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Retrato

El hospicio

Caminos

Campos de Soria

A un olmo seco

¿Eres tú, Guadarrama...

Una noche de verano

Soñé que tú me llevabas

Allá, en las tierras altas

Un loco

Un criminal

La tierra de Alvargonzález

Apuntes

La luna, la sombra y el bufón

Luna llena, luna llena...

Parábolas

La saeta

Soledades a un maestro

Cancionas a Guiomar

La primavera ha venido

La muerte del niño herido

El crimen  fue en Granada

¡Madrid, Madrid...

Juan de Mairena (fragmentos)

Antonio Machado

Campos de Castilla (1907-1917)

Retrato

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

_ya conocéis mi torpe aliño indumentario_

  más recibí la flecha que me asignó Cupido,

 y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

 corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

 mas no amo los afeites de la actual cosmética,

  ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

 y el coro de los grillos que cantan a la luna.

 A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

 mi verso, como deja el capitán su espada:

 famosa por la mano viril que la blandiera,

 no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo

_quien habla solo espera hablar a Dios un día_

 mi soliloquio es plática con ese buen amigo

 que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

 A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

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 EL HOSPICIO
Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.

Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de grietados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...

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¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,
la sierra gris y blanca,
la sierra de mis tardes madrileñas
que yo veía en el azul pintada?
Por tus barrancos hondos
y por tus cumbres agrias,
mil Guadarramas y mil soles vienen,
cabalgando conmigo, a tus entrañas.

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Campos de Soria

¡Soria fría, Soria pura,

cabeza de Extremadura,

con su castillo guerrero

arruinado sobre el Duero;

con sus murallas roídas

y su casa denegridas!

¡Muerta ciudad de señores

soldados o cazadores;

de portales con escudos

de cien linajes hidalgos.

y de famélicos galgos,

de galgos flacos y agudos,

que pululan

 por las sórdidas callejas ,

y a la media noche ululan,

cuando graznan las cornejas!

¡Soria fría! La campana

de la Audiencia da la una.

Soria, ciudad castellana,

¡tan bella! bajo la luna.

 

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria,
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!...

He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio:
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.

¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña;
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!

¡Oh, sí! conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita,
me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?
¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!

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A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo

           algunas hojas verdes le han salido.

        ¡El olmo centenario en la colina

que lame el Duero! Un musgo amarillento

         le mancha la corteza blanquecina

al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores

que guardan el camino y la ribera,

habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera

va trepando por él, y en sus entrañas

urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,

con su hacha el leñador, y el carpintero

te convierta en melena de campana,

lanza de carro o yugo de carreta;

antes que rojo en el hogar, mañana,

ardas en alguna mísera caseta,

al borde de un camino;

antes que te descuaje un torbellino

y tronche el soplo de las sierras blancas;

antes que el río hasta la mar te empuje

por valles y barrancas,

olmo, quiero anotar en mi cartera

la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

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 CAMINOS
De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
A solas con mi sombra y con mi pena.
el río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza.
Tiene las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas.
Guadalquivir, como un alfanje roto
y disperso, reluce y espejea.
Lejos, los montes duermen
envueltos en la niebla,
niebla de otoño, maternal; descansan
las rudas moles de su ser de piedra
en esta tibia tarde de noviembre,
tarde piadosa, cárdena y violeta.
El viento ha sacudido
los mustios olmos de la carretera,
levantando en rosados torbellinos
el polvo de la tierra.
La luna esta subiendo
amoratada, jadeante y llena.
Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan,
buscando los dispersos caseríos
del valle y de la sierra.
Caminos de los campos...
¡Ay, ya no puedo caminar con ella!

 

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Una noche de verano
-estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa-
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
-ni siquiera me miró-,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
La muerte otra vez pasó
Delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
Dolido mi corazón.
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!

Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

 

Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero 
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
   ¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.

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 Un loco
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco, hablando a gritos.
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.
El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la ciudad... Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
_rojo de herrumbre y pardo de ceniza_
hay un sueño de lirio en lontananza.
Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
_Carne triste y espíritu villano!_
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.

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 Un criminal
El acusado es pálido y lampiño.
Arde en sus ojos una fosca lumbre,
que repugna a su máscara de niño
y ademán de piadosa mansedumbre.
Conserva del oscuro seminario
el talante modesto y la costumbre
de mirar a la tierra o al breviario.
Devoto de María,
madre de pecadores,
por Burgos bachiller en teología,
presto a tomar las órdenes menores.
Fue su crimen atroz. Hartóse un día
de los textos profanos y divinos,
sintió pesar del tiempo que perdía
enderezando hipérbatons latinos.
Enamoróse de una hermosa niña,
subiósele el amor a la cabeza
como el zumo dorado de la viña,
y despertó su natural fiereza.
En sueños vio a sus padres ?labradores
de mediano caudal? iluminados
del hogar por los rojos resplandores,
los campesinos rostros atezados.
Quiso heredar. ¡Oh guindos y nogales
del huerto familiar, verde y sombrío,
y doradas espigas candeales
que colmarán las trojes del estío!.
Y se acordó del hacha que pendía
en el muro, luciente y afilada,
el hacha fuerte que la leña hacía
de la rama de roble cercenada.
................................................
Frente al reo, los jueces con sus viejos
ropones enlutados;
y una hilera de obscuros entrecejos
y de plebeyos rostros: los jurados.
El abogado defensor perora,
golpeando el pupitre con la mano;
emborrona papel un escribano,
mientras oye el fiscal, indiferente,
el alegato enfático y sonoro,
y repasa los autos judiciales
o, entre sus dedos, de las gafas de oro
acaricia los límpidos cristales.
Dice un ujier: «Va sin remedio al palo».
El joven cuervo la clemencia espera.
Un pueblo, carne de horca, la severa
justicia aguarda que castiga al malo.

 

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LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ

Al poeta Juan Ramón Jiménez

I

Siendo mozo Alvargonzález,

dueño de mediana hacienda,

que en otras tierras se dice

bienestar y aquí, opulencia,

en la feria de Berlanga

prendóse de una doncella,

y la tomó por mujer

al año de conocerla.

Muy ricas las bodas fueron

y quien las vio las recuerda;

sonadas las tornabodas

que hizo Alvar en su aldea;

hubo gaitas, tamboriles,

flauta, bandurria y vihuela,

fuegos a la valenciana

y danza a la aragonesa.

II

Feliz vivió Alvargonzález

en el amor de su tierra.

Naciéronle tres varones,

que en el campo son riqueza,

y, ya crecidos, los puso,

uno a cultivar la huerta,

otro a cuidar los merinos,

y dio el menor a la Iglesia.

III

Mucha sangre de Caín

tiene la gente labriega,

y en el hogar campesino

armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;

tuvo Alvargonzález nueras,

que le trajeron cizaña,

antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos

ve tras la muerte la herencia;

no goza de lo que tiene

por ansia de lo que espera.

El menor, que a los latines

prefería las doncellas

hermosas y no gustaba

de vestir por la cabeza,

colgó la sotana un día

y partió a lejanas tierras.

La madre lloró, y el padre

diole bendición y herencia.

IV

Alvargonzález ya tiene

la adusta frente arrugada,

por la barba le platea

la sombra azul de la cara.

Una mañana de otoño

salió solo de su casa;

no llevaba sus lebreles,

agudos canes de caza;

iba triste y pensativo

por la alameda dorada;

anduvo largo camino

y llegó a una fuente clara.

Echóse en la tierra; puso

sobre una piedra la manta,

y a la vera de la fuente

durmió al arrullo del agua.

 

EL SUEÑO

I

Y Alvargonzález veía,

como Jacob, una escala

que iba de la tierra al cielo,

y oyó una voz que le hablaba.

Mas las hadas hilanderas,

entre las vedijas blancas

y vellones de oro, han puesto

un mechón de negra lana.

II

Tres niños están jugando

a la puerta de su casa;

entre los mayores brinca

un cuervo de negras alas.

La mujer vigila, cose

y, a ratos, sonríe y canta.

—Hijos, ¿qué hacéis? —les pregunta.

Ellos se miran y callan.

—Subid al monte, hijos míos,

y antes que la noche caiga,

con un brazado de estepas

hacedme una buena llama.

III

Sobre el lar de Alvargonzález

está la leña apilada;

el mayor quiere encenderla,

pero no brota la llama.

—Padre, la hoguera no prende,

está la estepa mojada.

Su hermano viene a ayudarle

y arroja astillas y ramas

sobre los troncos de roble;

pero el rescoldo se apaga.

Acude el menor, y enciende,

bajo la negra campana

de la cocina, una hoguera

que alumbra toda la casa.

que alumbra toda la casa.

IV

Alvargonzález levanta

en brazos al más pequeño

y en sus rodillas lo sienta;

—Tus manos hacen el fuego;

aunque el último naciste

tú eres en mi amor primero.

Los dos mayores se alejan

por los rincones del sueño.

Entre los dos fugitivos

reluce un hacha de hierro.

AQUELLA TARDE...

I

Sobre los campos desnudos,

la luna llena manchada

de un arrebol purpurino,

enorme globo, asomaba.

Los hijos de Alvargonzález

silenciosos caminaban,

y han visto al padre dormido

junto de la fuente clara.

II

Tiene el padre entre las cejas

un ceño que le aborrasca

el rostro, un tachón sombrío

como la huella de un hacha.

Soñando está con sus hijos,

que sus hijos lo apuñalan;

y cuando despierta mira

que es cierto lo que soñaba.

III

A la vera de la fuente

quedó Alvargonzález muerto.

Tiene cuatro puñaladas

entre el costado y el pecho,

por donde la sangre brota,

más un hachazo en el cuello.

Cuenta la hazaña del campo

el agua clara corriendo,

mientras los dos asesinos

huyen hacia los hayedos.

Hasta la Laguna Negra,

bajo las fuentes del Duero,

llevan el muerto, dejando

detrás un rastro sangriento,

y en la laguna sin fondo,

que guarda bien los secretos,

con una piedra amarrada

a los pies, tumba le dieron.

IV

Se encontró junto a la fuente

la manta de Alvargonzález,

y, camino del hayedo,

se vio un reguero de sangre.

Nadie de la aldea ha osado

a la laguna acercarse,

y el sondarla inútil fuera,

que es la laguna insondable.

Un buhonero, que cruzaba

aquellas tierras errante,

fue en Dauria acusado, preso

y muerto en garrote infame.

V

Pasados algunos meses,

la madre murió de pena.

Los que muerta la encontraron

dicen que las manos yertas

sobre su rostro tenía,

oculto el rostro con ellas.

VI

Los hijos de Alvargonzález

ya tienen majada y huerta,

campos de trigo y centeno

y prados de fina hierba;

en el olmo viejo, hendido

por el rayo, la colmena,

dos yuntas para el arado,

un mastín y mil ovejas.

OTROS DÍAS

I

Ya están las zarzas floridas

y los ciruelos blanquean;

ya las abejas doradas

liban para sus colmenas,

y en los nidos, que coronan

las torres de las iglesias,

asoman los garabatos

ganchudos de las cigüeñas.

Ya los olmos del camino

y chopos de las riberas

de los arroyos, que buscan

al padre Duero, verdean.

El cielo está azul, los montes

sin nieve son de violeta.

La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza;

muerto está quien la ha labrado,

mas no le cubre la tierra.

II

La hermosa tierra de España

adusta, fina y guerrera

Castilla, de largos ríos,

tiene un puñado de sierras

entre Soria y Burgos como

reductos de fortaleza,

como yelmos crestonados,

y Urbión es una cimera.

III

Los hijos de Alvargonzález,

por una empinada senda,

para tomar el camino

de Salduero a Covaleda,

cabalgan en pardas mulas,

bajo el pinar de Vinuesa.

Van en busca de ganado

con que volver a su aldea,

y por tierra de pinares

larga jornada comienzan.

Van Duero arriba, dejando

atrás los arcos de piedra

del puente y el caserío

de la ociosa y opulenta

villa de indianos. El río.

al fondo del valle, suena,

y de las cabalgaduras

los cascos baten las piedras.

A la otra orilla del Duero

canta una voz lastimera:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra.»

IV

Llegados son a un paraje

en donde el pinar se espesa,

y el mayor, que abre la marcha,

su parda mula espolea,

diciendo: —Démonos prisa;

porque son más de dos leguas

de pinar y hay que apurarlas

antes que la noche venga.

Dos hijos del campo, hechos

a quebradas y asperezas,

porque recuerdan un día

la tarde en el monte tiemblan.

Allá en lo espeso del bosque

otra vez la copla suena:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

V

Desde Salduero el camino

va al hilo de la ribera;

va al hilo de la ribera;

a ambas márgenes del río

el pinar crece y se eleva,

y las rocas se aborrascan,

al par que el valle se estrecha.

Los fuertes pinos del bosque

con sus copas gigantescas

y sus desnudas raíces

amarradas a las piedras;

los de troncos plateados

cuyas frondas azulean,

pinos jóvenes; los viejos,

cubiertos de blanca lepra,

musgos y líquenes canos

que el grueso tronco rodean,

colman el valle y se pierden

rebasando ambas laderas

Juan, el mayor, dice: —Hermano,

si Blas Antonio apacienta

cerca de Urbión su vacada,

largo camino nos queda.

—Cuando hacia Urbión alarguemos

se puede acortar de vuelta,

tomando por el atajo,

hacia la Laguna Negra

y bajando por el puerto

de Santa Inés a Vinuesa.

—Mala tierra y peor camino.

Te juro que no quisiera

verlos otra vez. Cerremos

los tratos en Covaleda;

hagamos noche y, al alba,

volvámonos a la aldea

por este valle, que, a veces,

quien piensa atajar rodea.

Cerca del río cabalgan

los hermanos, y contemplan

cómo el bosque centenario,

al par que avanzan, aumenta,

y la roqueda del monte

el horizonte les cierra.

El agua, que va saltando,

parece que canta o cuenta:

«La tierra de Alvargonzález

se colmará de riqueza,

y el que la tierra ha labrado

no duerme bajo la tierra».

CASTIGO

I

Aunque la codicia tiene

redil que encierre la oveja,

trojes que guarden el trigo,

bolsas para la moneda,

y garras, no tiene manos

que sepan labrar la tierra.

Así, a un año de abundancia

siguió un año de pobreza.

II

En los sembrados crecieron

las amapolas sangrientas;

pudrió el tizón las espigas

de trigales y de avenas;

hielos tardíos mataron

en flor la fruta en la huerta,

y una mala hechicería

hizo enfermar las ovejas.

A los dos Alvargonzález

maldijo Dios en sus tierras,

y al año pobre siguieron

largos años de miseria.

III

Es una noche de invierno.

Cae la nieve en remolinos.

Los Alvargonzález velan

un fuego casi extinguido.

El pensamiento amarrado

tienen a un recuerdo mismo,

y en las ascuas mortecinas

del hogar los ojos fijos.

No tienen leña ni sueño.

Larga es la noche y el frío

arrecia. Un candil humea

en el muro ennegrecido.

El aire agita la llama,

que pone un fulgor rojizo

sobre las dos pensativas

testas de los asesinos.

El mayor de Alvargonzález,

lanzando un ronco suspiro,

rompe el silencio, exclamando:

—Hermano, ¡qué mal hicimos!

El viento la puerta bate

hace temblar el postigo,

y suena en la chimenea

con hueco y largo bramido.

Después, el silencio vuelve,

y a intervalos el pabilo

del candil chisporrotea

en el aire aterecido.

El segundo dijo: —Hermano,

¡demos lo viejo al olvido!

EL VIAJERO

I

Es una noche de invierno.

Azota el viento las ramas

de los álamos. La nieve

ha puesto la tierra blanca.

Bajo la nevada, un hombre

por el camino cabalga;

va cubierto hasta los ojos,

embozado en negra capa.

embozado en negra capa.

Entrado en la aldea, busca

de Alvargonzález la casa,

y ante su puerta llegado,

sin echar pie a tierra, llama.

II

Los dos hermanos oyeron

una aldabada a la puerta,

y de una cabalgadura

los cascos sobre las piedras.

Ambos los ojos alzaron

llenos de espanto y sorpresa.

—¿Quién es? Responda —gritaron.

—Miguel —respondieron fuera.

Era la voz del viajero

que partió a lejanas tierras.

III

Abierto el portón, entróse

a caballo el caballero

y echó pie a tierra. Venía

todo de nieve cubierto.

En brazos de sus hermanos

lloró algún rato en silencio.

Después dio el caballo al uno,

al otro, capa y sombrero,

y en la estancia campesina

buscó el arrimo del fuego.

IV

El menor de los hermanos,

que niño y aventurero

fue más allá de los mares

y hoy torna indiano opulento,

vestía con negro traje

de peludo terciopelo,

ajustado a la cintura

por ancho cinto de cuero.

Gruesa cadena formaba

un bucle de oro en su pecho.

Era un hombre alto y robusto,

con ojos grandes y negros

llenos de melancolía;

la tez de color moreno,

y sobre la frente comba

enmarañados cabellos;

el hijo que saca porte

señor de padre labriego,

a quien fortuna le debe

amor, poder y dinero.

De los tres Alvargonzález

era Miguel el más bello;

porque al mayor afeaba

el muy poblado entrecejo

bajo la frente mezquina,

y al segundo, los inquietos

ojos que mirar no saben

ojos que mirar no saben

de frente, torvos y fieros.

V

Los tres hermanos contemplan

el triste hogar en silencio;

y con la noche cerrada

arrecia el frío y el viento.

—Hermanos, ¿no tenéis leña?

—dice Miguel.

—No tenemos

—responde el mayor.

Un hombre,

milagrosamente, ha abierto

la gruesa puerta cerrada

con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene

el rostro del padre muerto.

Un halo de luz dorada

orla sus blancos cabellos.

Lleva un haz de leña al hombro

y empuña un hacha de hierro.

EL INDIANO

I

De aquellos campos malditos,

Miguel a sus dos hermanos

compró una parte, que mucho

caudal de América trajo,

y aun en tierra mala, el oro

luce mejor que enterrado,

y más en mano de pobres

que oculto en orza de barro.

Diose a trabajar la tierra

con fe y tesón el indiano,

y a laborar los mayores

sus pegujales tornaron.

Ya con macizas espigas,

preñadas de rubios granos,

a los campos de Miguel

tornó el fecundo verano;

y ya de aldea en aldea

se cuenta como un milagro,

que los asesinos tienen

la maldición en sus campos.

Ya el pueblo canta una copla

que narra el crimen pasado:

«A la orilla de la fuente

lo asesinaron.

¡qué mala muerte le dieron

los hijos malos!

En la laguna sin fondo

al padre muerto arrojaron.

No duerme bajo la tierra

el que la tierra ha labrado».

II

Miguel, con sus dos lebreles

y armado de su escopeta,

hacia el azul de los montes,

en una tarde serena,

caminaba entre los verdes

chopos de la carretera,

y oyó una voz que cantaba:

«No tiene tumba en la tierra.

Entre los pinos del valle

del Revinuesa,

al padre muerto llevaron

hasta la Laguna Negra».

LA CASA

I

La casa de Alvargonzález

era una casona vieja,

con cuatro estrechas ventanas,

separada de la aldea

cien pasos y entre dos olmos

que, gigantes centinelas,

sombra le dan en verano,

y en el otoño hojas secas.

Es casa de labradores,

gente aunque rica plebeya,

donde el hogar humeante

con sus escaños de piedra

se ve sin entrar, si tiene

abierta al campo la puerta.

Al arrimo del rescoldo

del hogar borbollonean

dos pucherillos de barro,

que a dos familias sustentan.

A diestra mano, la cuadra

y el corral; a la siniestra,

huerto y abejar, y, al fondo,

una gastada escalera,

que va a las habitaciones

partidas en dos viviendas.

Los Alvargonzález moran

con sus mujeres en ellas.

A ambas parejas que hubieron,

sin que lograrse pudieran,

dos hijos, sobrado espacio

les da la casa paterna.

En una estancia que tiene

luz al huerto, hay una mesa

con gruesa tabla de roble,

dos sillones de vaqueta,

colgado en el muro, un negro

ábaco de enormes cuentas,

y unas espuelas mohosas

sobre un arcón de madera.

Era una estancia olvidada

donde hoy Miguel se aposenta.

Y era allí donde los padres

veían en primavera

el huerto en flor, y en el cielo

el huerto en flor, y en el cielo

de mayo, azul, la cigüeña

—cuando las rosas se abren

y los zarzales blanquean—

que enseñaba a sus hijuelos

a usar de las alas lentas.

Y en las noches del verano,

cuando la calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

Fue allí donde Alvargonzález,

del orgullo de su huerta

y del amor a los suyos,

sacó sueños de grandeza.

Cuando en brazos de la madre

vio la figura risueña

del primer hijo, bruñida

de rubio sol la cabeza,

del niño que levantaba

las codiciosas, pequeñas

manos a las rojas guindas

y a las moradas ciruelas,

o aquella tarde de otoño,

dorada, plácida y buena,

él pensó que ser podría

feliz el hombre en la tierra.

Hoy canta el pueblo una copla

que va de aldea en aldea:

«¡Oh casa de Alvargonzález,

qué malos días te esperan;

casa de los asesinos,

que nadie llame a tu puerta!»

II

Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

Las últimas golondrinas,

que no emprendieron la marcha,

morirán, y las cigüeñas

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron.

Sobre la casa

de Alvargonzález, los olmos

sus hojas que el viento arranca

van dejando. Todavía

las tres redondas acacias,

en el atrio de la iglesia,

conservan verdes sus ramas,

y las castañas de Indias

a intervalos se desgajan

cubiertas de sus erizos;

tiene el rosal rosas grana

otra vez, y en las praderas

brilla la alegre otoñada.

En laderas y en alcores,

en ribazos y en cañadas,

el verde nuevo y la hierba,

el verde nuevo y la hierba,

aún del estío quemada,

alternan; los serrijones

pelados, las lomas calvas,

se coronan de plomizas

nubes apelotonadas;

y bajo el pinar gigante,

entre las marchitas zarzas

y amarillentos helechos,

corren las crecidas aguas

a engrosar el padre río

por canchales y barrancas.

Abunda en la tierra un gris

de plomo y azul de plata,

con manchas de roja herrumbre,

todo envuelto en luz violada.

¡Oh tierras de Alvargonzález,

en el corazón de España,

tierras pobres, tierras tristes,

tan tristes que tienen alma!

Páramo que cruza el lobo

aullando a la luna clara

de bosque a bosque, baldíos

llenos de peñas rodadas,

donde roída de buitres

brilla una osamenta blanca;

pobres campos solitarios

sin caminos ni posadas,

¡oh pobres campos malditos,

pobres campos de mi patria!

LA TIERRA

I

Una mañana de otoño,

cuando la tierra se labra,

Juan y el indiano aparejan

las dos yuntas de la casa.

Martín se quedó en el huerto

arrancando hierbas malas.

II

Una mañana de otoño,

cuando los campos se aran,

sobre un otero, que tiene

el cielo de la mañana

por fondo, la parda yunta

de Juan lentamente avanza.

Cardos, lampazos y abrojos,

avena loca y cizaña,

llenan la tierra maldita,

tenaz a pico y a escarda.

Del corvo arado de roble

la hundida reja trabaja

con vano esfuerzo; parece,

que al par que hiende la entraña

del campo y hace camino

se cierra otra vez la zanja.

«Cuando el asesino labre

será su labor pesada;

antes que un surco en la tierra,

tendrá una arruga en su cara».

III

Martín, que estaba en la huerta

cavando, sobre su azada

quedó apoyado un momento;

frío sudor le bañaba

el rostro.

Por el Oriente,

la luna llena, manchada

de un arrebol purpurino,

lucía tras de la tapia

del huerto.

Martín tenía

la sangre de horror helada.

La azada que hundió en la tierra

teñida de sangre estaba.

IV

En la tierra en que ha nacido

supo afincar el indiano;

por mujer a una doncella

rica y hermosa ha tomado.

La hacienda de Alvargonzález

ya es suya, que sus hermanos

todo le vendieron: casa,

huerto, colmenar y campo.

LOS ASESINOS

I

Juan y Martín, los mayores

de Alvargonzález, un día

pesada marcha emprendieron

con el alba, Duero arriba.

La estrella de la mañana

en el alto azul ardía.

Se iba tiñendo de rosa

la espesa y blanca neblina

de los valles y barrancos,

y algunas nubes plomizas

a Urbión, donde el Duero nace,

como un turbante ponían.

Se acercaban a la fuente.

El agua clara corría,

sonando cual si contara

una vieja historia, dicha

mil veces y que tuviera

mil veces que repetirla.

Agua que corre en el campo

dice en su monotonía:

Yo sé el crimen, ¿no es un crimen,

cerca del agua, la vida?

Al pasar los dos hermanos

relataba el agua limpia:

relataba el agua limpia:

«A la vera de la fuente

Alvargonzález dormía».

II

—Anoche, cuando volvía

a casa— Juan a su hermano

dijo—, a la luz de la luna

era la huerta un milagro.

Lejos, entre los rosales,

divisé un hombre inclinado

hacia la tierra; brillaba

una hoz de plata en su mano

Después irguióse y, volviendo

el rostro, dio algunos pasos

por el huerto, sin mirarme,

y a poco lo vi encorvado

otra vez sobre la tierra.

Tenía el cabello blanco.

La luz llena brillaba,

y era la huerta un milagro.

III

Pasado habían el puerto

de Santa Inés, ya mediada

la tarde, una tarde triste

de noviembre, fría y parda.

Hacia la Laguna Negra

silenciosos caminaban.

IV

Cuando la tarde caía,

entre las vetustas hayas,

y los pinos centenarios,

un rojo sol se filtraba.

Era un paraje de bosque

y peñas aborrascadas;

aquí bocas que bostezan

o monstruos de tierras garras;

allí una informe joroba,

allá una grotesca panza,

torvos hocicos de fieras

y dentaduras melladas,

rocas y rocas, y troncos

y troncos, ramas y ramas.

En el hondón del barranco

la noche, el miedo y el agua.

V

Un lobo surgió, sus ojos

lucían como dos ascuas.

Era la noche, una noche

húmeda, oscura y cerrada.

Los dos hermanos quisieron

volver. La selva ululaba.

Cien ojos fieros ardían

en la selva, a sus espaldas.

en la selva, a sus espaldas.

VI

Llegaron los asesinos

hasta la Laguna Negra,

agua transparente y muda

que enorme muro de piedra,

donde los buitres anidan

y el eco duerme, rodea;

agua clara donde beben

las águilas de la sierra,

donde el jabalí del monte

y el ciervo y el corzo abrevan;

agua pura y silenciosa

que copia cosas eternas;

agua impasible que guarda

en su seno las estrellas.

¡Padre!, gritaron; al fondo

de la laguna serena

cayeron, y el eco ¡padre!

repitió de peña en peña.

 

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(Nuevas canciones (1917-1930)

(Apuntes)

I

Desde mi ventana ,

¡campo de Baeza

a la luna clara!

¡Montes de Cazorla,

Aznaitín y Mágina!

¡De luna de piedra

también los cachorros

de Sierra Morena!

II

Sobre  el olivar,

se vio la lechuza

volar y volar.

Campo, campo, campo.

Entre los olivos,

los cortijos blancos.

Y la encina negra

a medio camino

de Úbeda a Baeza.

III

Por un ventanal,

entró la lechuza

en la catedral.

San Cristobalón

la quiso espantar

al ver que bebía

el velón de aceite

de Santa María.

La Virgen habló:

Déjala que beba,

San Cristobalón.

 

IV

Sobre el olivar

se vio la lechuza

volar y volar.

A Santa María

un ramito verde

volando traía.

¡Campo de Baeza,

soñaré contigo

cuando no te vea!

V

Dondequiera vaya,

José de Mairena

lleva su guitarra.

Su guitarra lleva,

cuando va a caballo,

a la bandolera.

Y lleva el caballo

con la rienda corta,

la cerviz en alto.

 

VI

¡Pardos borriquillos

de ramos cargados,

entre los olivos!

 

VII

¡Tus sendas de cabras

y sus madroñeras,

Córdoba serrana!

 

VIII

¡La del Romancero,

Córdoba la llana!...

Guadalquivir hace vega,

el campo relincha y brama.

 

IX

Los olivos grises,

los caminos blancos.

El sol ha sorbido

la color del campo

y hasta tu recuerdo

me lo va sacando

este alma de polvo

de los días malos.

 

 

 

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(La luna, la sombra y el bufón)

I

Fuera, la luna platea
cúpulas, torres, tejados;
dentro, mi sombra pasea
por los muros encalados.
Con esta luna parece
que hasta la sombra envejece.
Ahorremos la serenata
de una cenestesia ingrata,
y una vejez intranquila,
y una luna de hojalata.
Cierra tu balcón, Lucila.

