HECHOS

Antonio Martínez Menchén

HECHOS

El derecho a la pereza

El retorno de la "sociedad incivil"

Fatalidad

Canción de Navidad

Naderías

Todavía hay clases

Un lugar para dormir

Más navidades

Los Lirios

Despilfarro

Los 40 principales

De moros y árabes

Niños

Los bárbaros

Centenario

Carnavales

Fiesta Brava

Semana Santa

Neoanalfabetismo

Medioambiente

Rascad a un ruso

El derecho a la pereza

       Así es la vida... Ya han caído otras Navidades. Para quienes tenemos algunos años, cada Navidad que pasa nos deja en la boca un sabor de resaca amarga. Y es que la vida es como el vino barato que, en lugar de ganar con los años, se avinagra.

      Aunque puede que el avinagrado sea únicamente yo _¿únicamente yo?_ en este primer día de vuelta al trabajo. Y si me detengo en ello, si me paro a meditar en la causa de mi mal humor tras el fin de las vacaciones, llego a la conclusión: de toda la pasada zarabanda lo único que realmente mereció la pena fueron las horas de absoluto ocio.

      No es por una justificación personal por lo que una vez más me veo glorifícando el dolce far niente. Comprendo que voy a contrapelo y puedo ser piedra de escándalo al afirmar estas cosas en una época de ejecutivos con master USA y tecnócratas neoliberales con su mirada fija en el extremo oriente; pero cada uno es como es, y no voy a estas alturas a decir lo que ni pienso ni siento por el simple hecho de seguir la corriente.

      Así que, una vez más, diré lo que creo. Y ello es que todas las cosas de real valía que ha hecho el hombre, surgen de un clima de ocio relajado, de un clima lúdico, y no de esa moral sacralizadora del trabajo, propia de una civilización que considera hasta la vida eterna desde un prisma de tendero _yo te doy en relación a lo que tú me des_. Desde la filosofía griega, nacida tras largas horas de perezosa charla frente a una jarra de vino, unas olivas y un queso de cabra, hasta la ley de la gravitación fruto de una siesta bajo un manzano, todo logro que ha servido para algo es hijo del ocio, y no de ese tedioso transcurrir del tiempo entre ficha y ficha del reloj.

      Al menos, esto es lo que yo pienso. Pero mi joven tecnócrata, con sonrisa de suficiencia, en seguida me contrapone ese mundo que ve pasar la vida meciéndose muellemente en un chinchorro, y aquel otro de laboriosos enanos que, a las siete de la mañana, cantan a coro el himno de la empresa y meditan algún nuevo truco para aumentar su producción. El uno _dice _ es el subdesarrollo; el otro, el progreso. Y a continuación me bombardean con siglas y números en científica defensa de su tesis. Pero como yo soy poco científico, le contesto que no fetichizo esas siglas; que, a mí, el PNB, por poner un ejemplo, me habla de las ganancias financieras y empresariales, que me importan un rábano, y no de la calidad de la vida cotidiana de la gente de a pie, que es lo que me importa. Así que América para los americanos, y Japón para los japoneses.

      _¡Vamos! _me dice_ que tú te quedas con el hambre de los negros...

      _No _replico_, yo no me quedo ni quiero esa hambre. Pero el hambre del tercer mundo no es producto de la mentalidad ociosa de ese mundo, sino de la explotación a la que les somete ese otro mundo de los blancos, que encima los hace trabajar como negros. No defiendo el subdesarrollo, sino un concepto de la vida donde no se sacralice el trabajo alienante _y en nuestra sociedad sobran los dedos de las manos para contar los que no son_, en que no se supedite todo a la productividad, y en el que el hombre, aunque consuma menos, disponga del bien más preciado que tiene y que esta sociedad le roba: su propio tiempo.

      _Bah. _concluye mi joven tecnó­crata_, tú eres un utópico.

      _¿Tu crees? Yo pensaba que era un revolucionario.

 

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El retorno de la "sociedad incivil"

       Hasta ahora había encontrado anuncios publicitarios grotescos, horteras, zafios, posmodernos, incluso _salvajes limones del Caribe_ tonificantes. Faltaba en la colección el anuncio deprimente. Ha llegado al fin. Me estoy refiriendo, claro está, a eso de: "¿Podrías vivir con la pensión que le ha quedado a tu padre?".

      Para mí lo deprimente del anuncio no radica en la fisonomía del digno señor _aún de buen ver, correctamente trajeado, sin signos externos de decrepitud o miseria_ que con mortecina voz interroga a su previsor retoño, listo a cobijarse desde ya en uno de los Fondos de Pensiones; tampoco en el hecho de que el digno caballero se vea como se ve sin que pueda tachársele de cigarra locuela, pues pasó su vida trabajando y cotizando a la seguridad social, a las clases pasivas y a diversas mutualidades y montepíos (allá, en sus años mozos, esas cotizaciones constituían la más saneada fuente de los ingresos públicos y el mejor vehículo de ahorro forzoso del país) ; no consiste siquiera en la paradoja de que, sin poder vivir, viva o, lo que es lo mismo, que viva desviviendo. Lo que en verdad me deprime es la filosofía que encierra la frase, filosofía que arrumba con uno más de mis ilusos sueños.

