HECHOS

Antonio Martínez Menchén

HECHOS

El largo viaje

Jurasicomanía

El espejo

Atavismos

Ciudad campo

Equivocaciones

Esos rubios ancianos

China

Algo se mueve

Noble estado

Hace ya cincuenta años

Árboles del Sur

Los hijos de la furia

¿Hay alguien ahí fuera?

Pobres, no

La frágil memoria

Vacas

Deschables

La muerte de una ilusión

Linares

El largo viaje

      Abandonada la casa del bosque, se encaminaba a su aldea. Atrás quedaban los duros ritos iniciáticos y ahora, ya muerto el antiguo niño y propiciado el Señor de los Animales, podía entregarse a fecundar a las doncellas y al noble arte de la caza. Fue entonces cuando una turba de guerreros al mando de un extraño hombre de piel pálida puso fin a sus sueños.

      En la sentina del barco había un hedor mefítico. Cuando encadenados en hilera salía a cubierta para desentumecer, veía a los tiburones siguiendo la estela en espera de su cadáver. Pero no murió, y en la tierra extranjera trabajando de sol a sol bajo el látigo del capataz, pudo comprender al fin que el niño muerto en la casa de los misterios tan solo lo hizo para renacer como bestia de carga.

      Volvió a la patria cuando todo había cambiado allí. No llevaban cadenas, pero seguían de sol a sol talando árboles y sacando mineral que embarcaban para los países del hombre blanco. En vez de aldea, había una gran ciudad, copia de aquellas ciudades de los blancos, rodeada de infestas chabolas donde habitaban quienes eran como él. Tampoco había caza, ni bosque. Escaseaba el mijo y la gente moría de hambre. Pero allí, en los suburbios, durante los atardeceres africanos bajo los amplios árboles de los que colgaban los frutos peludos de los grandes murciélagos, se hablaba y hablaba de los juegos y juguetes de los blancos y de aquellas tierras donde manaba leche y miel.

     Y fue así como de nuevo se encontró en la sentina; pero ahora sin cadenas, por su propia voluntad. Ya no navegaba hacia la esclavitud sino hacia la tierra de promisión.

      La ciudad era bella y rebosaba de objetos maravillosos, pero aquellos objetos no eran para él. Sin trabajo ni casa, dormía al aire libre y reventaba de hambre. Fue entonces cuando alguien le ofreció vender aquellos papelines de polvo blanco para poder comer. Así comenzó a traficar y de vez en vez, a inyectarse en busca del olvido.

      Cierta noche en que la ciudad era un ascua de luz y los altavoces cantaban paz a los hombres de buena voluntad, envuelto en periódicos para no helarse, se tendió al pie de un árbol para dormir. Soñó con los antiguos árboles y la casa del bosque y el niño que fue. Ya de mañana, un guardia le sacó de su sueño para cachearle.

      Estaba con los brazos en alto sufriendo el cacheo, cuando cruzó el hombre. Cargado de paquetes envueltos en brillante papel con cintas de colores, llevaba a una niña de la mano. Era una hermosa niñita, que se le quedó mirando entre sorprendida y asustada.   Iniciaba una sonrisa para tranquilizarla, cuando escuchó al hombre exclamar: Camello, negro de mierda, ¿por qué no te quedas en la selva en lugar de venir aquí a fastidiarnos?

 

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Jurasicomanía

      Que debería llamarse mejor cretaceomanía, ya que de los alrededor de seis animalitos que salen en la película, unos cuatro pertenecen a este periodo. Pero no vamos a ponernos pejigueras por unos millones de años mas o menos, ya que los bichos a lo que realmente pertenecen es a esta década del final del milenio. Y ello con independencia de que aún estemos muy lejos de ese milagro genético de dar vida a especies desaparecidas hace muchos miles de años. De lo que sí somos capaces es de realizar ese otro milagro consistente en crear mitos o fetiches que alcancen una aceptación casi universal.

      Y por el momento el último fetiche es el de los lagartos terribles o no tan terribles que durante varios millones de años fueron dueños y señores de este planeta. Dueños y señores con los que, según parece, un día terminó un meteorito que posibilitó así el advenimiento del no se sabe si bien o mal  llamado homo sapiens.

      Y ahora , al final del segundo milenio de la era cristiana, este homo sapiens ha resucitado a los lagartos. Los ha resucitado imprimiéndolos en sus camisetas, multiplicándolos en libros, en fascículos, en vídeos, en muñecos, en maquetas, en Dios sabe cuántas cosas más. Y todos los niños del mundo juegan con los nuevos fetiches y aprenden sus nombres y sueñan con ellos, gracias a la siembra en publicidad que con la ocasión del lanzamiento de una muy mala película han hecho unos avispados hombres de negocios que cosecharán el ciento por uno de lo sembrado, no sólo gracias al taquillaje de la película, sino sobre todo a los ingresos obtenidos mediante la parafernalia que la acompaña, parafernalia ocasionada por la fiebre lagarteril que la tal película y, sobre todo , la publicidad de su lanzamiento está ocasionando en todo el mundo.

      ¡Oh aldea global! ¡Oh bravo mundo nuevo que tales cosas y casos produces! Hemos llegado ya a los umbrales del año dos mil y el hombre se ha desprendido de sus antiguos lastres. Este hombre de finales del segundo milenio ha enterrado a los dioses y a las religiones; ha hecho tabla rasa de las ideologías y de las utopías; pasa de la cultura, de la política, de cualquier clase o tipo de compromiso; este hombre tan sólo aspira a las cosas concretas, a las que brindan una satisfacción material e inmediata. Sí, este hombre ha soltado los antiguos lastres y ahora ya libre e independiente, está a punto de iniciar el camino de la mutación que le transformará en un ser superior : el hombre nuevo.

     Y es este hombre nuevo sin creencias, sin utopías e ideologías, sin ídolos ni dioses, el que responde unánimemente a la campaña de los lagartos, el que se deja ganar por la jurasicomanía, como se dejará también ganar mañana por cualquier otro de los fetiches que lancen a través de los "mass media" esos publicitarios avispados cosechadores del ciento por uno. Viendo esto pienso que la mutación más que al superhombre, nos está llevando a los antiguos y ya clásicos corderos de Panurgo.

 

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El espejo

       Cuando las funestas televisiones privadas y sus émulas, las estatales y autonómicas, nos agobian con culebrones venezolanos, películas cutres, concursos para descerebrados y vergonzante erotismo de pacotilla, uno, si es consciente, no debe indignarse, sino entristecerse. Entristecerse, sí, porque como el espejo stendahliano, las televisiones tan solo reflejan el camino por donde se mueven. Sujetas a la férula del índice de audiencia que les impone el medio que las sostiene, la publicidad, las televisiones tan solo dan lo que les piden, constituyéndose en la más certera radiografía del entresijo nacional. Son funestas porque funesto es el país. Por eso, repito, la lógica reacción ante ella debe ser la depresión y la tristeza.

     Pero tampoco debemos entregarnos al masoquismo nacional. Esta situación no es tan solo de aquí y ahora, sino que podemos encontrar su equivalente tanto en el tiempo como en el espacio.

