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Abate  Marchena

Apóstrofe a la Libertad

Apístola de Abelardo a Heloísa

A una dama que cenó con el autor

El sueño engañoso

Epigrama de la Inquisición

A Carlota Corday

    APÓSTROFE A LA LIBERTAD

¡Oh lauro inmarcesible, oh glorioso

hado de nación libre, quien te alcanza

llamarse con verdad puede dichoso!

¡Libertad, libertad! tú la esperanza

eres de cuanto espíritu brioso

el despotismo en sus mazmorras lanza.

Los pueblos que benéfica visitas

a vida nueva al punto resucitas.

El pueblo de Minerva, el de Quirino,

si la historia pregona sus loores,

y si con esplendor lucen divino,

del tiempo y del olvido vencedores,

a la libertad deben su destino.

La libertad regó las bellas flores

que la sien de Fabricio y Decio ornaron,

y a Foción y a Aristides coronaron.

 A Jefferson y a Washington inflamas

en tu sagrado amor, y otro hemisferio

consume luego entre voraces llamas

los monumentos de su cautiverio.

Tu santo ardor por la nación derramas,

y de las leyes fundas el imperio,

siempre absoluto, porque siempre justo,

que la igualdad social mantiene augusto.

 

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EPÍSTOLA DE ABAELARDO A HELOÍSA

 ¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada!

¿Qué me quieres, bellísima Heloísa?

¿Por qué tu voz se escucha en esta tumba,

morada eterna de pavor y muerte?

De un Dios celoso los preceptos duros

tan sólo aquí se siguen, de natura

las suavísimas leyes olvidando;

amar es un delito. Sí, Heloísa;

Dios veda que te adore a tu Abaelardo

y sople el fuego que en tu amor le inflama,

el fuego que discurre por mis venas,

y que mi triste corazón abrasa.

 ¡Terrible suerte! mis verdugos crudos

mis órganos helaron, y la ardiente

llama que el alma mísera devora

no encuentra desahogo. Me consumo

en rabiosos esfuerzos impotentes,

los cielos y la tierra detestando.

Eterno Ser, cuyos milagros canta

el vulgo ciego ante el altar postrado,

del engaño riendo el sacerdote,

¿quieres verme rendido ante tus aras?

Vuélveme el sexo, y canto tus grandezas.

 Melancólico libro, que dictado

fuiste sin duda por un alma triste,

Biblia, que haces de Dios un cruel tirano,

tú serás mi lectura eternamente.

¡Oh, cómo me complaces cuando pintas

los hombres y animales fluctuantes

en el abismo inmenso de las aguas

clamar en balde por favor al Cielo,

y la vida exhalar en mortal ansia!

Todo el linaje humano, reprobado

por el leve delito de uno solo,

me muestras arrastrando sus cadenas,

y condenado a enfermedad y muerte.

Mi gozo es retratarme estas ideas.

 La desesperación fundó los claustros;

ella aquí me ha arrojado. Yo detesto

de los hombres, de Dios, y de mí mismo;

de Heloísa también: sí, de Heloísa.

Yo fragüé tus cadenas, yo tus votos

te forcé a pronunciar, yo te he arrancado

del mundo que adornaba tu hermosura.

Odia, abomina este execrable monstruos

que marchitó la más lozana rosa,

y en capullo cortó la flor más bella.

La desesperación ante mi lecho

hace la ronda, y en mi pecho anida

la mortal rabia; a mis cansados ojos

jamás se asoma el llanto. Di, Heloísa,

si reconoces tu infeliz amante

en tan fatal estado. Fueron tiempos

en que enjugaba compasivo el lloro

del triste que aliviaba en sus desdichas.

¡Cuántas veces mis lágrimas regaron

tus mejillas, la suerte lamentando

del que la desventura perseguía!

La dulce compasión ya no se alberga

en este corazón, más que la roca

por el sumo dolor empedernido,

y hasta el consuelo de llorar me quita

la bárbara y cruel naturaleza.