      Pues yo como usted acaso, iluso lector, soñé una vez que el Estado era no el Leviatán absolutista, ni tampoco esa superestructura institucional de los intereses del capital de la que hablaban anarquistas y marxistas y a la que, por tanto. había que destruir o transformar. Yo, como usted, vi o soñé una vez al Estado como ese padre que dirige la creación del común peculio y cuida de administrarlo y repartirlo de suerte que a todos llegue el bienestar. velando, muy especialmente. como todo buen padre, por aquellos de sus hijos más débiles, más disminuidos.

      Mas no. Ese anuncio, así como las sabías voces de los profetas neoliberales, me indican que una nación no es el hogar común con que una vez soñé, sino una especie de palenque donde los peces grandes engordan comiéndose a los chicos en una lucha de todos contra todos, y en el que el Estado no tiene otra misión que la de, armado de un garrote, impedir que los malos perdedores, disconformes con la derrota, violen las reglas de juego previamente establecidas,

      Y es así como la nación se divide en dos estamentos: el de quienes viven y engordan, y el de quienes no pueden vivir aunque vivan desviviendo, tal el caso de nuestro jubilado, nuestro parado o nuestro marginado de cada día.

      El problema que puede surgir es que como este segundo grupo, no obstante no poder vivir, vive y se multiplica, llegue un día en que se constituyan en la mayoría de la nación. ¿Qué puede ocurrir entonces?

      La cuestión no es nueva. Ya en el siglo XVIII, los buenvivientes ingleses sentían la misma preocupación frente a unos irlandeses que, aunque no podían vivir, no sólo vivían sino que peligrosa y obscenamente se reproducían y multiplicaban. Cierto deán de la catedral dublinesa de San Patricio publicó en 1729 un folleto donde arbitraba algunas ingeniosas soluciones al caso. Yo, con toda modestia, propongo a nuestros profetas neoliberales que lean y mediten _eso sí, en profundidad_ "Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al pueblo" de Jonathan Swift, y vean si el viejo vino puede trasladarse a los nuevos odres.

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Fatalidad

       Había nacido antes de la guerra, realizado estudios medios durante los años del hambre e ingresado en la administración cuando el Opus subía al poder. Ahora había alcanzado al fin un nivel 24 y una cierta confianza en el porvenir. Claro que el hijo, a quien dio estudios superiores con la ilusión de que fuera más que él, estaba en paro y a su costa, y la hija no usaba de aquellos pudores que se gastaba su mujer cuando eran novios y que para él eran la norma ideal de toda mujer. Pero, se decía, el chico antes o después encontrará trabajo, y lo de la chica son cosas de estos tiempos desquiciados. Y es así como dejaba transcurrir los días en una relativa placidez.

      Una tarde fue a visitar a su amigo Esteban. Le agradaba Esteban ya que, aun cuando más joven, había leído mucho y siempre sacaba fruto de su conversación. Aquel día, en contra de lo habitual de su carácter, encontró a su amigo de un humor sombrío.

      _¿Qué te ocurre?_ le preguntó,

      _¡Qué va ocurrirme ¡Que se hunde la Bolsa de Nueva York...

      _Bueno. ¿Y a ti qué?

      _¿Cómo que a mí qué? Si se hunde Nueva York, también se hunde Madrid.

      _¿Es que inviertes en Bolsa?

      _Pareces tonto. ¿Cómo voy a invertir siendo funcionario?

      _Luego ni te va ni te viene..

      _¿Ah no...? Espera que te explique.

      Y fue y le explicó. Le explicó que los americanos (del Norte), consumían mucho más de lo que producían. Que aquel despilfarro les tenía endeudados. Que, además , gran parte del dinero que se manejaba en la Bolsa era papel mojado, pues los movimientos del capital resultaban muy superiores a los de los bienes y servicios reales. Que esto produciría una crisis, tal como ocurrió el 29. ¿Y qué ocurrió el 29? Pues que no fueron precisamente los bolsistas quienes más perdieron. Cierto que algunos se arruinaron, pero los ricos se recuperaron pronto. Quienes no se recuperaron fueron los pobres, los millones de obreros que perdieron su trabajo y los pequeños campesinos que perdieron sus tierras. Y sobre todo, los europeos. Porque la economía americana tira de la europea y si el caballo resbala, el carro vuelca. Así que en Europa pasó lo que pasó: El paro , la inflación, el hambre, la inestabilidad social, el fascismo, la guerra... No es que ahora _concluyó _ vaya a ocurrir exactamente lo mismo (las condiciones son otras); pero algo parecido, sí.

