na misma cosa se puede pensar de dos modos: en hueco o en lleno. Si decimos que la historia se propone averiguar cómo han sido las vidas humanas, se puede estar seguro que el que nos escucha al entender estas palabras y repetírselas las piensa en hueco, esto es, no se hace presente la realidad misma que es la vida humana, no piensa, pues, efectivamente el contenido de esa idea, sino que usa aquellas palabras como un continente vacío, como una ampolla inane que lleva por de fuera el rótulo: "vida humana". Es, pues, como si se dijera: Bueno, yo me doy cuenta de que al pensar ahora estas palabras _al leerlas, oírlas o pronunciarlas_ no tengo de verdad presente la cosa que ellas significan, pero tengo la creencia, la confianza de que siempre que quiera detenerme a realizar su significado, a hacerme presente la realidad que nombran, lo conseguiré. Las uso, pues, fiduciariamente, a crédito, como uso un cheque, confiado en que siempre que quiera lo podré cambiar en la ventanilla de un Banco por el dinero contante y sonante que representa. Confieso que, en rigor, no pienso mi idea, sino sólo su alvéolo, su cápsula, su hueco. Este pensar en hueco y a crédito, este pensar algo sin pensarlo en efecto es el modo más frecuente de nuestro pensamiento. La ventaja de la palabra que ofrece un apoyo material al pensamiento tiene la desventaja de que tiende a suplantarlo, y si un buen día nos comprometiésemos a realizar el repertorio de nuestros pensamientos más habituales, nos encontraríamos penosamente sorprendidos con que no tenemos los pensamientos efectivos, sino sólo sus palabras o algunas vagas imágenes pegadas a ellas; con que no tenemos más que los cheques, pero no las monedas que aquéllos pretenden valer; en suma, que intelectualmente somos un Banco en quiebra fraudulenta. Fraudulenta, porque cada cual vive con sus pensamientos, y si éstos son falsos, son vacíos, falsifican su vida, se estafa a sí mismo. Pues bien, yo no he pretendido en las dos lecciones anteriores sino hacer fácil a ustedes llenar de realidad las palabras "vida humana" _que son, tal vez, de todo el diccionario, las que más nos importan, porque esa realidad no es una cualquiera, sino que es la nuestra y al serlo es la realidad en que se dan para nosotros todas las demás, es la realidad de todas las realidades_. Todo lo que pretenda en algún sentido ser realidad tendrá que aparecer de algún modo dentro de mi vida. Pero la vida humana no es una realidad hacia afuera _quiero decir, la vida de cada uno de ustedes no es lo que, sin más, veo yo de ellas mirándolas desde mi sitio, desde mí mismo_. Al contrario: eso que yo, sin más, veo de ustedes no es la vida de ustedes, sino precisamente una porción de la mía, de mi vida. A mí me acontece ahora tenerlos a ustedes de oyentes, tener que hablarles; los encuentro delante de mí con el variado aspecto que me presentan _muchachos y muchachas que estudian, personas mayores, varones y damas_, y yo al hablar me veo obligado, entre otras cosas, a buscar un modo de expresión que sea comprensible a todos; es decir, que tengo que contar con ustedes, tengo que habérmelas con ustedes, son ustedes ahora, en este momento, un elemento. de mi destino, de mi circunstancia. Pero claro es que la vida de cada uno de ustedes no es lo que cada uno de ustedes es para mí, lo que es hacia mí, por tanto, hacia fuera de cada uno de ustedes_ sino que es la que cada uno de ustedes vive por sí, desde sí y hacia sí_. Y en esa vida de ustedes soy yo ahora no más que un ingrediente de la circunstancia en que ustedes viven, soy un ingrediente de su destino. La vida de cada uno de ustedes consiste ahora en tener que estar oyéndome, y esto aun en el caso, sobremanera posible, de que algunos de ustedes no hayan venido a oírme, sino que hayan venido por cualesquiera otros motivos imaginables, los cuales no quiero, aunque podría, enumerar. Aun en ese caso su vida consiste ahora en tener que contar, quieran o no, con mi voz, pues para no oírme, estando aquí, tienen que hacer el penoso esfuerzo de desoírme, de procurar distraerse de mi voz concentrando la atención en alguna otra cosa _como solemos hacer tantas veces para defendernos de esos dos nuevos enemigos del hombre que son el gramófono y la radio. La realidad de la vida consiste, pues, no en lo que es para quien desde fuera la ve, sino en lo que es para quien desde dentro de ella la es, para el que se la va viviendo mientras y en tanto que la vive. De aquí que conocer otra vida que no es la nuestra obliga a intentar verla no desde nosotros, sino desde ella misma, desde el sujeto que la vive. Por esta razón he dicho muy formalmente y no como simple metáfora que la vida es drama _el carácter de su realidad no es como el de esta mesa cuyo ser consiste no más que en estar ahí, sino en tener que írsela cada cual haciendo por sí, instante tras instante, en perpetua tensión de angustias y alborozos, sin que nunca tenga la plena seguridad sobre sí misma_. ¿No es ésta la definición del drama? El drama no es una cosa que está ahí _no es en ningún buen sentido una cosa, un ser estático_, sino que el drama pasa, acontece, _se entiende, es un pasarle algo a alguien, es lo que acontece al protagonista mientras le acontece_. Pero aun al decir esto que ahora, creo yo, nos parece tan claro, decir que la vida es drama, solemos malentenderlo interpretándolo como si se tratase de que viviendo nos suelen acontecer dramas algunas veces, o bien que vivir es acontecerle a uno muchas cosas _por ejemplo, dolerle a uno las muelas, ganar el premio de la lotería, no tener qué comer, enamorarse de una mujer, sentir la indominable aspiración de ser ministro, ser velis nolis estudiante de la Universidad, etc._. Pero esto significaría que en la vida acontecen dramas, grandes y chicos, tristes o regocijados, mas no que la vida es esencialmente y sólo drama. Y de esto precisamente es de lo que se trata. Porque todas las demás cosas que nos pasan o acontecen, nos acontecen y pasan porque nos acontece y pasa una única: vivir. Si no viviésemos no nos pasaría nada; en cambio, porque vivimos y sólo porque vivimos nos pasa todo lo demás. Ahora bien, ese único y esencial "pasarnos" que es causa de todos los demás, el vivir, tiene una peculiarísima condición, y es que siempre está en nuestra mano hacer que no pase. El hombre puede siempre dejar de vivir. Es penoso traer aquí esta idea de la posibilidad siempre abierta para el hombre de huir de la vida; es penoso, pero es forzoso. Porque ella y sólo ella descubre un carácter principalísimo de nuestra vida, que es éste: no nos la hemos dado a nosotros, sino que nos la encontramos o nos encontramos en ella al encontrarnos con nosotros mismos _pero al encontrarnos en la vida podríamos muy bien abandonarla_. Si no la abandonamos es porque queremos vivir. Pero entonces noten ustedes lo que resulta: si, según hemos visto, nos pasan todas las cosas porque nos pasa vivir, como este esencial pasar lo aceptamos al querer vivir, es evidente que todo lo demás que nos pasa, aun lo más adverso y desesperante, nos pasa porque queremos _se entiende, porque queremos ser_. El hombre es afán de ser _afán en absoluto de ser, de subsistir_ y afán de ser tal, de realizar nuestro individualísimo yo. Mas esto tiene dos haces: un ente que está constituido por el afán de ser, que consiste en afanarse por ser, evidentemente es ya, si no, no podría afanarse. Este es un lado. Pero ¿qué es ese ente? Ya lo hemos dicho: afán de ser. Bien; pero sólo puede sentir afán de ser quien no está seguro de ser, quien siente constantemente problemático si será o no en el momento que viene, y si será tal o cual, de este o del otro modo. De suerte que nuestra vida es afán de ser precisamente porque es, al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad. Por eso hacemos siempre algo para asegurarnos la vida, y antes que otra cosa hacemos una interpretación de la circunstancia en que tenemos que ser y de nosotros mismos que en ella pretendemos ser _definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir. Esa interpretación se forma en lo que llamamos "nuestras convicciones", o sea todo aquello de que creemos estar seguros, con respecto a lo cual sabemos a qué atenernos. Y ese conjunto de seguridades que pensando sobre la circunstancia logramos fabricarnos, construirnos _como una balsa en el mar proceloso, enigmático de la circunstancias_, es el mundo, horizonte vital. De donde resulta que el hombre para vivir necesita, quiera o no, pensar, formarse convicciones _o lo que es igual, que vivir es reaccionar a la inseguridad radical construyendo la seguridad de un modo, o con otras palabras, creyendo que el mundo es de este o del otro modo, para en vista de ello dirigir nuestra vida, vivir. El otro día desechábamos la definición del hombre como homo sapiens, por parecemos comprometedora y en exceso optimista. ¿Que el hombre sabe? En la fecha en que hablo y dirigiendo una mirada a la humanidad actual, esa pregunta es demasiado inquietadora: porque si algo hay claro en esta hora, es que en esta hora el hombre, y precisamente el más civilizado, en uno y otro continente, no sabe qué hacer. Las anteriores consideraciones nos llevarían más bien a ampararnos en la otra vieja definición que llama al hombre homo faber, el ente que fabrica _o como Franklin decía, el animal que hace instrumentos, animal instrumentificum_. Pero habíamos de dar a esta noción un sentido radicalísimo que sus autores no sospecharon jamás. Con ella se quiere decir que el hombre es capaz de fabricar instrumentos, útiles, trebejos que le sirvan para vivir. Es capaz, mas una realidad no se define por aquello que es capaz de hacer, pero que puede muy bien no hacer. Ahora no estamos fabricando instrumentos en el sentido que solía tener esa definición, y, sin embargo, somos hombres. Pero a esa definición, repito, puede dársele un sentido mucho más radical: el hombre siempre, en cada instante, está viviendo según lo que es el mundo para él; ustedes han venido aquí y están ahora oyéndome porque dentro de lo que es para ustedes el mundo les parecía tener sentido venir aquí durante esta hora. Por tanto, en este hacer de ustedes que es haber venido, permanecer aquí y esforzar su atención a mis palabras, actualizan la concepción del mundo que tienen, es decir, que hacen mundo, que dan vigencia a un cierto mundo. Y lo mismo diría, si en vez de estar aquí, estuviesen ustedes haciendo otra cosa en cualquier otro sitio. Siempre lo harían en virtud del mundo o