María de Zayas

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En el clarro cristal del  desengaño...

Romance a la muerte del doctor Juan Pérez de Montalbán

Aventurarse perdiendo

El castigo de la miseria

El jardín engañoso

La inocencia castigada

 

En el claro cristal del desengaño
se miraba Jacinta descuidada,
contenta de no amar, ni ser amada,
viendo su bien en el ajeno daño.
Mira de los amantes el engaño,
la voluntad, por firme, despreciada,
y de haberla tenido escarmentada,
huye de amor el proceder extraño.
C
elio, sol desta edad, casi envidioso,
de ver la libertad con que vivía,
exenta de ofrecer a amor despojos,
galán, discreto, amante, dadivoso,
reflejos que animaron su osadía,
dio en el espejo, y deslumbró sus ojos.
Sintió dulces enojos,
y apartando el cristal, dijo piadosa:

"Por no haber visto a Celio, fui animosa,
y aunque llegue a abrasarme,
no pienso de sus rayos apartarme."

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Romance a la muerte del doctor Juan Perez de Montalbán
 Cúbrase de luto el mundo,
pues ya del mundo faltó
aquel sol que con sus rayos
escureció al mismo sol.
No madrugue ya el aurora,
estése con su Titón,
que si á ver el sol salía,
ya su sol se escureció.
No canten los pajarillos,
solo diga le ruiseñor,
en sus lamentos, que el fénix
al cielo se remontó.
Y
las selvas, á quien dijo
en dulce acento su voz
mil amorosos requiebros,
secas muestren su dolor.
Porque si les faltó Lope,
nunca Lope les faltó,
mientras Montalván les daba
aliento, vida y verdor.
No sienta Vénus la muerte
de su amante cazador,
la de aqueste Adónis sí,
que la llore es más razón.
¡Oh Parca, si tu supieras
el empleo de tu arpón,
llorarás, como otro César,
de tu guadaña el rigor!
Préciate, pues ya lo hiciste,
de haber marchitado en flor
la gala de Manzanares,
la gloria de su nación.
Treinta y seis años postraste;
¡oh muerte! pluguiera á Dios
que contara á tu despecho
los del caduco Néstor.
Su gala, su bizarría,
todo á tus piés se rindió,
porque a tí sola pudiera
reconocer por mayor.
Su divino entendimiento
(¡oh, qué valerosa acción!),
para morir sin estorbo,
en sí mismo le escondió.
¡Oh muerte! mas bien hiciste;
porque fuera sinrazón
quitarle el puesto que goza
por el puesto que perdió.
Tú caminante que pasas,
si te deja tu pasión,
vuelve á este mármol los ojos,
oye que dice su voz:
"Ayer fuí, ya no soy nada,
la muerte de mí triunfó:
aprended, hombres, de mí
lo que va de ayer a hoy
.
"Si vistes mi bizarría,
mirad cómo polvo soy;
mi cuerpo cubre esta losa,
mi alma goza de Dios."
Respóndele, caminante:
"reposa en paz," y si no
puedes hablar, con la pena
llora, llora, como yo.

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         Aventurarse perdiendo

      El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es Aventurarse perdiendo, porque en el discurso della veréis cómo para ser una mujer desdichada, cuando su estrella la inclina a serlo, no bastan exemplos ni escarmientos; si bien serviría el oírla de aviso para que no se arrojen al mar de sus desenfrenados deseos, fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se aneguen, no sólo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos entendimientos de los hombres, cuyos engaños esrazón que se teman, como se verá en mi maravilla, cuyo principio es éste:

         Por entre las ásperas peñas de Monserrat, suma y grandeza del poder de Dios y milagrosa admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos misterios, efectos de sus misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un empinado monte, a quien han desamparado los demás, sin más ayuda que la que le da el cielo, que no es la de menos consideración el milagroso y sagrado templo, tan adornado de riquezas como de maravillas; tanto, son los milagros que hay en él, y el mayor de todos aquel verdadero retrato de la Serenísima Reina de los Ángeles y Señora nuestra después de haberla adorado, ofreciéndola el alma llena de devotos afectos, y mirado con atención aquellas grandiosas paredes, cubiertas de mortaja y muletas con otras infinitas insinias de su poder, subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de Madrid, lustre y adorno de su grandeza; pues con su excelente entendimiento y conocida nobleza, amable condición y gallarda presencia, la adorna y enriquece tanto como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, corno madre, se precia mucho.

         Llevaban a este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas, deseos piadosos de ver en ellas las devotas celdas y penitentes monjes, que se han muerto al Mundo por vivir para el cielo. Después de haber visitado algunas y recebido sustento para el alma y cuerpo, y considerado la santidad de sus moradores, pues obligan con ella a los fugitivos paxarillos a venir a sus manos a comer las migajas que les ofrece, caminando a lo más remoto del monte, por ver la nombrada cueva, que llaman de San Antón, así por ser la más áspera como prodigiosa, respecto de las cosas que allí se ven; tanto de las penitencias de los que las habitan, como de los asombros que les hacen los demonios; que se puede decir que salen dellas con tanta calificación de espíritu que cada uno por sí es un San Antón, cansado de subir por una estrecha senda, respeto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y haber dexado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de un cristalino y pequeño arroyuelo, que derramando sus perlas entre menudas hierbecillas, descolgándose con sosegado rumor de una hermosa fuente, que en lo alto del monte goza regalado asiento; pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles que de hombres, para recreo de los santos ermitaños, que en él habitan, cuya sonorosa música y cristalina risa, ya que no la vían los ojos no dexaba de agradar a los oídos. Y como el caminar a pie, el calor del Sol y la aspereza del camino le quitasen parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento.

    Apenas dio vida a su cansada respiración, cuando llegó a sus oídos una voz suave y delicada, que en baxos acentos mostraba no estar muy lexos el dueño. La cual, tan baxa como triste, por servirle de instrumento la humilde corriente, pensando que nadie la escuchaba, cantó así:

¿Quién pensara que mi amor
escarmentado en mis males,
cansado de mis desdichas,
no hubiera muerto cobarde?
Quién le vio escapar huyendo
de ingratitudes tan grandes,
que crea que en nuevas penas
vuelva de nuevo a enlazarme?
¡Mal hayan de mis finezas
tan descubiertas verdades,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
quiere amor que no te olvide,
quiere amor que más te ame.
Desde que sale la Aurora,
hasta que el Sol va a bañarse
al mar de las playas Indias,
lloro firme y siento amante.
Vuelve a salir y me halla
repasando mis pesares,
sintiendo tus sin razones,
llorando tus libertades.
Bien conozco que me canso,
sufriendo penas en balde,
que lágrimas en ausencia
cuestan mucho y poco valen.
Vine a estos montes huyendo
de que ingrato me maltrates,
pero más firme te adoro,
que en mí es sustento el amarte.
De tu vista me libré,
pero no pude librarme
de un pensamiento enemigo,
de una voluntad constante.
Quien vio cercado castillo,
quien vio combatida nave,
quien vio cautivo en Argel,
tal estoy, y sin mudarme.
Mas pues te elegí por dueño
matadme, penas, matadme,
pues por lo menos dirán:
murió, pero sin mudarse.
¡Ay bien sentidos males,
poderosos seréis para matarme,
mas no podréis hacer que amor se acabe.


         Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quexas, que aunque el dueño dellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que acabase tan presto. El gusto, el tiempo, el lugar y la montaña, le daban deseo de que pasara adelante; y si algo le consoló el no hacerlo, fue el pensar que estaba en parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz había dado aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte le era de no pequeño alivio, para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera. En fin, Fabio, alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento del dueño de la voz que había oído, pareciéndole no estar en tal parte sin causa, llevándole enternecido y lastimado oír quexas en tan áspera parte. Noble piedad y generosa acción, enternecerse de la pasión ajena.

         Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico, que no hay quien sepa encarecerlo; y porque no se escondiese iba con todo el silencio posible. Siguiendo, en fin, por la margen de la cima de cristal buscando su hermoso nacimiento, pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya, que a su parecer buscaba con alguna sospecha de lo mismo que era.

         Y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada sola por la casta Diana o para alguna desesperada criatura; la cual hacía por una parte espaldas una blanca peña, de donde salía un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las olorosas flores, verdes romeros y graciosos tomillos. Vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la primavera de sus años, vestido sobre un calzón pardo, una blanca y erizada piel de algún cordero, su zurrón y cayado junto a sí, y él con sus abarcas y montera. Apenas le vio cuando conoció ser el dueño de los cantados versos, porque le pareció estar suspenso y triste, llorando las pasiones que había cantado. Y si no le desengañara a Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la fuente, tan inmóvil le tenían sus cuidados. Tenía un nudo hecho de sus blancas manos, tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no tuviera desamparada la montaña. Si su rostro se la daba al Sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus rayos, pues no les había concedido tomar posesión de su belleza, ni exercer la comisión que tienen contra la hermosura. Tenía esparcidas por entre las olorosas hierbas una manada de blancas ovejas, más por dar motivo a su traje, que por el cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran terceras de traerle perdido.

         Era la suspensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca que pudo notar que las doradas flores del rostro desdecían del traje, porque a ser hombre ya había de dorar la boca el tierno vello, y para ser mujer era el lugar tan peligroso, que casi dudó lo mismo que vía. Mas diciéndose en parte que casi el mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca, y le saludó con mucha cortesía. A la cual el embelesado zagal volvió en sí, con un ¡ay! tan lastimoso, que parecía ser el último de su vida. Y como en él aún no había la montaña quitado la cortesía, viendo a Fabio se levantó, haciéndosela con discretas caricias preguntándole de su venida por tal parte. A lo cual Fabio, después de agradecer sus corteses razones, satisfizo de esta suerte:

       _Yo soy un caballero natural de Madrid; vine a negocios importantes a Barcelona; y como les di fin y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en execución hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visitele devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta montaña. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos, oí tu lastimosa voz, que me suspendió el gusto y animó el deseo por ver el dueño de tan bien sentidas quexas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado; y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a entender, te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho, y en las pocas señales de tu barba no muestras ser hombre; por lo cual te quiero pedir en cortesía me saques desta duda, asegurándote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dexes por imposibles que lo estorben, ni me envíes desconsolado, que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje y no saber la causa de su destierro, y ansí mismo no procurarle remedio.

         Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dexando de cuando en cuando caer unas cansadas perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como le vio callar, y que aguardaba respuesta, le dixo:

         _No debe querer el cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe acercar el fin de mi cansada vida; y pretende que queden por exemplo y escarmiento a las gentes pues cuando creí que sólo Dios y estas peñas me escuchaban, te guió a ti, llevado de tu devoción, a esta parte, para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; de más de que es tan larga mi historia, que perderás tiempo, si te quedas a escucharla.

         _Antes _replicó Fabio_ me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase quedar hecho salvaje a morar entre estas peñas, mientras estuvieres en ellas, no he de dexarte hasta que me la digas, y te saque, si puedo, de esta vida, que sí podré, a lo que en ti miro, pues a quien tiene tanta discreción, no será dificultoso persuadirle que escoxa más descansada y menos peligrosa vida, pues no la tienes segura, respecto de las fieras que por aquí se crían, y de los bandoleros que en esta montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no estimarán tu persona con el respeto que yo la estimo. No me dilates este bien, que yo aguardaré los años de Ulises para gozarle.

         _Pues si así es _dixo el mozo_, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de mí, y estima el fiar de tu discreción y entendimiento, cosas tan prodigiosas y no sucedidas sino a quien nació para extremo de desventuras, que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber quién soy, corre peligro la opinión de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos, pues es fuerza que por vengarse, me la quiten.

         Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos; y asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sentándose juntos cerca de la fuente, empezó el hermoso zagal su historia desta suerte:

 

         _Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi conocimiento; mi patria Baeza, noble ciudad de la Andalucía, mis padres nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la opinión de su nobleza. Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, él para eterna tristeza suya, y yo para su deshonra, tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar de nuestro valor nada, porque tenemos ojos, que, a nacer ciegas, menos sucesos hubiera visto el mundo, que al fin viviéramos seguras de engaños. Faltó mi madre al mejor tiempo, que no fue pequeña falta, pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi honestidad, que los descuidos de mi padre, que le tuvo en mirar por mí y darme estado (yerro notable de los que aguardan a que sus hijas le tomen sin su gusto). Quería el mío a mi hermano tiernísimamente, y esto era sólo su desvelo sin que le diese yo en cosa ninguna, no sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para todo lo que deseara y quisiera emprender.

         Diez y seis años tenía yo cuando una noche estando durmiendo, soñaba que iba por un bosque amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán, que me pareció (¡ay de mí, y cómo hice despierta experiencia dello!) no haberle visto en mi vida tal. Traía cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado, con pasamanos y alamares de plata. Pareme a mirarle, agradada del talle y deseosa de ver si el rostro confirmaba con él; con un atrevimiento airoso, llegué a quitarle el rebozo, y apenas lo hice, cuando sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a dar voces, a las cuales acudieron mis criadas, y despertándome del pesado sueño, me hallé sin la vista del que me hizo tal agravio, la más apasionada que puedas pensar, porque su retrato se quedó estampado en mi memoria, de suerte que en largos tiempos no se apartó ni se borró della. Deseaba yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta imaginación, que le pintaba en ella, y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé enamorada sin saber de qué, porque me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi.

         Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar una sombra, pues, aunque se cuenta de muchos que han amado cosas increíbles y monstruosas, por lo menos tenían forma a quien querer. Disculpa tiene conmigo Pigmaleón que adoró la imagen que después Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín; mas yo que no amaba sino una sombra y fantasía ¿qué sentirá de mí el mundo?, ¿quién duda que no creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doyte mi palabra, a ley de noble, que ni en esto ni en los demás que te dixere, adelanto nada más de la verdad. Las consideraciones que hacía, las reprensiones que me daba créeme que eran muchas, y así mismo que miraba con atención los más galanes mozos de mi patria, con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en aquél. Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de oirlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto que más grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues los están adornando y purificando con arte y estudios; mas una mujer, que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo y alabanza en lo bueno?

         _Di, hermosa Jacinta, tus versos, dixo Fabio, que serán para mí de mucho gusto, porque aunque los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco dellos, que te juro que siempre me parecen mejor los ajenos que los míos.

         _Pues si así es _replicó Jacinta_ mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia para decir los que hicieren a propósito; y así digo que los que hice son éstos:

Yo adoro lo que no veo,
y no veo lo que adoro,
de mi amor la causa ignoro
y hallar la causa deseo.
Mi confuso devaneo
¿quién le acertará a entender?,
pues sin ver, vengo a querer
por sola imaginación,
inclinando mi afición
a un ser que no tiene ser.
Que enamore una pintura
no será milagro nuevo,
que aunque tal amor no apruebo,
ya en efecto es hermosura,
mas amar a una figura,
que acaso el alma fingió,
nadie tal locura vio:
porque pensar que he de hallar
causa que está por criar,
¿quién tal milagro pidió?
La herida del corazón
vierte sangre, mas no muero,
la muerte con gusto espero
por acabar mi pasión.
De estado fuera razón
cuando no muero, dormir,
¿mas cómo puedo pedir
vida ni muerte a un sujeto,
que no tuvo de perfecto,
más ser que saber herir?
Dame, cielo, si has criado
aqueste ser que deseo,
de mi voluntad empleo,
y antes que nacido, amado;
¿mas qué pide un desdichado,
cuando sin suerte nació?,
porque, ¿a quién le sucedió
de amor milagro tan nuevo,
que le ocupase el deseo
amante que en sueños vio?

         ¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el cielo tan liberal en darme aún lo que no le pedí? Porque como deseaba imposibles no se atrevía mi libertad a tanto, sino fue en estos versos, que fue más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado, también el cielo permite su desdicha.

         Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje de los Ponce de León, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturalizó della, y casó en Baeza con una señora su igual, en quien tuvo tres hijos, la mayor y menor hembras, y el de en medio varón. La mayor casó en Granada, y con la más pequeña entretenía la soledad y ausencia de don Félix, que éste era el nombre del gallardo hijo, que deseando que luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando ocasión con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican a voces las excelentes casas de los Duques de Arcos y Condes de Bailén, le conociesen por rama de su descendencia. Llegó este noble caballero a la florida edad de veinticuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera, y después de haberla servido tres años en Flandes, dio la vuelta a España para pretender sus acrecentamientos. Y mientras en la Corte se disponían por mano de sus deudos, se fue a ver a sus padres, que había día que no los había visto, y que vivían con este deseo.

         Llego don Félix a Baeza al tiempo que yo, sobre tarde ocupaba un balcón, entretenida en mis pensamientos, y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dexando mis imaginaciones (que con ellas fuera imposible), poner los ojos en las galas, criados y gentil presencia, y deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él, que querértela significar fuera alargar esta historia y mi tormento. Vi en efecto el mismo dueño de mi sueño, y aun de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le amó más que a la misma vida que poseo. No conocía yo a don Félix ni él a mí, respecto de que cuando fue a la guerra, quedé tan niña que era imposible acordarme aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas. Miró don Félix al balcón, viendo que sólo mis ojos hacían fiesta a su venida. Y hallando amor ocasión y tiempo, executó en él el golpe de su dorada saeta, que en mí ya era excusado su trabajo por tenerle hecho. Y así de paso me dixo: «Tal joya será mía, o yo perderé la vida.» Quiso el alma decir: «Ya lo soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a quien pedí con hartas sumisiones y humildades que diesen ocasión y ventura, pues me había dado causa.

         No dexó don Félix perder ninguna de las que la Fortuna le dio a las manos. Y fue la primera, que habiendo doña Isabel avisádome de la venida de su hermano, fue fuerza el visitarle y darle el parabién, en cuya visita me dio don Félix en los ojos y en las palabras a conocer su amor, tan a las claras, que pudiera yo darle albricias de mi suerte, y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión justas correspondencias. Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche al son de una guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, darme mejor a conocer su voluntad. Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por una rexa baxa, me dio causa este soneto:

Amar el día, aborrecer el día,
llamar la noche y despreciarla luego,
temer el fuego y acercarse al fuego,
tener a un tiempo pena y alegría.
Estar juntos valor y cobardía,
el desprecio cruel y el blando ruego,
tener valiente entendimiento ciego,
atada la razón, libre osadía.
Buscar lugar en que aliviar los males
y no querer del mal hacer mudanza,
desear sin saber que se desea.
Tener el gusto y el disgusto iguales,
y todo el bien librado en la esperanza,
si aquesto no es amor, no sé que sea.

         Dispuesta tenía amor mi perdición, y así me iba poniendo los lazos en que me enredase, y los hoyos donde cayese, porque hallando la ocasión que yo misma buscaba desde que oí la música, me baxé a un aposento baxo de un criado de mi padre llamado Sarabia, más codicioso que leal, donde me era fácil hablar por tener una rexa baxa, tanto que no era difícil tomar las manos. Y viendo a don Félix cerca le dixe:

         _Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere vuestra voluntad.

         _Bien sabéis vos, señora mía _respondió don Félix_, de mis ojos, de mis deseos y de mis cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición; que sé mejor querer que decirlo. Que vos sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida, es lo que procuro, y no acreditarme ni por buen poeta ni mejor músico.

         _¿Y paréceos _repliqué yo_ que me estará bien creer eso que vos decís?

         _Sí _respondió mi amante_, porque hasta dexar quererse y querer al que ha de ser su marido tiene licencia una dama.

         _¿Pues quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? _le torné a decir.

         _Mi amor _dixo don Félix_ y esta mano, que si la queréis en prendas de mi palabra, no será cobarde, aunque le cueste a su dueño la vida.

         ¿Quién se viera rogado con lo mismo que desea, amigo Fabio, o qué mujer despreció jamás la ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acepte luego cualquier partido? Pues no hay tal cebo para en que pique la perdición de una mujer que éste, y así no quise poner en condición mi dicha, que por tal la tuve, y tendré siempre que traiga a la memoria este día. Y sacando la mano por la rexa, tomé la que me ofrecía mi dueño, diciendo:

         _Ya no es tiempo, señor don Félix, de buscar desdenes a fuerza de engaños, ni encubrir voluntades a costa de resistencias, disgustos, suspiros y lágrimas. Yo os quiero, no tan sólo desde el día que os vi, sino antes. Y para que no os tengan confuso mis palabras, os diré cosas que espanten_. Y luego le conté todo lo que te he dicho de mi sueño.

         No hacía don Félix, mientras yo le decía estas novedades para él y para quienes lo oyen, sino besarme la mano, que tenía entre las suyas como en agradecimiento de mis penas; en cuya gloria nos cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado nuestro amor a más atrevimiento. Despedímonos con mil ternezas, quedando muy asentada nuestra voluntad, y con propósito de vernos todas las noches en la misma parte, venciendo con oro el imposible del criado, y con mi atrevimiento el poder llegar allí, respeto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano, para salir de mi aposento.

         Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad, el dar gusto a su hermano, y servirle de fiel tercera de su amor.

       

 Vedarle que mire a Menga,
si es cordura, no lo sé,
que una hermosura vedada
dicen que apetito es.
Sujeciones hay civiles
bastaba Antón, a mi ver,
estar sujeto a unos ojos
sin que a su engaño lo estés.
Esto es amor en los hombres,
ser su lisura doblez,
sus inocencias delitos,
¡mal haya el amor!, amén.

         En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Félix de volver por entonces a Italia, cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que eran casi todas las de la ciudad, fue una prima suya llamada doña Adriana, la más hermosa que en toda aquella tierra se hallaba. Era esta señora hija de una hermana de su padre de don Félix, que como he dicho era de Sevilla, y tenía cuatro hermanas, las cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en Religión. En la misma tierra casó la que seguía tras ellas, quedando la mayor sin querer tomar estado, con esta hermana, ya viuda, a quien le había quedado para heredera de más de cincuenta mil ducados esta sola hija, a la cual amaba como puedes pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho. Pues como doña Adriana gozase muy a menudo de la conversación de mi don Félix, respeto del parentesco, le empezó a querer tan loca y desenfrenadamente, que no pudo ser más, como verás en lo que sucedió.

        Conocía don Félix el amor de su prima, y como tenía tan llena el alma del mío, disimulaba cuanto podía, excusando el darle ocasión a perderse más de lo que estaba, y así cuantas muestras doña Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso se hacía desentendido. Tuvieron, pues, tanta fuerza con ella estos desdenes, que vencida de su amor, y combatida dellos dio consigo en la cama, dando a los médicos muy poca seguridad de su vida, porque demás de no comer ni dormir, no quería que se le hiciese ningún remedio. Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del mundo, que como discreta dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija, y con este pensamiento, obligando con ruegos una criada de quien doña Adriana se fiaba, supo todo el caso, y quiso como cuerda poner remedio.

         Llamó a su sobrino, y después de darle a entender, con lágrimas la pena que tenía del mal de su querida hija, y la causa que la tenía en tal estado, le pidió encarecidamente que fuese su marido, pues en toda Baeza no podía hallar casamiento más rico; que ella alcanzaría de su hermano, que lo tuviese por bien.

       No quiso don Félix ser causa de la muerte de su prima ni dar con una desabrida respuesta pena a su tía. Y en esta conformidad, le dixo, fiado en el tiempo que había de pasar en tratarse y venir la dispensación, que lo tratase con su padre, que como él quisiese, lo tendría por bien. Y entrando a ver a su prima, le llenó el alma de esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a todas horas a su casa, que así se lo pedía su tía, con que doña Adriana cobró entera salud.

         Faltaba don Félix a mis visitas, por acudir a las de su prima, y yo desesperada maltrataba mis ojos, y culpaba su lealtad. Y una noche, que quiso enteramente satisfacer mis celos, y que, por excusar murmuraciones de los vecinos, había facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis quexas y lastimosos sentimientos, como amante firme, inculpable en mis sospechas, me dio cuenta de todo lo que con su prima pasaba, enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran sólo temores los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de mujer celosa, que no lo pondero poco, le dixe que no me hablase ni viese en su vida, si no le decía a su prima que era mi esposo, y que no lo había de ser suyo. Quise con este enojo irme a mi aposento, y no lo consintió mi amante, mas amoroso y humilde, me prometió que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme, que ya lo hubiera hecho, si no fuera por guardarme el justo decoro. Y habiéndome dado nuevamente palabra delante del secretario de mis libertades, le di la posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome que así le tendría más seguro.

         Pasó la noche más apriesa que nunca, porque había de seguirla el día de mis desdichas, para cuya mañana había determinado el médico, que doña Adriana, tomando un acerado xarabe, saliese a hacer exercicio por el campo, porque como no podía verse el mal del alma, juzgaba por la perdida color que eran opilaciones. Y para este tiempo llevaba también mi esposo, librado el desengaño de su amor y la satisfacción de mis celos, porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos deseos, no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro, y la pasada noche mi don Félix por haberlo tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la fortuna que guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña Adriana madrugase a tomar su acerada bebida, y saliendo en compañía de su tía y criadas, la primera estación que hizo fue a casa de su primo, y entrando en ella con alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida y salud, se fue con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba reposando lo que había perdido de sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana, muy a lo de propia mujer, a pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada, a quien don Félix no satisfizo; mas desengañó de suerte que en pocas palabras le dio a entender, que se cansaba en vano, porque demás de tener puesta su voluntad en mí, estaba ya desposado conmigo, y prendas de por medio, que si no era faltándole la vida era imposible que faltasen.

         Cubrió a estas razones un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza sacarla de allí y llevarla a la cama de su prima, la cual vuelta en sí, disimulando cuanto pudo las lágrimas, se despidió della, respondiendo a los consuelos que doña Isabel le daba con grandísima sequedad y despego.

         Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio, hizo la mayor crueldad que se ha visto consigo misma, con su primo, y conmigo. ¡Oh celos, qué no haréis y más si os apoderáis de pecho de mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en escribir a mi padre un papel, en que le daba cuenta de lo que pasaba, diciéndole que velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba el honor. Y con ello aguardó la mañana, que tomando su prima, y dando el papel a un criado que se le llevase a mi padre dándole a entender que era una carta de Madrid, ya con el manto puesto para salir a hacer exercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su cruel corazón le daba lugar, y le dixo:

         _Madre mía, al campo voy, si volveré Dios lo sabe; por su vida, señora, que me abrace por si no la volviere a ver.

         _Calla, Adriana _dixo algo alterada su madre_, no digas tales disparates, si no es que tienes gusto de acabarme la vida; ¿por qué no me has de volver a ver, si ya estás tan buena que ha muchos días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios y no aguardes a que entre el sol y te haga daño.

         _¿Pues qué, vuestra merced no me quiere abrazar? _replicó doña Adriana.

Y volviendo, preñados de lágrimas los ojos, las espaldas, llegó a la puerta de la calle, y apenas salió por ella y dio dos pasos, cuando arrojando un lastimoso ¡ay! se dexó caer en el suelo.

         Acudió su tía y sus criadas y su madre, que venía tras ella, y pensando que era un desmayo, la llevaron a su cama, llamando al médico para que hiciese las diligencias posibles, mas no tuvo ninguna bastante, por ser su desmayo eterno; y declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla, hundiéndose la casa a gritos; y apenas la desabotonaron un jubón de tabí de oro azul, que llevaba puesto, cuando entre sus hermosos pechos la hallaron un papel, que ella misma escribía a su madre, en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán que había echado en el xarabe, porque más quería morir que ver a su primo en brazos de otra.

         Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se le partiera el corazón por medio de dolor, porque ya de traspasada no podía llorar, y más cuando vieron que después de frío el cuerpo, se puso muy hinchada, y negra, porque no sólo consideraba el ver muerta a su hija, sino haber sido desesperadamente. Y así, puedes considerar, Fabio, cuál estaría su casa, y la ciudad y yo que en compañía de doña Isabel fui a ver este espectáculo, inocente y descuidada de lo que estaba ordenado contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un papel de mi esposo, lo que había pasado con ella.

         No se halló al entierro don Félix por no irritar al cielo en venganza de su crueldad, aunque yo lo eché a sentimiento, y lo uno y lo otro debía ser y era razón.

         Enterraron la desgraciada y malograda dama, facilitando su riqueza y calidad los imposibles que pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me torné a mi casa, deseando la noche para ver a don Félix, que apenas eran las nueve cuando Sarabia me avisó cómo ya estaba en su aposento (pluguiera a Dios le durara su pesar y no viniera), aunque a mi parecer se disponía mejor el verle que otras noches, porque mi cauteloso padre, que ya estaba avisado por el papel de doña Adriana, se acostó más temprano que otras veces, haciendo recoger a mi hermano y a la demás gente, y yo hice lo mismo para más disimulación, dando lugar a mi padre, que ayudado de sus desvelos y melancolía, a pesar de su cuidado, se durmió tan pesadamente, que le duró el sueño hasta las cuatro de la mañana.

         Yo como le vi dormido me levanté, y descalza, con sólo un faldellín, me fui a los brazos de mi esposo, y en ellos procuré quitarle, con caricias y ruegos el pesar que tenía, tratando con admiraciones el suceso de doña Adriana.

         Estaba Sarabia asentado en la escalera, siendo vigilante espía de mis travesuras, a tiempo que mi padre despavorido despertó, y levantándose, fue a mi cama y como no me hallase en ella, tomó un pistolete y su espada, y llamando a mi hermano, le dio cuenta del caso, breve y sucintamente_, mas no pudieron hacerlo con tanto silencio ni tan paso que una perrilla que había en casa, no avisase con sus voces a mi criado, el cual escuchando atento, como oyó pasos, llegó a nosotros, y nos dixo que si queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos.

         Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de baxar la escalera, ya los tres estábamos en la calle, y la puerta cerrada por defuera, que esta astucia me enseñó mi necesidad.

         Considérame, Fabio, con sólo el faldellín de damasco verde, con pasamanos de plata, y descalza, porque así había baxado la escalera a verme con mi deseado dueño. El cual con la mayor priesa que pudo me llevó al convento donde estaban sus tías, siendo ya de día. Llamó a la portería, y entrando dentro al torno, y en dándoles cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una red, llena de lágrimas y cercada de confusión, aunque don Félix me alentaba cuanto podía, y sus tías me consolaban asegurándome todas el buen suceso, pues pasada la cólera, tendría mi padre por bien el casamiento. Y por si le quisiese pedir a don Félix el escalamiento de la casa, se quedó retraído él y Sarabia en el mismo monasterio, en una sala, que para su estancia mandaron aderezar sus tías, desde donde avisó a su padre y hermana el suceso de sus amores.

         Su padre, que ya por las señales se imaginaba que me quería, y no le pesaba dello, por conocer que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico casamiento, pareciéndole que todo vendría a parar en ser mi marido, fue luego a verme en compañía de doña Isabel, que proveída de vestidos y joyas, que supliesen la falta de las mías, mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome mil consuelos y esperanzas.

         Esto pasaba por mí, mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa como haberme salido de su casa, si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo menos me costara la vida, remitió su venganza a sus manos, acción noble, sin querer por la justicia hacer ninguna diligencia, ni más alboroto ni más sentimiento, que si no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda de su honra. Y con este propósito honrado, puso espías a don Félix, de suerte que hasta sus intentos no se encubrían. Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan poca suerte como las demás, por estar hasta entonces la fortuna de parte de don Félix. El cual una noche cansado ya de su reclusión, y estando cierto que yo estaba recogida en mi celda con sus tías, que me querían como hija, venciendo con dinero la facilidad de un mozo, que tenía las llaves de la puerta de la casa, le pidió que le dexase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lexos, que luego daría la vuelta. Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro, y él facilitándolo todo lleno de armas y galas salió, y apenas puso los pies en la calle cuando dieron con él mi padre y hermano, las espadas desnudas, que hechos vigilantes espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del convento. Era mi hermano atrevido cuanto don Félix prudente, causa para que a la primera ida y venida de las espadas, le atravesó don Félix la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de llamar a Dios, cayó en el suelo de todo punto muerto.

         El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo en un instante, recogió a don Félix, antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer las diligencias, que les tocaban.

         Vino el día, súpose el caso, dióse sepultura al malogrado y lugar a las murmuraciones. Y yo ignorante del caso, salí a un locutorio a ver a doña Isabel, que me estaba aguardando llena de lágrimas y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó tiernamente.   Prevínome del suceso y de la ausencia que don Félix quería hacer de Baeza y de toda España, porque se decía que el Corregidor trataba de sacarle de la Iglesia, mientras venía un Alcalde de Corte, por quien se había enviado a toda priesa.

         Considera, Fabio, mis lágrimas y mis extremos con tan tristes nuevas, que fue mucho no costarme la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la partida de mi querido dueño a Flandes, refugio de delincuentes y seguro de desdichados, como lo hizo, dexando orden en mi regalo, y cuidado a su padre de amansar las partes y negociar su vuelta.

         Con esto, por una puerta falsa, que se mandaba por la estancia de las monjas, y no se abría sino con grande ocasión, con licencia del Vicario y Abadesa, salió, dexándome en los brazos de su tía casi muerta, donde me trasladó de los suyos, por no aguardar a más ternezas, tomando el camino derecho de Barcelona, donde estaban las galeras que habían traído las compañías, que para la expulsión de los moriscos había mandado venir la Majestad de Felipe III, y aguardaban al Excelentísimo don Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos, que iba a ser Virrey y Capitán General del Reino de Nápoles.

         Supo mi padre la ausencia de don Félix, y como discreto, trazó, ya que no se podía vengar dél hacerlo, de mí. Y la primera traza que para esto dio fue tomar los caminos, para que ni a su padre ni a mí viniesen cartas, tomándolas todas, que el dinero lo puede todo, y no fue mal acuerdo, pues así sabía el camino que llevaba, que los caballeros de la calidad de mi padre, en todas partes tienen amigos, a quien cometer su venganza.

         Pasaron quince o veinte días de ausencia, pareciéndome a mí veinte mil años, sin haber tenido nuevas de mi ausente. Y un día, que estaban mi suegro y cuñado, que me visitaban por momentos, entró un cartero y dio a mi suegro una carta, diciendo ser de Barcelona, que a lo después supe, había sido echada en el correo. Decía así:

         «Mucho siento haber de ser el primero que dé a V. m. tan malas nuevas, mas aunque quisiera excusarme no es justo dexar de acudir a mi amistad y obligación. Anoche, saliendo el alférez don Félix Ponce de León, su hijo de V. m. de una casa de juego, sin saber quién ni cómo, le dieron dos puñaladas, sin darle lugar ni aun de imaginar quién sea el agresor. Esta mañana le enterramos, y luego despacho ésta, para que V. m. lo sepa, a quien consuele Nuestro Señor, y dé la vida que sus servidores deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles, si V. m. no manda otra cosa. Barcelona 20 de junio. El Capitán Diego de Mesa.»

 

         ¡Ay, Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis extremos, bastará decirte que las creí, por ser este capitán un muy particular amigo de don Félix, con quien él tenía correspondencia, y a quien pensaba seguir en este viaje. Y pues las creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento, y lágrimas. No quieras saber más, sino que sin hacer más información, otro día tomé el hábito de religiosa, y conmigo para consolarme y acompañarme doña Isabel, que me quería tiernamente.

         Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño, y escribió esta carta, y cómo cogía todas las que venían. Porque don Félix como llegó a Barcelona, halló embarcado al Virrey, y sin tener lugar de escribir más que cuatro renglones, avisando de cómo ese día partían las galeras se embarcó y con él Sarabia, que no le había querido dexar, temeroso de su peligro. Pedía que le escribiésemos a Nápoles, donde pensaba llegar, y desde allí dar la vuelta a Flandes.

         Pues como su padre y yo no recebimos esta carta, pues en su lugar vino la de su muerte, y la tuviésemos por tan cierta, no escribimos más, ni hicimos más diligencias, que, cumplido el año, hacer doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho gusto, particularmente en mi pareciéndome que faltando don Félix no quedaba en el mundo quien me mereciese.

         A un mes de mi profesión murió mi padre, dexándome heredera de cuatro mil ducados de renta, los cuales no me pudo quitar, por no tener hijos, y ser cristiano, que, aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación. Estos gastaba yo largamente en cosas del convento, y así era señora dél, sin que se hiciese en todo más que mi gusto.

      Don Félix llegó a Nápoles, y no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi descuido y desamor, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a Flandes, y que en una dellas le habían vuelto a dar la bandera, se partió; y en Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados, dio los suyos a damas y juegos, en que se divirtió de manera, que en seis años no se acordó de España ni de la triste Jacinta, que había dexado en ella; ¡pluguiera a Dios que estuviera hasta hoy, y me hubiera dexado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas! Pues para traerme a ellas, al cabo deste tiempo, trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la vuelta a España y a su tierra, donde entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus padres, se fue derecho al convento, y llegando al torno al tiempo que querían cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que le traía unas cartas de Flandes. Era tornera una de sus tías, y deseosa de saber lo que me quería, pareciéndole novedad que me buscase nadie fuera de su padre de don Félix, que era la visita que yo siempre tenía, se apartó un poco, y llegándose luego, preguntó:

         _¿Quién busca a doña Jacinta, que yo soy?

         _Ese engaño no a mí _dixo don Félix_, que el soldado que me dio las cartas, me dio también a conocer su voz.

         Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber tales enigmas, y como llegué, preguntando quién me buscaba, y conociese don Félix mi voz, se llegó más cerca diciendo:

         _¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte?

         ¡Oh Fabio, y qué voz para mí! Ahora parece que la escucho, y siento lo que sintiera aquel punto. Así como conocí en la habla a don Félix, no quieras más de que considerando en un punto las falsas nuevas de su muerte, mi estado, y la imposibilidad de gozarle, despertando mi amor que había estado dormido, di un grito, formando en él un ¡ay! tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo, con un desmayo tan cruel, que me duró tres días estar como muerta, y aunque los médicos declaraban que tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mi.

         Recogiose don Félix en una cuadra, dentro de la casa, que debió de ser la misma en que primero estuvo, donde vio a su hermana, porque había en ella una rexa donde nos hablábamos, de quien supo lo hasta allí sucedido, que viendo que estaba profesa, fue milagro no perder la vida.

         Encargole el cuidado de mi salud, y el secreto de su venida, porque no quería que la supiese su padre, que ya su madre era muerta.

         Yo volví del desmayo, mejoré del mal, porque guardaba el cielo mi vida para más desdichas, y salí a ver a mi don Félix.

         Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para casarnos, pues la primera palabra era la valedera.

         Mientras yo juntaba dineros que llevase, pasaron quince días, o un mes, en cuyo tiempo volvió a vivir amor, y los deseos a reinar, y las persuasiones de don Félix a tener la fuerza que siempre habían tenido, y mi flaqueza a rendirse. Y pareciéndonos que el Breve del Papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Félix para ir a Flandes (el cómo no me lo preguntes, si sabes cuánto puede el interés); la cual le di a mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y riguroso! Pues todas o las más noches entraba a dormir conmigo. Esto era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella parte. Cuando considero esto no me admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y engrandezco el amor y la misericordia de Dios, en no enviar un rayo contra nosotros.

         En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Félix escondido, con determinación de que no se supiese que estaba allí, hasta que el Breve viniese.

         Pues como Sarabia llegó a Roma, y presentó los papeles y un memorial que llevaba para dar a Su Santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio, y cómo entraba en el convento, caso tan riguroso a sus oídos, que mandó el Papa que pena de excomunión mayor latae sententiae, pareciese don Félix ante su tribunal, donde sabiendo el caso más por entero, daría la dispensación, dando por ella cuatro mil ducados.

         Pues cuando aguardábamos el buen suceso, llegó Sarabia con estas nuevas; empecé con mayores extremos el ausentarse don Félix, temiendo sus descuidos, el cual con la misma pena me pidió me saliese del convento y fuese con él a Roma, y que juntos alcanzaríamos más fácilmente la licencia para casarnos.

         Díxolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente noche, tomando yo gran cantidad de dineros y joyas que tenía, dexando escrita una carta a doña Isabel, y dexándole el cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en poder de don Félix, que en tres mulas que Sarabia tenía prevenidas, cuando llegó el día ya estábamos bien apartados de Baeza, y en otros doce nos hallábamos en Valencia; y tomando una falúa, con harto riesgo de las vidas, y mil trabajos, llegamos a Civita Vieja, y en ella tomamos tierra, y un coche en que llegamos a Roma.

         Tenía don Félix amistad con el Embaxador de España y algunos Cardenales que habían estado en la insigne ciudad de Baeza, cabeza de la Cristiandad, con cuyo favor nos atrevimos a echarnos a los pies de Su Santidad, el cual mirando nuestro negocio con piedad, nos absolvió, mandando que diésemos dos mil ducados al Hospital Real de España, que hay en Roma; y luego nos desposó, con condición y en penitencia del pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase la pena y castigo reservado a él mismo.

         Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios, y confesándonos generalmente algunos días, en cuyo intermedio, supo don Félix, cómo la Condesa de Gelves, doña Leonor de Portugal, se embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don Diego Pimentel, su marido, Virrey. Y pareciéndole famosa ocasión para venir a España y a nuestra tierra a descansar de los trabajos pasados, me traxo a Nápoles, y acomodó por medio del Marqués de Santacruz, con las damas de la Condesa, y él se llegó a la tropa de los acompañantes.

         Tuvo la fortuna el fin que se sabe, porque forzados de una cruel tormenta, nos obligó a venir por tierra. Bastaba yo, Fabio, venir allí. Finalmente mi esposo y yo vinimos a Madrid, y en ella me llevó a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una hija tan dama como hermosa, y tan discreta como gallarda, donde quiso que estuviese, respecto de haber de estar lo que faltaba del año, apartados. Y él presentó los papeles de sus servicios en Consejo de Guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole que con título de capitán y mi hacienda y la suya, sería rey en Baeza, premisas ciertas de su pretensión.

         Tenía mi don Félix, cuando salió, orden de su Majestad que todos los soldados pretendientes fuesen a servirle a la Mamora. que a la vuelta les haría mercedes. Y como a él respecto de haber servido, también le honrasen por esta ocasión con el deseado cargo de capitán, no le dexaron sus honrados pensamientos acudir a las obligaciones de mi amor. Y así un día que se vio conmigo, delante de sus parientes, me dixo:

         _Amada Jacinta, ya sabes en la ocasión que estoy, que no sólo a los caballeros obliga, más a los humildes, si nacieron con honra. Esta empresa no puede durar mucho tiempo, y caso que dure más de lo que agora se imagina, como un hombre tenga lo que ama consigo, y no le falte una posada honrada, vivir en Argel o en Constantinopla, todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades, y las chozas, palacios. Dígote esto, porque mi ausencia no se excusa por tan justos respectos, que si los atropellase, daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa mi desamor, si quieres dar este nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti, me excusa el llevarte, que si no fuera esto, me animara a que en mi compañía, empezaras a padecer de nuevo, o ya viéndome a mí cercado de trabajos, o llegando ocasión de morir juntos. Mas será Dios servido, que, en sosegándose estas revoluciones, yo tenga lugar de venir a gozarte, o por lo menos enviar por ti, donde me emplee en servirte, que bien sé la deuda en que estoy a tu amor y voluntad. Mi esposa eres, siete meses nos quedan para poder yo libremente tenerte por mía. La honra y acrecentamiento que yo tuviere, es tuya. Ten por, bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del pesar que has de tener, y yo tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser quien eres, y quien soy. Lo necesario para tu regalo no te ha de faltar. A mi padre y hermana dexo escrito, dándoles cuenta de mis sucesos, a ti vendrán las cartas y dineros. Con esto y las tuyas, tendré más ánimo en las ocasiones, y más esperanzas de volverte a ver. Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto decirte nada, porque no hagas el mal con vigilia. Por tu vida y la mía, que mostrando en esta ocasión el valor que en las demás has tenido, excuses el sentimiento, y no me niegues la licencia que te pido con un mar de lágrimas en mis ojos.

         Escuché, discreto Fabio, a mi don Félix, pareciéndome en aquel punto más galán, más cuerdo y más amoroso, y mi amor mayor que nunca; habíale de perder, ¡qué mucho que para atormentarme urdiese mi mala suerte esta cautela! Queríale responder, y no me daba lugar la pasión; y en este tiempo consideré que tenía razón en lo que decía; y así, le dixe con muy turbadas palabras que mis ojos respondían por mí, pues claro era que consentía el gusto y la voluntad, pues que ellos hacían tal sentimiento, pasando entre los dos palabras muy amorosas, mas para aumentar la pena, que para considerarla. Llegó la hora en que le había de perder para siempre, partiose al fin don Félix, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar, ni hablar, ni oír los consuelos que me daba doña Guiomar y su madre, que me decían mil cosas y consuelos para desembelesarme. Finalmente, me costó la pérdida de mi dueño tres meses de enfermedad, que estuve va para desamparar la vida. ¡Pluguiera al Cielo que me hiciera este bien! ¿Mas cuando le reciben los desdichados, ni aún de quien tiene tantos que dar?

         En todo este tiempo no tuve cartas de don Félix, y aunque pudieran consolarme las de su padre y hermana, que alegres de saber el fin de tantas desdichas, y prevenidas de mil regalos y dineros que me daban el parabién, pidiéndome que en volviendo don Félix, tratásemos de irnos a descansar en su compañía, no era posible que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad, la cual me daba mil sospechas de mi desdicha, porque tengo para mí, que no hay más ciertos astrólogos que los amantes.

        Más habían pasado de cuatro meses que pasaba esta vida, cuando una noche, que parece que el sueño se había apoderado de mí más que otras (porque como la Fortuna me dio a don Félix en sueños, quiso quitármele de la misma suerte) soñaba que recebía una carta suya, y una caxa que a la cuenta parecía traer algunas joyas, y en yéndola a abrir, hallé dentro la cabeza, de mi esposo. Considera, Fabio, que fueron los gritos y las voces que di tan grandes, despertando con tantas lágrimas y congoxas y ansias, que parecía que se me acababa la vida, ya desmayándome, y ya tornando en mí, a puras veces que me daba doña Guiomar, y agua que me echaba en el rostro, que era la mayor compasión del mundo. Conteles el sueño, y ella y su madre, y criadas no osaban apartar de mí, por el temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que volvía la cabeza, vía la de don Félix.

         Hasta que se llegó la mañana, que determinaron llevarme a mi confesor, para que me confesase, por ser un sacerdote muy bien entendido y teólogo. Al tiempo de salir de mi casa, oí una voz, aunque las demás no la oyeron:

         _Muerto es, sin duda, don Félix, ya es muerto.

         Con tales agüeros, puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni la tenía en cosa criada.

         Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que sucedió en la Mamora, y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron, viniendo casi en los primeros don Félix. De allí algunos días llegó Sarabia, que fue la nueva más cierta, el cual contó, cómo yendo a tomar puerto las naves, en competencia unas con otras, dos dellas se hicieron pedazos, y abriéndose por medio, se fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ella ni tan sólo un hombre. En una de éstas iba mi don Félix, armado de unas armas dobles, causa de que cayendo en la mar, no volvió a parecer más; echó algunos fuera, él no fue visto; así acabó la vida en tan desgraciada ocasión, el más galán mozo que tuvo la Andalucía, esto sin pasión, porque a treinta y cuatro años acompañaban las más gallardas partes que pudo formar la Naturaleza.

Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, mi luto, sería pagarte mal el gusto con que me escuchas, sólo te digo, que en tres años ni supe qué fue alegría, ni salud.

         Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi convento; mas yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo acepté, por no volver a los ojos de mis deudos sin su amparo, ni menos con las monjas, respecto de haber sido causa de su escándalo; demás que mi poca salud no me daba lugar de ponerme en camino, ni volver de nuevo a ser novicia, y sufrir la carga de la Religión, antes di órdenes que Sarabia, a quien yo tenía por compañero de mis fortunas, se fuese a gobernar mi hacienda, y yo me quedé en compañía de doña Guiomar, y su madre, que me tenían en lugar de hija, y no hacían mucho, pues yo gastaba con ellas mi renta, bien largamente.

         Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Félix, que satisfaciese mis ojos ni hinchiese el vacío de mi corazón, que aunque no lo estaba de su memoria, ni mis compañeras quisieran que le hallara; mas para mi desdicha le hallo amor, que quizá estaba agraviado de mi descuido.

Visitaba a doña Guiomar un mancebo, noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio, tan cuerdo como falso, pues sabía amar cuando quería, y olvidar cuando le daba gusto, porque en él las virtudes y los engaños están como los ramilletes de Madrid, mezclados ya los olorosos claveles, como hermosas mosquetas, con las flores campesinas, sin olor ni virtud ninguna. Hablaba bien y escribía mejor, siendo tan diestro en amar como en aborrecer. Este mancebo que digo, en mucho tiempo que entró en mi casa, jamás se le conoció designio ninguno, porque con llaneza y amistad entretenía la conversación, siendo tal vez el más puntual en prevenirme consuelos a mi tristeza, unas veces jugando con doña Guiomar, y otras diciendo algunos versos, en que era muy diestro y acertado. Pasaba el tiempo, teniendo en todo lo que intentaba más acierto que yo quisiera. Igualmente nos alababa, sin ofender a ninguna nos quería, ya engrandecía la doncella, ya encarecía la viuda; y como yo también hacía versos, competía conmigo y me desafiaba en ellos, admirándole, no el que yo los compusiese, pues no es milagro en una mujer, cuya alma es la misma que la del hombre, o porque naturaleza quiso hacer esa maravilla, o porque los hombres no se desvaneciesen, siendo ellos solos los que gozan de sus grandezas, sino porque los hacía con algún acierto.

         Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle, porque si me agradaba de sus gracias, temía de sus despegos, de que él mismo nos daba noticia, particularmente un día, que nos contó cómo era querido de una dama, y que la aborrecía con las mismas veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que le pagaba mil ternezas. ¡Quién pensara, Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo! De mirar su gallardía, nació en mí un poco de deseo, y con desear, se empezaron a enxugar mis ojos, y fui cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto, que del todo le vine a querer, deseando que fuera mi marido, si bien callaba mi amor, por no parecer liviana, hasta que él mismo traxo la ocasión por los cabellos, y fue pedirme que hiciera un soneto a una dama, que mirándose a un espejo, dio en el sol, y la deslumbró. Y yo aprovechándome della, hice este soneto:

En el claro cristal del desengaño
se miraba Jacinta descuidada,
contenta de no amar, ni ser amada,
viendo su bien en el ajeno daño.
Mira de los amantes el engaño,
la voluntad, por firme, despreciada,
y de haberla tenido escarmentada,
huye de amor el proceder extraño.
Celio, sol desta edad, casi envidioso,
de ver la libertad con que vivía,
exenta de ofrecer a amor despojos,
Galán, discreto, amante y dadivoso,
reflexos que animaron su osadía,
dio en el espejo, y deslumbró sus ojos.
Sintió dulces enojos,
y apartando el cristal, dixo piadosa:
Por no haber visto a Celio, fui animosa,
y aunque llegue a abrasarme,
no pienso de sus rayos apartarme.

        Recibió Celio con tanto gusto este papel, que pensé que ya mi ventura era cierta, y no fue sino que a nadie le pesa de ser querido. Alabó su ventura, encareció su suerte, agradeció mi amor, dando claras muestras del suyo, y dándome a entender que me lo tenía, desde el día que me vio, solenizó la traza de darle a entender el mío, y finalmente, armó lazos en que acabase de caer, solenizando en un romance, mi hermosura, y su suerte. ¡Ay de mí, que cuando considero las estratagemas y ardides con los que los hombres rinden las mujeres y combaten su flaqueza, digo que todos son traidores, y el amor guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza del alma! De mí te digo, Fabio, que aunque ciega, y más cautiva a esta voluntad, nunca dexó de conocer lo que he perdido por ella, pues cuando no sea, sino por haber dexado de ser cuerda, queriendo a quien me aborrece, basta este conocimiento para tenerme arrepentida, si durase este propósito.

         En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque empezó a dar tal color de verdadero a su amor, que le creyera, no sólo una mujer que sabía de la verdad de un hombre, que se preció de tratarla, sino a las más astutas y matreras. Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde estaba en mi casa, tanto que sus amigos llegaron a conocer, en verle negarse a su conversación, que la tenía con persona que lo merecía, en particular uno de tu nombre, con quien la conservó más que ninguno, y a quien contaba sus empleos, que según me dixo el mismo Celio, me tenía lástima, y le rogaba que no me hablase, si me había de dar el pago que a otras que le había conocido. Sus papeles tantos, que fueron bastantes a volverme loca. Sus regalos tantos y tan a tiempo, que parecía tenía de su mano los movimientos del cielo, para hacerlos a punto que me acabase de precipitar. Yo simple, ignorante destas traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor, y si bien se le tuve siempre con propósito de hacerle mi esposo, que de otra manera, antes me dexara morir, que darle a entender mi voluntad; y en ello entendí hacerle harto favor, siendo quien soy, Celio no debía de pensar esto, según pareció, aunque no ignoraba lo que ganara con tal casamiento. Mas yo, con mi engaño, estaba tan contenta de ser suya, que ya de todo punto no me acordaba de don Félix; sólo en Celio estaban empleados mis sentidos, si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer, temí perderle; y para asegurarme deste temor, un día que le vi más galán, y más amante que otros, le conté mi pensamiento, diciéndole, que si como tenía cuatro mil ducados de renta, tuviera juntas todas las que poseen todos los señores del mundo, y con ellas la Monarquía dél de todas le hiciera señor.

         Seguía Cello las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que cortó a mi pretensión la cabeza, diciendo que él había gastado sus años en estudios de letras divinas, con propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían puesto sus padres los ojos, fuera de haber sido esta su voluntad; y que supuesto esto, que le mandase otras cosas de mi gusto, que no siendo esa, las demás haría, aunque fuese perder la vida, y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su fe y palabra de amarme mientras la tuviese.