       _ Llevas razón _dijo cuando terminó su amigo_ , aunque , después de todo, a los funcionarios siempre nos quedará el sueldecito.

       _No seas tonto. Con ese sueldecito no tendrías ni para pan .

      Cuando dejó a su amigo, más que asustado iba confuso. ¿Cómo es posible _se preguntaba_ que el despilfarro de los americanos (del Norte) deba pagarlo yo que jamás despilfarré? ¿Cómo puedo estar a las duras si nunca estuve a las maduras?

      Recordó una frase que alguien _ya no recordaba_ había dicho hacía muchos siglos y que su amigo repitió un día.: "Somos juguetes del destino." Qué gran verdad...

      Decidió volver a su casa paseando para despejarse. Claro que se arriesgaba a que le saliera algún drogata navaja en ristre. Qué se iba a hacer. También aquello estaría escrito...

 

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Canción de Navidad

 

      En 1843 publica Dickens su primera y más celebre Canción de Navidad. Su éxito fue tal que, a partir de entonces, dará casi todos los años por esas fechas un nuevo relato navideño a la imprenta. Elemento común en muchos de ellos es que en un mundo de egoísmo y crueldad, se produce como un don del cielo un toque de fraternidad y generosidad, que transforma en estos días entrañables los corazones. Bello sentimiento que tranquiliza la conciencia de los lectores burgueses del gran novelista, facilitando así su digestión. De ahí el secreto de su éxito.

      Ciertamente el mundo de la Inglaterra de 1843 es un mundo cruel. En pleno auge del capitalismo liberal las clases pobres de Inglaterra, constituyentes del 80 por ciento de su población, tienen un nivel de vida que, conforme a los estudios de modernos antropólogos, es sensiblemente más penoso e insatisfactorio que el del hombre del paleolítico. Por supuesto lo dicho de Inglaterra es perfectamente aplicable a todas las naciones que hoy se encuadran en el llamado "mundo occidental" o "mundo libre". Por lo que se refiere a una buena parte del hoy denominado "tercer mundo", se encuentra en pleno proceso de civilización colonial; es decir, que las actuales hambrunas africanas y el infierno de Calcuta comienzan a fraguarse por entonces a mayor gloria de Dios y provecho de los ricos de los imperios coloniales. Con todo ello, ni que decir tiene que aumenta la riqueza de las naciones. Si atendemos a las magnitudes macroeconómicas _único punto de vista válido para nuestros actúales tecnócratas_, nos hallamos en el mejor de los  mundos.

      De ello puede dar fe uno de los más conmovedores personajes de Dickens. Y es uno de los más conmovedores en cuanto que es uno de los menos literarios, ya que está sacado directamente de la realidad, sin adornos ni retoques . Se trata de un niño del que tan sólo sabemos que se llama Jo . Así de corto, sin otro apellido ni dato. No tiene padres ni hogar. Vaga junto a la Cancillería inmerso en la sucia niebla de Londres. Mas esa Cancillería contra la que Dickens dirige sus dardos en "La casa lóbrega" no significa nada para Jo. Él no tiene nada que ver con la ley civil_cosa de ricos_, ni con la Administración , ni con cualquier otra institución del estado. El único contacto que mantiene el pequeño Jo con el Estado Liberal es ese guardia que cuando se tiende en un sombrío rincón para descansar o acaso para morirse de una vez, aparece siempre conminándole airada y autoritariamente: "¡circula, circula!"

      Tras dos guerras mundiales el estado Liberal dio su dorado fruto; nuestro Estado de Bienestar. Sonríen radiantes de luz los repletos escaparates del llamado mundo libre o mundo occidental. Ya no  viven peor que sus antecesores del paleolítico el 80 por ciento de su población El sistema económico precisa de grandes masas en disposición de consumir y, jubilosamente, esas grandes masas consumen, consumen...

       Más he aquí que junto a esos radiantes almacenes que alegran todas las urbes de nuestro mundo occidental volvemos a toparnos con el pequeño Jo. En plena quiebra del Estado Social, é1 no tiene voto en sus democráticas elecciones, ni voz en las estadísticas macroeconómicas, ni otro contacto con las instituciones estatales que el de ese guardia que le conmina a circular cada vez que se tiende para descansar o para morirse. Y este pequeño Jo, cuyo número crece día tras día, comienza a circular_¿hacia dónde?_ mientras la estereofonía de los grandes almacenes endulza la noche y facilita nuestra pesada digestión con su Canción de Navidad.

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 Naderías

       "Colas de hasta seis horas en los servicios de urgencia de pediatría." "Mueren varios pacientes en los pasillos del servicio de urgencia de un hospital." Noticias que uno lee distraídamente en los periódicos, perdidas en sus páginas interiores; que uno lee distraídamente, sin darles importancia, casi sin fijarse en ellas, pues, después de todo, son poca cosa, naderías...