universo en que creen, en que piensan. Sólo que en un caso como el concreto nuestro la cosa es aún más clara y literal; porque han venido muchos de ustedes a ver si oían algo nuevo sobre lo que es el mundo, a ver si juntos conmigo hacíamos un mundo un poco nuevo, aunque no sea más que en alguna de sus dimensiones, cuadrantes o provincias. Con mayor o menor actividad, originalidad y energía el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y ya hemos visto que mundo o universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida. Diremos, pues, que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante nato de universos. He aquí, señores, por qué hay historia, por qué hay variación continua de las vidas humanas. Si seccionamos por cualquier fecha el pasado humano, hallamos siempre al hombre instalado en un mundo, como en una casa que se ha hecho para abrigarse. Ese mundo le asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia. pero deja muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar. Su vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inquietudes que ese mundo represente. Con una relativa seguridad estamos ahora por lo menos en cuanto al peligro de que un astro choque con la Tierra y la destruya. ¿Por qué esa seguridad? Porque creemos en un mundo lo bastante racional para que sea posible la ciencia astronómica, y ésta nos asegura que las probabilidades de ese choque son prácticamente nulas con respecto a nuestra vida. Es más, los astrónomos, que han sido siempre gentes maravillosas, se han entretenido en contar el número de años que faltan para que un astro dé un torniscón al Sol y lo destruya: son, exactamente, un billón doscientos tres años. Podemos todavía conversar un rato. Pero imaginen ahora ustedes que, de pronto, los fenómenos naturales comenzasen a contravenir las leyes de la física; esto es, que perdiésemos la confianza en la ciencia, que es, dicho sea de paso, la fe de que vive el hombre europeo actual. Nos encontraríamos ante un mundo irracional, es decir, impermeable a nuestra razón científica, que es lo único que nos permite asegurarnos cierto dominio sobre la circunstancia material. Ipso facto, nuestra vida,, nuestro drama cambiaría de cariz profundamente _nuestra vida sería muy otra, porque viviríamos en otro mundo. Se nos habría caído la casa en que estábamos instalados, no sabríamos, en todo lo material, a qué atenernos, volvería a azotar a la humanidad la plaga terrible que durante milenios la ha sobrecogido y mantenido prisionera: el pavor cósmico, el miedo de Pan, el terror pánico. Pues bien: la cosa no es tan absolutamente remota de la realidad como puede suponerse. En estos días siente la humanidad civilizada un terror que hace treinta años, no más, desconocía. Hace treinta años creía estar en un mundo donde el progreso económico era indefinido y sin graves discontinuidades. Mas en estos últimos años el mundo ha cambiado: los jóvenes que comienzan a vivir plenamente ahora viven en un mundo de crisis económica que hace vacilar toda seguridad en este orden _y que quién sabe qué modificaciones insospechadas, hasta increíbles, puede acarrear a la vida humana. Esto nos permite formular dos principios fundamentales para la construcción de la historia: 1° El hombre constantemente hace mundo, forja horizonte. 2° Todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura del drama vital. El sujeto psico_fisiológico que vive, el alma y el cuerpo del hombre puede no cambiar; no obstante, cambia su vida porque ha cambiado el mundo. Y el hombre no es su alma y su cuerpo, sino su vida, la figura de su problema vital. El tema de la historia queda así formalmente precisado como el estudio de las formas o estructuras que ha tenido la vida humana desde que hay noticia. Pero se dirá que la vida está siempre, continuamente, cambiando de estructura. Porque si hemos dicho que el hombre hace constantemente mundo, quiere decirse que éste es modificado también constantemente y, por tanto, cambiará sin cesar la estructura de la vida. En último rigor esto es cierto. Al preparar la lección de hoy he tenido que pensar con más precisión ciertos puntos de lo que yo creo _que es el mundo histórico, el cual no es sino una porción de mi mundo. Por tanto, se ha modificado éste en algunos detalles. Parejamente, yo espero que esta lección varíe alguna facción, por menuda que sea, del mundo en que ustedes vivían al entrar hace un rato por esa puerta. Sin embargo, la arquitectura general del universo en que ustedes y yo vivíamos ayer queda intacta. Todos los días cambia un poco la materia de que están hechas las paredes de nuestra casa; no obstante, tenemos derecho a decir, si no nos hemos mudado, que habitamos en la misma casa que hace años. No hay, pues, que exagerar el rigor, porque eso nos llevaría en este caso a algo falso. Cuando las modificaciones que sufre el mundo en que creo no afectan a sus principales elementos constructivos y su perfil general queda intacto, el hombre no tiene la impresión de que ha cambiado el mundo, sino sólo de que ha cambiado algo en el mundo. Pero otra consideración sumamente obvia nos pone en la pista de qué género de modificaciones son las que deben valer como efectivo cambio de horizonte o mundo. La historia no se ocupa sólo de tal vida individual; aun en el caso de que el historiador se proponga hacer una biografía, encuentra a la vida de su personaje trabada con las vidas de otros hombres, y la de éstos, a su vez, con otras; es decir, que cada vida está sumergida en una determinada circunstancia de una vida colectiva. Y esta vida colectiva, anónima, con la cual se encuentra cada uno de nosotros tiene también su mundo, su repertorio de convicciones con las cuales, quiera o no, el individuo tiene que contar. Es más, ese mundo de las creencias colectivas _que se suele llamar "las ideas de la época", el "espíritu del tiempo"_ tiene un peculiar carácter que no tiene el mundo de las creencias individuales, a saber: que es vigente por sí, frente y contra nuestra aceptación de él. Una convicción mía, por firme que sea, sólo tiene vigencia para mí. Pero las ideas del tiempo, las convicciones ambientes son tenidas por un sujeto anónimo, que no es nadie en particular, que es la sociedad. Y esas ideas tienen vigencia aunque yo no las acepte, esa vigencia se hace sentir sobre mí, aunque sea negativamente. Están ahí, ineludiblemente, como está ahí esa pared, y yo tengo que contar con ellas en mi vida, quiera o no, como tengo que contar con esa pared que no me deja pasar a su través y me obliga a buscar dócilmente la puerta o a ocupar mi vida en demolerla. Pero claro es que la influencia mayor que el espíritu del tiempo, el mundo vigente ejerce en cada vida, no la ejerce simplemente porque está ahí _o, lo que es lo mismo, porque yo estoy en él y en él tengo que moverme y ser_, sino porque, en realidad, la mayor porción de mi mundo, de mis creencias proviene de ese repertorio colectivo, coinciden con ellas. El espíritu del tiempo, las ideas de la época en su inmensa porción y mayoría están en mí, son las mías. El hombre, desde que nace, va absorbiendo las convicciones de su tiempo, es decir, va encontrándose en el mundo vigente. Esto, tan sencillo como es, nos proporciona una iluminación decisiva sobre los cambios propiamente históricos, sobre qué género de modificaciones debemos considerar como efectivos cambios del mundo y por ende de la estructura del drama vital. Normalmente, el hombre hasta los veinticinco años no hace más que aprender, recibir noticias sobre las cosas que le proporciona su contorno social _los maestros, el libro, la conversación. En esos años, pues, se entera de lo que es el mundo, topa con las facciones de ese mundo que encuentra ahí ya hecho. Pero ese mundo no es sino el sistema de convicciones vigentes en aquella fecha. Ese sistema de convicciones se ha ido formando en un larguísimo pasado, algunos de sus componentes más elementales proceden de la humanidad más primitiva. Pero justamente las porciones de ese mundo, los asuntos de él más agudos han recibido una nueva interpretación de los hombres que representan la madurez de la época _y que regentan en todos los órdenes esa época_ en las cátedras, en los periódicos, en el gobierno, en la vida artística y literaria. Como el hombre hace mundo siempre, esos hombres maduros han producido esta o la otra modificación en el horizonte que encontraron. El joven se encuentra con este mundo a los veinticinco años y se lanza a vivir en él por su cuenta, esto es, a hacer también mundo. Pero como él medita sobre el mundo vigente, que es el de los hombres maduros de su tiempo, su tema, sus problemas, sus dudas son distintas de las que sintieron estos hombres maduros que en su juventud meditaron sobre el mundo de los hombres maduros de su tiempo, hoy ya muy ancianos, y así sucesivamente hacia atrás. Si se tratase de uno o pocos jóvenes nuevos que reaccionan al mundo de los hombres maduros, las modificaciones a que su meditación les lleve serían escasas, tal vez importantes en algún punto, pero, en fin de cuentas, parciales. No podría decirse que su actuación cambia el mundo. Pero el caso es que no se trata de unos pocos jóvenes sino de todos los que son jóvenes en una cierta fecha, los cuales son más o tantos más en número que los hombres maduros. Cada joven actuará sobre un punto del horizonte, pero entre todos actúan sobre la totalidad del horizonte o mundo _es decir, unos sobre el arte, otros sobre la religión o sobre cada una de las ciencias, sobre la industria, sobre la política. Había de ser mínima la modificación que en cada punto producen y, no obstante, tendremos que reconocer que han cambiado el cariz total del mundo, de suerte que unos años después, cuando otra tornada de muchachos inicia su vida se encuentra con un mundo que en el cariz de su totalidad es distinto del que ellos encontraron. El hecho más elemental de la vida humana es que unos hombres mueren y otros nacen _que las vidas se suceden_. Toda vida humana, por su esencia misma, está encajada entre otras vidas anteriores y otras posteriores _viene de una vida y va a otra subsecuente_. Pues bien, en ese hecho, el más elemental, fundo la necesidad ineludible de los cambios en la estructura del mundo. Un automático mecanismo trae irremisiblemente consigo que en una cierta unidad de tiempo la figura del drama vital cambia, como en esos teatros de obras breves en que cada hora se da un drama o comedia diferente. No hace falta suponer que