      En cuanto al tiempo, puede servirnos de consuelo la amarga queja de Terencio. Por boca de uno de sus personajes se dirige a su público mas o menos en estos términos: "Señoras y señores, la obra que van a ver se llama La suegra. Es una repetición, ya que es una obra con mal fario y esta noche tiene su oportunidad para vencerlo captando su benevolencia. Cuando la estrené resulta que un boxeador y un funámbulo actuaban cerca de aquí, y era tal el guirigay de sus admiradores y los gritos de entusiasmo de las mujeres, que me obligaron a interrumpir la función. Tras ello decidí resucitar una vieja costumbre y probar por segunda vez: La monte de nuevo, pero corrió la noticia de que al lado se montaba un combate de gladiadores y la gente salió de estampida. Aquello fue la locura. La gente se mataba por conseguir un asiento y yo me vi obligado a suspender por segunda vez. Hoy parece que no hay alboroto y todo se presenta apacible  y  tranquilo. Es pues mi oportunidad y la vuestra, de rendir  al teatro el respeto que se merece."

       Bastante actual, ¿no? Por supuesto que en la Inglaterra isabelina el teatro de Shakespeare tenía su  público, aunque muchísimo más menguado que las peleas de perros. Y  entre nosotros, Lope ya sabía aquello de hablar en necio al vulgo para darle gusto.

      Y si la consideración nos lleva al espacio, no creo que nuestra situación sea muy distinta a la del resto de las que forman la Europa occidental. En cuanto la oriental... El comunismo pretendió crear un hombre nuevo aunque fuese a costa de palos, intento ya anticipado por el Fóma Fomich de La alquería de Stepanchikovo cuando se empeñó en que sus siervos aprendiesen francés. Hace unos años llegaron a la Asociación Colegial de Escritores unos colegas soviéticos, partidarios furibundos de la perestroika. Nos hablaban entusiasmados de la nueva cultura que había traído la recién estrenada libertad, de aquellas calles moscovitas en las que florecían en cada esquina jóvenes rockeros con la canción en los labios y la guitarra en banderola. " Bueno_ me dije _ estos han descubierto la movida. ¡Malo...!" Y ya lo ven: el diluvio...

      Para mí el gran fracaso del llamado socialismo real es que tras 1levar más de setenta años intentando crear un hombre nuevo sin pararse en barras, todo lo que ha conseguido es un mal remedo del viejo hombre occidental.

      En fin, que no somos los únicos y que siempre ha sido así, aunque esto es un triste consuelo. Los cristianos verán en él una consecuencia del pecado original, y seguramente tienen razón.

     Lo malo para mí, es que, compartiendo lo del pecado, tengo ya más dudas sobre si se podrá redimir.

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Atavismos

       En la película de Stanley Kubrick 2001, una odisea del  espacio, encontramos la elipsis más atrevida y célebre de la historia del cine. El primitivo homínido ha descubierto que un hueso puede ser un arma mortal. Feliz con ese descubrimiento que le va a asegurar su supervivencia, el homínido mata. Mata a otros animales, a otros homínidos semejantes a él; mata frenético en una orgía de sangre. De pronto el hueso rebota y, desprendido de sus manos, se eleva por los aires. Y en una elipsis de centenares de miles de años, el hueso asesino se transforma en una nave espacial fusiforme que, solemne, navega por el espacio en busca de otros mundos.

      La secuencia podría considerarse como una metáfora visual abierta a varias interpretaciones . Una de ellas sería la de que el hombre de los viajes espaciales aún sigue unido a su lejano ancestro, aún no ha sabido desprenderse de aquella ferocidad atávica que permitió al hombre primitivo sobrevivir y progresar. La nave espacial es en las manos del hombre, como el hueso en las de su antepasado, un arma homicida.

      A menos de diez años de ese 2001 de Kubrick, el hombre está más lejos de conquistar otros astros que de volver a los horrores de las cavernas. La historia reciente está llena de comportamientos atávicos, de comportamientos que creíamos ya olvidados. Y no hay que volver para ello la vista al tercer mundo, a ese mundo que los occidentales, en su necio orgullo, consideran primitivo y salvaje, Es en Europa, en la racional Europa, en la civilizada Europa donde de nuevo esos comportamientos surgen.

      Pues el tribalismo, el racismo, la intolerancia religiosa y étnica que caracteriza la actual situación de Yugoslavia, ¿ no son acaso conductas que creíamos definitivamente superadas y olvidadas, conductas que pensábamos arrumbadas ya en el museo de los horrores de la historia ? Y sin embargo han surgido de nuevo, con toda su irracional crueldad, con toda su secuencia de inimaginables horrores.

      Bajo la civilizada apariencia del hombre tecnocrático, de nuevo, en esta última década del siglo XX aparece el homínido primitivo empuñando su hueso homicida; de nuevo bajo las luces de la ciudad emergen las tinieblas de la tribu; de nuevo la ira irracional se levanta asesinando a la razón.

      Y no podemos conformarnos pensando que lo que está ocurriendo en Yugoslavia, es un hecho aislado, algo que no afecta al resto de nuestro civilizado mundo. Porque la intolerancia y la violencia racista que otra vez se extiende por toda la civilizada Europa, es tan solo un síntoma de que estamos ya inoculados por el mal , de que lo que creíamos definitivamente muerto resurge de nuevo con toda su brutal fuerza; de que la bestia atávica que creíamos muerta continúa latente en todos nosotros.

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Ciudad y campo

       Cuando yo era niño el campo comenzaba a los pies de la ciudad. Era aquélla una época en que los pies servían para andar, en lugar de como ahora para pisar el embrague y el acelerador. Andando andando, cualquiera que fuese la dirección que tomáramos, no pasaría un cuarto de hora cuando el empedrado de las retorcidas callejas de la pequeña ciudad en que por entonces vivía dejaba lugar a la muelle hierba del campo. Era un cambio profundo , que se producía a la par sin la menor brusquedad. Surgían los verdes sembrados de trigo y cebada, los sotos umbríos, los arroyuelos cantarines y límpidos, el río cuyo cauce serpenteaba en la profundidad de la hoz. Buscábamos nidos, cazábamos grillos, pescábamos con un sedal atado a un palo gobios y bermejuelas en el río. Rompía el profundo silencio el cristalino son de las esquilas de un rebaño, el canto de una codorniz en un trigal, el zumbido de un bando de perdices que se levantaba de pronto a nuestros pies. Y cuando, cansados, nos tumbábamos en la hierba, nuestra mirada, pasando de los esbeltos chopos a la torre de la catedral, nos informaba que al pie del campo comenzaba la ciudad.

      La tarde que nos apetecía caminar algo más nos llevaba a los pueblos. El pueblo era algo distinto y a la vez intermedio entre el campo y la ciudad. Tenía un olor propio e inconfundible, el olor de pueblo; y también los chicos de pueblo se distinguían por un sello propio, una apariencia que les separaba claramente de nosotros, los chicos de ciudad. Pero unos y otros nos encontrábamos , aunque fuese a pedradas , en aquella tierra de todos que era el campo.

     No hace mucho volví a la ciudad de mi niñez. Hablé en un colegio levantado sobre lo que en mi niñez era el camino que tomábamos cuando nos dirigíamos al río. Recuerdo que allí había unas espesas zarzas donde siempre se ocultaba algún conejo, y una de mis diversiones era ver cómo una setter de media sangre que tenía mi padre se abría un túnel entre la espesura del zarzón para acabar sacándolo. Ya no había arroyos, ni campos de trigo y centeno. El río en que pescábamos corría casi seco acarreando un agua pútrida por los desechos industriales. Los pueblos eran barriadas residenciales. Nadie escucharía ya el canto de la codorniz, ni el zumbido que hace un bando de perdices al levantarse a nuestros pies, ni el cristalino son de las esquilas de los carneros. El campo ya no comienza al pie de la ciudad.