         Lo que sentí en ver defraudada mis esperanzas, confirmándose en todo mis temores, y recelos, pues siendo quien soy, no era justo querer si no era al que había de ser mi legítimo marido, y respecto desto, había de tener fin nuestra amistad. Dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel, que en lugar de enxugarlas, pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dexándome bañada en ellas, y así estuve toda aquella noche y otro día, que de los muchos recados, que otras veces me enviaba, en ésta faltó, no quien los traxese, sino la voluntad de enviaros. Hasta que aquella tarde vino Celio a disculparse, con tanta tibieza, que en lugar de enxugarlas las aumentó. Esta fue la primera ingratitud que Celio usó conmigo; y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor, de suerte que ya no me vía, sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces objeto de su alabanza. A estas tibiezas daba por disculpas sus ocupaciones, y sus amigos, y con ellas ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto, que ya las amigas, que adoraban mis donaires y entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto disgusto.

         Acompañó su desamor, con darme celos. Visitaba damas y decíalo, que era lo peor, con que, irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión nombre de mal acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló tan libre dél como si nunca le hubiera tenido, y como ingrato a mis obligaciones, dio en visitar a una dama libre, y de las que tratan de tomar placer y dineros, y hallose tan bien con esta amistad, porque no le celaba, ni apretaba, que no se le dio nada que yo lo supiese, ni hacía caso de las quexas, que yo le daba por escrito y de palabra las veces que venía, que eran pocas.

         Supe el caso por una criada mía que le siguió y supe los pasos en que andaba. Escribí a la mujer un papel, pidiéndole no le dexase entrar en su casa. Lo que resultó desto, fue no venir más a la mía, por darse más enteramente a la otra. Yo triste y desesperada, me pasaba los días y las noches llorando. ¿Mas para qué te canso en estas cosas?, pues con decir que cerró ojos a todo, basta.

         Fue fuerza en medio destos sucesos, irse a Salamanca, y por no volver a verme se quedó allí aquel año. Lo que en esto sentí, te lo dirá este traxe, y este monte, donde, siendo quien sabes, me has hallado. Y fue desta suerte: a pocos días que estaba en Salamanca, supe que andaba de amores, por nuevo, por galán y cortesano; cuyas nuevas sentí tanto que pensé perder el juicio. Escribíle algunas cartas, no tuve respuesta de ninguna. En fin, me determiné de ir a aquella famosa ciudad, y procurar con caricias, volver a su gracia, y ya que no estorbase sus amores, por lo menos llevaba determinación de quitarme la vida. Mira, Fabio, en qué ocasiones se vía mi opinión; mas, ¿qué no hará una mujer celosa?

      Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba en mis desdichas, y viendo que estaba resuelta, no quiso dexarme partir sola. Entraba en casa un gentilhombre, cuya amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña Guiomar y su madre me acompañase. Él lo acató luego, y alquilando dos mulas, nos pusimos en ellas, y salimos de Madrid, bien prevenida de dineros y joyas. Y como yo sé tan poco de caminos (porque los que había andado con don Félix habían sido con más recato), en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó el de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, en un monte, me quitó cuanto llevaba, y las mulas, y se volvió por do había venido.

         Quedé en el campo sola y desesperada, con intentos de hacer un disparate. En fin, a pie y sola empecé a caminar, hasta que salí del monte al camino real, donde hallé gente a quien pregunté, qué tanto estaba de allí Salamanca. De cuya pregunta se rieron, respondiéndome que más cerca estaba de Barcelona, en lo que vi el engaño del traidor, que por robarme me traxo allí. En fin, me animé, y a pie llegué a Barcelona, donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me dexó el traidor en el dedo, compré este vestido, y me corté los cabellos, y desta suerte me vine a Monserrate, donde estuve tres días, pidiendo a aquella santa Imagen me ayudase en mis trabajos; y llegando a pedir a los padres alguna cosa que comer, me preguntaron si quería servir de zagal, para traer al monte este ganado que ves. Yo viendo tan buena ocasión, para que Celio ni nadie sepa de mí, y pueda sin embarazo gozar sus amores y yo llorar mis desdichas, aceté el partido, donde ha cuatro meses que estoy, con propósito de no volver eternamente donde sus ingratos ojos me vean.

         Ésta es, discreto Fabio, la ocasión de mis desdichadas quexas, que te dieron motivo a buscarme; en estas ocasiones me ha puesto amor, y en ellas pienso que se acabará mi vida.

          Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin, le respondió así:

         _Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien sentidos, como bien dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy Fabio el amigo de Celio que dixiste que estaba tan lastimado de tu empleo, cuanto deseoso de conocerte. Con tales colores has pintado su retrato, que cuando yo no supiera tus desdichas, y por ellas conociese desde que le nombraste, que eras el dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tu ingrato amante, a quien no culpo por ser esa su condición, y tan sujeto a ella, que jamás en eso se valió de su entendimiento, ni se inclina a vencerla. Muchas prendas le he conocido, y a todas ha dado ese mismo pago, y tenido esa misma correspondencia. De lo que puedo asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le inclina a querer donde es aborrecido, y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus alabanzas, y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que mereces. Señal de que te estima, y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras por lo menos, ni tú estuvieras tan quexosa, ni él hubiera sido tan ingrato. Mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio con intención de hacerle tu dueño, como de ser quien eres creo, y de tu discreción siempre presumí, ya es imposible; porque él tiene ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a cualesquiera que sean desta calidad por tener ya órdenes, impedimento para casarse, como sabes. Para su condición, sólo este estado le conviene, porque imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte, ni gozar una misma cosa. Pues que quieras forzada de tu amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y opinión, que será desdecir mucho della, pues no es justo que ni el padre de don Félix, ni su hermana, tus deudos, y el monasterio, donde estuviste y fuiste tanto tiempo verdadera religiosa, sepan de ti esa flaqueza, que imposible será incubrirse; y estar aquí, donde estás a peligro de ser conocida de los bandoleros desta montaña, y de la gente que para visitar estas Santas Ermitas la pasan, ni es decente, ni seguro; pues como yo te conocí, escuché y busqué, lo podrán hacer los demás. Tu hacienda está perdida, tus deudos, y los de tu muerto esposo confusos, y quizás sospechando de ti mayores males de los que tú piensas, ciega con la desesperación de amor, y la pasión de tus celos, tanto, que no das lugar a tu entendimiento para que te aconseje, y que elijas mejor modo de vida. Yo, que miro las cosas sin pasión, te suplico que consideres y que pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte conmigo, porque de lo contrario entendiera que el cielo me había de pedir cuenta de tu vida, pues antes que haga acción tan cruel, me quedaré aquí contigo, esto sin más interés, que el de la obligación en que me has puesto con decirme tu historia, y descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser quien soy, y la que debo a Celio, mi amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo suerte de apartarte deste intento, tan contrario a tu honor y fama, porque no me quiero persuadir a que te aborrece tanto, que no estime tu sosiego, tu vida y honra tanto como la suya. Esto te obligue, Jacinta hermosa, a desviarte de semejante disinio. Vamos a la Corte, donde en un Monasterio principal della estarás más conforme a quien eres, y si acaso allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con que poder hacerlo, y vivir descansada; y discreción para olvidar, con las caricias verdaderas de tu legítimo esposo, las falsas y tibias de tu amante; y si olvidándole y conociendo las desdichas que has pasado, y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de religiosa, pues ya sabes la vida que es, y conoces que es la más perfeta, tanto más gusto darías a los que te conocemos. Ea, bella Jacinta, vamos al convento que se viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, dichosos de ser apacentados de tal zagal, porque mañana poniéndote en tu traxe, pues ése no es decente a lo que mereces, recibirás una criada que te acompañe, y alquilaremos un coche para volver a Madrid, que desde hoy, con tu licencia, quiero que corra por mi cuenta tu opinión, y agradecerme a mí mismo el ser causa de tu remedio. Y si no puedes vivir sin Celio, yo haré que Celio te visite, trocando el amor imperfecto en amor de hermanos. Y mientras con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el cielo que mudes intento, y te envíe el remedio que yo deseo, al cual ayudaré, como si fueras mi hermana, y como tal irás en mi compañía.

         _Con estos brazos, noble y discreto Fabio _replicó Jacinta, llenos los ojos de lágrimas, enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo_, quiero, si no pagar, agradecer la merced que me haces; y pues el cielo te traxo a tal tiempo por estos montes inhabitables, quiero pensar que no me tiene olvidada. Iré contigo más contenta de lo que piensas, y te obedeceré en todo lo que de mí quisieras ordenar, y no haré mucho, pues todo es tan a provecho mío. La entrada en el Monasterio acepto; sólo en lo que no podré obedecerte, será en tomar uno, ni otro estado, si no se muda mi voluntad, porque para admitir esposo, me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, ser de Celio, porque aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino Esposo es justo que esté muy libre y desocupada. Bien sé lo que gano por lo que pierdo, que es el cielo, o el infierno, que tal es el de mis pasiones; mas no fuera verdadero mi amor, si no me costara tanto. Hacienda tengo; bien podré estarme en el estado que poseo, sin mudarme dél. Soy Fénix de amor, quise a don Félix hasta que me le quitó la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida. Hice elección de amar y con ella acabaré. Y si tú haces que Celio me vea, con eso estoy contenta, porque como yo vea a Celio, eso me basta, aunque sé que ni me ha de agradecer ni premiar esta fineza, esta voluntad, ni este amor; mas aventurareme perdiendo, no porque crea que he de ganar, que ni él dexará de ser tan ingrato, como yo firme, ni yo tan desdichada como he sido, mas por lo menos comerá el alma el gusto de su vista, a pesar de sus despegos y deslealtades.

         Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa Iglesia, donde reposaron aquella noche, y otro día partieron a Barcelona, donde mudando Jacinta traje, y tomando un coche y una criada, dieron la vuelta a la Corte, donde hoy vive en un Monasterio della, tan contenta, que le parece que no tiene más bien que desear, ni más gusto que pedir. Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre, y antes desta muerte, le pidió que la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia, para que la pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y su caso tan verdadero, porque a no ser los nombres de todos supuestos, fueran de muchos conocidos, pues viven todos, sólo don Félix, que pagó la deuda a la muerte en lo mejor de su vida.

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El castigo de la miseria

      A servir a un grande desta Corte vino de un lugar de Navarra un hijodalgo, tan alto de pensamientos como humilde de bienes de fortuna, pues no le concedió esta madrastra de los nacidos más riqueza que una pobre cama, en la cual se recogía a dormir y se sentaba a comer; este mozo, a quien llamaremos don Marcos, tenía un padre viejo, y tanto, que sus años le servían de renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más empedernidos corazones.

Era don Marcos, cuando vino a este honroso entretenimiento, de doce años, habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino dolor de costado, y mereció en casa deste Príncipe la plaza de paje, y con ella los usados atributos, picardía, porquería, sarna y miseria; y aunque don Marcos se graduó en todas, en esta última echó el resto, condenándose él mismo de su voluntad a la mayor lacería que pudo padecer un padre del yermo, gastando los dieciocho cuartos que le daban con tanta moderación, que si podía, aunque fuese a costa de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba que no se disminuyesen, o ya que algo gastase, no de suerte que se viese mucho su falta.

Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida, se vino a transformar de hombre en espárrago. Cuando sacaba de mal año su vientre, era el día que le tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos de plata, llevándoles lo que caía en sus manos más limpio que ellos la habían puesto en la mesa, proveyendo sus faltriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar para otro día. Con esta miseria pasó la niñez, acompañando a su dueño en muchas ocasiones, dentro y fuera de España, donde tuvo principales cargos.

Vino a merecer don Marcos pasar de paje a gentilhombre, haciendo en esto su amo en él lo que no hizo el ciclo. Trocó pues los dieciocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís; pero ni mudó de vida, ni alargó la ración a su cuerpo, antes, como tenía más obligaciones, iba dando más nudos a su bolsa. Jamás se encendió en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta, era el que le concedía su diligencia y el descuido del repostero algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura, que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa dexaba caer los vestidos, y al punto le daba la muerte. Cuando se levantaba por la mañana tomaba un jarro que tenía sin asa, y se salía a la puerta de la calle, esperando los aguadores, y al primero que vía, le pedía remediase su necesidad, y esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha estrecheza. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos, y por un cuarto llevaba uno que le hacía la cama y barría el aposento; y si tenía criado, se concertaba con él, que no le había de dar ración más de dos cuartos, y un pedazo de estera en que dormir. Y cuando estas cosas le faltaban llevaba un pícaro de cocina que lo hacía todo, y le vertiese una extraordinaria vasija en que hacía las inexcusables necesidades; era del modo de un arcaduz de noria, porque había sido en un tiempo jarro de miel, que hasta en verter sus excrementos guardó la regla de la observancia. Su comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca, un cuarto de zarandajas, y otro que daba al cocinero, porque tuviese cuidado de guisarlo limpiamente, y esto no era cada día, sino sólo los feriados, que lo ordinario era un cuarto de pan y otro de queso.

Entraba en el estado donde comían sus compañeros, y llegaba al primero y decía: «Buena debe de estar la olla, que da un olor que consuela. En verdad que la he de probar». Y diciendo y haciendo sacaba una presa; y desta suerte daba la vuelta de uno en uno a todos los platos; que hubo día que en viéndole venir, el que podía se comía de un bocado lo que tenía delante, y el que no ponía la mano sobre su plato. Con el que tenía más amistad era con un gentilhombre de casa, que estaba aguardando verle entrar a comer o cenar, y luego con su pan y queso en la mano, entraba diciendo: «Por cenar en conversación os vengo a cansar». Y con esto se sentaba en la mesa y alcanzaba de lo que había. Vino, en su vida lo compró, aunque lo bebía algunas veces, en esta forma: poníase a la puerta de la calle, y como iban pasando las mozas y muchachos con el vino, les pedía en cortesía se lo dexasen probar, obligándoles lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables les pedía licencia para otro traguillo. Viniendo a Madrid en una mula y con un mozo, que, por venir en su compañía, se había aplicado a servirle por ahorrar de gasto, le envió en un lugar por un cuarto de vino, y mientras que fue el mozo por él, se puso a caballo y se partió, obligando al mozo a venir pidiendo limosna. Jamás en las posadas le faltó algún pariente que haciéndose gorra con él, le ahorraba de la comida. Vez hubo que dio a su mula la paja del jergón que tenía en la cama, todo a fin de no gastar. Varios cuentos se decían de don Marcos, con que su amo y sus amigos pasaban tiempo y alegraban sus corazones, tanto que ya era conocido en toda la Corte, por el hombre mas reglado de los que conocían en el mundo; porque guardaba castidad, que decía él, que en costando dineros, no hay mujer hermosa, y en siendo de balde no la hay fea, y mucho más si contribuía para cuellos y lienzos, presentes de mujeres aseadas.

Vino don Marcos desta suerte, cuando llegó a los treinta años, pues vino a juntar, a costa de su opinión y hurtándoselo a su cuerpo, seis mil ducados, los cuales se tenía siempre consigo, porque temía mucho las retiradas de los genoveses: pues cuando más descuidado ven a un hombre, le dan manotada como zorro. Y como don Marcos no tenía fama de jugador, ni amancebado, cada día se le ofrecían varias ocasiones de casarse, aunque él lo regateaba, temiendo algún mal suceso. Parecíales a las señoras que lo deseaban para marido más falta ser gastador que guardoso, que con este nombre calificaron su miseria. Entre muchas que desearon ser suyas fue una señora que no había sido casada, si bien estaba en opinión de viuda, mujer de buen gusto y de alguna edad, aunque la encubría con las galas, adornos e industrias, porque era viuda galana, con su monjil de tercianela, tocas de reina, y su poquito de moño. Era esta señora, cuyo nombre es doña Isidora, muy rica en hacienda, según decían, y su modo de tratarse lo mostraba. Y en esto siempre se adelantaba el vulgo más de lo que era razón. Propusiéronle a don Marcos este matrimonio, pintándole la novia con tan perfectas colores, y asegurándole que tenía más de catorce o quince mil ducados, diciéndole ser el muerto consorte suyo un caballero de lo mejor de Andalucía, que así mismo decía serlo la señora, dándole por patria a la famosa ciudad de Sevilla, con lo cual nuestro don Marcos se dio por casado.

El que trataba el casamiento era un gran socarrón, tercero no sólo de casamientos, sino de todas las mercaderías, tratante en gruesos de buenos rostros y mejores bolsos, pues jamás ignoraba lo malo y lo bueno desta Corte, y era la causa haberle prometido doña Isidora, buenas albricias si salía con esta pretensión, y así dio orden en llevar a don Marcos a vistas, y lo hizo esa misma tarde que se lo propuso, porque no hubiese peligro en la tardanza. Entró don Marcos en casa de doña Isidora, casi admirado de ver la casa, tantos cuartos, tan bien labrada, y con tanta hermosura; y mirola con atención, porque le dixeron que era su dueña la misma que lo había de ser de su alma. A la cual halló entre tantos damascos, escritorios y cuadros, que más parecía casa de señora de título que de particular; con un estrado tan rico, y la casa con tanto aseo, y olor y limpieza, que parecía, no tierra, sino cielo, y ella tan aseada y bien prendida, como dice un poeta amigo, que pienso que por ella se tomó este motivo de llamar así a los aseados.

Tenía consigo dos criadas, una de labor, y otra de todo y para todo, que, a no ser nuestro hidalgo tan compuesto y tenerle el poco comer tan mortificado, por solo ellas pudiera casarse con su ama, porque tenían tan buenas caras como desenfado, en particular la fregona, que pudiera ser reina, si se dieran los reinos por hermosura. Admirole sobre todo el agrado y discreción de doña Isidora, que parecía la misma gracia, tanto en donaires como en amores, razones que fueron tantas y tan bien dichas, las que dixo a don Marcos, que no sólo se agradó, mas le enamoró, mostrando en sus agradecimientos el alma, que la tenía el buen señor bien sencilla y sin dobleces. Agradeció doña Isidora al casamentero la merced que le hacía en querer emplearla tan bien, acabando de hacer tropezar a don Marcos en una aseada y costosa merienda, en la cual hizo alarde de la baxilla rica y olorosa ropa blanca, con las demás cosas que en una casa tan rica como la de doña Isidora era fuerza hubiese. Hallose a la merienda un mozo galán, desenvuelto y que de bien entendido picaba en pícaro, al cual doña Isidora regalaba, a título de sobrino, cuyo nombre era Agustinico, que así le llamaba su señora tía. Servía a la mesa Inés, porque Marcela, que así se llamaba la doncella, por mandado de su señora, ya tenía en las manos un instrumento, en el cual era tan diestra, que no se la ganaba el mejor músico de la Corte, y esto acompañaba con una voz que más parecía ángel que mujer, y a la cuenta era todo. La cual, con tanto donaire como desenvoltura, sin aguardar a que la rogasen, porque estaba cierta que lo haría bien, o fuese a caso o de pensado, cantó así:

Claras fuentecillas,

pues que murmuráis,
murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad, que vive
libre y descuidado,
y que mi cuidado
en el agua escribe,
que pena recibe,
si sabe mi pena:
que es dulce cadena
de mi libertad.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad que tiene,
el pecho de hielo,
y que por consuelo,
penas me previene:
responde, que pene,
si favor le pido,
y se hace dormido,
si pido piedad.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad que llama
cielos, otros ojos:
mas por darme enojos
que porque los ama,
que mi ardiente llama
paga con desdén,
y quererle bien,
con quererme mal.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Y si en cortesía
responde a ni amor,
nunca su favor
duró más de un día.
De la pena mía,
ríe lisonjero,
y aunque ve que muero,
no tiene piedad.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad, que ha días
tiene la firmeza,
y que con tibiezas
paga mis porfías.
Mis melancolías
le causan contento,
y si mudo intento,
muestra voluntad.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad que he sido
eco desdichada,
aunque despreciada,
siempre le he seguido,
y que si le pido
que escuche mi quexa,
desdeñoso dexa,
mis ojos llorar.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad que altivo,
libre y desdeñoso
vive, y sin reposo:
por amarle, vivo;
que no da recibo
a mi eterno amor,
antes con rigor
me intenta matar.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad sus ojos
graves y severos,
aunque bien ligeros
para darme enojos;
que rinden despojos
a su gentileza,
cuya altiva alteza
no halla su igual.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad que ha dado
con alegre risa,
la gloria a Belisa,
que a mí me ha quitado;
no de enamorado,
sino de traidor,
que aunque finge amor,
miente en la mitad.
Murmurad a Narciso,
que no sabe amar.

Murmurad mis celos
y penas rabiosas,
¡ay fuentes hermosas
a mis ojos cielos!,
y mis desconsuelos,
penas y disgustos,
mis perdidos gustos
fuentes murmurad,
y también a Narciso,

que no sabe amar.

 

No me atreveré a determinar en qué halló nuestro don Marcos más gusto, si en las empanadas y hermosas tortadas, lo uno picante y lo otro dulce, si en el sabroso pernil y fruta fresca y gustosa, acompañado todo con el licor del santo, remedio de los pobres, que a fuerza de brazos estaba vertiendo hielo, siendo ello mismo fuego, que por eso llamaba un su aficionado a las cantimploras, remedio contra el fuego; o en la dulce voz de Marcela, porque al son de su letra él no hacía sino comer, tan regalado de doña Isidora y de Agustinico, que no lo pudiera ser más si él fuera el Rey, porque si en la voz hallaba gusto para los oídos, en la merienda recreo para su estómago, tan ayuno de regalos como de sustento.

Regalaba también doña Isidora a don Agustín, sin que don Marcos, como poco escrupuloso reparase en nada más de sacar de mal año sus tripas, porque creo sin levantarle testimonio, que sirvió la merienda de aquella tarde, de ahorro de seis días de ración, y más con los buenos bocados que doña Isidora y su sobrino atestaban y embutían en el baúl vacío del buen hidalgo, provisión bastante para no comer en mucho tiempo. Feneciose la merienda con el día, y estando ya prevenidas cuatro buxías en otros tantos hermosos candeleros, a la luz de las cuales, y al dulce son que Agustinico hizo en el instrumento que Marcela había tocado, bailaron ella y Inés lo rastreado y sotillo, sin que se quedase la capona olvidada, con tal donaire y desenvoltura, que se llevaban entre los pies los ojos y el alma del honrado auditorio; y tornando Marcela a tomar la guitarra, a petición de don Marcos, que como estaba harto quería bureo. Feneció la fiesta con este romance:

Fuése Bras de la cabaña,
sabe Dios si volverá,
por ser firmísima Menga
y ser muy ingrato Bras.

Como no sabe ser firme
desmayóle el verse amar;
que quien no sabe querer
tampoco sabe estimar.

No le ha dado Menga celos,
que no se los supo dar,
porque si supiera darlos
supiera hacerse estimar.

Es Bras de condición libre,
no se quiere sujetar,
y así viéndose querido
supo el modo de olvidar.

No sólo a sus gustos sigue,
mas sábelos publicar,
que quiere a fuerza de penas
hacerse estimar en más.

Que no volverá es muy cierto,
que es cosa la voluntad
que cuando llega a trocarse
no vuelve a su ser jamás.

Por gustos ajenos muere,
pero no se morirá,
que sabe fingir pasiones,
hasta que llega alcanzar.

Desdichada la serrana,
que en él se viene a emplear,
pues aunque siembre afición,
sólo penas cogerá.

De ser poco lo que pierde
certísima Menga está,
pues por mal que se aventure,
no puede tener más mal.

Es franco de disfavores,
de tibiezas liberal,
pródigo de demasías,
escaso de voluntad.

Dice Menga que se alegra,
no sé si dice verdad,
que padecer despreciada,
es dudosa enfermedad.

Suelen publicar salud
cuando muriéndose están,
mas no niego que es cordura
el saber disimular.

Esconderse por no verla,
ni de sus cosas hablar,
no tratar de su alabanza,
indicios de salud da.

Pero vivir descontenta,
y allá en secreto llorar,
llevar mal que mire a otra
de amor parece señal.

Lo que por mi Teología
he venido a pergeñar,
es que aquel que dice injurias
cerca está de perdonar.

Préciase Menga de noble,
no sé si querrá olvidar,
que una vez elección hecha,
no es noble quien vuelve atrás.

Mas ella me ha dicho a mí,
que en llegando a averiguar
injurias, celos y agravios,

afrenta el verle será.

 

Al dar fin al romance se levantó el corredor de desdichas, y le dixo a don Marcos que era hora de que la señora doña Isidora reposase, y así se despidieron los dos della y de Agustinico y de las otras damiselas, y dieron la vuelta a su casa, yendo por la calle tratando lo bien que le había parecido doña Isidora, descubriendo el enamorado don Marcos, más del dinero que de la dama, el deseo que tenía de verse ya su marido; y así le dixo que diera un dedo de la mano por verlo ya hecho, porque era sin duda que le estaba muy bien, aunque no pensaba tratarse después de casado con tanta ostentación ni grandeza, que aquello era bueno para un príncipe y no para un hidalgo particular como él era; pues con su ración y alguna otra cosa más, habría para el gasto; y que seis mil ducados que él tenía, y otros tantos más que podría hacer de cosas excusadas que vía en casa de doña Isidora —pues bastaba para la casa de un escudero de un señor cuatro cucharas, un jarro y una salva, con una buena cama, y a este modo, cosas que no se pueden excusar, todo lo demás era cosa sin provecho, y que mejor estaría en dineros— y esos puestos en renta viviría como un príncipe, y podría dexar a sus hijos, si Dios se los diese, con que pasar honradamente; y cuando no los tuviese, pues doña Isidora tenía aquel sobrino, para él sería todo, si fuese tan obediente, que quisiese respetarle como a padre.

Hacía estos discursos don Marcos tan en su punto, que el casamentero le dio por concluido, y así le respondió que él hablaría otro día a doña Isidora, y se efectuaría el negocio, porque en estos casos de matrimonios tantos tienen deshechos las dilaciones como la muerte. Con esto se despidieron, y él se volvió a contar a doña Isidora lo que con don Marcos había pasado, codicioso de las albricias, y él a casa de su amo, donde hallándolo todo en silencio por ser muy tarde, y sacando un cabo de vela de la faltriquera, se llegó a una lámpara que estaba en la calle alumbrando una cruz, y puesta la vela en la punta de la espada la encendió; y después de haberle suplicado, con una breve oración, que fuese lo que se quería echar a cuestas para bien suyo, se entró en su posada y se acostó, aguardando con mil gustos el día, pareciéndole que se le había de despintar tal ventura.

 

Dexémosle dormir, y vamos al casamentero, que vuelto a casa de doña Isidora, le contó lo que pasaba, y cuán bien le estaba. Ella que lo sabía mejor que no él, como adelante se dirá, dio luego el sí, y cuatro escudos al tratante por principio, y le rogó que luego por la mañana volviese a don Marcos y le dixese cómo ella tenía a gran suerte el ser suya, que no le dexase de la mano, antes gustaría que se le traxese a comer con ella y su sobrino, para que se hiciesen las escripturas, y se sacasen los recados —¡Qué dos nuevas para don Marcos, convidado y novio!— Con ellas, por ser tan buenas, madrugó el casamentero, y dio los buenos días a nuestro hidalgo, al cual hallo ya vistiéndose (que amores de blanca niña no te dexan reposar).

