¡Oh lauro inmarcesible, oh glorioso hado de nación libre, quien te alcanza llamarse con verdad puede dichoso! ¡Libertad, libertad! tú la esperanza eres de cuanto espíritu brioso el despotismo en sus mazmorras lanza. Los pueblos que benéfica visitas a vida nueva al punto resucitas. El pueblo de Minerva, el de Quirino, si la historia pregona sus loores, y si con esplendor lucen divino, del tiempo y del olvido vencedores, a la libertad deben su destino. La libertad regó las bellas flores que la sien de Fabricio y Decio ornaron, y a Foción y a Aristides coronaron. A Jefferson y a Washington inflamas en tu sagrado amor, y otro hemisferio consume luego entre voraces llamas los monumentos de su cautiverio. Tu santo ardor por la nación derramas, y de las leyes fundas el imperio, siempre absoluto, porque siempre justo, que la igualdad social mantiene augusto.
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EPÍSTOLA DE ABAELARDO A HELOÍSA ¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada! ¿Qué me quieres, bellísima Heloísa? ¿Por qué tu voz se escucha en esta tumba, morada eterna de pavor y muerte? De un Dios celoso los preceptos duros tan sólo aquí se siguen, de natura las suavísimas leyes olvidando; amar es un delito. Sí, Heloísa; Dios veda que te adore a tu Abaelardo y sople el fuego que en tu amor le inflama, el fuego que discurre por mis venas, y que mi triste corazón abrasa. ¡Terrible suerte! mis verdugos crudos mis órganos helaron, y la ardiente llama que el alma mísera devora no encuentra desahogo. Me consumo en rabiosos esfuerzos impotentes, los cielos y la tierra detestando. Eterno Ser, cuyos milagros canta el vulgo ciego ante el altar postrado, del engaño riendo el sacerdote, ¿quieres verme rendido ante tus aras? Vuélveme el sexo, y canto tus grandezas. Melancólico libro, que dictado fuiste sin duda por un alma triste, Biblia, que haces de Dios un cruel tirano, tú serás mi lectura eternamente. ¡Oh, cómo me complaces cuando pintas los hombres y animales fluctuantes en el abismo inmenso de las aguas clamar en balde por favor al Cielo, y la vida exhalar en mortal ansia! Todo el linaje humano, reprobado por el leve delito de uno solo, me muestras arrastrando sus cadenas, y condenado a enfermedad y muerte. Mi gozo es retratarme estas ideas. La desesperación fundó los claustros; ella aquí me ha arrojado. Yo detesto de los hombres, de Dios, y de mí mismo; de Heloísa también: sí, de Heloísa. Yo fragüé tus cadenas, yo tus votos te forcé a pronunciar, yo te he arrancado del mundo que adornaba tu hermosura. Odia, abomina este execrable monstruos que marchitó la más lozana rosa, y en capullo cortó la flor más bella. La desesperación ante mi lecho hace la ronda, y en mi pecho anida la mortal rabia; a mis cansados ojos jamás se asoma el llanto. Di, Heloísa, si reconoces tu infeliz amante en tan fatal estado. Fueron tiempos en que enjugaba compasivo el lloro del triste que aliviaba en sus desdichas. ¡Cuántas veces mis lágrimas regaron tus mejillas, la suerte lamentando del que la desventura perseguía! La dulce compasión ya no se alberga en este corazón, más que la roca por el sumo dolor empedernido, y hasta el consuelo de llorar me quita la bárbara y cruel naturaleza. Los celos y la envidia macilenta son las pasiones que mi pecho ocupan, y hasta del Dios que sirves tengo celos. Cuando imagino que en el templo augusto a Dios das un amor que a mí me debes, execrando sus leyes sacrosantas, el rival me declaro del Eterno. |
El mundo todo contra mí conspira, y todo me aborrece mortalmente; yo vuelvo mal por mal, guerra por guerra. Los monjes que sujeta a mis preceptos la vil superstición y el fanatismo son con cetro de hierro gobernados; todos ven en su abad un enemigo. La penitencia austera, amargo fruto de desesperación que el pueblo mira cual dádiva de Dios, y que los Cielos airados en su cólera reparten, en mi semblante mustio se retrata. Ceñido de cilicios, soy yo propio el más crudo enemigo de mí mismo, y sufro mil tormentos que me impongo.
Debajo de mis plantas miro abierto un abismo de penas y de horrores, y la muerte afilando su guadaña amenazarme su tremendo golpe. Hiere; y descenderé tranquilamente a la mansión eterna del espanto. ¿Del tirano que rige a los mortales la rabia omnipotente puede acaso castigarme con penas más horribles? Allí yo te veré, veré a Heloísa, y aumentará tu vista mi tormento, tu vista que otro tiempo fue mi gloria.