     Ahora, cuando la masa ciudadana vuelve de las obligadas vacaciones, pienso en aquellos días en que casi nadie se desplazaba para veranear. Entonces aquello no era posible ni necesario. No era posible, ya que apenas había medios de locomoción; ni necesario porque al pie de la ciudad estaba ese campo que la sociedad de mercado ha hecho desaparecer. Como a los pueblos, como a las pequeñas ciudades; como a todo aquello que configuraba un modo de vivir acaso mas pobre y humilde, pero sin duda mucho más natural y humano.

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Equivocaciones

       Al parecer  se equivocaron. Tenía el mismo nombre, pero no era la persona en quien ellos pensaban. Y ésta fue su primera equivocación. La segunda _aunque acaso ellos piensen que ésta ya no les incumbe_ radicó en que ni siquiera esa persona cuyo delito era tener el mismo nombre de aquella en la que ellos pensaban , fue quien abrió el paquete. Fueron dos funcionarias, dos compañeras del destinatario por error, quienes _es un libro, comentaron_ deshicieron el envoltorio. Y el envoltorio les explotó en sus manos. Pero, eso sí, los remitentes confesaron que se trataba de una equivocación . Una trágica equivocación.

      Por supuesto no es la primera ni será la última. Su historia está llena de estos trágicos errores. Errores que terminan enviando a personas en las que ellos no pensaban a la UVI o al cementerio. Hombres, mujeres, también niños. Es igual. Nadie está a salvo de una equivocación, de una de sus equivocaciones.

      Todos cometemos errores _dirán_; todos nos equivocamos. Equivocarse es de humanos. Bien. Lo acepto . Y no voy a insistir en que hay equivocaciones y equivocaciones. Tampoco en la pregunta, que muchos se harían, de si ellos son humanos. Claro que lo son. Y por eso, por ser humanos, se equivocan.

      Sí, ellos se equivocan y así lo reconocen a veces. Pero ¿ lo reconocen de verdad ? ¿Se han parado alguna vez a considerar que pueden no ya equivocarse sino, lo que es más grave y trágica fuente de estas otras equivocaciones que a veces reconocen, que pueden estar equivocados?

      Sólo cuando se obra pensando que se está en posesión de la verdad, de la Verdad absoluta, con mayúsculas , se puede actuar con ese desprecio hacía la vida humana con que actúan ellos. Y cuando uno se cree en posesión de la Verdad Absoluta, ya no se considera humano, sino que se ve a sí mismo como un superhombre o un semidiós dispensador de la vida y de la muerte.

      Pero los semidioses no se equivocan _el error es cosa de hombres, no de dioses_ y ellos admiten que pueden equivocarse. Y si admiten que pueden equivocarse en cosas simples _ la identidad de una persona, la ruta de un autobús, la hora en que va a estallar un artefacto_ ,¿por qué no van a poder errar en otras más complejas ? ¿Por qué no pensar que su Verdad puede ser un error ? ¿Por qué no pensar que ellos no representan el sentir y los deseos de todo un pueblo; que ese pueblo no está ocupado por una potencia extranjera; que ese pueblo no está en guerra y que ellos no son el ejército de liberación...? ¿Por qué no pensar que todo esto, que es su Verdad, puede ser falso? Y, sobre todo, por qué no admitir que nadie está facultado para disponer de la vida del prójimo, para disponer quién puede y debe vivir y quién morir.

      Solamente si algún día ellos admitiesen estas equivocaciones tendría ese pueblo, a quién dicen representar, la verdadera paz. Y cualquier funcionaria podría abrir alegremente un paquete con la confianza de que se trata de un libro y no de una bomba que, por equivocación, va a explotar entre sus manos.

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Esos rubios ancianos

       Si algunos de mis lectores han pasado este verano por determinados lugares de la costa levantina o malagueña, habrán observado un fenómeno singular. La mayoría de los habitantes de esos pueblos _esas personas que, entre curiosos y molestos observan a los advenedizos estivales _, son unos ancianos de saludable aspecto: altos, rubios y de ojos claros como el cielo o el mar. Sí , ciertamente la mayoría de los habitantes de esos lugares no parecen latinos. Y no lo parecen porque no lo son. Los moradores de esos lugares que observan entre divertidos y molestos a la legión de madrileños en vacaciones son escandinavos.

     Resulta que algunos de los pueblos de nuestras costas están casi totalmente habitados por jubilados nórdicos. Uno desea sobre todo aquello de lo que carece. Y esto suecos, estos daneses o noruegos. han deseado durante toda su vida el sol luminoso de nuestra tierra, tan raro en su país natal. Por eso, tras años de soñar con él, ahora se vienen aquí para endulzar la última etapa de su existencia, con este sol de sueño.

      Cuando contemplo a estos jubilados felices, no puedo dejar de pensar en nuestros propios jubilados. Estamos ya cansados de que nos digan que España es un país próspero; que la economía española es la más prometedora de Europa; que éste es el país donde en menos tiempo puede ganarse más dinero. Puede que todas estas cosas sean verdad. Pero cualquiera que observe a esos rubios ancianos, a esos jubilados que se han venido a vivir a nuestras costas y los compare con los nuestros, deducirá que esas verdades no significan nada.

      Y es que hay baremos más fiables que las magnitudes macroeconómicas para medir el bienestar de un pueblo. Porque si nos fijamos sólo en las magnitudes macroeconómicas, resulta que los japoneses viven mejor que los daneses, lo que no deja de dar mucha risa. No; no son éstos, sino otros indicadores los fiables para medir el bienestar. Y a la hora de diagnosticar la salud de una sociedad, yo pondría especial atención en cómo trata esta sociedad a sus niños y a sus ancianos.

      Hace poco el profesor Delval sostenía en un brillante artículo que la escuela en España tiene como primordial misión ahormar al niño. Dura horma, con sobrecargados y absurdos programas de estudio, con larguísimas jornadas, con alto fracaso escolar... Pero resulta que en esos países nórdicos la escuela es mucho más lúdica y risueña, con programas más ligeros, sin apenas fracaso escolar; con mayor atención al desarrollo físico y personal de los niños y adolescentes. No sólo los ancianos; también esos niños son más felices que los nuestros. Lo que no impide que la mayoría hable un segundo idioma, adquieran una notable educación cívica y, ya adultos, sean, al menos, profesionales tan competentes como los de por aquí.

      ¿Qué es lo que falla? Acaso nada. Acaso tengamos que hacer dura y triste la infancia de nuestros hijos, porque nuestra sociedad es aún una sociedad que exige hombres duros y agresivos, y ancianos tristes y resignados.

      Así que sigamos consolándonos con nuestras estadísticas, mientras los jubilados del norte endulzan su vejez con nuestro sol.

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China

       Allá, cuando algunos de quienes ahora nos dirigen vivían en París las emociones de un Mayo glorioso, China _conforme al título de un filme de Bellochio_ era vecina. Nunca en la historia, occidente se había acercado tanto al celeste imperio. Jóvenes barbudos y jovencitas desgreñadas veían en Mao al único profeta y recitaban con devoción su Libro Rojo (hasta hubo un Libro Rojo del Cole). La revolución cultural señalaba la única vía salvadora, tras la traición de los revisionistas soviéticos. Sí , para los jóvenes rebeldes de occidente , China era vecina.

      Ciertamente había notas que desentonaban para un oído un poco atento, en aquella marcha hagiográfica. Hablando de música, parecía estúpido el que se persiguiese a Mozart y a Beethoven; y hablando de persecuciones, aquellas salidas a la pública vergüenza luciendo el cartelito de "soy un pequeño burgués contrarrevolucionario", recordaba demasiado al capirote inquisitorial. Pero los jóvenes barbudos argumentaban no sin razón, que lo importante era que ya en China la gente no moría de hambre por millares, que las niñas recién nacidas no eran asesinadas por sus padres y que el país había dejado de ser un juguete al servicio de los intereses del mundo occidental. El gigante había despertado de su sueño de opio , y ahora imponía admiración y respeto.

