índice

M. José Quintana

Ariadna

A Dafne en sus días

La fuente de la mora encantada

Al armamento de las provincias españolas contra los franceses

Ariadna

¡Nadie me escucha!... ¡Nadie!... El eco sólo,
eterno compañero
de este silencio lóbrego, responde
a mi agudo clamor, y mudamente
mi mal aumenta y mi dolor presente.

¿Y es aquesto verdad? ¿Pudo Teseo
sin mí partir, y pudo
desampararme así? ¡Pecho de bronce,
de todo amor y de piedad desnudo!
¿Qué te hice yo para tan vil huida?
Le vi, le amé; mi corazón, mi vida,
toda yo suya fui, toda... El ingrato,
¿Qué no me debe? Encadenado llega
a la cretense playa,
destinado a morir: su sangre odiosa
al monstruo horrible apacentar debía,
que en la prisión del laberinto erraba.
¿Qué hubiera él sido sin la industria mía?
Entra, combate, vence, y coronado
de nueva gloria se presenta al mundo.
Esto era poco: enfurecida y ciega,
frenética después, mi hogar, mi padre,
todo lo olvido a un tiempo, y me confío
al amable impostor enajenado
con su halago y su amor mi tierno pecho;
¡Falso amor, falso halago! ¿Qué se han hecho
pasión tan viva y perdición tan loca?
Yo lloro aquí desesperada en tanto
que el pérfido se ríe
de mi amor lamentable y de mi llanto.

      Pero no, no es posible
      que tan amantes lazos
      los haga así pedazos
      una argra ingratitud.

                (Levántase exaltada hacia la tienda).

Dame lecho a mi bien. Ahí tú que fuiste
de mi gloria testigo mira ahora
el triste afán que mi interior devora.

¡Así mientras sus labios me halagaban,
y en tanto que sus brazos me ceñían,
ya allá en su pecho las traiciones viles
este lazo fatal me preparaban!
¡Oh unión inconcebible
de perfidia y placer! ¡conque engañoso
puede ser el halago, y la ternura
lleva tras sí maldad y alevosía!
Yo triste, envuelta en la inocencia mía,
al delirio de amor me abandonaba;
tú sabes cuál mi seno palpitaba,
tú viste cuál mi sangre se encendía,
y cómo de su boca engañadora
deleite, amor y perdición bebía.

      Dos ayer éramos,
      y hoy sola y mísera
      me ves llorando
      a par de ti.
      Mira estas lágrimas,
      mírame trémula,
      donde gozando
      me estremecí.
      ¿Qué se hizo el pérfido?
      mi angustia muévate,
      y haz que volando
      torne hacia mí.

Vuelve, adorado fugitivo, vuelve,
yo te perdono. El ardoroso llanto
que ora inunda mi rostro y me le abraza,
enjugarás; reclinaré en tu pecho
mi atormentada frente, y aplicando
tu mano al corazón, verás cuál bate
de anhelo palpitante y de alegría.
Mas ¡oh! mísero y ciego devaneo;
mientras imploro al execrable amigo,
lleva el viento consigo
mi gritar, mi esperanza y mi deseo.

Y esto, ¡oh! dioses, sufrís y va seguro
y contento el perjuro
por medio de la mar, que le consiente
sin abrirse y tragarle. ¡Oh! tú, divino
astro del claro día, sol luciente,
sagrado autor de la familia mía.
Mira el trance terrible a que he venido,
mírame junto al mar volver llorando
la vista a todas partes, y en ninguna
asilo hallar a mi fatal fortuna,
mírame perecer sin un amigo
que dé a mi suerte lamentable lloro.
¿Donde, dónde volverme? ¿A quién imploro?