      Insignificantes lunares en esa hermosísima cara que hoy presenta nuestro país: la más bella, según sus panglossianos restauradores, de todas las que ha ofrecido esta nación a lo largo de su ya dilatada historia.

      Y posiblemente estén en lo cierto. Uno no debe pararse en detalles, sino atender a la totalidad del conjunto. Y esa totalidad sólo se aprecia y expresa mediante los grandes números. Y el cuadro que nos ofrecen estos grandes números es excelente, De otra parte nuestros panglossianos restauradores no han tenido ni tendrán nunca el mal gusto de hacer espera o morirse en la sala de urgencia de un gran hospital.

     Vivimos en la España de Mario Conde. Leo también en el periódico que hubo un tiempo _allá en los años en que aprobamos la Constitución_, en que España no conocía a Mario Conde. Es verdad. Curiosamente en aquellos tiempos los ídolos, los fetiches, eran otros. Había cuartos donde colgaba la imagen de El Che; en otros, la de un cantante pop; en otros la de un futbolista o una folklórica. Pero a nadie se le ocurría adorar la imagen de un banquero.

      Y este es, precisamente, el signo de la modernidad. Esta hermosa cara de nuestro país, es una cara recubierta de oro. Los restauradores han chapado en oro la cara de nuestro país. _ ¿ Puede haber algo más hermoso?_ preguntan. Y si se les objeta que un rostro chapado en oro ya no es un rostro humano sino una mascarilla, replican que así son los rostros de los dioses. De ahí que, postrándose ante el nuevo dios, reciten sus himnos de siglas y guarismos y nos inviten y conminen a adorarlo.

      Mas de pronto han comenzado a brotar lunares en la mascarilla. ¿Será posible esto? ¿Acaso todavía debajo del ídolo alienta el hombre? ¿Acaso alguien osa sustituir la imagen de Mario Conde por la de El Che? Tranquilos, dicen los panglossianos; son pequeños e insignificantes lunares, naderías, restos de un pasado que obstinada y reaccionariamente se niega a morir.

      Y así, felices, contemplando plácidos su propio ombligo, continúan con su litúrgico cántico, sin pararse en esas naderías perdidas en las páginas interiores de los diarios; en esas naderías donde aún resuena ese rumor de la muerte y de la vida _de la verdadera vida_ que ellos inútilmente pretenden , ignorándola , abolir.

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Todavía hay clases

       De lejos se viene diciendo que hay muertos de primera y muertos de tercera, en alusión a las clases del antiguo ferrocarril. La puesta en libertad, tras unos meses de prisión, de cierto personaje procesado por su implicación en un delito de drogas, induce a extender también dicha clasificación a los delincuentes o presuntos delincuentes.

      Una cosa es salir en "El Caso" y otra hacerlo en "Hola". Todo es papel, se dirá; pero es que hay papeles y papeles y el de "El Caso" es papel de estraza: Un papel que nos habla de traperos y chabolas, de suciedad y chabacanería, del hambre y la miseria. Un papel destinado al chafarrinón del crimen pasional, del sangriento delito de arma blanca, del granguiñolesco cartel de ciego de la España rural y negra. Un papel triste para crímenes tristes y un papel pobre para criminales pobres.

     No es el mismo papel, no puede ser el mismo papel que el de "Hola": papel éste fino y blanco como la Porcelanosa, como la metalizada carrocería del descapotable, como la impoluta cubierta del yate, como el velo de la novia, de esa blanca y radiante novia vestida de raso y tul Aunque sean los dos papel, "El Caso" y "Hola" no están hechos del mismo papel, y aunque los dos hablen de hombres y mujeres, no son de los mismos hombres y mujeres de quienes ambos hablan.

      De ahí que cuando un personaje de "Hola", como ocurre en el caso que nos ocupa, aparece en las páginas pringosas de "El Caso", se presienta que algo va mal, que el sacrosanto orden natural ha sido alterado y que se precise actuar cuanto antes para que las cosas vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde.

      Esto es lo que siento yo, un bienpensante instalado en el pedestal de los bienpensantes, ante esta mezcla antinatural. De ahí que me parezca lógico que otros bienpensantes como yo sientan ante el hecho la misma desazón y, si pueden actuar, actúen.

      No deben juntarse las churras con las merinas. No hay derecho a mezclar a ese habitual de "El Caso", morador de una chabola que ensucia sus manos revolviendo el caballo con el yeso y resuelve a navajazos sus diferencias con un colega, con este caballero que se ha limitado a realizar unas cuantas llamadas telefónicas, asistir a una fiesta de alta sociedad en la que ha servido de contacto a otros dos honorables caballeros, y realizar unas cuantas operaciones bancarias.

      Sí, hay que separar lo que nunca debió mezclarse sacando al personaje de "Hola" de ese edificio construido para los habituales de "El Caso". Esto es sólo poner a cada cual en su lugar ya que, afortunadamente, también entre los criminales o presuntos criminales como entre los muertos o viajeros del ferrocarril, todavía hay clases.

 

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Un lugar para dormir

       Resulta que el alcalde de Nueva  York va a gravar con un impuesto a los ciudadanos con ingresos fijos que utilizan como dormitorio las calles y parques de la metrópoli imperial. La medida, que considerada a la ligera puede parecer surrealista, examinada con atención es de una lógica aplastante.

      Observemos que el impuesto se aplicará sólo a quienes posean ingresos fijos, es decir a ciudadanos susceptibles de retenciones, ya que para los otros resulta problemática la efectividad del gravamen. Pero como el número de durmientes en la calle con ingresos retenibles tiende a aumentar tanto en el imperio como en sus colonias, los otros casos pueden considerarse marginales y dignos de un tratamiento que apuntaremos al final de este artículo.

      En la sociedad actual el suelo público tiende a convertirse en privado originando un flujo de capital que ha hecho la fortuna de esos prohombres que, solos o en pareja, llenan las páginas de nuestras revistas del corazón. De esto surge una doble consecuencia: el alza irresistible y galopante del metro cuadrado de vivienda, lo que obliga a un número cada vez mayor de ciudadanos con ingresos fijos, que siempre habían dormido bajo tejado, a dormir bajo las estrellas; y la disminución del espacio disponible de suelo público, que unido al aumento de la demanda pronto planteará en nuestras ciudades un problema de saturación similar al que se plantea con el aparcamiento de automóviles. De ahí que la introducción de una tasa de aparcamiento de cuerpos similar a la de aparcamiento de vehículos, se nos antoje imprescindible. Esto proporcionará unos recursos que puestos debidamente en circulación acabarán en los bolsillos de los prohombres anteriormente citados, cumpliendo así otra de las leyes de la filosofía neoliberal que felizmente nos orienta. No dudo sobre la adaptación por los alcaldes de nuestras grandes ciudades de la medida del alcalde de Nueva York ya que similares son los problemas y similar la doctrina con que se afrontan; y por todos es sabido que cualquier medida o moda que se tome o siga en el Imperio, antes de dos años será acogida por ésta su más fiel colonia de ultramar.

      Queda el problema de los marginados. No parece justo que, frente a ese grupo cada vez más numeroso de usuarios con ingresos fijos (pensiones de jubilación o viudedad, subsidio de paro, sueldo de funcionario, etc.) obligados a pagar un impuesto por dormir bajo las estrellas, unos cuantos vagos sin oficio ni beneficio puedan disputarles el cada vez más escaso trozo de parque o acera sin pagar un céntimo. Pero como éstos en algún sitio deben reposar, propongo que, si no tienen ni donde caerse muertos, el Estado les proporcione un lugar de definitivo reposo tras aprovechar las posibilidades económicas que su único bien _su cuerpo_ ofrece. Este aprovechamiento se usó ya, con éxito, en tiempo de Hitler, y de todos es sabido que ante las cuestiones económicas hay que echar los pelillos ideológicos a la mar.

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 Más Navidades

       Hace miles y miles de años, cuando el Hombre era aún niño, viendo cómo los días se acortaban pensó que el sol, como él mismo, era un ser capaz de envejecer y de morir; de ahí que celebrara el solsticio de invierno con una fiesta jubilosa en honor del sol renacido. Muchos siglos después los cristianos, según palabras de uno de sus escritores, transformaron "la fiesta del nacimiento del sol en la del nacimiento del Hijo de Aquel que hizo el sol" y, conforme a la doctrina que vino a predicar, quisieron que esta fecha fuese un símbolo de paz y amor entre los hombres. Y así fue como la alegría pagana y el amor cristiano se hermanaron en esta fecha mágica del solsticio de invierno, en esta cálida fiesta de la Navidad.

      El tiempo corre y hoy los mercachifles, eficazmente auxiliados por los creadores publicitarios y la televisión, están consiguiendo que muchos comencemos a odiar la Navidad. Porque hace falta ser poco menos que el seráfico Francisco de Asís para resistir serenos, sin que se le llenen a uno de odio las entretelas, la publicidad navideña que en esta fecha nos asalta. Yo al menos confieso que odio al ídolo que me induce a beber champán _bebida que, por otra parte, siempre me ha sentado como un tiro_, al viejo marino que regresa a su hogar y de paso me incita a comer turrón, a esa familia tan unida que, con el abuelito al frente, nos canta la alegría del consumir. Sí, comienzo a llenarme de odio frente a esa alegría a plazo fijo y en palcolor; frente a las señoras estupendas e insinuantes, frente a los globos de colores y las serpentinas, frente a esa monserga de los villancicos incesantes. Y ese odio hace que de toda la liturgia navideña, acabe añorando tan sólo a un personaje: aquel verdugo de los inocentes, el malvado Herodes, capaz de satisfacer mediante una acción tan cruenta como inmediata el mayor de todos mis odios: el odio que me suscitan esos niñitos y, sobre todo _machista que es uno_ niñitas de los juguetes. Esas niñitas que entre mohínes y dengues que parodian a la futura mamá consumista, juegan y cantan a esa muñequita que hace pipí y popó, que anda y que habla; a la que ponen inyecciones, y bañan y dan de comer; que es casi tan humana como las niñitas anunciantes pero que uno, desearía más humana aún. Totalmente humanas, con carne y sangre que, ante la vista del teleespectador, pudiese ser despedazada y devorada por ese añorado Herodes-ogro en un banquete expiatorio en el que tampoco perdonase a sus anunciadoras mamás.

      En fin, antes de que acabe por dominarme la locura que las anteriores líneas insinúan, yo propondría a los muchos que sienten como yo una rebelión general. No nos ofrezcamos como corderitos a los ávidos tenderos que ya están afilando sus cuchillos. No gastemos ni chapa. Ayuno, retiro y soledad. Esta sería un arma eficaz. Pero, ¡maldita sea!, de sobra sé que seré el primero en quebrantar esta receta saludable.

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Los Lirios

       Éranse una vez unos lirios del campo, humildes y esplendorosos en su hermosura, que atrajeron la atención de un vagabundo pelirrojo que, con sus útiles de pintar a cuestas, marchaba de un lado para otro bajo la mirada entre curiosa y despreciativa de los campesinos provenzales. Pues aquel pintor no era un pintor serio, como monsieur X, que había pintado aquel cuadro tan bonito que colgaba en el salón de actos del ayuntamiento, hombre solvente, propietario de una hermosa finca en la ciudad. No, aquel vagabundo era un muerto de hambre, un loco pintamonas que se había cortado una oreja en un arrebato furioso, y que en otro arrebato se levantaría la tapa de los sesos poniendo así fin a una existencia poco edificante.

      Pero aquel vagabundo pelirrojo se vio sorprendido por el estallido de color de aquellos lirios del campo , y los quiso reflejar en uno de sus cuadros de pinceladas furiosas y fulgurantes. Y muchos años después de que los reflejase y de que pusiera fin a su pobre vida, cierto magnate adquiriría la pintura de aquel pobre loco por seis mil millones de pesetas para sepultarla en la oscura seguridad de una caja fuerte. Y es así como unos lirios campestres pasaron a ser, primero, la obra de un pobre pintor vagabundo; más tarde, una obra de arte y, finalmente, una inversión económica tanto o más segura y rentable que un gran paquete de obligaciones de la General Motors, por poner un ejemplo conocido de solvencia y rentabilidad.

      Ahora que en Madrid la gente se agolpa en interminables colas para ver los cuadros de Velázquez y que Arco abre sus puertas a financieros y ejecutivos deseosos de una rentable inversión, he querido señalar la tortuosa trayectoria de aquellos humildes lirios del campo y narrarla como un sencillo cuento sin moraleja. Y recordar de paso algunas tardes en el Museo del Prado pasadas en grata soledad, mientras contemplaba aquellos entrañables enanos retratados por un pintor de cámara que tuvo la virtud de pintar la luz y el aire.

      ¿Por que la gente espera horas y horas pacientemente para ver unos cuadros que, en su mayoría, permanecieron durante años y años en ese mismo museo sin que esa muchedumbre los visitase? ¿Por qué los financieros acuden en masa a Arco para invertir en unos cuadros que tan solo el tiempo calibrará en su justo valor? ¿Por qué los lirios se transforman en dinero? ¿Por qué el dinero puede transformase en lirios?

 

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Despilfarro

       Hace algunas semanas me comentaba un buen amigo que la población de USA _algo menos del seis por ciento de la mundial_ venía a consumir el sesenta por ciento de la energía existente. Si este nivel de consumo USA se hiciera general _añadía_ nuestro planeta saltaría por los aires. Desechada pues esta generalización de consumo por catastrófica, la única que al parecer resta es la actualmente en vigor: un ochenta por ciento de la población mundial debe conformarse con algo menos del seis por ciento de la energía existente; en otras palabras, debe reventar de hambre.

      Desde la ética hedonista hoy dominante cabría disculpar la postura USA de intentar mantener la vigente ley del embudo de la distribución de la energía mundial, pues quien tiene poder para ello debe procurarse la mayor cuota de felicidad propia, caiga quien caiga. Mas lo tragicómico de la actual situación es que ni siquiera pueden acogerse a esta disculpa de la felicidad de sus ciudadanos pues, desde mi particular punto de vista, es precisamente esta felicidad individual la que, en ese modelo de vida al que todo el mundo aspira actualmente, brilla por su ausencia. Y es que dejando aparte a esa su población marginada que viene a ser una quinta parte de la total,_esa masa presente en todas sus grandes ciudades que duerme en las calles y husmea en los cubos de la basura_, el ciudadano medio americano, ese ciudadano instalado en la cultura del consumo y la abundancia, no es desde mi particular óptica el prototipo del hombre feliz.

      Pues resulta que este hombre es un hombre que come muy mal_hamburguesas, pizzas de plástico y demás comida basura_; que tiene escasos día días de ocio_ quince de vacaciones anuales_ y pasa la mayor parte de las horas de su vida amarrado al banco de un trabajo alienante y entontecedor; que en su inmensa mayoría vive de espaldas a los goces culturales; que desconoce esa felicidad de pasarse las horas mirando a las batuecas, patentada entre otras por las viejas y sabias culturas mediterráneas; que, dada la agresividad de su medio, vive en un estado de angustia y desequilibrio que le obliga a desgastar masivamente los sofás de los psicoanalistas y que, finalmente y para completar el cuadro, disfruta del récord mundial de inseguridad ciudadana. Todo ello dibuja un panorama que propicia y casi justifica un masivo uso de drogas, buscando en los paraísos artificiales lo que ciertamente no les ofrece su propio paraíso.

      Esta es pues la tragicómica situación. Ese esfuerzo de la mayor potencia de la tierra de mantener su nivel de consumo, nivel que condena al hambre y la miseria a la gran mayoría de los hombres y que amenaza a la propia existencia del planeta, no tiene en el fondo otra utilidad que la del más gratuito despilfarro.

 

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Los cuarenta principales

       Si uno hojea las revistas y periódicos, escucha distraídamente la radio mientras atasca paciente el freno cuando se dirige al trabajo, se detiene ante el escaparate de una librería o se asoma al ventanal televisivo para contemplar qué pasa en el mundo, llegará forzosamente a la conclusión de que éste país no está habitado por cuarenta millones de personas como, millón más o menos, aseguran las estadísticas, sino tan solo por cuarenta: los cuarenta principales.

     Más que humanos, divinos, gozan del don de la omnipresencia y la ubicuidad. Pueden sorprenderte mientras los escuchas perorar por la radio con una perorata similar a la de otro par de tertulias organizadas a la misma hora por dos cadenas de televisión. Lo único que impide que caigas en trance ante tal milagro es su reiteración: tal prodigioso desdoblamiento ya lo pudiste observar ayer y anteayer y volverás a observarlo mañana y pasado mañana. Es esta reiteración de lo prodigioso lo que acaba haciéndolo vulgar.

      Pero ellos no se enteran y persisten implacables. Dotados como están de atributos divinos, es natural que se sientan superiores y felices y que, por tanto, chorreen autosuficiencia y optimismo. Y es así como, aparte de agobiarnos con la autocomplaciente exaltación de sus pasmosos méritos, nos levantan el ánimo presentándonos el rosado panorama de un mundo sin angustias, conflictos ni miserias; de un idílico edén dispuesto como telón de fondo de sus egregias figuras; de un simple pretexto a la profundidad de su pensamiento o a la agudeza de su ingenio.

      Tu propia experiencia te dice que el mundo es otra cosa pero, si bien lo consideras, tu propia experiencia no puede contar. Porque tanto tú como esos otros cuarenta millones de ciudadanos que jamás aparecen en los periódicos o revistas, que jamás hablan por la radio, que aunque tengan a veces la malaventura de escribir un libro, éste nunca se asomará a los escaparates de las librerías y que, por supuesto, nunca tendrán el privilegio de disertar en las tertulias de Hermida o en esas otras tertulias sin Hermida pero milagrosamente similares, simplemente no existís, sois mera apariencia, sombras vanas; y que por tanto ese mundo que vuestra experiencia os presenta es también una ilusión, una sombra.

      Hace muchos siglos una secta herética, la de los monótonos, mantuvo que este mundo es tan solo una repetición eterna de una invariable y única realidad. Cuando contemplo la omnipresente imagen de nuestros cuarenta principales, llego a la conclusión de que se ha realizado la atroz pesadilla de aquellos locos cíclicos. ¡Qué Dios tenga misericordia de nosotros..!

 

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De moros y de árabes

       Unos nos llegan en sus aviones o en sus yates. Reservan una planta de los más caros hoteles, o habitan en fabulosas villas de la Costa del Sol. En principescas residencias dan costosísimas fiestas a las que acude babeando el pleno de los habituales de las revistas del corazón, y, si les apetece, se acuestan con las más despampanantes hetairas de ese pleno. Por supuesto me estoy refiriendo a los árabes.

      Los otros nos llegan hacinados en las cubiertas de los barcos o, muy frecuentemente, en lanchones que cruzan el estrecho transportándolos como mercancía prohibida. Viven en pensiones infectas, en pisos que se caen de viejo arracimados seis o siete en diez metros cuadrados, o en barracones y chabolas levantados en las afueras de la ciudad. Si el cuerpo les pide fiesta y entran en un tabernucho, corren el albur de que el tabernero les eche con cajas destempladas. Y si el cuerpo les pide no ya fiesta, sino satisfacer algo que la propia naturaleza impone, lejos de sus mujeres tendrán que pagar, si es que accede a ello, a la buscona más tirada y enferma de la localidad. Por supuesto me estoy refiriendo a los moros, los morancos.