    Veintiún años después de que los estudiantes occidentales tomasen las calles de París, las calles y plazas de Pekín han sido tomadas por los estudiantes chinos. Ambos _occidentales y orientales_ gritaron y gritan pidiendo libertad. La diferencia está en que mientras que los del 68 veían en China su faro salvador, los del 89 dirigen su mirada al democrático occidente. Y _se me olvidaba_ también hay otra diferencia. Cuando el poder reaccionó como reacciona siempre, sacando los tanques, los chinos intentaron resistir. Los héroes maoístas no. Ante la amenaza del ejército, se retiraron prudentemente, ahorrando así a su gobierno la vergüenza que los chinos no han podido evitar: mancharse las manos de sangre.

     No sé si alguno de aquellos jóvenes del Mayo francés, hoy florecientes políticos y ejecutivos, habrán recordado estos días, ante los acontecimientos de Pekín, aquellos otros días y aquella revolución que tanto amaron. De lo que sí estoy seguro, es de que no habrán sentido nostalgia, a no ser la de la juventud perdida. Pero , desde luego, no habrán derramado ni una lágrima por la revolución. Todo lo contrario. Instalados en el paraíso conformista, desde su trono en lo alto de la pirámide, comentarán satisfechos el hundimiento del sistema socialista; se afirmarán en su convencimiento de estar en la posesión de la verdad absoluta y de vivir en el mejor de los mundos; se indignarán ante la brutalidad de la represión en Pekín, y sonreirán al recordar a aquellos tontos jovenzuelos que una vez pensaron que " China era vecina ".

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Algo se mueve

       Algo se mueve tan aceleradamente que no percibimos el movimiento, y si lo percibimos no tenemos una idea clara de dónde nos puede llevar.

      La vida sigue. Nos preocupamos por los problemas de cada día, sin darnos cuenta que el mundo está cambiando de tal manera que acaso en un mañana no demasiado lejano, todo esto que ahora nos preocupa, todo lo que constituye nuestro mundo actual no tendrá ya el menor sentido.

     Hasta ahora nos movíamos en un mundo mejor o peor, pero al menos con la aparente solidez que dan más de cuarenta años de existencia. Era un mundo dividido en dos, con sus buenos y con sus malos. Un mundo en tensión, en permanente enfrentamiento pero que encontraba en esta tensión, en este enfrentamiento, su equilibrio. Sí, tal era el mundo que se había diseñado tras aquel monstruoso cataclismo que fue la segunda guerra mundial.

      Y de pronto, ante nuestras propias narices, sin que apenas nos demos cuenta de ello, este mundo cuyo equilibrio nacía de su permanente enfrentamiento, salta por los aires. Aparentemente en ese pulso de más de cuarenta años, uno de los contendientes ha cedido. Y todos los que están en el bando del vencedor sonríen satisfechos, con esa satisfacción que produce cualquier victoria en una sociedad cuya primera ley es la competencia.

      Y sin embargo, ¿no será esta una victoria pírrica? ¿Qué va a ocurrir después? Yo no lo sé, pero cabe hacerse algunas preguntas sobre ello.

      Antes el mundo tenía dos dueños. Si uno de estos dueños cae, ya queda solo uno. Y cabe preguntarse: ¿qué es mejor, estar sometido a un mandato, por compartido, limitado; o estarlo a un mandato sin limitar ?

      Antes había un enemigo que justificaba una economía de guerra. Si este enemigo se rinde, desaparece, ya no tiene sentido mantener este tipo de economía. Y cabe preguntarse: ¿Existe un orden económico de repuesto?

      Antes había un muro que separaba las dos Alemanias. Ahora, hundido ese muro, ya no tiene sentido la separación. Y cabe preguntarse: ¿Qué pensarán aquellas naciones que hace cincuenta años sufrieron el peso de una Alemania potente y unida? ¿Volverán los antiguos temores ? ¿Resucitarán los muertos fantasmas?

      Antes los marginados en el reino de la fortuna, tenían una utopía a la que dirigir no sólo la mirada, sino su posible acción; y, por temor a esa acción orientada a la utopía, los poderosos cedían en algunos de sus privilegios. Y cabe preguntarse: ¿Muerta la utopía, habrá algo que pueda evitar una mayor y más amplia marginación de los marginados?

     Pero estas son preguntas hechas desde una de las partes de este mundo, precisamente de la que menos se mueve. ¿Qué ocurre en realidad en la otra ? ¿Dónde conduce este movimiento?

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Noble estado

       "Oh , sólo de hombres digno y noble estado."  Así concluye el gran Aldana su espléndido soneto XXX en el que, con amarga ironía, nos habla de la guerra. También habla de ella una película recientemente repuesta por TVE: Un joven inglés marcha voluntario a la guerra del 14, por el rey y por la patria y porque así prueba a su familia que no tiene miedo, que es todo un hombre. Han transcurrido tres años, y es el único superviviente de toda su primitiva compañía en aquel infierno de fango muerte y ratas. Un día comienza a caminar sin saber a dónde. Sólo quiere alejarse por un tiempo de allí. Su paseo durará sólo una jornada. Lo suficiente para que, con el fin de mantener la moral de la tropa, el mando le haga fusilar.

      Hace aproximadamente 2.750 años un poeta jónico cantó la cólera de Aquiles y de otros héroes bélicos en perfectos y sonoros hexámetros. Quienes amamos la literatura no podemos dejar de reconocer con cierta pena que, desde aquella lejana fecha, los poetas han sido bastante persistentes en su empeño de glorificación de ese noble estado de la caza del hombre por el hombre. Parte de esa pasamanería bélica, parte de esas vistosas plumas con que se adorna el oxidado morrión; parte de esa pintura con la que se maquilla el putrefacto y repugnante cadáver, es obra de la poesía, incluso de la más excelsa. Ellos, los poetas de todas las épocas, han contribuido a crear y difundir el código de esa clase dominante, la militar, que denomina gloria, honor, valor y patriotismo lo que tan sólo es la manifestación de todo lo que el hombre tiene de más bajo y bestial.

     Parece ser, de acuerdo con las noticias del periódico, que los dos grandes están dispuestos a terminar su guerra fría. Uno, en estos tiempos tan pragmáticos y, por ende, tan ramplones y tan inmovilistas, tiene derecho a soñar y desear que esto sea tan solo un primer paso. Que al fin la humanidad, esa humanidad capaz de volar hasta la luna, sea también de algo en teoría mucho más fácil: Acabar de una vez con la guerra. Liquidar para siempre las armas, abolir ese noble estado de la milicia con su cortejo de sonoras palabras, máscaras de horribles hechos, y que el dinero destinado a la destrucción se destine a combatir el hambre; que la disciplina sea sustituida por la razón; que ningún joven pueda ser obligado a pasar una parte de su vida entrenándose para matar; que se entierren de una vez para siempre los cañones y los clarines; que se acallen también para siempre las marchas y las voces marciales.

      Ya sé que unas simples conversaciones de desarme no dan para tanto. Ya sé que, desgraciadamente, todo continuará igual. Pero al menos creo que tenemos derecho a pedir y esperar que alguna vez llegue un día en el que ningún adolescente deba morir por el rey y por la patria.