Muerte, no hay medio, muerte; este es el grito
que por do quiera escucho; ésta la senda
que encuentro abierta a mi infelice suerte.
Brama el mar, silba el viento, y dicen: «Muerte»

Y muerte hallaré yo... Las ondas fieras
que senda amiga al seductor abrieron,
me la darán... ¡Qué horror! Un sudor frío
baña mi triste frente, y el cabello
se eriza... Sí... Las veo;
Las furias del averno me arrebatan
tras de sí a fenecer... Voy desgraciada
víctima del amor... ¡Ah! Si el ingrato
presente ahora a mi dolor se hallara,
quizá al verme llorar también llorara.
¡Más no, mísera! Muere; el mar te espera,
el universo te olvidó, los dioses
airados te miraron
y sobre ti, cuitada, en un momento
el peso de su cólera lanzaron.

  ¡Oh qué triunfo tan bárbaro y fiero!
  avergüénzate, cielo tirano,
  avergüénzate, o dobla inhumano
  mi tormento y tu odioso rencor.

  ¿Dudo? ¿Temo? ¿A qué atiendo? ¿Qué espero?.
  dame ¡oh! mar, en tu seno un abrigo,
  y las ondas escondan conmigo
  mi infortunio, mi oprobio y mi amor.

                                           
(Arrójase al mar).

 

PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS DE TEMA MITOLÓGICO

 

ir al inicio

 

Romance
  A Dafne, en sus días

A aquella airosa andaluza
que en las riberas de Cádiz
es, por lo negra y lo hermosa,
la esposa de los cantares;
a la que en el mar nacida
la embebió el mar de sus sales,
cada ademan una gracia,
cada palabra un donaire;
ve volando, pensamiento,
y al besar los pies de Dafne,
dila que vas en mi nombre
a tributarle homenajes.
Hoy son sus alegres días;
mira cuál todo la aplaude;
menos fuego el sol despide,
más fresco respira el aire.
Los jazmines en guirnaldas
sobre su frente se esparcen;
los claveles en su pecho
dan esencias más süaves.
Y ya que yo, sumergido
en el horror de esta cárcel,
ni aun en pensamiento puedo
alzar la vista a su imagen,
rompe tú aquestas prisiones
y vuela allá a recrearte
en el raudal halagüeño
de su sabroso lenguaje.
Verás andar los amores
como traviesos enjambres,
ya trepando por sus brazos,
ya escondiéndose en su talle,
ya subiendo a su garganta
para de allí despeñarse
a los orbes deliciosos
de su seno palpitante.
Mas cuando tanto atractivo
a tu placer contemplares,
guárdate bien, no te ciegues
y sin remedio te abrases.
Acuérdate que en el mundo
los bienes van con los males,
las rosas tienen espinas
y las auroras celajes.
Vistiola, al nacer, el cielo
de aquella gracia inefable
que embelesa los sentidos
y avasalla libertades.
Los ojos que destinados
al Dios de amor fueron antes,
para que en vez de saetas
los corazones flechase,
a esa homicida se dieron
negros, bellos, centellantes,
a convertir en cenizas
cuanto con ellos alcance.
Y cuentan que Amor entonces
dijo picado a su madre:
«pues esos ojos me ciegan,
yo quiero ciego quedarme.
»Venza ella al sol con sus rayos;
pero también se adelante
en su mudanza a los vientos,
en su inconstancia a los mares».
Y fue así. Las ondas leves
que van de margen en margen,
los céfiros que volando
de flor en flor se distraen,
no más inciertos se miran
en sus dulces juegos, Dafne,
que tú engañosa envenenas
con tus halagos fugaces.
Dime, ¿aún se pinta el agrado
en tu risueño semblante,
y respiran tus miradas
aquella piedad süave
para con ceño y capricho
desvanecerla al instante,
trocar la risa en desvío
y el agasajo en desaires?
Y dime, a los que asesinas
con tan alevosas artes,
¿los obligas aún, crüel,
a consumirse y que callen?
Mas no importa: que padezcan
los que en tu lumbre se abrasen;
que tú, con sólo mirarlos,
harto felices los haces.
Yo también, a no decirme
la razón que ya era tarde,
y a presumir en mis votos
el bello don de agradarte,
te idolatrara, tú fueras
la mayor de mis deidades.
¿Pero quién es el que amando
no anhela porque le amen?
De amigo, pues, con el nombre
fue forzoso contentarme;
pero de aquellos amigos
que en celo y fe son amantes...
Basta, pensamiento; vuelve,
vuelve ya de tu mensaje,
y una sonrisa a lo menos
para consolarme trae.

