Relatos Una mariposa
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No podía dar yo a Alicia tantos detalles de las flores como ella me pedía., pero por fuertes razones. Así llevé la conversación hacia las mariposas. Ella me escuchaba muy atenta, y todos los pormenores de la vida, de los insectos despertaban intensamente su atención. Las blancuzcas larvas, ingeniosas tejedoras, las misteriosas crisálidas durmiendo en su sueño de rejuvenecimiento y de sombra, el despertar de las alas al amor del sol. como en un suspiro de luz... Cuando agotados ya mis conocimientos entomológicos, proponía pasar a, otro tema, ella, con la adorable impertinencia de sus trece años, dijo: “Hágame usted de eso un cuento”. Y yo preferí contarla una historia, en que, por cierto, hay también un amor. Cuando Lila tuvo que partir para un colegio en Francia, conversó con Alberto que era primo suyo; conversó cosas que debieron ser muchas, porque hablaron tres horas sin parar; importantes, porque hablaron muy bajito; y tristes, porque al separarse él tenía los ojos hinchados y ella las naricitas muy rojas y el pañuelo bastante húmedo: a lo menos más húmedo que de costumbre, y no por exceso de heliotropo. La tarde en que partió Lila, se puso muy triste la casa de la abuela, y Alberto dio en pensar, miraba llorar a la pobre vieja, que su traje negro era de luto por su padre y que su madre había muerto cuando él nació. Pasaron así largos, muchos días de silencio extenuantes. Alberto no hablaba a la abuela porque no sabía que decirla, y la señora, viendo al chico tan triste, no podía sino llorar más, comprendiendo que semejante tristeza era inconsolable. Porque ella sabía muy bien que los primos eran novios y que por lo tanto tenían que llorar mucho si eran novios de verdad. Fue entonces que Alberto se hizo cazador le mariposas. Aprendió a manejar la red con delicadeza, a clasificar las lindas prisioneras, a colocarlas muy artísticamente en lucidas vitrinas, cada una en su alfiler, con las alas bien tendidas. Aquello le distraía, por más que ciertas veces, sobre todo en la tarde, cuando manchaban el cielo grandes colores desvanecidos y los árboles se vestían de silencio, llorase era poco todavía, recordando estas palabras de Lila: "Si me olvidas, yo te recordaré de algún modo, tenlo seguro, que no he dejado de quererte",pero no lloraba mucho en verdad, y cada vez lloraba menos. Poco a poco las mariposas llegaron a preocuparle por completo, y ya no tuvo otro cuidado, que su colección, cada día más brillante y numerosa. La abuela, viéndolo contento, fomentaba aquella silenciosa y honda afición, y nunca tuvo Alberto que lamentar la falta de un alfiler o de una vitrina. Pronto Lila no fue para él sino un recuerdo; aunque la quería mucho, ya no experimentaba ninguna necesidad de llorar. Ahora pensaba :”¡Si viera mi colección !...” Nada más pensaba. Verdad es que sólo tenía diez y siete años. Yo también tuve una novia a los diez y siete años, pero ella murió en mí entre una noche y una aurora. Así están hechas las cosas:, para que haya en el mundo cosas tristes y nada más. Quedamos, pues, en que Alberto no lloraba ya por Lila. Además, sucedió algo que vino a interesarle sobremanera. Una tarde paseaba con su red abierta bajo los tilos del jardín. El sol, como un cáliz voleado cuyo vino ardiente se derramaba en olas sangrientas sobre una tremenda pompa sacrílega, bajaba, entre nubes gloriosas. Había silencio bajo los árboles. De repente, sobre una mata de juncos, Alberto percibió una mariposa de especie desconocida. Era blanca, pero tenía sobre las alas dos manchas azules como dos violetas. No recordaba él haber visto otra igual ni en las colecciones ni en los libros técnicos. Era verdaderamente una maravilla, un ejemplar completamente nuevo, y es de suponer que desearía poseerlo. Entregose a