«Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros _por otra parte_ que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan abigarradas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas y de varios palacios encantados _un palacio encantado al menos para cada siglo_, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra, pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espaldas a toda naturaleza _por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla_, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundante de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell'arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral. Es preciso, ante estas ciudades, suspender el juicio hasta un día, hasta que repentinamente _o quizá poco a poco aunque esto apenas es creíble_ tome forma una cosa que adivinamos que está presente y que no vemos, hasta que esa sustancia que se arrastra ahora por el suelo se solidifique, hasta que los que ahora ríen tristemente aprendan a mirar cara a cara a un destino mediocre y dejen vacías las grandes construcciones redondas o elípticas de cemento armado para recogerse en la intimidad estrecha de sus casas. H asta que llegue ese día, con el juicio suspendido, nos limitaremos a penetrar en las oscuras tabernas donde asoma sobre las botellas una cabeza de toro disecado con los ojos de vidrio, a pasear hasta muy entrada la madrugada por la calle del Nuncio o de la Bola, donde se tropieza con las raíces cortadas de lo que pudo haber sido una ciudad completamente diferente, a contemplar en una plaza grande el rodar ingenuo de los soldados los domingos mientras los pájaros se suicidan uno a uno en el gran vientre vacío del caballo, a seguir los pasos precipitados como si fuera a alguna parte de una mujer pequeña y nerviosa por la noche, a abrazar a los borrachos que dimiten de la realidad, a contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él, a preguntar a un taxista de ojos amarillos de gato de qué modo es posible hacer una estafa en una tienda de paños, a frecuentar una sala de fiestas hasta que el portero gigante de uniforme verde nos conozca y nos deje pasar sin entrada haciéndonos una mueca cariñosa, a gastar la tarde entera en una cafetería sin que la camarera nos sonría una sola vez, a hacer como que bebemos y beber poco, a hacer como que hablamos y no decir nada, a hacer como que vamos al cine yéndonos al cuarto de la pensión con su colcha roja, a visitar el museo de pinturas con una chica inglesa y comprobar que no sabemos dónde está ninguno de los cuadros que ella conoce, excepto las Meninas, a inventar un nuevo estilo literario y propagarlo durante varias noches en un café hasta quedar completamente confundidos, a iniciar amistades que no nos acompañarán hasta la tumba y amores que no nos durarán hasta la noche, a visitar un baile de estudiantes donde las señoritas entran gratis, a calcular cuántas piedras de mechero vende un enano en una esquina, a descubrir cuántos billetes para el metro vende una mujer con un niño de pecho una mañana de invierno, a adivinar cuál es la ley económica que permite que las cerilleras vendan los pitillos uno a uno y con el producto alimenten suficientemente a sus amantes, a pensar cuál sería la idea loca que echó todos los ciegos a la calle hasta en esos días que la nieve cae endurecida y de noche sólo han salido los que iban al estreno, a intentar imaginar cómo _Dios mío_ vivía todo este pueblo en los que ellos mismos dicen _ellos sabrán por qué_ que fueron los años del hambre.D e este modo podremos llegar a comprender que un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre, que un hombre encuentra en su ciudad no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser, que un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota ajetreadas a su alrededor introduciéndole pedazos de alimento en la boca, extendiéndole pedazos de tela sobre el cuerpo, depositándole artefactos de cuero en torno de sus pies, deslizándole caricias profesionales por la piel, mezclando ante su vista refinadas bebidas tras la barra luciente de un mostrador. Podremos comprender también que la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas repartidas en mil cuerpos, aunque unidas por una misma voluntad de poder merced al cual los vendedores de petardos de grifa, los hampones de las puertas traseras de los conventos, los aprovechadores del puterío generoso, los empresarios de tiovivos sin motor eléctrico, los novilleros que se contratan solamente para las capeas de los pueblos del desierto circundante, los guardacoches, los recogepelotas de los clubs y los infinitos limpiabotas quedan recluidos en una esfera radiante, no lecorbusiera, sino radiante por sí misma, sin necesidad de esfuerzos de orden arquitectónico, radiante por el fulgor del sol y por el resplandor del orden tan