los actores son distintos: los mismos actores tienen que representar argumentos diferentes. No está dicho, sin más ni más, que el joven de hoy _esto es, su alma y su cuerpo_ es distinto del de ayer; pero es irremediable que su vida es de armazón diferente que la de ayer. Ahora bien, esto no es sino hallar la razón y el período de los cambios históricos en el hecho anejo esencialmente a la vida humana de que ésta tiene siempre una edad. La vida es tiempo _como ya nos hizo ver Dilthey y hoy nos reitera Heidegger, y no tiempo cósmico imaginario y porque imaginario infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se acaba, que es el verdadero tiempo, el tiempo irreparable_. Por eso el hombre tiene edad. La edad es estar el hombre siempre en un cierto trozo de su escaso tiempo _es ser comienzo del tiempo vital, ser ascensión hacia su mitad, ser centro de él, ser hacia su término_ o, como suele decirse, ser niño, joven, maduro o anciano. Pero esto significa que toda actualidad histórica, todo "hoy" envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres "hoy" diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. "Hoy" es para uno veinte años, para otros, cuarenta, para otros, sesenta; y eso, que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo "hoy", declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituye el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha. 1933 parece un tiempo único, pero en 1933 vive un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes y, a la vez, abarca los tres: es la unidad en un tiempo histórico de tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera _en el mismo mundo_, pero contribuimos a formarlos de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna. Ahora bien, el conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital. Aún quedan en el planeta grupos humanos aislados del resto. Es evidente que aquellos individuos de esos grupos que tienen la misma edad que nosotros, no son de nuestra misma generación porque no participan de nuestro mundo. Pero esto indica, a su vez: 1°, que si toda generación tiene una dimensión en el tiempo histórico, es decir, en la melodía de las generaciones humanas, viene justamente después de tal otra _como la nota de una canción suena según sonase la anterior_; 2°, que tiene también una dimensión en el espacio. En cada fecha el círculo de convivencia humana es más o menos amplio. En los comienzos de la Edad Media, los territorios que habían convivido en contacto histórico durante el buen tiempo del Imperio romano quedan, por muy curiosas causas, disociados, sumergido y absorto cada cual en sí mismo. Es una época de multiplicidad dispersa y discontinua. Casi cada gleba vive sola consigo. Por eso se produce una maravillosa diversidad de modos humanos que dio origen a las nacionalidades. Durante el Imperio, en cambio, se convive desde la frontera india hasta Lisboa, Inglaterra y la línea transrenana. Es un tiempo de uniformidad, y aunque las dificultades de comunicación dan un carácter sobremanera relativo a esa convivencia, puede decirse idealmente que los coetáneos desde Londres al Ponto formaban una generación. Y es muy diferente destino vital, muy distinta la estructura de la vida, pertenecer a una generación de amplía uniformidad o a una angosta, de heterogeneidad y dispersión. Y hay generaciones cuyo destino consiste en romper el aislamiento de un pueblo y llevarlo a convivir espiritualmente con otros, integrándolo así en una unidad mucho más amplía, metiéndolo, por decirlo así, de su historia retraída, particular y casera, en el ámbito gigantesco de la historia universal. Comunidad de fecha y comunidad espacial son, repito, los atributos primarios de una generación. Juntos significan la comunidad de destino esencial. El teclado de circunstancia en que los coetáneos tienen que tocar la sonata apasionada de su vida es el mismo en su estructura fundamental. Esta identidad de destino produce en los coetáneos coincidencias secundarias que se resumen en la unidad de su estilo vital. Alguna vez he representado a la generación como "una caravana dentro de la cual va el hombre prisionero, pero a la vez secretamente voluntario y satisfecho. Va en ella fiel a los poetas de su edad, a las ideas políticas de su tiempo, al tipo de mujer triunfante en su mocedad y hasta al modo de andar usado a los veinticinco años. De cuando en cuando se ve pasar otra caravana con su raro perfil extranjero: es la otra generación. Tal vez en un día festival la orgía mezcla a ambas, pero a la hora de vivir la existencia normal, la caótica fusión se disgrega en los dos grupos verdaderamente orgánicos. Cada individuo reconoce misteriosamente a los demás de su colectividad, como las hormigas de cada hormiguero se distinguen por una peculiar adoración. El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que, antes o después, todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es un modo integral de existencia o, si se quiere, una moda, que se fija indeleble sobre el individuo. En ciertos pueblos salvajes se reconoce a los miembros de cada grupo coetáneo por su tatuaje. La moda de dibujo epidérmico que estaba en uso cuando eran adolescentes ha quedado incrustada en su ser". En el "hoy", en todo "hoy" coexisten articuladas varias generaciones y las relaciones que entre ellas se establecen, según la diversa condición de sus edades, representan el sistema dinámico, de atracciones y repulsiones, de coincidencia y polémica, que constituye en todo instante la realidad de la vida histórica. La idea de las generaciones, convertida en método de investigación histórica, no consiste más que en proyectar esa estructura sobre todo el pasado. Todo lo que no sea esto es renunciar a descubrir la auténtica realidad de la vida humana en cada tiempo _que es la misión de la historia_. El método de las generaciones nos permite ver esa vida desde dentro de ella, en su actualidad. La historia es convertir virtualmente en presente lo que ya pasó. Por eso _y no sólo metafóricamente_ la historia es revivir el pasado. Y como vivir no es sino actualidad y presente, tenemos que transmigrar de los nuestros o los pretéritos, mirándolos no desde fuera, no como sidos, sino como siendo. Pero ahora necesitamos precisar un poco más. La generación, decíamos, es el conjunto de hombres que tienen la misma edad. Aunque parezca mentira se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor, la misma edad; por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si lo usamos, tapa y deforma la realidad. La historia necesita de una peculiar exactitud, precisamente la exactitud histórica, que no es la matemática, y cuando se quiere suplantar aquélla con ésta se cae en errores como el de esta objeción que podía muy bien haber extremado más las cosas reclamando el nombre de coetáneos exclusivamente para los nacidos en una misma hora o en un mismo minuto. Pero convendría haber caído en la cuenta de que el concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una fecha. Antes de que se supiese contar, la sociedad _en los pueblos primitivos_ aparecía y aparece organizada en las clases llamadas de edad. Hasta tal punto este hecho elementalísimo de la vida es una realidad, que espontáneamente da forma al cuerpo social dividiéndolo en tres o cuatro grupos, según la altitud de la existencia personal. La edad es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir _por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir_. Y ese modo de vida que es cada edad _medido externamente, según la cronología del tiempo cósmico, que no es vital, del tiempo que se mide con relojes_ se extiende durante una serie de años. No se es joven sólo un año, ni es joven sólo el de veinte pero no el de veintidós. Se está siendo joven una serie determinada de años y lo mismo se está en la madurez durante cierto tiempo cósmico. La edad, pues, no es una fecha, sino una "zona de fechas", y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas. Si cada uno de ustedes recapacita sobre quiénes son sentidos por él como coetáneos, como de su generación, hallará que no sabe la edad-año de esos prójimos, pero podrá fijar cifras extremas hacia arriba y hacia abajo y dirá: Fulano ya no es de mi tiempo, es un muchacho todavía o es ya hombre maduro. No es, pues, ateniéndonos a la cronología estricta, matemática de los años como podemos precisar las edades. Porque ¿cuántas y cuáles son las edades del hombre? En otro tiempo, cuando la matemática no había aún devastado el espíritu de la vida _allá en el mundo antiguo y en la Edad Media y aun en los comienzos de la modernidad_ meditaban los sabios y los ingenuos sobre esta gran cuestión. Había una teoría de las edades y Aristóteles, por ejemplo, no ha desdeñado dedicar a ella algunas páginas espléndidas. Hay para todos los gustos: se ha segmentado la vida humana en tres y cuatro edades _pero también en cinco, en siete y aun en diez_. Nada menos que Shakespeare, en la comedia A vuestro gusto, es partidario de la división septenaria. "El mundo entero es un teatro y todos los hombres y las mujeres no más que actores de él: hacen sus entradas y sus salidas, y los actos de la obra son siete edades." A lo que sigue una caracterización de cada una de éstas. Pero es innegable que sólo las divisiones en tres o en cuatro han tenido permanencia en la interpretación de los hombres. Ambas son canónicas en Grecia y en el Oriente, en el primitivo fondo germánico. Aristóteles es partidario de la más simple: juventud, plenitud o akmé y vejez. En cambio, una fábula de Esopo, que recoge reminiscencias orientales y una añeja conseja germánica que Jacobo Grimm espumó nos hablan de cuatro edades: "Quiso Dios que el hombre y el animal tuviesen el mismo tiempo, treinta años. Pero los animales notaron que era para ellos demasiado tiempo, mientras al hombre le parecía muy poco. Entonces vinieron a un acuerdo y el asno, el perro y el mono entregan una porción de los suyos, que son acumulados al hombre. De este modo consigue la criatura humana vivir setenta años. Los treinta primeros los pasa bien, goza de salud, se divierte y trabaja con alegría, contento con su destino. Pero luego vienen los dieciocho años del asno y tiene que soportar carga tras carga: ha de llevar el grano que otro se come y aguantar puntapiés y garrotazos por sus buenos servicios. Luego vienen los doce años de una vida de perro: el hombre se mete en un rincón, gruñe y enseña los dientes, pero tiene ya pocos dientes para morder. Y cuando este tiempo pasa vienen los diez años de mono, que son los últimos: el hombre se chifla y hace extravagancias, se ocupa en manías ridículas, se queda calvo y sirve sólo de risa a los chicos". Esta conseja, cuyo dolorido realismo caricaturesco lleva la marca típica de la Edad Media, muestra acusadamente cómo el concepto de edades se forma primariamente sobre las etapas del drama vital, que no son cifras, sino modos de vivir. Plutarco, en la vida de Licurgo, cita tres versos que se suponen recitados por sendos coros: Los viejos: Nosotros hemos sido guerreros muy fuertes. Los jóvenes: Nosotros lo somos: si tenéis gana, miradnos a la cara. Los muchachos: Pero nosotros seremos mucho más fuertes todavía. Aludo a todo esto y transcribo estos lugares para hacerles ver la profunda resonancia que en la preocupación vital de los hombres encuentra este tema de las edades desde los tiempos más remotos. Pero hasta ahora el concepto de edad preocupaba sólo desde el punto de vista de la vida individual. De aquí, entre otras cosas, la vacilación sobre el ciclo y carácter de las edades: niños, jóvenes, viejos _como en la cita de Plutarco_. Joven, maduro, viejo, decrépito _como en la fábula esópica_. Joven, maduro, anciano _como en Aristóteles. Comencemos el próximo día con el intento de fijar las edades y el tiempo de cada una desde el punto de vista de la historia. La realidad histórica y no nosotros es quien tiene que decidir. |