la cacería con pasión. Pero aquella mariposa era terriblemente sagaz, y siempre se colocaba fuera del alcance de la red, aunque no huía definitivamente de su vista. Y así se pasó la tarde, y vino la noche, y Alberto se acostó muy contrariado, y soñó hasta el amanecer con una mariposa blanca que tenía dos manchas azules en las alas. Y al otro día volvió a encontrarla en el mismo sitio, persiguiéndola otra vez infructuosamente y volviendo a soñar con ella. Por fin, el tercer día, después de una hora de carreras tan inútiles como las anteriores: “Si estuviera Lila”, pensó, “me ayudaría a tomarla y yo no sufriría así.” Justamente entonces la mariposa vino a colocarse muy cerca de él, sobre una madreselva. Arrojó la red y lanzó un grito de júbilo. Estaba presa. La abuela admiró mucho a su vez el hermoso insecto, que inmediatamente fue clavado en un largo alfiler, con las debidas precauciones, para no ajar sus bellas alas. Pero, ¡cosa extraña! Al otro día la mariposa amaneció viva, siempre palpitando dolorosamente, sin que los más poderosos tósigos consiguieran matarla. Y sucedió que, como agitaba tanto las alas, éstas fueron perdiendo sus lindas escamillas, y a los seis días justos (¡que tanto duró el martirio de la pobre!) las alas eran sólo dos armazones descoloridos. Entonces intercedió la abuela, y Alberto, que ya no tenía ningún interés en conservar aquel modesto animalucho, tan empeñado en no morirse, consintió en desclavarlo del alfiler y en dejarlo libre de irse donde quisiese. Y la mariposa, aunque algo trabajosamente, desapareció poco después en el viento. —¿Y Lila? — preguntó Alicia con interés. —La historia de Lila es muy corta y muy triste: al poco tiempo de entrar en el colegio, donde pronto se hizo notar por su docilidad y su tristeza, enfermó de melancolía. Nadie lo advirtió porque ella no se quejaba jamás. Únicamente había palidecido mucho, y después de estudiar lloraba. Parece que por la noche tenía sueños porque su compañera de habitación la oyó ecir una vez al acostarse: —Cuando aquí es de noche en mi país es de día: mientras duermo, sueño que estoy allí y eso me consuela. Su palidez no inquietó, porque con el cambio de clima y la separación de los suyos, era natural que estuviese un poco mala; y su silencio fue atribuido al desconocimiento casi completo que tenía de la lengua de Francia. Además, como el silencio es una virtud en los colegios de señoritas internas, eso le valió muy buenas clasificaciones de conducta. Y así vivió Lila diez meses, hasta que una mañana la encontraron muerta en su camita blanca, advirtiendo que había muerto no por lo pálida y silenciosa que estaba, sino porque la cubría un frío muy grande, como si estuviera envuelta en luz de luna. El médico no supo ciertamente descubrir su enfermedad, aunque la examinó muy detenidamente, encontrando apenas en el pecho y en la espalda de la niña muerta dos minúsculas picaduras rojas. Nada más se pudo averiguar y sobre su tumba pusieron lirios. El balcón donde yo acababa de referir a Alicia la historia había sido ya invadido por la noche. Sobre nuestras cabezas brillaban, solemnizando la paz grave de la sombra, los siete mundos de Orión. El viento pasó diciendo algo que no era evidentemente para nosotros. Bruscamente comprendí qué acababa de despertar un alma. ¿Con qué derecho? ¿No sabía, perfectamente que la virginidad es nieve, nieve en lágrimas? Y buscaba sin resultado un epílogo vulgar que absorbiera la emoción de mi historia, cuando allí, muy cerca, Alicia, ya invisible, borrada por la noche: —¿Y Alberto... ? —dijo. Una esperanza consoladora brilló en mi espíritu. —¿Alberto? —Alberto sí, ¿qué hizo después? Las estrellas, impasibles, miraban. —Alberto continuó viviendo con la abuela, muy contento, aunque lamentando que su colección hubiera perdido una mariposa. —¿Una mariposa?
