunta en el oficio y una nietezuela tiene indudables disposiciones. Tan arraigada está entre estas gentes la creencia de que de una en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya creo haber dicho antes de ahora, hay aquí en todo cuanto a uno le rodea un no sé qué de agreste, misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo sobrenatural.

De mí puedo asegurarles que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento involuntario, como si en efecto la colérica mirada que me lanzó, observando la curiosidad impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vi hace pocos días, ya muy avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al que se alcanza desde un pedrusco enorme de los que sirven de cimiento y apoyo a las casas de Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querrán ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las brujas de todas las consejas.

Estaba encogida y acurrucada junto al hogar, entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos, cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé qué en un cacharro, que de tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez sería un guiso de patatas para la cena, pero impresionado a su vista y presente aún la relación que me habían hecho de sus antecesoras, no pude menos de recordar, oyendo el continuo hervidero del guiso, aquel pisto infernal, aquella horrible cosa sin nombre de las brujas de Macbeth de Shakespeare.

El Contemporáneo

17 de julio, 1864

 

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