edir a un español que al entrar en el tranvía renuncie a dirigir una mirada de especialista sobre las mujeres que en él van, es demandar lo imposible. Se trata de uno de los hábitos más arraigados y característicos de nuestro pueblo. A los extranjeros y a algunos compatriotas les parece incorrecto ese modo insistente y casi táctil con que mira el español a la mujer. Yo soy uno de estos; me produce una gran repugnancia. Y, sin embargo, creo que esta costumbre, suprimida la insistencia, la petulancia y la tactilidad visual, es uno de los rasgos más originales, bellos y generosos de nuestra raza. Como con otras manifestaciones de la espontaneidad española acontece con ésta; tal y como se presentan, impolutas, toscas, mezcladas lo puro y lo torpe, ofrecen un aspecto de barbarie. Mas si se las depura, libertando lo exquisito de lo grosero y potenciando su germen noble, podrían consistir un sistema de ademanes originalísimo y digno de competir con aquellos estilos de movimiento que se han llamado “gentleman” o “homme de bonne compagnie”. Los artistas, los poetas, los hombres de mundo son los encargados de someter el material bruto de esos hábitos multiseculares a la química de las depuraciones reflexivas. Velázquez hizo eso, y estad seguros de que en la admiración de otras naciones por su obra influye no poco la acertada estilización en que cendró el gesto español. Hermann Cohen me decía que aprovechaba siempre sus estancias en París para ir a la sinagoga con objeto de contemplar los ademanes de los judíos oriundos de España. Pero no es ahora mi propósito descubrir el sentido noble que pueda ocultarse tras de las atroces miradas del español a la mujer. El asunto sería interesante; al menos para El Espectador, que ha vivido varios años bajo el influjo de Platón, maestro de la ciencia de mirar. Mas al presente es otra mi intención. Hoy he tomado el tranvía, y como nada español juzgo ajeno a mí, he ejercitado esa mirada de especialista arriba dicho. He procurado desembarazarla de insistencia, petulancia y tactilidad. Y me ha causado gran sorpresa advertir que no han sido menester tres segundos para que las ocho o nueve damas inclusas en el vehículo quedasen filiadas estéticamente y sobre ellas recayese firme sentencia. Esta es muy hermosa; aquélla, incorrecta; la de más allá, resueltamente fea, etc., etc. El lenguaje no posee términos suficientes para expresar los matices de ese juicio estético que en el raudo vuelo de una mirada se cumple y se dispara. Como el trayecto era largo y, con muy buen acuerdo, ninguna de aquellas damas me concedía un porvenir sentimental, hube de recogerme a la meditación sin otra presa que mi propia mirada y sus automáticas sentencias. ¿En qué consiste _me preguntaba yo_ este fenómeno psicológico que podríamos denominar cálculo de la belleza femenina? Yo no ambiciono saber ahora qué mecanismo secreto de la conciencia causa y regula ese acto de valoración estética. Me contento con describir aquello de que nos damos clara cuenta cuando la realizamos. La antigua psicología supone que el individuo posee un previo ideal de belleza, en este caso un ideal de rostro femenino, el cual aplica sobre el semblante real que está mirando. El juicio estético consistiría simplemente en la percepción de la coincidencia o discrepancia entre uno y otro. Esta teoría, procedente de la metafísica platónica, se ha inveterado en la estética y vierte en ella su originario error. El ideal, como la idea en Platón, viene a ser una unidad de medida, preexistente y aparte de las realidades, con la cual medimos estas. Semejante teoría es una construcción, una invención oriunda del genial afán helénico tras la unidad. Pues el Dios de Grecia habría que buscarlo no en el Olimpo _especie de château donde hace vida regocijada una sociedad de personas distinguidas_, sino en ese pensamiento de lo uno. Lo uno es lo único que es. Las cosas blancas son blancas, y las mujeres, bellas, no cada una de por sí y en su peculiaridad, mas en virtud de su mayor o menor participación en la blancura única y en la única mujer bella. Plotino, en quien este unitarismo llega a la exacerbación, va a acumular expresiones que nos insinúen la trágica sed de la unidad latiendo en las cosas: _se apresuran, tienden hacia, anhelan la unidad_. Su ser, llega a decir, es sólo la huella de la unidad. Sienten un celo como afrodítico hacia lo uno. Nuestro Fray Luis que platoniza y plotiniza desde su áspera celda, halla la frase más feliz: la unidad es "el pío universal de las cosas". Pero todo esto, repito, es construcción. No hay un modelo único y general al que imiten las cosas reales. ¡Qué he de aplicar yo sobre los rostros de estas damas un previo esquema de femenina belleza! Esto sería una falta de galantería y además no es verdad. Lejos de saber cual es la belleza suma en la mujer, el hombre la busca perpetuamente desde su mocedad hasta su decrepitud. ¡Oh si la conociéramos de antemano! Si la conociésemos de antemano perdería la vida uno de sus mejores resortes y buena parte de su dramatismo. Cada mujer que por primera vez vemos suscita en nosotros la suprema esperanza de que es ella acaso la más bella. Y en ese juego de esperanzas y desencantos que dilatan y contraen nuestro corazón, la vida corre presurosa por una campiña quebrada y amena. En el capítulo sobre el ruiseñor, cuenta Bufón de una de estas avecillas que llegó a la edad de catorce años merced a no haber tenido ocasión de amar. "Esta visto _agrega_ que el amor acorta los días; pero en verdad es, que en cambio, los llena". Prosigamos nuestro análisis. Puesto que no hallo en mí ese arquetipo y modelo único de belleza femenina, me ocurre suponer _como también les ha ocurrido alguna vez a los estéticos_ si, al menos existiera una pluralidad de ellos, tipos varios de perfección corpórea: la perfecta morena y rubia ideal, la ingenua y la nostálgica, etc. Al punto advertimos que este supuesto no hace sino multiplicar las dificultades del anterior. En primer lugar, yo no me doy cuenta de poseer esa galería de ejemplares rostros ni acierto a sospechar dónde podría haberla adquirido. En segundo lugar, dentro de cada tipo hallo un margen ilimitado de posibles bellezas diferentes. Habría, pues, que multiplicar los tipos ideales tanto, que perderían su carácter de géneros y siendo innúmeros como los mismos rostros individuales se aniquilaría el propósito de esta teoría, que consiste también en hacer de lo uno y general norma y prototipo para la valoración de lo singular y vario. No obstante, algo nos interesa subrayar en esta doctrina que dispersa el modelo único en una pluralidad de modelos ejemplares típicos. Pues ¿qué es lo que ha invitado a esa dispersión? Sin duda, la advertencia de que, en realidad, cuando calculamos la belleza femenina, no partimos del esquema único ideal para someter la fisonomía concreta, sin otorgar a ésta voz ni voto en el proceso estético. Al contrario: partimos del rostro que vemos y él, por sí mismo, según esta teoría, selecciona entre nuestros modelos el que ha de aplicársele. De esta suerte, la realidad individual colabora con nuestro juicio de perfección y no permanece, como antes, totalmente pasiva. He aquí una advertencia exacta, en mi entender, que refleja un fenómeno efectivo de mi conciencia y no es una construcción hipotética. Sí: mi talante al mirar esta mujer es por completo distinto del que usaría un juez presuroso de aplicar el Código preestablecido, la ley convenida. Yo no conozco la ley; al contrario, la busco en la faz transeúnte. Mi mirada lleva el carácter de una absoluta experiencia. Del rostro que ante mi veo quisiera aprender, conocer que es hermosura. Cada individualidad femenina me promete una belleza ignorada, novísima, la emoción que empuja mis ojos es la de quien espera un descubrimiento, una revelación subitánea. La expresión más exacta de la tesitura en que nos hallamos cuando, por vez primera, miramos a una mujer, sería esta que parece sólo un frívolo giro galante: "Toda mujer es guapa mientras no se demuestre lo contrario". Y aun cabría añadir: de una belleza que no hemos previsto. Verdad es que en ocasiones las promesas no se cumplen. Recuerdo a ese propósito una anécdota del hampa periodística madrileña. Cuéntase de un crítico de teatro, muerto hace no pocos años, que padecía la debilidad de repartir las alabanzas y las censuras según un régimen financiero. Llegó un tenor que al día siguiente tenía que debutar en el teatro real. El menesteroso crítico se apresuró a visitarle. Le habló de los muchos hijos y de las pocas rentas: quedó cerrado el trato en mil pesetas. La jornada del debut comenzó sin que el crítico recibiese la cantidad convenida. Empezó la función y el dinero no llegaba; pasó un acto, y otro y todos, y cuando en la Redacción se puso a escribir el crítico, aún no había llegado el emolumento. A la mañana siguiente el periódico insertaba la revista de la ópera; en ella no se hablaba del tenor ni una palabra hasta la postrera línea, donde se leía: "Olvidábamos decir que debutó el tenor X: es un artista que promete, veremos si cumple". A veces, pues, la promesa de belleza no se cumple. Así, me ha bastado mirar un instante a aquella señora que está en el fondo del tranvía para juzgarla fea. Descompongamos en sus elementos este acto de adversa sentencia. Para ello debemos repetirlo más despacio; así la reflexión puede sorprender a nuestra conciencia espontánea en los estadios sucesivos de su actividad. Y noto lo siguiente: la mirada se fija primero en el rostro entero, en el conjunto y parece tomar una orientación; luego elige una facción, la frente acaso, y se desliza por ella. La línea es suavemente curva y mi espíritu la sigue como placentero, sin enojo ni interna disconformidad. La frase que describe más certeramente mi estado de ánimo en este momento sería: ¡Esto va bien! Mas de pronto, al poner mi vista su etéreo pie en la nariz, percibo como una dificultad, vacilación o estorbo. Algo análogo a lo que experimentamos en un sitio donde nacen dos caminos. La trayectoria de la frente parece _no se bien por qué_ como si exigiera ser continuada en una línea de nariz distinta de la real. Pero ésta impone otra trayectoria a mi mirada. Si, no hay duda: yo veo dos líneas, una sutil y como espectral sobre la nariz de carne, que es, digámoslo con franqueza, algo roma. Entonces, ante esa dualidad, la conciencia sufre un “pietinement sur place”; vacila, oscila y en ese titubeo mide la distancia entre aquella facción que debía ser y la que es. No se trata sin embargo, de que renovemos ahora, facción por facción, lo que con respecto al semblante total habíamos desestimado. No hay un modo ideal de nariz, de boca, de mejilla. Si se analizan los hechos advertiremos que toda facción fea (no monstruosa) puede parecernos bella en otro conjunto. La realidad es que nosotros, a la par que advertimos el defecto, sabríamos corregirlo. Tendemos unas líneas incorpóreas que aquí agregan un poco de forma, allá, en cambio suprimen y amputan algo de las existentes. Líneas incorpóreas, digo, y esto no es una metáfora. Nuestra conciencia las traza al mirar constantemente donde no las halla corpóreas. Sabio es que no podemos mirar en la noche las estrellas imparcialmente, sino que destacamos unas u otras del encendido enjambre. Destacarlas es ya poner en una relación más intensa ciertas estrellas entre sí; para esto tendemos de una a otra como hilos de una araña sideral. Los puntos incandescentes quedan por ellos ligados y constituyendo una forma incorpórea. Este es el origen psicológico de las constelaciones perpetuamente, cuando la noche pura hace palpitar su azulada tiniebla, los ojos del hombre pagano se levantan y ven que Sagitario dispara, Casiopea se irrita, la Virgen aguarda y Orión opone al Toro su escudo de diamantes. De la propia suerte que el grupo de puntos estelares se organiza en constelación, el rostro real que vemos de la emanación de un ideal perfil, más o menos coincidente con él. En un mismo movimiento de nuestra conciencia surge la percepción del ser corpóreo y la sospecha de su ideal perfección. Venimos, pues, al convencimiento de que el modelo no es uno para todos, ni siquiera típico. Cada fisonomía suscita, como en mística fosforescencia, su propio, único, exclusivo ideal. Cuando Rafael dice que él pinta no lo que ve, sino "una cierta idea che mi viene in mente", no se entienda la idea platónica que excluye la diversidad inagotable y multiforme de lo real. No; cada cosa al nacer trae su intransferible ideal. De esta manera abrimos a la Estética las puertas de su prisión académica y la invitamos a que recorra las riquezas del mundo.
Laudata sii, Diversitá delle creature, sirena del mondo.
He aquí como yo, desde este humilde tranvía que rueda hacia Fuencarral, envío una objeción al brillante jardín de Academos. Amor me mueve, que me hace hablar... Amor a la multiplicidad de la vida, que a veces los mejores, contra su voluntad, han contribuido a empequeñecer. Porque de la misma manera que hicieron los griegos del ser lo único y de la belleza una norma modelo general, va a encontrar Kant la bondad, la perfección moral en un imperativo genérico y abstracto. No, no, el deber no es único y genérico. Cada cual traemos el nuestro inalienable y exclusivo. Para regir mi conducta Kant me ofrece un criterio: que quiera siempre lo que otro puede querer. Pero esto vacía el ideal, lo convierte en un mascarón jurídico y en una careta de facciones mostrencas. Yo no puedo querer plenamente sino lo que en mi brota como apetencia de toda mi individual persona. El cálculo de la belleza femenina, una vez analizado, sirve de clave para todos los demás reinos de la valoración. Como en belleza, así en ética. Veíamos antes que el rostro individual es a la vez proyecto de sí mismo y realización más o menos completa. Así en la moralidad yo creo ver todo hombre que ante mi pasa como inscrito en una silueta moral de si mismo: ella precisa lo que su carácter individual sería en perfección. Algunos hinchen por completo con sus actos ese límite de su posibilidad; mas de ordinario discrepamos, por defecto o por exceso, de lo que sería nuestra propia plenitud. ¡Cuantas veces nos sorprendemos anhelando que nuestro prójimo haga esto o lo otro porque vemos con extraña evidencia que así completaría su personalidad! No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad con lo que es como proyecto. "Llega a ser el que eres". He aquí el justo imperativo... Pero suele acaecernos lo que maravillosamente, misteriosamente, sugiere Mallarmé, cuando resumiendo a Hamlet le llama: "el Señor latente que no puede llegar a ser". Dondequiera nos es fecunda esta idea, que descubre en la realidad misma, en lo que tiene de más imprevisible, en su capacidad de innovación ilimitada, la sublime incubadora de ideales, de normas, de perfecciones. En crítica literaria o artística recibe inmediata aplicación: reprodúzcase el análisis motivado por el juicio de la belleza femenina a propósito de una lectura. Al leer un libro, sobre el cuerpo que forma lo leído, va golpeando como un íntimo martilleo de agrado o desagrado: "Esto va bien, decimos; es como debía ser", "Esto va mal; su perfección designa otra trayectoria". Y automáticamente, sobre la obra, inscrito o circunscrito a ella, vamos dejando un pespunte crítico que es el esquema por ella pretendido. Si, todo libro es primero una intención y luego una realización. Con aquella midamos ésta. La obra misma nos revela a la par su norma y su pecado. Y el mayor absurdo fuera hacer un autor metro de otro. Esta dama que ante mi va... _¿Cuatro Caminos!_ grita el cobrador. Ese grito me ha causado siempre una emoción penosa, porque es un símbolo de la perplejidad. Pero el trayecto ha concluido. No se puede pedir más por diez céntimos. (1916)
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LA VIDA EN TORNO. TIERRAS DE CASTILLA NOTAS DE ANDAR Y VER 1
or tierras de Sigüenza y Berlanga de Duero, en días de agosto alanceados por el sol, he hecho yo _Rubín de Cendoya, místico español_ un viaje sentimental sobre una mula torda de altas orejas inquietas. Son las tierras que el Cid cabalgó. Son, además, las tierras donde se suscitó el primer poeta castellano, el autor del poema llamado Myo Cid. No se crea por esto que soy de temperamento conservador y tradicionalista. Soy un hombre que ama verdaderamente el pasado. Los tradicionalistas, en cambio, no le aman; quieren que no sea pasado, sino presente. Amar el pasado es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las cosas, perdiendo esa rudeza con que al hallarse presente arañan nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras manos, asciendan a la vida más pura y esencial que llevan en la reminiscencia. El valor que damos a muchas de las realidades presentes no lo merecen éstas por sí mismas; si nos ocupamos de ellas es porque existen, porque están ahí, delante de nosotros, ofendiéndonos o sirviéndonos. Su existencia, no ellas, tiene valor. Por el contrario, de lo que ha sido nos interesa su calidad íntima y propia. De modo que las cosas, al penetrar en el ámbito de lo pretérito, quedan despojadas de toda adherencia utilitaria, de toda jerarquía fundada en los servicios que como existentes nos prestaron, y así, en puras carnes, es cuando comienzan a vivir de su vigor esencial. Por esto es conveniente volver de cuando en cuando una larga mirada hacia la profunda alameda del pasado: en ella aprendemos los verdaderos valores, no en el mercadeo del día. ¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!... ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca. Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, como el evangélico “azeldama”, ha producido un poema _el Myo Cid_ que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo. El Myo Cid es un balbuceo heroico, en toscas medidas de paso de andar, donde llega a expresarse plenamente el alma castellana del siglo XII, un alma elemental, de gigante mozalbete, entre gótica y celtíbera, exenta de reflexión, compuesta de ímpetus sobrios, pícaros o nobles. El cantor anónimo que _como un alcotán gritando desde un risco_ dio en la altura desolada y agresiva de Medinaceli al aire este cantar, supo llevarnos por el camino más corto al íntimo fondo de una realidad eterna... Pero todos los que habláis español desde la cuna habéis oído este cantar, ¿no es cierto? Cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos nuestro peso moral aumenta. Caminemos unos días a través de Castilla la gentil, según la llama el poeta. II
...Es una alborada limpia sobre los tonos rosa y cárdeno del poblado de Sigüenza. Quedan en el cielo unos restos de luna que pronto el sol reabsorberá. Es este morir de la luna en pleno día una escena de superior romanticismo. Nunca más tierna la apariencia del dulce astro meditabundo. Es una manchita de leche sobre el haz terso del cielo, una de esas fresas blancas que traen de nacimiento algunas muchachas en su pecho. La mula torda sobre la que hago camino alarga sus brazos sobre el polvo calcáreo de la carretera. Delante va cargada de vianda otra mula castaña, de orejas lacias y el andar mohíno, una pobre mula maltraída, más vieja que un padre de la Iglesia. Sobre ella, vestido de pardo y tocado con la gorra de piel de conejo, acomodado en las enormes aguaderas, entre sombrillas y bastones y trespiés fotográficos que dan a la bestia un aspecto de roto bergantín, navega Rodrigalvarez. Rodrigalvarez es un hombre que parece arrancado al poema de quien voy siguiendo las trazas...