Recibió con los brazos a su buen amigo, que así llamaba al procurador de pesares, y con el alma la resolución de su ventura, y acabándose de vestir con las más costosas galas que su miseria le consentía, se fue con su norte de desdichas a casa de su dueño y su señora, donde fue recibido de aquella sirena con la agradable música de sus caricias, y de don Agustín, que se estaba vistiendo, con mil modos de cortesías y agrados: donde en buena conversación y agradecimientos de su ventura, y sumisiones del cauto mozo, en agradecimientos del lugar que de hijo le daba, pasaron hasta que fue hora de comer, que de la sala del estrado se entraron a otra cuadra más adentro, donde estaba puesta la mesa y aparador como pudiera en casa de un gran señor.

No tuvo necesidad doña Isidora de gastar muchas arengas, para obligar a don Marcos a sentarse a la mesa, porque antes él rogó a los demás que lo hiciesen, sacándolos desta penalidad, que no es pequeña. Satisfizo el señor convidado su apetito en la bien sazonada cuanto abundante comida, y sus deseos en el compuesto aparador, tornando en su memoria a hacer otros tantos discursos, como la noche pasada, y más, como vía a doña Isidora tan liberal y cumplida, como aquella que se pensaba pagar de su mano, le parecía aquella grandeza vanidad excusada, y dinero perdido. Acabóse la comida, y preguntaron a don Marcos, si quería en lugar de dormir la siesta, por no haber en aquella casa cama para huéspedes, jugar al hombre. A lo cual respondió que servía a un señor tan virtuoso y cristiano, que si supiera que criado suyo jugaba, ni aun al quince, que no estuviera una hora en su casa, y que, como él sabía esto, había tomado por regla el darle gusto; demás de ser su inclinación buena y virtuosa, pues no tan solamente no sabía jugar al hombre, más que no conocía ni una carta, y que verdaderamente hallaba por su cuenta que valía el no saber jugar muchos ducados por año. «Pues el señor don Marcos _dixo doña Isidora_ es tan virtuoso que no sabe jugar, que bien le digo yo a Agustinico que es lo que está mejor al alma y a la hacienda, ve niño y dile a Marcela que se dé priesa a comer y traiga su guitarra, y Inesica sus castañuelas, y en eso entretendremos la fiesta hasta que venga el Notario que el señor Gamarra (que así se llamaba el casamentero) tiene prevenido para hacer las capitulaciones». Fue Agustinico a lo que su señora tía le mandaba, y mientras venía prosiguió don Marcos asiendo la plática desde arriba: «Pues en verdad que puede Agustín, si pretende darme gusto, no tratar de jugar ni salir de noche, y con eso seremos amigos; y de no hacerlo habrá mil rencillas, porque soy muy amigo de recogerme temprano la noche que no hay que hacer, y que en entrando, no sólo se cierre la puerta, mas se clave, no porque soy celoso, que harto ignorante es el que lo es teniendo mujer honrada, mas porque las casas ricas nunca están seguras de ladrones, y no quiero que me lleve con sus manos lavadas el ladrón, sin más trabajo que tomarlo, lo que a mí me costó el ganarlo tanto afán y fatiga; y así yo le quitaré el vicio, o sobre eso será el diablo». Vio doña Isidora tan colérico a don Marcos, que fue menester mucho de su despejo, para desenoxarle; y así le dixo que no se disgustase, que el muchacho haría todo lo que fuese su gusto, porque era el mozo más dócil que en su vida había tratado, que al tiempo daba por testigo. «Eso le importa» replicó don Marcos. Y atajó la plática don Agustín, y las damiselas, que venía cada una prevenida con su instrumento. Y la desenvuelta Marcela dio principio a la fiesta con estas décimas:

Lauro, si cuando te amaba

y tu rigor me ofendía,
triste de noche y de día
tu ingrato trato lloraba;
si en ninguna parte hallaba
remedio de mi dolor,
pues cuando sólo un favor
era paz de mis enojos,
siempre en tus ingratos ojos,
hallé crueldad por amor.

Si cuando pedí a los cielos
la muerte por no mirarte,
y maltratarme y culparte
eran todos mis desvelos;
si perseguida de celos,
mereciendo ser querida,
quise quitarme la vida,
dime ¿cómo puede haber
otro mayor mal que ser
cruelmente aborrecida?

Yo le tengo por mayor
que no vivir olvidada,
que siéndolo no te enfada
como otras veces mi amor.
Tenga el verte por favor,
que tu descuido me ofrece
la paz, que aquel que aborrece
niega el que adorando está;
luego el olvido será
menor daño que parece.

Y así, pedirte favor
con disfavor me convidas,
porque al fin como me olvidas,
no te ofendes de mi amor,
que alguna vez tu rigor
vendrá tomar por partido
amar en lugar de olvido;
y si me has de aborrecer,
mas quiero, Lauro, no ser,
que aborrecida haber sido.

 

      No sabré decir si lo que agradó a los oyentes fue la suave voz de Marcela o los versos que cantó. Finalmente, a todo dieron alabanza, pues aunque la décima no era la más cultas ni más acendrada, el donaire de Marcela la dio tanta sal, que supliera mayores faltas. Y porque mandaba doña Isidora a Inés que bailase con Agustín, le previno don Marcos que fenecido el baile volviese a cantar, pues lo hacía tan divinamente, lo cual Marcela hizo con mucho gusto, dándosele al señor don Marcos, con este romance:

Ya de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Ya no tengo que esperar
de tu amor, ingrato Ardenio,
aunque tus muchas tibiezas
mida con mi sufrimiento.
Que ya en mi fuego te yeles,
ni que me encienda en tu yelo,
que mueran mis esperanzas
, ni que viva mi tormento.
Como en mi confusa pena,
no hay alivio ni remedio,
ni le busco ni le pido,
desesperada padezco.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

¿Qué tengo ya que esperar
ni cómo obligar pretendo
a quien de sólo matarme
atrevido lleva intento?
A los hermanos imito,
que por pena en el Infierno,
tienen trabajos sin fruto,
y servir fuera de tiempo.
Acaba, saca la espada,
pasa mi constante pecho,
acabaré de penar,
si no es mi tormento eterno.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Quiérote bien, ¡qué delito
para castigo tan fiero!,
pero tú te desobligas,
cuando yo obligarte pienso.
¡Quién creyera que mis partes,
que alguno estimó por cielos,
son infiernos a tus ojos,
pues dellas andas huyendo!
Siempre decís que buscáis
los hombres algún sujeto
que sea en aquesta edad
de constancia claro exemplo.
Y si acaso halláis alguno
le hacéis un tal tratamiento,
que aventura, por vengarse
no una honra, sino ciento.
Míralo en ti y en mi amor,
no quieras más claro espejo,
y verás como hay mujeres,
con amor y sufrimiento.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Hasta aquí pensé callar,
tus sinrazones sufriendo,
mas pues voluntad publicas,
¿cómo callaré con celos?
Sepa el mundo que te quise,
sepa el mundo que me has muerto,
y sépalo esa tirana,
de mi gusto y de mi dueño.
Poco es brasas como Porcia,
poco es como Elisa acero,
más es morir de sospechas,
fuego que en el alma siento.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Poco puedo, Ardenio ingrato,
y hoy pienso que puedo menos,
pues sufriendo no te obligo
ni te obligué padeciendo.
Yo gusto que tengas gustos,
pero tenlos con respecto,
de que me llamaste tuya,
o de veras o fingiendo.
Cuando en tus ojos me miro,
en ellos miro otro dueño,
¿pues qué has menester decirme
lo que yo tengo por cierto?

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Ingrato, si ya tus glorias
no te caben en el pecho,
guárdalas, que para mí
son más que glorias venenos.
Mas tú debes de gustar
de verme vivir muriendo,
que el querer y aborrecer
en ti viene a ser extremo.
Y si de matarme gustas,
acaba, mátame presto;
pero si celosa vivo,
¿para qué otra muerte quiero?

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Como era don Marcos de los sanos de Castilla y sencillo como un tafetán de la China, no se le hizo largo este romance, antes quisiera que durara mucho más, porque la llaneza de su ingenio no era como los fileteados de la Corte, que en pasando de seis estancias se enfadan. Dio las gracias a Marcela, y le pidiera que pasara adelante, si a este punto no entrara Gamarra con un hombre que dijo ser Notario; si bien más parecía lacayo que otra cosa, y se hicieron las escrituras y conciertos, poniendo doña Isidora en la dote doce mil ducados y aquellas casas. Y como don Marcos era hombre tan sin malicias, no se metió en más averiguaciones, con lo que el buen hidalgo estaba tan contento, que posponiendo su autoridad, bailó con su querida esposa, que así llamaba a doña Isidora: tan tierno le tenía.

Cenaron aquella noche con el mismo aplauso y ostentación que habían comido, si bien todavía el tema de don Marcos era la moderación del gasto, pareciéndole como dueño de aquella casa y hacienda, que si de aquella suerte iba, no había dote para cuatro días, mas hubo de callar hasta mejor ocasión.

Llegó la hora de recogerse, y por excusar el trabajo de ir a su posada, quiso quedarse con su señora. Mas ella con muy honesto recato dixo que no había de poner hombre el pie en el casto lecho, que fue de su difunto señor, mientras no tuviese las bendiciones de la Iglesia. Con lo que tuvo por bien don Marcos de irse a dormir a su casa (que no sé si diga, que más fue velar, supuesto que el cuidado de sacar las amonestaciones le tenía ya vestido a las cinco). En fin, se sacaron, y en tres días de fiesta, que la fortuna trajo de los cabellos, que a la cuenta sería el mes de agosto, que las trae de dos en dos, se amonestaron, dejando para el lunes, que en las desgracias no tuvo que envidiar al martes, el desposarse y velarse todo junto, a uso de grandes. Lo cual se hizo con mucha fiesta y muy grande aparato y grandeza, así de galas como en lo demás; porque don Marcos humillando su condición, y venciendo su miseria, sacó fiado, por no descabalar los seis mil ducados, un rico vestido y faldellín para su esposa, haciendo cuenta que con él y la mortaja cumplía: no porque se la vino al pensamiento la muerte de doña Isidora, sino por parecerle que poniéndoselo sólo de una Navidad a otra, habría vestido hasta el día del Juicio. Trajo asimismo de casa de su amo padrinos, que todos alababan su elección, y engrandecían su ventura, pareciéndoles acertamiento haber hallado una mujer de tan buen parecer y tan rica, pues aunque doña Isidora era de más edad que el novio, contra el parecer de Aristóteles, y otros filósofos antiguos, lo disimulaba de suerte, que era milagro verla tan bien aderezada.

Pasada la comida, y estando ya sobre tarde alegrando con bailes la fiesta, en los cuales Inés y don Agustín mantenían la tela, mandó doña Isidora a Marcela que la engrandeciese con su divina voz, a lo cual no haciéndose de rogar, con tanto desenfado como donaire, cantó así:

Si se ríe el Alba,
de mí se ríe,
porque adoro tibiezas,
y muero firme.

Cuando el Alba miro
con alegre risa
mis penas me avisa,
mis males, suspiros:
pero no me admiro
de verla reír,
ni de presumir
que de mí se ríe:
porque adoro tibiezas,
y muero firme.
Ríese de verme
con cien mil pesares,
los ojos dos mares:
viendo aborrecerme,
cuando ingrato duerme
mi querido dueño,
mi dolor al sueño
triste despide,
porque adoro tibiezas,
y muero firme.
Ríe al ver que digo
que no tengo amor,
cuando su rigor
de secreto sigo,
para ver si obligo
a tratarme bien
al mismo desdén
que en matarme vive:
porque adoro tibiezas,
y muero firme.
Ríe que me alexo
de aquello que sigo,
llamando enemigo,
por lo que me quexo,
que pido consejo,
amando sin él,
despido cruel,
lo que me sigue;
porque adoro tibiezas,
y muero firme.
Ríe al ver mis ojos
publicar tibieza,
cuando mi firmeza
les da mil enojos,
ofrecer despojos
y encubrir pasión,
mirar a traición,
unos ojos libres;
porque adoro tibiezas,
y muero firme.
Ríe el que procuro
encubrir mis celos,
que estoy sin desvelos,
cuando miento y juro,
al descuido apuro
lo que me da pena,
porque amor ordena
mi muerte triste,
adorando tibiezas,
muriendo firme.

Llegóse en estos entretenimientos la noche, principio de la posesión de don Marcos, y más de sus desdichas; pues antes de tomarla empezó la fortuna a darle con ellas en los ojos. Y así fue la primera darle a don Agustín un accidente; no me atrevo a decir si le causó el ver casada a su señora tía, sólo digo que puso la casa en alboroto, porque doña Isidora empezó a desconsolarse, acudiendo mas tierna que fuera razón a desnudarle, para que se acostase, haciéndole tantas caricias y regalos, que casi dio celos al desposado. El cual, viendo ya al enfermo algo sosegado, mientras su esposa se acostaba, acudió a prevenir con cuidado, que se cerrasen las puertas, y echasen las aldabas a las ventanas; cuidado que puso a las desenvueltas criadas de su querida mujer, la mayor confusión y aborrecimiento que se puede pensar, pareciéndoles achaques de celoso, y no lo eran cierto, sino de avaro; porque como el buen señor había traído su ropa, y con ella sus seis mil ducados, que aun apenas habían visto la luz del cielo, quería acostarse seguro de que lo estaba su tesoro. En fin, él se acostó con su esposa, y las criadas en lugar de acostarse se pusieron a mormurar y a llorar, exagerando la prevenida y cuidadosa condición de su dueño.

Empezó Marcela a decir: «¿Qué te parece, Inés, a lo que nos ha traído la fortuna, pues de acostarnos a las tres y a las cuatro, oyendo músicas y requiebros, ya en la puerta de la calle, ya en las ventanas, rodando el dinero en nuestra casa, como en otras la arena, hemos venido a ver a las once cerradas las puertas y casi clavadas las ventanas, sin que haya atrevimiento en nosotras para abrirlas?» «Mal año abrirlas _dixo Inés_ Dios es mi señor, que tiene trazas nuestro amo de echarles siete candados, como a la cueva de Toledo. Ya, hermana, esas fiestas que dices se acabaron, no hay sino echarnos dos hábitos, pues mi ama ha querido esto, que poca necesidad tenía de haberse casado, pues no le faltaba nada, y no ponernos a todas en esta vida, que no sé cómo no la ha enternecido ver al señor don Agustín cómo ha estado esta noche, que para mí esta higa, si no es la pena de verla casada el accidente que tiene: y no me espanto, que está enseñado a holgarse y regalarse, y viéndose ahora enxaulado como sirguerillo, claro está que lo ha de sentir como yo lo siento, que malos años para mí, si no me pudieran ahogar con una hebra de seda cendalí» «Aún tú, Inés _replicó Marcela_, sales fuera por todo lo que es menester, no tienes que llorar, mas triste de quien por llevar adelante este mal afortunado nombre de doncella, ya que en lo demás haya tanto engaño, ha de estar sufriendo todos los infortunios de un celoso, que las hormiguillas le parecen gigantes, mas yo lo remediaré, supuesto que por mis habilidades no me ha de faltar la comida. Mala Pascua para el señor don Marcos, si yo tal sufriere» «Yo Marcela _dijo Inés_ será fuerza que sufra, porque si te he de confesar verdad, don Agustín es las cosas que más quiero, si bien hasta ahora mi ama no me ha dado lugar de decirle nada, aunque conozco dél que no me mira mal, mas de aquí adelante será otra cosa, que al fin habrá de dar más tiempo acudiendo a su marido.»

 

En esta plática estaban las criadas; y era el caso, que el señor don Agustín era galán de doña Isidora, y por comer, vestir y gastar a título de sobrino, no sólo llevaba la carga de la vieja, mas otras muchas, como eran las conversaciones de damas y galanes, juegos, bailes y otras cosillas de este jaez; y así pensaba sufrir la del marido, aunque la mala costumbre de dormir acompañado le tenía aquella noche con alguna pasión; pues como Inés le quería, dixo que quería ir a ver si había menester algo, mientras se desnudaba Marcela, y fue tan buena su suerte, que como Agustín era muchacho, tenía miedo, y así le dixo: «Por tu vida, Inés, que te acuestes aquí conmigo, porque estoy con el mayor asombro del mundo; y si estoy solo, en toda la noche podré sosegar de temor». Era piadosísima Inés, y túvole tanta lástima que al punto le obedeció, dándole las gracias de mandarla cosas de su gusto. Llegose la mañana, martes al fin, y temiendo Inés que su señora se levantase y la cogiese con el hurto en las manos, se levantó más temprano que otras veces, y fue a contar a su amiga sus venturas. Y como no hallase a Marcela en su aposento, fue a buscarla por toda la casa, y llegando a una puertecilla falsa que estaba en un corral, algo a trasmano, la halló abierta; y era que Marcela tenía cierto requiebro, para cuya correspondencia tenía llave de la puertecilla, por donde se había ido con él, quitándose de ruidos; y aposta, por dar a don Marcos tártago, la había dexado abierta. Y visto esto, fue dando voces a su señora, a las cuales despertó el miserable novio, y casi muerto de congoja saltó de la cama, diciendo a doña Isidora que hiciese lo mismo, y mirase si faltaba alguna cosa, abriendo a un mismo tiempo la ventana, y pensando hallar en la cama a su mujer, no halló sino un fantasma, o imagen de la muerte, porque la buena señora mostró las arrugas de la cara por entero, las que encubría con el afeite, que tal vez suele ser encubridor de años, que a la cuenta estaban más cerca de los cincuenta y cinco que de treinta y seis, como había puesto en la carta de dote, porque los cabellos eran pocos y blancos, por la nieve de los muchos inviernos pasados. Esta falta no era mucha, merced a los moños y a su autor, aunque en esta ocasión se la hizo a la pobre dama respeto de haberse caído sobre las almohadas, con el descuido del sueño, bien contra la voluntad de su dueño. Los dientes estaban esparcidos por la cama, porque como dixo el príncipe de los poetas, daba perlas de barato, a cuya causa tenía don Marcos uno o dos entre los bigotes, de más de que parecían tejado con escarcha, de lo que habían participado de la amistad que con el rostro de su mujer habían hecho. Y cómo se quedaría el pobre hidalgo se deja a consideración del pío lector, por no alargar pláticas en cosa que pueda la imaginación suplir cualquiera falta; sólo digo que doña Isidora, que no estaba menos turbada de que sus gracias se manifestasen tan a letra vista, asió con una presurosa congoja su moño, mal enseñado a dejarse ver tan de mañana, y atestósele en la cabeza, quedando peor que sin él, porque con la priesa no pudo ver cómo le ponía, y así se le acomodó cerca de las orejas. «¡Oh maldita Marcela, causa de tantas desdichas; no te lo perdone Dios, amén!» En fin, más alentada, aunque con menos razón, quiso tomar un faldellín para salir a buscar su fugitiva criada; mas ni él, ni el vestido rico, con que se había casado, ni los chapines con viras, ni otras joyas que estaban en una salva, porque esto y el vestido de don Marcos, con una cadena de doscientos escudos, que había traído puesta el día antes, la cual había sacado de su tesoro para solemnizar su fiesta, no pareció, porque la astuta Marcela no quiso ir desapercibida.

Lo que haría don Marcos en esta ocasión, ¿qué lengua bastará a decirlo, ni qué pluma a escribirlo? Quien supiere que a costa de su cuerpo lo había ganado, podría ver cuán al de su alma lo sentiría, y más no hallando consuelo en la belleza de su mujer, porque bastaba a desconsolar al mismo infierno. Si ponía los ojos en ella veía una estantigua, si los apartaba, no vía sus vestidos y cadena, y con este pesar se paseaba muy aprisa, así en camisa por la sala, dando palmadas y suspiros. Mientras él andaba así, y doña Isidora se fue al Jordán de su retrete, y arquilla de baratijas, se levantó Agustín, a quien Inés había ido a contar lo que pasaba, riendo los dos la visión de doña Isidora, la pasión y la bellaquería de Marcela; y a medio vestir salió a consolar a su tío, diciéndole los consuelos que supo fingir y encadenar, más a lo socarrón que a lo necio. Animole con que se buscaría la agresora del hurto, y obligóle a paciencia, que eran bienes de fortuna, con lo que cobró fuerzas para volver en sí y vestirse, y más como vio venir a doña Isidora tan otra de lo que había visto, que casi creyó que se había engañado, y que no era la misma.

Salieron juntos don Marcos y Agustín a buscar, por dicho de Inés, las guaridas de Marcela, y en verdad que si no fueran, los tuviera por más discretos, a lo menos a don Marcos, que don Agustín, para mí, pienso que lo hacía de bellaco más que de bobo, que bien se deja entender, que no se habría puesto en parte donde fuese hallada. Mas, viendo que no había remedio, se volvieron a casa, conformándose con la voluntad de Dios a los santos, y con la de Marcela, a lo de no poder más, y mal de su agrado hubo de cumplir nuestro miserable, con las obligaciones de la tornaboda, aunque el más triste del mundo, porque tenía atravesada en el alma su cadena. Mas como no estaba contenta la fortuna, quiso proseguir en la persecución de su miseria. Y fue desta suerte, que sentándose a comer entraron dos criados del señor Almirante, diciendo que su señor besaba las manos de la señora doña Isidora, y que se sirviese de enviar la plata, que para prestada bastaba un mes, que si no lo hacía, cobraría de otro modo. Recibió la señora el recado, y la respuesta no pudo ser otra, que entregarle todo cuando había, platos, fuentes, y lo demás que lucía en la casa, y que había colmado las esperanzas de don Marcos, el cual se quiso hacer fuerte, diciendo que era hacienda suya, y que no se había de llevar, y otras cosas que le parecían a propósito, tanto que fue menester que el un criado fuese a llamar al mayordomo, y el otro se quedase en resguardo de la plata. Al fin la plata se llevó, y don Marcos se quebró la cabeza en vano, el cual ciego de pasión y de cólera, empezó a decir y hacer cosas como hombre fuera de sí. Quejábase de tal engaño, y prometía que había de poner pleito de divorcio, a lo cual doña Isidora, con mucha humildad, le dijo por amansarle, que advirtiese que antes merecía gracias que ofensas, que por granjearse un marido como él cualquiera cosa, aunque tocase en engaño, era cordura y discreción, que pues el pensar deshacerlo era imposible, que lo mejor era tener paciencia.

Húbolo de hacer el buen don Marcos, aunque desde aquel día no tuvieron paz ni comieron bocado con gusto. A todo esto don Agustín comía y callaba, metiendo las veces que se hallaba presente, paz; y pasando muy buenas noches con su Inés, con la cual se reía las gracias de doña Isidora y desventuras de don Marcos.

Con estas desdichas, si la fortuna le dexara en paz, con lo que le había quedado se diera por contento y lo pasara honradamente. Mas como se supo en Madrid el casamiento de doña Isidora, un alquilador de ropa, dueño del estrado y colgadura, vino por tres meses que le debía de su ganancia, y asimismo a llevarlo, porque mujer que había casado tan bien, coligió que no lo habría menester, pues lo podría comprar y tenerlo por suyo. A este trago acabó don Marcos de rematarse, llegó a las manos con su señora, andando el moño y los dientes de por medio, no con poco dolor de su señora, pues le llegaba el verse sin él tan a lo vivo. Esto, y la injuria de verse maltratar tan recién casada, le dio ocasión de llorar, y hacer cargo a don Marcos de tratar así una mujer como ella, y por bienes de fortuna, que ella los da y los quita; pues aún en casos de honra era demasiado el castigo. A esto respondía don Marcos que su honra era su dinero. Mas todo esto no sirvió de nada para que el dueño del estrado y colgadura no lo llevase, y con ello lo que se le debía, un real sobre otro, que se pagó del dinero de don Marcos, porque la señora, como ya había cesado su trato y visitas, no sabía de qué color era, ni los vía de sus ojos, más que la ración de don Marcos, que esa gastaba moderadamente, por no poder ser menos.

A las voces y gritos baxó el señor de la casa, la cual nuestro hidalgo pensaba ser suya, y que su mujer le había dicho que era huésped que le tenía alquilado aquel cuarto por un año, y le dixo, que si cada día había de haber aquellas voces que buscasen casa y se fuesen con Dios, que era amigo de su quietud.
    _¿Cómo ir? _respondió don Marcos_, él es el que se ha de ir, que esta casa es mía.

 _¿Cómo vuestra, loco? _respondió el dueño_. Atreguado, idos con Dios, que yo os juro que si no mirara que lo sois, la ventana fuera vuestra puerta. Enojose don Marcos, y con la cólera se atreviera, si no se metiera doña Isidora y don Agustín de por medio, desengañando al pobre don Marcos, y apaciguando al señor de la casa, con prometerle desembarazarla otro día. ¿Qué podía don Marcos hacer aquí? Callar o ahorcarse, porque lo demás ni él tenía ánimo para otra cosa, antes le tenía ya tantos pesares como atónito y fuera de sí. Y desta suerte tomó su capa y saliose de casa, y Agustín por mandado de su tía con él, para que le reportase. En fin, los dos buscaron un par de aposentos cerca de Palacio, por serlo cerca de la casa de su amo, para mudarse; y dado señal, quedó la mudanza para otro día. Y así le dixo a Agustín que se fuese a comer, que no estaba para volver a ver aquella engañadora de su tía. Hízolo así el mozo, dando la vuelta a casa, contando lo sucedido, y entre ellos dos trataron el modo de mudarse.

Vino el miserable a acostarse, rostrituerto y muerto de hambre. Pasó la noche, y a la mañana le dixo doña Isidora, que se fuese a la casa nueva, para que recibiese la ropa, mientras Inés traía un carro en que llevarla. Hízolo así, y apenas el buen necio salió, cuando la traidora de doña Isidora y su sobrino y criada, tomaron cuanto había, y lo metieron en un carro, y ellos con ello, y se partieron de Madrid la vuelta de Barcelona, dexando en casa las cosas, que no podían llevar, como platos, ollas y otros trastos. Estuvo don Marcos hasta cerca de las doce aguardando; y viendo la tardanza, dio la vuelta a su casa, y como no los halló, preguntó a una vecina si eran idos. Ella le respondió que rato había. Con lo que pensando que ya estarían allá, tornó aguijando, porque no aguardasen. Llegó sudando y fatigado, y como no los halló, se quedó medio muerto, temiendo lo mismo que era, y sin parar tornó donde venía, y dando un puntapié a la puerta, que habían dexado cerrada. Y como la abrió y entró dentro viese que no había más de lo que no valía nada, acabó de tener por cierta su desdicha. Empezó a dar voces, y carreras por las salas, dándose de camino algunas calabazadas por las paredes, decía: «Desdichado de mí, mi mal es cierto, en mal punto se hizo este desdichado casamiento, que tan caro me cuesta; ¿adónde estás, engañosa Sirena y robadora de mi bien. Y de todo cuanto yo, a costa de mí mismo, tengo granjeado, para pasar la vida con algún descanso?» Estas y otras cosas decía, a cuyos extremos entró alguna gente de la casa, y uno de los criados, sabiendo el caso, le dijo que tuviese por cierto el haberse ido, porque el carro en que iba la ropa y su mujer, sobrino y criada, era de camino, y no de mudanza, y que él preguntó que dónde se mudaba, y que le había respondido que se iba fuera de Madrid. Acabó de rematarse don Marcos con esto; mas como las esperanzas animan en mitad de las desdichas, salió con propósito de ir a los mesones a saber para qué parte había ido el carro en que iba su corazón entre seis mil ducados, que llevaban en él. Lo cual hizo; mas el dueño dél no era cosario, sino labrador de aquí de Madrid, que en eso eran los que le habían alquilado más astutos que era menester, y así no pudo hallar noticia de nada; pues querer seguirlos, era negocio cansado, no sabiendo el camino que llevaban, ni hallándose con un cuarto, si no lo buscaba prestado, y más hallándose cargado con la deuda del vestido y joyas de su mujer, que ni sabía cómo ni de donde pagarlo. Dio la vuelta marchito y con mil pensamientos a casa de su amo, y viniendo por la calle Mayor, encontró sin pensar con la cauta Marcela, y tan cara a cara, que aunque ella quiso encubrirse fue imposible, porque habiéndola conocido don Marcos asió della, descomponiendo su autoridad; diciéndole: «Ahora, bellaca ladrona _decía nuestro don Marcos_, me daréis lo que me robastes la noche que os salistes de mi casa.» «¡Ay señor mío! —dixo Marcela llorando_, bien sabía yo que había de caer sobre mí la desdicha, desde el punto que mi señora me obligó a esto. Óigame, por Dios, antes que me deshonre, que estoy en buena opinión y concertada de casar, y sería grande mal que tal se dijese de mí, y más estando como estoy inocente. Entremos aquí en este portal, y óigame de espacio, y sabrá quién tiene su cadena y vestidos, que ya había yo sabido cómo usted sospechaba su falta sobre mí, y lo mismo le previne a mi señora aquella noche, pero son dueños y yo criada. ¡Ay de los que sirven, y con qué pensión ganan un pedazo de pan!»

Era (como he dicho) don Marcos poco malicioso, y así dando crédito a sus lágrimas, se entró con ella en un portal de una casa grande, donde le contó quién era doña Isidora, su trato y costumbres, y el intento con que se había casado con él, que era engañándole, como ya don Marcos lo experimentaba, bien a su costa. Díjole asimismo, cómo don Agustín no era su sobrino, sino su galán, y que era un bellaco vagamundo, que por comer y holgar, estaba como le veía amancebado con una mujer de tal trato y edad, y que ella había escondido su vestido y cadena, para dárselo junto con el suyo, y las demás joyas que le había mandado que se fuese y pusiese en parte donde él no la viese, dando fuerza a su enredo, con pensar que ella se lo había llevado. Pareciole a Marcela ser don Marcos hombre poco pendencioso, y así se atrevió a decirle tales cosas, sin temor de lo que podía suceder; o ya lo hizo por salir de entre sus manos, y no miró en más, o por ser criada, que era lo más cierto; en fin, concluyó su plática la traidora con decirle que viviese con cuenta, porque le habían de llevar, cuando menos se pensase, su hacienda. «Yo le he dicho a usted lo que me toca, y mi conciencia me dicta. Ahora _repetía Marcela_ haga vuestra merced lo que fuere servido, que aquí estoy para cumplir todo lo que fuere su gusto.» «A buen tiempo me das el consejo _replicó don Marcos_, amiga Marcela, cuando no hay ya remedio, que ya la traidora y el ingrato mal nacido, se han ido y llevádome cuanto tenía.» Y luego le contó todo lo que había pasado con ellos, desde el día que se había ido de su casa. «¿Es posible? _replicó Marcela_. ¿Hay mayor maldad? ¡Ay señor mío, y cómo no en balde le tenía ya lástima, mas no me atrevía a hablar, porque la noche en que mi señora me envió de su casa, quise avisar a vuestra merced, viendo lo que pasaba; mas temí, que aún entonces, porque le dixe que no escondiese la cadena, me trató de palabra y obra cual Dios sabe.» «Ya Marcela _decía don Marcos_ he visto lo que dices, y es lo peor que no lo puedo remediar, ni saber dónde o cómo pueda hallar rastro dellos.» «No le dé eso pena, señor mío _dixo la fingida Marcela_, que yo conozco un hombre, y aún pienso, si Dios quiere, que ha de ser mi marido, que le dirá a vuestra merced dónde los hallará, como si los viera con los ojos, porque sabe conjurar demonios, y hace otras admirables cosas.» «¡Ay Marcela, y cómo te lo serviría yo y agradecería, si hiciese eso por mí! Duélete de mis desdichas, pues puedes.»

Es muy propio de los malos, en viendo a uno de caída, ayudarle a que se despeñe más presto, y de los buenos creer luego. Así creyó don Marcos a Marcela, y ella se determinó a engañarle y estafarle lo que pudiese, y con este pensamiento le respondió, que fuese luego, que no era muy lexos la casa. Yendo juntos encontró don Marcos otro criado de su casa, a quien pidió cuatro reales de a ocho para dar al astrólogo, no por señal, sino de paga; y con esto llegaron a casa de la misma Marcela, donde estaba con un hombre, que dixo ser el sabio, y a la cuenta era su amante. Habló con él don Marcos, concertose en ciento y cincuenta reales, y que volviese de allí a ocho días, que él haría que un demonio le dixese dónde estaban, y los hallaría; mas que advirtiese, que si no tenía ánimo que no habría nada hecho, que mejor era no ponerse en tal, o que viese en qué forma le quería ver, si no se atrevía que fuese en la misma suya. Pareciole a don Marcos, con el deseo de saber de su hacienda, que era ver un demonio ver un plato de manjar blanco. Y así, respondió que en la misma que tenía en el infierno, en esa se le enseñase, que aunque le vía llorar la pérdida de su hacienda como mujer, que entre otras cosas era muy hombre. Con esto, y darle los cuatro reales de a ocho se despidió dél y Marcela, y se recogió en casa de un amigo, si los miserables tienen alguno, a llorar su miseria. Dexémosle aquí, y vamos al encantador (que así le nombraremos) que para cumplir lo prometido, y hacer una solene burla al miserable, que ya por la relación de Marcela conocía el sujeto, hizo lo que diré. Tomó un gato, y encerróle en un aposentillo, al modo de despensa, correspondiente a una sala pequeña, la cual no tenía más ventana que una del tamaño de un pliego de papel, alta cuanto un estado de hombre, en la cual puso tina red de cordel que fuese fuerte, y entrábase donde tenía el gato, y castigábalo con un azote, teniendo cerrada una gatera que hizo en la puerta, y cuando le tenía bravo destapaba la gatera, y salía el gato corriendo y saltaba a la ventana, donde cogido en la red le volvían a su lugar. Hizo esto tantas veces, que ya sin castigarle, en abriéndole, iba derecho a la ventana. Hecho esto aviso al miserable para que aquella noche, en dando las once, le enseñaría lo que deseaba. Había, venciendo su inclinación, buscado nuestro engañado lo que faltaba para los ciento y cincuenta reales, prestado, y con ello se vino a casa del encantador, al cual puso en las manos el dinero, para animarle a que fuese el conjuro más fuerte; el cual, después de haberle vuelto a apercibir el ánimo y valor, se sentó de industria en una silla debaxo de la ventana, la cual tenía ya quitada la red. Era, como se ha dicho, después de las once, y en la sala no había más luz que la que podía dar una lamparilla que estaba a un lado, y dentro de la despensilla todo lleno de cohetes, y con el un mozo avisado de darle a su tiempo fuego, y soltarse a cierta seña, que entre los dos estaba puesto para soltarle a aquel tiempo, Marcela se salió fuera, que ella no tenía ánimo para ver visiones. Y luego el astuto mágico se vistió una ropa de bocazí negro y una montera de lo mismo, y tomando un libro de unas letras góticas en la mano, algo viejo el pergamino para dar más crédito a su burla, hizo un cerco en el suelo y se metió dentro con una varilla en las manos, y empezó a leer entre dientes murmurando en tono melancólico y grave, y de cuando en cuando pronunciaba algunos nombres extravagantes y exquisitos, que jamás habían llegado a los oídos de don Marcos. El cual tenía abiertos (como dicen) los ojos de un palmo, mirando a todas partes si sentía ruido, para ver el demonio que le había de decir todo lo que deseaba. El encantador hería luego con la vara en el suelo, y en un brasero que estaba junto a él con lumbre echaba sal y azufre y pimiento; alzando la voz decía: «Sal aquí, demonio Calquimorro, pues eres tú el que tienes cuidado de seguir a los caminantes, y les sabes sus designios y guaridas. Di aquí en presencia del señor don Marcos y mía qué camino lleva esta ente, y dónde y qué modo se tendrá de hallarlos. Sal presto o guárdate de mi castigo: ¿estás rebelde y no quieres obedecerme? pues aguarda que yo te apretaré hasta que lo hagas. Y diciendo esto volvía a leer en el libro. A cabo de rato tornaba a herir con el palo en el suelo, refrescando el conjuro dicho y sahumerio, de suerte que ya el pobre don Marcos estaba ahogándose. Y viendo ya ser hora de que saliese dixo: «¡Oh tú que tienes las llaves de las puertas infernales, manda al Cervero que dexe salir a Calquimorro, demonio de los caminos, para que diga dónde están estos caminantes, o si no te fatigaré cruelmente!» A este tiempo, ya el mozo que estaba por guardián del gato había dado fuego a los cohetes y abierto el abujero, que como vio arderse salió dando aullidos y truenos, acompañándolos de brincos y saltos; y como estaba enseñado a saltar en la ventana, quiso escaparse por ella, y sin tener respeto a don Marcos, que estaba sentado en la silla, por encima de su cabeza, abrasándole de camino las barbas y cabellos y parte de la cara, dio consigo en la calle, al cual suceso, pareciéndole que no había visto un diablo, sino todos los del infierno, dando muy grandes gritos, se dexó caer desmayado en el suelo, sin tener lugar de oír una voz que se dio a aquel punto, que dixo: «En Granada los hallarás.»

A los gritos de don Marcos, y maullidos del gato, viéndole dar bramidos y saltos por la calle, respeto de estarse abrasando, acudió gente, y entre ellos la Justicia, y llamando entraron y hallaron a Marcela y a su amante, procurando a poder de agua, volver en sí al desmayado, lo cual fue imposible hasta la mañana. Informóse del caso el Alguacil, y no satisfaciéndose, aunque le dixeron el enredo, echando sobre la cama del encantador a don Marcos, que parecía muerto, y dexando con él y Marcela dos guardas, por no saberle nadie otra posada, llevaron a la cárcel al embustero y su criado, que hallaron en la despensilla, dexándolos con un par de grillos a cada uno, a título de hombre muerto en su casa. Dieron a la mañana noticia a los señores alcaldes deste caso, los cuales mandaron salir a visita los dos presos, y que fuesen por Marcela, y viesen si el hombre había vuelto en sí o se había muerto. A este tiempo don Marcos había vuelto en sí y sabía de Marcela el estado de sus cosas, y se confirmaba por el hombre más cobarde del mundo. Llevolos el Alguacil a la sala, y, preguntado por los señores deste caso, dixo la verdad, conforme lo que sabía, trayendo a juicio el suceso de su casamiento, y cómo aquella moza le había traído a aquella casa, donde le dixo que le dirían los que llevaban su hacienda dónde los hallaría, y que él no sabía más, de que, después de largos conjuros que aquel hombre había hecho leyendo en un libro que tenía, había salido por un agujero un demonio tan feo y tan terrible, que no había bastado su ánimo a escuchar lo que decía entre dientes y los grandes aullidos que iba dando; y que no sólo esto, más que había embestido con él, y puéstole como vían, más que él no sabía qué se hizo, porque se le cubrió el corazón, sin volver en sí hasta la mañana.

Admirados estaban los alcaldes, hasta que el encantador los desencantó, contándoles todo el caso como se ha dicho, confirmando lo mismo el mozo y Marcela, y el gato que truxeron de la calle, donde estaba abrasado y muerto. Y trayendo también dos o tres libros que en su casa tenían, dixeron a don Marcos conociese cuál dellos era el de los conjuros. Él tomó el mismo, y lo dio a los señores alcaldes, y abierto vieron que era el de Amadís de Gaula, que por lo viejo y letras antiguas había pasado por libro de encantos; con lo que, enterados del caso, fue tanta la risa de todos, que en gran espacio no se sosegó la sala, estando don Marcos tan corrido, que quiso mil veces matar al encantador y luego hacer lo mismo de sí, y más cuando los Alcaldes le dixeron que no se creyese de ligero ni se dexase engañar a cada paso. Y así, los enviaron a todos con Dios, saliendo tal el miserable que no parecía el que antes era, sino un loco, tantos suspiros y extremos, que daba lástima a los que le vían. Fuese a casa de su amo, donde halló un cartero que le buscaba, con una carta con un real de porte, que abierta vio que decía desta manera:

«A don Marcos Miseria, salud: Hombre que por ahorrar no come, hurtando a su cuerpo el sustento necesario, y por interés de dineros de casa, sin más información que si hay hacienda, bien merece el castigo que vuestra merced tiene, y el que se le espera andando el tiempo. Vuestra merced, señor, no comiendo sino como hasta aquí, ni tratando con más ventajas que siempre hizo a sus criados, y como ya sabe la media libra de vaca, un cuarto de pan, y otros dos de ración al que sirve y limpia la estrecha vasija en que hace sus necesidades vuelva a juntar otros seis mil ducados, y luego me avise, que yo vendré de mil amores a hacer con vuestra merced vida maridable, que bien lo merece marido tan aprovechado.

Doña Isidora Venganza»

       Fue tanta la pasión que don Marcos recibió con esta carta, que le dio una calentura accidental, de tal suerte que en pocos días acabó los suyos miserablemente. A doña Isidora, estando en Barcelona aguardando galeras en qué embarcarse para Nápoles, una noche, don Agustín y su Inés la dexaron durmiendo, y con los seis mil ducados de don Marcos, y todo lo demás que tenían, se embarcaron. Y llegados a Nápoles, él sentó plaza de soldado, y la hermosa Inés, puesta en paños mayores, se hizo dama cortesana, sustentando con este oficio en galas y regalos a su don Agustín. Doña Isidora se volvió a Madrid, donde, renunciando el moño y las galas, anda pidiendo limosna, cual me contó más por entero esta maravilla, y yo me determiné a escribirla, para que vean los miserables el fin que tuvo éste, y no hagan lo mismo, escarmentando en cabeza ajena.

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El jardín engañoso

            No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza, divino milagro de la Naturaleza y glorioso trofeo del Reino de Aragón, vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza, que éste es el más rico don que se puede alcanzar. Diole el cielo por fruto de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a dos bellas hijas: la mayor llamada Constanza, y la menor Teodosia; tan iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfectas, que eran llamadas, por renombre de riqueza y hermosura, las dos niñas de los ojos de su Patria.

         Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas campea la belleza y donaire se aficionó de la hermosa Constanza don Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo, galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo, le podemos llamar así.

         Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano, que jamás entendió dél esta voluntad, temiendo que como hermano mayor no le estorbase estos deseos, así por esto como por no llevarse muy bien los dos.

         No miraba Constanza mal a don Jorge, porque agradecida a su voluntad le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole, que habiendo sus padres de darle esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y fiada en esto estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el creer que apenas se la pediría a su padre, cuando tendría alegre y dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente, que dexaba lugar a su padre para que en caso que no fuese su gusto el dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor dexarse desta pretensión.

         No le sucedió tan felizmente a Federico con Teodosia porque jamás alcanzó della un mínimo favor, antes le aborrecía con todo extremo, y era la causa amar perdida a don Jorge, tanto que empezó a trazar y buscar modos de apartarle de la voluntad de su hermana, envidiosa de verla amada, haciendo eso tan astuta y recatada que jamás le dio a entender ni al uno ni al otro su amor.

         Andaba con estos disfavores don Federico tan triste, que ya era conocida, si no la causa, la tristeza. Reparando en ello Constanza, que por ser afable y amar tan honesta a don Jorge no le cabía poca parte a su hermano; y casi sospechando que sería Teodosia la causa de su pena por haber visto en los ojos de Federico algunas señales, la procuró saber y fuele fácil, por ser los caballeros muy familiares amigos de su casa, y que siéndolo también los padres facilitaba cualquiera inconveniente.

         Tuvo lugar la hermosa Constanza de hablar a Federico, sabiendo dél a pocos lances la voluntad que a su hermana tenía y los despegos con que ella le trataba. Mas con apercibimiento que no supiese este caso don Jorge, pues, como se ha dicho, se llevaban mal.

         Espantose Constanza de que su hermana desestimase a Federico, siendo por sus partes digno de ser amado. Mas como Teodosia tuviese tan oculta su afición, jamás creyó Constanza que fuese don Jorge la causa, antes daba la culpa a su desamorada condición, y así se lo aseguraba a Federico las veces que desto trataban, que eran muchas, con tanto enfado de don Jorge, que casi andaba celoso de su hermano, y más viendo a Constanza tan recatada en su amor, que jamás, aunque hubiese lugar, se lo dio de tomarle una mano.

         Estos enfados de don Jorge despertaron el alma a Teodosia a dar modo como don Jorge aborreciese de todo punto a su hermana, pareciéndole a ella que el galán se contentaría con desamarla, y no buscaría más venganza, y con esto tendría ella el lugar que su hermana perdiese. Engaño común en todos los que hacen mal, pues sin mirar que le procuran al aborrecido, se le dan juntamente al amado.

         Con este pensamiento, no temiendo el sangriento fin que podría tener tal desacierto, se determinó decir a don Jorge que Federico y Constanza se amaban, y pensado lo puso en execución, que amor ciego ciegamente gobierna y de ciegos se sirve; y así, quien como ciego no procede, no puede llamarse verdaderamente su cautivo.

         La ocasión que dio fortuna dio a Teodosia fue hallarse solos Constanza y don Jorge, y el galán enfadado, y aún, si se puede decir, celoso de haberla hallado en conversación con su aborrecido hermano, dando a él la culpa de su tibia voluntad, no pudiendo creer que fuese recato honesto que la dama con él tenía, la dixo algunos pesares, con que obligó a la dama que le dixese estas palabras:

         _Mucho siento, don Jorge, que no estiméis mi voluntad, y el favor que os hago en dexarme amar, sino que os atreváis a tenerme en tan poco, que sospechando de mí lo que no es razón, entre mal advertidos pensamientos, me digáis pesares celosos: y no contento con esto, os atreváis a pedirme más favores que los que os he hecho, sabiendo que no los tengo de hacer. A sospecha tan mal fundada como la vuestra no respondo, porque si para vos no soy más tierna de lo que veis, ¿por qué habéis de creer que lo soy de vuestro hermano? A lo demás que decís, quexándoos de mi desabrimiento y tibieza, os digo, para que no os canséis en importunarme, que mientras que no fuéredes mi esposo no habéis de alcanzar más de mí. Padres tengo, su voluntad es la mía, y la suya no debe de estar lexos de la vuestra mediante vuestro valor. En esto os he dicho todo lo que habéis de hacer, si queréis darme gusto, y en lo demás será al contrario.

         Y diciendo esto, para no dar lugar a que don Jorge tuviera algunas desenvolturas amorosas, le dexó y entró en otra sala donde había criados y gente.

         No aguardaba Teodosia otra ocasión más que la presente para urdir su enredo, y habiendo estado a la mira y oído lo que había pasado, viendo quedar a don Jorge desabrido y cuidadoso de la resolución de Constanza, se fue adonde estaba y le dixo:

         _No puedo ya sufrir ni disimular, señor don Jorge, la pasión que tengo de veros tan perdido y enamorado de mi hermana, y tan engañado en esto como amante suyo; y así, si me dais palabra de no decir en ningún tiempo que yo os he dicho lo que sé y os importa saber, os diré la causa de la tibia voluntad de Constanza.

         Alterose don Jorge con esto, y sospechando lo mismo que la traidora Teodosia le quería decir, deseando saber lo que le había de pesar de saberlo, propia condición de amantes, le juró con bastantes juramentos tener secreto.

         _Pues sabed _dixo Teodosia_ que vuestro hermano Federico y Constanza se aman con tanta terneza y firme voluntad, que no hay para encarecerlo más que decir que tienen concertado de casarse. Dada se tienen palabra, y aun creo que con más arraigadas prendas; testigo yo, que sin querer ellos que lo fuese, oí y vi cuanto os digo, cuidadosa de lo mismo que ha sucedido. Esto no tiene ya remedio, lo que yo os aconsejo es que como también entendido llevéis este disgusto, creyendo que Constanza no nació para vuestra, y que el cielo os tiene guardado sólo la que os merece. Voluntades que los cielos conciertan en vano las procuran apartar las gentes. A vos, como digo, no ha de faltar la que merecéis, ni a vuestro hermano el castigo de haberse atrevido a vuestra misma dama.

         Con esto dio fin Teodosia a su traición, no queriendo, por entonces decirle nada de su voluntad, porque no sospechase su engaño. Y don Jorge principió a una celosa y desesperada cólera, porque en un punto ponderó el atrevimiento de su hermano, la deslealtad de Constanza, y haciendo juez a sus celos y fiscal a su amor, juntando con esto el aborrecimiento con que trataba a Federico, aun sin pensar en la ofensa, dio luego contra él rigurosa y cruel sentencia. Mas disimulando por no alborotar a Teodosia, le agradeció cortésmente la merced que le hacía, prometiendo el agradecimiento della, y por principio tomar su consejo y apartarse de la voluntad de Constanza, pues se empleaba en su hermano más acertadamente que en él.

         Despidiéndose della, y dexándole en extremo alegre, pareciéndole que desfraudado don Jorge de alcanzar a su hermana, le sería a ella fácil el haberle por esposo. Mas no le sucedió así, que un celoso cuanto más ofendido, entonces ama más.

         Apenas se apartó don Jorge de la presencia de Teodosia, cuando se fue a buscar su aborrecido hermano, si bien primero llamó un paje de quien fiaba mayores secretos, y dándole cantidad de joyas y dineros con un caballo le mandó que le guardase fuera de la ciudad, en un señalado puesto.

         Hecho esto, se fue a Federico, y le dixo que tenía ciertas cosas para tratar con él, para lo cual era necesario salir hacia el campo.

         Hízolo Federico, no tan descuidado que no se recelase de su hermano, por conocer la poca amistad que le tenía. Mas la fortuna que hace sus cosas como le da gusto, sin mirar méritos ni inorancias, tenía ya echada la suerte por don Jorge contra el miserable Federico, porque apenas llegaron a un lugar a propósito, apartado de la gente, cuando sacando don Jorge la espada, llamándole robador de su mayor descanso y bien, sin darle lugar a que sacase la suya, le dio una [tan] cruel estocada por el corazón, que la espada salió a las espaldas, rindiendo a un tiempo el desgraciado Federico el alma a Dios y el cuerpo a la tierra.

         Muerto el malogrado mozo por la mano del cruel hermano, don Jorge acudió adonde le aguardaba su criado con el caballo, y subiendo en él con su secretario a las ancas, se fue a Barcelona, y de allí, hallando las galeras que se partían a Nápoles, se embarcó en ellas, despidiéndose para siempre de España.

       Fue hallado esta misma noche el mal logrado Federico muerto y traído a sus padres, con tanto dolor suyo y de toda la ciudad, que a una lloraban su desgraciada muerte, ignorándose el agresor della, porque aunque faltaba su hermano, jamás creyeron que él fuese dueño de tal maldad, si bien por su fuga se creía haberse hallado en el desdichado suceso. Sola Teodosia, como la causa de tal desdicha, pudiera decir en esto la verdad; mas ella callaba, porque le importaba hacerlo.

         Sintió mucho Constanza la ausencia de don Jorge, mas no de suerte que diese que sospechar cosa que no estuviese muy bien a su opinión, si bien entretenía el casarse, esperando saber algunas nuevas dél.

         En este tiempo murió su padre, dexando a sus hermosas hijas con gran suma de riqueza, y a su madre por su amparo. La cual, ocupada en el gobierno de su hacienda, no trató de darlas estado en más de dos años, ni a ellas se les daba nada, ya por aguardar la venida de su amante, y parte por no perder los regalos que de su madre tenían, sin que en todo este tiempo se supiese cosa alguna de don Jorge; cuyo olvido fue haciendo su acostumbrado efecto en la voluntad de Constanza, lo que no pudo hacer en la de Teodosia, que siempre amante y siempre firme, deseaba ver casada a su hermana para vivir más segura si don Jorge pareciese.

         Sucedió en este tiempo venir a algunos negocios a Zaragoza un hidalgo montañés, más rico de bienes de naturaleza que de fortuna, hombre de hasta treinta o treinta y seis años, galán, discreto y de muy amables partes, llamado Carlos.

         Tomó posada enfrente de la casa de Constanza, y a la primera vez que vio la belleza de la dama, le dio en pago de haberla visto la libertad, dándole asiento en el alma, con tantas veras, que sólo la muerte le pudo sacar desta determinación, dando fuerzas a su amor el saber su noble nacimiento y riqueza, y el mirar su honesto agrado y hermosa gravedad.

         Víase nuestro Carlos pobre y fuera de su patria, porque aunque le sobraba de noble lo que le faltaba de rico, no era bastante para atreverse a pedirla por mujer, seguro de que no se la habían de dar. Mas no hay amor sin astucias, ni cuerdo que no sepa aprovecharse dellas. Imaginó una que fue bastante a darle lo mismo que deseaba, y para conseguirla empezó a tomar amistad con Fabia, que así se llamaba su madre de Constanza, y a regalarla con algunas cosas que procuraba para este efecto, haciendo la noble señora en agradecimiento lo mismo. Visitábalas algunas veces, granjeando con su agrado y linda conversación la voluntad de todas, tanto que ya no se hallaban sin él.

         En teniendo Carlos dispuesto este negocio tan a su gusto, descubrió su intento a una ama vieja que le servía, prometiéndole pagárselo muy bien, y desta suerte se empezó a fingir enfermo, y no sólo con achaque limitado, sino que de golpe se arrojó en la cama.

         Tenía ya la vieja su ama prevenido un médico, a quien dieron un gran regalo, y así comenzó a curarle a título de un cruel tabardillo. Supo la noble Fabia la enfermedad de su vecino, y con notable sentimiento le fue luego a ver, y le acudía como si fuera un hijo, a todo lo que era menester. Creció la fingida enfermedad, a dicho del médico y congoxas del enfermo, tanto que se le ordenó que hiciese testamento y recibiese los Sacramentos. Todo lo cual se hizo en presencia de Fabia, que sentía el mal de Carlos en el alma, a la cual el astuto Carlos, asidas las manos, estando para hacer testamento, dixo:

         _Ya veis, señora mía, en el estado que está mi vida, más cerca de la muerte que de otra cosa. No la siento tanto por haberme venido en la mitad de mis años, cuanto por estorbarse con ella el deseo que siempre he tenido de serviros después que os conocí. Mas para que mi alma vaya con algún consuelo deste mundo, me habéis de dar licencia para descubriros un secreto.

         La buena señora le respondió que dixese lo que fuese su gusto, seguro de que era oído y amado, como si fuera un hijo suyo.