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Entre las casas de Naira y de Braulio, había un manzano; pero este manzano pertenecía verdaderamente a la casa de Naira. Braulio y Naira eran dos pequeños campesinos que se amaban. Amábanse, pero eran desdichados. Pues Naira vivía minuciosamente vigilada por la tía Miseración que era también su madrina y que la había criado. No abandonada aún con la timidez la sumaria correspondencia de los suspiros, sorprendiolos la tía una tarde, muy arrobados y colorados, al pie del árbol solariego; tan tembloroso él en la turbación de su dicha, que las piernas se le volvieron longanizas y no pudo moverse, sintiéndose horriblemente descubierto e idiota; anonadada ella por emoción tan tumultuosa, que sólo supo arderse más en rubor como una brasa soplada, y bajar mucho la cabeza, y denunciarse más con las dos lágrimas clarísimas y grandes en que desbordaron sus párpados presurosos. Y para colmo, al airado "¿qué haces aquí?" de la tía, su confusión habíale impuesto la necedad de responder: —Buscaba manzanas. . . — ¡Manzanas en febrero! Cuando no son todavía más que bolitas verdes de insoportable acritud. Todo lo cual fue empeorado aún por el aturullado Braulio, que añadió con la falsedad más visible de este mundo: —Buscábamos manzanas... La tía adoraba a Naira; pero tenía, respecto al decoro, escrúpulos tiránicos, y hasta cierto inconsciente escándalo de solterona — asaz inconsciente por cierto, pues gozaba de una inmensa bondad — ante el esplendor de aquella primavera. Así, no pudo menos, mientras endilgaba por un brazo a la chica en autoritario rumbo de bogar defendido, no pudo menos de volverse hacia Braulio, diciéndole con la indignación irónica que merecía su falsedad: —¿Manzanas, atrevido? ¡Están verdes! Los chicos, a decir verdad, no se habían dicho una palabra, y hasta ignoraban el secreto de su encanto. Los catorce años de él y los doce de ella, eran demasiado ignorantes para definirlo; pero, despedido Braulio inexorablemente de la casa de Nuira, el dolor habló en él y muy luego comprendió que estaba enamorado. El ridículo incidente del manzano, había cavado, no obstante, un abismo para el chico. Aun hallando sola a Naira, jamás hubiese osado declararle su amor. Entonces, después de bien padecer, como es justo, decidió emplear el lenguaje de los símbolos, caro a los amantes, ideando una estratagema. La estación fue mala. El manzano perdió casi toda su fruta, antes de que llegara a pintar. Verdad es que algo insólito concurría a agravar las naturales plagas, pues durante varias noches la tía creyó oír ruidos en el árbol : quizá alguna comadreja. Pero andaba mal de salud para levantarse, y Naira tenía miedo. Así llegó mayo, precozmente frío para peor. La pobre tía Miseración tosía mucho, pero, enternecida por la enfermedad, mimaba como nunca a Naira cuyo perdón era ya completo. Naira se había puesto endiabladamente bonita, lo cual aumentaba, como es natural, el dolor de Braulio, que seguía sin poder hablarla. Su furtiva comunicación tuvo que limitarse a señalarle dos o tres veces el manzano. Una siesta, la tía, que decididamente enfermaba, cosía disfrutando del solecito ya invernal, al pie del árbol, cuando Naira notó de pronto que se había dormido. Sueño profundo, sin duda, en la tibia apacibilidad de la huerta. Naira decidió, entonces subir al manzano. Por más que escudriñara desde abajo la copa, no podía discernir hasta entonces el ademán de Braulio. Unas cuantas trepadas lleváronla con ágil suavidad de ardilla hasta los altos gajos. Allá, entre las hojas, quedaban solamente cinco manzanas. Exigua cosecha que hizo, sin embargo, desfallecer dulcemente su alma; pues sobre el carmín de cuatro de ellas resaltaban en verde tierno otros tantos corazones atravesados por la flecha inmortal. Pero cuando su mano se extendía hacia la quinta fruta, sintió un vértigo de pronto. Sobre el caballete de la pared medianil que los gajos del árbol cobijaban, apareció la cabeza de Braulio. Una mirada le reveló todo; y heroico, rojo, delicioso y terriblemente audaz para el corazoncillo de Naira, el imprudente comenzó a subir. Inútiles fueron los ademanes desesperados con que la chica procuró contenerle. El caso es que, no pudiendo ya descender, hubo de esperarle, muda, en esa deliciosa alarma que la mujer