graciosa y armónicamente mantenido que el número de delincuentes comunes desciende continuamente en su proceso anual según las más fidedignas estadísticas, que el hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad (para que el hombre no esté nunca perdido), que el hombre puede sufrir o morir pero no perderse en esta ciudad, cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, donde el hombre no puede perderse aunque lo quiera porque mil, diez mil, cien mil pares de ojos lo clasifican y disponen, lo reconocen y abrazan, lo identifican y salvan, le permiten encontrarse cuando más perdido se creía en su lugar natural: en la cárcel, en el orfelinato, en la comisaría, en el manicomio, en el quirófano de urgencia, que el hombre _aquí_ ya no es de pueblo, que ya no pareces de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de pueblo y que más valía que nunca hubieras venido del pueblo porque eres como de pueblo, hombre».(Fragmento de Tiempo de Silencio) |
Algunas reflexiones a cuento de un texto retórico. retórica. f. Arte de bien decir, de embellecer la expresión de los conceptos, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover. (DRA.) Partiré de un tópico para justificar mi referencia a la primera parte de la definición académica (embellecer la expresión de los conceptos...): Tiempo de Silencio significa una importante ruptura con la narrativa dominante en su época, con el llamado realismo social y esa ruptura tiene más que ver con el estilo que con el contenido de la obra. Porque si hay una novela en la cual resulta obvia la denuncia de la miseria total de la España franquista, esa novela es Tiempo de Silencio. A poco de publicarse esta obra, Fernando Morán estableció que Martín Santos novelaba el subdesarrollo desde los supuestos literarios del desarrollo, es decir presentaba la podredumbre de un sistema mediante un derroche de recursos narrativos. De esta manera, el virtuosismo verbal hacía aún más chirriante la miseria económica, política y humana del régimen franquista. Se trata, por tanto, de embellecer la expresión de los conceptos con los que novelistas, dramaturgos y poetas zaherían la misérrima realidad hispana. Parece también evidente que esta riqueza verbal y de recursos narrativos contrasta con la simplicidad del argumento. Escríbase la historia con la técnica de mediados del XIX y poco se diferenciaría de los folletines de Wenceslao Ayguals de Izco; transfórmese en guión radiofónico y haría tanto llorar como los folletines radiados de esos años del hambre en los que se acumulan las amarguras sobre un personaje que será destrozado por el medio. Y esa simplicidad temática también afecta a los personajes novelescos. Se diría que, al igual que en los altares barrocos los santos parecen menguar ante la riqueza ornamental de tanto floripondio, la exuberancia narrativa de Martín Santos empequeñece a sus personajes. Pero también es necesario tener en cuenta que dicha disminución viene marcada por la conclusión a la que nos quiere llevar la novela. Y aquí llegamos a la segunda parte de la definición académica: para deleitar, persuadir o conmover este novelista (como cuantos en el mundo han sido y serán) se mueve por esa trilogía sabiamente establecida por los académicos como suprema ambición artística. Cualquier lector de Tiempo de Silencio, además de sentirse conmovido por esos avatares tan tiernos del protagonista, y deleitado por las exquisiteces verbales, se habrá sentido persuadido por el mensaje, por la tesis reiterada linealmente en la novela: ningún ser se puede desarrollar en un medio claramente hostil, la lucha por la vida es inútil si careces de armas con las que luchar. En definitiva, el medio, Madrid como sinécdoque de la España franquista aliena a todos los individuos, los convierte en un trozo de carne a la cual los verdugos se entretienen en tostar no con la pasión de los verdugos romanos, sino con ese encanallamiento indolente con el que los mediocres y poderosos torquemadas franquistas martirizaban a su pueblo: "estaba en silencio y sólo dijo _la historia sólo recuerda que dijo_ dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado...y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría." Con ello llego al punto que quería desarrollar en estas líneas: sirviéndose de una extraordinaria riqueza de recursos narrativos y mediante lo que el mismo Martín Santos llamaba realismo dialéctico, toda la novela está concebida para , deleitando, transmitir su moraleja: un medio tan alienante como el de la dictadura franquista no sólo oprime al individuo, lo anula en todas sus facetas. Una vez que se entra en él, como en el Infierno cantado por Dante, se pierde toda esperanza, sea esta laboral, erótica, intelectual o de cualquier otra índole. Y en este tiempo de silencio, al individuo sólo le es dado callar y sufrir la tortura