Los celos y la envidia macilenta

son las pasiones que mi pecho ocupan,

y hasta del Dios que sirves tengo celos.

Cuando imagino que en el templo augusto

a Dios das un amor que a mí me debes,

execrando sus leyes sacrosantas,

el rival me declaro del Eterno.

 El mundo todo contra mí conspira,

y todo me aborrece mortalmente;

yo vuelvo mal por mal, guerra por guerra.

Los monjes que sujeta a mis preceptos

la vil superstición y el fanatismo

son con cetro de hierro gobernados;

todos ven en su abad un enemigo.

La penitencia austera, amargo fruto

de desesperación que el pueblo mira

cual dádiva de Dios, y que los Cielos

airados en su cólera reparten,

en mi semblante mustio se retrata.

Ceñido de cilicios, soy yo propio

el más crudo enemigo de mí mismo,

y sufro mil tormentos que me impongo.

 

Debajo de mis plantas miro abierto

un abismo de penas y de horrores,

y la muerte afilando su guadaña

amenazarme su tremendo golpe.

Hiere; y descenderé tranquilamente

a la mansión eterna del espanto.

¿Del tirano que rige a los mortales

la rabia omnipotente puede acaso

castigarme con penas más horribles?

Allí yo te veré, veré a Heloísa,

y aumentará tu vista mi tormento,

tu vista que otro tiempo fue mi gloria.

 

Mi corazón se oprime; no me es dado

contemplar a mi amada en la desdicha.

Jehováh, que de contino en balde imploro,

si víctima tu saña necesita,

descarga sobre mí: ve aquí mi cuello.

Tú, amada, vuelve al mundo que dejaste;

ve, torna a las pasadas alegrías,

de un esqueleto olvida las memorias,

vil juguete de Dios y de los hombres.

Si quieres ser feliz huye del claustro;

renuncia de los votos imprudentes

que no pudiste hacer; rompe tus grillos.

El hombre jamás pierde sus derechos;

cobrar la libertad es siempre justo.

 

Dios eterno, perdona mis delirios.

Tú me has hecho apurar hasta las heces

el cáliz del dolor y la ignominia;

¿y querrás que mi grito no resuene

y que sufra en silencio el crudo azote?

¡Oh, cuán tremendo es Dios en sus venganzas,

si no permite al infeliz ni el llanto!

¡Oh tú, que en otros tiempos animaste

este cadáver que ante mí contino

retrata los horrores de la muerte,

espíritu que habitas las regiones

por siempre impenetrables a los vivos,

ilumina a un mortal extraviado

que confusión y oscuridad rodea!

¿Qué orden nuevo de cosas nos aguarda

en el reino espantoso de los muertos?

¿La miseria, el dolor, persiguen siempre

a los humanos tristes, y se ceban

en las cenizas yertas del difunto?

¿o es la huesa el camino de la dicha?

¿o más bien todo con la vida acaba?

 

Perseguido de ideas funerales,

la muerte miro como un trance horrible

que me ha de conducir a nuevas penas.

A veces en mis sueños me figuro

que, conducido por un caos inmenso,

soy presentado al trono del Muy Alto,

y el resplandor que en torno le rodea

me hace caer a tierra deslumbrado;

que me levanta el rayo fulminante,

y que el ángel tremendo de la muerte

la senda del Averno me señala,

y en la región del luto soy sumido,

condenado a tormentos sempiternos,

do son perpetuamente los humanos

víctima de las iras implacables

de un tirano cruel y omnipotente.

Despavorido me despierto, al Cielo,

a ese Cielo de bronce, alzando en balde

mis ayes doloridos y profundos.

 

¡Jesús, santo Jesús!, tú que quisiste

morir crucificado entre ladrones;

mártir de la virtud, que el vulgo adora

como deidad, y que venera el sabio

como el más santo y justo de los hombres;

que contemplando el orden de los seres

admiras el gran todo, y las flaquezas

del humano linaje compadeces,

que evitó siempre tu virtud severa;

si las preces del justo pueden algo

con ese Dios que tú anunciaste al mundo,

suplícale que alivie mis quebrantos;

la desesperación que despedaza

mi corazón, que desvanezca luego

un rayo de su gracia poderosa.