goza como una embriaguez suprema bajo el imperio de la intriga y la fatalidad. Candentes de intimidad, breves palabras explicaron todo. De esas palabras cuyo anhelo siente en soplos que anticipan besos, muy junto a ella la orejita muy roja. El trepó durante las pasadas noches al árbol, buscó al tanteo las frutas, pegó sobre ellas los papelitos destinados a impedir la coloración del punto que cubriesen, para declararle así su amor, con galantería pastoril, en la noble madurez de las manzanas. ¡Ah, y también se había vengado! Podía verse esto en la única fruta no cortada aún por Naira. Resaltaban sobre ella, en efecto, en zurdas letras,estas palabras: "la tía"; y al lado mismo una calavera con las dos tibias de rigor. ¿Cómo resistir el beso que merecían, sin duda, tan buen amante y tan graciosa ocurrencia? ¡Ay! pero aquel beso provocó una, catástrofe. Pues sin que supieran cómo, hele aquí que, al unirse sus labios, Naira dejó escapar de su regazo las frutas. Al cuádruple golpe despertó la tía; y recogiendo el cuerpo del delito (afortunadamente la manzana vengativa quedaba en poder de Braulio) levantó la cabeza. Bastaba la pintura de las frutas para revelarle todo; así es que hubo de prenderse en gran cólera. Pero la actitud de los chicos era tan cómica, estaban verdaderamente tan necios y tan lindos, que la tía se echó a reír, diciendo: —Vamos, Braulio, vamos. Tira la otra manzana. ¡La otra manzana! Aquí sí que se hundía toda la felicidad. Entonces Naira tuvo una inspiración. Arrebató la fruta a su compañero, y de un mordisco se comió la injuriosa figura. La tía, sin embargo, perdonó todo, a cambio de la verdad. Y desde entonces los chicos, pronto consumidas las bienhechoras frutas, sólo tuvieron que apresurarse a madurar sus adolescencias como sendas manzanas, para ir lo más pronto posible, bajo la tierna honestidad de la tía Miseración —mística policía de esa angelical embriaguez —a renovar la cosecha en el Paraíso. . .
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Junto al rancho medio arruinado, hay tres durazneros de avanzada edad, que tiritan de frío al vientecillo de la tarde, porque la escarcha los ha dejado completamente desnudos. El campo, amarillento en la extenuación de sus hierbas marchitas; la casa color de tierra, bastante ladeada, como un animal que cojea; los árboles deshojados, cuyos varillajes recuerdan vagamente destrozados miriñaques del tiempo ido; la inmensidad del horizonte, del cielo claro, bajo el cual se fatiga el silencio, sugieren indefinibles tristezas. El calor prematuro de los últimos días no ha podido conmover la austera taciturnidad de los campos, que continúan pensando en la muerte. Y como apenas una cosa se pone triste, adquiere algo de humano, aquel paisaje cobra aspecto de viudez y los bueyes flacos que por él cruzan, tienen paso de personas. Una carreta ha puesto el colmo a esa melancolía de la triste campaña. Cruzó, rechinando nostalgias, dando barquinazos: parecía reumática. Rudamente, quejábase la madera, achacaba torturas a la azuela indocta. Entre los rayos de las ruedas enormes había pedazos de cielo. Y cuando el vehículo pasó, sus anchos surcos dejaron en la llanura una interminable paralela, que semejaba la persecución infinita de un pensamiento geométrico. Aquello está decididamente melancólico. Lleva mal cariz la meditación de las cosas. Por el lejano camino, el polvo reseco se arremolina con bruscos giros, baila la tromba en pequeño, furioso, mas deshecho, a poco andar, en la aburrida laxitud del ambiente. Pero, ¿no hay algo que se mueve bajo los árboles desnudos, allí, cerca del rancho, al amor de la perezosa resolana? Diríase que son la muchacha dueña de casa y un mozo, que de seguro no pertenece a esta. Tomados están de las manos, y parece que respetan el vasto silencio de las campiñas, pues no hablan. No hablan, porque tienen los labios ocupados en una deliciosa ocupación. Usted, señorita, creerá que se están besando. Yo no lo sé; pero es lo cierto que los viejos árboles, quienes, no obstante su grave aspecto, sienten la inquietud del extemporáneo calor, a la muchacha, que acaba, de apoyarse en ellos distraídamente, los viejos árboles le han cubierto las manos de besos en forma de florecillas rosadas. Y este año ya no habrá frutos... es decir, duraznos, a lo menos.. .