tan pacientemente como san Lorenzo. Para pintar este mosaico alegórico, Martín Santos se sirve de una mezcla de narración y ensayo que, aunque aparentemente, no significa algo totalmente original en la narración española en cuanto a la intención, sí lo es en lo que a su tratamiento se refiere. Por no remontarnos a la gloriosa prehistoria del género narrativo en los que los objetivos de "conmover y mover a" resultaban obligados (las fábulas, obras como el Conde Lucanor) en Pío Baroja, Unamuno, Azorín o Pérez de Ayala encontramos importantes ejemplos de discursos argumentativo insertos en la ficción, por no referirnos a autores que construyen sus obras con la clara intención de superar cualquier división académica. De la extensa relación que podría hacerse de novelistas españoles que burlan las fronteras entre ensayo y creación, se me ocurren, por el empleo de diversas técnicas para engarzar el discurso argumentativo en la narración, Max Aub, Juan Goytisolo, Ramón J. Sénder y Andrés Sorel. Tal vez sean Max Aub y Andrés Sorel los autores que más han utilizado en la literatura española contemporánea ese juego calidoscópico entre el discurso aparentemente objetivo del ensayo y el objetivo del narrador. Sorel lo ha hecho más a partir de la voz narrativa de los personajes, en tanto que Max Aub se ha servido de diferentes pretextos para establecer sus análisis, hasta de la voz de un cuervo-narrador. Luis Martín Santos actúa como narrador omnipotente, sin necesidad de intermediarios. En ocasiones, paraliza totalmente la acción novelesca para, dentro de su omnisciencia de autor, introducir discursos que desarrollan sus tesis con unas normas de la oratoria impuestas por el propio autor. Luis Martín Santos no sólo interpreta continuamente las anécdotas novelescas, sino también las normas del discurso retórico. De esta manera, se establece un particular diálogo entre autor y lector, estando ambos a cien años luz de la mediocridad casposa del franquismo e incluso de los personajes y los aconteceres de a novela. Sacrificados monólogo o flujo de conciencia, narración y descripción en aras de esta interpretación animada por el fuego de la retórica, el discurso obedece sólo a las leyes divinas, es decir, de Luis Martín Santos. Aunque resulta evidente que estas leyes se rigen por sus lecturas favoritas, por su experiencia como investigador, por su ideología y militancia política. De ahí que en los discursos netamente argumentativos (como el que presento a continuación) haga uso de su labor de investigador analítico para partir de un método inductivo, de sus recuerdos de lecturas latinas o experimentales para presentar una correspondencia entre el hipérbaton extremo y el absurdo estructural sobre el que se cimienta un régimen absurdo, de su interés por el método de análisis de la realidad propio de la dialéctica marxista... El fragmento que antecede a estas líneas se me antoja no solo es un resumen de la novela, por cuanto en el mismo se fija la tesis principal de la obra (anulación del individuo por un medio alienante), sino un compendio de cómo quería contarnos su historia. Veamos algunas pautas de análisis de este fragmento. * * * S i " un hombre es la imagen de una ciudad" y "una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre", el estudio de espacio urbano resultará indudablemente útil para conocerse a sí mismo. Tal parece ser el razonamiento que lleva a Pedro a abandonar su laboratorio (la torre de marfil en la que vivía de espaldas al mundo) y a iniciar _cual Buda, como Segismundo_ su periplo por el mundo externo. Una odisea muy distinta también de la de los antiguos héroes griegos. Aquí no se trata de saber si el hombre puede triunfar sobre un destino adverso o una venganza insana de los dioses, sino de averiguar si le queda alguna capacidad de elección. O, lo que es lo mismo: ¿Puede el individuo sobrevivir en un medio alienante? La respuesta es negativa. Tanto la ciudad «oficial» como los infernales cubículos de las chabolas acabarán engullendo a sus respectivos moradores: Pedro y la familia del Muecas.En cualquier caso, el insignificante protagonista, deberá ceder su voz narrativa a quien le está dando vida y limitarse a escuchar los apóstrofes que le dirigen al final tildándolo de gañán, de inútil hombre de pueblo que pretende salir de su mediocridad y que, lo que aún es peor, no se resigna a ocupar el papel que le ha sido asignado en este gran teatro del mundo por las jerarquías de un régimen esperpéntico pero todopoderoso. Pedro, personaje, sólo tiene una voz prestada en este tiempo de silencio. Al igual que la voz de su novia queda silenciada por cualquier rapacuartos berrendo en el uniforme gris de policía, la del personaje desaparece cuando llega el narrador y manda callar. Antes de iniciar la descripción de las distintas «vísceras. de la ciudad (la