¿En qué pudo ofenderle un desdichado

que amaba la virtud, que así le priva

de gozar por jamás algún contento?

Aparta ya, gran Dios, de mí tu soplo,

súmeme de una vez en el sepulcro,

y corta el hilo de tan triste vida.

Vosotros, monjes, que he mortificado

hasta haceros la vida detestable,

¿no tornáis la venganza? ¿qué os detiene?

¿o queréis que respire en mi despecho?

Vosotros, que el silencio de las celdas,

la soledad medrosa de los claustros

y el lúgubre pavor del cementerio

excita a los proyectos más atroces,

espíritus crueles que endurece

contra la humanidad la penitencia:

vosotros, que encendisteis las hogueras

del fanatismo y el puñal agudo

clavasteis en el pecho del hereje,

que convertís a Dios a sangre y fuego,

apurad contra mí vuestros horrores.

¿Qué pena da a los monjes un delito?

¿Son éstos, Heloísa, de tu amante

los süaves coloquios? ¿Dó se fueron

las deliciosas noches ¡ay! pasadas

en brazos del placer, cuando Heloísa

templaba con sus besos amorosos

el ardor de mi llama? ¡Suerte horrible!

Del deleite supremo el dulce cáliz

me dio a gustar natura, porque sienta

el valor infinito de la dicha

y el peso del dolor intolerable

que para siempre morará conmigo.

 

Ya no invoco la muerte, que huye lejos

del mísero que vive en los ultrajes.

Ni el cuchillo cruel de mis verdugos,

ni mis suplicios, ni mi austera vida,

ni mi ayuno continuo, ni mis duelos:

nada basta a arrojarme en la fría tumba.

Las sombras pavorosas de los muertos

rondan en derredor de mí contino,

y a habitar me convidan sus mansiones;

en balde; que el destino aborrecido

me tiene fijo a la enemiga tierra,

y huye la muerte cuando yo la toco.

 

¡Oh Señor! ¿para cuándo señalaste

el término a mis días tan ansiado?

¿Me has de dejar sufrir eternamente?

¿O quieres que publique tus loores

de la horrible desgracia perseguido?

Quebranta las cadenas que sujetan

mi cuello a la pasión; libre me hiciste,

tórname en libertad, tu don conserva.

 

Amada, oyó mis votos el Eterno.

La dulce calma vuelve a mis sentidos.

Ya va a herirme la muerte, y ya el descanso

de mis fatigas acercarse miro.

En el seno de un Dios, de un padre amante

de sus criaturas, las delicias todas

me aguardan de consuno; que en tus brazos

solamente gusté su vana sombra.

Aquí de los humanos los delirios

desperecen por siempre; un Dios piadoso

perdona a los errores invencibles

que graba la crianza en nuestras almas.

Felicidad y dicha inalterable

habitan las regiones fortunadas,

que de monstruos horrendos puebla el hombre.

Aquí nos hallaremos, Heloísa,

y nuestras almas con amor más tierno

se estrecharán en lazo indisoluble.

Vive feliz, y piensa en tu Abaelardo;

tu amor causó sus glorias y sus penas,

y ni en la postrer hora te ha olvidado.

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A UNA DAMA QUE CENO CON EL AUTOR

Dase Dios por manjar a su escogido

pueblo en la pascua cena misteriosa;

Cristo es comida y mesa deliciosa

del hombre de amor tanto confundido.

Jesús asiste en gloria y prez ceñido

eternamente con su amada Esposa;

¡de amor omnipotente portentosa

hazaña! En tierra mora, al Cielo es ido.

Tú que por diosa adora el alma mía,

bellísima Amarilis, a ti es dado

hacer tan gran milagro nuevamente.