 

 

ir al inicio

 

LA FUENTE DE LA MORA ENCANTADA

Oye, Silvio, ya del campo
se va a despedir la tarde,
yu no es bien que aquí la noche
con sus sombras nos alcance.
Ya el redil busca el ganado,
ya se retiran las aves,
y en pavoroso silencio
se ven envueltos los valles.
Y tú en tanto embebecido,
sin atender ni escucharme,
las voces con que te llamo
dejas que vayan en balde.
¿Qué haces, Silvio, en esa fuente?
¿Tan presto acaso olvidaste
que los padres nos la vedan,
que la maldicen las madres?
Mira que llega la hora;
huye veloz y no aguardes
a que el encanto se forme,
y que esas ondas te traguen.
¡Vente!... Mas ya no era tiempo:
la fascinadora imagen
reverberaba en las aguas
con sus encantos mortales.
Como ilusión entre sueños,
como vislumbre en los aires
incierta al principio y vaga
se confunde y se deshace;
Hasta que al fin más distinta
en su apacible semblante
de sus galas la hermosura
hace el más vistoso alarde.
La media luna que ardía
cual exhalación radiante
entre las crespas madejas
de sus cabellos suaves,
mostraba su antiguo origen
y el africano carácter
de los que a España trajeron
el alcorán y el alfanje.
Mora bella en sus facciones,
mora bizarra en su traje,
y de labor también mora
la rica alfombra en que yace.
Toda ella encanta y admira,
toda suspende y atrae
embargando los sentidos
y obligando a vasallaje.
Mirábala el pastorcillo,
entre animoso y cobarde,
queriendo a veces huilla
y a veces queriendo hablalle;
mas ni los pies le obedecen
cuando pretende alejarse,
ni acierta a formar palabras
la lengua helada en las fauces.
Sólo la vista le queda,
para mirar, para hartarse
en el hermoso prodigio
que allí contempla delante.
Ella al parecer dormía;
mas de cuando en cuando al aire
unos suspiros exhala
de su seno palpitante,
que en deliciosa ternura
convierten luego y deshacen
el asombro que su vista
causó en el primer instante.
Y abriendo los bellos ojos
tan bellos como falaces,
a él se vuelve, y querellosa
le dice con voz suave:
-«¿Viniste al fin? ¡Qué de siglos,
de esperanzas y de afanes,
me cuestas! ¿Dónde estuviste
que tanto tiempo tardaste?
Mírame aquí encadenada
por la maldición de un padre
a quien dieron las estrellas
su poder para encantarme.
Vive ahí, me dijo irritado,
ten esa fuente por cárcel,
sé rica, pero sin gustos,
sé hermosa, pero sea en balde.
Enciéndante los deseos,
consúmante los pesares,
de noche sólo te muestres
y el que te viere se espante.
Y pena así hasta que encuentres,
si es posible que le halles,
quien ahí osado se arroje
y entre esas ondas te abrace.
Ya otros antes han venido,
que, pasmados al mirarme,
el bien con que les brindaba
se perdieron por cobardes.
No lo seas tú: aquí te esperan
mil delicias celestiales,
que en ese mundo en que vives
jamás se dan ni se saben.
Ven, serás aquí conmigo
mi esposo, mi bien, mi amante;
ven...» y los brazos tendía
como queriendo abrazarle.
A este ademán, no pudiendo
ya el infeliz refrenarse,
en sed de amor abrasado
se arroja al pérfido estanque.
En remolinos las ondas
se alzan, la víctima cae,
y el ¡ay! que exhaló allá dentro
le oyó con horror el valle.

 

PULSA AQUÍ PARA LEER UNA LEYENDA DE BÉCQJUER DE TEMA PARECIDO

 

 

ir al inicio

 

Al armamento de las provincias españolas contra los franceses.