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Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo. –¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con muestras de la mayor alegría –. En este mismo instante vamos a quemarlo. –Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está muerto... –¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi interlocutora– y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. ¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera. –¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? –interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. –De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió. –No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... –Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, le vieja criada hilvanó su narración que es como sigue: Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharlo, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal. –Has de saber –le dijo– que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto. El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja de que aquello era una paparruchada buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal. Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse a acompañarla. No era tan distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. –¿No te lo dije? –exclamó ella echándose a llorar–; ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! –Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habrase visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir, con aquel calor, dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! Pero tales fueron las súplicas de la anciana que, como el muchacho la quería tanto, decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metiose él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia. Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeola pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha. |
Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía, vino en mi auxilio. —Conozco allá, me dijo, un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación. . . Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después. Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje. Aquello era vulgarmente simétrico como todas las fundaciones recientes. Notábanse rayas de mensura en esa fisonomía de pradera otoñal. Algunos colonos llegaban a la estafeta en busca de cartas. Pregunté a uno por la casa consabida, obteniendo inmediatamente las señas. Noté en el modo de referirse a mi huésped, que se lo tenía por hombre considerable. No vivía lejos de la estación. Unas diez cuadras más allá, hacia el oeste, al extremo de un camino polvoroso que con la tarde tomaba coloraciones lilas, distinguí la casa con su parapeto y su cornisa, de cierta gallardía exótica entre las viviendas circundantes; su jardín al frente; el patio interior rodeado por una pared tras la cual sobresalían ramas de duraznero. El conjunto era agradable y fresco; pero todo parecía deshabitado. En el silencio de la tarde, allá sobre la campiña desierta, aquella casita, no obstante su aspecto de chalet industrioso, tenía una especie de triste dulzura, algo de sepulcro nuevo en el emplazamiento de un antiguo cementerio. Cuando llegué a la verja, noté que en el jardín había rosas, rosas de otoño, cuyo perfume aliviaba como una caridad la fatigosa exhalación de las trillas. Entre las plantas que casi podía tocar con la mano, crecía libremente la hierba; y una pala cubierta de óxido yacía contra la pared, con su cabo enteramente liado por una guía de enredadera. Empujé la puerta de reja, atravesé el jardín, y no sin cierta impresión vaga de temor fui a golpear la puerta interna. Pasaron minutos. El viento se puso a silbar en una rendija, agravando la soledad. A un segundo llamado, sentí pasos; y poco después la puerta se abría, con un ruido de madera reseca. El dueño de casa apareció saludándome. Presenté mi carta. Mientras leía, pude observarlo a mis anchas. Cabeza elevada y calva; rostro afeitado de clergyman; labios generosos, nariz austera. Debía de ser un tanto místico. Sus protuberancias supercialiares, equilibraban con una recta expresión de tendencias impulsivas, el desdén imperioso de su mentón. Definido por sus inclinaciones profesionales, aquel hombre podía ser lo mismo un militar que un misionero. Hubiera deseado mirar sus manos para completar mi impresión, mas sólo