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Hace ya cincuenta años

       Hace ya cincuenta años y yo era muy niño. Recién terminada una guerra, otra más lejana acababa de estallar. Curiosamente, si en aquella pequeña ciudad de provincias apartada del frente tan solo había recibido algunas imágenes dispersas de nuestra guerra (algún desfile de tropas, con el reclamo para la fantasía infantil que ponían los pintorescos y temibles moros; algunos toques de sirena que nos llevaban al refugio donde, entre amedrentados y juguetones, escuchábamos el tronar de las baterías antiaéreas y rara vez el estallido de las bombas) , de aquella otra guerra que nos resultaba ajena, si teníamos una información más cabal. En el cine de los jueves, antes de la película del oeste o de risa, veíamos los tanques, los cañones, los soldados, los combates aéreos en los noticiarios de la UFA o de la FOX. Nuestra imaginación se inflamaba con aquellas luchas y a veces, en los recreos colegiales, nosotros, recién salidos de una guerra, jugábamos a participar en esa otra guerra en el papel de alemanes o aliados.

      Ahora, cincuenta años después, sé que no participamos realmente porque Dios no quiso ya que, gracias a Él, no llegaron a un acuerdo las opuestas ambiciones de dos hombres. Aunque, después de todo, si bien no lo sabíamos, nosotros sufríamos en una pequeña parte las consecuencias de aquella guerra. Pero yo no podía saber que aquel intragable pan de huevo, que aquel maldito puré de San Antonio, que aquel absurdo capote que mi madre me había hecho con una manta para matar malamente el frío, que aquella hambre y aquella penuria eran, en parte, consecuencia de esa guerra de la que nos llegaban algunas imágenes en aquellos noticiarios que antecedían a la película de risa o del oeste de nuestra primera sesión.

      En mi colegio se estudiaba como segundo idioma el alemán _la lengua del futuro_ y casi todos nosotros, en nuestros juegos, queríamos ser alemanes. Tan solo unos pocos niños, niños cuyos padres no se sabía bien donde se hallaban, niños tristes a los que los frailes miraban con cierta prevención, preferían a los aliados, aunque apenas se atrevían a decirlo...

      Cuando llegué al curso del segundo idioma, la guerra ya había terminado y, aunque yo tuve aún que estudiar alemán, contra todas las previsiones los alemanes la habían perdido. Un año después, en mi colegio se cambió el alemán por el inglés...

      Más tarde empezamos a conocer cosas que no nos habían dado los noticiarios UFA ni el NODO que, al poco, le sustituyó. Supimos de los cientos de millones de muertos, de las ciudades arrasadas, de los campos de exterminio, del horror sin nombre...

     De esto hace ahora cincuenta años. Por entonces, los niños jugábamos en los recreos a que éramos soldados enfrentados en aquella guerra. Quiera Dios que estos juegos jamás se vuelvan a repetir.

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Árboles del Sur...

 

       rboles del Sur producen extraños frutos ... ", cantaba _o, mejor, lloraba_ la gran Billie Holiday en un blue inolvidable. Seguramente tuvo ocasión de contemplar alguno de esos frutos en la gira que, con una orquesta blanca, hizo al profundo Sur: Un negro cuelga de un árbol rodeado de un grupo de hombres, mujeres y niños , que miran regocijados el linchamiento. Son labriegos, granjeros casi tan pobres como su víctima, pero que gozan respecto a ella de un impagable privilegio: el color de su piel.

      Billie era buena para cantar, pero no para tomar el ascensor de su hotel, reservado para los blancos. Tampoco, a pesar de su maravillosa voz, para hacer en el cine otro papel que el de una gorda, bondadosa y risible criada negra. El protagonista de la primera película sonora era un cantor  de jazz, pero eligieron para actor a un mediocre cantor blanco que debió tiznarse la cara de negro, ya que un negro no podía ser estrella de cine. Tampoco podía ser campeón de boxeo, y uno que tuvo la osadía de serlo hubo de emigrar a Europa y al final, tras múltiples vicisitudes, dejarse tumbar en un ring de La Habana por un blanco al que podría haber noqueado en un asalto, pues consideró que era preferible perder el fajín de campeón que perder la vida. Pasarían años hasta que los americanos aceptasen a un campeón negro, y ello porque pensaron que, después de todo, más valía un compatriota, aunque fuese negro, como campeón de los grandes pesos que un alemán. Además, los negros daban espectáculo. Así que, al fin, se llenaron de negros las canchas de baloncesto y los estadios; y de esa manera el himno norteamericano sonó frecuentemente en todas las olimpiadas.

      Sí, los negros eran buenos para el deporte; y para cantar y bailar, y tocar el saxo y la trompeta. Pero también se empeñaron en demostrar que servían para ser médicos, y abogados, y escritores. Y llegaron a serlo. Aunque, como decía uno de ellos, cualquier camarero blanco, no importa el estado o la posición social que el negro hubiera alcanzado, se dirigiría a él llamándole "muchacho".  Y  en el profundo Sur sus hijos seguían sin poder  ir a las escuelas de los blancos, ni ellos sentarse en los tranvías y autobuses junto a un blanco. Cierto reverendo quiso que eso cambiase, pero le mataron a tiros, y en los árboles del Sur continuaron colgando los sangrientos frutos.

     Hoy, bastantes años después de la muerte de aquel reverendo, otro reverendo quiere demostrar que un negro también sirve para presidente de los Estados Unidos. Y, lo que es mejor, son muchos hombres, negros y blancos, los que están con él.

      Yo sé que es un sueño pensar que el reverendo Jesse Jackson llegue a la Casa Blanca. Pero en estos días en que el fascista Le Pen consigue, en la antigua patria de la libertad y la igualdad, miles de votos nacidos del odio racista, me agrada pensar, aunque sólo sea un sueño, en un Presidente surgido de alguno de aquellos extraños frutos que daban los árboles del Sur.

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Los hijos de la furia

       Me decía mí hijo cuando estudiaba COU que "algunos de mis compañeros oyen a veces música clásica o leen, pero no se atreven a confesarlo porque está mal visto por el grupo." Posiblemente ese grupo acepte mejor la frase que pude escuchar casualmente a un joven de mi barrio que, litrona en mano, departía amigablemente con sus colegas: "Yo, es que había fusilado al primero que se puso pensar."

      En la Sociedad de Consumo la norma ética, según nos dice Riesman, la ejerce el grupo de pares. Una norma inflexible, más rígida y dificilmente violable que aquella ley interiorizada que conformaba el superego freudiano en la sociedad de nuestros padres. Y este grupo que fija el mundo de valores de los adolescentes rechaza con su burla y vacío la cultura humanística. Pero, ¿por qué vamos_ a extrañarnos ni escandalizarnos por ello? ¿Es que no fuimos nosotros, sus padres quienes primero la rechazamos aun ensalzándola de labios para fuera?

       Sí, esa cultura humanística, esos valores que nuestros hijos rechazan, fuimos nosotros los primeros en rechazarlos al apartarlos de nuestras vidas. Los rechazamos, aún  sin decirlo, cuando los pospusimos a esos nuevos valores del consumo, el dinero y el poder; cuando nuestras relaciones cotidianas se basaron en la agresividad, en el todos contra todos, en la ley de la selva, en el darwinismo social. La rechazamos cuando, consecuencia de lo anterior, exaltamos las cualidades viriles del valor, la fortaleza, la inflexibilidad, y despreciamos por femeninas y anticuadas la sensibilidad, la ternura, la compasión, la solidaridad con quien es más débil y necesitado. Rechazamos esa herencia humanista y ahora, hipócritamente, nos escandalizamos porque nuestros jóvenes también la rechazan y la desprecian.