Cristo se ha dado a sí en la Eucaristía:

¡ay! tú date a mi pecho enamorado,

y vivirás en él eternamente.

 

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EL SUEÑO ENGAÑOSO

Al tiempo que los hombres y animales

en hondo sueño yacen sepultados,

soñé ante mí los pueblos ver postrados

alzarme rey de todos los mortales.

Rendí el cetro a las plantas celestiales

de Alcinda, y mis suspiros inflamados

benignamente fueron escuchados;

me envidiaron los dioses inmortales.

Huyó lejos el sueño, mas no huyeron

las memorias con él de mi ventura,

la triste imagen de mi bien fingido.

El mando y el poder desparecieron.

¡Oh de un desventurado suerte dura!

Amor quedó, mas lo demás es ido.

 

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Epigrama de la Inquisición

 La horrible Inquisición, ese coloso

que del cieno nació de Flegetonte,

y mamó de Megera el ponzoñoso

jugo, y bebió el azufre de Aqueronte,

aún agita sus teas horroroso,

y entre ruinas descuella, cual el monte

de Olimpo en Grecia mísera desierta

su frente esconde entre las nubes yerta.

 

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A CARLOTA CORDAY

 

 

¡Oh pueblo malhadado! 

 

Con mil cadenas tu cerviz altiva

 

amarrará a su carro la anarquía; 

 

 de libertad te priva   

 

el padre de los dioses indignado, 

 

en pena de tu infame cobardía, 

 

 hasta que con altares 

 

la diosa que ofendiste aplacares. 

 

 De Bruto el alma santa, 

 

rasgando las esferas celestiales,

 

en ti vino, y tu diestra generosa

 

de sus armas fatales 

 

 a los tiranos, ciñe. ¡Ay! cuál levanta 

 

el vulgo vil al cielo su espantosa

 

voz por su soberano, 

 

muerto, Carlota, por tu noble mano.

 

El fragoso camino 

  

es este del Olimpo; el inflexible  

 

Catón y Marco Aurelio por él fueron; 

 

por él siguió el terrible

 

 azote de los reyes, el divino 

 

 Rousseau; por él los dioses concedieron

 

escalar las moradas  

 

a las divinidades reservadas.

 

Salve, deidad sagrada; 

 

 tú del monstruo Sangriento libertaste 

 

la patria; tú vengaste a los humanos;

 

tú a la Francia enseñaste 

 

 cuál usa el alma libre de la espada, 

 

 y cuál sabe inmolar a sus tiranos;

 

tú abriste la carrera,

 

y en la lid te lanzaste la primera.

 

De tu pueblo infelice

 

sé deidad tutelar: ¡Oh! no permitas

 

que a la infame Montaña rinda el cuello.

 

 Mas ¡ay! que en balde excitas  

 

con tu ejemplo el vil pueblo que maldice

 

el brazo que le libra. ¡Ay! que tan bello 

 

 heroísmo es perdido, 

 

y pesa más el yugo aborrecido.

 

 Que en las negras regiones 

  

las Furias hieran con azote duro

 

 del vil Marat el alma delincuente;

 

que en el Tártaro escuro  

 

sufra pena debida a sus acciones, 

 

 y del gusano eterno el crudo diente 

 

roa el pecho ponzoñoso,

 

¿será por eso el pueblo más dichoso? 

 

 La libertad perdida 

 

¡ay! mal se cobra; en pos de la anarquía  

 

el despotismo sigue en trono de oro;

 

su carro triunfal guía 

 

 la soberbia opresión; la frente erguida 

 

 va la desigualdad, y con desdoro 

 

el pueblo envilecido 

 

tira de su señor al yugo uncido.

 

¡Oh diosa! los auspicios 

 

 funestos, de la Francia ten lejanos; 

 

 torne la libertad a nuestro suelo; 

 

así con puras manos

 

los hombres libres gratos sacrificios

 

te ofrecerán, Carlota; tú del cielo

 

donde asistes, clemente

 

 protege siempre la francesa gente. 

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