podía verlas por el dorso. Enterado de la carta, me invitó a pasar, y todo el resto de mi permanencia, hasta la hora de comer, quedó ocupado por mis arreglos personales. En la mesa fue donde empecé a notar algo extraño. Mientras comíamos, advertí que no obstante su perfecta cortesía, algo preocupaba a mi interlocutor. Su mirada invariablemente dirigida hacia un ángulo de la habitación, manifestaba cierta angustia; pero como su sombra daba precisamente en ese punto, mis miradas furtivas nada pudieron descubrir. Por lo demás, bien podía no ser aquello sino una distracción habitual. La conversación seguía en tono bastante animado, sin embargo. Tratábase del cólera que por entonces azotaba los pueblos cercanos. Mi huésped era homeópata, y no disimulaba su satisfacción por haber encontrado en mí uno del gremio. A este propósito, cierta frase del diálogo hizo variar su tendencia. La acción de las dosis reducidas acababa de sugerirme un argumento que me apresuré a exponer. —La influencia que sobre el péndulo de Rutter —dije concluyendo una frase— ejerce la proximidad de cualquier substancia, no depende de la cantidad. Un glóbulo homeopático determina oscilaciones iguales a las que produciría una dosis quinientas o mil veces mayor. Advertí al momento, que acababa de interesar con mi observación. El dueño de casa me miraba ahora. —Sin embargo —respondió— Reichenbach ha contestado negativamente esa prueba. Supongo que ha leído usted a Reichenbach. —Lo he leído, sí; he atendido sus críticas, he ensayado, y mi aparato, confirmando a Rutter, me ha demostrado que el error procedía del sabio alemán, no del inglés. La causa de semejante error es sencillísima, tanto que me sorprende cómo no dio con ella el ilustre descubridor de la parafina y de la creosota. Aquí, sonrisa de mi huésped: prueba terminante de que nos entendíamos. —¿Usó usted el primitivo péndulo de Rutter, o el perfeccionado por el doctor Leger? —El segundo —respondí. —Es mejor. ¿Y cuál sería, según sus investigaciones, la causa del error de Reichenbach? —Esta: los sensitivos con que operaba, influían sobre el aparato, sugestionándose por la cantidad del cuerpo estudiado. Si la oscilación provocada por un escrúpulo de magnesia, supongamos, alcanzaba una amplitud de cuatro líneas, las ideas corrientes sobre la relación entre causa y efecto, exigían que la oscilación aumentara en proporción con la cantidad: diez gramos, por ejemplo. Los sensitivos del barón, eran individuos nada versados por lo común en especulaciones científicas; y quienes practican experiencias así, saben cuán poderosamente influyen sobre tales personas las ideas tenidas por verdaderas, sobre todo si son lógicas. Aquí está, pues, la causa del error. El péndulo no obedece a la cantidad, sino a la naturaleza del cuerpo estudiado solamente; pero cuando el sensitivo cree que la cantidad mayor influye, aumenta el efecto, pues toda creencia es una volición. Un péndulo, ante el cual el sujeto opera sin conocer las variaciones de cantidad, confirma a Rutter. Desaparecida la alucinación... —Oh, ya tenemos aquí la alucinación —dijo mi interlocutor con manifiesto desagrado. —No soy de los que explican todo por la alucinación, a lo menos confundiéndola con la subjetividad, como frecuentemente ocurre. La alucinación es para mí una fuerza, más que un estado de ánimo, y así considerada, se explica por medio de ella buena porción de fenómenos. Creo que es la doctrina justa. —Desgraciadamente es falsa. Mire usted, yo conocí a Home, el medium, en Londres, allá por 1872. Seguí luego con vivo interés las experiencias de Crookes, bajo un criterio radicalmente materialista; pero la evidencia se me impuso con motivo de los fenómenos del 74. La alucinación no basta para explicarlo todo. Créame usted, las apariciones son autónomas... —Permítame una pequeña digresión —interrumpí, contrando en aquellos recuerdos una oportunidad para comprobar mis deducciones sobre el personaje—: quiero hacerle una pregunta, que no exige desde luego contestación, si es indiscreta. ¿Ha sido usted militar?... —Poco tiempo; llegué a subteniente del ejército de la India. —Por cierto, la India sería para usted un campo de curiosos estudios. —No; la guerra cerraba el camino del Tíbet a donde hubiese querido llegar. Fui hasta Cawnpore, nada más. Por motivos de salud, regresé muy luego a Inglaterra; de Inglaterra pasé a Chile en 1879; y por último a este país en 1888. —¿Enfermó usted en la India? —Sí —respondió con tristeza el antiguo militar, clavando nuevamente sus ojos en el rincón del aposento. —¿El cólera?... —insistí. Apoyó él la cabeza en la mano izquierda, miró por sobre mí, vagamente. Su pulgar comenzó a moverse entre los ralos cabellos de la nuca. Comprendí que iba a hacerme una confidencia de la cual eran prólogo aquellos ademanes, y esperé. Afuera chirriaba un grillo en la oscuridad. —Fue algo peor todavía —comenzó mi huésped. Fue el misterio. Pronto hará cuarenta años y nadie lo ha sabido hasta ahora. ¿Para qué decirlo? No lo hubieran entendido, creyéndome loco por lo menos. No soy un triste, soy un desesperado. Mi mujer falleció hace ocho años, ignorando el mal que me devoraba, y afortunadamente no he tenido hijos. Encuentro en usted por primera vez un hombre capaz de comprenderme. Me incliné agradecido. —¡Es tan hermosa la ciencia, la ciencia libre, sin capilla y sin academia! Y no obstante, está usted todavía en los umbrales. Los fluidos ódicos de Reichenbach no son más que el prólogo. El caso que va usted a conocer, le revelará hasta dónde puede llegarse. El narrador se conmovía. Mezclaba frases inglesas a su castellano un tanto gramatical. Los incisos adquirían una tendencia imperiosa, una plenitud rítmica extraña en aquel acento extranjero. —En febrero de 1858 —continuó— fue cuando perdí toda mi alegría. Habrá usted oído hablar de los yoghis, los singulares mendigos cuya vida se comparte entre el espionaje y la taumaturgia. Los viajeros han popularizado sus hazañas, que sería inútil repetir. Pero, ¿sabe en qué consiste la base de sus poderes? —Creo que en la facultad de producir cuando quieren el autosonambulismo, volviéndose de tal modo insensibles, videntes... —Es exacto. Pues bien, yo vi operar a los yoghis en condiciones que imposibilitaban toda superchería. Llegué hasta fotografiar las escenas, y la placa reprodujo todo, tal cual yo lo había visto. La alucinación resultaba, así, imposible, pues los ingredientes químicos no se alucinan... Entonces quise desarrollar idénticos poderes. He sido siempre audaz, y luego no estaba entonces en situación de apreciar las consecuencias. Puse, pues, manos a la obra. —¿Por cuál método? Sin responderme, continuó: —Los resultados fueron sorprendentes. En poco tiempo llegué a dormir. Al cabo de dos años producía la traslación consciente. Pero aquellas prácticas me habían llevado al colmo de la inquietud. Me sentía espantosamente desamparado, y con la seguridad de una cosa adversa mezclada a mi vida como un veneno. Al mismo tiempo, devorábame la curiosidad. Estaba en la pendiente y ya no podía detenerme. Por una continua tensión de voluntad, conseguía salvar las apariencias ante el mundo. Mas, poco a poco, el poder despertado en mí se volvía más rebelde... Una distracción prolongada, ocasionaba el desdoblamiento. Sentía mi personalidad fuera de mí, mi cuerpo venía a ser algo así como una afirmación del no yo, diré expresando concretamente aquel estado. Como las impresiones se avivaban, produciéndome angustiosa lucidez, resolví una noche ver mi doble. Ver qué era lo que salía de mí, siendo yo mismo, durante el sueño extático. —¿Y pudo conseguirlo? —Fue una tarde, casi de noche ya. El desprendimiento se produjo con la facilidad acostumbrada. Cuando recobré la conciencia, ante mí, en un rincón del aposento, había una forma. Y esa forma era un mono, un horrible animal que me miraba fijamente. Desde entonces no se aparta de mí. Lo veo constantemente. Soy su presa. A donde quiera él va, voy conmigo, con él. Está siempre ahí. Me mira constantemente, pero no se le acerca jamás, no se mueve jamás, no me muevo jamás… Subrayo los pronombres trocados en la última frase, tal como la oí. Una sincera aflicción me embargaba. Aquel hombre padecía, en efecto, una sugestión atroz. —Cálmese usted —le dije, aparentando confianza—. La reintegración no es imposible . —¡Oh, sí! —respondió con amargura—. Esto es ya viejo. Figúrese usted, he perdido el concepto de la unidad. Sé que dos y dos son cuatro, por recuerdo; pero ya no lo siento. El más sencillo problema de aritmética carece de sentido para mí, pues me falta la convicción de la cantidad. Y todavía sufro cosas más raras. Cuando me tomo una mano con la otra, por ejemplo, siento que aquélla es distinta, como si perteneciera a otra persona que no soy yo. A veces veo las cosas dobles, porque cada ojo procede sin relación con el otro... Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio. —Pero en fin, ¿ese mono?... — pregunté para agotar el asunto. —Es negro como mi propia sombra, y melancólico al lado de un hombre. La descripción es exacta, porque lo estoy viendo ahora mismo. Su estatura es mediana, su cara como todas las caras de mono. Pero siento, no obstante, que se parece a mí. Hablo con entero dominio de mí mismo. ¡Ese animal se parece a mí! Aquel hombre, en efecto, estaba sereno; y sin embargo, la idea de una cara simiesca formaba tan violento contraste con su rostro de aventajado ángulo facial, su cráneo elevado y su nariz recta, que la incredulidad se imponía por esta circunstancia, más aún que por lo absurdo de la alucinación. Él notó perfectamente mi estado; púsose de pie como adoptando una resolución definitiva: —Voy a caminar por este cuarto, para que usted lo vea. Observe mi sombra, se lo ruego. Levantó la luz de la lámpara, hizo rodar la mesa hasta un extremo del comedor y comenzó a pasearse. Entonces, la más grande de las sorpresas me embargó. ¡La sombra de aquel sujeto no se movía! Proyectada sobre el rincón, de la cintura arriba, y con la parte inferior sobre el piso de madera clara, parecía una membrana, alargándose y acortándose según la mayor o menor proximidad de su dueño. No podía yo notar desplazamiento alguno bajo las incidencias de luz en que a cada momento se encontraba el hombre. Alarmado al suponerme víctima de tamaña locura, resolví desimpresionarme y ver si hacía algo parecido con mi huésped, por medio de un experimento decisivo. Pedile que me dejara obtener su silueta pasando un lápiz sobre el perfil de la sombra. Concedido el permiso, fijé un papel con cuatro migas de pan mojado hasta conseguir la más perfecta adherencia posible a la pared, y de manera que la sombra del rostro quedase en el centro mismo de la hoja. Quería, como se ve, probar por la identidad del perfil entre la cara y su sombra (esto saltaba a la vista, pero el alucinado sostenía lo contrario) el origen de dicha sombra, con intención de explicar luego su inmovilidad asegurándome una base exacta. Mentiría si dijera que mis dedos no temblaron un poco al posarse en la mancha sombría, que por lo demás diseñaba perfectamente el perfil de mi interlocutor; pero afirmo con entera certeza que el pulso no me falló en el trazado. Hice la línea sin levantar la mano, con un lápiz Hardtmuth azul, y no despegué la hoja concluido que hube, hasta no hallarme convencido por una escrupulosa observación, de que mi trazo coincidía perfectamente con el perfil de la sombra, y éste con el de la cara del alucinado. Mi huésped seguía la experiencia con inmenso interés. Cuando me aproximé a la mesa, vi temblar sus manos de emoción contenida. El corazón me palpitaba, como presintiendo un infausto desenlace. —No mire usted —dije. —¡Miraré! —me respondió con un acento tan imperioso, que a pesar mío puse el papel ante la luz. Ambos palidecimos de una manera horrible. Allí ante nuestros ojos, la raya de lápiz trazaba una frente deprimida, una nariz chata, un hocico bestial. ¡El mono! ¡La cosa maldita! Y conste que yo no sé dibujar. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS FANTÁSTICOS |
He
aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje
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ALMA VENTUROSA |
Llueve en
el mar con un murmullo lento.
Llueve.
La lluvia lánguida trasciende
Sigue
lloviendo. El día es triste y largo.
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Sueñan
las pulgas con comprarse un perro y sueñan
los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de
pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero
la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana,
ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho
que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se
levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Que no tienen nombre, sino número. PULSA AQUI PARA LEER POEMAS SOBRE PERROS |
EL NIDO AUSENTE
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LA GARZA |
LA TORCAZ |
El
mar, lleno de urgencias masculinas,
y en tus cabellos,
y en tu astral blancura
Palpitando
a los ritmos de tu seno
su voz te dijo una
caricia vaga, PULSA AQUÍ PARA LEER UNA CRÍTICA SOBRE LOS RELATOS DE LEOPOLDO LUGONES Y AQUÍ PARA LEER POEMAS SOBRE EL MAR
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HIMNO A LA LUNA PULSA AQUÍ SI QUIERES LEER ENTERO EL HIMNO y AQUÍ PARA LEER POEMAS DEDICADOS A LA LUNA |