   «Eterna ley del mundo aquesta sea:

que pueblos o cobardes o estragados

que ruede a su placer la tiranía

mas si su atroz porfíao

osa insultar a pechos generosos

donde esfuerzo y virtud tienen asiento,

estréllese al instante,

y de su ruina brote el escarmiento.»

Dijo así Dios: con letras de diamante

su dedo augusto lo escribió en el cielo,

y en torrentes de sangre a la venganza

mandó después que lo anunciase al suelo.

   Hoy lo vuelve a anunciar. En justa pena

de tu vicioso y mísero abandono

en ti su horrible trono

sentó el numen del mal, Francia culpable;

y sacudiendo el cetro abominable,

cuanto sus ojos ven, tanto aniquila.

el genio atroz del insensato Atila,

la furia que el mortífero estandarte

llevaban de Timur, mandan al lado

de tu feroz sultán; ellos le inspiran,

y ya en su orgullo a esclavizar se atreve

cuanto hay del mar de Italia a los desiertos

faltos siempre de vida y siempre yertos,

do reina el polo engendrador de nieve.

   Llega, España, tu vez; al cautiverio

con nefario artificio

tus príncipes arrastra, y en su mano

las riendas de tu imperio

logró tener, y se ostentó tirano.

Ya manda, ya devasta; sus soldados

obedeciendo en torpe vasallaje

al planeta de muerte que los guía,

trocaron en horror el hospedaje,

y la amistad en servidumbre impía.

¿Adónde pues huyeron,

pregunta el orbe estremecido, adónde

la santa paz, la noble confianza

la no violada fe? Vanas deidades,

que solo ya los débiles imploran.

Europa sabe, de escarmiento llena,

que la fuerza es la ley, el Dios que adoran

esos atroces vándalos del Sena.

   Pues bien, la fuerza mande, ella decida;

nadie incline o esta gente fementida

por temor pusilánime la frente;

que nunca el alevoso fue valiente.

 

Alto y feroz rugido

la sed de guerra y la sangrienta saña

anuncia del león; con bronco acento

ensordeciendo el eco en la montaña,

a devorar su presa

las águilas se arrojan por el viento.

Sola la sierpe vil, la sierpe ingrata

al descuidado seno que la abriga

callada llega y ponzoñosa mata.

Las víboras de Alcides

son las que asaltan la adorada cuna

de tu felicidad. Despierta, España,

despierta, ¡ay Dios! Y tus robustos brazos,

haciéndolas pedazos

y esparciendo sus miembros por la tierra,

ostenten el esfuerzo incontrastable

que en tu naciente libertad se encierra.

   Ya se acerca zumbando

el eco grande del clamor guerrero,

hijo de indignación y de osadía.

Asturias fue quien le arrojó primero;

¡honor al pueblo astur! Allí debía

primero resonar. Con igual furia

se alza, y se extiende adonde en fértil riego

del Ebro caudaloso y dulce Turia

Las claras ondas abundancia brotan;

y como en selvas estallante fuego

cuando las alas de Aquilón le azotan,

que de pronto a calmar ni vuelto en lluvia

Júpiter basta, ni los anchos ríos

que oponen su creciente a sus furores;

los ecos libradores

vuelan, cruzan, encienden

los campos olivíferos del Betis,

y de la playa Cántabra hasta Cádiz

el seno azul de la agitada Tetis.

   Álzase España, en fin; con faz airada

hace a Marte señal, y el Dios horrendo

despeña en ella su crujiente carro;

al espantoso estruendo,

al revolver de su terrible espada,

lejos de estremecerse, arde y se agita,

y vuela en pos el español bizarro.

«¡Fuera tiranos!» grita

la muchedumbre inmensa. ¡Oh voz sublime,

eco de vida, manantial de gloria!