      Toda nuestra relación con los jóvenes está basada en el fingimiento y la mentira. Mentimos cuando alardeamos de darles una educación generalizada, cuando lo único que hacemos es retenerlos aparcados en esas cárceles que son los centros de educación obligatoria, centros masificados, donde se les imparten enseñanzas de cosas que ellos de sobra saben _no son tontos_ carecen de valor social en una sociedad que solo valora el dinero. Los tenemos allí, con una enseñanza degradada, porque no sabemos dónde tenerlos; porque la otra alternativa es la calle, y esta alternativa resulta más peligrosa para nosotros que la escuela. Mentimos cuando les ofrecemos una contracultura juvenil, a ellos que nunca tuvieron acceso a la verdadera cultura, privilegio desde siempre de unas capas selectas. Mentimos cuando les presentamos un mundo ideal, un mundo lleno de objetos maravillosos que les inducimos a consumir, negándoles al tiempo los medios para conseguirlos. Mentimos cuando les inculcamos nuestro propio vacío y pesimismo, nuestro fracaso y falta de ilusión, y luego les reprochamos su pasotismo y su vaciedad. Mentimos cuando nos negamos a reconocer que ellos son nuestra obra.

      Nuestra obra, La obra de una sociedad vacía, de una sociedad a la que su loco egoísmo ha conducido a una crisis de la que no se vislumbra la salida, una crisis que ellos son los primeros en pagar. Una sociedad agresiva y violenta; una sociedad sin ideas ni ideales; una sociedad sin amor o por decir mejor, sin otro amor que el de nuestro egoísta y animal placer.

      Ellos son nuestra obra. Nuestros hijos. Los hijos de la furia. Los que, más sinceros que nosotros, no dudan en pregonar su desprecio a todo lo que el hombre, a lo largo de su historia, realizó para superar su bestialidad original. Despreciando la belleza _es la época de la exaltación artística de la fealdad_, la ciencia, el pensamiento. Sin otra perspectiva que la moto, la litrona o la droga. Exhibiendo su violencia en los campos de fútbol, con la aprobación y ayuda de los muy respetables directivos de los clubs. Matándose en los estúpidos accidentes de los fines de semana. Agrupándose en tribus que imitan en su vestimenta y comportamiento a sus falsos y efímeros ídolos musicales, esos que ganan cientos y miles de millones aprovechándose de su estupidez. Luciendo sus cadenas, sus trajes de cuero, sus botas claveteadas, sus motos potentes y atronadoras, sus banderas y símbolos nazis; gritando su irracionalidad violenta.

      Pero a veces los hijos de la furia no se limitan a gritar sino que pasan a la acción. Entonces matan a alguien porque es negro, o pobre, o extranjero, o no viste como él. Y nosotros, púdicamente, nos escandalizamos de ese hecho y los condenamos, sin reconocer, hipócritas, que también somos los asesinos.

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 ¿Hay alguien ahí fuera?

       Coincidiendo con el 500 aniversario del descubrimiento de América, el 12 de octubre de 1992 los Estados Unidos de América han iniciado un proyecto a través de la NASA, con un presupuesto de 10.000 millones de pesetas durante los próximos diez años, para rastrear sí, aparte de la nuestra, existe vida inteligente en la galaxia.

      Se trata de un rastreo. Lanzar e intentar captar señales a través del enorme espacio interestelar, ver si alguno de esos cincuenta planetas que según Carl Sagan, de acuerdo con la ecuación Drake, pueden poseer una civilización tecnológica avanzada, entran en contacto con nosotros.

      Hasta aquí, todo está bien. Ciertamente diez mil millones de pesetas son bastantes millones y podían dedicarse a necesidades más perentorias _por ejemplo, el hambre de Somalia_ que la de darse el gusto de saber si hay alguien ahí fuera; pero dado a lo que normalmente se dedica el dinero, tampoco es para quejarse y podemos considerarlo bien empleado. Lo malo sería si la cosa fuese más allá del lejanísimo contacto; si la investigación que ahora se inicia pudiera terminar en un descubrimiento.

      Porque precisamente la efeméride que se recuerda en el inicio del proyecto es como para echarse a temblar. Y esto porque dado el nivel de nuestra tecnología, si alguien entra en contacto con otro alguien lejano, tendrían que ser necesariamente ellos con nosotros. Es decir, que en este caso los terrícolas haríamos el papel de amerindios y no seríamos nosotros los descubridores, sino los descubiertos.

      Y la Historia de la Humanidad nos brinda numerosos ejemplos _no sólo el de América_ de lo que le espera a alguien que es descubierto por otro más avanzado que él. El descubridor llega con su cultura superior, con su único Dios verdadero, con sus enfermedades, con sus encomiendas, con su sed de metales preciosos y no preciosos y con sus armas de fuego. Y el descubierto se encuentra con enfermedades que no tenía, con la conversión a cristazo limpio, con la esclavitud, con el trabajo forzado en las minas, y con el arcabuzazo definitivo. Consecuencia: que la inmensa mayoría de los descubiertos pasan a mejor vida, salvo unos pocos aún más desdichados que continúan viviendo desviviendo.

      Podría objetarse que en este nuevo descubrimiento no ocurriría así, ya que la altísima civilización que permitiría una navegación interestelar presupone que sus miembros serán seres mucho más perfectos. Pero si partimos de que las leyes ético-psicológicas son tan uniformes como las físicas, de sobra sabemos que, desgraciadamente, el desarrollo tecnológico no se acompaña de un desarrollo moral.

     Así que esperemos que nadie esté capacitado para descubrimos, y que esa bonita historia de los OVNIS siga siendo tan solo un alimento de la fantasía de los lectores de "Más Allá".

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"Pobres, no"

       Allá por los años de la dictadura, cuando uno hacía su entrada en cualquier pueblo, incluido el mío, se topaba con un rótulo donde aparecía el nombre de la localidad y, debajo de éste, la frase "prohibida la mendicidad y la blasfemia". A mí, la verdad, siempre me pareció curiosa la unión copulativa de estos dos conceptos; pero, pensándolo mejor, acabé por descubrir su coherencia: dada la peculiaridad de su situación, sin duda son los pobres quienes más blasfeman.

      Ahora uno puede entrar en un pueblo sin toparse con el cartelito de marras. No sé si por que ya no están prohibidos, los mendigos son mucho más visibles que antes, pero tienen respecto a los pasados tiempos la compensación de poder ejercer libremente su profesión y, también libremente, blasfemar.

     Sin embargo, me temo que, a pesar de su proliferación, los pobres siguen estando prohibidos. Europa, la Europa de los ricos de la que con proclamado orgullo somos parte, está levantando en todas sus puertas un gigantesco cartel donde con grandes letras aparece escrito: "Pobres no". Cartel que me recuerda ese otro que hay en determinados establecimientos proclamando "Perros no". Y si el europeo, que ama mucho más al perro que al hombre (en Paris puede verse cómo los mendigos han sustituido a los tradicionales cachorros humanos por cachorros de perro, ya que incitan más a la compasión del posible donante); si, como repito, el europeo, que ama mucho más al perro que al pobre, prohíbe en determinados lugares la entrada de aquellos, no debe de extrañarnos que prohíba la entrada de éstos en todo el territorio de su nación.