pensión, el café, el prostíbulo, los sótanos de la policía política franquista), Luis Martín-Santos nos ofrece una panorámica generalizada de Madrid. Se trata de un texto argumentativo de carácter inductivo: primero se nos van dando diferentes argumentos y después se llega a la conclusión. Coherente con la vocación investigadora de su protagonista, se parte de los hechos para llegar a los conceptos, se van analizando los datos en un microscopio para, tras haberlos analizado y clasificado, establecer las conclusiones pertinentes. Nos encontramos, pues, con una recreación de las técnicas narrativas del naturalismo, empleadas también por Clarín al diseccionar la ciudad donde se desarrollará La Regenta. Si Clarín o Emilia Pardo Bazán fueron tildados de deterministas, Martín Santos tendría que serlo doblemente. Como habrían de serlo casi todos los escritores de su generación que, desgraciadamente, no podían sino reflejar la influencia de un medio nocivo en la vida de sus personajes por la sencilla razón de que estaban experimentando la agresión de ese medio portador del virus fascista en sus carnes. La ciudad es, pues, encarnación de las bíblicas urbes nefastas de Sodoma o Babilonia, inoculadoras de cuantos males para el cuerpo y el alma puedan imaginarse. Acontece, sin embargo, que esta ciudad es tan absurda que carece de catedral, por lo cual el autor no puede presentamos una panorámica global, a «vista de pájaro y ha de hacerlo desde dentro, como un paseante que observa cuidadosamente el medio y a los individuos que se mueven en el mismo. El caos urbanístico, la muy heterogénea trayectoria de Madrid hasta el año 1949, le son ofrecidos al lector de manera horizontal y sin orden ni concierto aparente, para así agravar la sensación de pandemónium , si bien bajo la amalgama descriptiva subyace un planteamiento dialéctico que guía todo el texto argumentativo. Dividiremos todo el texto en tres bloques:
A) EL MEDIO. LA CIUDAD PROPIAMENTE DICHA Desde «Hay ciudades» hasta «que no tienen catedral». Un largo párrafo construido nada menos que por 25 cláusulas primeras de oración comparativa, cada una de las cuales va precedida por la partícula «tan» hasta llegar a la conclusión: «que no tiene catedral». A su vez, de algunas de estas características derivan otras oraciones (y otras características secundarias de Madrid). De esta manera, Luis Martín Santos no sólo se sirve de la sintaxis para mostramos la realidad de forma analítica, sino fundamentalmente para que el lector tenga la impresión de hallarse metido en un laberinto del que ninguna Ariadna podrá sacarle: el caos aparente de la sintaxis reproduce el caos del Madrid de la posguerra y, por extensión, de España, ya que el análisis peyorativo de Madrid no es sino una metonimia de la España franquista. Lo cual no impide que la acumulación (ciudades tan, tan, tan, tan...)recuerde el procedimiento de la poesía moderna que Leo Spitzer denominó enumeración caótica . La conclusión aparentemente absurda de todo ese conjunto de comparaciones (que no tienen catedral) ha sido interpretada de diferentes maneras. Juan Luis Suárez Granda la relaciona con la intención del autor de señalar el atraso de Madrid con respecto a Europa. Según esta interpretación, Luis Martín Santos estaría siguiendo en este caso a Ortega para establecer que Madrid (y, en consecuencia, España) no pertenece a Europa. España ha elegido la barbarie de las plazas de toros frente a las catedrales góticas europeas. De manera que la conclusión de la extensa argumentación significaría que Madrid (España) no es Europa, sino un lugar semisalvaje donde proliferan espectáculos canallescos como las corridas de toros o las revistas musicales, frente a la grandiosidad de las catedrales góticas con lo que ello implica del desarrollo urbano y de las nuevas clases burguesas. La verdad es que estos argumentos no me convencen demasiado. Y, como no es el momento de entrar en polémica, me limitaré a señalar que, además de la indiscutible ojeriza de Luis Martín hacia Ortega, la relación entre catedrales góticas y pertenencia a la Europa desarrollada me parece una gilipollez. Porque si tal fuese el debilísimo hilo argumental de estas páginas y este texto argumentativo se situase en, por ejemplo, Plasencia, León, Baeza o cualquiera otra ciudad dotada de catedral, habría que concluir que España sí pertenecía, económica y culturalmente, a Europa dado que tan misérrimas ciudades en los años cuarenta sí tenían catedrales. Se me antoja que la conclusión de este dilatado silogismo refleja el absurdo de una ciudad que sigue existiendo a pesar de sus gobernantes y que no es sino otro espejo esperpéntico del esperpento general. Creo que hay tanta lógica en la conclusión de este extenso párrafo como en la relación entre el sanguinario pelele de Tirano banderas y el juego de la ranita o en la otros muchos ejemplos que podrían aducirse para justificar que lo más absurdo del absurdo se encuentra en su propia lógica. En todo caso, y para tratar de agrupar los argumentos que llevarán a la tesis general _carencia de catedral_ distribuiré los elementos urbanos de este primer dédalo en tres grupos, señalando algunos ejemplos: 1. Elementos históricos: - «Tan heroicos en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué». (Alusión al 2 de Mayo y a la Guerra Civil.) - «Prepotentes sobre capitales extranjeras», «oro que puede convertirse en piedra». (capital del Imperio.) - «Tan agitados por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular». (Inquisición.) 2. Elementos geográfico-naturales: - «Edificadas en desiertos». - «Lejanas de mar o de río». - «Favorecidas por un cielo espléndido». - «Vueltas de espaldas a toda naturaleza». 3. Elementos costumbristas: - «Pueblo achulapado». - «Incapaces para hablar su idioma con recta entonación». - «Llenas de tonadilleras y de autores de comedias». - «Abufaradas de autobuses de dos pisos». En este párrafo (como en el resto del texto que estamos comentando, como en toda la novela) el derroche de recursos retóricos es impresionante. El barroquismo de Tiempo de Silencio forma una maraña de figuras enristradas, engarzadas unas en otras, bajo cuyo peso el lector llega a sentirse tan perdido como en mitad de una selva. He aquí algunos ejemplos:
Si a todo ello añadimos los casos de enumeración o paralelismo , los innumerables zeugmas , la anteposición de adverbios en -mente a los adjetivos, tendremos que concluir que Luis Martín Santos se vale de cuantos elementos pone a su disposición la retórica para expresar el carácter monstruoso de la urbe, torbellino que acabará acosando y destruyendo al hombre. B) LOS HABITANTES Y SUS ACTOS. Tras una breve interpolación valorativa del autor («Es preciso... sus casas»), pasamos a las actividades que los habitantes de estas ciudades realizan. La enumeración caótica ahora está formada por una serie de infinitivos, en lugar de los adjetivos de la serie anterior. Todos los infinitivos dependen del mismo verbo que, de esta manera, los impregna de su contenido restrictivo (LIMITARSE A): «NOS LIMITAREMOS a penetrar en las tabernas, ...pasear, ...contemplar una plaza..., abrazar borrachos..., preguntar a un taxista,...» La mayor parte de estas acciones tienen connotaciones pasivas, gratuitas o absurdas. Para reforzar el sentido del absurdo, Luis Martín Santos recurre a imágenes de claras reminiscencias surrealistas: «mientras los pájaros se suicidan uno a uno en el gran vientre vacío del caballo». La fusión entre surrealismo y picaresca produce unos esperpentos finales muy próximos a algunas películas de Buñuel: «A calcular cuántas piedras de mechero vende un enano en una esquina, .. .que fueron los años del hambre.» C) CONCLUSIÓN A PARTIR DE A Y B La tesis recoge el tono sentencioso ya apuntado en la interpolación señalada: el hombre es la imagen de la ciudad y, además, viene determinado por la misma ciudad. El proceso de destrucción del individuo puede parecer lento (uso de gerundios), pero, al final, la ciudad, el monstruo de mil cabezas, habrá triunfado y la piltrafa que fuera hombre será aherrojada en su lugar natural: «En la cárcel, en el orfelinato, en la comisaría en el manicomio, en el quirófano de urgencias...» Pedro, el joven científico que había creído que podría elegir, se verá abocado a un final idéntico al que, premonitoriamente, había anunciado en estas páginas. Zarandeado, acosado por la ciudad, volverá al pueblo, porque «más le valía que nunca hubiera venido del pueblo». También aquí el anacoluto es significativo: de la tercera persona se pasa a la segunda y del registro culto al coloquial: que el hombre _aquí_ ya no es de pueblo, hombre, que cualquiera diría que eres de pueblo y que más valía que nunca hubieses venido al pueblo... La tesis de que la ciudad determina el destino del hombre en general y de Pedro en particular entronca también con la propia investigación del protagonista: ¿Se hereda el cáncer o se contrae por la influencia del medio? Resulta entonces que el texto comentado constituye una especie de síntesis argumental de toda la novela. Pues Pedro, bien acompañado por Amador (su Virgilio en los Infiernos de las chabolas), bien por la efímera e imaginada Beatriz-Dorita, terminará preso de las mismas redes que, en su soberbia de científico, había imaginado tendidas para los demás. La comisaría, el prostíbulo, el quirófano de urgencia -la ciudad, en suma- harán de él otro eunuco a secar al sol mientras se amojama en silencio. (Jesús Felipe Martínez, ensayo publicado en República de las Letras, número 83) PULSA AQUÍ PARA LEER DOS APÓLOGOS DE LUIS MARTÍN SANTOS AQUÍ PARA LEER ARTÍCULOS Y ENSAYOS DE JESÚS FELIPE MARTÍNEZ Y AQUÍ PARA LEEER CRÍTICAS DE LIBROS |