Mi corazón se oprime; no me es dado contemplar a mi amada en la desdicha. Jehováh, que de contino en balde imploro, si víctima tu saña necesita, descarga sobre mí: ve aquí mi cuello. Tú, amada, vuelve al mundo que dejaste; ve, torna a las pasadas alegrías, de un esqueleto olvida las memorias, vil juguete de Dios y de los hombres. Si quieres ser feliz huye del claustro; renuncia de los votos imprudentes que no pudiste hacer; rompe tus grillos. El hombre jamás pierde sus derechos; cobrar la libertad es siempre justo.
Dios eterno, perdona mis delirios. Tú me has hecho apurar hasta las heces el cáliz del dolor y la ignominia; ¿y querrás que mi grito no resuene y que sufra en silencio el crudo azote? ¡Oh, cuán tremendo es Dios en sus venganzas, si no permite al infeliz ni el llanto! ¡Oh tú, que en otros tiempos animaste este cadáver que ante mí contino retrata los horrores de la muerte, espíritu que habitas las regiones por siempre impenetrables a los vivos, ilumina a un mortal extraviado que confusión y oscuridad rodea! ¿Qué orden nuevo de cosas nos aguarda en el reino espantoso de los muertos? ¿La miseria, el dolor, persiguen siempre a los humanos tristes, y se ceban en las cenizas yertas del difunto? ¿o es la huesa el camino de la dicha? ¿o más bien todo con la vida acaba?
Perseguido de ideas funerales, la muerte miro como un trance horrible que me ha de conducir a nuevas penas. A veces en mis sueños me figuro que, conducido por un caos inmenso, soy presentado al trono del Muy Alto, y el resplandor que en torno le rodea me hace caer a tierra deslumbrado; que me levanta el rayo fulminante, y que el ángel tremendo de la muerte la senda del Averno me señala, y en la región del luto soy sumido, condenado a tormentos sempiternos, do son perpetuamente los humanos víctima de las iras implacables de un tirano cruel y omnipotente. Despavorido me despierto, al Cielo, a ese Cielo de bronce, alzando en balde mis ayes doloridos y profundos.
¡Jesús, santo Jesús!, tú que quisiste morir crucificado entre ladrones; mártir de la virtud, que el vulgo adora como deidad, y que venera el sabio como el más santo y justo de los hombres; que contemplando el orden de los seres admiras el gran todo, y las flaquezas del humano linaje compadeces, que evitó siempre tu virtud severa; si las preces del justo pueden algo con ese Dios que tú anunciaste al mundo, suplícale que alivie mis quebrantos; la desesperación que despedaza mi corazón, que desvanezca luego un rayo de su gracia poderosa. ¿En qué pudo ofenderle un desdichado que amaba la virtud, que así le priva de gozar por jamás algún contento? Aparta ya, gran Dios, de mí tu soplo, súmeme de una vez en el sepulcro, y corta el hilo de tan triste vida. Vosotros, monjes, que he mortificado hasta haceros la vida detestable, ¿no tornáis la venganza? ¿qué os detiene? ¿o queréis que respire en mi despecho? Vosotros, que el silencio de las celdas, la soledad medrosa de los claustros y el lúgubre pavor del cementerio excita a los proyectos más atroces, espíritus crueles que endurece contra la humanidad la penitencia: vosotros, que encendisteis las hogueras del fanatismo y el puñal agudo clavasteis en el pecho del hereje, que convertís a Dios a sangre y fuego, apurad contra mí vuestros horrores. ¿Qué pena da a los monjes un delito? ¿Son éstos, Heloísa, de tu amante los süaves coloquios? ¿Dó se fueron las deliciosas noches ¡ay! pasadas en brazos del placer, cuando Heloísa templaba con sus besos amorosos el ardor de mi llama? ¡Suerte horrible! Del deleite supremo el dulce cáliz me dio a gustar natura, porque sienta el valor infinito de la dicha y el peso del dolor intolerable que para siempre morará conmigo.
Ya no invoco la muerte, que huye lejos del mísero que vive en los ultrajes. Ni el cuchillo cruel de mis verdugos, ni mis suplicios, ni mi austera vida, ni mi ayuno continuo, ni mis duelos: nada basta a arrojarme en la fría tumba. Las sombras pavorosas de los muertos rondan en derredor de mí contino, y a habitar me convidan sus mansiones; en balde; que el destino aborrecido me tiene fijo a la enemiga tierra, y huye la muerte cuando yo la toco.
¡Oh Señor! ¿para cuándo señalaste el término a mis días tan ansiado? ¿Me has de dejar sufrir eternamente? ¿O quieres que publique tus loores de la horrible desgracia perseguido? Quebranta las cadenas que sujetan mi cuello a la pasión; libre me hiciste, tórname en libertad, tu don conserva.