         _Seis meses ha, señora Fabia _prosiguió Carlos_, que vivo enfrente de vuestra casa, y esos mismos que adoro y deseo para mi mujer a mi señora doña Constanza, vuestra hija, por su hermosura y virtudes. No he querido tratar dello, aguardando la venida de un caballero deudo mío, a quien esperaba para que lo tratase; mas Dios, que sabe lo que más conviene, ha sido servido de atajar mis intentos de la manera que veis, sin dexarme gozar este deseado bien. La licencia que ahora me habéis de dar es, para que yo le dexe toda mi hacienda, y que ella la acepte, quedando vos, señora, por testamentaria; y después de cumplido mi testamento todo lo demás sea para su dote.

         Agradeciole Fabla con palabras amorosas la merced que le hacía, sintiendo y solemnizando con lágrimas el perderle.

         Hizo Carlos su testamento, y por decirlo de una vez, él testó de más de cien mil ducados, señalando en muchas partes de la montaña muy lucida hacienda. De todos dexó por heredera a Constanza, y a su madre tan lastimada, que pedía al cielo con lágrimas su vida.

         En viendo Fabia a su hija, echándole al cuello los brazos, le dixo:

         _¡Ay hija mía, en qué obligación estás a Carlos! Ya puedes desde hoy llamarte desdichada, perdiendo, como pierdes tal marido.

         _No querrá tal el cielo, señora _decía la hermosa dama, muy agradada de las buenas partes de Carlos, y obligada contra la riqueza que le dexaba_, que Carlos muera, ni que yo sea de tan corta dicha que tal vea; yo espero de Dios que le ha de dar vida, para que todas sirvamos la voluntad que nos muestra.

         Con estos buenos deseos, madre y hijas pedían a Dios su vida.

         Dentro de pocos días empezó Carlos, como quien tenía en su mano su salud, a mejorar, y antes de un mes a estar del todo sano, y no sólo sano, sino esposo de la bella Constanza, porque Fabia, viéndole con salud, le llevó a su casa y desposó con su hija.

         Granjeando este bien por medio de su engaño, y Constanza tan contenta, porque su esposo sabía granjear su voluntad con tantos regalos y caricias, que ya muy seguro de su amor, se atrevió a descubrirle su engaño, dando la culpa a su hermosura y al verdadero amor que desde que la vio la tuvo.

         Era Constanza tan discreta, que en lugar de desconsolarse, juzgándose dichosa en tener tal marido, le dio por el engaño gracias, pareciéndole que aquella había sido la voluntad del cielo, la cual no se puede excusar, por más que se procure hacerlo, dando a todos estos amorosos consuelos lugar la mucha y lucida hacienda que ella gozaba, pues sólo le faltaba a su hermosura, discreción y riqueza un dueño como el que tenía, de tanta discreción, noble sangre y gentileza, acompañado de tal agrado, que suegra y cuñada, viendo a Constanza tan contenta, y que con tantas veras se juzgaba dichosa, le amaban con tal extremo, que en lugar de sentir la burla, la juzgaban por dicha.

        Cuatro años serían pasados de la ausencia de don Jorge, muerte de Federico y casamiento de Constanza, en cuyo tiempo la bellísima dama tenía por prendas de su querido esposo dos hermosos hijos, con los cuales, más alegre que primero, juzgaba perdidos los años que había gastado en otros devaneos, sin haber sido siempre de su Carlos, cuando don Jorge, habiendo andado toda Italia, Piamonte y Flandes, no pudiendo sufrir la ausencia de su amada señora, seguro, por algunas personas que había visto por donde había estado, de que no le atribuían a él la muerte del malogrado Federico, dio vuelta a su patria y se presentó a los ojos de sus padres, y si bien su ausencia había dado que sospechar, supo dar tal color a su fuga, llorando con fingidas lágrimas y disimulada pasión la muerte de su hermano, haciéndose muy nuevo en ella, que dislumbró cualquiera indicio que pudiera haber.

         Recibiéronle los amados padres como de quien de dos solas prendas que habían perdido en un día hallaban la una, cuando menos esperanza tenían de hallarla, acompañándolos en su alegría la hermosa Teodosia, que obligada de su amor, calló su delito a su mismo amante, por no hacerse sospechosa en él.

         La que menos contento mostró en esta venida fue Constanza, porque casi adivinando lo que le había de suceder, como amaba tan de veras a su esposo, se entristeció de que los demás se alegraban, porque don Jorge, aunque sintió con las veras posibles hallarla casada, se animo a servirla y solicitarla de nuevo, ya que no para su esposa, pues era imposible, al menos para gozar de su hermosura, por no malograr tantos años de amor. Los paseos, los regalos, las músicas y finezas eran tantas, que casi se empezó a murmurar por la ciudad. Mas a todo la dama estaba sorda, porque jamás admitía ni estimaba cuanto el amante por ella hacía, antes las veces que en la iglesia o en los saraos y festines que en Zaragoza se usan la vía y hallaba cerca della, a cuantas quexas de haberse casado le daba, ni a las tiernas y sentidas palabras que le decía, jamás le respondía palabra. Y si alguna vez, ya cansada de oírle, le decía alguna, era tan desabrida y pesada, que más aumentaba su pena.

         La que tenía Teodosia de ver estos extremos de amor en su querido don Jorge era tanta, que, a no alentarla los desdenes con que su hermana le trataba, mil veces perdiera la vida. Y tenía bastante causa, porque aunque muchas veces le dio a entender a don Jorge su amor, jamás oyó dél sino mil desabrimientos en respuesta, con lo cual vivía triste y desesperada.

         No ignoraba Constanza de dónde le procedía a su hermana la pena, y deseaba que don Jorge se inclinase a remediarla, tanto por no verla padecer, como por no verse perseguida de sus importunaciones; mas cada hora lo hallaba más imposible, por estar ya don Jorge tan rematado y loco en solicitar su pretensión, que no sentía que en Zaragoza se murmurase ni que su esposo de Constanza lo sintiese.

         Más de un año pasó don Jorge en esta tema, sin ser parte las veras con que Constanza excusaba su vista, no saliendo de su casa sino a misa, y esas veces acompañada de su marido, por quitarle el atrevimiento de hablarla, para que el precipitado mancebo se apartase de seguir su devaneo, cuando Teodosia, agravada de su tristeza, cayó en la cama de una peligrosa enfermedad, tanto que se llegó a tener muy poca esperanza de su vida. Constanza, que la amaba tiernamente, conociendo que el remedio de su pena estaba en don Jorge, se determinó a hablarle, forzando, por la vida de su hermana, su despegada y cruel condición. Así, un día que Carlos se había ido a caza, le envió a llamar. Loco de contento recibió don Jorge el venturoso recado de su querida dama, y por no perder esta ventura, fue a ver lo que el dueño de su alma le quería.

         Con alegre rostro recibió Constanza a don Jorge, y sentándose con él en su estrado, lo más amorosa y honestamente que pudo, por obligarle y traerle a su voluntad, le dixo:

         _No puedo negar, señor don Jorge, si miro desapasionadamente vuestros méritos y la voluntad que os debo, que fui desgraciada el día que os ausentasteis desta ciudad, pues con esto perdí el alcanzaros por esposo, cosa que jamás creí de la honesta afición con que admitía vuestros favores y finezas, si bien el que tengo es tan de mi gusto, que doy mil gracias al cielo por haberle merecido, y esto bien lo habéis conocido en el desprecio que de vuestro amor he hecho, después que vinistes; que aunque no puedo ni será justo negaros la obligación en que me habéis puesto, la de mi honra es tanta, que ha sido fuerza no dexarme vencer de vuestras importunaciones. Tampoco quiero negar que la voluntad primera no tiene gran fuerza, y si con mi honra y con la de mi esposo pudiera corresponder a ella, estad seguro de que ya os hubiera dado el premio que vuestra perseverancia merece. Mas supuesto que esto es imposible, pues en este caso os cansáis sin provecho, aunque amando estuvieseis un siglo obligándome, me ha parecido pagaros con dar en mi lugar otro yo, que de mi parte pague lo que en mí es sin remedio. En concederme este bien me ganáis, no sólo por verdadera amiga, sino por perpetua esclava. Y para no teneros suspenso, esta hermosura que, en cambio de la mía, que ya es de Carlos, os quiero dar, es mi hermana Teodosia, la cual, desesperada de vuestro desdén, está en lo último de su vida, sin haber otro remedio para dársela, sino vos mismo. Ahora es tiempo de que yo vea lo que valgo con vos, si alcanzo que nos honréis a todos, dándole la mano de esposo. Con esto quitáis al mundo de murmuraciones, a mi esposo de sospechas, a vos mismo de pena, y a mi querida hermana de las manos de la muerte, que faltándole este remedio, es sin duda que triunfará de su juventud y belleza. Y yo teniéndoos por hermano, podré pagar en agradecimiento lo que ahora niego por mi recato.

         Turbado y perdido oyó don Jorge a Constanza, y precipitado en su pasión amorosa, le respondió:

         _¿Éste es el premio, hermosa Constanza, que me tenías guardado al tormento que por ti paso y al firme amor que te tengo? Pues cuando entendí que obligada dél me llamabas para dármele, ¿me quieres imposibilitar de todo punto dél? Pues asegúrote que conmigo no tienen lugar sus ruegos, porque otra que no fuere Constanza no triunfará de mí. Amándote he de morir, y amándote viviré hasta que me salte la muerte. ¡Mira si cuando la deseo para mí, se la excusaré a tu hermana! Mejor será, amada señora mía, si no quieres que me la dé delante de tus ingratos ojos, que pues ahora tienes lugar, te duelas de mí, y me excuses tantas penas como por ti padezco.

         Levantóse Constanza, oyendo esto, en pie, y en modo de burla, le dixo:

         _Hagamos, señor don Jorge, un concierto; y sea que como vos me hagáis en esta placeta que está delante de mi casa, de aquí a la mañana, un jardín tan adornado de cuadros y olorosas flores, árboles y fuentes, que ni en su frescura ni belleza, ni en la diversidad de páxaros quien él haya, desdiga de los nombrados pensiles de Babilonia, que Semíramis hizo sobre sus muros, yo me pondré en vuestro poder y haré por vos cuanto deseáis; y si no, que os habéis de dexar desta pretensión, otorgándome en pago el ser esposo de mi hermana, porque si no es a precio de arte imposible, no han de perder Carlos y Constanza su honor, granjeado con tanto cuidado y sustentado con tanto aumento. Éste es el precio de mi honra; manos a la labor; que a un amante tan fino como vos no hay nada imposible.

         Con esto se entró donde estaba su hermana, bien descontenta del mal recado que llevaba de su pretensión, dexando a don Jorge tan desesperado, que fue milagro no quitarse la vida.

         Saliose asimismo loco y perdido de casa de Constanza y con desconcertados pasos, sin mirar cómo ni por dónde iba, se fue al campo, y allí, maldiciendo su suerte y el día primero que la había visto y amado, se arrojó al pie de un árbol, ya, cuando empezaba a cerrar la noche, y allí dando tristes y lastimosos suspiros, llamándola cruel y rigurosa mujer, cercado de mortales pensamientos, vertiendo lágrimas, estuvo una pieza, unas veces dando voces como hombre sin juicio, y otras callando, se le puso, sin ver por dónde, ni cómo había venido, delante un hombre que le dixo:

         _¿Qué tienes, don Jorge? ¿Por qué das voces y suspiros al viento, pudiendo remediar tu pasión de otra suerte? ¿Qué lágrimas femeniles son éstas? ¿No tiene más ánimo un hombre de tu valor que el que aquí muestras? ¿No echas de ver que, pues tu dama puso precio a tu pasión, que no está tan dificultoso tu remedio como piensas?

         Mirándole estaba don Jorge mientras decía esto, espantado de oírle decir lo que él apenas creía que sabía nadie, y así le respondió:

         _¿Y quién eres tú, que sabes lo que aun yo mismo no sé, y que asimismo me prometes remedio, cuando le hallo tan dificultoso? ¿Qué puedes tú hacer, cuando aún al demonio es imposible?

         _¿Y si yo fuese el mismo que dices _respondió el mismo que era_ qué dirías? Ten ánimo, y mira qué me darás, si yo hago el jardín tan dificultoso que tu dama pide.

         Juzgue cualquiera de los presentes, qué respondería un desesperado, que a trueque de alcanzar lo que deseaba, la vida y el alma tenía en poco. Y ansí le dixo:

         _Pon tú el precio a lo que por mí quieres hacer, que aquí estoy presto a otorgarlo.

         _Pues mándame el alma _dixo el demonio_ y hazme una cédula firmada de tu mano de que será mía cuando se aparte del cuerpo, y vuélvete seguro que antes que amanezca podrás cumplir a tu dama su imposible deseo.

         Amaba, noble y discreto auditorio, el mal aconsejado mozo, y así, no le fue difícil hacer cuanto el común enemigo de nuestro reposo le pedía. Prevenido venía el demonio de todo lo necesario, de suerte que poniéndole en la mano papel y escribanías, hizo la cédula de la manera que el demonio la ordenó, y firmando sin mirar lo que hacía, ni que por precio de un desordenado apetito daba una joya tan preciada y que tanto le costó al divino Criador della, ¡Oh mal aconsejado caballero! ¡Oh loco mozo! ¿y qué haces? ¡Mira cuánto pierdes y cuán poco ganas, que el gusto que compras se acabará en un instante, y la pena que tendrás será eternidades! Nada mira al deseo de ver a Constanza en su poder, mas él se arrepentirá cuando no tenga remedio.

         Hecho esto, don Jorge se fue a su posada, y el demonio a dar principio a su fabulosa fábrica.

         Llegóse la mañana, y don Jorge, creyendo que había de ser la de su gloria, se levantó al amanecer, y vistiéndose lo más rica y costosamente que pudo, se fue a la parte donde el jardín se había de hacer, y llegando a la placeta que estaba de la casa de la bella Constanza el más contento que en su vida estuvo, viendo la más hermosa obra que jamás se vio, que a no ser mentira, como el autor della, pudiera ser recreación de cualquier monarca. Se entró dentro, y paseándose por entre sus hermosos cuadros y vistosas calles, estuvo aguardando que saliese su dama a ver cómo había cumplido su deseo.

         Carlos, que, aunque la misma noche que Constanza habló con don Jorge, había venido de caza cansado, madrugó aquella mañana para acudir a un negocio que se le había ofrecido. Y como apenas fuese de día abrió una ventana que caía sobre la placeta, poniéndose a vestir en ella; y como en abriendo se le ofreciese a los ojos la máquina ordenada por el demonio para derribar la fortaleza del honor de su esposa, casi como admirado estuvo un rato, creyendo que soñaba. Mas viendo que ya que los ojos se pudieran engañar, no lo hacían los oídos, que absortos a la dulce armonía de tantos y tan diversos paxarillos como en el deleitoso jardín estaban, habiendo en el tiempo de su elevación notado la belleza dél, tantos cuadros, tan hermosos árboles, tan intrincados laberintos, vuelto como de sueño, empezó a dar voces, llamando a su esposa, y los demás de su casa, diciéndoles que se levantasen, verían la mayor maravilla que jamás se vio.

         A las voces que Carlos dio, se levantó Constanza y su madre y cuantos en casa había, bien seguros de tal novedad, porque la dama ya no se acordaba de lo que había pedido a don Jorge, segura de que no lo había de hacer, y como descuidada llegase a ver qué la quería su esposo, y viese el jardín precio de su honor, tan adornado de flores y árboles, que aún le pareció que era menos lo que había pedido, según lo que le daban, pues las fuentes y hermosos cenadores, ponían espanto a quien las vía, y viese a don Jorge tan lleno de galas y bizarría pasearse por él, y en un punto considerase lo que había prometido, sin poderse tener en sus pies, vencida de un mortal desmayo, se dexó caer en el suelo, a cuyo golpe acudió su esposo y los demás, pareciéndoles que estaban encantados, según los prodigios que se vían. Y tomándola en sus brazos, como quien la amaba tiernamente, con grandísima priesa pedía que le llamasen los médicos, pareciéndole que estaba sin vida, por cuya causa su marido y hermana solenizaban con lágrimas y voces su muerte, a cuyos gritos subió mucha gente, que ya se había juntado a ver el jardín que en la placeta estaba, y entre ellos don Jorge, que luego imaginó lo que podía ser, ayudando él y todos al sentimiento que todos hacían.

          Media hora estuvo la hermosa señora desta suerte, haciéndosele innumerables remedios, cuando estremeciéndose fuertemente tornó en sí, y viéndose en los brazos de su amado esposo, cercada de gente, y entre ellos a don Jorge, llorando amarga y hermosamente los ojos en Carlos, le empezó a decir así:

         _Ya, señor mío, si quieres tener honra y que tus hijos la tengan y mis nobles deudos no la pierdan, sino que tú se la des, conviene que al punto me quites la vida, no porque a ti ni a ellos he ofendido, mas porque puse precio a tu honor y al suyo, sin mirar que no le tiene. Yo lo hiciera imitando a Lucrecia, y aun dexándola atrás, pues si ella se mató después de haber hecho la ofensa, yo muriera sin cometerla, sólo por haberla pensado; mas soy cristiana, y no es razón que ya que sin culpa pierdo la vida y te pierdo a ti, que eres mi propia vida, pierda el alma que tanto costó al Criador della.

         Más espanto dieron estas razones a Carlos que lo demás que vía, y así, le pidió que les dixese la causa por qué lo decía y lloraba con tanto sentimiento.

         Entonces Constanza, aquietándose un poco, contó públicamente cuanto con don Jorge le había pasado desde que la empezó a amar, hasta el punto que estaba, añadiendo, por fin, que pues ella había pedido a don Jorge un imposible, y él le había cumplido, aunque ignoraba el modo, que en aquel caso no había otro remedio sino su muerte; con la cual, dándosela su marido, como el más agraviado, tendría todo fin y don Jorge no podría tener quexa della.

         Viendo Carlos un caso tan extraño, considerando que por su esposa se vía en tanto aumento de riqueza, cosa que muchas veces sucede ser freno a las inclinaciones de los hombres de desigualdad, pues el que escoge mujer más rica que él ni compra mujer sino señora; de la misma suerte, como aconseja Aristóteles, no trayendo la mujer más hacienda que su virtud, procura con ella y su humildad granjear la voluntad de su dueño. Y asimismo más enamorado que jamás lo había estado de la hermosa Constanza, le dixo:

         _No puedo negar, señora mía, que hicistes mal en poner precio por lo que no le tiene, pues la virtud y castidad de la mujer, no hay en el mundo con qué se pueda pagar; pues aunque os fiastes de un imposible, pudiérades considerar que no lo hay para un amante que lo es de veras, y el premio de su amor lo ha de alcanzar con hacerlos. Mas esta culpa ya la pagáis con la pena que os veo, por tanto ni yo os quitaré la vida ni os daré más pesadumbre de la que tenéis. El que ha de morir es Carlos, que, como desdichado, ya la fortuna, cansada de subirle, le quiere derribar. Vos prometistes dar a don Jorge el premio de su amor, si hacía este jardín. Él ha buscado modo para cumplir su palabra. Aquí no hay otro remedio sino que cumpláis la vuestra, que yo, con hacer esto que ahora veréis no os podré ser estorbo, a que vos cumpláis con vuestras obligaciones, y él goce el premio de tanto amor.

         Diciendo esto sacó la espada, y fuésela a meter por los pechos, sin mirar que con tan desesperada acción perdía el alma, al tiempo que don Jorge, temiendo lo mismo que él quería hacer, había de un salto juntádose con él, y asiéndole el puño de la violenta espada, diciéndole:

         _Tente, Carlos, tente.

         Se la tuvo fuertemente. Así, como estaba, siguió contando cuanto con el demonio le había pasado hasta el punto que estaba, y pasando adelante, dixo:

         _No es razón que a tan noble condición como la tuya yo haga ninguna ofensa, pues sólo con ver que te quitas la vida, porque yo no muera (pues no hay muerte para mí más cruel que privarme de gozar lo que tanto quiero y tan caro me cuesta, pues he dado por precio el alma), me ha obligado de suerte, que no una, sino mil perdiera, por no ofenderte. Tu esposa está ya libre de su obligación, que yo le alzo la palabra. Goce Constanza a Carlos, y Carlos a Constanza, pues el cielo los crió tan conformes, que sólo él es el que la merece, y ella la que es digna de ser suya, y muera don Jorge, pues nació tan desdichado, que no sólo ha perdido el gusto por amar, sino la joya que le costó a Dios morir en una Cruz.

         A estas últimas palabras de don Jorge, se les apareció el Demonio con la cédula en la mano, y dando voces, les dixo:

         _No me habéis de vencer, aunque más hagáis; pues donde un marido, atropellando su gusto y queriendo perder la vida, se vence a sí mismo, dando licencia a su mujer para que cumpla lo que prometió; y un loco amante, obligado desto, suelta la palabra, que le cuesta no menos que el alma, como en esta cédula se ve que me hace donación della, no he de hacer menos yo que ellos. Y así, para que el mundo se admire de que en mí pudo haber virtud, toma don Jorge: ves ahí tu cédula; yo te suelto la obligación, que no quiero alma de quien tan bien se sabe vencer.

         Y diciendo esto, le arroxó la cédula, y dando un grandísimo estallido, desapareció y juntamente el jardín, quedando en su lugar, un espeso y hediondo humo, que duró un grande espacio.

         Al ruido que hizo, que fue tan grande que parecía hundirse la ciudad, Constanza y Teodosia, con su madre y las demás criadas, que como absortas y embelesadas habían quedado con la vista del demonio, volvieron sobre sí, y viendo a don Jorge hincado de rodillas, dando con lágrimas gracias a Dios por la merced que le había hecho de librarle de tal peligro, creyendo, que por secretas causas, sólo a su Majestad Divina reservadas, había sucedido aquel caso, le ayudaron haciendo lo mismo.

         Acabando don Jorge su devota oración, se volvió a Constanza, y le dixo:

         _Ya, hermosa señora, conozco cuán acertada has andado en guardar el decoro que es justo al marido que tienes, y así, para que viva seguro de mí, pues de ti lo está y tiene tantas causas para hacerlo, después de pedirte perdón de los enfados que te he dado y de la opinión que te he quitado con mis importunas pasiones, te pido lo que tú ayer me dabas deseosa de mi bien, y yo como loco, desprecié, que es a la hermosa Teodosia por mujer; que con esto el noble Carlos quedará seguro, y esta ciudad enterada de tu valor y virtud.

         En oyendo esto Constanza, se fue con los brazos abiertos a don Jorge, y echándoselos al cuello, casi juntó su hermosa boca con la frente del bien entendido mozo, que pudo por la virtud ganar lo que no pudo con el amor, diciendo:

         _Este favor os doy como a hermano, siendo el primero que alcanzáis de mí cuanto ha que me amáis.

         Todos ayudaban a este regocijo: unos con admiraciones, y otros con parabienes. Y ese mismo día fueron desposados don Jorge y la bella Teodosia, con general contento de cuantos llegaban a saber esta historia. Y otro día, que no quisieron dilatarlo más, se hicieron las solenes bodas, siendo padrinos Carlos y la bella Constanza. Hiciéronse muchas fiestas en la ciudad, solenizando el dichoso fin de tan enredado suceso, en las cuales don Jorge y Carlos se señalaron, dando muestras de su gentileza y gallardía, dando motivos a todos para tener por muy dichosas a las que los habían merecido por dueños.

Vivieron muchos años con hermosos hijos, sin que jamás se supiese que don Jorge hubiese sido el matador de Federico, hasta que después de muerto don Jorge, Teodosia contó el caso como quien tan bien lo sabía. A la cual, cuando murió, le hallaron escrita de su mano esta maravilla, dexando al fin della por premio al que dixese cuál hizo más destos tres: Carlos, don Jorge, o el demonio, el laurel de bien entendido. Cada uno le juzgue si le quisiere ganar, que yo quiero dar aquí fin al Jardín engañoso, título que da el suceso referido a esta maravilla. 

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                    La inocencia castigada
    
 En una ciudad cerca de la gran Sevilla, que no quiero nombrarla, porque aún viven hoy deudos muy cercanos de don Francisco, caballero principal y rico, casado con una dama su igual hasta en la condición. Éste tenía una hermana de las hermosas mujeres que en toda la Andalucía se hallaba, cuya edad aún no llegaba a diez y ocho años. Pidiósela por mujer un caballero de la misma ciudad, no inferior a su calidad, ni menos rico, antes entiendo que la aventajaba en todo. Parecióle, como era razón, a don Francisco que aquella dicha sólo venía del cielo, y muy contento con ella, lo comunicó con su mujer y con doña Inés, su hermana, que como no tenía más voluntad que la suya, y en cuanto a la obediencia y amor reverencial le tuviese en lugar de padre, aceptó el casamiento, quizá no tanto por él, cuanto por salir de la rigurosa condición de su cuñada, que era de lo cruel que imaginarse puede. De manera que antes de dos meses se halló, por salir de un cautiverio, puesta en otro martirio; si bien, con la dulzura de las caricias de su esposo, que hasta en eso, a los principios, no hay quien se la gane a los hombres; antes se dan tan buena maña, que tengo para mí que las gastan todas al primer año, y después, como se hallan fallidos del caudal del agasajo, hacen morir a puras necesidades de él a sus esposas, y quizá, y sin quizá, es lo cierto ser esto la causa por donde ellas, aborrecidas, se empeñan en bajezas, con que ellos pierden el honor y ellas la vida.

     ¿Qué espera un marido, ni un padre, ni un hermano, y hablando más comúnmente, un galán, de una dama, si se ve aborrecida, y falta de lo que ha menester, y tras eso, poco agasajada y estimada, sino una desdicha? ¡Oh, válgame Dios, y qué confiados son hoy los hombres, pues no temen que lo que una mujer desesperada hará, no lo hará el demonio! Piensan que por velarlas y celarlas se libran y las apartan de travesuras, y se engañan. Quiéranlas, acarícienlas y den las lo que les falta, y no las guarden ni celen, que ellas se guardarán y celarán, cuando no sea de virtud, de obligación. ¡Y válgame otra vez Dios, y qué moneda tan falsa es ya la voluntad, que no pasa ni vale sino el primer día, y luego no hay quien sepa su valor!

     No le sucedió por esta parte a doña Inés la desdicha, porque su esposo hacía la estimación de ella que merecía su valor y hermosura; por ésta le vino la desgracia, porque siempre la belleza anda en pasos de ella. Gozaba la bella dama una vida gustosa y descansada, como quien entró en tan florida hacienda con un marido de lindo talle y mejor condición, si le durara; mas cuando sigue a uno una adversa suerte, por más que haga no podrá librarse de ella. Y fue que, siendo doncella, jamás fue vista, por la terrible condición de su hermano y cuñada; mas ya casada, o ya acompañada de su esposo, o ya con las parientas y amigas, salía a las holguras, visitas y fiestas de la ciudad. Fue vista de todos, unos alabando su hermosura y la dicha de su marido en merecerla, y otros envidiándola y sintiendo no haberla escogido para sí, y otros amándola ilícita y deshonestamente, pareciéndoles que con sus dineros y galanterías la granjearían para gozarla.

     Uno de éstos fue don Diego, caballero mozo, rico y libre, que, a costa de su gruesa hacienda, no sólo había granjeado el nombre y lugar de caballero, mas que no se le iban por alto ni por remontadas las más hermosas garzas de la ciudad. Éste, de ver la peligrosa ocasión, se admiró, y de admirarse, se enamoró, y debió, por lo presente, de ser de veras, que hay hombres que se enamoran de burlas, pues con tan loca desesperación mostraba y daba a entender su amor en la continua asistencia en su calle, en las iglesias, y en todas las partes que podía seguirla. Amaba, en fin, sin juicio, pues no atendía a la pérdida que podía resultar al honor de doña Inés con tan públicos galanteos. No reparaba la inocente dama en ellos: lo uno, por parecerle que con su honestidad podía vencer cualesquiera deseos lascivos de cuantos la veían; y lo otro, porque en su calle vivían sujetos, no sólo hermosos, mas hermosísimos, a quien imaginaba dirigía don Diego su asistencia. Sólo amaba a su marido, y con este descuido, ni se escondía, si estaba en el balcón, ni dejaba de asistir a las músicas y demás finezas de don Diego, pareciéndole iban dirigidos a una de dos damas, que vivían más abajo de su casa, doncellas y hermosas, mas con libertad.

     Don Diego cantaba y tenía otras habilidades, que ocasiona la ociosidad de los mozos ricos y sin padres que los sujeten; y las veces que se ofrecía, daba muestras de ellas en la calle de doña Inés. Y ella y sus criadas, y su mismo marido, salían a oírlas, como he dicho, creyendo se dirigían a diferente sujeto, que, a imaginar otra cosa, de creer es que pusiera estorbo al dejarse ver. En fin, con esta buena fe pasaban todos haciendo gala del bobeamiento de don Diego, que, cauto, cuando su esposo de doña Inés o sus criados le veían, daba a entender lo mismo que ellos pensaban, y con este cuidado descuidado, cantó una noche, sentado a la puerta de las dichas damas, este romance:

  Como la madre a quien falta

el tierno y amado hijo,

así estoy cuando no os veo,

dulcísimo dueño mío.

Los ojos, en vuestra ausencia,

son dos caudalosos ríos,

y el pensamiento, sin vos,

un confuso laberinto.

¿Adónde estáis, que no os veo,

prendas que en el alma estimo?

¿Qué oriente goza esos rayos,

o qué venturosos indios?

Si en los brazos del Aurora

está el Sol alegre y rico,

decid: siendo vos aurora,

¿cómo no estáis en los míos?

Salís, y os ponéis sin mí,

ocaso triste me pinto,

triste Noruega parezco,

tormento en que muero y vivo.

Amaros no es culpa, no;

adoraros no es delito;

si el amor dora los yerros,

¡qué dorados son los míos!

No viva yo, si ha llegado

a los amorosos quicios

de las puertas de mi alma

pesar de haberos querido.

Ahora que no me oís,

habla mi amor atrevido,

y cuando os veo, enmudezco

sin poder mi amor deciros.

Quisiera que vuestros ojos

conocieran de los míos

lo que no dice la lengua,

que está, para hablar, sin bríos

Y luego que os escondéis,

atormento los sentidos,

por haber callado tanto,

diciendo lo que os estimo.

Mas porque no lo ignoréis,

siempre vuestro me eternizo;

siglos durará mi amor,

pues para vuestro he nacido.

     Alabó doña Inés, y su esposo, el romance, porque como no entendía que era ella la causa de las bien cantadas y lloradas penas de don Diego, no se sentía agraviada; que, a imaginarlo, es de creer que no lo consintiera. Pues viéndose el mal correspondido caballero cada día peor y que no daba un paso adelante en su pretensión, andaba confuso y triste, no sabiendo cómo descubrirse a la dama, temiendo de su indignación alguna áspera y cruel respuesta. Pues, andando, como digo, una mujer que vivía en la misma calle, en un aposento enfrente de la casa de la dama, algo más abajo, notó el cuidado de don Diego con más sentimiento que doña Inés, y luego conoció el juego, y un día que le vio pasar, le llamó y, con cariñosas razones, le procuró sacar la causa de sus desvelos.

     Al principio negó don Diego su amor, por no fiarse de la mujer; mas ella, como astuta, y que no debía de ser la primera que había hecho, le dijo que no se lo negase, que ella conocía medianamente su pena, y que si alguna en el mundo le podía dar remedio, era ella, porque su señora doña Inés la hacía mucha merced, dándole entrada en su casa y comunicando con ella sus más escondidos secretos, porque la conocía desde antes de casarse, estando en casa de su hermano. Finalmente, ella lo pintó tan bien y con tan finas colores, que don Diego casi pensó si era echada por parte de la dama, por haber notado su cuidado. Y con este loco pensamiento, a pocas vueltas que este astuto verdugo le dio, confesó de plano toda su voluntad, pidiéndola diese a entender a la dama su amor, ofreciéndole, si se veía admitido, grande interés. Y para engolosinarla más, quitándose una cadena que traía puesta, se la dio. Era rico y deseaba alcanzar, y así, no reparaba en nada. Ella la recibió, y le dijo descuidase, y que anduviese por allí, que ella le avisaría en teniendo negociado; que no quería que nadie le viese hablar con ella, porque no cayesen en alguna malicia. Pues ido don Diego, muy contenta la mala mujer, se fue en casa de unas mujeres de oscura vida que ella conocía, y escogiendo entre ellas una, la más hermosa, y que así en el cuerpo y garbo pareciese a doña Inés, y llevóla a su casa, comunicando con ella el engaño que quería hacer, y escondiéndola donde de nadie fuese vista, pasó en casa de doña Inés, diciendo a las criadas dijesen a su señora que una vecina de enfrente la quería hablar, que, sabido por doña Inés, la mandó entrar. Y ella, con la arenga y labia necesaria, de que la mujercilla no carecía, después de haberle besado la mano, le suplicó le hiciese merced de prestarle por dos días aquel vestido que traía puesto, y que se quedase en prenda de él aquella cadena, que era la misma que le había dado don Diego, porque casaba una sobrina. No anduvo muy descaminada en pedir aquel que traía puesto, porque, como era el que doña Inés ordinariamente traía, que era de damasco pardo, pudiese don Diego dejarse llevar de su engaño. Doña Inés era afable, y como la conoció por vecina de la calle, le respondió que aquel vestido estaba ya ajado de traerle continuo, que otro mejor le daría.

     _No, mi señora _dijo la engañosa mujer_; éste basta, que no quiero que sea demasiadamente costoso, que parecerá (lo que es) que no es suyo, y los pobres también tenemos reputación. Y quiero yo que los que se hallaren a la boda piensen que es suyo, y no prestado.

     Rióse doña Inés, alabando el pensamiento de la mujer, y mandando traer otro, se le puso, desnudándose aquél y dándoselo a la dicha, que le tomó contentísima, dejando en prendas la cadena, que doña Inés tomó, por quedar segura, pues apenas conocía a la que le llevaba, que fue con él más contenta que si llevara un tesoro. Con esto aguardó a que viniese don Diego, que no fue nada descuidado, y ella, con alegre rostro, le recibió diciendo:

     _Esto sí que es saber negociar, caballerito bobillo. Si no fuera por mí, toda la vida te pudieras andar tragando saliva sin remedio. Ya hablé a tu dama, y la dejo más blanda que una madeja de seda floja. Y para que veas lo que me debes y en la obligación que me estás, esta noche, a la oración, aguarda a la puerta de tu casa, que ella y yo te iremos a hacer una visita, porque es cuando su marido se va a jugar a una casa de conversación, donde está hasta las diez; mas dice que, por el decoro de una mujer de su calidad y casada, no quiere ser vista; que no haya criados, ni luz, sino muy apartada, o que no la haya; mas yo, que soy muy apretada de corazón, me moriré si estoy a oscuras, y así podrás apercibir un farolillo que dé luz, y esté sin ella la parte adonde hubieres de hablarla.

     Todo esto hacía, porque pudiese don Diego reconocer el vestido, y no el rostro, y se engañase. Mas volvíase loco el enamorado mozo, abrazaba a la falsa y cautelosa tercera, ofreciéndola de nuevo suma de interés, dándole cuanto consigo traía. En fin, él se fue a aguardar su dicha, y ella, él ido, vistió a la moza que tenía apercibida el vestido de la desdichada doña Inés, tocándola y aderezándola al modo que la dama andaba. Y púsola de modo que, mirada algo a lo oscuro, parecía la misma doña Inés, muy contenta de haberle salido tan bien la invención, que ella misma, con saber la verdad, se engañaba.

  Poco antes de anochecer, se fueron en casa de don Diego, que las estaba aguardando a la puerta, haciéndosele los instantes siglos; que, viéndola y reconociendo el vestido, por habérsele visto ordinariamente a doña Inés, como en el talle le parecía y venía tapada, y era ya cuando cerraba la noche, la tuvo por ella. Y loco de contento, las recibió y entró en un cuarto bajo, donde no había más luz que la de un farol que estaba en el antesala, y a ésta y a una alcoba que en ella había, no se comunicaba más que el resplandor que entraba por la puerta. Quedóse la vil tercera en la sala de afuera, y don Diego, tomando por la mano a su fingida doña Inés, se fueron a sentar sobre una cama de damasco que estaba en el alcoba. Gran rato se pasó en engrandecer don Diego la dicha de haber merecido tal favor, y la fingida doña Inés, bien instruida en lo que había de hacer, en responderle a propósito, encareciéndole el haber venido y vencido los inconvenientes de su honor, marido y casa, con otras cosas que más a gusto les estaba, donde don Diego, bien ciego en su engaño, llegó al colmo de los favores, que tantos desvelos le habían costado el desearlos y alcanzarlos, quedando muy más enamorado de su doña Inés que antes.

     Entendida era la que hacía el papel de doña Inés, y representábale tan al propio, que en don Diego puso mayores obligaciones; y así, cargándola de joyas de valor, y a la tercera de dinero, viendo ser la hora conveniente para llevar adelante su invención, se despidieron, rogando el galán a su amada señora que le viese presto, y ella prometiéndole que, sin salir de casa, la aguardase cada noche desde la hora que había dicho hasta las diez, que si hubiese lugar, no le perdería. Él se quedó gozosísimo, y ellas se fueron a su casa, contentas y aprovechadas a costa de la opinión de la inocente y descuidada doña Inés. De esta suerte le visitaron algunas veces en quince días que tuvieron el vestido; que, con cuanto supieron, o fuese que Dios porque se descubriese un caso como éste, o que temor de que don Diego no reconociese con el tiempo que no era la verdadera doña Inés la que gozaba, no se previnieron de hacer otro vestido como con el que les servía de disfraz; y viendo era tiempo de volverle a su dueño, la última noche que se vieron con don Diego le dieron a entender que su marido había dado en recogerse temprano, y que era fuerza por algunos días recatarse, porque les parecía que andaba algo cuidadoso, y que era fuerza asegurarle, que, en habiendo ocasión de verle, no la perderían; se despidieron, quedando don Diego tan triste como alegre cuando la primera vez las vio. Con esto, se volvió el vestido a doña Inés, y la fingida y la tercera partieron la ganancia, muy contentas con la burla.

     Don Diego, muy triste, paseaba la calle de doña Inés, y muchas veces que la veía, aunque notaba el descuido de la dama, juzgábalo a recato, y sufría su pasión sin atreverse a más que a mirarla; otras hablaba con la tercera qué había sido de su gloria, y ella unas veces le decía que no tenía lugar, por andar su marido cuidadoso; otras, que ella buscaría ocasión para verle. Hasta que un día, viéndose importunada de don Diego, y que le pedía llevase a doña Inés un papel, le dijo que no se cansase, porque la dama, o era miedo de su esposo, o que se había arrepentido, porque cuando la veía, no consentía que la hablase en esas cosas, y aun llegaba a más, que le negaba la entrada en su casa, mandando a las criadas no la dejasen entrar. En esto se ve cuán mal la mentira se puede disfrazar en traje de verdad, y si lo hace, es por poco tiempo.

     Quedó el triste don Diego con esto tal, que fue milagro no perder el juicio; y en mitad de sus penas, por ver si podía hallar alivio en ellas, se determinó en hablar a doña Inés y saber de ella misma la causa de tal desamor y tan repentino. Y así, no faltaba de día ni de noche de la calle, hasta hallar ocasión de hacerlo. Pues un día que la vio ir a misa sin su esposo (novedad grande, porque siempre la acompañaba), la siguió hasta la iglesia, y arrodillándose junto a ella lo más paso que pudo, si bien con grande turbación, le dijo:

     _¿Es posible, señora mía, que vuestro amor fuese tan corto, y mis méritos tan pequeños, que apenas nació cuando murió? ¿Cómo es posible que mi agasajo fuese de tan poco valor, y vuestra voluntad tan mudable, que siquiera bien hallada con mis cariños, no hubiera echado algunas raíces para siquiera tener en la memoria cuantas veces os nombrastes mía, y yo me ofrecí por esclavo vuestro? Si las mujeres de calidad dan mal pago, ¿qué se puede esperar de las comunes? Si acaso este desdén nace de haber andado corto en serviros y regalaros, vos habéis tenido la culpa, que quien os rindió lo poco os hubiera hecho dueño de lo mucho, si no os hubiérades retirado tan cruel, que aun cuando os miro, no os dignáis favorecerme con vuestros hermosos ojos, como si cuando os tuve en mis brazos no jurasteis mil veces por ellos que no me habíades de olvidar.

     Miróle doña Inés admirada de lo que decía, y dijo:

     _¿Qué decís, señor? ¿Deliráis, o tenéisme por otra? ¿Cuándo estuve en vuestros brazos, ni juré de no olvidaros, ni recibí agasajos, ni me hicisteis cariños? Porque mal puedo olvidar lo que jamás me he acordado, ni cómo puedo amar ni aborrecer lo que nunca amé.

     _Pues ¿cómo _replicó don Diego, aún queréis negar que no me habéis visto ni hablado? Decid que estáis arrepentida de haber ido a mi casa, y no lo neguéis, porque no lo podrá negar el vestido que traéis puesto, pues fue el mismo que llevasteis, ni lo negará fulana, vecina de enfrente de vuestra casa, que fue con vos.

     Cuerda y discreta era doña Inés, y oyendo del vestido y mujer, aunque turbada y medio muerta de un caso tan grave, cayó en lo que podía ser, y volviendo a don Diego, le dijo:

     _¿Cuánto habrá eso que decís?

     _Poco más de un mes _replicó él.

     Con lo cual doña Inés acabó de todo punto de creer que el tiempo que el vestido estuvo prestado a la misma mujer le habían hecho algún engaño. Y por averiguarlo mejor, dijo:

     _Ahora, señor, no es tiempo de hablar más en esto.

     Mi marido ha de partir mañana a Sevilla a la cobranza de unos pesos que le han venido de Indias; de manera que a la tarde estad en mi calle, que yo os haré llamar, y hablaremos largo sobre esto que me habéis dicho. Y no digáis nada de esto a esa mujer, que importa encubrirlo de ella.

     Con esto don Diego se fue muy gustoso por haber negociado tan bien, cuanto doña Inés quedó triste y confusa. Finalmente, su marido se fue otro día, como ella dijo, y luego doña Inés envió a llamar al Corregidor. Y venido, le puso en parte donde pudiese oír lo que pasaba, diciéndole convenía a su honor que fuese testigo y juez de un caso de mucha gravedad. Y llamando a don Diego, que no se había descuidado, y le dijo estas razones:

     _Cierto, señor don Diego, que me dejasteis ayer puesta en tanta confusión, que si no hubiera permitido Dios la ausencia de mi esposo en esta ocasión, que con ella he de averiguar la verdad y sacaros del engaño y error en que estáis, que pienso que hubiera perdido el juicio, o yo misma me hubiera quitado la vida. Y así, os suplico me digáis muy por entero y despacio lo que ayer me dijisteis de paso en la iglesia.

     Admirado don Diego de sus razones, le contó cuanto con aquella mujer le había pasado, las veces que había estado en su casa, las palabras que le había dicho, las joyas que le había dado. A que doña Inés, admirada, satisfizo y contó cómo este tiempo había estado el vestido en poder de esa mujer, y cómo le había dejado en prenda una cadena, atestiguando con sus criadas la verdad, y cómo ella no había faltado de su casa, ni su marido iba a ninguna casa de conversación, antes se recogía con el día. Y que ni conocía tal mujer, sino sólo de verla a la puerta de su casa, ni la había hablado, ni entrado en ella en su vida. Con lo cual don Diego quedó embelesado, como los que han visto visiones, y corrido de la burla que se había hecho de él, y aún más enamorado de doña Inés que antes.

     A esto salió el Corregidor, y juntos fueron en casa de la desdichada tercera, que al punto confesó la verdad de todo, entregando algunas de las joyas que le habían tocado de la partición y la cadena, que se volvió a don Diego, granjeando de la burla doscientos azotes por infamadora de mujeres principales y honradas, y más desterrada por seis años de la ciudad, no declarándose más el caso por la opinión de doña Inés, con que la dama quedó satisfecha en parte, y don Diego más perdido que antes, volviendo de nuevo a sus pretensiones, paseos y músicas, y esto con más confianza, pareciéndole que ya había menos que hacer, supuesto que la dama sabía su amor, no desesperando de la conquista, pues tenía caminado lo más. Y lo que más le debió de animar fue no creer que no había sido doña Inés la que había gozado, pues aunque se averiguó la verdad con tan fieles testigos, y que la misma tercera la confesó, con todo debió de entender había sido fraude, y que, arrepentida doña Inés, lo había negado, y la mujer, de miedo, se había sujetado a la pena.

     Con este pensamiento la galanteaba más atrevido, siguiéndola si salía fuera, hablándola si hallaba ocasión. Con lo que doña Inés, aborrecida, ni salía ni aun a misa, ni se dejaba ver del atrevido mozo, que, con la ausencia de su marido, se tomaba más licencias que eran menester; de suerte que la perseguida señora aun la puerta no consentía que se abriese, porque no llegase su descomedimiento a entrarse en su casa. Mas, ya desesperada y resuelta a vengarse por este soneto que una noche cantó en su calle, sucedió lo que luego se dirá.

Dueño querido: si en el alma mía

alguna parte libre se ha quedado,

hoy de nuevo a tu imperio la he postrado,

rendida a tu hermosura y gallardía.

 Dichoso soy, desde aquel dulce día,

que con tantos favores quedé honrado;

instantes a mis ojos he juzgado

las horas que gocé tu compañía.

¡Oh! si fueran verdad los fingimientos

de los encantos que en la edad primera

han dado tanta fuerza a los engaños,

ya se vieran logrados mis intentos,

si de los dioses merecer pudiera,

encanto, gozarte muchos años.

 

     Sintió tanto doña Inés entender que aún no estaba don Diego cierto de la burla que aquella engañosa mujer le había hecho en desdoro de su honor, que al punto le envió a decir con una criada que, supuesto que ya sus atrevimientos pasaban a desvergüenzas, que se fuese con Dios, sin andar haciendo escándalos ni publicando locuras, sino que le prometía, como quien era, de hacerle matar.

     Sintió tanto el malaconsejado mozo esto, que, como desesperado con mortales bascas se fue a su casa, donde estuvo muchos días en la cama, con una enfermedad peligrosa, acompañada de tan cruel melancolía, que parecía querérsele acabar la vida; y viéndose morir de pena, habiendo oído decir que en la ciudad había un moro, gran hechicero y nigromántico, le hizo buscar, y que se le trajesen, para obligar con encantos y hechicerías a que le quisiese doña Inés.

     Hallado el moro, y traído se encerró con él, dándole larga cuenta de sus amores tan desdichados como atrevidos, pidiéndole remedio contra el desamor y desprecio que hacía de él su dama, tan hermosa como ingrata. El nigromántico agareno le prometió que, dentro de tres días, le daría con que la misma dama se le viniese a su poder, como lo hizo; que como ajenos de nuestra católica fe, no les es dificultoso, con apremios que hacen al demonio, aun en cosas de más calidad; porque, pasados los tres días, vino y le trajo una imagen de la misma figura y rostro de doña Inés, que por sus artes la había copiado al natural, como si la tuviera presente. Tenía en el remate del tocado una vela, de la medida y proporción de una bujía de un cuarterón de cera verde. La figura de doña Inés estaba desnuda, y las manos puestas sobre el corazón, que tenía descubierto, clavado por él un alfiler grande, dorado, a modo de saeta, porque en lugar de la cabeza tenía una forma de plumas del mismo metal, y parecía que la dama quería sacarle con las manos, que tenía encaminadas a él.

     Díjole el moro que, en estando solo, pusiese aquella figura sobre un bufete, y que encendiese la vela que estaba sobre la cabeza, y que sin falta ninguna vendría luego la dama, y que estaría el tiempo que él quisiese, mientras él no le dijese que se fuese. Y que cuando la enviase, no matase la vela, que en estando la dama en su casa, ella se moriría por si misma; que si la mataba antes que ella se apagase, correría riesgo la vida de la dama, y asimismo que no tuviese miedo de que la vela se acabase, aunque ardiese un año entero, porque estaba formada de tal arte, que duraría eternamente, mientras que en la noche del Bautista no la echase en una hoguera bien encendida. Que don Diego, aunque no muy seguro de que sería verdad lo que el moro le aseguraba, contentísimo cuando no por las esperanzas que tenía, por ver en la figura el natural retrato de su natural enemiga, con tanta perfección, y naturales colores, que, si como no era de más del altor de media vara, fuera de la altura de una mujer, creo que con ella olvidara el natural original de doña Inés, a imitación del que se enamoró de otra pintura y de un árbol. Pagóle al moro bien a su gusto el trabajo; y despedido de él, aguardaba la noche como si esperara la vida, y todo el tiempo que la venida se dilató, en tanto que se recogía la gente y una hermana suya, viuda, que tenía en casa y le asistía a su regalo, se le hacía una eternidad: tal era el deseo que tenía de experimentar el encanto.

     Pues recogida la gente, él se desnudó, para acostarse, y dejando la puerta de la sala no más de apretada, que así se lo advirtió el moro, porque las de la calle nunca se cerraban, por haber en casa más vecindad, encendió la vela, y poniéndola sobre el bufete, se acostó, contemplando a la luz que daba la belleza del hermoso retrato; que como la vela empezó a arder, la descuidada doña Inés, que estaba ya acostada, y su casa y gente recogida, porque su marido aún no había vuelto de Sevilla, por haberse recrecido a sus cobranzas algunos pleitos, privada, con la fuerza del encanto y de la vela que ardía, de su juicio, y en fin, forzada de algún espíritu diabólico que gobernaba aquello, se levantó de su cama, y poniéndose unos zapatos que tenía junto a ella, y un faldellín que estaba con sus vestidos sobre un taburete, tomó la llave que tenía debajo de su cabecera, y saliendo fuera, abrió la puerta de su cuarto, y juntándola en saliendo, y mal torciendo la llave, se salió a la calle, y fue en casa de don Diego, que aunque ella no sabía quién la guiaba, la supo llevar, y cómo halló la puerta abierta, se entró, y sin hablar palabra, ni mirar en nada, se puso dentro de la cama donde estaba don Diego, que viendo un caso tan maravilloso, quedó fuera de sí; mas levantándose y cerrando la puerta, se volvió a la cama, diciendo:

     _¿Cuándo, hermosa señora mía, merecí yo tal favor? Ahora sí que doy mis penas por bien empleadas. ¡Decidme, por Dios, si estoy durmiendo y sueño este bien, o si soy tan dichoso que despierto y en mi juicio os tengo en mis brazos!

     A esto y otras muchas cosas que don Diego le decía, doña Inés no respondía palabra; que viendo esto el amante, algo pesaroso, por parecerle que doña Inés estaba fuera de su sentido con el maldito encanto, y que no tenía facultad para hablar, teniendo aquéllos, aunque favores, por muertos, conociendo claro que si la dama estuviera en su juicio, no se los hiciera, como era la verdad, que antes pasara por la muerte, quiso gozar el tiempo y la ocasión, remitiendo a las obras las palabras; de esta suerte la tuvo gran parte de la noche, hasta que viendo ser hora, se levantó, y abriendo la puerta, le dijo:

     _Mi señora, mirad que es ya hora de que os vais.

     Y en diciendo esto, la dama se levantó, y poniéndose su faldellín y calzándose, sin hablarle palabra, se salió por la puerta y volvió a su casa. Y llegando a ella, abrió, y volviendo a cerrar, sin haberla sentido nadie, o por estar vencidos del sueño, o porque participaban todos del encanto, se echó en su cama, que así como estuvo en ella, la vela que estaba en casa de don Diego, ardiendo, se apagó, como si con un soplo la mataran, dejando a don Diego mucho más admirado, que no acababa de santiguarse, aunque lo hacía muchas veces, y si el acedia de ver que todo aquello era violento no le templara, se volviera loco de alegría. Estése con ella lo que le durare, y vamos a doña Inés, que como estuvo en su cama y la vela se apagó, le pareció, cobrando el perdido sentido, que despertaba de un profundo sueño; si bien acordándose de lo que le había sucedido, juzgaba que todo le había pasado soñando, y muy afligida de tan descompuestos sueños, se reprendía a sí misma, diciendo:

     _¡Qué es esto, desdichada de mí!¿Pues cuándo he dado yo lugar a mi imaginación para que me represente cosas tan ajenas de mí, o qué pensamientos ilícitos he tenido yo con este hombre para que de ellos hayan nacido tan enormes y deshonestos efectos? ¡Ay de mí!, ¿qué es esto, o qué remedio tendré para olvidar cosas semejantes?

     Con esto, llorando y con gran desconsuelo, pasó la noche y el día, que ya sobre tarde se salió a un balcón, por divertir algo su enmarañada memoria, al tiempo que don Diego, aún no creyendo fuese verdad lo sucedido, pasó por la calle, para ver si la veía. Y fue al tiempo que, como he dicho, estaba en la ventana, que como el galán la vio quebrada de color y triste, conociendo de qué procedía el tal accidente, se persuadió a dar crédito a lo sucedido; mas doña Inés, en el punto que le vio, quitándose de la ventana, la cerró con mucho enojo, en cuya facción conoció don Diego que doña Inés iba a su casa privada de todo su sentido, y que su tristeza procedía si acaso, como en sueños, se acordaba de lo que con él había pasado; si bien, viéndola con la cólera que se había quitado de la ventana, se puede creer que le diría:

     _Cerrad, señora, que a la noche yo os obligaré a que me busquéis.