      Y como al pobre nacional no se le puede prohibir la entrada, pues está ya dentro, todos los esfuerzos se dirigen al pobre foráneo. Blanco o negro, del este o del sur, este pobre que intenta saciar su hambre trabajando en la Europa de los ricos no es bien acogido por ésta. Primero le cierran las puertas con leyes draconianas; si, jugándose la vida y pagando un alto portazgo a los tiburones consigue entrar, organiza partidas de caza con el fin de devolverlo a su lugar de origen; y si a pesar de todo logra al fin instalarse en el paraíso, permite que las bandas fascistoides quemen sus barracas y los apaleen hasta la muerte.

      Hace poco, en Alemania se organizaron grandes manifestaciones contra el nazismo y la xenofobia que crecen alarmantemente en aquel país. Cuando las autoridades se sumaron a ellas, se vieron desagradablemente sorprendidas al verse repelidas con una lluvia de huevos y tomates. Las autoridades clamaron contra estos extremismos provocadores que reventaban así el noble acto. No se les ocurrió pensar que, más que provocación, lo que había era un rechazo a la hipocresía: la hipocresía de protestar contra una situación que con su "Pobres no", ellos mismos habían creado.

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La frágil memoria

       Cuando ahondo en lo más profundo de mi memoria en busca de su primera imagen _esa imagen que iba a perseguirme omnipresente a lo largo de casi cincuenta años de mi vida_ encuentro en el rincón más lejano una escena precursora.

      Una cocina campesina. Sentado junto al amplio hogar donde borbollonea un puchero, mi padre y otras personas de rostros difuminados por el olvido. Mi padre dice: "Han matado a Calvo Sotelo. Se va a armar." Y tras sus palabras un silencio espeso, ominoso. Después, bajo el sol radiante de Castilla, ya las mieses en sazón, un zumbido lejano rompe la calma del mediodía. Cruza el profundo azul un ave plateada. Es mi primera visión de un aeroplano. Pero cuando una llamada perentoria y angustiosa de mi madre me arrastra al refugio de la casa, compruebo la certeza de las palabras amenazadoras de mi padre.

      Más tarde, cambiado ya el pueblo por la ciudad _atrás otras escenas: un coche repleto de hombres armados vestidos con camisa azul que preguntan airada y autoritariamente por el carnicero; camiones cargados de militares que cruzan interminablemente por la carretera_, viviendo con mis padres y mi hermana en una habitación de realquilados, mi memoria persiste inútilmente en busca de esa su primera imagen. Debía estar ahí, en la escuela donde aprendí a leer, en la pared, al lado del crucifijo franqueado por su retrato y el del fundador. Debía estar ahí, pero no aparece en mi memoria. Sí aparecen _ya borrados también sus rostros_ unos chicos de la escuela hijos de un barrendero que me llevaban a hacer pedreas con los del Jardín Botánico, y la piedra que alcanza la frente de mi amigo, y cómo le cura su madre lavándole con vinagre y mi asombro al ver cómo toda la familia va comiendo por turno con la misma cuchara que introducen ceremoniosamente en el puchero. Esto es lo que alcanza el rastrear de mi memoria en mi primera escuela: pero lo que busco, ésa mi primera imagen de él, a pesar de que sin duda estaba presidiendo en la pared, no consigo atraparla.

      Y luego, unos meses más tarde, cambiada la escuela pública por el colegio de religiosos, el fraile que entra jubilosamente gritando: "¡Hemos tomado Bilbao; vacaciones!"; y nuestros gritos de júbilo ante el inesperado asueto, y nuestro cruzar alocado de aquella carretera por la que nunca cruzaban coches. Pero entre aquellas imágenes la suya no está.

      Desisto. De entre todas esas miles de imágenes que llenan casi cincuenta años de mi vida; imágenes en monedas y billetes, en fotografías, en periódicos, en el cine, en la televisión, imágenes que van del joven generalísimo al anciano dictador balbuciente y tembloroso, no puedo rescatar la primera que tuve de él. Y es ahora, al comprobar mis vanos esfuerzo por recobrarla y escuchar lo que saben de él los jóvenes actuales, cuando compruebo que la memoria de un hombre es tan frágil como la memoria de un pueblo.

 

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Vacas

       De acuerdo con un ucase de la Comunidad Europea, España deberá sacrificar medio millón de vacas, lo que equivale a una cuarta parte de nuestra cabaña, por exceder en millón y medio de toneladas la cuota lechera que esos mismos omnipotentes señores fijan. Hasta ahora, este país toricida había respetado a las mansas, dulces y apacibles vacas lecheras. Esto se acabó. Deberemos proceder a una inmensa hecatombe de acuerdo con el dictado de esos europeos que se estremecen de horror por la sangre derramada en nuestros ruedos.

      Un notable novelista del pasado siglo hoy casi totalmente olvidado y devaluado, Armando Palacio Valdés, describe en La aldea perdida la tragedia de un idílico valle donde pastaban las vacas, que perdió su verdura porque las aguas comenzaron a bajar negras por el polvo del carbón. Aquel valle dejó de ser idílico y bello por un imperativo económico. Hoy otro imperativo económico exige el cierre de esas minas de carbón. Pero, ¿quién podrá devolver ya al valle su idílica hermosura perdida? ¿Y que será de la idílica hermosura de esos valles de nuestra España húmeda si en ellos las vacas dejan de pastar?

      Cuando leo este tipo de disposiciones de la C.E. y veo en la televisión a esos niños africanos con sus piernecitas de alambre, sus vientres como bombos y sus ojos negros dilatados por la agonía, no puedo menos de pensar lo que muchos piensan aunque nadie se atreve a escribir, pero que, sin embargo, voy a escribir ahora: me cisco _con perdón_ en la C.E ; me cisco en esta Europa de los ricos que guarda en su interior bolsas cada vez más numerosas de pobreza y que limita la producción de alimentos en un mundo en el que el setenta por ciento de su población se muere de hambre; me cisco en esos tiburones de las finanzas, en esos monopolios multinacionales, en esos tecnócratas que atentan al sentido común en nombre de la más imbécil de las ciencias. Yo no domino la ciencia económica, a Dios gracias, ya que ello me permite conservar el sentido común. Y ese sentido común me dice que no hay ciencia que. pueda justificar la limitación de alimentos en un mundo hambriento, ni la destrucción del medio ambiente, y la desertización del planeta en miras a intereses egoístas. Y ese mismo sentido común me dice que si esa imbécil ciencia ha descubierto que éste es el único medio para que el sistema funcione, lo mejor es acabar con el sistema ya que un sistema tal no merece subsistir.

De ahí mi indignación al leer que los tiburones financieros y los burócratas de la C.E. han decidido exterminar a las vacas. Muy otro sería mi estado de ánimo si las vacas tuvieran el poder de eliminar a esos mismos burócratas y tiburones.

 

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Desechables

       Barranquilla ... Oí mencionar por primera vez a Barranquilla en una canción que estaba de moda en los años de mi niñez. "Se va el caimán, se va para Barranquilla", decía. Era una canción alegre para unos tiempos tristes; incluso para muchos era una canción optimista, en clave, porque el caimán era la personificación del ser que más odiaban, la representación del terror. Yo no tenía aquella clave y no veía nada terrorífico en la canción; nada que pudiera asociarla con el miedo que me producían las películas de Bela Lugosi. Y sin embargo ahora, tantos años después, son a esas películas de Bela Lugosi a lo que debo unir la palabra Barranquilla.