Mynaya Alvar Fañez, que Corrita mandó, Martín Antolinez, el Burgalés de pro, Muño Gustioz, que so criado fo, Martín Muñoz, el que mandó a Mont Mayor, Albar Albarez e Albar Salvadores... (Versos 735_739)
Sin embargo, Rodrigalvarez es un vaquero de Sigüenza que se ha prestado a conducirme por los senderos de esta tierra. Dicen que nadie como él conoce los caminos. Ya veremos. Entre chopos y olmos sigue la carretera el curso del Henares, un hilo imperceptible de agua que corre por un caz. A ambos lados unas pobres huertas lo ocultan con sus mimbreras. Estas salidas, muy de mañana, por los campos fuertes tienen un dejo de voluptuosidad erótica. Nos parece que somos los primeros en hendir a nuestro paso el aire puesto sobre el paisaje, y este mismo parece que se abre a nosotros con el poco de resistencia necesario para que nos percatemos que somos los que rompemos esta vía hacia su corazón. Al volver atrás la mirada por ver el trecho que llevamos andado, Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII. Las catedrales románicas fueron construidas en España al compás que hacían las espadas cayendo sobre los cuerpos de los moros. Sigüenza fue bastante tiempo lugar fronterizo, avanzada en tierra de muslmanes. Por eso, como en Ávila, tuvo la catedral que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra. Esta indecisión a que me invita el par de torres bárbaras que ahora veo coronar el municipio seguntino es muy de mi sabor. Vivimos entre antítesis: la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo, la idea a la mujer, el arte al pensamiento... Alguien, al ponernos sobre el planeta ha tenido el propósito de que sea nuestro corazón una máquina de preferir. Nos pasamos la vida eligiendo entre “lo uno y lo otro”. ¡Un penoso destino! ¡Prolongada, insistente tragedia! Sí, tragedia: porque preferir supone reconocer ambos términos sometidos a elección como bienes, como valores positivos. Y aunque elijamos lo que nos parece mejor, siempre dejamos en nuestra apetencia un hueco que debió llenarse con aquel otro bien pospuesto. Ahora bien: las gentes suelen mostrarse demasiado presurosas en decidirse por lo mejor; olvidan que cada acto de preferencia abre, a la vez, una oquedad en nuestra alma. No, no prefiramos; mejor dicho, prefiramos no preferir. No renunciemos de buen ánimo a gozar de “lo uno y de lo otro”: religión y ciencia, virtud y placer, cielo y tierra... Cierto que hasta ahora no se han resuelto las antítesis; pero cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas. La catedral de Sigüenza, toda oliveña y rosa a la hora de amanecer, parece sobre la tierra quebrada, tormentosa, un bajel secular que llega bogando hacia mí, trayéndome esta sugestión castiza en el viril de su tabernáculo... La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada. III
Mas al pensar todo esto y descolgar con la vista de las anchas torres este jirón ideológico, recuerdo que dentro de la iglesia, en un rincón de la nave occidental, hay una capilla y en ella una estatua de las más bellas de España. Me refiero al enterramiento de don Martín Vázquez de Arce. Es un guerrero joven, lampiño, tendido a la larga sobre uno de sus costados. El busto se incorpora un poco apoyando un codo en un haz de leña; en las manos tiene un libro abierto; a los pies un can y un paje; en los labios una sonrisa volátil. Cierto cartelón fijado encima de la figura hace breve historia del personaje. Era un caballero santiaguista, que mataron los moros cuando socorría a unos hombres de Jaén, con el ilustre duque del Infantado, su señor, a orillas de la acequia gorda, en la vega de Granada. Nadie sabe quien es el autor de la escultura. Por un destino muy significativo, casi todo lo grande es anónimo. De todas suertes, el escultor ha esculpido aquí una de esas antítesis. Este mozo es guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento débil, nervioso. Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Este hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la dialéctica? IV
Como a media hora de camino, pasamos junto a una inmensa huerta, propiedad del obispo, cercada con una magnífica tapia. Por sobre esta se levantan en un ademán esbeltísimo, y como de un solo envite, chopos próceres con su mastil único, brevemente y por igual ornado de verdes hojas triangulares que parpadean. La tapia tiene a Oriente y Sur dos soberbias puertas con sus verjas de hierro bien labradas. En un lugar de la tapia se abre una fuente donde el agua palpita: encima de ella están los escudos del obispado. El sol cae sobre las figuras heráldicas y las ilumina con tanta delicadeza que casi quedan interpretados sus recónditos símbolos. ¡Oh, que delicia caminar por una tierra pobre, con ruinas de antiguo esplendor, una mañana limpia! El valle se estrecha anunciando un recodo, donde va a desembocar en otro valle. En el vértice de este recodo, del otro lado de las aguas y vigilando ambos valles, aparece agarrado a una cuesta el caserío de Alcuneza –un pueblo alerta. Los pueblos de esta tierra _salvo curiosos casos_ son súbitas apariciones que aguardan al viandante puestos en sus barrancas o celados tras una ladera. No se los ve hasta que no se está muy próximo. De lejos se los confunde con la tierra ocre labrada por las aguas en las batientes de los cerros. En ésta época, sin embargo, las eras cubiertas del oro cereal anuncian con alguna anticipación la existencia de habitaciones. Rodrigálvarez, en tanto, va hablando al ritmo lento del andar de las mulas. Se mueve entre refranes como un ballestero entre las almenas. Porque este Rodrigávarez vive, como todos los hombres nacidos en estas campiñas ásperas, en perpetua defensiva. Cada refrán les sirve como una trinchera, y en el breve claro que dos de ellos dejan, disparan su asta maligna. La imprecisión del hablar y del pensar, característica de los campesinos, les facilita sobremanera las emboscadas donde ocultan sus intenciones y poderosos instintos. Son, como al guerrear, al conversar, guerrilleros. Pues bien, Rodrigálvarez se lamenta de lo mal que andan las cosas en nuestro país. Todavía no han llegado a estas humildes clases el aliento de optimismo y la impresión de rápido mejoramiento que comienzan a ganar las superiores. Vemos, con efecto, abrirse ante nosotros el nuevo valle, con su delgada cenefa de verdor en el bisel del fondo, y las ralas hileras de chopos reverberando bajo el sol; vemos en ambas laderas rastrojos sobre tierra roja y pedregosa y los altos yermos de los oteros con sus muñones de rocas cárdenas. No hay apenas olores ni apenas avecillas. A la izquierda del camino alza un cuervo su vuelo desplegando unas alas largas y como perezosas: cuando destaca sobre el cielo, un golpe de aire le arranca una pluma negra que se balancea sobre el intenso azul. Las gentes del Cid, para quienes nada había en los campos que no tuviera un sentido, habrían tomado este vuelo por un augurio adverso:
A la exisda de Bivar ovieron la corneja diestra e entrando a Burgos ovieron la siniestra. (Versos 11 y 12). Todo yace en mudez: ninguna señal llega de la campiña. De eterno confiesan estas tierras haber sido pobres y se disponen a prolongar otra eternidad su miseria. No obstante, Rodrigálvarez atribuye la mengua a los hombres: “¡Cuidado que lo hacemos mal! Porque España, don Rubín, es un rosal”. Este aire mañanero, presuroso, friolento, que me llega entre las largas orejas tordas de la mula, da a mis nervios tirantez cristalina. Y en medio de esta tierra roja, estéril y muda, las palabras estas producen en las cuerdas de mis nervios el mismo efecto que un golpe de arco sobre el alma de un rubio violín. ¡España es un rosal! V
Continuamos por el valle que se dirige hacia Oriente y se ensancha poco a poco. El paisaje es el mismo: cinta de huertas verdes en el centro, altas laderas amarillas a ambos lados y ocres frisos de oteros tajados en su cabezón por certeros cortes horizontales. Llegamos a Horna. Este es un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construcciones forman como los pligues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera un cuerpo. El hueco superior es el lugar que aprovecha la iglesia para levantarse y hacer al valle un gesto. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo. Ascendemos por las callejas miserables. En una ventana pronuncian un apólogo esencial desde sus tiestos unos claveles rojos y una graciosa mata de palma rizada. Descendemos del otro lado por análogas callejas. Es tan breve, tan concentrada, tan lógica la posición del caserío, que nos parece haber pasado sobre un gran cuerpo orgánico. Tras el pueblo las eras. El valle pierde su forma simple, y ensanchándose con vario nivel a la derecha va a morir a la izquierda al pie de unos contrafuertes que inician la Sierra Ministra. Estamos en la comarca más alta de España, caminamos sobre los hombros de un gigante. Sierra Ministra se compone de unos barrancos sembrados de piedras cárdenas y de piornos verdinegros. Es un lugar solitario hasta la exaltación, remoto del universo. Mas súbitamente la montaña se derrumba sobre un anchísimo valle amarillo y sangriento. Allá, muy lejos, en el centro de su base, una capillita románica nos presenta sus tres ábsides redondos, de línea graciosa, suave, como senos de mujer. Y sobre la alta sierra frontera, ¿qué es aquello en lo más alto? Una ciudad imaginaria, plantada sobre la cima horizontal allá en una altura terrible. Es Medinaceli, la patria del cantor de Myo Cid. La vemos desde tres o cuatro leguas, con su magnífica iglesia en medio, en luminosa, radiante silueta recortando el firmamento. Es una formidable alusión de heroísmo lanzada sobre seis leguas a la redonda. (1911) PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS SOBRE VIAJES Y COSTUMBRES Y AQUÍ PARA LEER RECREACIONES LITERARIAS |