     De esta suerte pasó don Diego más de un mes, llevando a su dama la noche que le daba gusto a su casa, con lo que la pobre señora andaba tan triste y casi asombrada de ver que no se podía librar de tan descompuestos sueños, que tal creía que eran, ni por encomendarse, como lo hacía, a Dios, ni por acudir a menudo a su confesor, que la consolaba, cuanto era posible, y deseaba que viniese su marido, por ver si con él podía remediar su tristeza. Y ya determinada, o a enviarle a llamar, o a persuadirle la diese licencia para irse con él, le sucedió lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, que por ser de las calurosas del verano, muy serena y apacible, con la luna hermosa y clara, don Diego encendió su encantada vela, y doña Inés, que por ser ya tarde estaba acostada, aunque dilataba el sujetarse al sueño, por no rendirse a los malignos sueños que ella creía ser, lo que no era sino la pura verdad, cansada de desvelarse, se adormeció, y obrando en ella el encanto, despertó despavorida, y levantándose, fue a buscar el faldellín, que no hallándole, por haber las criadas llevado los vestidos para limpiarlos, así, en camisa como estaba, se salió a la calle, y yendo encaminada a la casa de don Diego, encontró con ella el Corregidor, que con todos sus ministros de justicia venía de ronda, y con él don Francisco su hermano, que habiéndole encontrado, gustó de acompañarle, por ser su amigo; que como viesen aquella mujer en camisa, tan a paso tirado, la dieron voces que se detuviese; mas ella callaba y andaba a toda diligencia, como quien era llevada por el espíritu maligno: tanto, que les obligó a ellos a alargar el paso por diligenciar el alcanzarla; mas cuando lo hicieron, fue cuando doña Inés estaba ya en la sala, que en entrando los unos y los otros, ella se fue a la cama donde estaba don Diego, y ellos a la figura que estaba en la mesa con la vela encendida en la cabeza; que como don Diego vio el fracaso y desdicha, temeroso de que si mataban la vela doña Inés padecería el mismo riesgo, saltando de la cama les dio voces que no matasen la vela, que se quedaría muerta aquella mujer, y vuelto a ella, le dijo:

     _Idos, señora, con Dios, que ya tuvo fin este encanto, y vos y yo el castigo de nuestro delito. Por vos me pesa, que inocente padeceréis.

     Y esto lo decía por haber visto a su hermano al lado del Corregidor. Levantóse, dicho esto, doña Inés, y como había venido, se volvió a ir, habiéndola al salir todos reconocido, y también su hermano, que fue bien menester la autoridad y presencia del Corregidor para que en ella y en don Diego no tomase la justa venganza que a su parecer merecían.

     Mandó el Corregidor que fuesen la mitad de sus ministros con doña Inés, y que viendo en qué paraba su embelesamiento, y que no se apartasen de ella hasta que él mandase otra cosa, sino que volviese uno a darle cuenta de todo; que viendo que de allí a poco la vela se mató repentinamente, le dijo al infelice don Diego:

     _¡Ah señor, y cómo pudiérades haber escarmentado en la burla pasada, y no poneros en tan costosas veras!

     Con esto aguardaron el aviso de los que habían ido con doña Inés, que como llegó a su casa y abrió la puerta, que no estaba más de apretada, y entró, y todos con ella, volvió a cerrar, y se fue a su cama, se echó en ella; que como a este mismo punto se apagase la vela, ella despertó del embelesamiento, y dando un grande grito, como se vio cercada de aquellos hombres y conoció ser ministros de justicia, les dijo que qué buscaban en su casa, o por dónde habían entrado, supuesto que ella tenía la llave.

     _¡Ay, desdichada señora! _dijo uno de ellos_, ¡y como habéis estado sin sentido, pues eso preguntáis!

     A esto, y al grito de doña Inés, habían ya salido las criadas alborotadas, tanto de oír dar voces a su señora como de ver allí tanta gente. Pues prosiguiendo el que había empezado, le contó a doña Inés cuanto había sucedido desde que la habían encontrado hasta el punto en que estaba, y cómo a todo se había hallado su hermano presente; que oído por la triste y desdichada dama, fue milagro no perder la vida. En fin, porque no se desesperase, según las cosas que hacía y decía, y las hermosas lágrimas que derramaba, sacándose a manojos sus cabellos, enviaron a avisar al Corregidor de todo, diciéndole ordenase lo que se había de hacer. El cual, habiendo tomado su confesión a don Diego y él dicho la verdad del caso, declarando cómo doña Inés estaba inocente, pues privado su entendimiento y sentido con la fuerza del encanto venía como habían visto; con que su hermano mostró asegurar su pasión, aunque otra cosa le quedó en el pensamiento.

     Con esto mandó el Corregidor poner a don Diego en la cárcel a buen recaudo, y tomando la encantada figura, se fueron a casa de doña Inés, a la cual hallaron haciendo las lástimas dichas, sin que sus criadas ni los demás fuesen parte para consolarla, que a haber quedado sola, se hubiera quitado la vida. Estaba ya vestida y arrojada sobre un estrado, alcanzándose un desmayo a otro, y una congoja a otra, que como vio al Corregidor y a su hermano, se arrojó a sus pies pidiéndole que la matase, pues había ido mala, que, aunque sin su voluntad, había manchado su honor. Don Francisco, mostrando en exterior piedad, si bien en lo interior estaba vertiendo ponzoña y crueldad, la levantó y abrazó, teniéndoselo todos a nobleza, y el Corregidor le dijo:

     _Sosegaos, señora, que vuestro delito no merece la pena que vos pedís, pues no lo es, supuesto que vos no erais parte para no hacerle.

     Que algo más quieta la desdichada dama, mandó el Corregidor, sin que ella lo supiera, se saliesen fuera y encendiesen la vela; que, apenas fue hecho, cuando se levantó y se salió adonde la vela estaba encendida, y en diciéndole que ya era hora de irse, se volvía a su asiento, y la vela se apagaba y ella volvía como de sueño. Esto hicieron muchas veces, mudando la vela a diferentes partes, hasta volver con ella en casa de don Diego y encenderla allí, y luego doña Inés se iba a allá de la manera que estaba, y aunque la hablaban, no respondía.

     Con que averiguado el caso, asegurándola, y acabando de aquietar a su hermano, que estaba más sin juicio que ella, mas por entonces disimuló, antes él era el que más la disculpaba, dejándola el Corregidor dos guardias, más por amparo que por prisión, pues ella no la merecía, se fue cada uno a su casa, admirados del suceso. Don Francisco se recogió a la suya, loco de pena, contando a su mujer lo que pasaba; que, como al fin cuñada, decía que doña Inés debía de fingir el embelesamiento por quedar libre de culpa; su marido, que había pensado lo mismo, fue de su parecer, y al punto despachó un criado a Sevilla con una carta a su cuñado, diciéndole en ella dejase todas sus ocupaciones y se viniese al punto que importaba al honor de entrambos, y que fuese tan secreto, que no supiese nadie su venida, ni en su casa, hasta que se viese con él.

     El Corregidor otro día buscó al moro que había hecho el hechizo; mas no pareció. Divulgóse el caso por la ciudad, y sabido por la Inquisición pidió el preso, que le fue entregado con el proceso ya sustanciado y puesto, cómo había de estar, que llevado a su cárcel, y de ella a la Suprema, no pareció más. Y no fue pequeña piedad castigarle en secreto, pues al fin él había de morir a manos del marido y hermano de doña Inés, supuesto que el delito cometido no merecía menor castigo.

     Llegó el correo a Sevilla y dio la carta a don Alonso, que como vio lo que en ella se le ordenaba, bien confuso y temeroso de que serían flaquezas de doña Inés, se puso en camino, y a largas jornadas llegó a casa de su cuñado, con tanto secreto, que nadie supo su venida. Y sabido todo el caso como había sucedido, entre todos tres había diferentes pareceres sobre qué género de muerte darían a la inocente y desdichada doña Inés, que aun cuando de voluntad fuera culpada, la bastara por pena de su delito la que tenía, cuanto y más no habiéndole cometido, como estaba averiguado. Y de quien más pondero de crueldad es de la traidora cuñada, que, siquiera por mujer, pudiera tener piedad de ella.

       Acordado, en fin, el modo, don Alonso, disimulando su dañada intención, se fue a su casa, y con caricias y halagos la aseguró, haciendo él mismo de modo que la triste doña Inés, ya más quieta, viendo que su marido había creído la verdad, y estaba seguro de su inocencia, porque habérselo encubierto era imposible, según estaba el caso público, se recobró de su pérdida. Y si bien, avergonzada de su desdicha, apenas osaba mirarle, se moderó en sus sentimientos y lágrimas. Con esto pasó algunos días, donde un día, con mucha afabilidad, le dijo el cauteloso marido cómo su hermano y él estaban determinados y resueltos a irse a vivir con sus casas y familias a Sevilla; lo uno, por quitarse de los ojos de los que habían sabido aquella desdicha, que los señalaban con el dedo, y lo otro por asistir a sus pleitos, que habían quedado empantanados. A lo cual doña Inés dijo que en ello no había más gusto que el suyo. Puesta por obra la determinación propuesta, vendiendo cuantas posesiones y hacienda tenían allí, como quien no pensaba volver más a la ciudad, se partieron todos con mucho gusto, y doña Inés más contenta que todos, porque vivía afrentada de un suceso tan escandaloso.

     Llegados a Sevilla, tomaron casa a su cómodo, sin más vecindad que ellos dos, y luego despidieron todos los criados y criadas que habían traído, para hacer sin testigos la crueldad que ahora diré.

     En un aposento, el último de toda la casa, donde, aunque hubiese gente de servicio, ninguno tuviese modo ni ocasión de entrar en él, en el hueco de una chimenea que allí había, o ellos la hicieron, porque para este caso no hubo más oficiales que el hermano, marido y cuñada, habiendo traído yeso y cascotes, y lo demás que era menester, pusieron a la pobre y desdichada doña Inés, no dejándole más lugar que cuanto pudiese estar en pie, porque si se quería sentar, no podía, sino, como ordinariamente se dice, en cuclillas, y la tabicaron, dejando sólo una ventanilla como medio pliego de papel, por donde respirase y le pudiesen dar una miserable comida, por que no muriese tan presto, sin que sus lágrimas ni protestas los enterneciese. Hecho esto, cerraron el aposento, y la llave la tenía la mala y cruel cuñada, y ella misma le iba a dar la comida y un jarro de agua, de manera que aunque después recibieron criados y criadas, ninguno sabía el secreto de aquel cerrado aposento.

     Aquí estuvo doña Inés seis años, que permitió la divina Majestad en tanto tormento conservarle la vida, o para castigo de los que se le daban, o para mérito suyo, pasando lo que imaginar se puede, supuesto que he dicho de la manera que estaba, y que las inmundicias y basura, que de su cuerpo echaba, le servían de cama y estrado para sus pies; siempre llorando y pidiendo a Dios la aliviase de tan penoso martirio, sin que en todos ellos viese luz, ni recostase su triste cuerpo, ajena y apartada de las gentes, tiranizada a los divinos sacramentos y a oír misa, padeciendo más que los que martirizan los tiranos, sin que ninguno de sus tres verdugos tuviese piedad de ella, ni se enterneciese de ella, antes la traidora cuñada, cada vez que la llevaba la comida, le decía mil oprobios y afrentas, hasta que ya Nuestro Señor, cansado de sufrir tales delitos, permitió que fuese sacada esta triste mujer de tan desdichada vida, siquiera para que no muriese desesperada.

     Y fue el caso que, a las espaldas de esta casa en que estaba, había otra principal de un caballero de mucha calidad. La mujer del que digo había tenido una doncella que la había casado años había, la cual enviudó, y quedando necesitada, la señora, de caridad y por haberla servido, por que no tuviese en la pobreza que tenía que pagar casa, le dio dos aposentos que estaban arrimados al emparedamiento en que la cuitada doña Inés estaba, que nunca habían sido habitados de gente, porque no habían servido sino de guardar cebada. Pues pasada a ellos esta buena viuda, acomodó su cama a la parte que digo, donde estaba doña Inés, la cual, como siempre estaba lamentando su desdicha y llamando a Dios que la socorriese, la otra, que estaba en su cama, como en el sosiego de la noche todo estaba en quietud, oía los ayes y suspiros, y al principio es de creer que entendió era alguna alma de la otra vida. Y tuvo tanto miedo, como estaba sola, que apenas se atrevía a estar allí; tanto, que la obligó a pedir a una hermana suya le diese, para que estuviese con ella, una muchacha de hasta diez años, hija suya, con cuya compañía más alentada asistía más allí, y como se reparase más, y viese que entre los gemidos que doña Inés daba, llamaba a Dios y a la Virgen María, Señora nuestra, juzgó sería alguna persona enferma, que los dolores que padecía la obligaban a quejarse de aquella forma. Y una noche que más atenta estuvo, arrimado al oído a la pared, pudo apercibir que decía quien estaba de la otra parte estas razones:

     _¿Hasta cuándo, poderoso y misericordioso Dios, ha de durar esta triste vida? ¿Cuándo, Señor, darás lugar a la airada muerte que ejecute en mí el golpe de su cruel guadaña, y hasta cuándo estos crueles y carniceros verdugos de mi inocencia les ha de durar el poder de tratarme así?¿Cómo, Señor, permites que te usurpen tu justicia, castigando con su crueldad lo que tú, Señor, no castigarás? Pues cuando tú envías el castigo, es a quien tiene culpa y aun entonces es con piedad; mas estos tiranos castigan en mí lo que no hice, como lo sabes bien tú, que no fui parte en el yerro por que padezco tan crueles tormentos, y el mayor de todos, y que más siento, es carecer de vivir y morir como cristiana, pues ha tanto tiempo que no oigo misa, ni confieso mis pecados, ni recibo tu Santísimo Cuerpo. ¿En qué tierra de moros pudiera estar cautiva que me trataran como me tratan? ¡Ay de mí!, que no deseo salir de aquí por vivir, sino sólo por morir católica y cristianamente, que ya la vida la tengo tan aborrecida, que, si como el triste sustento que me dan, no es por vivir, sino por no morir desesperada.

     Acabó estas razones con tan doloroso llanto, que la que escuchaba, movida a lástima, alzando la voz, para que la oyese, le dijo:

     _Mujer, o quien eres ¿qué tienes o por qué te lamentas tan dolorosamente? Dímelo, por Dios, y si soy parte para sacarte de donde estás, lo haré, aunque aventure y arriesgue la vida.

     _¿Quién eres tú _respondió doña Inés_, que ha permitido Dios que me tengas lástima?

     _Soy _replicó la otra mujer_ una vecina de esta otra parte, que ha poco vivo aquí, y en ese corto tiempo me has ocasionado muchos temores; tantos cuantos ahora compasiones. Y así, dime qué podré hacer, y no me ocultes nada, que yo no excusaré trabajo por sacarte del que padeces.

     _Pues si así es, señora mía _respondió doña Inés_, que no eres de la parte de mis crueles verdugos, no te puedo decir más por ahora, porque temo que me escuchen, sino que soy una triste y desdichada mujer, a quien la crueldad de un hermano, un marido y una cuñada tienen puesta en tal desventura, que aun no tengo lugar de poder extender este triste cuerpo: tan estrecho es en el que estoy, que si no es en pie, o mal sentada, no hay otro descanso, sin otros dolores y desdichas que estoy padeciendo, pues, cuando no la hubiera mayor que la oscuridad en que estoy, bastaba, y esto no ha un día, ni dos, porque aunque aquí no sé cuándo es de día ni de noche, ni domingo, ni sábado, ni pascua, ni año, bien sé que ha una eternidad de tiempo. Y si esto lo padeciera con culpa, ya me consolara. Mas sabe Dios que no la tengo, y lo que temo no es la muerte, que antes la deseo; perder el alma es mi mayor temor, porque muchas veces me da imaginación de con mis propias manos hacer cuerda a mi garganta para acabarme; mas luego considero que es el demonio, y pido ayuda a Dios para librarme de él.

     _¿Qué hiciste que los obligó a tal? _dijo la mujer.

     _Ya te he dicho _dijo doña Inés_ que no tengo culpa; mas son cosas muy largas y no se pueden contar. Ahora lo que has de hacer, si deseas hacerme bien, es irte al Arzobispo o al Asistente y contarle lo que te he dicho, y pedirles vengan a sacarme de aquí antes que muera, siquiera para que haga las obras de cristiana; que te aseguro que está ya tal mi triste cuerpo, que pienso que no viviré mucho, y pídote por Dios que sea luego, que le importa mucho a mi alma.

     _Ahora es de noche _dijo la mujer_; ten paciencia y ofrécele a Dios eso que padeces, que yo te prometo que siendo de día yo haga lo que pides.

     _Dios te lo pague _replicó doña Inés_, que así lo haré, y reposa ahora, que yo procuraré, si puedo, hacer lo mismo, con las esperanzas de que has de ser mi remedio.

     _Después de Dios, créelo así _respondió la buena mujer.

     Y con esto, callaron. Venida la mañana, la viuda bajó a su señora y le contó todo lo que le había pasado, de que la señora se admiró y lastimó, y si bien quisiera aguardar a la noche para hablar ella misma a doña Inés, temiendo el daño que podía recrecer si aquella pobre mujer se muriese así, no lo dilató más, antes mandó poner el coche. Y porque con su autoridad se diese más crédito al caso, se fue ella y la viuda al Arzobispo, dándole cuenta de todo lo que en esta parte se ha dicho, el cual, admirado, avisó al Asistente, y juntos con todos sus ministros, seglares y eclesiásticos, se fueron a la casa de don Francisco y don Alonso, y cercándola por todas partes, porque no se escapasen, entraron dentro y prendieron a los dichos y a la mujer de don Francisco, sin reservar criados ni criadas, y tornadas sus confesiones, éstos no supieron decir nada, porque no lo sabían; mas los traidores hermano y marido y la cruel cuñada, al principio negaban; mas viendo que era por demás, porque el Arzobispo y Asistente venían bien instruidos, confesaron la verdad. Dando la cuñada la llave, subieron donde estaba la desdichada doña Inés, que como sintió tropel de gente, imaginando lo que sería, dio voces. En fin, derribando el tabique, la sacaron.

     Aquí entra ahora la piedad, porque, cuando la encerraron allí, no tenía más de veinte y cuatro años y seis que había estado eran treinta, que era la flor de su edad.

     En primer lugar, aunque tenía los ojos claros, estaba ciega, o de la oscuridad (porque es cosa asentada que si una persona estuviese mucho tiempo sin ver luz, cegaría), o fuese de esto, u de llorar, ella no tenía vista. Sus hermosos cabellos, que cuando entró allí eran como hebras de oro, blancos como la misma nieve, enredados y llenos de animalejos, que de no peinarlos se crían en tanta cantidad, que por encima hervoreaban; el color, de la color de la muerte; tan flaca y consumida, que se le señalaban los huesos, como si el pellejo que estaba encima fuera un delgado cendal; desde los ojos hasta la barba, dos surcos cavados de las lágrimas, que se le escondía en ellos un bramante grueso; los vestidos hechos ceniza, que se le veían las más partes de su cuerpo; descalza de pie y pierna, que de los excrementos de su cuerpo, como no tenía dónde echarlos, no sólo se habían consumido, mas la propia carne comida hasta los muslos de llagas y gusanos, de que estaba lleno el hediondo lugar. No hay más que decir, sino que causó a todos tanta lástima, que lloraban como si fuera hija de cada uno.

     Así como la sacaron, pidió que si estaba allí el señor Arzobispo, la llevasen a él, como fue hecho, habiéndola, por la indecencia que estar desnuda causaba, cubiértola con una capa. En fin, en brazos la llevaron junto a él, y ella echada por el suelo, le besó los pies, y pidió la bendición, contando en sucintas razones toda su desdichada historia, de que se indignó tanto el Asistente, que al punto los mandó a todos tres poner en la cárcel con grillos y cadenas, de suerte que no se viesen los unos a los otros, afeando a la cuñada más que a los otros la crueldad, a lo que ella respondió que hacía lo que la mandaba su marido.

     La señora que dio el aviso, junto con la buena dueña que lo descubrió, que estaban presentes a todo, rompiendo la pared por la parte que estaba doña Inés, por no pasarla por la calle, la llevaron a su casa, y haciendo la noble señora prevenir una regalada cama, puso a Inés en ella, llamando médicos y cirujanos para curarla, haciéndole tomar sustancias, porque era tanta su flaqueza, que temían no se muriese. Mas doña Inés no quiso tomar cosa hasta dar la divina sustancia a su alma, confesando y recibiendo el Santísimo, que le fue luego traído.

     Últimamente, con tanto cuidado miró la señora por ella, que sanó; sólo de la vista, que ésa no fue posible restaurársela. El Asistente sustanció el proceso de los reos, y averiguado todo, los condenó a todos tres a muerte, que fue ejecutada en un cadalso, por ser nobles y caballeros, sin que les valiesen sus dineros para alcanzar perdón, por ser el delito de tal calidad. A doña Inés pusieron, ya sana y restituida a su hermosura, aunque ciega, en un convento con dos criadas que cuidan de su regalo, sustentándose de la gruesa hacienda de su hermano y marido,

donde hoy vive haciendo vida de una santa, afirmándome quien la vio cuando la sacaron de la pared, y después, que es de las más hermosas mujeres que hay en el reino del Andalucía; porque, aunque está ciega, como tiene los ojos claros y hermosos como ella los tenía, no se le echa de ver que no tiene vista.

     Todo este caso es tan verdadero como la misma verdad, que ya digo me le contó quien se halló presente. Ved ahora si puede servir de buen desengaño a las damas, pues si a las inocentes les sucede esto, ¿qué esperan las culpadas? Pues en cuanto a la crueldad para con las desdichadas mujeres, no hay que fiar en hermanos ni maridos, que todos son hombres. Y como dijo el rey don Alonso el Sabio, que el corazón del hombre es bosque de espesura, que nadie le puede hallar senda, donde la crueldad, bestia fiera y indomable, tiene su morada y habitación.

     Este suceso habrá que pasó veinte años, y vive hoy doña Inés, y muchos de los que le vieron y se hallaron en él; que quiso Dios darla sufrimiento y guardarle la vida, porque no muriese allí desesperada, y para que tan rabioso lobo como su hermano, y tan cruel basilisco como su marido, y tan rigurosa leona como su cuñada, ocasionasen ellos mismos su castigo.

     Deseando estaban las damas y caballeros que la discreta Laura diese fin a su desengaño; tan lastimados y enternecidos los tenían los prodigiosos sucesos de la hermosa cuanto desdichada doña Inés, que todos, de oírlos, derramaban ríos de lágrimas de sólo oírlos; y no ponderaban tanto la crueldad del marido como del hermano, pues parecía que no era sangre suya quien tal había permitido; pues cuando doña Inés, de malicia, hubiera cometido el yerro que les obligó a tal castigo, no merecía más que una muerte breve, como se han dado a otras que han pecado de malicia, y no darle tantas y tan dilatadas como le dieron. Y a la que más culpaban era a la cuñada, pues ella, como mujer, pudiera ser más piadosa, estando cierta, como se averiguó, que privada de sentido con el endemoniado encanto había caído en tal yerro. Y la primera que rompió el silencio fue doña Estefanía, que dando un lastimoso suspiro, dijo:

     _¡Ay, divino Esposo mío! Y si vos, todas las veces que os ofendemos, nos castigarais así, ¿qué fuera de nosotros? Mas soy necia en hacer comparación de vos, piadoso Dios, a los esposos del mundo. Jamás me arrepentí cuanto ha que me consagré a vos de ser esposa vuestra; y hoy menos lo hago ni lo haré, pues aunque os agraviase, que a la más mínima lágrima me habéis de perdonar y recibirme con los brazos abiertos.

     Y vuelta a las damas, les dijo:

     _Cierto señoras, que no sé cómo tenéis ánimo para entregaros con nombre de marido a un enemigo, que no sólo se ofende de las obras, sino de los pensamientos; que ni con el bien ni el mal acertáis a darles gusto, y si acaso sois comprendidas en algún delito contra ellos. ¿por qué os fiáis y confiáis de sus disimuladas maldades, que hasta que consiguen su venganza, y es lo seguro, no sosiegan? Con sólo este desengaño que ha dicho Laura, mi tía, podéis quedar bien desengañadas, y concluida la opinión que se sustenta en este sarao, y los caballeros podrán también conocer cuán engañados andan en dar toda la culpa a las mujeres, acumulándolas todos los delitos, flaquezas, crueldades y malos tratos, pues no siempre tienen la culpa. Y es el caso que por la mayor parte las de más aventajada calidad son las más desgraciadas y desvalidas, no sólo en sucederles las desdichas que en los desengaños referidos hemos visto, sino que también las comprenden en la opinión en que tienen a las vulgares. Y es género de pasión o tema de los divinos entendimientos que escriben libros y componen comedias, alcanzándolo todo en seguir la opinión del vulgacho, que en común da la culpa de todos los malos sucesos a las mujeres; pues hay tanto en qué culpar a los hombres, y escribiendo de unos y de otros, hubieran excusado a estas damas el trabajo que han tomado por volver por el honor de las mujeres y defenderlas, viendo que no hay quien las defienda, a desentrañar los casos más ocultos para probar que no son todas las mujeres las malas, ni todos los hombres los buenos.

     _Lo cierto es _replicó don Juan_ que verdaderamente parece que todos hemos dado en el vicio de no decir bien de las mujeres, como en el tomar tabaco, que ya tanto le gasta el ilustre como el plebeyo. Y diciendo mal de los otros que le toman, traen su tabaquera más a mano y en más custodia que el rosario y las horas, como si porque ande en cajas de oro, plata o cristal dejase de ser tabaco, y si preguntan por qué lo toman, dicen que porque se usa. Lo mismo es el culpar a las damas en todo, que llegado a ponderar pregunten al más apasionado por qué dice mal de las mujeres, siendo el más deleitable vergel de cuantos crió la naturaleza, responderá, porque se usa.

     Todos rieron la comparación del tabaco al decir mal de las mujeres, que había hecho don Juan. Y si se mira bien, dijo bien, porque si el vicio del tabaco es el más civil de cuantos hay, bien le comparó al vicio más abominable que puede haber, que es no estimar, alabar y honrar a las damas; a las buenas, por buenas, y a las malas, por las buenas. Pues viendo la hermosa doña Isabel que la linda Matilde se prevenía para pasarse al asiento del desengaño, hizo señal a los músicos que cantaron este romance:

Cuando te mirare Atandra,

no mires, ingrato dueño,

los engaños de sus ojos,

porque me matas con celos.

No esfuerces sus libertades,

que si ve en tus ojos ceño,

tendrá los livianos suyos

en los tuyos escarmiento.

No desdores tu valor

con tan civil pensamiento,

que serás causa que yo

me arrepienta de mi empleo.

Dueño tiene, en él se goce,

si no le salió a contento,

reparara al elegirle,

o su locura o su acierto.

Oblíguete a no admitir

sus livianos devaneos

las lágrimas de mis ojos,

de mi alma los tormentos.

Que si procuro sufrir

las congojas que padezco,

si es posible a mi valor,

no lo es a mi sufrimiento.

¿De qué me sirven, Salicio,

los cuidados con que velo

sin sueño las largas noches,

y los días sin sosiego,

si tú gustas de matarme,

dando a esa tirana el premio,

que me cuesta tantas penas,

que me cuesta tanto sueño?

Hoy, al salir de tu albergue,

mostró con rostro risueño,

tirana de mis favores,

cuánto se alegra en tenerlos.

Si miraras que son míos,

no se los dieras tan presto

cometiste estelionato,

porque vendiste lo ajeno.

Si te viera desabrido,

si te mirara severo,

no te ofreciera, atrevida,

señas de que yo te ofendo.»

Esto cantó una casada

a solas con su instrumento,

viendo en Salicio y Atandra

averiguados los celos.

 

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