      Pero el horror de Barranquilla supera con creces al de las películas de mi niñez. Aquel ladrón de cadáveres era un monstruo aislado, un francotirador. En Barranquilla es toda una organización en la que aparecen implicadas las fuerzas más vivas de la sociedad: los políticos, los catedráticos de Universidad, los honorables caballeros que asisten los domingos a la misa mayor. Y asisten a ella sin ningún remordimiento, ya que el asesinato de mendigos tiene unas miras más altas que el de proporcionar cuerpos a las salas de disección de la Facultad de Medicina. Forma parte de una operación de terapia social, de política de altos vuelos destinada a mantener el necesario equilibrio para la buena marcha de la ciudad y la nación. No se trata de asesinar, sino de eliminar a los desechables.

      Los traperos, los mendigos, los niños que duermen y viven en la calle, los habitantes de las villas miserias de nuestra América Latina que se reproducen como las ratas entre las que habitan y cuyos alimentos comparten, son desechables. Simple basura sobrante que es necesario eliminar, pues de otra forma lo llenan todo. Y nadie puede tener remordimientos de conciencia por destruir la basura.

      También desechables, basura, son esos niños a los que ETA destroza a bombazos. Simples hijos de policías, hijos de txakurra _perros_, que así es como los superhombres del coche bomba los denominan, y cuya vida vale cien veces menos que la de uno solo de sus valientes luchadores, capaces de la heroicidad de colocar explosivos con nocturnidad y alevosía. Que no vayan a conmoverse tan heroicos luchadores al ver los despojos de un niño esparcidos en la calle. Nadie debe alterarse por la muerte de un cachorro de perro. Como los mendigos de Colombia, éstos también son desechables.

      Como también lo era el niño de seis meses que una pareja de Vigo enterró aún vivo porque, según el macho, no era de su paternidad. Y todo lo que no es de la paternidad del macho, es desechable. Son noticias de los periódicos de estos últimos días, Cuando uno las lee y recuerda que, según la Biblia, el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, se ve tentado a esperar, con vista a una posible vida futura, que a Dios le haya salido mal la copia de su propia imagen.

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La muerte de una ilusión

       Cuando se habla del Estado de Bienestar siempre se exagera algo. El bienestar nunca fue para todos, pero al menos, se tenía la ilusión de que lo fuese. Hoy, certificada ya la defunción de ese Estado, no existe ya ninguna ilusión que mantener. La ilusión del bienestar generalizado ha muerto. Recemos un responso por ella.

      Muerto el bienestar que nunca existió, el malestar se extiende como una mancha de aceite que amenaza cubrir todo el globo terráqueo. En aquellos lugares en que siempre tuvo su asiento, y que constituyen más del ochenta por ciento de la población humana, el malestar alcanza límites que le hacen ya incompatible con la mera subsistencia. En esos otros en que reinaba el bienestar, o, al menos, ese ideal de bienestar que pretendía el Estado Benefactor, las manchas del malestar son cada vez más amplias. Y para que les resulte más gravosas, los teóricos y los políticos les dicen a los que se encuentran instalados en el malestar y a aquellos que muy pronto estarán en él: "No os hagáis ilusiones; los que habéis traspasado esta puerta dejad toda esperanza. "

      Aquello de "la tierra será un paraíso" era tan solo un iluso sueño. Hoy, con un espíritu mucho más realista, se dice que la tierra será un paraíso para los menos y un infierno para los más. Y el Estado, desechada ya la ilusión de convertirse en paraíso, tan solo se constituye en guardián de quienes, instalados en el cielo, puedan ver sus bienes amenazados por las masas incontables de los condenados de esta tierra.

      La historia es circular, decía Vico. Y en este caminar en círculo, periclitado el Estado de Bienestar, hemos llegado a una situación. muy anterior: la del Estado Gendarme. Proclamado el dogma de la libre competencia, ese que condena a los más a la indigencia, la misión del Estado ya no es otra que la del monopolio de la fuerza para mantener el orden establecido.

      Orden que se mantiene no sólo a nivel local, en algunos casos con loable celo, tal como ocurre en Brasil donde fuerzas del orden se dedican a asesinar a esos niños, hijos del malestar, que resultan tan molestos para los instalados en el paraíso; sino que, en estos tiempos de "la aldea global" el orden tiene que ser un orden planetario. De aquí el papel de gendarme de ese nuevo orden que se ha autoasignado el Estado más poderoso de la tierra. Episodios como la guerra del Golfo, el bloqueo de Cuba, la pacificación de Somalia, sin olvidar la operación policial en Panamá, son claras muestras de la eficacia con que el gran gendarme desempeña su misión.

      Ésta es la situación presente, Antes los pobres sufrían su pobreza, pero podían soñar al menos que algún día saldrían de ella. Hoy ya saben que no, que no es posible la ilusión; que en esta tierra no pueden tener otro paraíso que el que les proporciona el sueño de la droga.

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Linares

       "Linares ya no es Linares / que es un segundo Madrid / ¿quién ha visto, entre olivares / cruzar el ferrocarril? ", decía la copla, una copla muy acorde con el espíritu de este pueblo donde nací, que siempre presumió de ciudad, que siempre presumió de ser más ciudad que la capital de la provincia, la capital del Santo Reino. Y presumía porque por ella pasaba el ferrocarril, que eran sus minas y su fundición minera; porque no tenía que vivir exclusivamente del olivar al que está condenado Andalucía; porque sus hijos no estaban atados a la peonada del hambre del latifundio, ya que tenían las minas donde uno puede conseguir un salario más alto a cambio de dejarse en ellas los pulmones hechos piedra. Sí, Linares no era sólo un pueblo agrícola, era un pueblo minero y los mineros siempre han sido presumidos.

      Hubo un tiempo en que las minas eran rentables, la guerra había elevado el precio del plomo y en la fundición de Linares se fabricaban balas para que los hombres se matasen en la guerra. Mi abuelo materno trabajaba en aquella fundición, y aprendió francés porque entonces franceses eran los dueños de las minas. Después las minas dejaron de ser rentables y los franceses se fueron. Ya no era tiempo de vacas gordas y las minas de mi pueblo pasaron a ser españolas. Poco a poco fueron decayendo, y el pueblo empezó a sentir con tristeza que estaba siendo ampliamente superado por la capital de su provincia.

      Pero de pronto el ferrocarril, ese ferrocarril que, en realidad, siempre cruzó a siete kilómetros, volvió a pasar por Linares. Un alcalde latifundista que llevaba al Caudillo a cazar a sus fincas de Sierra Morena  para hacer política al estilo de "La Escopeta Nacional", consiguió, que en Linares se instalara una fábrica de coches todo terreno. El principal cliente sería el propio Estado con lo que la demanda estaba asegurada. El pueblo se industrializó y volvió a gastar y a presumir.

      A nadie preocupaba la decadencia de las minas a las que acabaron bajando únicamente los pakistaníes. Los linarenses trabajaban en Santana. Nacieron otras industrias en la región al socaire de la del automóvil. El pueblo parecía salir del estancamiento al que le había llevado la decadencia de las minas.

      Éstas acabaron cerrándose definitivamente. Yo recuerdo una pequeña manifestación de los últimos linarenses que vivían de ellas, los trabajadores de la fundición de "La Cruz". El pueblo no se preocupó demasiado. Al pueblo le preocupaban otras cosas. Santana, ahora de los japoneses, iba a menos. El Estado no mantenía ya una demanda política, y aquellos "chinos" que gobernaban la empresa les resultaban tan tiránicos como poco claros a la hora de cumplir sus compromisos.

      Ahora los "chinos" pretenden dar el cerrojazo definitivo. Ya no son unos pocos, como cuando el cierre de las minas, sino toda una ciudad quien se ha lanzado a la calle intentando salvar a su pueblo.

      Desgraciadamente, entre los olivares sigue sin cruzar el ferrocarril.

 

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