Amada, oyó mis votos el Eterno. La dulce calma vuelve a mis sentidos. Ya va a herirme la muerte, y ya el descanso de mis fatigas acercarse miro. En el seno de un Dios, de un padre amante de sus criaturas, las delicias todas me aguardan de consuno; que en tus brazos solamente gusté su vana sombra. Aquí de los humanos los delirios desperecen por siempre; un Dios piadoso perdona a los errores invencibles que graba la crianza en nuestras almas. Felicidad y dicha inalterable habitan las regiones fortunadas, que de monstruos horrendos puebla el hombre. Aquí nos hallaremos, Heloísa, y nuestras almas con amor más tierno se estrecharán en lazo indisoluble. Vive feliz, y piensa en tu Abaelardo; tu amor causó sus glorias y sus penas, y ni en la postrer hora te ha olvidado. |
A UNA DAMA QUE CENO CON EL AUTOR Dase Dios por manjar a su escogido pueblo en la pascua cena misteriosa; Cristo es comida y mesa deliciosa del hombre de amor tanto confundido. Jesús asiste en gloria y prez ceñido eternamente con su amada Esposa; ¡de amor omnipotente portentosa hazaña! En tierra mora, al Cielo es ido. Tú que por diosa adora el alma mía, bellísima Amarilis, a ti es dado hacer tan gran milagro nuevamente. Cristo se ha dado a sí en la Eucaristía: ¡ay! tú date a mi pecho enamorado, y vivirás en él eternamente.
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Al tiempo que los hombres y animales en hondo sueño yacen sepultados, soñé ante mí los pueblos ver postrados alzarme rey de todos los mortales. Rendí el cetro a las plantas celestiales de Alcinda, y mis suspiros inflamados benignamente fueron escuchados; me envidiaron los dioses inmortales. Huyó lejos el sueño, mas no huyeron las memorias con él de mi ventura, la triste imagen de mi bien fingido. El mando y el poder desparecieron. ¡Oh de un desventurado suerte dura! Amor quedó, mas lo demás es ido.
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La horrible Inquisición, ese coloso que del cieno nació de Flegetonte, y mamó de Megera el ponzoñoso jugo, y bebió el azufre de Aqueronte, aún agita sus teas horroroso, y entre ruinas descuella, cual el monte de Olimpo en Grecia mísera desierta su frente esconde entre las nubes yerta.
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¡Oh pueblo malhadado!
Con mil cadenas tu cerviz altiva
amarrará a su carro la anarquía;
de libertad te priva
el padre de los dioses indignado,
en pena de tu infame cobardía,
hasta que con altares
la diosa que ofendiste aplacares.
De Bruto el alma santa,
rasgando las esferas celestiales,
en ti vino, y tu diestra generosa
de sus armas fatales
a los tiranos, ciñe. ¡Ay! cuál levanta
el vulgo vil al cielo su espantosa
voz por su soberano,
muerto, Carlota, por tu noble mano.
El fragoso camino
es este del Olimpo; el inflexible
Catón y Marco Aurelio por él fueron;
por él siguió el terrible
azote de los reyes, el divino
Rousseau; por él los dioses concedieron
escalar las moradas
a las divinidades reservadas.
Salve, deidad sagrada;
tú del monstruo Sangriento libertaste
la patria; tú vengaste a los humanos;
tú a la Francia enseñaste
cuál usa el alma libre de la espada,
y cuál sabe inmolar a sus tiranos;
tú abriste la carrera,
y en la lid te lanzaste la primera.
De tu pueblo infelice
sé deidad tutelar: ¡Oh! no permitas
que a la infame Montaña rinda el cuello.
Mas ¡ay! que en balde excitas
con tu ejemplo el vil pueblo que maldice
el brazo que le libra. ¡Ay! que tan bello
heroísmo es perdido,
y pesa más el yugo aborrecido.
Que en las negras regiones
las Furias hieran con azote duro
del vil Marat el alma delincuente;
que en el Tártaro escuro
sufra pena debida a sus acciones,
y del gusano eterno el crudo diente
roa el pecho ponzoñoso,
¿será por eso el pueblo más dichoso?
La libertad perdida
¡ay! mal se cobra; en pos de la anarquía
el despotismo sigue en trono de oro;
su carro triunfal guía
la soberbia opresión; la frente erguida
va la desigualdad, y con desdoro
el pueblo envilecido
tira de su señor al yugo uncido.
¡Oh diosa! los auspicios
funestos, de la Francia ten lejanos;
torne la libertad a nuestro suelo;
así con puras manos
los hombres libres gratos sacrificios
te ofrecerán, Carlota; tú del cielo
donde asistes, clemente
protege siempre la francesa gente. |
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