(TIZIANO, POUSSIN Y VELÁZQUEZ) I
VINO DIVINO
scultura, pintura y música, que parecen artes tan ricas, viven, en realidad, sometidas a girar dentro de un zodiaco de temas eternos. Los artistas geniales no amplían el haber tradicional de asuntos y motivos: el hombre que muere, la mujer que ama, la madre que sufre, etc.; antes al contrario, manifiestan su vigor estético limpiando aquellos temas de la costra baladí y grosera que sobre ellos han ido depositando los malos artistas, y volviendo a ponerse delante, en su original simplicidad, la gémula iridiscente. Las gentes frívolas piensan que el progreso humano consiste en un aumento cuantitativo de las cosas y de las ideas. No, no, el progreso verdadero es la creciente intensidad con que percibimos media docena de misterios cardinales que en la penumbra de la historia laten convulsos como perennes corazones. Cada siglo, al llegar, trae apercibida una sensibilidad peculiar para algunos de estos grandes problemas, dejando a los otros como olvidados o acercándose a ellos toscamente. De la misma manera, unos hombres se hallan dotados de un órgano visual sumamente delicado, y es el mundo para ellos un tesoro de magnificencias luminosas, mientras sus oídos ignoran toda armonía. Por esto, aquellos temas primarios del arte pueden servirnos como confesionarios de la historia. Al enfrontarse con ellos cada época y ensayar su interpretación, declara las últimas disposiciones, la contextura radical de su ánimo. Y eligiendo un tema, persiguiendo las variaciones que en la historia del arte ha sufrido, vemos dibujarse la fisonomía moral de las edades, que vienen y pasan vertiginosas con una virtud que les da vida y una limitación que les va matando a modo de un asta que llevaran hincada en el flanco. Vagando por el museo del prado, bajo la tibia luz blanca que se vierte por las vidrieras, me he detenido casualmente ante tres lienzos: uno es la Bacanal de Tiziano; otro la Bacanal de Poussin; otro, Los Borrachos de Velázquez. Estas tres obras de tan disidentes artistas coinciden en el tema, son diversas soluciones estéticas a este tragicómico problema: el vino. Un problema cósmico es el vino. ¿Os reís de que me parezca el vino un problema cósmico? No es extraño, pero esas sonrisas me dan la razón. Es un problema tan grave el del vino, tan verdaderamente cósmico, que nuestra época no ha podido pasar junto a él sin darle su atención y resolverlo a su manera. Sí; nuestra época ha tomado también posición ante el problema del vino, una posición higiénica. Ligas, legislaciones, impuestos, trabajos de laboratorio...¿cuánta actividad y preocupación no va hoy incluida en esta palabra: alcoholismo? Un problema cósmico es el vino. Yo también sonrío; la época en que vivo es como un tibor chino donde ha ido creciendo mi corazón, donde se ha deformado, y a los grandes secretos del cosmos reacciona según los gestos al uso. La solución que mi edad ofrece al tema del vino es el síntoma de su prosaísmo, de su hipertrofia administrativa, de su enfermizo prurito por la previsión y el burgués acomodo, de su total carencia de esfuerzo heroico. ¿Quién tiene hoy mirada tan penetrante para ver al través del alcoholismo _una montaña de papeles impresos cargados de estadísticas_ esta simple imagen de unos pámpanos lascivos retorciéndose y unos anchos racimos que el sol traspasa con sus saetas de oro? Pero no seamos pretenciosos; nuestra interpretación del vino es una, entre muchas posibles, y es de todas la más joven. Antes, mucho antes de que el vino fuera un problema administrativo, fue el vino de un dios. Nosotros tenemos el mundo metido en cajones; somos animales clasificadores. Cada cajón es una ciencia, y en él hemos aherrojado un montón de esquirlas de la realidad que hemos ido arrancando a la ingente cantera maternal: la Naturaleza. Y así en pequeños montones, reunidos por coincidencias, caprichosas tal vez, poseemos los escombros de la vida. Para lograr ese tesoro exánime tuvimos que desarticular la Naturaleza originaria, tuvimos que matarla. El hombre antiguo, por el contrario, tenía delante de sí el cosmos vivo, articulado y sin escisiones. La clasificación principal que parte el mundo en cosas materiales y cosas espirituales no existía para él. Dondequiera miraba, veía solo manifestaciones de poderes elementales, torrentes de energías específicas creadoras y destructoras de los fenómenos. El fluir del agua no era un rodar de gotas sobre gotas: era una manera de vivir peculiar de las divinidades fluviales. El día era un ser puesto a la faena magnífica de incendiar periódicamente los campos, y la noche una fuerza restauradora que hacía a los muertos revivir. Pues bien: en aquel mundo de una pieza se presentaba el vino como un poder elemental. Los granos de uva parecen tumorcicos de luz; mantienen condensada una fuerza extrañísima que se apodera de hombres y animales y les conduce a una existencia mejor. El vino da brillantez a las campiñas, exalta los corazones, enciende las pupilas y enseña a los pies la danza. El vino es un dios sabio, fecundo y danzarín. Dionisos, Baco, son un rumor de fiesta perpetua que cruza como el viento caliente las hondas selvas vivas. |
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II
LA BACANAL DEL TIZIANO No creo que haya cuadro en el mundo tan optimista como este. Es un rellano que se hace junto a la ladera de un montecillo. Unos árboles amenizan el lugar: tras ellos un mar de color ultramarino, de aguas densas e inmóviles. Una nave lenta se desliza. El cielo, de azul intenso, con una nube blanca en medio, es el personaje principal, en el se destacan los árboles, el montículo, brazos y cabezas de algunas figuras y cuanto de él es tocado queda libre de las penalidades materiales. Hombres y mujeres han escogido este apacible rincón del universo para gozar de la existencia: son unos hombres y unas mujeres que beben, ríen, hablan, danzan, se acarician y duermen. Todas las funciones biológicas aparecen aquí dignificadas y con idénticos derechos. En medio casi del cuadro, un niño alza su camisilla y realiza sus menesteres menores. En el vértice de la loma, un viejo desnudo toma un baño de sol, y en primer término, a la derecha, Ariadna, desnuda y blanca, se despereza dormida. Este cuadro podría llamarse de otra manera más expresiva, podría llamarse lo que es en verdad: el triunfo del momento. De un instante a otro instante vamos por la vida dando tumbos; de ellos nos son unos indiferentes, los dejamos pasar como vemos fluir un río grisiento. Otros nos traen dolores, son como punzadas y pinchazos en nuestro corazón; ¿qué hacer? Solemos decir un ¡ay de mí!, y empujamos el instante lejos de nosotros, lo repelemos, lo aniquilaríamos si pudiésemos para que jamás volviera. Pero hay momentos sublimes en que nos parece coincidir con todo el universo; nuestro ánimo se expansiona y virtualmente abarca el horizonte y somos una misma cosa con cuanto nos rodea, y nos percatamos de una subitánea armonía que gobierna las cosas. Es el momento del placer, es como la cima de la vida y su integral expresión. Y entonces unas manos espirituales se alzan en nuestro espíritu y se agarran al instante y pugnan por retenerlo. Mejor aún: de un brinco nos lanzamos dentro de ese instante que pasa veloz, decididos a entregarnos a él, sin reservas ni suspicacias, como si el minuto placentero fuera una de aquellas naves venturosas que Homero atribuye a los Feacios, naves que sin timón ni piloto conocen ciertas los caminos del mar. Uno de estos momentos ha pintado Tiziano. Estas gentes viven en una ciudad y allí padecen los tormentos de la existencia concreta: tienen ambiciones insaciables, sufren privaciones, desconfían mutuamente de sí, les acongoja el sentimiento de la propia limitación y se miran con ojos torvos los unos a los otros. Pero un día van al campo: es blanda la brisa, el sol dora el polvillo atmosférico y pone azules sombras bajo las ramas frondosas. En esto alguien trae unas ánforas y unos bocales y unas jarritas de plata y oro labradas delicadamente. Dentro de estos recipientes brilla el vino. Beben. La tensión histérica de los ánimos cede: las pupilas se van poniendo incandescentes, las fantasías se incorporan en las celdillas cerebrales. La verdad es que la vida no es de tan adversa condición, que los cuerpos humanos son bellos sobre un fondo campestre de oro y azul, que las almas son nobles, agradecidas y aptas para comprendernos y replicarnos. Beben. Parece como si dedos invisibles tejieran nuestro ser con la tierra, el mar, el cielo; como si el mundo más bien fuera un tapiz y nosotros figuras de ese tapiz y los hilos que forman nuestro pecho siguieran más allá de éste y fueran los mismos que hacen la materia de aquella nube radiante. Beben. ¿Qué tiempo llevan aquí? Vagamente recuerdan que hay una ciudad y que hay dolores y que hay cambios, desapariciones y fenecimientos. Les parece que llevan aquí siglos y que eternamente permanecerán aquí y que eternamente un rayo solar herirá el anca de este jarro argentino sembrador de destellos. Como un objeto de elasticidad ilimitada, el momento se ha ido estirando y alcanza de un lado y de otro los vagos confines del tiempo. Esta voluntad de eterna perduración que yace en el fondo de toda hora de placer ha servido a Nietzsche para distinguir los valores verdaderos, las nuevas tablas de lo bueno y lo malo. Así dice en los famosos versos: El dolor dice: ¡Pasa! ¡Quiere el placer, en cambio, eternidad, quiere profunda eternidad!