Esos ministros de ambición ajena

no te escucharon, no, cuando triunfaban

tan fácilmente en Austerlitz y en Jena;

aquí te oirán y alcanzarás victoria;

aquí te oirán saliendo

de pechos esforzados, varoniles;

y la distancia medirán, gimiendo,

que hombres hay a mercenarios viles.

 

   Fuego noble y sublime, ¿a quién no alcanzas?

Lágrimas de dolor vierte el anciano

porque su débil mano

el acero a blandir ya no es bastante,

lágrimas vierte el ternezuelo infante;

y vosotras también, madres, esposas,

tiernas amantes, ¿qué furor os lleva

en medio de esas huestes sanguinosas?

Otra lucha, otro afán, otros enojos

guardó el destino a vuestros miembros bellos.

deben arder en vuestros negros ojos.

«¿Queréis, responden, darnos por despojos

a esos verdugos? No: con pecho fuerte

lidiando a vuestro lado,

también sabremos arrostrar la muerte.

nosotras vuestra sangre atajaremos;

Nosotras dulce galardón seremos

cuando, de lauro y de floridos lazos

la vencedora frente coronada,

reposo halléis en nuestros tiernos brazos.»

   ¿Y tú callas, Madrid? Tú, la señora

De cien provincias, que cual ley suprema

adoraban tu voz, ¿callas ahora?

¿Adónde están el cetro, la diadema,

la augusta majestad que te adornaba?

«No hay majestad para quien vive esclava.

Ya la espada homicida

en mí sus filos ensayó primero.

allí cayó mi juventud sin vida:

Yo, atada al yugo bárbaro de acero,

exánime suspiro,

y aire de muerte y de opresión respiro.»

   ¡Ah! respira más bien aura de gloria.

¡Oh corona de Iberia! Alza la frente,

tiende la vista; en iris de bonanza

se torna al fin la tempestad sombría.

¿No oyes por el oriente y mediodía

de guerra y de matanza

resonar el clamor? Arde la lucha,

retumba el bronce, los valientes caen,

y el campo, de humor rojo hecho ya un lago,

descubre al mundo el espantoso estrago.

Así sus llanos fértiles Valencia

ostenta, así Bailén, así Moncayo;

y es fama que las víctimas de Mayo

lívidas por el aire aparecían;

que a su alarido horrendo

las francesas falanges se aterraban;

y ellas, su sangre con placer bebiendo,

el ansia de venganza al fin saciaban.

   Genios que acompañáis a la victoria,

volad, y apercibid en vuestras manos

lauros de Salamina y de Platea,

que crecen cuando lloran los tiranos.

De ellos ceñido el vencedor se vea

al acercarse al capitolio íbero:

Ya llega, ¿no le veis? Astro parece

en su carro triunfal, mucho más claro

que tras tormenta el sol. Barred las calles

de ese terror que las yermaba un día;

que el júbilo las pueble y la alegría;

los altos coronad, henchid los valles,

y en vuestra boca el apacible acento,

y en vuestras manos tremolando el lino,

«Salve, exclamad, libertador divino,

salve,» y que en ecos mil lo diga el viento,

y suba resonando al firmamento.

   Suba, y España mande a sus leones

volar rugiendo al alto Pirineo,

y allí alzar el espléndido trofeo,

que diga: «Libertad a las naciones.»

Tal es, ¡oh pueblo grande! ¡Oh pueblo fuerte!

El premio que la suerte

a tu valor magnánimo destina.

Así resiste la robusta encina

al temporal; arrójanse silvando

los fieros huracanes,

en su espantoso vértigo llevando

desolación y ruina; ella resiste.

crece el furor, redoblan su pujanza,

braman, y tiembla en rededor la esfera

¿Qué importa que a la verde cabellera

este ramo y aquel falte, arrancado

del ímpetu del viento, y luego muera?

Ella resiste; la soberbia cima

más hermosa al Olimpo al fin levanta,

y entre tanto meciéndose en sus hojas,

Céfiro alegre la victoria canta.

                                              (Julio de 1808)

Pulsa AQUÍ para leer poemas relacionados con la Guerra de la Independencia

 

ir al inicio

 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL