Una
lírica de la cultura
Baroja y la crisis del canovismo La tierra de Alvargonzález en la poética de Antonio Machado La crítica literaria en España La estrella, la virgen y la cestita en el río |
(T.S. Eliot)
El 26 de septiembre de
1888 nace T. S. Eliot. Su abuelo, Rvdo. William Creenleaf Eliot, funda
la Universidad de Washington. Su padre se gradúa por dicha
Universidad. Su madre, Charlotte Chauncy Stearns, procede de la
sociedad de Boston y es una mujer culta y refinada que realiza
algunos trabajos de crítica histórica.
Los primeros poemas de
Eliot pueden fecharse entre 1907 y 1910. Son poemas publicados en la
revista universitaria ya mencionada The Harvard Advocat y su
difusión no rebasa la de un reducido cenáculo literario. Poemas
destinados exclusivamente al club de literatos de los que el propio
poeta forma parte, tienen, desde su nacimiento y por su propia
esencia el destino de la «mínima_minoría» a los que muy bien podían
estar dedicados. Veamos uno de ellos:
La tarde de invierno se asienta: Las seis.
Los cabos consumidos las sucias miajas de las hojas marchitas que hay a nuestros pies y los diarios de los solares; el chubasco aporrea rotas persianas y cacharros. En la esquina hay un cabriolé cuyo caballo vahariento patalea ... Y entonces se encienden los faroles (1).
Ya que hemos citado a Frost y Sandburg, desarrollemos comparación
para mejor individualizar a Eliot en esta primera muestra de su
lírica. Robert Frost emplea un tono coloquial. Su poesía parece una
poesía dicha en voz baja, casi para sí, recreándose en el tono
reposado
y tranquilo. Esta poesía es casi un soliloquio, un soliloquio que
nos
muestra al poeta en su intimidad, junto al fuego de su chimenea
campesina,
gozando del sabor de su pipa, mientras evoca Ia belleza de las
cosas humildes, de las cosas de todos los días que conforman la paz
idílica de su mundo. Porque Frost está siempre presente en el
poema,
y las emociones que el poema evoca son las emociones del poeta; del
poeta que, huyendo de una civilización ciudadana, vuelve al campo a
buscar un orden en el que pueda sentirse, como escritor y como ser
humano, plenamente logrado. No obstante su lenguaje coloquial, su
sencillez y su falta de «lirismo», Frost _por su proyección
subjetiva en el poema, por su arraigado liberalismo y por su vuelta a una
naturaleza
campesina_, es un poeta romántico.
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En 1915 y en la revista Poetry, Eliot publica su primer poema
importante:
«La canción de amor de Alfred Prufrock». El poema tampoco
tuvo mayor repercusión, limitándose su difusión al conocimiento
de unos cuantos centenares de lectores de la revista.
no soy un profeta, lo cual carece de importancia ... Indudablemente estas son voces nuevas. Hay un tono de interrogación metafísica que va mucho más allá del lenguaje coloquial del poema y de las preocupaciones vulgares de su héroe (un hombre_ya no joven, «ligeramente calvo», que no se atreve a declararse a una mujer). Sobre esta triste cuotidianidad vulgar, el poema arratra al lector a algo no tan vulgar ni real, a algo oscuro y misterioso. Además, está la imagen, con su brutal fuerza pictórica, de la cabeza sobre una bandeja; la cabeza del protagonista y la del profeta que vivió hace veinte siglos y que, de pronto, se confunden, saltando sobre el tiempo y el espacio, abriendo al lector un haz de posibilidades asociativas que trascienden a este poema concreto para llevarle a otras producciones literarias de diversas épocas.
(... y hubiera valido la pena, después de todo, después de las tazas, la mermelada y el té, entre las porcelanas, entre algunas conversaciones nuestras hubiera valido la pena iniciar el asunto con una sonrisa, haber estrujado el universo dentro de una pelota para hacerla rodar hacia una pregunta abrumadora, y decir: «Yo soy Lázaro, que viene de la muerte, que regresa para contártelo todo, te lo diré todo ... » Si una de ellas, preparando un cojín para su cabeza, dijera: «No es eso, de ninguna manera, lo que quería decir;
no es eso, de ninguna rnanera.»)
Otra vez el tono insustancial que trasciende para tomar un sentido
más velado, más misterioso y trágico. Lo que se dice en una reunión
social son, de pronto, casi sin cambiar el timbre de la voz,
palabras
escatológicas. Y además hay aquí un nuevo elemento. Ya no es una
imagen la que nos lleva a obras externas al poema. Son palabras
externas
al poema las que se enquistan en éste, incorporándose con tan
perfecta simbiosis que el lector no sabe cuándo habla Eliot o cuándo
hablan voces extrañas ...
(¿Me peinaré el pelo hacia atrás? ¿Me atreveré a comer un durazno?
De nuevo aquí las referencias culturales se objetivan en imágenes
luminosas. Estas sirenas que peinan las blancas cabelleras de las
olas,
estas doncellas coronadas de algas rojas y pardas, son una puerta
que
se abre ai lector, incitándole a seguir por caminos que le
conducirán
lejos del poema. Caminos que le conducirán a otros poemas, a otros
poetas, separados a veces por milenios, pero que, al conjuro de
Eliot,
toman una vida tan real, tan actual, como la del héroe gris que
arrastra su tedio por las calles de esta gran ciudad contemporánea. |
En el 1922 Eliot dirige la revista literaria The Criterion, que se
publica y distribuye en Londres. El primer número contiene trabajos
de Sainsbury, Dostoievski, Sturge Moore, May Sinclair, Hermann
Hesse,
Valéry, Larbaud, y un poema de Eliot de 434 versos, denominado
«The Waste Land» («La tierra baldía»). En el año 1923 se hicieron
separatas del poema, con notas. Es ésta la edición más conocida del
poema.
En este párrafo, Hauser ha señalado precisamente cuál es el origen de la inspiración del poeta. El propio poeta, por otra, nos pone sobre este camino en una de sus notas _la preliminar_ a «La tierra baldía». Dice así:
Vemos, pues, que son dos libros, dos libros en principio muy separados del ámbito poético puro, los que según propia confesión del
autor pueden tornarse como un primer germen del poema. Sin embargo,
este alejamiento del ámbito poético de las dos obras fuente es más
aparente que real. La rama dorada se plantea el tema de la evolución
de las creencias mágicas y religiosas en el hombre _sobre todo
en el hombre histórico_, partiendo de los ciclos agrícolas, y los
consiguientes
ciclos de las estaciones. Pero estas creencias se han visto
inmediatamente expresadas en forma de mitos, y han sido precisamente estos mitos la fuente más fecunda de
la poesía. En un relato breve de época no demasiado alejada del poema de Eliot, Anatole France
ensaya una vulgarización de las ideas de Frazer aplicada a los
cuentos
populares infantiles, muy distinta de la significación que estos
mismos
cuentos adquieren en la interpretación de Freud, aunque por otra
parte en estrecha relación. Por otra parte, el libro de miss Weston
aplica también la ideología de Frazer a un tema concreto _la leyenda
del santo Grial_, venero de una rica producción poética. |
Todo este cuerpo de la cultura sirve para sostener una anécdota
insustancial. Una visión triste y gris del Londres moderno, en la
que
se entrecruzan las preocupaciones de un comerciante de pasas al
pormenor,
de una mujer casada que no desea tener hijos y que discute con
otro sus problemas de alcoba y las ventajas e inconvenientes del
abono,
una mecanógrafa que se acuesta con un empleadillo del tres al cuarto; las damas nocturnas del Támesis; una hechadora de cartas ... y
las imágenes vulgares, los objetos y escenarios de estas vidas: la
calleja
de las ratas; el ratón deslizándose blandamente entre los hierbajos;
las botellas vacías, papeles de sandwichs, pañuelos de seda, cajas
de
cartón, colillas u otros testimonios de las noches de estío del
dulce Támesis;
la dentadura postiza, las píldoras para abortar, la estufa sobre
la que se prepara un almuerzo de latas de conservas; las
combinaciones
puestas a secar fuera de la ventana, las medias, zapatillas, camisas y sostenes que se amontonan confusamente sobre el diván que por la
noche sirve de cama; el gramófono en el que suena el cansado disco
del tedio, la música de los días iguales «de esta música _que_ se
deslizó
junto a mí sobre las olas» y que, ¡ay!, no es la música de Ariel,
aunque el verso interpelado una por un momento ese oscuro cuarto,
esa triste historia con la maravillosa isla en que vive su amor
Fernando,
príncipe de Nápoles ...
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Esto no debe extrañamos en Eliot, forma parte de su estética.
Una serie de citas de sus ensayos lo aclara cumplidamente: «La
poesía
genuina puede comunicarse antes de ser comprendida.» Y en otro
párrafo, en uno de sus ensayos sobre el Dante: « yo recomiendo en
la primera lectura del primer canto del infierno preocuparse por la
identidad del leopardo, el león o el lobo. Lo que debiéramos
considerar
no es tanto el significado de las imágenes como el proceso inverso,
el que condujo a un hombre que tenía una idea a expresarla en imágenes.» Y en otro pasaje: «Para un poeta, alegorías equivale
a imágenes visuales claras. La alegoría y la metáfora no armonizan.
Y en otro pasaje del mismo ensayo sobre Dante, escribe Eliot :
Y en otro pasaje, fundamental desde el punto de vista de la comprensión de la estética de Eliot :
He transcrito literalmente esta larga cita de Eliot, a riesgo de ser prolijo, porque considero que es sumamente esclarecedora de su propia estética. Insistiré con otras dos citas, también, de su ensayo sobre Dante.
Finalmente, la que sirve de colofón al ensayo.
Creo que de esta serie de citas podemos ya deducir algunos principios estéticos, que nos ayudarán a comprender «La tierra baldía» y la poesía de Eliot en general. Procuraré, dentro de su complejidad, enunciar estos principios lo más esquemática y sencillamente posible.
Eliot se mantiene fiel a estos principios. Su poesía es una poesía a la que se podría aplicar perfectamente las conclusiones que él mismo establece al hablar de la poesía de Dante, la _a su entender_ poesía por antonomasia. Tras las alegorías de «La tierra baldía»; tras la leyenda del Santo Grial y los ritos mágicos de vegetación; tras la confusión de lo pretérito y lo presente, de lo distante espacial y culturalmente, queda la convicción firme de esa unidad, de esa universalidad de la poesía capaz de sobrevivir a toda decadencia, de florecer en toda sequedad, de renacer de toda destrucción. Más que la dicotomía Eros_Tanatos es la de la Muerte_Resurrección la que llena el poema. Aunque bien mirado, ambas dentro del poema se confunden y forman una sola. |
Tras «La tierra baldía», la poesía de Eliot sigue girando en torno a
los mismos temas y empleando técnicas similares. Aunque algunos
poemas
como «Los hombres huecos» o «Miércoles de Ceniza» _donde es
evidente la referencia a nuestra literatura mística, especialmente,
San
Juan de la Cruz_ alcanzan una especial brillantez, voy a pasarlos por
alto en este análisis para detenerme únicamente en «Los cuatro
cuartetos».
Naturalmente,
hay que tener muy en cuenta el especial sentido que para Eliot tiene
la palabra Cultura. Desde luego, no es aquel que tiene para un
Gordon
Childe, pongamos por ejemplo. No es aquella serie de elementos de
los
que se vale el hombre para satisfacer sus necesidades, o, precisando
aún más, la especie humana para pervivir. Los rasgos materiales de
una cultura, primordiales para un arqueólogo o un antropólogo, tienen
menos importancia para Eliot que una cierta concepción
espiritualista
y, sobre todo, la forma en que esa cierta concepción espiritualista
se ha
expresado. Esto es Io que le permite aislar determinados rasgos de
diversas épocas culturales __es decir, de épocas muy distintas en
cuanto
a la forma de organización de la sociedad humana y medios de los
que estas organizaciones se valen para satisfacer sus necesidades_
y, haciendo abstracción de ellos, considerarlos como una unidad cerrada
y total que es su unidad «cultural». Este es el sentido que para
Eliot
tiene la cultura; y las personas que participan de esta misma
concepción
son las élites a las que en su cita anterior hace referencia y de
las que depende, según dicha cita, la continuidad cultural. Su obra
toda participa de esta concepción y Los cuatro cuartetos vienen a
ser una amplia alegoría sobre el sentido de la mencionada afirmación
con que se despide de los lectores de The Criterion.
Las palabras se mueven, la música se mueve
Esta era una manera de expresarlo _no muy satisfactoria_
Eliot ha partido en «Los cuartetos» de dos citas de Heráclito,
tomadas de «Los fragmentos de los presocráticos» de Diels. La concepción
del
tiempo heraclitana y las consiguientes concepciones del tiempo en la
filosofía, principalmente las de Pascal y Bergson, son tema de «Los
cuartetos». El enigma del tiempo puede ser superado. Poesía,
Metafísica,
Teología, son tres caminos que pueden conducir a esta superación.
Esta es, en extracto, una esencia de «Los cuartetos». |
Hay una consideración del tiempo que podríamos añadir a las diversas
concepciones que el poeta filósofo T. S. Eliot considera. Es la
del tiempo como obra del hombre. Es la del tiempo histórico. El
hombre,
como agente de su propio futuro, y el presente del hombre como
consecuencia inexorable del quehacer de otros hombres, que le han
antecedido. Esto podría originar una serie de curiosas
consideraciones,
aporías, divagaciones místicas, y paradigmas más o menos
paradójicos.
Pero vamos a dejar de lado todo esto y a limitarnos al hecho de que
la poesía, como obra humana, no es sólo lo que el hombre _un
hombre_
quiere. Que la poesía como obra humana está también condicionada
por este quehacer del hombre a través del tiempo, que es la
historia.
Y más tarde resume:
La concepción espiritualista de T. S. Eliot no está puesta tan lejos
de la sociedad pragmática y materialista, de «La tierra baldía», que
él
tan vigorosamente rechaza. Aunque puede que este rechazo no sea
tan vigoroso y que exista en el fondo un grado de aceptación mucho
mayor de lo que él mismo pudo suponer. (Cuadernos Hispanoamericanos, nº 21. Julio de 1967) |
NOTAS (1) Traducción de AGUSTÍ BARTRA (2). Traducción de V. GAOS. (3) Al analizar los cuartetos se ha segudio el enssayo de CURTIUS sobre ELIOT. |
El anterior artículo
(1)
lo publiqué en el año 1964. Como
por aquella época no era aún muy frecuente decir estas cosas fue
bastante mal acogido, principalmente por los críticos
consagrados, uno de los cuales bordeó en su contestación el
insulto personal con un lenguaje muy propio del agresivo estilo
que caracterizó la década del cuarenta. De entonces acá ha
llovido mucho. Hoy las cosas cambiaron hasta tal punto que este
artículo aparece como un tímido balbuceo. Cualquier joven que
tenga la oportunidad de escribir unas líneas sobre literatura
española, aprovecha ésta para afirmar que la literatura española
es inexistente, desastrosa y nefasta; que nuestra novela es una
especie de desdicha nacional de la que tan solo se salvan El
Jarama y Tiempo de silencio, y que lo mejor que
puede hacerse es borrón _pero grande, muy grande_ y cuenta
nueva. Si el que escribe ya no es tan joven empleará un tono más
mesurado, pero su contenido será idéntico. En resumen: cuando
hoy se habla de literatura y, sobre todo, de novela
española, todo es llanto y crujir de dientes. |
UN POCO DE HISTORIA |
NUESTROS HERMANITOS LOS AMERICANOS La ola americana se extendió por la Península arrasando todo lo arrasable, Con motivo de la concesión del Premio Formentor a Jorge Luis Borges, compartido con Samuel Becket, uno de los más conocidos escritores españoles me comentaba que «ahora los franceses descubren a Borges ... », en forma despectiva como perdonando a los franceses la debilidad de descubrir a esas alturas a un autor tan reaccionario e irracionalista y que tan poco tenía que decir en lo que estaba llamada a ser la narrativa universal. Eran los años de euforia de nuestra novela. Tres años después, en pleno deshinche, el mismo escritor me comentaba alborotado el descubrimiento del no va más de la novela: Rayuela, de Julio Cortázar. Sí; a Vargas Llosa siguieron los mejicanos _sobre todo Carlos Fuentes_, Cortázar y los jóvenes cubanos Carpentier y Lezama Lima, los Onetti, los Benedetti y los Garcíaa Márquez. Y éstos son sólo los dioses mayores del Olimpo. Junto a ellos aparecieron toda una pléyade de semidioses y héroes, figuras de tono menor pero gigantes junto a los pigmeos hispanos. Fueron estas figuras secundarias, principalmente éstas, las que comenzaron a coleccionar nuestros premios literarios (4). Y lo que es más grave, a ocupar en nuestras editoriales los lugares que en épocas aún cercanas estaban destinados a los escritores hispanos, pues los editores progresistas consideraron que publicar la mediocre novela española en lugar de la gloriosa novela latinoamericana constituía un crimen de lesa cultura. Definitivamente, estábamos _estamos aún_ en el período de las vacas flacas. |
NO; NO ÉRAMOS TAN BUENOS
... Es posible que la situación actual correlacione más con la auténtica valía de nuestra novela que la que existía en nuestros días de gloria. En aquellos días corría un aire de triunfalismo y _la verdad por delante_ no éramos tan buenos. Como ahora pintan bastos, se han multiplicado hasta la saciedad las críticas a nuestra narrativa. En muchos puntos, estas críticas tienen su parte de razón. Señalémoslos brevemente:
1. El optimismo
de la praxis
4. La falsa
posición del autor |
NUESTROS MODELOS Y NUESTROS CRÍTICOS Hemos visto algunos de los puntos en que puede basarse una crítica de la narrativa española y en los que muchas de estas críticas se han realmente basado. Pero como aquí no nos distinguimos por nuestra moderación, de la crítica se ha pasado a la negación rotunda y se pretende que la novela española, dé una forma radical, abandone su viejo camino de testimonio y emprenda uno nuevo. Como naturalmente no puede ser _si es válido_ un camino original, se nos propone más o menos veladamente un modelo extraño: el de nuestros triunfantes hermanos americanos. Para muchos jóvenes la única solución es escribir como Cortázar. Y para estos mismos jóvenes escribir como Cortázar supone la aceptación o aplicación del lema: Sever la salribircse adeup odnauc, ohcered la saenil sod ribircse ebed acnun: Propugnan la vuelta a una Iiteratura criptográfica, llena de ingeniosidades técnicas, de caligrafías y trucos, algunos de nuevo cuño, otros ya explotados y gastados por el surrealismo y dadá y entre nosotros por figuras tan actuales como Ramón y Jardiel Poncela. Es así como frente a la literatura comprometida se propone una literatura pura, sin otro compromiso que el de su propia condición literaria. Frente al simplismo narrativo, la complejidad y la experimentación técnica. Frente al lenguaje populista _del pueblo y para el pueblo_, la destrucción de nuestro anquilosado castellano y el establecimiento, a partir de esta destrucción, de un nuevo idioma, visión primordial, por no decir única, del literato. Frente a lo didáctico y activo, lo puramente lúdico. Como siempre, procedemos a grandes saltos contradictorios. O blanco, o negro. Olvidamos algo tan importante. como la continuidad evoIutiva de la literatura. Olvidamos que, por ejemplo, los modelos propuestos, nuestros colegas hispanoamericanos no han surgido de la noche a la mañana, por generación espontánea, sino que son el resultado de una larga y lenta evolución. El resultado de la evolución de su propio país o de su propio ámbito _el amplio pero hasta cierto punto unitario mundo de las letras hispanoamericanas_ . La reacción frente al naturalisrno y el indigenismo no es una reacción de los escritores actuales. Es una reacción que lenta y paulatinamente se ha ido produciendo a lo largo de casi medio siglo de letras americanas. Se olvida con frecuencia que el momento actual de la novela del otro lado del Atlántico, si bien de gran valor y brillantez, no ha surgido del vacío, sino que ha sucedido a otra pléyade de escritores tanto o más brillantes que los actuales. Que los antecedentes de los Fuentes, de los Vargas Llosa, de los Cortázar, de los Onetti o de los García Márquez se llaman Borges, y Sábato y Carpentier y Rórnulo Gallegos y Rivera y Ciraldes y Ciro Alegría y Miguel Angel Asturias. ¿Quién, entre nosotros, puede ostentar similar papel de magisterio? ¿Y cómo podemos saltar en el vacío? Es preciso que avancemos, sí; pero paso a paso, por nuestro propio camino. No podemos sin más refugiamos en la importación y someternos a un colonialismo cultural. Sin embargo, nuestros críticos no lo ven así. Recientemente José María Castellet negaba toda viabilidad a la literatura española y señalaba como única posibilidad su total arrasamiento. Sólo a partir de ahí, de la completa destrucción, podría intentarse una nueva narrativa que navegaría con indudable éxito siempre que aplicase la receta salvadora propuesta, naturalmente, por el propio Castellet. La verdad es que si yo hubiese escrito La hora del lector tendría buen cuidado de hacer profecías y establecer recetas. No puedo negar la capacidad de información de nuestro ilustre crítico, quien, como la también ilustre marquesa de Quintanilla, siempre está a la última. Pero tengo la impresión de que tiene mala suerte, ya que París hace tiempo que perdió la brújula de la cultura y sus modas no son demasiado consistentes. O en otras palabras, que la receta estructuralista me parece no ha de resultar más consistente que resultó el llamado objetivismo, y que la discutible adaptación del viejo Watson a la literatura fue tan acertada como a la larga será la de Saussure, Jakobson, Lévi-Strauss y demás epigonos. Claro que esto es también hacer profecía y no quiero entrar en el juego. Admito que muy bien puedo estar equivocado y que el estructuralismo puede ser la universal panacea. Abstenerse de sentar doctrina me parece una elemental precaución a la que se puede y debe llegar aún sin la lección práctica que para la verificación de ello supone haber profetizado y dogrnatizado desde La hora del lector (8). Lo peor de La hora del lector fue, sin duda, su enorme éxito. El que se convirtiese en doctrina oficial de la parte más viva de nuestras letras. De no haber sido así hubiese quedado como libro inquieto, con aciertos y errores _como casi todos los Iibros_, y con el bagaje positivo de plantear problemas que, sin duda, colaboraron a remover las aguas un tanto estancadas de nuestra literatura. Pero su carácter dogmático, casi evangélico _carácter que en gran parte contribuyeron a darle personas ajenas al autor_, hizo que el libro resultase bastante dañino para nuestras letras ... Bajo el pretexto del behavorismo, se impuso una narrativa alicorta, superficial y limitada. Aquí no se trataba _como en el objetalismo francés_ de un ataque a la literatura psicológica, a la literatura del hombre, de un intento de destrucción de la novela con la consiguiente eliminación de su tradicional contenido. Todo lo contrario. La vocación del objetivismo español era la de ser una narrativa comprometida, analítica, con contenido y profundidad. Y para ello sus autores se lanzaron a una técnica aséptica, epidérmica, renunciando a las ventajas que otras técnicas literarias recientes ofrecían para calar en la sociedad y profundizar en sus personajes de conformidad con los hallazgos de la psicología profunda. Todo esto, en virtud de la peregrina teoría de que lo mismo que la psicología objetiva había superado a la psicología de la introspección, la técnica literaria basada en aquella psicología superaba el viejo psicologismo de la novela decimonónica (9). Como resultado de todo esto, se dieron hechos tan peregrinos como el de cierta novela en la que su autor, para evitar entrar en el interior de su personaje, nos le soltaba por la calle hablando solo. Juan Coytisolo es un claro ejemplo de cómo la adopción dogmática de un método erróneo puede tarar a un buen novelista. Que Señas de identidad sea con mucho su mejor novela, se debe no sólo a que es la más sincera, en el sentido a que hicimos referencia en páginas anteriores, sino a que el escritor, libre del cinturón de virginidad literaria que se había colocado, pudo encontrarse a sí mismo y darnos pruebas de sus posibilidades narrativas. Es cierto que llevado del entusiasmo del catecúmeno perjudica a veces la narración con virtuosismos gratuitos, pero también lo es que en virtud de esta recién descubierta libertad narrativa la novela contiene páginas admirables. Pero con ser malo, no fue lo peor que la técnica de la novela objetiva española resultase una técnica endeble, sino el que llevados de esa técnica, al fijarse en los modelos extranjeros de la misma, los novelistas españoles no sólo nos importaron las maneras, sino también los contenidos. A la novela de idílicos obreros sucedieron una serie de obras cuyo esquema, idéntico en todas ellas, podría reducirse a la fórmula de «días de sexo y whisky alterados por una final toma de conciencia». Todos sus autores hicieron lo que con sagacidad ha denominado el profesor Tierno Galván una novela exótica. Exótica. porque nuestros novelistas, muy influidos por la Italia del milagro, adelantaron nuestro propio milagro español con admirable instinto premonitorial y fe en el futuro. Los jóvenes parásitos que llenan las páginas de todas estas novelas puede que fuesen reales, que existiesen en la sociedad española de los últimos años del cincuenta y primeros del sesenta, pero desde luego no eran significativos. España _y creo que no tengo que esforzarme en demostrarlo_ no era eso y la problemática española no era aquella problemática. Constituían, en todo caso, una Isla, según el título de uno de los libros clásicos de esta tendencia. Pero al insistir nuestros novelistas machaconamente en ello, la tal Isla se nos convertía en la Península entera. Esta novela con pretensiones críticas y dialécticas resulta poco cofivmcente y su valor testimonial es, a mi juicio, nulo. Se escriben páginas y páginas sobre algo periférico y, lo que es peor, se nos .presenta un mundo que, aparte la buena intención de denuncia que anima a sus autores, resulta muy atracivo. Se quiere denunciar, se quiere presentar una crisis, pero la crisis queda muy empequeñecida y uno tiene que pensar que el éxito de tales novelas, el éxito de editores, de autores y de lectores se debe sobre todo a un simple. mecanismo de proyección sentimental, a un deseo, más o menos consciente e inconfesado, de confundirse e identificarse con los héroes de estas historias y con su dulce vida. En su conjunto, el movimiento de la novela objetiva española me parece frustrado, Es posible que técnicamente nos haya dado mejores novelas que el ingenuo realismo social, que la novela obrerista y de suburbio, pero esto no quita para que a la hora de la verdad esta otra postura, con todos sus defectos, nos resulte mucho más positiva. Y es lástima porque creo que en este movimiento se hallaban adscritos un grupo de escritores de indudable talento, posiblemente los mejor dotados de todo el período que nos ocupa. Pero su falta de sinceridad y autocrítica, su deseo de seguir una moda impuesta que al final resultó esterilizante, malogró en gran parte sus posibilidades narrativas, Por eso, vuelvo a insistir, resulta peligroso dogmatizar. Creo que ahora acecha a la novela española un peligro aún mayor que el que supuso el objetivismo. Llevados de las voces de nuestros impenitentes profetas y del éxito de la novelística trasantlántica, los novelistas españoles pueden caer en las redes del formalismo preciosista y del escapismo irracionalista e idealizante. |
SOBRE EL TEMA DEL DÍA Es por esto por lo que muy a pesar mío debo hablar de lo que se nos propone como modelo: la reciente y triunfante novela latinoamericana. Digo, muy a pesar mío, en primer lugar, porque se habla y se escribe tanto en la actualidad sobre ella que todo lo que yo pueda decir me parece ocioso. En segundo lugar, porque siento tener que confesar que no participo del hiperbólico entusiasmo que hoy día despierta esta novela. Y confesar esto, así, de partida, es peligroso, ya que en seguida surgiran palabras como frustración, envidia y otras similares, y lo que es peor, alguien puede confundir mi postura con la que en un reciente artículo de ABC mantenía José María de Lera. Esto último es lo que encarecidamente ruego al lector que no haga; en cuanto a lo otro, se lo dejo a su buen criterio, ya que, aunque molesto, en el fondo me resulta indiferente. No voy a hacer aquí juicio de valor. No voy a tratar de la valía personal de estos o aquellos autores americanos o de la medida de su talento, que en los casos más señalados me parece fuera de duda. Voy tan sólo a hacer algunas consideraciones sobre la calidad en general y sobre la posibilidad de la aplicación de su receta a nuestra narrativa. O en otras palabras, en sí su obra puede o no tener. para nosotros un valor de magisterio. Cuando se habla de la excepcional calidad de esta nóvelística, se está, sin duda, estableciendo un juicio de valor. Ahora bien, el problema está, a mi modo de ver, en el parárnetro de este juicio. Cuando se nos dice que tal novela de un cierto hispanoamericano es excepcionalmente buena, mientras que tal otra de un cierto español es excepcionalmente mala, ¿qué medida hemos empleado para establecer este juicio de calidad? ¿En virtud de qué una obra es buena o es mala? Esto es lo que yo _y creo que la estética en general_ no vemos tan claro. Al hacer el juicio de una obra podemos seguir una serie de caminos. Podemos, por ejemplo, establecer un módulo ideal de calidad, una norma teórica de belleza. La comparación de la obra juzgada con este módulo ideal, la comprobación de si se ajusta o no a las normas del canon establecido, normas eternas e inmutables que definen de una vez para siempre la perfección y la belleza, es lo que nos indicaría el grado de su acierto. Este es el criterio de la estética clásica; el criterio, pongamos, de la poética de Boileau. Otra posibilidad sería ver hasta qué punto el mundo reflejado en la obra nos muestra y esclarece en sus tensiones dialécticas los conflictos reales de la sociedad, los mecanismos internos en que ésta se basa, sus estructuras y sus luchas. La obra sería así un microcosmos, que no sólo reflejaría al macrocosmos _espejo a lo largo del camino_, sino que nos ayudaría a comprenderlo, a desentrañar sus leyes internas, e incluso, al haccrnos tomar conciencia, nos induciría a una praxis destinada a cambiarlos. Es el criterio con que, por ejemplo, Luckács analiza la novelística decimonónica. Puede existir otra posibilidad. Sería hacer el análisis de la obra en sí misma, sin ninguna comparación con otra medida externa, ya sea la de una norma ideal, ya sea la de la realidad social que la obra refleja o por la que está condicionada. La obra nos aparece como un sistema significante, cuya estructura habrá que desentrañar, poniendo en evidencia las reglas internas de su funcionamiento, sus leyes lógicas y estructurales. Es precisamente la coherencia de estas leyes y la fidelidad con que el escritor se haya adaptado a las reglas de juego de su propia obra, lo que nos dará el valor de la misma. Este es, naturalmente, el criterio de valoración que seguirían los adeptos de la crítica estructuralista, hoy en día tan de moda. Tenemos ya tres módulos para establecer la calidad de. una obra literaria. Naturalmente, son tan sólo tres entre otros muchos posibles .Pero ciñéndonos sólo a éstos, el lector observará que según sea uno u otro el que apliquemos para establecer el parangón entre la glorificada obra del autor latinoamericano y la vilipendiada obra del autor español, el resultado será muy distinto. Si aplicamos el primero, es indudable que todo dependerá del criterio estético ideal que adoptemos, criterio que puede ser muy diverso. Si tomamos el segundo, es posible que la alabada obra del autor hispanoamericano pierda algunos enteros, e incluso _esto es ya más problemático_, que la obra de nuestro compatriota suba algo en su baja cotización. Si es el tercer criterio el que utilizamos, creo sinceramente que si somos capaces de movemos con cierta seguridad entre la intrincada selva de los sistemas de significantes y significados, si somos capaces de establecer la lógica interna de las estructuras narrativas, todo quedará como estaba, y el valor de las obras comparadas se corresponderá con el que hoy día la opinión más generalizada les asigna. El precisar estos conceptos no supone tanto establecer una duda sobre los criterios de calidad que hoy por hoy tienen las narrativas española y latinoamericana como el señalar el sospechoso giro que nuestra sensibilidad cultural ha experimentado de unos años a esta parte. El señalar que, así como hace un lustro nuestra crítica se enfrentaba con la literatura con un criterio predominantemente funcional_se escribía para algo, y este algo era nada más y nada menos que una acción política_, hoy esa misma crítica se enfrenta al fenómeno literario, considerándolo en toda su crudeza, impoluto, incontaminado, sin ninguna referencia externa, sin otro valor que el que como tal obra literaria tenga, que el que la pureza y brillantez de su forma, de su lenguaje. le otorguen. Nos hemos transformado, abandonamo nuestros hábitos del subdesarrolloy nuestros viejos mitos. Con júbilo, con prisa, entramos en la sociedad perfecta, en el reino del consumismo y la tecnocracia, en el mundo que preconiza y profetiza el admirado y admirable monsieur Schreiber desde los lujosos y funcionales salones de un hotel ultramoderno. Parezcámonos a Europa; parezcámonos a América; unámonos todos en la dicha del electrodoméstico y el utilitario. o perdamos el último tren, que ya se ha puesto en marcha; no seamos siempre el furgón de cola, que dijo hace unos años Juan Coytisolo. El encanto de la forma camp ... La nueva poesía catalana _siempre en vanguardia nuestra región más europea_ desentierra los viejos mitos del cine mudo. El cine catalá _y un cierto sector del madrileño_ riza el rizo de la forma danzando entre el cómic, el gran magazine y la matafísica. Sólo nuestra novela no ha evolucionado, no se ha enterado que ya somos europeos, que somos prósperos consumidores. Y nuestros novelistas siguen aferrados a viejas fórmulas demodé en las raras ocasiones en que rompen su más o menos voluntario silencio. Por eso. nuestros críticos, nuestros editores, nuestro joven público vuelve sus ojos a América. Los americanos, sí; los americanos hacen una literatura a la que uno puede entregarse sin enrojecer. Hace unos años los americanos hacían una literatura bastante similar, pero nuestra élite no se interesaba entonce por estas cosas. Entonces sólo le interesaba conocer de un autor cuál era su matiz político... Por eso, en su día, no gustó Borges; pero ahora entusiasma Cortázar. Por eso nadie reparó en el realismo mágico del último Asturias _el de Mulata de Tal y el Alhajadito_: hasta que García Márquez ha puesto de moda el realismo mágico y de paso ha convertido a Cien años de soledad en un suceso comercial que se aproxima casi al que es frecuente en la industria del disco. Ya he dicho antes que no voy a hacer juicios de valor. Por eso no me interesa hacer una crítica de los escritores latinoamericanos. No me interesa señalar el sospechoso camino que ha conducido a Carlos Fuentes de La muertetle Artemio Cruz a Cambio de piel. No me interesa averiguar si estos escritores latinoamericanos residentes en Europa, con sus experimentos y hallazgos formales nos distancian y esconden o, por el contrario, nos presentan más viva y latente, transformada en sustancia artística, la quemante realidad social de su país. No me interesa investigar si estos hallazgos formales, este lenguaje que én algunos de ellos _en Márquez, en Rulfo sobre todo_ ha alcanzado las más altas cimas, no abre el camino _véase las revistas hispanoamericanas_ al más' insoportable manierismo, el insoportable manierismo de las formas barrocas. No me interesa siquiera destacar la incongruencia que supone agrupar bajo una misma etiqueta _la de novela latinoamericana_ productos tan diversos como Cortázar y Carpentier, Vargas Llosa y García Márquez. No me interesa nada de esto. Lo único que quiero resaltar es que, a mi parecer, la receta tan propuesta por nuestros críticos y editores de la adopción por la novela española de la fórmula latinoamericana, no nos resulta válida. Nunca es aconsejable el mimetismo. Menos cuando este mimetismo pretende aplicarse a algo que se basa en pilares muy distintos de los que nos sirven de fundamento. Desde el idioma en que escribimos a la realidad social en que nos movemos. El idioma de los escritores latinoamericanos sólo hasta cierto punto es común con el castellano que usamos por aquí. Se ha hablado de la destrucción del castellano, de la ruptura con el repugnante idioma de la academia; y se nos propone para ello, como ejemplo, la labor que realizan los americanos. Pues bien, lo que parece olvidarse es que los americanos lo único que hacen es partir de su idioma vivo, lo mismo que hace el escritor español, salvo en los contados casos en que se refugia en casticismos trasnochados de literato. La diferencia está en que el idioma vivo que hoy tenemos en España no es el rico, bullente y germinante idioma americano. Un idioma que, partiendo del castellano secular, se ha ido transformando y enriqueciendo con vocablos, con giros, con alteraciones fonéticas, merced a las aportaciones de las comunidades indias campesinas, de los negros llevados en esclavitud, de los emigrantes extranjeros que aportaron sus modificaciones al caudal idiornático de la comunidad que los recibió. Esto es lo que ellos tienen. Este es el rico caudal de que disponen. Este es el magma vivo e hirviente que, artísticamente, están conformando y encauzando. Pero no es tan sólo la riqueza de su material lingüístico lo que da ventaja al escritor americano sobre el español, ventaja que éste no puede por sí solo aminorar. Es también la novedad de este lenguaje; su efecto de sorpresa en el lector peninsular. Al enfrentarse con un novelista hispanoamericano, el lector español se encuentra continuamente con una' serie de palabras que, en cuanto desconocidas o poco usadas en su ámbito cultural, ejercen sobre él un gran atractivo al romper el orden de probabilidad de la lengua y, consiguientemente, su inercia psicológica. O en palabras sencillas, según me decía cierta vez Antonio Ferres: «Si yo pongo en una novela macho, nos han jodido, ya tengo un montón de tíos diciendo que estoy haciendo populisrno repugnante; pero si pudiera poner chico, nos han fregao, todos estarían tan conformes» Aunque simplificaba en demasía, en el fondo no dejaba de tener razón (10). El escritor latinoamericano posee otro idioma _otros idiomas_ que el escritor español, y es, por tanto, inútil que se nos insista en que lo tomemos como modelo. Otra cosa es la técnica narrativa de que suele hacer gala, más rica sin duda que la que se lleva y emplea por estos lares. Pero sin entrar en la cuestión de si el uso de la técnica es siempre acertada en los escritores latinoamericanos, y si muchas veces el deseo de emplear técnicas avanzadas y de conseguir determinados hallazgos formales no perjudican sus narraciones en lugar de favorecerlas, quiero hacer notar que estas técnicas no son un descubrimiento de los escritores latinoamericanos, sino el patrimonio que el desarrollo de la literatura de este siglo _primordialmente de la literatura anglosajona_ ha legado a todos los autores, sin distinción de nacionalidad, para su uso y consiguiente desenvolvimiento. En este sentido sí es necesario llamar la atención del escritor español, que confundiendo el realismo con una forma de expresión propia de la narrativa decimonónica, ha desaprovechado casi totalmente este rico venero. No, no creo que sea por el camino del idioma por el que deba renovarse la novelística española, ni mucho menos que los escritores hispanoamericanos puedan brindamos la solución con su magisterio. Pero hay más. Hay algo que debe hacemos meditar antes de tomados como receta. Y es que los escritores latinoamericanos parten de una realidad _la suya_, que en muchos casos es completamente distinta de la nuestra. No me detendré a analizar si para algunos narradores latinoamericanos la evolución de una literatura típicamente realista a otra mágica y fantástica supone un avance o un retroceso. Pero sí quiero destacar que desde su propia perspectiva, esos escritores pueden hacer ese tipo de literatura, sin por ello apartarse de su propia realidad social. Méjico, Guatemala o Colombia _por citar las tres naciones en que han aparecido las obras máximas de este género: Pedro Páramo, Mulata de Tal y Cien años de soledad_ tienen en sus mayoritarios núcleos de población campesina primitiva, de población perteneciente al área cultural de la dirección tradicional, según la clasificación de Riesman, base suficiente para que un pensamiento mágico y un modo mítico de narrativa sean fiel reflejo de su realidad más esencial y profunda. Pero en la España actual, en la España de la progresiva reducción de la población correspondiente al sector primario, de la masificación ciudadana mediante los medios de comunicación de masas y el turismo, este tipo de literatura sería tan sólo un simple juego diletante. |
FINAL Creo que a lo largo de este artículo no he ahorrado la crítica a la actual narrativa española. Pero también creo que de él se desprende claramente una postura: que una cosa es la crítica de unas maneras, de unas formas de hacer y de unas realizaciones concretas, y otra la negación de toda una posición, de un modo de enfrentarse con la literatura y del derecho y el deber de realizar una narrativa nacional de conformidad con nuestro propio lenguaje y con nuestras propias circunstancias. Y que la postura negativa de ciertos críticos _los que en su día renunciaron a su misión orientadora, silenciando por incapacidad o cobardía los defectos de nuestra narrativa en favor del fácil halago_ y de ciertos editores, desentendiéndose casi totalmente de las letras patrias y negando su viabilidad, para, en virtud de equívocos criterios esteticistas, entregarse en cuerpo y alma a una literatura foránea, tan sólo ha conducido a que hoy por hoy, la única narrativa española que mediovive sea una narrativa idealista y conformista que, tras jugueteos más o menos intelectuales, nos escamotea la realidad. O en palabras más ambiguas, pero paradójicamente más claras: que a la novela de izquierdas haya sucedido una novela de derechas. Con esto no excluyo la crisis interna de la narrativa española. Crisis que se debe, en parte, a la confusión de una postura, de un modo de enfrentarse con el mundo en general: «el realismo» en cuanto oposición al idealismo, con una escuela literaria _la llamada realista, o por mejor decir, naturalista_, que es tan sólo una de entre las diversas formas en que durante el devenir de la Historia, el realismo ha podido manifestarse. Pero la crisis es, a mi parecer, más profunda. Y no es sólo crisis de la narrativa española, sino de la narrativa en general. Es la crisis de la novela, la crisis de un género que tuvo una clara función histórica, y que como otros géneros de la llamada literatura, hoy nos presenta esa función como problemática. Se puede comprobar cómo a partir de Joyce la más válida novela de nuestro tiempo ha seguido en una gran parte un claro camino de destrucción, negándose a sí misma, negando lo que había sido, subversionando sus valores, limitando sus campos, el en otra hora floreciente género ha ido desarrollando un exquisito e inteligente juego que le conducía al más absoluto de los vacíos, a la negación de toda función que no fuese el de la perfección de sus propias reglas. Si algo admiro en la narrativa hispanoamericana es su constante autoafirrnación, su perpetuo acto de fe como tal narrativa, su optimismo un poco primitivo en la misión del escritor, en la importancia que puede tener el contar bellamente qna historia en un mundo que, a mi parecer, está ya algo de vuelta de todas las. posibles bellas historias que puedan imprimirse. Es esta fe lo más útil que, a mi entender, puede prestar la narrativa americana a aquellos escritores españoles que aún no se resignen a consideral la literatura en general y la novela en particular como un capítulo ya leído _y olvidado_ definitivamente. Yo, particularmente, me siento un tanto escéptico. Pero creo que de ser algo, de tener algún sentido, alguna función, el escribir historias en nuestros días, será, primordialmente, el de dar testimonio de un hombre en el tiempo en que le tocó vivir. Y el tiempo del escritor español es el tiempo de España, de la viva y problemática España de hoy. Por eso, frente a tantas voces que piden la muerte de la novela española, que aconsejan a la novela española _a la vieja, torpe, simple y esquemática novela de nuestros ingenuos escritores sociales del cincuenta y cinco al sesenta_ un radical cambio de piel; yo alzo la mía en este manifiesto: Afinad vuestras armas, pero, en lo esencial, persistid. |
NOTAS (1) Se refiere al articulo que con el título Subdesarrollo literario publiqué en la revista Cuadernos para el Diálogo, y que antecede directamente al presente trabajo en la composición del libro Del desengaño literario.
(2)
JUAN GOYTISOLO dedica en
Señas
de identidad unas agudas páginas a este
fenómeno. (4) No sólo el Biblioteca Breve. Hasta un premio tan cerrado, y diríamos, casi provinciano, como el Nadal, tuvo también su veleidad latinoamericana.
5)
JUAN GOYTISOLO:
Furgón de
cola. (7) La obra de LÓPEZ SALINAS es, en cuanto excepción, clara afirmación de esto. De todas las novelas obreristas, las más convincentes son, sin duda, las de LÓPEZ SALINAS. Su ascendencia social hace que su propia problemática vivencial sea muy próxima, casi diríamos que coincide con la de la clase obrera. LÓPEZ SALINAS no ve a los obreros como un entomólogo a los insectos; no hace a los obreros una visita de turismo social. Vive, naturalmente, entre ellos. Sus novelas podrán ser acusadas de esquematismo ideológico o de .sirnplicidad narrativa; pero nadie podrá negarle el calor humano de su testimonio. Lo mismo podríamos decir, por ejemplo, de Los vencidos, de ANTONIO FERRES. (8) Resulta curioso ver cómo ciertas modas, desde las que se pretende asaltar y destruir el realismo a secas o el no del todo bien definido y frecuentemente mal empleado realismo crítico, responden a ideologías propias del neopositivismo y el neocapitalismo, ideologías que pretenden enfrentarse a una posición dialéctica, fortaleciendo formas de pensamiento inmovilista e irracionalista con el bagaje del cienticismo, ya se trate de la psicología experimental, ya de la lingüística estructural, ya de la lógica matemática. (9) La identificación del concepto de la conducta watsoniana en el cuadro de la relación estímulo-respuesta, con la narrativa basada en la transcripción de diálogos y la descripción de acciones externas, me ha llenado siempre de asombro. Creo que es demasiada simplificación de una teoría tan compleja como el conductismo de Watson. (10) Para ver el valor estético del elemento sorprendente en el lenguaje, UMBERTO ECO: «Apertura y teoría de la información», en Obra abierta -Biblioteca Breve Seix Barral-. Sin aceptar la visión de Eco, demasiado unilateral y formalista, tengo que admirar la agudeza de su análisis y reconocer la validez de una gran parte de sus hallazgos. |
BAROJA y LA CRISIS DEL CANOVISMO Cuando en el 1900 un medico de veintiocho años publica su primera obra literaria, el orden canovista acaba de sufrir la prueba que marcará el principio de su fin. La muerte ha impedido a su creador contemplar el hundimiento definitivo de los últimos restos del gran imperio, lo que, sin duda alguna, preveía. El novel, aunque ya no joven escritor, tenía dos años cuando Cánovas ponía en marcha el mecanismo de su restauración. Tres años después de que el viejo político cayese en un atentado anarquista, se inicia una dilatada obra novelesca que iba a estar indeleblemente marcada por aquel sistema instaurado casi cuando vino al mundo nuestro autor. Nacido en los inicios del canovismo, nacido a la literatura poco después del gran desastre que iba a dar nombre a una generación de la que es una de las más representativas figuras; publicado su primer libro bajo la impresión de un hecho sangriento _hechos y héroes de la idealista destrucción, tan constantes en toda su obra_, a lo largo de su fecunda vida don Pío Baroja nos repetirá, como en una pesadilla, el retablo inmóvil de aquella España que lo vio nacer como hombre y como escritor. Y cuando definitivamente muerto, aquel orden, aquel sistema, aquella España de su juventud hayan dejado paso a otro orden, a otro sistema, a otros hechos y catátrofes, el escritor, la cabeza vuelta al pasado, continuará clavado en las imágenes de aquel retablo con la inmovilidad dolorosa de una estatua de sal. Esta inmovilidad de la Historia es, hasta cierto punto, la misma que el orden canovista pretendía. Tras más de medio siglo de movimiento frenético y confuso, de agitación violenta y catastrófica, Cánovas pretende parar aquella turbulencia, aquella orgía de violencias y de pronunciamientos mediante un estable mecanismo que permita la reconstrucción del país. Pero Cánovas confía muy poco en las posibilidades del país. No cree en el pueblo español, ni en su ejército, ni en su aristocracia. Ni siquiera en la burguesía, su propia clase, a la que considera necesario empujar, porque ella por sí sola no sería capaz de ponerse en marcha. Para Cánovas la única solución está en la rígida acción de una élite dirigente escogida y responsable que, gobernando con los menores obstáculos, posibilite los medios precisos para incorporar por fin España a la revolución burguesa liberal. Cincuenta años más tarde Pío Baroja, por boca de uno de sus héroes novelescos, el Fermín de Los visionarios, expresará el mismo pesimismo y, consecuentemente, propugnará una parecida solución. "¿Qué comunismo vamos a tener nosotros _objeta a un médico marxista que cree en la revolución popular, en las masas_ en un país donde nadie acude con puntualidad a las citas, donde no hay posibilidad de cooperación ni de colaboración y donde, no los niños, sino las personas mayores van echando las cáscaras de naranjas en las aceras, sin pensar que el que venga atrás puede resbalarse y matarse?" Y tras esta declaración pesimista sobre las posibilidades de un pueblo inferior, unas líneas después expondrá la posible solución. "Quizá _dirá don Fermín_ con el tiempo aparezca algún grupo de jóvenes inteligentes y escogidos que conquisten el poder y hagan las reformas necesarias del momento, sin dejarse llevar por utopías ni por sentimentalismos". El ideario de Fermín no parece muy distinto del de Cánovas. La única y fundamental diferencia es que Cánovas era un profundo liberal, un convencido legalista y, en último término, un demócrata, aunque de la democracia tan sólo conservase la letra, la máscara legal. Fermín, desengañado ya de cualquier liberalismo, de cualquier formalismo legalista, de cualquier escarceo demócrata, deja atrás aquellos sentimentalismos y utopías y propone sin disimulos ni ambigüedades el golpe de estado, la dictadura. Los doce primeros años del escritor son, como señala Eugenio de Nora, los que van a darnos lo más valioso y perdurable de su dilatada carrera. Las obras maestras de Baroja (las trilogías de La lucha por la vida y La vida fantástica, las novelas vascas y aventureras _Labraz, Zalacaín, Shanti Andía_ y sobre todo esas cimas del arte barojiano que son El árbol de la ciencia y César o nada) van a producirse en este período. A partir de aquí Baroja se repetirá, se copiará a sí mismo; nos dará reiteradamente los mismos motivos, las mismas situaciones, pero sin que alcance, salvo. en raras ocasiones, la altura lograda en aquellas obras. En los cincuenta largos años que dura su fecunda carrera, los diez primeros son los esenciales, los definitivos. Parece como si en los cuarenta restantes nada esencial hubiese cambiado en el escritor y en el mundo del escritor. Y es, sin embargo, en los años inmediatamente siguientes a ese periodo cumbre en la producción de Baroja, cuando el gran cambio comienza a producirse. El orden en que había nacido, el orden canovista de la Restauración, que mal o bien, con claudicaciones y desengaños, con desastres como el del 98, con crisis como la del catalanismo, había, sin embargo, conseguido mantenerse (ya sin otro fin, sin otra ilusión que el de su propio mantenimiento, el de su propia vacía pervivencia, perdida toda esperanza de renovación y de reforma) ese orden, por una serie de acontecimientos desarrollados, sobre todo de 1914 a 1920, va a hundirse definitivamente. Con ello, quedaba cerrada una etapa de la Historia de España. Baroja nos ha dado en esa primera etapa de su producción su visión de la España canovista. Ciertamente este testimonio ha estado acompañado por algunas escapadas a un pasado histórico y aventurero, por el que nuestro autor siente una atracción especial. Pero el testimonio de su época es lo más esencial en este primer momento de su obra. Este testimonio se presenta ante todo como un testimonio de frustración personal. Es esta frustración la que informa al héroe típico barojiano. El hombre marcado por una sociedad represiva y levítica, ahogado por el medio rastrero y vulgar, de pequeños filisteos y hampones; el hombre que aspira a elevarse sobre todo esto y a cambiar el desdichado país en que le ha tocado vivir o, al menos, a cambiarse a sí mismo, para encontrarse al final condenado al conformismo o a la muerte, es el hombre barojiano. Y este hombre (el Fernando Ossorio de Camino de perfección; el César Moncada, de César o nada; el Andrés Hurtado, de El árbol de la ciencia), es, naturalmente, Baroja, o, al menos, el primer Baroja, el Baroja aún con ilusiones de sus primeros años de escritor. Pero este hombre es también el símbolo de un sistema que, buscando propiciar el cambio, estableció el inmovilismo; que desconfiando de la mediocridad y rapacidad del ambiente, se entregó a los mediocres y a los rapaces; que queriendo abrirse al exterior, se cerró en sí mismo definitivamente, y que ofreciéndose como un camino de perfección y de salvación, se transformó en la vía de la decadencia irremediable. Posiblemente el sistema y el héroe de la ficción barojiana sufren el mismo error fundamental: la total desconfianza en los demás, el pesimismo absoluto en la masa que le rodea, unido al sentimiento elitista más exacerbado de sí mismo. Ya hemos dicho que Cánovas no cree en el pueblo, ni en la Iglesia, ni en la burguesía, la aristocracia o el ejército. En el fondo, Cánovas sólo cree en sí mismo. Todo su sistema se basa en esta creencia: todo tiende a limitar al máximo cualquier obstáculo a su propia acción. El héroe barojiano, parte del mismo sentido elitista y de la misma desconfianza. Los Ossorio, los Hurtado o los Moncada parten siempre del sentimiento de su propia superioridad. De ahí la infiexibilidad de sus juicios. De ahí el desprecio de la masa y consiguientemente del socialismo o la democracia. "Fernando se olvidó de que era demócrata (¿pero era realmente demócrata o tan sólo formalmente el héroe de Camino de perfección?; ¿ y Cánovas.. ?) y maldijo con toda su alma al imbécil legislador que había otorgado el sufragio a aquella gentuza innoble y miserable, sólo capaz de fechorías cobardes." Y un poco más tarde el mismo personaje exclama: "Mi tío es especialista en vulgaridades democráticas. Mi tío es republicano. Yo no sé si existe alguna cosa más estúpida que ser republicano; creo que no la hay, a no ser socialista y demócrata" (Camino de perfección). A lo largo de toda su obra, los héroes de Baroja abundan en parecidas opiniones. Podíamos suponer que eran expresiones de los personajes de ficción y no opiniones del escritor. Pero el 14 de abril de 1899 Baroja escribe un artículo sobre la democracia. Y en este artículo encontramos una serie de juicios y conceptos que son prácticamente los mismos que después encontraremos en sus héroes de ficción (1). Estos juicios de Baroja sobre el socialismo y la democracia, conceptos que, ciertamente, nuestro autor no diferencia con claridad en el mencionado artículo, serán repetidos en términos muy similares por la larga nómina de personajes que nos dará en su fecunda carrera. Y en todos ellos está patente ese elitismo, esa desconfianza hacia el gobierno del pueblo por el pueblo, que en el fondo anima al sistema canovista. Porque Cánovas podrá establecer una democracia formal, podrá levantar un mecanismo democrático, pero en la realidad empleará todos los recursos posibles para falsear el libre juego de esta democracia, para obstaculizar su auténtico desarrollo, sustituyendo a los representantes del pueblo, libremente elegidos por una casta de políticos burgueses que no representarán otros intereses que los de su propIa clase: la oligarquía. Ciertamente Baroja tiene razón al reírse de la representatividad de la democracia. Dada la democracia que el conoció, la democracia canovista, sus suspicacias e incluso sus sarcasmos están justificados. Pero lo que falta a Baroja es un análisis en profundidad que le descubra el porqué de esa falta de representatividad, que le revele las razones de esa burda farsa política en que había devenido el sistema demócrata liberal del canovisrno. Fallará también al tomar esta democracia española como arquetipo universal de cualquier democracia posible. Pero donde su fallo se nos presentará como más trágico es en ese intento, por una parte, de peculiarización, y por otra, de generalización trascendente, a que tan dado ha de mostrarse. Es esa generalización de considerar la avaricia, el pillaje, como consustancial a la naturaleza humana, lo que imposibilita cualquier progreso social, porque el oprimido de hoy será indefectiblemente el déspota de mañana. Y ese peculiarismo, que hace del español un pueblo diferente _el que tira las cáscaras de naranja en las aceras, es el que impedirá, según los mantenedores de este peculiar concepto, que en él puedan funcionar sistemas e instituciones que se muestran eficaces en otros pueblos de la Tierra. A lo largo de su vida el frustrado héroe barojiano chocará con una serie de obstáculos que son consecuencias del sistema sobre el que se ha montado la restauración. La miseria moral es una consecuencia de la miseria política, y aunque Baroja no establezca la relación de una forma directa y apriorística _lo cual, a mi modo de ver supone uno de sus méritos como creador literario_ esta relación se va presentando al lector informado de una forma concluyente. Pero al describir estos obstáculos, el novelista nos está trazando un vívido cuadro de las condiciones socioeconómicas y políticas de la época. Ciertamente, tampoco en esta descripción se sigue una rigurosa exposición dialéctica. El cuadro, en cuanto literario, es subjetivista y se nos presenta de una manera dispersa. Algunos aspectos, como el caciquimo, son tratados detalladamente. Otros, como las relaciones subyacentes entre la política y las estructuras económicas, no se señalan con la misma claridad. Pero el cuadro del marco político de la Restauración en esta primera obra barojiana, aun presentado como telón de fondo de la frustración moral de sus héroes, es lo suficientemente vivo para que se nos presente como sumamente válido. |
César o nada es, sobre todo en su segunda parte, una de las novelas en que este fondo político se presenta de una manera más ordenada y consciente. Acusado de prefascista, César Moncada tiene rasgos ideológicos _comunes, por otra parte, a una gran mayoría de héroes barojianos_ que corresponden a la personalidad fascista_autoritaria, pero carece del último rasgo diferenciador del fascismo: el encauzamiento de esa agresividad autoritana, de esa personalidad irracionalista y mítica, como fuerza de choque al servicio de un capitalismo amenazado.Y aunque el propio Baroja recoge esta acusación sin rechazarla del todo (2), César se nos muestra más bien como un autoritario ingenuo que, bajo una capa de pragmatismo y maquiavelismo oportunista, oculta al idealista y frustrado héroe barojiano, fácil víctima de la cazurrería y brutalidad de la inmóvil España negra. Ciertamente que ya en Roma nuestro héroe no se desenvuelve muy brillantemente. Dotado de una sabiduría financiera un tanto gratuita e imprecisa, aparece como un intrigante de medio pelo que en ningún momento consigue engañar a la sutil clerecía, que él tanto desprecia. El hombre de acción se traduce en la práctica en un desahogo verbal un tanto acerbo. Al final, su ideología se concentrará en un reformismo progresista que, por lo insustancial y aislado, no puede llevar a otro resultado que al del espléndido cierre de la obra, tantas veces citado, del Castro Duro dormido en el polvo. Pero como telón de fondo de su frustrado héroe, Baroja nos traza una panorámica de lo que había llegado a ser el sistema canovista. Perdida toda diferencia ideológica y real entre los partidos turnantes, la vida política es una confusa mezcla de arribismo y mediocridad. «La política española es como un estanque: un trozo de madera fuerte y densa se va al fondo; un pedazo de corteza o de corcho o un haz de paja se queda en la superficie . Hay que disfrazarse de corcho.» Pero ese mundo mediocre y vacío de los políticos de Madrid aparece al servicio de los auténticos señores: la oligarquía de la España agraria, la estructura caciquil. Don Calixto y don Platón Peribáñez, enemigos en el poder, unirán sus fuerzas cuando sus privilegios se vean amenazados por la acción reformista de César. El cacique es el terrateniente, el usurero, el representante de esa burguesía enriquecida por la desamortización de Mendizábal, que, paradójicamente, se ha refugiado en la religión y cuenta con el auxilio de esta religión para conservar sus privilegios. La justicia, a nivel municipal o comarcal, está a su completa disposición por el simple mecanismo democrático del que es pieza esencial. Las diferencias políticas se reducen a querellas por el botín de los poderes caciquiles, sin que estas querellas lleven a la autodestrucción, porque el turno de partidos asegura siempre una cierta estabilidad en la rapiña. Junto a estos oligarcas, representantes de las fuerzas vivas del canovismo, el resto del mundo político aparece como una grotesca comparsa. El librero republicano, los libertarios, el Círculo Obrero, son presentados con su carácter de protesta inútil, de eternos perdedores en aquella farsa inmodificable y preestablecida. Porque el diputado será siempre un servidor del cacique de turno, sin que la calificación de conservador o liberal tenga otro valor que el de una abstracción formal de servidumbre. En César o nada, la elección dcmocrática se presenta como la brutal farsa en que había degenerado el sistema electoral en la segunda etapa de la Restauración. El falseamiento electoral manejado desde Gobernación, en el que aún se pretende conservar una apariencia de legalidad, ha degenerado en una especie de lucha tribal, en la que el matonismo y la violencia física, apoyada por las propias fuerzas del orden, juegan el papel más importante. En estas circunstancias es como César Moncada pierde su representación de Castro Duro. Este mundo corrupto y brutal, este mundo de aristócratas troneras y estafadores, de caciques usureros, de curas y clérigos oscurantistas y ultramontanos, de republicanos utópicos y libertarios, semidelincuentes comunes; de elecciones realizadas bajo la presión de bandidos y matones, de funcionarios corrompidos, de pueblo oprimido pero embrutecido y apático; este mundo de ignorancia y vileza es el que César Moncada quiere reformar. Él no se hace demasiadas ilusiones sobre este mundo, ni sobre los oprimidos, ni sobre los opresores. «El mundo político y éste _el pueblo_ son dos mundos aparte. Este es de la gente que tiene que cargar con el peso de todo y aquél es el mundo de la gentuza, de los ladrones, de los idiotas y .de los mentecatos. Realmente es difícil encontrar nada tan vil, tan inepto y tan inútil como un político español. La burguesía española es un vivero de granujas y miserables. Yo siento una repugnancia inútil al rozarme con ella. Por ello vengo aquí de cuando en cuando a hablar con esta gente; no porque éstos sean buenos, no; el que más y el que menos es un canalla, pero siquiera dicen lo que sienten y blasfeman con naturalidad.» Así ve César a Castro Duro, símbolo de España y piensa que, no obstante, si le dejaran obrar, él podría cambiar aquello: «aquí hacer un puente, allí aprovechar el desnivel del río y establecer una fábrica de fluido eléctrico para la industria... » Y «el pensar en aquellas fuerzas dormidas le irritaba: el salto de agua perdido, sin dejar su energía en algo; la hondonada, que podía transformarse en pantano de riego; el río, que marchaba mansamente, sin fecundar la tierra; el campo de la ermita, que hubiera podido convertirse en parque, con una escuela alegre y clara ... » Casi cuarenta años antes Cánovas había, sin duda, tenido parecidos pensamientos y parecidas irritaciones y proyectos. Y para llevar a cabo aquellos planes de saneamiento económico, de industrialización y progreso, de civilización del país, montó su mecanismo de poder. Pero César Moncada, en sus años de maduración política, en aquellos años en que piensa propiciar el bienestar social sin destrozar el individualismo, en que sueña los sueños del hombre nietzscheniano, aún ve claro que para llevar a cabo sus planes reformistas debe cambiar las estructuras del poder, «destrozando a los caciques, acabando con el poder de los ricos, sujetando a los burgueses ... Entregaría la tierra a los campesinos, mandaría delegados a las comarcas para hacer obligatoria la higiene y mi dictadura rompería la red de la propiedad y la teocracia ... » Cuando César consigue el poder formal en Castro Duro no es capaz de cambiar las estructuras porque el poder real sigue siendo el mismo. Y cuando Cánovas pacta con aquellas estructuras para conservar el poder, para gozar de un orden y estabilidad que le permitan realizar sus reformas, ha condenado cualquier posibilidad de reforma auténtica y fecunda, porque se ha entregado a las fuerzas del inmovilismo. Y cuando, después de su muerte, su orden ha producido el Castro Duro de César Moncada, el orden ha perdido ya toda intencionalidad finalista para convertirse en su propio fin. Si hubiera podido, se habría conservado eternamente, pactando con cualquier injusticia, con cualquier corrupción: se habría mantenido a costa de los mayores desastres y miserias; se habría mantenido eternamente, en nombre de sí mismo, un fin ya en sí mismo, olvidando que había nacido como un medio de alcanzar un progreso, un cambio; convertido ya, como tantas veces, en un concepto vacío que tan sólo encubre la inercia del deseo de conservar unos privilegios, un poder...
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El año 1914 marca el fin de aquel optimismo que había producido el triunfo de la revolución industrial. El orden burgués se ve sacudido por la primera guerra, fruto obligado de sus contradicciones. España, que no ha realizado la revolución burguesa_liberal que el orden canovista pretendía, se ve al margen de la contienda, pero no por ello libre de sus implicaciones. El año 19l4 es el auténtico principio del fin del sistema político de la Restauración. Los dos grandes acontecimientos internacionales, la guerra europea y la revolución rusa, sacudirán profundamente nuestro país. Junto a estas convulsiones externas, la evolución interior, la evolución de las estructuras económico_sociales harán ya imposible la pervivencia de aquel orden político, que había perdido hacía ya mucho tiempo la posibilidad de adaptarse a las necesidades que aquellos cambios implicaban. La gran guerra y posteriormente la revolución del 17 convulsionaron aquella charca inmóvil que era la España de caciques y oligarcas, de políticos rapaces y curas ultramontanos, que constituye el marco de la primera novelística barojiana. Las contradicciones latentes en la España de la Restauración se agudizan ante el impulso de los acontecimientos exteriores. Como señala Juan Antonio Lacomba (3), «todas y cada una de las estructuras del país se modificaron ante el impulso demoledor; la tremenda presión exterior acentuó las deformaciones existentes, creó otras nuevas y fue, en definitiva, factor esencial del futuro desenvolvimiento hispano». Para poder gobernar sin obstáculos, para mantener el orden y la quietud y para mantener al ejército alejado del gobierno, Cánovas se entrega a la oligarquía terrateniente. Si en España hubiésemos sido dados a representar a los partidos por símbolos gráficos, como ocurre en Norteamérica, los conservadores de la Restauración muy bien podrían haberse distinguido por un olivo, y los liberales, por una espiga de trigo castellano. Entregar el poder real a la oligarquía agrícola no es el mejor medio de realizar la revolución liberal. De ahí que esa revolución apareciese ahogada en el principio y que en España, tras la apariencia de un régimen parlamentario, continuaran existiendo unas estructuras feudales. Pero la guerra del l4 precipita, como hemos dicho, una crisis incontenible. Aunque la neutralidad española lleva aparejada una notable prosperidad económica, ésta es más bien pasajera y representa sólo el antecedente de una aguda depresión. El mercado agrícola, que por la demanda exterior experimenta una aguda alza de precios, al tener que reducirse a un mercado interior, sobre todo por el bloqueo de los submarinos alemanes, acaba en una grave crisis cerealista, que tendrá una importante repercusión social. Esta repercusión se reflejará, por una parte, en un movimiento migratorio del campesinado a la ciudad y una consiguiente expansión del proletariado urbano; por otra, en un alza de precios que llegará a ser intolerable y precipitará el intento de la revolución social. También la neutralidad tiene su repercusión en la industria con el boom industrial, que llevará a la concentración monopolista. El desarrollo industrial, unido a la crisis agraria, supondrá, por una parte, el deseo de la burguesía capitalista de efectuar su revolución, sustituyendo en el poder a la oligarquía agraria. Gran parte del problema catalanista debe interpretarse desde esta actitud. Por otra parte, el desarrollo industrial lleva consigo una nueva configuración del proletariado, que pasa de la fase semiartesanal de la pequeña industria patronal a la fase masiva de la industria monopolista, con la consiguiente repercusión en la toma de conciencia política y en la articulación de una izquierda proletaria. La nueva articulación de los partidos políticos y sobre todo la concentración ciudadana, que dificulta el manejo electoral tradicional del canovismo, acaba con el sistema del turno de partido, ya muy debilitado desde las diferencias y rivalidades personales de los líderes liberales y conservadores en el 1909. La guerra, por otra parte, con la división de germanófilos y aliadófilos, polariza la conciencia política del país e introduce la división dentro incluso de las capas medias, que la Restauración, en su atonía ideológica, había procurado mantener en armonía y unidad. Finalmente, la guerra acentúa la frustración del ejército y consiguientemente precipita su propia concienciación como estamento destinado a jugar un papel de primera línea en los destinos nacionales. El resultado de todo ello es lo que Juan Antonio Lacomba ha estudiado bajo el nombre de la crisis española de 1917. Los tres intentos revolucionarios: el del ejército con las juntas Militares de Defensa, el de la burguesía con la Asamblea de Parlamentarios y el proletariado con la huelga general de agosto fueron los hechos que, juntamente con la guerra de Marruecos, acabaron definitivamente con el sistema de la Restauración. La dictadura de Primo de Rivera iba a abrir un período de transición, que desembocaría en una crisis con la que se abriría una nueva época. |
¿Cómo ve don Pío Baroja este período? ¿Cómo refleja la obra del escritor que tan fielmente, tanto a nivel documental como a nivel de testimonio de frustración personal, había reflejado en su primera obra la estructura social, política y ética de la España de la Restauración, los nuevos condicionamientos que van a suponer el fin de aquel sistema? Si observamos su producción en los años comprendidos entre el principio de la crisis (1914) y el que corresponde al final de la Restauración, el de la dictadura de Primo de Rivera, vemos que ésta se reduce a una novela del mar, totalmente alejada de la realidad españolá, El laberinto de las sirenas, publicada en 1923, y a los trece primeros títulos de Ia serie de Aviraneta, que, aunque concebida como crónica histórica, suponen un refugio en el pasado, ya que la Historia en este caso corresponde a la época anterior a la Restauración. Solamente La sensualidad pervertida está ambientada en la época correspondiente a la vivida por el escritor. Pero esta novela supone una repetición más del héroe frustrado barojiano, que tan bien había desarrollado en su primera etapa (4). Es curioso que a lo largo de toda su carrera, únicamente en el período comprendido entre los años 14 y 23 Baroja se despreocupe completamente de los acontecimientos contemporáneos. Parece como si en ellos el escritor no encontrase nada digno de novelar y se refugiase en un pasado histórico y aventurero, en la biografía de un hombre de otra época, que, sin duda, nuestro autor veía mucho más propicia que la en aquel momento vivida para desarrollar el héroe de acción constituyente de uno de sus ideales narrativos. Sin embargo, como hemos señalado antes, son precisamente esos años en los que Baroja se refugia en el pasado, años cruciales en la historia de España y en la historia universal. La guerra europea y la revolución rusa han originado una producción narrativa de todo tipo que desmienten esta falta de interés novelesco que aparentemente la época tiene para Baroja. Precisamente en el 1912 publica una novela, El mundo es ansi, en que retrata el tipo de hombre que va a hacer la gran revolución del 17: el intelectual ruso refugiado en el extranjero, más concretamente en Ginebra. Pues bien, este hombre, según Baroja, no es precisamente un héroe ni un modelo de hombre de acción. Con su sobria rotundidad, el escritor nos va trazando el retrato de estos estudiantes: «Entre los hombres abundaban los tipos melenudos y extraños; entre las mujeres, las estudiantes desgarbadas y mal vestidas; unas llevaban un impermeable; otras, un gabán; pocas, sombrero; la mayoría, gorra o boina en la cabeza, puesta de cualquier manera, sin ningún género de coquetería.» Estos estudiantes, que desprecian la belleza, la galantería, que tan sólo se interesaban por «sus sueños políticos y sus utopías irrealizables»; que «a fuerza de leer y no dormir habían perdido la noción de la realidad»; cuyo «defecto general era la pedantería y la tendencia doctrinaria», son unos pobres ilusos y exaltados, que escuchan como a un oráculo al profesor Ornsom, «cuco y farsante», barajando sus estadísticas y cantando la revolución. De entre ellos Baroja separa a Lerskoff, la voz de la razón, «positivista empírico y enemigo de toda metafísica», inteligencia «clara y fuerte», que «consideraba que la actividad judía tenía por fin destruir toda concepción elevada y noble y sustituirla por el internacionalismo comercial y el capitalismo», y «se reía de las ilusiones de los exaltados, que soñaban con transformar rápidamente, y como por arte de magia, un imperio tan vasto y tan heterogéneo como Rusia». Baroja nos daba este cuadro en el 1912. Cinco años más tarde, algunos de aquellos ilusos exaltados dirigían el asalto del Palacio de Invierno. En 1932 Baroja publica una trilogía, La selva oscura, en la que pretende dar una impresión de conjunto de las conmociones de estos últimos años. En esta trilogía Baroja pretende, según propia confesión, darnos una visión de los disturbios y posibles transformaciones de la vida española, vistos a través de gentes humildes, salidas de un caserío vasco. El período de tiempo del que Baroja piensa darnos su visión es demasiado extenso y preñado de acontecimientos; por otra parte, la unilateralidad del enfoque _la gente de los caseríos vascos_ no favorece la clara interpretación de los hechos. En realidad, en las tres novelas, los últimos años de la Restauración son tratados con menos detenimiento que los sucesos de la Dictadura y de la II República. En La familia de Errotacho, en su primera parte, trata de los años correspondientes a la Gran Guerra y cómo se vive ésta en un caserío fronterizo, el de la familia de los Larreche. Relato aventurero, de pequeños espionajes y contrabando, aclara poco el impacto que en la España neutral causó el conflicto europeo. Posteriormente nos narra un intento de loca sedición anarquista en Vera y su cruel y absurda represión. En esta parte el autor vuelve a darnos su versión novelesca de los anarcosindicalistas y descarga su fobia contra Alfonso XIII y el militarismo. En El cabo de las Tormentas, tras un relato sobre la sublevación de Jaca, nos cuenta una historia del pistolerismo en Cataluña en la época de Martínez Anido. La última parte está destinada a relatar los acontecimientos correspondientes a los movimientos callejeros de los primeros años de la República. También en los años de la República se ambienta la tercera parte de la trilogía, Los visionarios. Vemos, pues, que Baroja, en los años que corresponden a la gran crisis de la Restauración, se refugia en una narrativa no testimonial, y cuando posteriormente pretende hacer una crónica histórica contemporánea, trata aquella época de una manera superficial y anecdótica. Ninguno de los grandes acontecimientos que marcan el fin del viejo régimen es comprendido por Baroja. Baroja no nos habla de la profunda división que la guerra europea introduce en la política nacional; no tiene en cuenta para nada los fenómenos fundamentales de las Juntas Militares de Defensa o de la Asamblea de Parlamentarios; no se da cuenta de la nueva fuerza revolucionaria que se expresa en una huelga general, tan distinta de la tradicional violencia individual de los anarquistas. Baroja se queda sólo en lo superficial, en lo novelesco. Es este carácter novelesco el que le hace acercarse a los pistoleros anarquistas. «El anarquismo _dice en El cabo de las Tormentas_ es algo absurdo y patológico, pero es literario, pintoresco y gracioso dentro de su barbarie; en cambio, el republicanismo y el republicanismo liberal_se refiere a Fermín Galán_ es algo muy manoseado, muy burgués, muy pobre. Un pronunciamiento es, naturalmente, una cosa cuartelera.» El individualismo rebelde y agresivo de Baroja se siente atraído por esa forma de rebeldía individual extrema que es el anarquismo. Pero el pequeño burgués intelectual, que también es nuestro autor, no puede, desde el punto de vista de la razón, hacer otra cosa que condenarlo. En su última época, cuando la edad y la ferocidad de los acontecimientos históricos han exacerbado su conservadurismo pequeño burgués, dirá en Las veladas del chalet gris: «Eran tiempos en que el anarquismo, tendencia político_social, que ofrecía una mezcla bastante rara de misticismo y criminalidad, estaba de moda, cosa que no puede sorprender a los que en otro orden de ideas han visto la vida del cubismo, del surrealismo y ahora del existencialismo, que, si no producen crímenes, no dejan de ser orientaciones no menos absurdas ni menos seguidas por gentes fantásticas y alocadas.» |
Baroja no podía ver el nuevo giro de los acontecimientos. Él seguía mirando desde el prisma de su juventud, el de aquella España de la Restauración, que había reflejado en sus primeras novelas. No podía comprender que aquel proletariado madrileño, aquellos golfos y artesanos que había reflejado en La lucha por la vida, poco a poco, por la evolución industrial del país y los movimientos migratorios, se había transformado y un nuevo proletariado y una nueva estructura social iban a precipitar la crisis. Tuvo hacia los militares el sentimiento, mezcla de desprecio y resentimiento, que caracterizó a los intelectuales y a las clases medias liberales de su época. Y los militares, tras el derrumbamiento del 98, reaccionaron ante aquel sentimiento y ante aquella situación en que les había colocado el canovismo, pidiendo una posición y un respeto que el sistema les negaba. Despreció a la burguesía, y tampoco supo ver la evolución de la España burguesa. Por eso, cuando todas estas fuerzas precipitaron el fin de un sistema caduco,él permaneció en silencio. La única evolución fue la de su héroe. A partir de 1912, el héroe barojiano cambia. Deja de ser _salvo en raras excepciones, como en El cura de Monleón_, el hombre ilusionado aún, en lucha con el ruin ambiente, buscando su camino de perfección, para convertirse en el observador pesimista de un mundo negativo, en el héroe itinerante que pasa por la vida sin buscar nada, sin esperar cambiar nada, pues sabe que nada se puede cambiar, lanzando sobre esto y aquello los dardos, su acerba crítica. Ferrnín, el héroe de La selva oscura, es el prototipo de este nuevo héroe. «No varían las maneras de ser de las personas porque varíen las instituciones», dirá este nuevo héroe en El cabo de las Tormentas. Y el propio Baroja, en Ideas y ejemplos, se expresará en forma similar: «Porque las instituciones son lo externo; el mal no está en ellas; el mal está mucho más adentro. El mal está en que la vida política de los partidos, hasta aquellos de los que parecen más puros, descansa, se sostiene sobre una base enorme de vividores, de chanchulleros y de chantajistas. Cada diputado representa, por lo menos, unos cuantos matones, unos cuantos bandidos, unos cuantos explotadores, y lo menos malo que podía representar es unos cuantos caciques, y esto no ha de variar porque cambie la forma de gobierno.» A partir de aquí es inútil toda acción. Baroja está marcado por el mundo de la Restauración y no será capaz de trascenderlo. Su pesimismo integral va transformándose en un conformismo de hecho. El hombre es así: todo crueldad, barbarie, ingratitud. «El mundo es ansí.» ¿Qué puede, pues, hacerse... ? El cambio es imposible. El cambio, ni siquiera es deseable. Ya en 1899, en unas palabras dedicadas a Maeztu, decía: «Por más que llame bufo al desaliento, el desaliento existe, o algo peor: la indiferencia; por más que sueñe con otra España, la otra España no vendrá, y si viene, será sin pensado ni quererlo, por la fuerza fatal de los hechos. Ni los vizcaínos, ni los catalanes, ni Costa con sus asambleas harán nada más que dejarnos un poco de ruido, el que produce un cohete al estallar en el aire ... ... Es más: el día que esa nueva España venga a implantarse en nuestro territorio, con sus máquinas odiosas, sus chimenea, sus montones de carbón, sus canales de riego; el día que nuestros pueblos tengan las calles tiradas a cordel, ese día emigro, no a Inglaterra o a Francia ..., a Marruecos o a otro sitio donde no hayan llegado ésos perfeccionamientos de la civilización.» Pero, al menos en aquella época, sus héroes novelescos desmentían estas palabras del escritor. Después no; después serán héroes pasivos, que ya nada buscan porque ni siquiera vale la pena buscar. Cada vez más encerrado en sí mismo, el escritor se refugiará en el pasado, asustado ante un presente que no comprende; despotricando contra la literatura y el arte moderno, contra la sociología, contra el socialismo y el existencialismo; buscando los viejos tipos de la España de su juventud entre aquellos restos del Madrid viejo, que tanto amó; refugiándose en la nostalgia de los pueblos perdidos, de los paisajes duros y agrestes de este país, que él supo describir, con su prosa escueta y descuidada, con una belleza y perfección pocas veces lograda en nuestras letras ... Baroja ha quedado marcado para siempre por el mundo de la Restauración. Pero si la novela, en su visión luckasiana, es la historia de una búsqueda degradada en un mundo también degradado, nadie como Baroja ha expresado esta época en la relación dialéctica entre sus héroes y su mundo. Porque era un producto de aquel sistema, no supo salir de él, no supo contarnos su agonía. Para él la Historia se había inmovilizado en aquel orden que tanto despreciaba. Hasta en esto la coincidencia entre el mundo novelístico y el mundo real fue perfecta ... Y significante.. |
NOTAS (1)« ¡Oh la democracia! Es la palabra más insulsa que se ha inventado. Es como la pirueta del cómico de mi pueblo; la mayoría no sabemos ni lo que es democracia ni lo que significa, y, sin embargo, nos sugestiona y nos hace efecto ... » «La otra democracia, de la que tengo el honor de hablar mal, es la política, la que tiende al dominio de la masa, y que es un absolutismo del número, como el socialismo, es un absolutismo del estómago»; «yo creo que el pueblo no ha mandado nunca, ni en los tiempos más revolucionarios, y que tampoco mandará en el porvenir. ¿Que tiene representantes o delegados que mandan por él? Riámonos de eso. Es la farsa más estúpida que se ha inventado.» «A cada uno, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras, ha dicho un socialista, y esta fórmula sería lógica como ninguna si la Naturaleza fuera también equitativa y justa. Pero la Naturaleza ha hecho también sanos y enfermos, fuertes y débiles, talentudos y bobos, como la sociedad ha hecho también ricos y pobres, nobles y plebeyos. Tan respetable y tan execrable es una justicia como otra...«A pesar de todo, para el progreso de la especie, sería mejor abrir el campo a la energía de los fuertes ; pero, actualmente al menos, no se ve que la democracia sea como una comadrona de genios ... » «Otras de las convenciones _a mi modo de ver, fatales_ de la democracia y del socialismo es la de supeditar y subyugar al individuo en beneficio de la sociedad y del Estado.» «Desconfío de los demócratas y socialistas pobres; creo que si fueran ricos, no serían dernócratas.» (Contra la democracia, 15_4_1899. Obras Completas de Pío Baroja: Ensayos,pp. 862 a 864, t. VIII. Biblioteca Nueva, 1951.) (2) «De Roma, pues, saqué la tesis para un personaje inventado, parecido al tipo fascista, no para defenderlo, sino para exponerlo, como lo dice en las páginas de ese libro. No podía tener esto novedad, pero Giménez Caballero dice que era como una anticipación del fascismo, y un italiano me mandó un folleto en el cual se protestaba que se me atribuyese a mí la invención de esa teoría política autoritaria. La tesis de mi novela era como un supuesto político y novelesco que se podría sentir en un pueblo como Roma, pero nada más. Yo no iba a ser patrocinador ni defensor de ninguna teoría política.. (Ensayos. Ciudades de Italia: Roma.) (3) JUAN ANTONIO LACOMBA: La crisis española de 1917. Editorial Ciencia Nueva. Madrid, 1970. 4) La leyenda de Jaun de Atzate es un ensayo poético novelesco, publicado en 1922, en que se trata una serie de mitos y temas vascongados. Es obra un tanto aparte en la producción de don Pío Baroja. (Cuadernos Hispanoamericanos, nº 266_67. Julio_Septiembre de 1972)
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LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ EN LA POETICA DE ANTONIO MACHADO
El 22 de febrero de 1939 muere en el hotel
Bougnol_Quintana, de Collioure, lejos de la alta paramera, de
los olivos cenicientos, del claro huerto donde madura el
limonero, don Antonio Machado, el más entrañable de los poetas
españoles contemporáneos. Unos días antes, como tantos de los
vencidos, había atravesado la frontera por Cervere. Era el final de
la más trágica expresión que puede tomar la lucha fratricida: la
Guerra Civil.
Y termina Machado, en una nota a las consideraciones de Mairena: «Juan de Mairena no alcanzó el reciente debate sobre «poesía pura», en el cual no fue D'Alembert, sino M. De la Palisse, quien dijo la última palabra: poesía pura es lo que resta después de quitar a la poesía toda su impureza.» Gedeónico, habría comentado Mairena, «porque para eliminar de cuanto se vende por poesía la ganga o escoria antipoética que lo acompaña, habría que saber lo que no es poesía, y para ello saber, anticipadamente, lo que es poesía. Si lo supiéramos, señores, la experiencia sería un tanto superflua; pero no exenta de amenidad. Mas verdad es que no lo sabemos y que la experiencia parece irrealizable ». Así habla Mairena, aunque con alguna anterioridad defina la poesía como diálogo del hombre con el tiempo, y llama «poeta puro» a quien logra vaciar el suyo para entendérselas a solas con él, o casi a solas. Pero esto _añadimos_ es una aproximación, no una definición de esencias inmutables. Puede que ante versos como
Pequeño,
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Creo que para saber si
Machado consideraba o no erróneo el camino que supone La Tierra de Alvargonzález, nos conviene, antes
que perdernos en suposiciones personales, canalizar los diversos
juicios que sobre la poesía hace el Machado posterior a 1917. Las
prosas del poeta nos brindan un material, si no demasiado abundante,
sí bastante uniforme dentro del tono irónico y paradójico que
caracteriza esta última parte de su obra.
Pienso que un gran poeta como Cernuda está en su derecho de no
gustar de otro gran poeta, como es Machado, en virtud de los
postulados de su propia poética; de la misma manera que Machado, en
virtud de su propia poética, podría no gustar de los poemas de
Cernuda, lo mismo que no gustaba de los de esos grandísimos poetas
que fueron Góngora y Quevedo. Lo que, repito, me parece aventurado
es afirmar que Machado no gustaba de uno de sus poemas, por el
simple hecho de que dicho poema no esté de acuerdo con la estética
del comentarista, aun correspondiendo plenamente con el concepto
que, de lo que debía ser la poesía, tenía el propio Machado.
Ha quedado clara la preferencia de Machado por el romance:
intentemos desmenuzar los motivos.
(dice la monotonía
Es esta monotonía de la cantinela del romance lo que le da esa impresión de temporalidad definitiva. Pero lo temporal está no sólo en su estructura, sino en su propia historia. Forma derivada de la primera manifestación literaria castellana, forma adoptada por el pueblo, en razón de su sencillez y naturalidad, es también propia de las tierras que iban a constituir el núcleo aglutinante de lo español. Están, pues, unidos al nacimiento de nuestra lengua y de nuestra historia. Y es esto lo que da una nueva dimensión a la temporalidad del romance: La temporalidad histórica, que viene a enriquecer este sentido de temporalidad intrínseca de su estructura que antes hemos señalado. |
Pasando ya al análisis de La Tierra de
Alvargonzález, una vez señalada la coherencia de esta idea de
construir un nuevo Romancero dentro del pensamiento de Machado,
vamos a señalar sus principales rasgos y su relación con los
más característicos temas y motivos del autor.
Siendo mozo Alvargonzález,
La hermosa tierra de España
la redonda loma cual recamado
escudo, de A
orillas del Duero; o _también de A orillas del Duero_ ese
fantasma errante «de un pueblo que ponía a
Dios sobre la guerra» . Otras veces _Por tierras de España_
será el «arquero / la forma de un inmenso
centauro flechador», el que se presenta como numen
sanguinario y fiero de estos campos. Y no sólo el campo: ríos y
ciudades tienen también este carácter épico. El Duero «traza
/ su curva de ballesta, en torno a Soria»: Soria será «una
barbacana / hacia Aragón en castellana tierra ... »
¡Oh tierras de Alvargonzález,
Cuando el asesino labre
Los
hombres pasan. La vida es como un sueño junto a una clara fuente.
Pero como las primaveras se suceden a las primaveras, los hombres se
suceden a los hombres. Y esa fugacidad de la vida, ese pasar de la
alegría de la boda, del soñar la figura rosada y risueña del primer
hijo, a las aguas profundas de la muerte, choca con ese otro
misterio de lo eterno humano que, como el viejo crimen bíblico, a lo
largo de los tiempos, a través de los hombres y los hombres,
permanece inmutable. Y otra vez Machado engarza lo particular, la
propia visión lírica individual, con esa visión colectiva de la
patria, tan propia del 98. |
La visión que Machado tiene de
este pueblo español no es precisamente idílica. «Si
_dirá_ de las ciudades pasamos a los
pueblos, y de los pueblos a las aldeas y a
los campos donde florecen los crímenes sangrientos y brutales,
sentimos que crece la hostilidad del medio, se agrava el encono de
las pasiones y es más denso y sofocante la atmósfera de odio que se
respira».
Feliz vivió Alvargonzález
El numen de estos campos es
sanguinario y fiero
Está en la sala familiar,
sombría,
También Miguel, el menor de los Alvargonzález, el viajero, que partió a lejanas tierras, vuelve un día a la tierra pobre y ensangrentada.Largos años de exilio, largos ringleros de españoles arrojados de su patria por sus ideas o por su hambre, parecen volver con él. Machado hará que la tierra maldita, la tierra estéril de los asesinos, vaya a sus manos. El viajero echó _al fin_ raíces en su propia patria.
En la tierra en que ha nacido
«La tierra de Alvargonzález (Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 104_107. Octubre 1975_Febrero 1976)
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LA CRITICA LITERARIA EN ESPAÑA
ualquier intento de teorización sobre la crítica literaria exige una limitación previa. Es preciso determinar desde un principio el concepto sobre el que vamos a tratar, ya que con este término se recogen realidades objetivas que si bien pueden tener una serie de factores comunes, tienen a su vez otros tan claramente diferenciadores que el más elemental criterio de ordenación nos llevará a trararlos como realidades diferentes. Indudablemente se hace crítica literaria cuando se reseña cualquier novedad editorial en un periódico o revista. Pero también se está haciendo (y éste, desgraciadamente, es el caso más frecuente de la crítica española en relación a los escritores nacionales), cuando deja de reseñarse, dando lugar a lo que podríamos denominar crítica por omisión. Junto a esto, entra a su vez en el amplio cajón de sastre que es el concepto de crítica, el extenso y documentado artículo dedicado a una obra o a un autor con independencia de que sean o no novedad editorial; y el grueso volumen con nutrida bibliografía sobre alguno de los múltiples hechos culturales que configuran ese amplio y no muy claramente determinado «universo del discurso» que designamos con el genérico nombre de lo literario. Hasta aquí, y sin salimos del mundo de la letra impresa, hemos hecho ya referencia a fenómenos lo suficientemente heterogéneos para que nos obliguen a una previa acotación a la hora de estudiarlos. Pero es que el mundo de la letra impresa no agota el universo de la crítica. Pues esa información periodística _incluyendo en ella la omisión a la que nos referimos anteriormente_cabe hacerla a través de la radio y de la televisión; y, finalmente, el simple comentario oral, ante uno o varios auditores, sobre una obra o un autor, ¿no puede ser también considerado como crítica? De esta breve enumeración podemos ya deducir algunos criterios de clasificación previa. Podríamos distinguir, en primer lugar, de acuerdo con el medio empleado para transmitir el mensaje crítico, entre una crítica impresa y otra no impresa. En segundo lugar, si tomamos como referencia el hecho cultural sobre el que la crítica recae, distinguiremos entre una crítica de novedades editoriales, y una crítica intemporal; finalmente, si nos atenemos a la extensión, podríamos dintinguir entre la reseña, el comentario, el estudio y la obra universitaria o académica. Por supuesto que estas clasificaciones no son excluyentes. Por el contrario, existe entre ellas una relación de intersección. Y si quisiéramos simplificar tomando los rasgos pertinentes comunes, podríamos reducir la clasificación a la de crítica impresa-no impresa y, en relación con la primera, a la de reseña periodística-estudio académico. Hasta ahora nos hemos estado limitando a la crítica como un hecho objetivo. Pero este hecho objetivo es el resultado del trabajo de una persona. Cabría por tanto plantearse la clasificación desde el punto de vista del autor, es decir, del crítico. Esto sin duda nos llevaría a una serie de ordenaciones tan variadas como pintorescas. Desde el método con que el autor se aproxima a la obra, hasta la tipología del crítico literario, pasando por una serie de aspectos intermedios, las posibilidades de clasificación pueden ser casi tan numerosas como las de las obras que se pueden reseñar. No me resisto, sin embargo, dada la imposibilidad de abordar las ricas implicaciones taxonómicas del tema, a la tentación de citar una de estas clasificaciones: la que, en función de la relación crítico-creador establece Eliot en su artículo «Criticar al cririco». En primer lugar _dice Eliot_ está el crítico profesional: el crítico cuya crítica literaria es su título principal, y quizás único, para la fama. Es el supercrítico, ya que suele ser el crítico de alguna revista o periódico y la ocasión de sus artículos suele ser la aparición de un nuevo libro. Generalmente _añade Eliot_ es un escritor fracasado, aunque a continuación se apresura a precisar que no siempre, citando la excepción confirmadora de la regla. En segundo lugar coloca al crítico con fervor. Su papel no es el de superjuez, sino el de abogado de obras a veces olvidadas e injustamente menospreciadas. Este noble y raro individuo amplía el ámbito de lo literario. En tercer lugar aparece el académico y teórico. Generalmente acota el campo de su trabajo y hace gala de una paciente y laboriosa erudición. Finalmente distingue Eliot al creador que, como actividad secundaria, realiza también crítica literaria con cierta continuidad y solvencia. Aunque Eliot parte de una clasificación en base a los críticos, no puede evitar que al final entre en ella elementos que más bien corresponden a los criterios objetivos a que antes hicimos referencia Ciertamente, aunque sería divertido y sugerente, aquí no podemos detenernos en la tipología del crítico, como tampoco en las posturas estéticas en que la crítica se sustenta. Nos limitaremos a esbozar unas breves notas sobre la función u objetivo de la crítica literaria para ver seguidamente cómo cumple estos objetivos entre nosotros. En un magnífico libro que recomiendo a nuestros críticos _«Hombres e ideas»_, el sociólogo americano Lewis Coser examina el papel de los intelectuales desde la caída del antiguo régimen a nuestros días. Por supuesto toda aproximación a la función de la crítica literaria deberá partir de la base de que, sea cual sea esta función, se trata de una función intelectual; y que dicha función intelectual se mueve dentro de las premisas generales que han fijado el papel de los intelectuales en el afianzamiento del orden burgués liberal en el que está encuadrada nuestra cultura. Al enfrentarse con el desarrollo de la literatura a partir del siglo XVIII, Coser constata que ésta ha estado condicionada por la necesidad de romper con una concepción que presuponía los esquemas del antiguo régimen, y por la imperiosa necesidad de la creación y captación de un nuevo público lector; público que, por supuesto, comulgaría con los autores en la necesidad de un nuevo orden, aunque a veces ni autores ni público tuviesen esto claro a nivel de sus particulares opiniones y creencias. Para decirlo de una forma más clara: Balzac podrá añorar el antiguo régimen, pero Balzac necesita para producirse como tal Balzac del orden burgués que ideológicamente tanto le repugna. De ahí que, en la objetividad de la obra, Balzac está siempre a favor de ese orden. Y el lector de Balzac, con independencia de que se trate de un menestral o una gran duquesa, está siempre jugando el papel de público, papel completamente ajeno al que unos siglos antes hubiesen tenido en un mundo donde la literatura se desarrollaba de acuerdo con las leyes del mecenazgo. Aparece, pues, en este desarrollo del pensamiento liberal, el crítico literario como nexo entre el autor y el nuevo público. Más aún, el crítico literario es el instrumento principal para la extensión de este nuevo público lector. Coser señala cómo esta relación del autor y el nuevo público se realiza a través de medios que cada vez se van ampliando más. Desde el Salón Rococó, pasando por el Club y el Café, hasta llegar a la Prensa hay un proceso de paulatina democratización y extensión de la crítica. Del círculo reducido y selecto, se racaba en la amplitud de la letra impresa. No es con voluntarismos como se consigue una gran literatura. Los autores no brotan por arte de magia. Son el resultado de una serie de factores muy variados, pero entre los cuales el nivel medio cultural y la existencia de un mercado suficientemente preparado resultan esenciales. Y el papel de los medios de comunicación, en la formación de este medio cultural y este mercado, es a su vez primordial. Naturalmente, para conseguir estos objetivos, las grandes revistas de opinión a las que se refiere Coser y el periodismo en general, tenían una vocación mayoritaria. En ningún momento pretendían reducir su influencia a un cenáculo de iniciados. En ningún momento defendían un arte esotérico, una literatura de grupúsculos y capillas. Su lenguaje estaba acorde con el del público a quien se dirigían. Con independencia de que sus críticas y comentarios estuviesen más o menos orientados por su particular ideología política, su intención era influir en el mayor número de lectores y divulgar el mayor número de obras. En contraste con este tipo de comunicación, señala Coser que a principios del siglo XX, precisamente cuando la prensa ha alcanzado una mayor difusión y poder, surge un fenómeno periodístico completamente opuesto en sus premisas y funcionamiento al de las grandes revistas y periódicos que a finales del XVIII y durante casi todo el siglo XIX contribuyeron en gran medida a la creación de un público lector y al desarrollo de las literaturas nacionales: este fenómeno es la revista minoritaria. Mientras las revistas del siglo XIX «se empeñaron en hablar a estratos amplios de la opinión educada de la clase media, las pequeñas revistas del siglo XIX se dedicaron a una tarea muy diferente. No se esforzaron para alcanzar un público extenso, por el contrario, les era grato el hecho de que eran leídas sólo por minorías muy pequeñas». Esta cita de Coser define perfectamente el espíritu de este tipo de revistas. Parece como si, una vez alcanzada la máxima expansión, aquella onda democratizadora que había de llevarnos en los mecanismos de orientación del gusto del Salón Rococó al periódico de cientos de miles de tirada, se produjese un movimiento de reflujo y otra vez volviésemos a la intimidad del viejo salón. Sólo que ahora las duquesas han sido sustituidas por hierofantes de la cultura que, en lugar de la vejez de sus blasones, alardean de la rareza de sus gustos y de la vastedad de sus conocimientos. Pero indudablemente hay mucho del altivo orgullo de princesa del antiguo régimen en la respuesta que Margaret Anderson, editora y alma de The Little Review, dio a Upton Sinclair cuando éste le comunicó: «Por favor, deje de mandarme The Little Review. Ya no entiendo nada de lo que está en ella, así que ya no me interesa». «Por favor _replicó la Anderson_, deje de mandarme su periódico socialista. Entiendo todo lo que está en él, por eso ya no me interesa». Este orgullo de saberse únicamente dignas de la atención de un pequeño grupo de iniciados, es común a dos publicaciones tan dispares como las que Coser estudia. The Masses se monta como órgano de agitación social, muy influido por la ideología más o menos socializante, que agrupa a autores como Sherwood Anderson, Vachel Linsay, Carl Sandburg y William Carlos Williams. Por el contrario, The Little Review era beligerantemente formalista y experimental y en ella colaboraron casi todos los profetas de la ruptura literaria de nuestro tiempo: Eliot, Pound, Yeats, Aragón; el propio Joyce publicó allí su Ulisses ... Sin embargo, muchos de los colaboradores de The Masses también lo fueron de The Little Review, lo que nos indica que era el elemento común _el saberse dirigidos a una minoría, el saberse portadoras de un mensaje que no podía comprender el filisteo consumidor de la gran prensa_, lo más característico de ambas. La pequeña revista tiene, como la prensa del XIX, la misión primordial de servir de nexo entre el autor y su público. Pero sabe que este público, dado el espíritu de ruptura del autor que patricina, es necesariamente minoritario. Si triunfa, ese autor, al ensancharse su público, pasará a ser tema de la gran prensa y dejará de interesar a la pequeña revista que seguirá en su incansable pesquisa de descubridores de nuevas Adántidas, y en el cultivo de esos dos mil fieles que harán a su vez posible el que esos intrépidos argonautas puedan navegar. Si la gran prensa es esencial para la existencia de una literatura nacional, la pequeña revista es el elemento revulsivo que impedirá que esa literatura se anquilose. |
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Me he detenido en un tema que en un principio podría parecer ajeno a las intenciones e intereses de este Congreso, porque pienso que nos permite afrontar desde una posición objetiva la situación de la crítica en este país, sin perdemos en denuncias impulsivas y pormenorizadas. Ciertamente, la situación de la crítica en España es la más propicia para que un escritor español se desfogue en este tipo de denuncias. Para evitarlo me he demorado en este cuadro sociológico que posibilita proceder con distanciamiento y objetividad. Si examinarmos la situación de la crítica en España, vemos que este cuadro general de una gran prensa destinada a una amplia mayoría con una finalidad divulgadora (divulgadora, por supuesto, de una literatura nacional), una prensa minoritaria combativa, desmitificadora y alumbradora de nuevos valores, formas y horizontes, no se da dentro de nuestro entorno. Muy por el contrario, la gran prensa nacional se plantea el fenómeno literario con un criterio elitista y beligerante que es más bien el propio de las pequeñas revistas de vanguardia. Estas, a su vez, resultan penosamente conservadoras al acatar con humilde sumisión los valores y esquemas puestos en candelero por las publicaciones mayoritarias. Vamos a olvidar por un momento _aunque nos resulte difícil_que el logrero Esteban Losteau es un personaje desgraciadamente familiar en las covachuelas de nuestras grandes publicaciones. Vamos dar de lado la frecuencia con que éstas se convierten en mandarinazgo donde pequeños grupúsculos defienden sus intereses _su territorio_con el mismo celo que los lobos de De la Fuente. Vamos a correr velo sobre las relaciones y servidumbres que determinadas publicaciones periódicas tienen con determinadas editoriales. Vamos, sí, a dar de lado todo esto, porque con ser triste, no creo que sea exclusivo en nuestro país. Lo que sí pienso resulta excesivo es el planteamiento esotérico y exótico que en nuestra prensa mayoritaria tiene el fenómeno literario. La decidida intención de mantenerse al margen tanto de la producción nacional (y entiendo por producción nacional la realizada en cualquiera de las lenguas de nuestras diversas nacionalidades por cualquiera de sus ciudadanos), como de su propio público. No es necesario esforzarse para demostrar esto. Basta con un vistazo muy por encima de las publicaciones de gran tirada, para darse cuenta del mínimo lugar que en ellas ocupa la actualidad literaria española. Nuestros críticos son impenitentes viajeros en el espacio y en el tiempo, pero casi nunca encuentran un minuto para detenerse en el aquí y el ahora. Algunos se defenderán diciendo que no merece la pena detenerse en tierra tan mezquina. Pero a estos Esteban Lousteau (y empleo conscientemente ese nombre al referirme a los que son capaces de ampararse en tales argumentos: mandarines tan grávidos de orgullo como menguados de obra) les diré que difícilmente puede haber obra cuando no hay público; y que malamente puede haber público cuando a las obras mejores o peores que se publican, ellos, los encargados de difundirlas, de crear su público, las sepultan bajo un muro de silencio. En cuanto a su vocación esotérica, su firme voluntad de dirigirse a una minoría, a un cogollito, resulta también evidente. No se precisa de una investigación sociológica para poder asegurar que, ni un cinco por ciento de los lectores de cualquier periódico español, se detiene en su suplemento literario. Y ello porque ni por los temas tratados, ni por el lenguaje con que estos temas se tratan, estos suplementos van dirigidos a los lectores normales de esos periódicos, los que se detienen en la información nacional e internacional, en los sucesos, en los deportes, en los espectáculos. No; esos lectores son tan despreciados por la escogida minoría que hace los suplementos como los propios autores nacionales. Ellos escriben en una jerga para iniciados (sin nada que ver con el lenguaje vulgar del resto de la publicación ¡tan ordinaria...!); escriben sobre ellos mismos y sus amigos, y sobre los temas que les interesan a ellos y a sus amigos. Ellos se dirigen a los elegidos y no _faltaría más_ a las cien mil personas que compran su periódico. Cien ya es multitud ... Mas la responsabilidad principal de esta situación no está en los críticos. Puede que los críticos de nuestros periódicos fuesen buenos para las revistas minoritarias (aunque para ello tendrían que echarle a su crítica no sólo mayor profundidad de la que acostumbran, sino, sobre todo, mayor audacia: descubrir nuevos talentos, abrir camino a nuevos autores o formas es algo más difícil y arriesgado que loar las novedades de hace medio siglo ya _clásicos con apabullante bibliografía_ o seguir sumisos las modas de hace unos lustros en París); para lo que desde luego no sirven es para críticos de diarios o revistas de gran tirada, dado lo autolimirado de sus propósitos ... Sin embargo, repito, la responsabilidad creo no está en ellos, sino en los propietarios y directores de nuestros grandes medios de comunicación que, al permitir que lo literario dentro de estos medios se reduzca a una tertulia de amigos dirigida a otros cuantos amigos, demuestran una vez más el absoluto desprecio que nuestras clases dominantes han sentido siempre por la cultura en general y la literatura en particular. De espaldas a la misión de la gran prensa, que, como señalamos anteriormente, tanto ha contribuido al desarrollo de las literaturas nacionales y a la progresiva captación de un público lector, en este país, donde estadísticas recientes demuestran que más de la mitad de la población no compra un sólo libro al año, la clase dominante propietaria y directora de nuestras grandes publicaciones permite que el tratamiento de la cultura en general y de la literatura en particular se haga bajo un prisma elitista, con un lenguaje críptico y con una complaciente autoconciencia de que el lector normal que compra y lee el resto de las secciones de la publicación, no va a leer ésta jamás. Y son no sólo los empresarios privados sino el propio Estado, con medios tan importantes para la acción cultural como la televisión, quien, sin embargo, adopta en esto la misma postura de la iniciativa privada. Sin duda, una buena manera de contribuir a paliar la penuria cultural del país, penuria de la que el Estado y las clases dominantes son igualmente responsables. Pero acaso haya que pensar _y esto es lo más grave_que esta responsabilidad es algo consciente y voluntariamente asumido. Sólo así se explica este desprecio que impide a los responsables de nuestros grandes medios de comunicación exigir a los encargados de sus páginas culturales la profesionalidad que exigen, no sólo a los encargados de las de información política nacional o internacional, sino a los de deportes, toros o espectáculos; actividades todas ellas que, sin duda, son consideradas mucho más serias e importantes que la literatura por los rectores de nuestros medios de comunicación públicos y privados, ya que a sus responsables les exigen que informen sobre ellas de una forma continuada, ponderada e independiente, al margen de intereses privados o criterios de amistad o cabildeo, procurando por otra parte que las noticias de la actualidad nacional tengan prioridad sobre aquellas protagonizadas por participantes extranjeros. Naturalmente, junto a esto poca importancia vamos a dar a que nuestras escasas revistas minoritarias sean eco sumiso de los criterios de esta gran prensa de restringida y elitista vocación. Ciertamente que estas revistas pueden tener una importante misión en el desarrollo de una literatura nacional: la de abrir nuevos caminos o alumbrar nuevas figuras; misión que, por supuesto, no van a cumplir estas revistas revolucionarias tan conservadoras en lo literario, pues se limitan a seguir los caminos trillados y a loar las figuras consagradas. Pero repito que esto para mí es mucho menos importante, pues sin la existencia de una amplia capa culta y conservadora, poco puede dar de sí las minorías avanzadas y experimentadas. Olvidamos con frecuencia que una cultura es, ante todo y sobre todo, la existencia de una amplia capa de población suficientemente cultivada e inquieta; una población de lectores habituales y conscientes que demandan una amplia producción de obras de estimable calidad. Empleo el adjetivo estimable de forma intencionada. Nuestros críticos se mueven entre dos extremos: La obra genial o el bodrio detestable; al parecer no hay término medio. Pero olvidan que la obra genial se produce muy de tarde en tarde, que a veces pasa un siglo sin que se produzca y que, cuando se produce, son muy pocos los contemporáneos que la detectan y, entre éstos, muy raramente se encuentra un crítico. No; una buena literatura nacional no es la que está compuesta por unos cuantos genios, sino por un numeroso grupo de escritores dignos, dominadores de su técnica, lo suficientemente variados para que puedan llegar a las más variadas gamas de lectores y lo suficientemente conocidos para que su esfuerzo no se pierda en el vacío. Numerosos autores dignos arropados por un numeroso público digno es, a mi entender, el ideal de una nación con buena salud cultural. Lo otro: el genio surgido milagrosamente en un páramo de analfabetos, no deja de ser un hecho patológico. Y es a partir de este convencimiento y de la conciencia de que los grandes medios de difusión públicos y privados tienen un papel primordial que cumplir en el logro de esta buena salud cultural, según nos demuestra el estudio de su desarrollo histórico, desde el que me dirijo a los participantes de este Congreso para someter a su consideración las siguientes conclusiones sobre el papel de la crítica en España. |
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Conclusiones 1. La crítica de los grandes medios de difusión debe ser un vehículo de extensión de la cultura nacional. En este sentido, pedimos que olvide sus pretensiones elitistas e intente alcanzar estratos cada vez más amplios de población. Extender el interés por la literatura en un país de tan bajo nivel lector como el nuestro, es un esfuerzo al que todos debemos entregarnos y, muy especialmente, los que detentan el monopolio de la información. Pero esa extensión mal puede conseguirse desde las premisas crípticas y minoritarias con que el fenómeno cultural viene siendo tratado en prensa, radio y televisión. 2. La crítica de los grandes medios de difusión debe estar al servicio de la producción nacional (y entendemos por producción nacional la que realiza cualquiera de sus ciudadanos en cualquiera de sus lenguas). Debe difundir primordialmente esta producción en lugar de, como hasta ahora, silenciada o relegada a un segundo plano para dedicarse a difundir otras producciones lejanas en el espacio o en el tiempo. Debe de denunciar el colonialismo cultural impuesto por muchos de nuestros editores, en vez de cooperar a dicho colonialismo. 3. La crítica de los grandes medios de difusión debe estar al servicio de toda la producción nacional. Esto excluye la actual servidumbre a determinadas empresas editoriales o a determinadas relaciones de amistad o afinidad grupal. Sabemos que todo crítico tiene derecho a sustentar y defender una determinada ideología o una determinada estética. Pero este derecho no puede ir contra la necesidad de objetividad que impone cualquier información ni permite beligerantes y exclusivistas impropias de medios destinados a influir en amplísimas capas de receptores de las más variadas ideologías y gustos. 4. La crítica de los grandes medios de difusión, en cuanto crítica predominantemente informativa, debe ser ponderada y serena, tan lejos del insulto cama del desatado panegírico. Una cosa es criticar, señalar defectos o virtudes, y otra esa agresividad que muchas veces encontramos dirigida generalmente contra los más indefensos y débiles: los primerizos que no pertenecen al círculo de amistades o influencias de quien lo juzga. Cualquier creación literaria, mejor o peor, es un trabajo humano y como tal, digno de respeto. Ningún nivel de impericia justifica el escarnio o el insulto. En la situación actual de las letras españolas, el mero hecho de intentar escribir merece una consideración y un respeto que los críticos deberían ser los primeros en reconocer. Y éstos no deben olvidar que, en todo caso, su propio prestigio vendrá determinado por el prestigio de la literatura de la nación de la que también ellos son súbditos.
(Ponencia en el Primer Congreso de Escritores de España. Almería, febrero de 1979) |
La estrella, la virgen y la cestita en el río (Nacimiento e infancia del héroe)
De entre los muchos cuentos que me contaba mi madre, yo prefería el que ella titulaba «El castillo de irás y no volverás». En lo esencial, el cuento de mi madre es el mismo que recoge Aurelio M. Espinosa con el título de «Los siete infantes», dentro del ciclo de La niña perseguida, y que aparece en Las mil y una noches, en la versión de Galland, bajo el nombre de «Historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro». Recogido así mismo entre nosotros por Julio Camarena con el título de «Los infantes de la estrella en la frente», este hermoso relato se halla difundido por todo el mundo, y la versión documentada más antigua que se conoce es un texto védico del siglo V de nuestra era. Corresponde al tipo 707 de la clasificación de Aarne_Thompson. Pues bien, este cuento comienza refiriendo cómo tres hermanas (modistas en varias de las versiones españolas) se encontraban de cháchara en una ventana, fantaseando lo que harían si casasen con el rey. Las dos mayores prometen cosas más bien grotescas (hacerle una chaqueta del tamaño de una nuez o unos pantalones del tamaño de una avellana); pero la pequeña asegura que si se casara con el rey le daría tres hijos, cada uno con un lucero en la frente. El rey, que ha escuchado la conversación con las hermanas, se desposa naturalmente con la más pequeña. Cuando está en la guerra, su mujer cumple la promesa dándole los tres hijos, que vienen al mundo con su correspondiente lucero (en algunas versiones los niños nacen en partos sucesivos, pero en otras, las más genuinas, el parto es múltiple). Las hermanas, envidiosas _la suegra, en otras versiones_, arrebatan los recién nacidos a la madre y, tras sustituirlos por cachorros de animales, los arrojan al río en una cestita de mimbre o en una urna de cristal. Son recogidos por un jardinero, hortelano o guardabosques que los cría como si fueran sus propios hijos. El resto de! relato _superación de pruebas mediante auxiliar mágico, reconocimiento y castigo de los autores de la fechoría, de acuerdo con la estructura que señala Propp para el relato maravilloso_ queda fuera de lo límites que hemos fijado al presente trabajo. |
Nos detendremos en el principio. Los tres hijos _concretamente dos niños y una niña_ producto de este parto múltiple, vienen al mundo portando cada uno un lucero en su frente, hecho extraordinario que aparece también en otros varios cuentos populares, entre los que podríamos citar, a título de ejemplo, Estrellita y algunas versiones de La bella durmiente del bosque La señal mágica es una función, concretamente la catalogada con el número 17 de las que según Propp forman la estructura del cuento maravilloso, y puede servir para facilitar otra función, la número 27 o función del reconocimiento. La señal puede ser algo que se entrega al héroe, o más frecuentemente una marca que se le imprime en e! cuerpo. Como ya hemos señalado, esta señal va a permitir reconocer al héroe frente al falso héroe, aunque también puede cumplir otros cometidos. Por ejemplo, en el conocido cuento de Blancaflor o La hija del diablo, el héroe a quien el diablo le ha propuesto elegir entre sus tres hijas, que permanecen con la cara oculta, para tomar a la elegida por esposa, reconoce a su amada al palpar el dedo al que falta la yema, perdida cuando dejó caer una gota de la sangre de la misma durante el descuartizamiento al que la sometió para salir triunfante en una de las pruebas. En otros cuentos el reconocimiento se lleva a cabo porque el héroe tiene su cabello cortado. Tanto en una como otra señal puede verse una referencia al acto ritual de intercambiar la sangre o el cabello que supone una transmigración de las almas de los celebrantes en el matrimonio ritual, pues tanto el cabello (recordemos el caso de Sansón) como la sangre, según nos refiere Propp en su obra Las raíces históricas del cuento, son uno de los asientos del alma. Pero como en el rito una de las partes representa una figura del más allá, el ritual viene a significar la admisión del iniciado en la comunidad de los muertos. De ahí la frecuencia de los pactos de sangre a lo largo de la literatura popular o culta, aunque posteriormente, con frecuencia, el intercambio de sangre es sustituido por el hecho de beber en una misma copa. De este último ritual nos ofrece un bello ejemplo la literatura en torno a Tristán e Iseo, aunque aquí, sin que se olvide el acto ritual iniciático del ingreso en el más allá que tan maravillosamente subrayó Ricardo Wagner, la referencia histórica más próxima es la de la admisión del esposo extranjero en el clan de la esposa durante el matrimonio matrilineal, tal como señala Frazer. Pero en el cuento al que me estoy refiriendo, la peculiaridad se encuentra en que la señal de nacimiento nos viene dada desde el principio. A veces esta señal impuesta al principio, es decir, en el momento del nacimiento o en la niñez del héroe, va a servir para el reconocimiento posterior de éste no en un reino extranjero, sino en su propio reino del que fue expulsado en su niñez: tal es el caso de los tobillos taladrados de Edipo. Mas no ocurre así en el cuento que nos ocupa, pues la señal con que los niños nacen no va a servir para un reconocimiento posterior. Podría parecernos una señal sin función, gratuita, si no pensáramos que su función consiste precisamente en indicar el carácter excepcional de estos niños. En el tipo de cuento que estamos examinando, la señal es un lucero en la frente. Hay otros relatos populares o míticos en que la señal es un resplandor dorado o una marca de oro impresa en alguna parte del cuerpo. Vamos a examinar tanto una como otra de estas señales. El oro se nos presenta en el folklore y en la mitología como uno de los signos del más allá. Una de las características de los dioses celestes es el fulgor, un fulgor de oro. Tanto Varuna como Zeus o Mitra se distinguen por su aspecto dorado. Y dentro de la mitología bíblica, recoge Robert Graves que Shashmal es una sustancia divina que, de acuerdo con el primer capítulo de Ezequiel, proporciona el ígneo resplandor del trono y el semblante de Dios. La versión griega de los Setenta _añade Graves_ traduce Shashmal por electrón, que en griego guarda estrecha relación con Elector, un nombre del sol, y viene a significar "brillante con luz dorada", y de aquí, electrum, una aleación de oro y plata. Pero _termina en su nota Graves_como la asociación del rayo con el poder de Dios es antigua, Ezequiel acaso considere a este divino Shashmal dorado como la fuente del rayo. Nada de extraño tiene, pues, que los reyes quisieran también revestirse de este fulgor dorado, atributo de su propia divinidad. Tenemos la máscara dorada de los faraones, la máscara también de oro de Agamenón, y los propios emperadores romanos se cubrían el rostro con un polvo de oro, no tanto por ostentación como por hacer resaltar la divinidad de que les revestía el imperio. Pero el oro no es tan sólo símbolo de divinidad, sino indicativo del más allá, del otro mundo. De oro son las manzanas que crecen en el Jardín de las Hespérides; de oro es el vellocino que van a conquistar los Argonautas y de oro es la escala que Dante ve en el cielo de Saturno y que lleva hasta la esfera celeste para conducir las almas al Paraíso: dentro al cristallo che 'l vocabol porta cerchiando il mondo, del suo chiaro duce sotto cui giacque ogni malizia morta, di color d'oro in che raggio traluce vid'io uno scaleo eretto in suso tanto, che nol seguiva la mia luce.
Por eso aquellos que tienen un origen divino o una vinculación con el más allá, lucen un color dorado o presentan oro en su cuerpo. Así es dorado el color de Hércules y toda la estirpe de Helios, dice Dieterich en Nekya _citado por Propp_, «se reconoce fácilmente por el brillo de sus ojos que irradia del rostro como un rayo de sol»: y el mismo Pitágoras aduce como prueba de su divinidad el que sus piernas sean de oro, según refieren sus discípulos en su deseo de deificarle. Sea por su relación con el sol, o porque su color recuerda al fuego que conduce las almas al reino del más allá, o a la sangre _otro de los símbolos del viaje escatológico, como demuestra el hecho de la pintura roja con que se embadurnan los muertos en el neolítico_, el color dorado es color que indica vinculación con los dioses astrales y el más allá. De otra parte, muerte y divinidades astrales aparecen frecuentemente relacionadas en la historia de las religiones. Así, a partir del Imperio Medio, se establece una estrecha relación entre Ra, divinidad solar, y Osiris, divinidad de los muertos, y el faraón se identifica tanto como hijo de Ra como Horus, el hijo de Osiris y heredero de su reino terreno. Por eso, frecuentemente, en el folklore o en la literatura mítica el héroe viene al mundo marcado con un resplandor dorado. Pero en el cuento al que nos estamos refiriendo los niños no aparecen con esta seña, sino con un lucero en la frente. En realidad, éste es un caso similar al anterior. Nos encontramos con una referencia al reino de los muertos y a las divinidades astrales. Vamos a examinarlas brevemente. |
El lucero supone no un resplandor dorado, sino diamantino. El cristal y, por supuesto, el más noble de todos ellos, el diamante, es también un símbolo del más allá. Hay allí palacios de cristal, puertas de cristales, árboles cuyos frutos son piedras preciosas. Cuando Gilgamesh en su viaje iniciático llega al mar y avista a la princesa marina, ésta se encuentra en un jardín cuyos árboles dan frutos de cristal purísimo de los más variados colores. Y cuando Aladino entra en la cueva donde se encuentra la lámpara maravillosa, se topa también con un jardín cuyos frutos son diamantes y otras piedras preciosas. Asimismo en la literatura gaélica, el héroe siempre realiza el viaje al más allá en un barco de cristal _como Lanzarote, como Amadís_ y también son de cristal el palacio de la Tierra Afortunada y los frutos que dan los árboles de sus maravillosos jardines. La primera acepción que da el Diccionario de la Lengua Española de la palabra lucero _derivada de luz_ es la de «el planeta Venus al que comúnmente llaman la estrella de Venus». Venus, la estrella más brillante del firmamento, la estrella que refulge con una luz diamantina, es el lucero por antonomasia, y su nombre nos evoca a Luzbel, Lucifer, el ángel caído que era el más brillante y refulgente de todos los brillantes y refulgentes espíritus que cantaban la gloria de Dios. Aquí es preciso referimos a lo que cuenta Robert Graves en Los Mitos hebreos. Según una versión rabínica que refiere el nacimiento de Caín, Eva yació con Samael, la serpiente que la convenció para que ella y Adán comiesen los frutos del árbol del conocimiento en lugar de los del árbol de la vida. Samael es un derivado de Shernal, una divinidad siria que se identifica con el planeta Venus. De otra parte, la Serpiente tentadora se identifica con el ángel caído Helel ben Safar (Lucifer, hijo de la Aurora), es decir, el planeta Venus, la estrella de la mañana. Es indudable que tanto Shemal como su derivado Shamael proceden de la diosa babilónica Ishtar, procedente a su vez de la sumeria Innana. Ishtar, diosa de la guerra y el amor, de la vida y de la muerte, se identifica con Venus, y toma hasta cierto punto el papel de la Gran Madre, la Diosa Blanca de la cultura matriarcal que predomina durante el neolítico por las márgenes del Mediterráneo. Su culto llega a ser el más importante en Babilonia, superando incluso al de los demás dioses astrales y el del dios local Marduk. De esta manera, la caída de Lucifer vendría a encuadrarse en esa larga pugna entre deidades masculinas, señores del trueno y de la guerra, propios de una civilización patriarcal, nómada y pastoril, contra la gran diosa señora del amor y la procreación, propia de la sociedad matriarcal y agrícola a la que la anterior viene a sustituir. Así pues, la señal del lucero hace referencia a un origen extraordinario, vinculado al más allá y a Venus, la virgen astral. En el cuento popular, la marca de este nacimiento maravilloso aparece grabada en la frente del recién nacido. En parte de la literatura mítica, la estrella se ha separado del recién nacido y se presenta en su medio natural, el firmamento, anunciando en su novedad el hecho de un nacimiento extraordinario. Así refiere Graves que en la literatura midrásica, el nacimiento de Abraham viene anunciado por la aparición de una estrella más brillante que las restantes y que se tragaba cuatro estrellas fijas, cada una de ellas en una parte del firmamento. Los astrólogos de! rey interpretaron el hecho como el anuncio del nacimiento de un hombre extraordinario. El rey Nimrod, temeroso de que el niño cuyo alumbramiento anunciaba esa nueva estrella terminase con su reinado, ordenó, siguiendo el consejo de sus astrónomos, que todas las mujeres embarazadas fuesen encerradas en una torre, y si el recién nacido fuese varón, se le diera muerte. Milagrosamente, la madre de Abraham puede ocultar su embarazo, y cuando se acerca el momento del parto huye al desierto dando a luz en una cueva a un niño que tiene tal resplandor en su rostro que ilumina todo el recinto. Posteriormente el niño es ocultado, según una versión, mientras en otra se transforma al cabo de unos pocos días en un hombre cuya sabiduría y poder sobrenaturales confunden a Nimrod que, asustado, le deja partir para Egipto. Se ha dicho que estos relatos están influidos por el del propio nacimiento de Jesús, pero lo cierto es que guardan estrechas referencias con otros relatos anteriores al del nacimiento del Cristo, tal como el de Ciro el Grande por Herodoto o el de Horus en el mito de Osiris. Lo cierto es que el hecho de una estrella que anuncia un nacimiento extraordinario, con los consiguientes celos del rey que procura deshacerse del recién nacido, la puesta a salvo de éste y su infancia oculta en un lugar recóndito o lejano y, posteriormente, el cumplimiento de un destino extraordinario que confirma los prodigios que anunciaba la estrella, es un tema muy abundante en la mitología y el folklore universales. Pero creemos que este tema es una derivación posterior del tema original, en el que la señal extraordinaria, tal como en nuestro cuento, aparece impresa en el propio héroe. |
Pero pasemos a otros aspectos de nuestro relato. De acuerdo con los deseos que expresa la doncella, los niños no sólo nacen con un lucero en la frente sino que, en efecto, son tres, dos niños y una niña. Aprovechando que el padre se encuentra en la guerra, sus malvadas tías _o abuela, en otras versiones_ sustituyen a los niños por cachorros de animales, se deshacen de ellos arrojándolos al río en una cesta, y comunican al padre que su mujer ha tenido un parto monstruoso, lo que originará la ira de éste que, a su regreso, castigará a su esposa encerrándola en una cárcel. Estamos ante otro motivo muy frecuente en la mitología y en el folklore. Por citar un ejemplo, tomemos el de «El caballero del Cisne» tal como se recoge en La gran conquista de Ultramar. El principio de «EI caballero del cisne» en esta versión hispánica es casi idéntico al de ese «Castillo de irás ... » que me narraba mi madre, salvo la diferencia de que no son tres, sino siete los nacidos, y que en lugar de con el lucero en la frente nacen con un collar de oro en torno de su cuello. Por lo demás, también estos niños son arrojados al río, también se comunica al padre que en lugar de siete niños han nacido siete podencos, y también la madre es aprisionada como pena de su culpable parto. Culpable, sí, porque cuando se descubre la intriga de la abuela malvada que sustituyó_ las cartas del rey _un episodio novelesco, sin duda yuxtapuesto posteriormente al relato mítico original_, la abuela se defiende acusando de adulterio a la madre, como demuestra su parto múltiple, lo que le hace acreedora de la muerte. Es una creencia comúnmente admitida que llega hasta la Edad Media, que el parto múltiple es un parto adulterino. De ahí que todos estos episodios de abuelas o tías que se deshacen con intrigas de los recién nacidos, nos parezcan posteriores al relato original. Pensamos que en éste es el propio padre quien rechaza a los hijos como frutos del adulterio. Y ello no sólo porque el parto sea múltiple _esto tan sólo nos pone sobre la posible pista_, sino ante todo porque la señal sobrenatural que acompaña al recién nacido, le da a conocer que este niño no es suyo, que no puede ser el fruto de un simple mortal. Nos dice Eliade en su Tratado de Historia de las Religiones que «la creencia de que el nacimiento de los gemelos presupone la unión de un mortal con un dios, y sobre todo con un dios del cielo, está muy difundida»; y cita el ejemplo de los acvins indios, de los dióscuros, de Hércules e Ificles, de Anfión y Zetos, y de Dardanos e Iason en apoyo de esta tesis. Pero volvamos, de manos de Robert Graves, a la literatura rabínica. Según la Vita Adae et Eva, libro apócrifo de origen judío del siglo I antes de Cristo, como el rostro del niño Caín brillaba con una luz intensa, Eva supo que Adán no era su padre, y «en su inocencia exclamó: ¡He tenido un hijo varón con Yahvé». Mas no era Yahvé, sino Samael, la serpiente, el auténtico padre de Caín. Con independencia de que el relato rabínico pretenda explicar con esta paternidad la introducción del mal en la estirpe humana, hay dos hechos que merecen la pena destacar. El brillo sobrenatural del rostro de Caín, y la paternidad de una serpiente. Una vez que se ha realizado el fratricidio, Dios va a señalar a Caín con una marca. Hay diversas versiones sobre la marca con que Dios señaló a Caín, pero una de ellas mantiene que esa marca es un cuerno en la frente. Un cuerno en la frente ... ¿Pero qué clase de cuerno? ¿No se tratará de un cuerno dorado? ¿ Y este cuerno dorado, en lugar de ser la señal con la que Dios marca al fratricida _producto de un parto múltiple, es decir, de un parto adulterino según la tradición_, no será más bien la señal con que este niño viene al mundo, la que indica el carácter extraordinario de su paternidad, la que hace exclamar ingenuamente a su madre que ha tenido un hijo de un dios y no de un simple mortal? Porque si el resplandor dorado nos remite a la divinidad y el más allá, el cuerno se nos presenta como indicativo de un antecesor totémico. Esta referencia animal _no humana_ concuerda perfectamente con la otra cara del mito: la de que el verdadero padre no es su padre mortal, ni tampoco el Señor del trueno y la montaña, sino Samael, la Serpiente, el primitivo dios totémico . |
Y es aquí donde entra en danza la serpiente. Tanto en su forma directa, como en su mítica transformación en dragón, la serpiente ocupa un lugar destacado en el relato popular y en la historia de las religiones. En las cosmologías primitivas, la serpiente o dragón representa con frecuencia el caos primigenio. Este caos primigenio amenaza destruir el orden del mundo y sólo un dios que se enfrenta vencedor al monstruo podrá evitar que todo vuelva a sus confusos orígenes. Es así como surge el mito folklórico de la lucha del héroe y el dragón. Aparece ya en Sumer y será desarrollado por los acadios con la lucha de Marduk y Tiamat. En Egipto, cada mañana, el Faraón, reencarnación del dios solar, rechaza a la serpiente Apofis, el caos primordial, sin lograr nunca aniquilarla; algo, después de todo, muy lógico dentro del sentido cíclico que los egipcios tienen de una creación unida inseparablemente a la destrucción en una rueda interminable, ya que el propio Atum fue en un principio la serpiente y, según El libro de los Muertos, cuando el mundo vuelva al estado caótico original, Atum se convertirá de nuevo en serpiente. Entonces el eterno ciclo comenzará una vez más. En Ugarit es Baal quien se enfrenta a la serpiente Yat, representante del caos y de la muerte. Asimismo en el ceremonial judío, según señala Eliade, se produce «a la vuelta del año (Ex 34,22», la lucha entre Yahvé y el monstruo marino Rahab, y la victoria de dios sobre las aguas, ceremonia que renueva anualmente la creación del mundo. Los hititas, con ocasión de la celebración del año nuevo, recitaban el mito de la lucha del dios de las tormentas con el dragón. También en la India védica, el dios de las tormentas, Indra, combate victoriosamente con Vrita, el dragón gigante que retenía las aguas en la cavidad de las montañas. La victoria de Indra va a dar la libertad a las aguas que se precipitarán rugientes hasta formar el mar. Va a ser Propp en Las raíces históricas del cuento quien fijará la evolución de la serpiente de acuerdo con la evolución histórica de la sociedad. Esta evolución supone de una parte la conversión de la serpiente de un ser acuático en un ser ígneo, trasladándose del agua al fuego y pasando, en la mitología, de representante de las aguas primordiales, tal como vimos anteriormente, a la representación de un ser astral, como ocurre en el caso de Satán. De otra parte, la evolución será de la serpiente engullidora, a la serpiente raptora y fornicadora de mujeres, la serpiente como símbolo fálico. Ya hemos señalado en este segundo papel a Satán como seductor de Eva; podríamos citar dentro de la antigüedad clásica, y para limitamos a un ejemplo, al rapto de la hija de Deméter por Pitón. Pero el que la evolución no es uniforme sincrónicamente ni paralela nos lo demuestra la pervivencia de serpientes acuáticas engullidoras de doncellas, como en el mito de Andrómaca y Perseo que tendrá su proyección renacentista en la Orca del Orlando furioso. De todas formas, al establecer la relación de la serpiente con el fuego, no podemos por menos de señalar también su relación con ese fulgor dorado o cobrizo al que hicimos referencia anteriormente, y consiguientemente con ese mundo de la muerte que tanto el oro como el fuego representan. Pero el sacrificio por el fuego supone ante todo una purificación para alcanzar la vida eterna. Es el previo paso por la muerte para lograr la inmortalidad, tal como queda claramente especificado en dos episodios paralelos de los mitos de Isis y Deméter. El paso por el fuego es un rito purificador durante la ceremonia de la iniciación. A este respecto, bañarse en la sangre de esa serpiente ígnea que es el dragón (Sigfrido), tiene el mismo significado. Y la serpiente muere (cambio de piel), para renacer de nuevo. Ella es la que, engañando a Eva, comió el fruto del Árbol de la Vida. Así pues, y de acuerdo con lo dicho hasta aquí, tenemos:
En los ritos de iniciación, el joven es introducido en la casa del bosque que tiene la forma de una boca engullidora. El joven es engullido para salir, nacer de nuevo, tras los ritos iniciáticos, convertido en adulto. Es el nacimiento tras la muerte. El rito viene a responder a la fase 1, la de la serpiente engullidora. Pero junto a esto, Propp señala la existencia de las hermanitas del bosque, muchachas que sirven a los jóvenes iniciados, y que dentro de la casa donde se efectúan los ritos pueden tener trato sexual con los oficiantes, revestidos de pieles de animales, sin que esto les impida posteriormente contraer matrimonio con hombres normales de su tribu ni se considere que aquella aventura en la casa de los misterios implique la pérdida de su virginidad. Estamos aquí en el tercer supuesto: el de la serpiente fálica, el del antepasado totémico. La posesión totérnica de la mujer podría considerarse desde un doble aspecto. Primero tendríamos que considerar el carácter sagrado de la mujer debido a la influencia que se le atribuye en la fecundidad de la tierra. Esto lleva consigo la sacralización del acto sexual, lo que presupone la necesidad de que intervenga en el mismo un poder ultraterreno, un agente a su vez sagrado. Naturalmente, el fruto de esta unión es un fruto también sacralizado, un fruto que va a influir en el feliz desarrollo posterior de la reproducción y la fecundidad y va a convertirse en símbolo de un nuevo renacer tras la muerte. En segundo lugar, y como consecuencia de este carácter sacro de la mujer, surge el tabú de la virginidad, el peligro de la primera noche. De ahí que la virgen se considere peligrosa y que entre los pueblos primitivos se proceda a la desfloración por el chamán disfrazado de animal totémico de la doncella, en íntima relación con lo que indicamos anteriormente. De ahí que el hecho tan frecuente en la mitología y el folklore del hijo nacido de una virgen, venga a significar que ese héroe es el resultado de la unión de una doncella mortal y un ser del más allá. Las relaciones sexuales de la doncella del bosque no se consideran relaciones humanas. Por eso, cuando esta misma doncella las mantiene con un varón normal, éste debe considerarla como una virgen ya que ni sus relaciones sexuales ni los hijos que puedan éstas originar se consideran en el mismo plano que las iniciáticas. En cuanto a que el héroe nazca con una señal extraordinaria, tal como sucede con el lucero en la frente en el caso de nuestro cuento, o que su nacimiento vaya acompañado de fenómenos celestes, sólo hace que reforzar el carácter de su concepción excepcional. Pero vemos que tanto en nuestro relato como en la leyenda de «El caballero del cisne», según la narra La gran conquista de Ultramar, la madre del héroe es encerrada en una prisión. El encierro de la doncella en una torre o prisión es un motivo ampliamente repetido tanto en el mito como en el relato popular. También aquí podemos fijar una evolución histórica. En primer lugar se nos presenta este encierro como un rito iniciático, bien en la cabaña para la iniciación femenina, bien en la cabaña de los varones como hermanita del bosque. En segundo lugar, aunque en este caso no supone necesariamente un período histórico posterior, tendríamos este encierro como consecuencia del tabú protector de los peligros que amenazan a las personas sagradas, tal como señala Frazer. En tercer lugar, y aquí sí que nos encontramos en un período histórico posterior, el encierro es una medida para la protección del marido una vez establecido el sistema patrilineal, evitando la posible descendencia de otros hombres. Finalmente este último motivo va a tomar un carácter abstracto. Estamos ya ante el concepto de la honra, primordial en la literatura teatral de nuestro siglo de oro. Ya tenemos, pues, algunas claves para la correcta lectura de nuestro cuento. Una doncella, antes de su unión con un hombre normal, ha engendrado un hijo de un ser de el más allá, o lo que es lo mismo, ha tenido un héroe. Bien el padre putativo, no muy conforme con papel de Anfitrión, bien las mujeres de su entorno, se deshacen de la criatura, expulsándole del clan. Es aquí cuando nos encontramos con el tercer elemento que vamos a examinar en este relato: el de la cestita en el río. |
Hemos visto cómo los niños son arrojados al río dentro de una cesta. Mas no perecen, sino que los recoge un jardinero, o un leñador en otras versiones, en resumen, un hombre silvestre, y los cría y educa en su retiro .del profundo bosque. Nos encotramos frente a otro tema fundamental del relato folklórico, ampliamente repetido tanto en el cuento popular como en la mitología. De una forma u otra, el héroe abandonado en las aguas y criado por un ser selvático va a aparecer con diversas variaciones, algunas ya alejadas novelescamente del esquema original, en los casos de Moisés y Sargón, en un episodio del Mahabarata y, posteriormente y ya dentro de un tratamiento más literario, en el ciclo artúrico _caso de Lanzarote_y en su derivación posterior, la novela de caballería, con Amadís de Gaula. Pero estamos ante dos episodios independientes, aunque frecuentemente unidos en una secuencia. Estos son, en orden inverso al de su unión secuencial, el del niño abandonado en el bosque y criado y educado por un ser selvático, y el del niño arrojado en una cestita al río. El abandono del niño en el bosque es, dentro de la estructura que Propp propone para el cuento maravilloso, una fechoría equivalente al rapto. Pero el bosque es, ante todo, un lugar de iniciación, frontera y entrada en el más allá, en el reino lejano. El adolescente es conducido a lo profundo del bosque para someterse a los ritos de iniciación, ritos que significan la entrada en el reino de la muerte para posteriormente renacer a una nueva vida. Este carácter del bosque como puerta del más allá va a ser recogido por la literatura. Lo encontraremos en Las metamorfosis de Ovidio, en La Eneida, en la selva oscura en medio de la que se encuentra Dante al principio de su Divina Comedia y en el bosque donde buscan sus aventuras los caballeros del rey Arturo. Pero este episodio de abandonar al niño en el bosque va acompañado frecuentemente por el hecho de que el niño abandonado es cuidado por un animal. En el cuento popular se repite el motivo del niño que es conducido al bosque para ser asesinado por un verdugo que, al final, tiene compasión de él y presenta a quien le dio la orden bien las ropas teñidas con la sangre de un animal (José), bien el corazón del animal como sustitución engañosa del corazón de la víctima. Posteriormente el niño abandonado en el bosque es cuidado o directamente por un animal. o por un hombre vinculado al bosque (leñador, montero), o por una anciana que tiene su cabaña en lo más profundo del bosque. Todo este episodio hace una referencia muy directa a los ritos de iniciación y el héroe del relato es un arquetipo del héroe iniciático. En los ritos de iniciación el niño es llevado al bosque por los chamanes o parientes. El sentido de que esta conducción es una partida hacia la muerte queda bien explícito en los llantos y duelos que hacen los parientes del iniciado, similares a los de la muerte verdadera. De otra parte, en la iniciación uno de los ritos es el del descuartizamiento simbólico del falso muerto; de ahí el motivo folklórico de presentar el corazón o los ojos del niño conducido al bosque, sustituidos novelescamente por los de un animal, ya que se considera tanto los ojos como el corazón órganos donde reside la vida. El motivo del descuartizamiento va a pasar del rito iniciático a la mitología, y así nos encontramos con el motivo del dios descuartizado que luego vuelve a nacer. Tales serían, entre otros, los casos de Osiris, Adonis y Zagreo. Pero estos héroes, sin perder su carácter de arquetipos iniciáticos, se van a convertir en dioses de la vegetación y, dado el ciclo vegetal de vida y muerte, en dioses de los muertos. El tema del héroe cuidado y educado en el bosque por un ser silvestre, es también un motivo iniciático. En la cabaña iniciática, el niño se va a encontrar bajo la dirección de hombres disfrazados de animales. A veces este disfraz es incompleto, dando así origen al mito de los centauros educadores o del minotauro. Otras veces, el animal se presenta como educador y cuidador. Frecuentísimo en todas las mitologías, el tema del niño criado por animales va a llegar hasta nuestros días con relatos tan populares como los de El libro de la selva o Tarzán de los Monos, que podrían considerarse, sobre todo el primero, como libros iniciáticos. En muchos relatos, entre ellos el cuento que nos ocupa, el educador ya no es un animal, sino un hombre relacionado con el bosque y los animales. Nos encontramos aquí con una derivación del tema original. derivación que resulta aún más lejana conforme se aleja de su primitivo esquema, tal en los casos en los que quien acoge al niño es un hortelano o jardinero. No ocurre así cuando el niño es recogido por la anciana del bosque, representada a veces por una bruja o maga, como ocurre en los cuentos de hadas o en relatos del ciclo artúrico. Aquí estamos ante una transposición de la primitiva señora de los animales. En el pensamiento más primitivo y dentro de las creencias totémicas, se considera la muerte como la transmisión del alma a un animal. De ahí que la señora de los animales sea a su vez el guardián del reino de los muertos. Posteriormente, dicha señora de los animales sufrirá una doble transformación. De una parte se convertirá en diosa de los bosques y la caza, tal es el caso de Cibeles, Artemisa o Diana; de otra, en ser maléfico destructor, como Circe, Morgana o la bruja de los cuentos populares, una de las cuales, la rusa Yaga, aún conserva en la tradición folklórica restos totémicos al habitar en una cabaña sostenida por patas de gallina. Pero en nuestro cuento los niños llegan al bosque porque han sido arrojados en una cestita al río. Ya hemos señalado anteriormente la frecuencia con que este motivo aparece en la mitología. Freud, partiendo del mito de Moisés, interpreta al río y, más en general, al elemento acuático, como el líquido amniótico. El río vendría a ser en este caso el seno materno y, de acuerdo con esta teoría, Moisés sería hijo ilegítimo, de ahí su ocultamiento, de la hija de! faraón. Desde otra perspectiva, Frazer considera que el motivo folklórico del niño arrojado al río procede de una prueba de legitimidad, una ordalía. El recién nacido que suscita dudas sobre su legitimidad es arrojado al agua. Si se hunde es prueba evidente de que se trata de un hijo bastardo; si se mantiene a flote, prueba con ello su legitimidad. En el caso que nos ocupa, la tesis de Frazer vendría a reforzar nuestra interpretación de que el esposo terrenal de la virgen duda de la legitimidad de los niños, tanto por tratarse de un parto múltiple como por sus señales de nacimiento. La ordalía da un resultado positivo. Los niños son legítimos en cuanto que han sido concebidos por un ser no mortal, que no empaña por ello la virginidad de la madre. Pero, aparte de esto, hay una tercera tesis sobre la cestita en el río que también resulta plenamente aplicable a nuestro cuento y que, aunque formando por motivos narrativos una secuencia distinta y enlazada con la que vimos anteriormente del abandono en el bosque, viene a darle la misma significación: se trata de la interpretación ritual. Señala Propp cómo el motivo de arrojar el niño al río en una cesta, odre o caja de cristal es una derivación del rito iniciático del engullimiento por la serpiente al que ya nos referimos anteriormente. Se trata, pues, del engullimiento por el animal totémico de un héroe destinado, tras este viaje a través del reino de los muertos, a renacer para realizar la conquista del nuevo reino. Pero el motivo primordial va a sufrir una transformación. La serpiente o pez o animal totémico engullidor va a transformarse primero en piel de animal; posteriormente en una simple cesta, aunque a veces, como en el caso de la urna de cristal, el material de su construcción remita al significado auténtico del mito. Apoya esta interpretación la costumbre de muchos pueblos primitivos de envolver a los difuntos en pieles de animales para su viaje al más allá. Cuando el que debe ser trasladado es un vivo, se produce la transposición y el vivo debe también ser envuelto en una piel de animal, es decir, debe entrar, como el muerto, en el vientre del animal totémico. Pero, conforme se aleja el mito original, van incorporándose elementos novelescos. El viajero ya no sólo debe estar envuelto en la piel del animal, sino que necesita un auxiliar _serpiente alada, pájaro, caballo mágico_, para efectuar el viaje. En Las mil y una noches tenemos varios ejemplos de transposición. Citemos el de uno de los relatos más claramente iniciáticos, el de El tercer calenda hijo de rey. Viajará al palacio mágico de las cuarenta doncellas, envolviéndose en una piel de carnero que transportará el ave rock. Después será un mágico caballo alado el que le servirá para realizar el camino de vuelta. Uno de los ritos de fertilidad consistía en arrojar a una muchacha al río del que dependía la fertilidad de la tierra. Como ocurre frecuentemente en los ritos, éste puede sufrir una inversión o una transposición. Como inversión, nos encontraríamos con el motivo folklórico de la doncella salvada de la serpiente acuática; como transposición, estaríamos ante el motivo de la cestita en el río. Así, pues, el motivo del héroe en el tonel, la caja o la cestita, se nos presenta como una derivación tanto de los ritos funerarios donde el muerto se envuelve en pieles de animales para incorporarse al antecesor totémico, como en su derivación, el ritual de iniciación de los cazadores. Más cercano al motivo original se encuentra el mito del héroe viajero dentro del pez (Jonás). Pero el tótem puede ser también un vegetal. De aquí podría originarse el mito de Osiris encerrado en un tamarindo y arrojado al río del que surgirá convertido en un dios. Una derivación de este último mito pueden ser el del arca que libra del Diluvio a un héroe fundador de una nueva humanidad. Hemos examinado ya los motivos esenciales de nuestro cuento. Un ser sobrenatural fecunda a una doncella que tiene un hijo marcado con una señal divina. Este héroe tendrá que desaparecer del mundo, sometiéndose a los ritos de iniciación, es decir, a la muerte, para emprender posteriormente el viaje que le conducirá a la conquista del reino lejano. Pero este viaje iniciático ya no va a ser objeto de nuestra atención. Y ello porque pensamos que lo esencial del cuento popular, aquello donde el cuento denota su clara vinculación con el rito, está en e! nacimiento y la infancia del héroe. Aunque el viaje iniciático es el núcleo del cuento maravilloso, como señala Propp, este viaje se describe de forma simbólica, es decir, repitiendo los ritos que ya hemos mencionado al hablar de la serpiente engullidora, el bosque y el río. Lo que jamás aparece en el viaje del cuento maravilloso es la peripecia unida a un espacio o a un tiempo real, y mucho menos la caracterización psicológica del personaje, ya que este personaje es un héroe, un dios o un semidiós y, por tanto, carece de psicología. Es precisamente la entrada de estos elementos, el paisaje, el tiempo real, la psicología, lo que transforma el mito en novela. Por eso la Odisea, aunque parte del mito, es ya novela, literatura. Pues aquí, junto a numerosos restos míticos, encontramos ya personajes y paisajes reales, usos y costumbres, y un tiempo que transcurre modificando el ritmo de la vida humana. Aquí ya no importan tanto el nacimiento y la infancia del héroe, como la conquista del reino lejano, en este caso el propio reino perdido. La entraña del relato va a ser la peripecia del viaje, aunque una gran parte de estas peripecias sigan aún relacionadas con los viejos mitos. Es algo que perderán ya casi totalmente sus herederas, la novela bizantina y la novela inglesa del XVIII, novelas cuya trama la constituye un viaje, pero que aprovechan el viaje para realizar un reflejo de la vida real. De ahí se pasará al espejo a lo largo del camino de la novela realista, que junto a esta herencia de la novela itinerante, recogerá en parte esa otra herencia del viaje interior que conduce a la propia identidad, legado de la novela de aprendizaje a partir de Wilhelm Meister. Pero este viaje interior conducirá, en la novela moderna, a ese girar en torno a un laberinto que, muertos ya definitivamente los antiguos héroes, los antiguos mitos, sólo desembocará, como en el caso paradigmático de Kafka, en la angustia de nuestra propia nada. (Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 516. Junio de 1993) |
PRESENTACIÓN DE LA NOVELA LA EDAD DE HIERRO
l encontrarme aquí con la responsabilidad de hacer una presentación de mi novela La Edad de Hierro tengo ante todo esa duda que siempre me asalta cuando debo hablar de uno de mis libros. Y esta duda es la de hasta que punto está el autor capacitado para juzgar su propia obra. Creo que el autor literario, que puede ser un excelente crítico, y podríamos citar a un montón de grandes autores que han realizado críticas esclarecedoras sobre obras ajenas , no resulta tan lúcido cuando debe encararse con la propia. Muchas veces en mis encuentros con jóvenes, he puesto a este respecto como ejemplo nada menos que a Cervantes, quien no parecía tener muy claro lo que en realidad significaba su Don Quijote y que al elegir entre sus obras la mejor se inclinaba por el Persiles. Claro está que esto ocurría cuando ya estaba viejo y a vueltas de todo, y tampoco podemos tomar muy en serio lo que decía _y lo que ocultaba_ aquel gran socarrón y humorista genial. De todas maneras me inclino a creer que Cervantes no sabía que con don Quijote iba a armar la que armó; es decir, que no era un buen crítico de su propio libro. Es muy curioso como al leer trabajos realizados sobre la obra de uno, descubrimos aspectos de la misma que no se nos habían pasado en ningún momento por la mente, y que sin embargo están ahí. Y es que, si bien no se nos habían pasado por la mente consciente, hay que contar también con el inconsciente que tiene su parte en la creación literaria. Sin negar el gran papel que la razón desempeña en la realización de una obra, no podemos echar de lado ese deimon al que Platón se refería cuando hablaba de los poetas. Sea como sea, y a pesar de esa desconfianza de mi idoneidad para ello, yo estoy aquí para hablar de una novela mía: La Edad de hierro. Y mal o bien, es lo que a continuación voy a hacer. En primer lugar voy a detenerme en las palabras con que se abre y se cierra la novela. Estas palabras son las de un cuento popular español. La novela se abre con el principio del cuento y se cierra con su final. La escena es la misma: Una anciana _chacha Mariquita _ que sentada en una sillita de anea, cuenta el cuento a dos niños. Tan solo cambia el espectador de la escena. .En el principio de la novela quien observa el cuadro es Gerardo. Al final, el observador es Federico. El cuento es uno que me contaba con frecuencia mi madre cuando era niño con el título de El castillo de irás y no volverás. Es un cuento del que existen diversas versiones en el folklore español, con títulos diversos. Espinosa, en su conocida recopilación de relatos populares españoles recoge dos versiones, una bajo el título Las tres maravillas del mundo, y otra, más coincidente con la versión que me contaba mi madre, con el de Los siete infantes y lo encuadra, siguiendo la clasificación de Aarne_Thompson, en el grupo de La niña perseguida. Está claramente relacionado con el arranque de la leyenda medieval de El caballero del cisne, especialmente con la versión española recogida en las crónicas de las cruzadas escritas en tiempos del rey sabio bajo el título de La gran conquista de ultramar. También aparece en Las mil y una noches con el título de Historia del pájaro que habla , el árbol que canta y el agua de oro en versión idéntica a la de mi madre quien, por cierto, no había leído Las mil y una noches y conocía este cuento, como otros muchos, a través de la transmisión oral. Investigadores de las fuentes escritas de este relato lo remontan a una leyenda búdica del siglo V. El cuento desarrolla un tema cainita, tema muy frecuente en los cuentos maravillosos, tal como denomina en sus conocidos estudios Propp a este grupo especial de cuentos populares. Una reina que tiene hijos mientras el rey está ausente, es calumniada por las hermanas envidiosas que sustituyen a los recién nacidos por animales, arrojando a los niños al río. De vuelta de su viaje, el rey castiga a la reina encerrándola en una prisión. Los niños abandonados son criados por un leñador u hortelano en un lugar perdido. Ya de mayores emprenderán el camino al castillo de irás y no volverás , es decir, el reino de la muerte, ese lugar donde no puede volverse la cabeza hacía atrás sin quedar petrificado, como la mujer de Lot, o perder la prenda rescatada como Orfeo. Al final y merced a uno de los dones conseguidos en el castillo, el pájaro que habla, se descubrirá la verdad, se castigará a las hermanas envidiosas y la familia separada se volverá a unir y todos serán muy felices, tal como ocurre en el obligado final de los cuentos. Pues bien, quienes conozcan mi novela, verán que este encuadre dentro de este cuento maravilloso no es gratuito. Porque sus dos personajes masculinos se encuentran desgarrados por un conflicto familiar. En Gerardo este conflicto es el de su clase, representada por sus padres, con sus ideas. Este conflicto le llevará a esa muerte en vida que es el manicomio. En Federico el cainismo es más evidente. Porque lo que desgarra a Federico es el propio desgarramiento familiar, el desgarramiento del odio cainita producto de esa expresión máxima del cainismo que es la guerra civil, esa guerra siempre presente en esta novela de la inmediata postguerra; esa guerra que es la culminación brutal de más de un siglo de luchas fraticidas de nuestra historia, presentes en esa referencia a las guerras carlistas en las que participaron los primitivos pobladores de Las Palmeras, los hermanos Garzones. Federico se encontrará dolorosamente dividido entre los vencedores – sus abuelos, su tía_ y los vencidos, sus padres_. Y cuando al final de la novela tenga que elegir, acabará eligiendo con el corazón dolorido a los vencedores y permanecerá en ese útero protector de Las Palmeras que es el reino de la muerte. Cuando acaba el cuento con su final feliz de la familia reagrupada, se habrá producido la ruptura familiar definitiva de Federico. Y el hecho de que éste ocupe el lugar de observador que tenía Gerardo al principio del cuento, nos indica la identificación de ambos personajes. En su elección, en su definitivo desgarramiento, Federico inicia la senda sin retorno que le conducirá a ese fracaso existencial que representa Gerardo. Hay también otro desgarramiento apuntado, pero no consumado que es el de Laurita. Este personaje que podríamos definir como una explosiva sexualidad que aún no ha encontrado su verdadero cauce, se nos presenta también en conflicto con ese opresivo ámbito familiar que representa su tía, la delegada, típica representación de los valores dominantes. Su sexualidad en ebullición, reprimida por el círculo de hierro de una moral tan rígida como hipócrita; su acercamiento a los oprimidos personificados por la criada Antonia y, sobre todo, su relación con Federico y Gerardo que podrían haberle abierto nuevos caminos y horizontes, nos mueven a creer que allí también podría producirse un nuevo conflicto, un nuevo desgarramiento. Será tan sólo una falsa impresión porque al final esa misma sexualidad en ebullición encontrará su cauce en el que viene a ser el tradicional de las mujeres de su ámbito cultural. Será la mujer del macho señorito, quien, como también es tradicional en su círculo, la compartirá con una querida, _ la otra de la copla_ ante lo que reaccionará como tantas y tantas mujeres de su clase: con la aceptación de la situación aunque antes pueda tener violentos arrebatos de rebeldía como algún personaje a quien se hace referencia en la novela y que habría podido_ y ella en uno de sus soliloquios lo intuye negándolo_ servirle de espejo de lo que le espera Y así como es el miedo el que obliga a un Federico desgarrado a opta por Las Palmeras, será el sexo lo que arrastrará a Laurita a integrarse en el mundo moral del señorío de Cástulo, esa moral abyecta ejemplificada en la propia abyección de su final comportamiento con Antonia. |
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Tras examinar la ubicación de la novela entre el comienzo y el final de un cuento maravilloso, aquel Castillo de irás y no volverás que me narraba mi madre cuando era niño, sustituyendo la larga narración novelesca al mucho más reducido cuerpo central del cuento, quiero atraer su atención sobre otro elemento que me parece esencial en la elaboración del relato. Este elemento es el espacio donde se desarrolla. Ese espacio es Cástulo. Temporalmente la novela transcurre a mitad de la década de la más temprana postguerra, la década ominosa de los cuarenta. Ahora bien, en ese tiempo no existe en España ningún lugar habitado que se llame Cástulo. Cástulo es sólo un yacimiento arqueológico situado a unos cinco kilómetros de otro lugar, éste sí habitado en la época de la novela, que es la ciudad de Linares. Hay una tendencia lógica en el lector a confundir a Cástulo con Linares, a pensar que Cástulo es Linares. No es verdad. Hubo un tiempo en que Cástulo albergó vida, hubo un Cástulo habitado por cartagineses y posteriormente por romanos; pero esa vida, los hombres y mujeres que habitaron aquel Cástulo son solo polvo, y la antigua ciudad un campo en el que se excava para sacar a la luz algunos mutilados fragmentos de aquel lugar muerto, que luego se mostrarán en el museo de la ciudad viva. Cástulo no es Linares. Los separan un espacio de cinco kilómetros y dos mil años en el tiempo. ¿Entonces por qué el autor de la novela la desarrolla en ese lugar inexistente que es Cástulo, en lugar de ese lugar existente que es Linares? Es una pregunta que tienen derecho a hacerme, y que yo voy a procurar contestar. No he querido localizar la novela en ninguna ciudad concreta, aunque para construirla necesariamente haya tenido que recurrir a una ciudad real. Porque lo que ocurre en ese Cástulo que el lector con todo derecho puede identificar con Linares podría haber ocurrido en cualquier otro lugar de España, y más concretamente de la España del Sur. El autor quiere desde la misma elección del nombre del lugar donde van a desarrollarse los hechos novelescos, dejar bien claro que no quiere hacer costumbrismo, ni localismo. La novela tiene, al menos en la intención de su autor, un ámbito mucho más amplio que el de un determinado lugar. Y hay otro aspecto importante que me decidió a tomar el nombre de Cástulo para ubicar mi novela. Y este hecho es el que el Cástulo real sea un yacimiento arqueológico. Sólo excavando, solo hurgando en profundidades, el yacimiento arqueológico vuelve a la vida dispersos fragmentos de un tiempo muerto. Pues bien, este es el procedimiento que he seguido en parte para la construcción de la novela. Pero para aclararlo, debo hablar brevemente de mi relación personal con Linares. |
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Nací en Linares y viví en Linares hasta los cinco años cumplidos. Parte de estos primeros años, posiblemente del tercero al quinto, no residí con mis padres sino con mis abuelos paternos y mis tías ya que mi padre por reveses económicos tuvo que abandonar Linares para buscarse la vida, y esta misma inseguridad económica movió a mis padres a dejarme con mis abuelos paternos y mis tías para las que_ sobre todo para la mayor_ llegué a ser como un hijo. Pero no lo era; por esto, cuando la situación de mis padres se hizo más estable pasé a vivir con ellos, sorprendiéndonos la guerra en la llamada zona nacional. Me trasladé a Segovia a poco de cumplir los seis años, y allí permanecí hasta los dieciocho en que fui a realizar mis estudios universitarios a Madrid. Es decir, pasé en Segovia los años de mi niñez y juventud, esos años en que las vivencias son más fuertes y estables. De ahí que sea Segovia la ciudad que aparece con más frecuencia en mi narrativa. Pero mi relación con Linares no se rompió del todo. Los lazos afectivos que me unían a mi familia paterna hizo que, tras terminar la guerra y hasta que inicié mis estudios universitarios –es decir, durante la década de los cuarenta_ fuese algunos años a pasar los tres meses de verano con aquella. Linares: ¡ buen sitio para veranear! Esta sensación de calor propia del estío linarense creo que es uno de los temas constantes de mi novela. Había un contraste notable entre mi vida en Segovia y Linares. En primer lugar estaba la adaptación. Segovia era mi mundo, mi colegio, mis amigos con quienes jugaba, con quienes iba al río a bañarme y a pescar. En Linares estaba desarraigado. Mi único refugio era mi familia, mis abuelos y mis tías paternos. También tenía otros abuelo y tíos maternos, pero con ellos el contacto era ocasional. Además no vivían en Linares, sino en la colonia minera de La Cruz (Otro yacimiento, otras excavaciones, otro bajar a las profundidades) Sin relaciones, sin amigos de mi edad, estas vacaciones en Linares eran unas vacaciones solitarias. Durante el día el calor nos tenía recluidos en la casa. Cuando, tras la siesta, comenzaba a remitir algo la calina, salíamos al patio recién regado resguardado por la sombra de la parra en cuyos racimos en agraz picoteaban las avispas. Un poco más tarde acompañaba a mi abuelo al casino. Un niño entre viejos. Después llegaban las horas más gloriosas, las de la noche. Si en Segovia el día y, sobre todo, los ocasos eran incomparables por la maravilla de su luz, este pueblo del sur tenía como gloria sus noches de verano, con su cielo estrellado, con el olor de las flores de sus patios y, magnificado en la profundidad de mis recuerdos, con sus cines de verano a los que me llevaban mis tías y mis abuelos sin interrupción durante todas las vacaciones. Otro contraste entre Segovia y Linares era el económico_ social.. Mi padre era un obrero. Vivíamos en un pequeño piso de una casa pobre y padecíamos la penuria de la clase trabajadora en la terrible postguerra. Aunque mi padre se había mantenido al margen de la política, por su situación social pertenecía al bando de los vencidos. Ciertamente yo, becado en un colegio de pago, estaba más en contacto por la relación con mis amigos y condiscípulos con los miembros de la otra clase; pero una cosa era mi colegio, y otra mi familia y mi casa. En Linares caía de lleno en el ámbito de los vencedores. En lugar de un pequeño y mísero piso habitaba en una casa de dos plantas, una de aquellas bonitas casas unifamiliares que había en Linares con sus rejas, su cancela, su patio interior y que desgraciadamente _al menos desde el punto de vista estético_ casi han desaparecido. Mis abuelos no eran ricos, pero gozaban de una situación económica que les permitía mantener las apariencias y desterrar la penuria que reinaba en mi casa. Tenían criada, se relacionaban con la crema de la ciudad, eran miembros del casino y por supuesto, ideológicamente pertenecían a la derecha más conspicua y militante. Pero si para mí personalmente Linares suponía respecto a Segovia el paso de la pobreza a la riqueza, podía sin embargo apreciar que esta riqueza, este bienestar del círculo al que pertenecían mis tías y mis abuelos, estaba rodeado por una masa de una pobreza tan extrema y evidente que en Segovia no podía siquiera imaginar. Porque Segovia era una población poco industrializada, de artesanos, comerciantes y empleados que, además, se había alineado con los vencedores en la guerra civil ; mientras que Linares era una población minera, una población que había permanecido durante la guerra en la zona republicana y que, por estas dos razones, se alineaba de lleno con los vencidos. Y una de las penas que habían caído sobre los vencidos era la pobreza. Y esta pobreza que circundaba masivamente al círculo de bienestar en el que me movía, se me manifestaba de una manera turbadora en los niños. Niños escrofulosos, con la cabeza rapada al cero en la que resaltaban las costras de la tiña; niños que nos asediaban pidiendo limosna y que me producían una extraña sensación de compasión y, al par, de rechazo y malestar. Y junto a todas estas impresiones personales que en mi suscitaba Linares, estaban las historias que oía. Anécdotas fragmentarias que escuchaba a mis tías durante las comidas y a los contertulios de mi abuelo en el casino. Historias que, en Segovia, me contaba mi madre y que a ella había contado una vieja tía suya, la que le había narrado aquellos cuentos maravillosos que ella nos narraría a nosotros, en torno a una fantástica quinta encantada que guardaba una cierta relación con su propia familia y que posteriormente, en mi segunda estancia en Linares, localicé como cierta finca dedicada a la floricultura y situada pasada la ermita de la Virgen patrona del pueblo. |
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Porque hubo una segunda estancia en Linares. Antes de mediar la década de los cincuenta, mis padres volvieron a establecerse allí. Y yo tras terminar la carrera, preparar infructuosamente en Madrid un par de oposiciones y estar algún tiempo en el extranjero, volví a casa de mis padres donde permanecí algo más de tres años. Fue mi estancia más continuada en mi pueblo natal. Una estancia marcada por la soledad y la frustración. Casi sin conocidos, sin saber qué iba a hacer, qué camino iba a seguir moré allí en una de las etapas más tristes de mi vida, cuyo único fruto fue la terminación de la que habría de ser mi primera novela, una novela que se desarrollaba en Madrid, la ciudad de mi juventud, de mis estudios universitarios y a donde volvería en el año sesenta para, tras sacar unas oposiciones, residir en ella el resto de mis días. Ya no volví a Linares. Solamente por las Navidades, visitaba a mis padres unos pocos días. Pero ni estas cortas estancias ni la más larga de mi segunda permanencia allí tienen la menor validez desde el punto de vista de mi novela. Por ejemplo: he dicho que en esta segunda estancia conocí la existencia de una finca que se dedicaba a la floricultura. Nunca estuve en ella. Nunca, siquiera, me acerqué a ella. Si alguien identifica esta finca con Las palmeras de La Edad de Hierro no está equivocado. Pero esas Palmeras no surgen de la quinta real que sólo me aportó los datos de dos palmeras lejanas y de que allí se preparaban las coronas de muerto, sino de aquella quinta irreal con fantasmas y tesoros enterrados; de ese cuento de miedo que, con pretensiones de realidad, me contaba mi madre junto a otros muchos cuentos cuando era niño. Fragmentos de una ciudad real, personas, anécdotas e historias, vivencias propias. Todas sepultadas por el paso del tiempo. Y un día, cincuenta años después, de una manera dispersa, transfiguradas y mutiladas, como en una excavación arqueológica, empiezan a surgir configurando con aquellos restos de una ciudad viva una ciudad imaginaria: No Linares, Cástulo. ¿Por qué ocurrió esto? Lo que surgió primero fue una anécdota largo tiempo olvidada, que me contó alguna de mis tías, no sabría decir cual, posiblemente en uno de mis últimos veranos en Linares, cuando ya era un adolescente con pretensiones culturales y sin duda para criticar éstas. “Mucha cultura, mucho leer. Te crees que eso es lo importante .Fíjate en _y aquí mencionó un nombre que yo desconocía, que nunca retuve ni identifiqué, correspondiente a alguien absolutamente ignorado por mí_ muy culto, muy leído, y ni siquiera sirvió para cumplir con su mujer la noche de bodas” Nada más. Una frase, una anécdota de las muchas que entierra el tiempo para siempre. Pero ésta, un buen día casi cincuenta años después, surge y origina una novela. ¿Por qué? En un interesante estudio de la profesora de la Universidad de Illinois María Elena Bravo titulado Faulkner en España , destinado a estudiar la repercusión del genial narrador sureño en la narrativa española en castellano desde la república al final de la dictadura, entre otras obras estudiadas la autora se detiene especialmente en tres: Volverás a Región de Juan Benet, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, y mi primera novela Cinco Variaciones. Pues bien, a propósito de ésta, la autora escribe literalmente: “Cinco Variaciones, como ninguna otra novela de los años sesenta, representa la frustración del escritor con conciencia de misión social.”. Y más tarde, añade. “Esta actitud regresiva como sustituto de la vida , es lo que da a la novela de Martínez Menchén su esencial inmovilismo, puesto que en último término la opción se ve reflejada en la propia actitud del novelista , que en la gestación y creación de la novela está adoptando también el espejo, la conciencia frustrada de los propios personajes.” Más allá de la frustración del escritor con conciencia de misión social de que habla la autora del estudio, yo diría que Cinco Variaciones refleja la frustración e impotencia del intelectual formado en una cultura humanista, ante una sociedad que fingiendo admirarla (eso entonces; hoy ni esto. Basta examinar los planes de estudios actuales para ver la consideración que en nuestro final de milenio merece esta cultura. Al fin se han quitado la careta); que, repito, fingiendo admirarla, la desprecia . Este y la soledad son los temas de mi primera novela, y los que con mayor o menor énfasis han ido repitiéndose a lo largo de mi obra. Entonces, siendo éste uno de los temas claves de mi literatura, es natural que en un momento determinada surja del olvido aquella anécdota que un día al principio, de mi adolescencia, me contó una tía mía y que había permanecido enterrada casi cincuenta años. Un personaje ya no símbolo de la impotencia, sino la impotencia misma; la impotencia por antonomasia en nuestra sociedad machista, la impotencia sexual. Cultura e impotencia, frente a un grupo que, por ambos motivos, convierten a la persona en la que ambas se conjuntan en motivo de irrisión. Y consecuentemente soledad, frustración, locura. Todos ellos temas recurrentes en mi narrativa. Había encontrado en las ruinas de mis propias vivencias, el motivo de una novela. Últimamente venía escribiendo, tanto en mi narrativa para adultos como en la infantil y juvenil, sobre la postguerra vista por los niños y los adolescentes. Y esa anécdota y ese personaje pertenecían a la postguerra. Tendrían que salir también niños o adolescentes en esa historia y, por supuesto, tendría que ser una historia de postguerra. Y desarrollarse en el lugar en donde la encontré, en esa ciudad en ruinas, sumergida en las profundidades de la memoria, restos borrosos de una ciudad real. En Cástulo. Entonces me dediqué a mi trabajo de excavación. Fueron surgiendo lentamente, desfigurados por el tiempo, lugares, paisajes, sensaciones, anécdotas personas. Y así pude al fin disponer del material para poder fabricar mi novela. Excavar. Este tema de excavar, de bajar a las profundidades es una constante de la misma. La acción está paralizada, no ocurre nada apenas en ella. Dejo la palabra a un crítico de la novela, Juan Carlos Peinado: ” ... Pero sobre todo constituye un excelente ejemplo de cómo una coordenada de la narración , el empleo del tiempo, puede subrayar y enriquecer el sentido global de la obra. Así el peso del presente, la necesidad que tienen algunos personajes de buscar la consolación en la huida de la realidad que parece paralizada, se traduce en un tratamiento escindido en el tiempo. Por un lado el presente que viven los personajes, el lugar de la peripecia, está conformado por el relato de lo que ocurre a lo largo de un verano agobiante. Pero ¿ocurre algo realmente ese verano? Todos los acontecimientos que tienen lugar en él (un noviazgo, una muerte, el ingreso en un manicomio ) son casi un trámite, la culminación esperada de un proceso que se inició antes, siempre antes. Nada nuevo e inesperado sucede y los días transcurren lentos e idénticos como el agobio de una siesta estival. De ahí que cada vez que accedemos a la conciencia de los personajes, siempre los encontramos vueltos al pasado, como si todo ya hubiera ocurrido y la acción, los sucesos, fueran un patrimonio proscrito a su presente fosilizado.” Sí, todos los personajes miran hacia el pasado. Pero en Gerardo esta búsqueda del pasado va más allá de su propia vida; va, en una excavación imposible, a intentar rescatar de las más profundas tinieblas una vida que vivió antes, una de las sucesivas vidas que ya vivió, una vida que acaso transcurrió junto al Nilo contemporánea de los constructores de las pirámides, en un loco intento de huir así de su intolerable vida actual, de esa intolerable edad de hierro, que es la edad de su Cástulo natal durante los años de la postguerra. Y en este excavar, en este profundizar en el pasado también llega al último extremo chacha Mariquita, la contadora de historias, la voz del mito, la voz del pueblo... Ella es la voz de los muertos, los muertos que con ella conviven en ese territorio mítico de Las Palmeras. Y en su excavar llega hasta aquellos personajes casi legendarios que construyeron la quinta y hasta la vieja historia antecedente de la historia presente, y a las antiguas guerras, _las carlistas, la de Cuba _,que precedieron a la guerra reciente y en las que participaron los habitantes pasados y presentes de este lugar simbólico, el lugar del oro enterrado, tema recurrente de nuestra mitología popular, el tesoro de los moros, el oro de las América, el Dorado de nuestra edad imperial, ese imperio de pies de barro cuyas ruinas y parafernalia quisieron desenterrar los vencedores de la última contienda en un grotesco enmascaramiento de la ruina reinante. He querido resaltar algunas de las claves de mi novela : El relato popular cainita en que se enmarca; la ciudad irreal que surge en mi memoria entre las ruinas de una ciudad real sepultada por el tiempo; algunas de mis constantes literarias que se dan cita aquí, como la soledad y la frustración e impotencia del intelectual humanista ante una sociedad que reniega y desprecia este humanismo; la vuelta hacia el pasado, la profundización excavando en el tiempo. Antes de terminar haciendo una referencia a la estructura de la novela, quisiera también, aunque brevemente, destacar algunas otras constantes de mi obra que se repiten en ella. Para eso, para señalar estas constantes, voy a recurrir a dos testimonios distintos al mío. El catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Complutense, Carlos de Cabo Martín, al prologar mi novela La Caja China, realiza un sugestivo estudio de mi creación literaria cuya última expresión era la mencionada novela, desde un enfoque eminentemente histórico_ político como conviene a su especialidad. Pues bien, el profesor De Cabo sostiene que las interpretaciones que, basándose en un supuesto radical alejamiento de la literatura realista de la década de los cincuenta de mi obra y a mi encasillamiento como novelista de la persona , etc han podido conducir a crear la imagen de una obra transcendida, construida desde la fuga de la realidad y consiguientemente ahistórica, son erróneas, siendo por el contrario, _sostiene,_ la historicidad tanto objetiva como subjetiva una de las características esenciales de la misma. Esa historicidad objetiva _ escribe_ se debe a que mi obra examina un periodo histórico determinado: el de la dictadura. El estado dictatorial viene caracterizado por la utilización del aparato represivo cuya consecuencia en el ciudadano será el miedo. Tras analizar los componentes que existen en toda dictadura de autoritarismo, señala que cuando este autoritarismo se convierte en totalitarismo, la dictadura toma el carácter específico de dictadura fascista. La diferencia entre ambas _puntualiza el profesor De Cabo – se encuentra en que el Estado Fascista no se conforma con el mero sometimiento externos de las conductas propias del autoritarismo, sino que, y de ahí su carácter totalitario, despoja al ciudadano de ese relativo blindaje penetrando en la conciencia e invadiéndola, abarcando así la totalidad del ser humano En este caso_ añade_ el protagonismo es el de los aparatos ideológicos que para la moderna teoría del estado están constituidos por el sistema educativo, los medios de comunicación, los partidos políticos, los sindicatos, la iglesia y desde cierto punto de vista, la familia. El resultado de la actuación de estos aparatos ideológicos, es la pérdida de la propia conciencia, es decir, la alienación. Sin pasar, para no extendernos aún más, al análisis de los elementos componentes de la historicidad subjetiva, (aquella en la que el autor no solo muestra un estado de cosas como en la objetiva, sino que toma partido ) presentes según su estudio en mi narrativa, me limito a recalcar que el profesor De Cabo , al efectuar un breve pero profundo examen de mi producción literaria, destaca que esos elementos ya señalados de la historicidad objetivas, (represión, miedo y conformación de la conciencia de acuerdo con el sistema totalitario a través de los aparatos ideológicos y muy concretamente el sistema educativo y la iglesia, íntimamente unidos en dicho periodo histórico) , constituyen los temas fundamentales y recurrentes de la misma. Así mismo el crítico y gran escritor andaluz Antonio Enrique, cuyo aprecio de mi obra literaria me llena de legítimo orgullo, señala en un agudísimo estudio sobre la mencionada Caja China, leído en un homenaje que los críticos del Sur me dieron en esta ciudad de Linares y publicado en el número 57 _Junio del 98_ de República de las Letras, al examinar los temas de esa novela señala el horror causado por el miedo, la incertidumbre causante de la sensación de desamparo y la postergación infinita, lo que equivaldría a la alienación llevada hasta su último extremo , como los más destacados de la misma Pues bien, vemos que los temas indicados por ambos analistas _en parte coincidentes_ al enfrentarse con mi narrativa, son también temas cruciales de La edad de hierro. Por supuesto la represión, la tremenda represión que sobre los vencidos ejercieron los vencedores está siempre presente en ella. Presente está así mismo el tema del miedo. El miedo es el que determinará la última y fundamental elección de Federico. El miedo, un miedo que podríamos decir generalizado, un miedo a la mujer, a la sociedad, a la propia existencia, un miedo pues paralizante y existencial, es un componente esencial en la alienación de Gerardo. Laurita también, en un ceremonial sadomasoquista muy propio de su sexualidad polimorfa latente, jugará a experimentar el miedo de su abuelo durante la guerra civil, para después identificar el sexo con la muerte alcanzando el éxtasis vestida con las ropas de su abuela muerta , y tras ello caer en la degradación moral que la llevará a la destrucción de su criada Antonia. El miedo está presente en todos los personajes de la novela y se convierte en símbolo de la misma en ese espacio fantasmagórico de Las Palmeras. Tan solo chacha Mariquita está libre de él, porque de tanto convivir con la muerte, la ha hecho ya cosa suya, venciéndola . Final y brevemente, para no cansarles aún más , la alienación es otro de los temas presentes en La Edad de hierro. Esta alienación que llevará a Laurita y Federico, aunque de distinta manera y con distintas consecuencia a integrarse en la sociedad alienante de su entorno, alcanzará en Gerardo su grado más alto, trágico y desintegrador. |
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Acabaré hablando brevemente de la estructura de la novela. Está construida desde cuatro puntos de vista narrativos. Aunque siempre la entrada es en tercera persona, el narrador con frecuencia da voz al personaje, pasando de la tercera a la primera persona. De todas formas, los lenguajes son distintos en cada uno de los personajes desde cuyo punto de vista se narra. Hay dos más líricos y cuidados: el de Gerardo, influido por la literatura culta, y el de chacha Mariquita, por la cultura popular. El de Federico viene a ser un reflejo del de Gerardo en tono menor. El más vulgar es el de Laurita, que aunque con algún arrebato lírico, se encuentra más próximo al lenguaje insustancial de su círculo social. La novela se estructura en dos grupos de cuatro capítulos en los que se van alternando las voces narrativas en un riguroso orden matemático. En el primer capítulo el orden es Gerardo 1, Federico 2, Laurita 3, Mariquita 4. Establecida esta correspondencia fija entre números y puntos de vistas narrativos, la sucesión ya sigue un orden rígido: 2,3,4,1_ 3,4,1.2_ y finalmente _4,1,2 3_. Al final de este cuarto capitulo ya se han cumplido las alternaciones posibles dentro de éste orden _ cuatro capítulos, cuatro puntos de vista narrativos_ ; pero en el quinto, en lugar de volver a comenzar la serie de la misma manera se hace en orden opuesto, es decir, 4,1,2,3_ .Esto permite que la novela se cierre con el 2, es decir, con Federico, lo que hace posible que la última escena sea similar a la primera con la sustitución, a la que ya hice referencia, de Federico por Gerardo. Cada uno de estos apartados viene a constituir pequeñas variaciones dentro de cada uno de los bloques narrativos que a veces responden a un tema común. Sigo así ese intento de estructura musical ya presente en mi primera novela Cinco Variaciones. El hecho de que en conjunto sean 32 estas posibles variaciones, aparte de a una necesidad estructural responde también al propósito de rendir un modesto homenaje a una de las obras maestras de la historia del teclado musical: Las Variaciones Goldberg _ treinta variaciones entre un aria de apertura y otra de cierre, total 32_ de Juan Sebastian Bach. Estos son los puntos que he querido destacar ante ustedes en esta presentación de mi novela La Edad de hierro. No creo que esta presentación les haya proporcionado algún provecho. Pero, sin que ello me sirva de excusa, ya dije al principio de la misma, que los autores somos malos críticos de nuestras propias obras. Ahora, como final, solo me queda dar a todos ustedes las gracias. +++ PULSA AQUí PARA LEER OBRAS DE CREACIÓN DE ANTONIO MARTÍNEZ MENCHÉN Y EN CADA APARTADO PARA LEER ENSAYOS BREVES: _ Hechos I
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