Estas gentes que beben se han ido desnudando, para sentir la caricia de los elementos sobre la piel tibia, tal vez por un secreto ímpetu y deseo de fundirse más con la naturaleza. Y a poco más que escancian, advierten con rara clarividencia, patentes ante su percepción, los últimos secretos del cosmos, los módulos creadores de todas las cosas. Estos misterios son los ritmos. Ven que la escena es una masa de tonos azules –cielo, mar, césped, árboles, túnicas_ a que responden los tonos cálidos, rojos y dorados_ cuerpos viriles, áureas fajas de sol, panzas de vasos, amarillas carnes femeninas. Ven el cielo como una pregunta sutil e inmensa; la tierra, ancha, fuerte, como una respuesta satisfactoria y bien fundada. Ven que hay en el mundo un lado derecho y otro izquierdo, un alto y un bajo; ven que hay luz y sombra; quietud y movimiento; ven que lo cóncavo es un seno para recibir lo convexo; que lo seco aspira a lo húmedo, lo frío a lo ardoroso; que el silencio es un aposento preparado, como posada, para recibir el ruido traseúnte...... Estas gentes no han sido iniciadas en el misterio rítmico del universo por una externa erudición; el vino, que era un dios sabio, les ha dado, empero, una momentánea intuición del máximo secreto. No se trata de unos conceptos que haya introducido en sus cerebros; al contrario, el vino ha realizado la inmersión de estos cuerpos dentro de la razón fluida en que va flotando el mundo. Y así llega un minuto en que los movimientos de sus brazos, torsos y piernas, se hacen también rítmicos, en que los músculos no solo se mueven, sino que se mueven con compás. El compás es una oculta lógica que yace en el músculo; el vino, la potencia, y hace del movimiento danza. |
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III
LA BACANAL DE POUSSIN Ello es que el vino, según Tiziano, lleva la pura materia orgánica a una potencia espiritual. Aquí tenemos, en este cuadro espléndido, declarada con motivo de unos hombres que se solazan en torno a unas ánforas de vino, la filosofía del renacimiento. La Edad Media nos habla del espíritu como enemigo y contradictor de la materia. Matando ésta crece aquél; la vida es una guerra que mueve el alma al cuerpo; la táctica se llama ascetismo. Pero el Renacimiento siente de otra manera la incógnita de la existencia. Se resiste, se niega a esa dualidad pesimista. No; el mundo es uno: no es sólo materia grosera, ni solo imaginaria espiritualidad. Lo que llamáis materia puede alcanzar una vibración rítmica –y esto es lo que llamáis espíritu. El músculo llega por sí mismo, a lo sumo favorecido por el vino, a la danza, la garganta al canto, el corazón al amor, los labios a la sonrisa, el cerebro a la idea. Podemos, pues, arribar a una fórmula que nos fije el sentido de la bacanal tizianesca: es el punto de indiferencia entre el hombre, la bestia y el Dios. Sus personajes son de carne y hueso; por mera intensificación de sus energías naturales, es decir, bestiales, llegan a la unión esencial con el cosmos, a la intuición infinita, al absoluto optimismo que era patrimonio de la supuesta divinidad. Comparemos brevemente con la de Tiziano la de Poussin. El cuadro es una ruina de un cuadro, imposible que la fotografía ni el grabado den una idea de él. Allá en una sala apenas visitada del Museo prolonga una fatal agonía. Los tonos rojos, simplicísimos, con que Poussin labraba sus figuras, han sido absorbidos por la fiera luz real que sobre ellos secularmente ha ido operando. Los tonos fríos, de azules fundidos con negro, se han empastado. Como ante el lienzo de Tiziano reímos, este lienzo físicamente maltrecho nos invita a la elegía, a meditar sobre lo fugitivo de todo esplendor, sobre el acabamiento y la cruel misión del tiempo, gran roedor. Sin embargo, lo que nos cuenta Poussin es, si cabe, más alegre aún que la anécdota de Tiziano. Porque Tiziano refiere sólo una anécdota, nos presenta algo esencialmente momentáneo. No podemos menos de advertir el esfuerzo de la materia para ascender un instante, empujada por el vino, a las fuertes vibraciones espirituales; no podemos menos de presentir que todo concluirá en un inmenso cansancio, en carnes ajadas, en músculos lacios, en mal sabor de boca. Los personajes de Poussin no son hombres, son dioses. Faunos, silenos, ninfas y sátiros que acompañan por el bosque eternamente la rauda aventura de Baco y Ariadna. El elemento realista, humano, solo humano, de Tiziano, falta aquí. No por defecto, no por error u olvido, sino formalmente. Poussin pinta cuando ha pasado el renacimiento como pasa una bacanal humana. Vive precisamente en el día que sigue a la orgía tizianesca. Llora de cansancio y desánimo. Las promesas optimistas del renacimiento no se han cumplido. La existencia es áspera y exenta de poesía; la vida se va estrechando. Los pueblos de Occidente se entregan al misticismo o al racionalismo. ¿A qué vivir? Suprimamos en lo posible la acción; reduzcamos a lo mínimo la vida; más bien que vivir esta aspereza presente, recordemos la egregia existencia de un vago pretérito. Poussin es un romántico de la mitología clásica. Dentro de un espacio irreal hace pasar el cortejo armonioso de unos seres divinos, dotados de un reír inextinguible, que beben sin emborracharse, para quienes la bacanal no es una fiesta, sino la vida normal. Meter-Graefe nota muy bien esto. “La bacanal de Poussin evita todos los extremos. No es, como la de Tiziano, el episodio de un día de libertinaje, es la felicidad hecha norma”. En efecto: el niño del cuadro de Tiziano está aquí, a la derecha, en un grupo formado por un fauno y una ninfa, la cual cabalga un macho cabrío. El niño tiene patas de chivo, es un satirillo lindo, hijo tal vez del buco y la bella divinidad. Esta aproximación entre el dios y la bestia tiene una grave intención melancólica característica del romanticismo. Cuando Rousseau postulaba la vuelta del hombre a la Naturaleza proclamaba también la ruptura de la civilización. Ésta, lo específicamente humano, es un error, un callejón sin salida. La Naturaleza es más perfecta que la cultura; es decir, la bestia está más cerca de Dios que el hombre. Y Pascal, tiempo antes, había predicado también: “Il faut s’abêtir.” |
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IV LOS BORRACHOS DE VELÁZQUEZ La belleza y la ventura son atribuciones de los dioses _nos sugiere Poussin_, no de los hombres. La alegría que describe en su cuadro produce en nosotros una reacción amarga, porque nos sentimos excluidos de ella. La realidad es laboriosa y lugar de dolor: la felicidad es irreal como estos dioses y estas ninfas. El sol real se ha vengado, ha oscurecido el cuadro, como dicen que los olimpicos poderes cegaron a Homero para vengarse del deshonor que éste vertiera sobre Helena. La solución de Poussin nos induce a una idea contemplativa, interior, callada, en que recogemos los tenues ecos de ese reír inextinguible que llevan en los labios los dioses. Solución poco reconfortante, equívoca invitación a una perdurable melancolía. Pero, al menos, Poussin nos asegura que hay dioses. Poussin pinta dioses. Y he aquí que nuestro Velázquez reúne unos cuantos ganapanes, unos pícaros, hez de la ciudad, sucios, ladinos e inertes. Y les dice: “Venid, que vamos a burlarnos de los dioses”. En medio de la viña desnuda a un mozancón rollizo, de carne linfática y le pone unas hojas de vid en torno a la cabeza. Éste será Baco. Y agrupa a los demás en torno de una jarra y les hace beber hasta que los ojos se hinchan estúpidamente y las mejillas se contraen en un necio gesto de risa. Esto es todo. La bacanal desciende a borrachera. Baco es una mixtificación. No hay más que lo que se ve y se palpa. No hay dioses. El estado de espíritu que esto revela, la burla de toda mitología que, como es sabido, aparece a lo largo de la obra de Velázquez _recuérdese “Mercurio y Argos” (el dios Marte)_ tiene, sin duda, grandeza. Es una valiente aceptación del materialismo, un desafío al cosmos, un soberbio “malgré tout”. Pero ¿es justificado? ¿No es el realismo una limitación? Porque, vengamos a cuentas: ¿qué cosas son los dioses? ¿Qué han simbolizado los hombres en los dioses? El tema es grave y difícil. Forzándolo podíamos decir: los dioses son el sentido superior que las cosas poseen si se les mira en conexión unas con otras. Así, Marte, es lo mejor de la guerra; la gallardía, la entereza, la reciedad del cuerpo. Así, Venus es lo mejor de la expansión sexual: lo deseable, lo bello, lo suave y blando, el eterno femenino. Baco es lo mejor de la sobreexcitación fisiológica; el ímpetu, el amor a los campos y a los animales, la profundad hermandad de todos los seres vivos, los bienhadados placeres que a la mísera humanidad ofrece la fantasía. Los dioses son lo mejor de nosotros mismos, que, una vez aislado de lo vulgar y peor, toma una apariencia personal. Decir que no hay dioses es decir que las cosas no tienen, además de su constitución material, el aroma, el nimbo de una significación ideal, de un sentido. Es decir que la vida no tiene sentido, que las cosas carecen de conexión. Tiziano y Poussin son, cada cual a su modo, temperamentos religiosos, sienten lo que Goethe sentía: devoción a la Naturaleza. Velázquez es un gigante ateo, un colosal impío. Con su pincel arroja los dioses como escobazos. En su bacanal, no solo no hay un Baco, sino que hay un sinvergüenza representando a Baco. Es nuestro pintor. Ha preparado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dionisos, hablamos del alcoholismo. PULSA AQUÍ PARA LEER RECREACIONES PICTÓRICAS |