II

Se pinta panza y joroba
en la pared de mi alcoba.
Canta el bufón:
¡Qué bien van,
en un rostro de cartón,
unas barbas de azafrán!
Lucila, cierra el balcón.

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¡Luna llena, luna llena

tan oronda, tan redonda

en esta noche serena

de marzo, panal de luz

que labran blancas abejas!

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PARÁBOLAS
Era un niño que soñaba
con un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía ...
¡Ahora no te escaparás!
Apenas lo hubo cogido,
el niño se despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!
Quedose el niño muy serio
pensando que no es verdad
un caballito soñado.
Y ya no volvió a soñar.
Pero el niño se hizo mozo
y el mozo tuvo un amor,
y a su amada le decía:
¿Tú eres de verdad o no?
Cuando el mozo se hizo viejo
pensaba: Todo es soñar,
el caballito soñado
y el caballo de verdad.
Y cuando vino la muerte,
el viejo a su corazón
preguntaba: ¿Tú eres sueño?
¡Quién sabe si despertó!

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La saeta
                                                                                                        
¿Quién me presta una escalera
                                                                                                              para subir al madero
                                                                                                                  para quitarle los clavos
                                                                                                               a Jesús el Nazareno?

                                                                                                       
SAETA POPULAR

¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía
que echa flores
al Jesús de la agonía
y es la fe de mis mayores!
!Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a este Jesús del madero
sino al que anduvo en el mar!

PINCHA EN CADA AUTOR PARA LEER UN POEMA A CRISTO CRUCIFICADO:

anónimo

Miguel de Unamuno

José Bergamín

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Soledades a un maestro

 I

No es profesor de energía

Francisco de Icaza,

sino de melancolía.

 II

De su raza vieja

tiene la palabra corta,

honda la sentencia.

 III

Como el olivar,

mucho fruto lleva

poca sombra da

 IV

En su claro verso

se canta y medita

sin grito ni ceño.

 V

Y en perfecto rimo

_así a la vera del agua

el doble chopo del río_.

 VI

Sus cantares llevan

agua de remanso,

que parece quieta.

y que no lo está;

más no tiene prisa

por ir a la mar.

VII

Tienen sus canciones

aromas y acíbar

de viejos amores.

 Y del indio sol

madurez de fruta

de rico sabor

 VIII

Francisco de Icaza,

de la España vieja,

y de Nueva España,

que en áureo centén

se graben tu lira

y tu perfil de virrey.

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Canciones a Guiomar
I
No sabía
si era un limón amarillo
lo que tu mano tenía,
o un hilo del claro día,
Guiomar, en dorado ovillo.
Tu boca me sonreía.
Yo pregunté: ¿qué me ofreces?
¿Tiempo en fruto, que tu mano
eligió entre madureces
de tu huerta?
¿Tiempo vano
de una bella tarde yerta?
¿Dorada ausencia encantada?
¿Copia en el agua dormida?
¿De monte en monte encendida,
la alborada
verdadera?
¿Rompe en sus turbios espejos
amor la devanadera
de sus crepúsculos viejos?

II
En un jardín te he soñado,
alto, Guiomar, sobre el río,
jardín de un tiempo cerrado
con verjas de hierro río.
Un ave insólita canta
en el almez, dulcemente,
junto al agua viva y santa,
toda sed y toda fuente.
En ese jardín Guiomar,
el mutuo jardín que inventan
dos corazones al par,
se funden y complementan
nuestras horas. Los racimos
de un sueño _juntos estamos_
en limpia copa exprimimos,
y el doble cuento olvidamos.
(Uno: mujer y varón,
aunque gacela y león,
llegan juntos a beber.
El otro: no puede ser
amor de tanta fortuna:
dos soledades en una
ni aun de varón y mujer).

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La primavera ha venido

del brazo de un capitán.

Cantad, niñas, en corro:

¡Viva Fermín Galán!

¡La primavera ha venido

y don Alfonso se va!

Muchos duques le acompañan

hasta cerca de la mar.

Las cigüeñas de las torres

quisieran verlo embarcar.

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La muerte del niño herido

Otra vez en la noche...Es el martillo

de la fiebre en las sienes vendadas

del niño. _Madre, ¡el pájaro amarillo!

¡Las mariposas negras y moradas!

_Duerme, hijo mío_. Y la manta oprime

la madre junto al lecho. _¡Oh, flor de fuego1

¿quién ha de helarte, flor de sangre, dime?

hay en la pobre alcoba olor de espliego;

fuera, la oronda luna que blanquea

cúpula y torre de la ciudad sombría.

Invisible avión moscordonea.

_¿Duermes, oh dulce flor del alma mía?

El cristal del balcón repiquetea.

_Oh, fría, fría, fría, fría!

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El crimen fue en Granada

A Federico García Lorca

Se le vio caminando entre fusiles,

por una calle larga,

salir al campo frío,

aún con estrellas, de la madrugada.

mataron a Federico

cuando la luz asomaba.

El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara.

Todos cerraron los ojos;

rezaron: ¡ni Dios te salva!

Muerto cayó Federico

_sangre en el frente y plomo en las entrañas_

...Que fue en Granada el crimen,

sabed  _¡pobre Granada!_, en su Granada.

 

 

 

 

 

"¡Madrid, Madrid! ¡Que bien tu nombre suena!"

 

 

¡Madrid, Madrid! ¡Qué bien tu nombre suena,

rompeolas de todas las Españas!

La tierra se desgarra, el cielo truena,

tú sonríes con plomo en las entrañas!

 

 

 

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(JUAN DE MAIRENA, SENTENCIAS, DONAIRES, APUNTES Y RECUERDOS DE UN PROFESOR APÓCRIFO,  1934-1936)

HABLA JUAN DE MAIRENA A SUS ALUMNOS

_ Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: "Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa":

El alumno escribe lo que se le dicta.

_Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.

El alumno, después de meditar, escribe: "Lo que pasa en la calle".

Mairena: _ No está mal.

*  *  *

LA PEDAGOGÍA, SEGÚN JUAN DE MAIRENA EN 1940

_ Señor Gonzálvez.

_ Presente

_ Respóndame sin titubear. ¿Se puede comer judías con tomate? (El maestro mira atentamente su reloj)

_ ¡Claro que sí!

_¿Y tomate con judías?

_ También

_ ¿Y judíos con tomate?

_ Eso ... no estaría bien.

_ ¡Claro! Sería un caso de antropofagia. Pero siempre se podría comer tomate con judíos. ¿No es cierto?

_ Eso...

_ Reflexione un momento.

_ Eso, no

El chico no ha comprendido la pregunta.

_Que me traigan una cabeza de burro para este niño

*   *   *

Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Decía mi maestro Abel Martín _habla Mairena a sus discípulos de Sofística_ que un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado. Bromas aparte _añadía_, reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.

Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan _que os la impongan_ vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara.

*   *   *

Cuando leemos en los periódicos noticias de esas grandes batallas en que mueren miles y miles de hombres, ¿cómo podemos dormir aquella noche? Dormimos, sin embargo, y nos despertamos pensando en otra cosa ¡Y es que tenemos tan poca imaginación! Porque si vemos un perro _no ya un hombre_ que muere a nuestro lado, somos capaces de llorarle; nuestra simpatía y nuestra piedad le acompañan. Pero también para nosotros, como para Galileo, naturaleza está escrita en lengua matemática, que es la lengua de nuestro pensamiento; y la tragedia pensada, puramente aritmética, no puede convencernos. ¿Necesitamos plañideras contra las guerras que se avecinan; madres desmelenadas, con sus niños en brazos gritando: "No más guerras"? Acaso tampoco serviría de mucho. Porque no faltaría una voz imperativa, que no sería la de Sócrates, para mandar callar a esas mujeres: "Silencio, porque van a hablar los cañones".

* * *

Ejercicios de sofística, por Juan de Mairena

La serie de los números pares es justamente la mitad de la serie total de los números.

La serie de los números impares es exactamente la otra mitad.

La serie de los pares y la serie de los impares son ambas infinitas.

La serie total de los números es también infinita.

¿Será, entonces, doblemente infinita que la serie de los pares y la serie de los impares?

Sería absurdo pensarlo, porque el concepto de infinito no admite ni más ni menos.

¿Entonces, las partes _ las serie par e impar_ serán iguales al todo?

_Átenme Vds.  esa mosca por el rabo, y díganme en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.

Mairena gustaba de hacer razonar en prosa a sus alumnos para que no razonasen en verso.

"No hay regla sin excepción, se dice". ¿Es cierto? Yo no me atrevería a asegurarlo. De todos modos, si esta afirmación contiene verdad, será una verdad de hecho, que no satisface plenamente a la razón. "Pero toda excepción _ se añade_ confirma la regla". Cierto que si toda excepción lo es de una regla, donde hay excepción hay regla, y quien piensa la excepción piensa también la regla. Esto ya es una verdad de razón, es decir de Pero Grullo, mera tautología que nadie nos enseña. Hasta aquí el sentido común. Y de aquí en adelante el trabajo ingenioso de la tontería humana.

1º. Si toda excepción confirma la regla, una regla con excepciones sería más regla que una regla sin excepciones, a la cual faltaría la excepción que la confirmase.

2º. Tanto más regla será una regla cuanto más abunde en excepciones.

3º. La regla ideal sólo contendría excepciones.

(Continuar por razonamientos encadenados, hasta alcanzar el vórtice de la estupidez)

Para que la palabra entelequia signifique algo en castellano ha sido preciso que la empleen los que no saben griego ni han leído a Aristóteles. Así la ignorancia puede ser creadora, y lo sería mucho más sin la pedantería que, frecuentemente, le sale al paso.

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