      Unos hacen Opas, levantan rascacielos, compran bancos, especulan con las grandes inmobiliarias, intervienen en el negocio de las armas y, acaso también en el blanqueo del dinero negro. Negocios todos ellos donde se barajan decenas de miles de millones. Los otros trabajan en la construcción, en las alcantarillas, en los oficios que nadie quiere. Trabajan con salarios inferiores a los establecidos legalmente, sin seguros sociales, sin paro, sin nada. Cuando no tienen trabajo, pasan a la economía sumergida. Venden pacotilla en las calles, los ojos siempre alerta para esquivar a la autoridad; a veces también droga, porque de algo hay que vivir. Sus ganancias apenas les da para comer y sobre ellos pende la espada de la cárcel o la expulsión. Son los moros, los morancos.

     Pero hay algo que une a estos moros y árabes. Todos los días se postran mirando a la Meca. Ricos y pobres, explotadores y explotados, aún mantienen una fe, un ideal. Algo que hace mucho perdió occidente.

      De Casablanca a Teherán, de Tomboctú a Samarcanda, se configura el Frente Islámico mientras Europa egoísta y confiada, se ofrece al oro de los árabes y explota y desprecia el sudor de los moros, los morancos.

 

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Niños

       Vuelta al colegio... Los grandes almacenes dedican toda una planta al equipamiento del pequeño colegial. También en estos mismos almacenes existe otra planta dedicada a juguetes, y otra a la electrónica e informática, y otra a libros y discos en la que el niño es el objetivo principal de la venta. Sí, el niño es una pieza clave en nuestra sociedad de consumo.

      Cuando los educadores, los psicólogos, los autores y teóricos de literatura infantil y juvenil hablan del niño, es precisamente de este niño, el potencial cliente de los grandes almacenes, del que hablan y en el que piensan. Pero no es este el único niño que existe.

     Le sucedió a un amigo mío. Estaba en la capital de una República Centroamericana (toda una democracia bendecida por los garantes de la democracia; no, no era Managua sino Guatemala o San Salvador). Caminaba por la plaza, con su bonita catedral barroca, cuando un niño de unos once o doce años pasa junto a él a todo correr y, de un brusco tirón, le arrebata el maletín. El niño se pierde en una calle adyacente. Mi amigo denuncia el caso al policía, que en mitad de la plaza, se encarga de ordenar el tráfico. "Sabemos quién es _le responde el policía_ sabemos quién es. No se preocupe, que pronto caerá." Una hora más tarde cuando mi amigo vuelve a cruzar la plaza hay un gran corro de gente a la puerta de la catedral. Mi amigo se acerca curioso a ver qué ha sucedido. En medio del corro, en un charco de sangre, yace el niño que una hora antes le robó el maletín. Junto al cadáver se encuentra el policía a quien denunció el robo. El policía reconoce a mi amigo, y le dice sonriente, mientras señala el cuerpo acribillado a balazos:  “No ve lo que le dije a mi amigo. Éste no vuelve ya a robarle el maletín”.

      Si a usted le atracan a punta de navaja en Río de Janeiro _y tiene todas las probabilidades de que esto le ocurra_ esté seguro de que el atracador no habrá cumplido los catorce años. En Brasil siete millones de niños viven en las calles en completo desamparo, sin otra salida que la delincuencia para poder subsistir. Muchos de ellos tendrán el mismo fin que el niño de la capital centroamericana. Caerán bajo las balas de la policía, bien de servicio, bien en ese otro servicio extraoficial de "los escuadrones de la muerte", celosos guardianes del orden democrático.

      ¿Y los niños africanos, con el vientre hinchado por la hambruna? ¿Y los niños, y niñas del sudeste asiático y Filipinas, carne para la lujuria occidental ? ¿Y los de nuestros propios suburbios, cada vez más cercanos al destino de los de Centroamérica y Brasil?

      ¿Quién piensa en ellos? Entremos en los grandes almacenes, pues es el momento de preparar la "vuelta al colegio", Apresurémonos a comprar.

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Los bárbaros

       Su superior tecnología y su mayor agresividad, permitieron al Imperio sojuzgar a los restantes países de la Tierra. Una vez colonizados, los territorios de los bárbaros se vieron sometidos a una sistemática y planificada depredación a favor de los intereses imperiales. Con el tiempo el sistema colonial llegó a su fin, pero el Imperio dejaba tras de él un desierto de tierra quemada. Una amplia y bien fortificada línea defensiva trazaba nítidamente la frontera de los dos mundos.

      En el Imperio la vida había alcanzado un envidiable nivel de prosperidad. Las antiguas clases oprimidas, que tantas sangrientas revueltas y guerras civiles habían originado en pasados tiempos con sus reivindicaciones sociales, habían visto mejorar sensiblemente su economía y ahora, sumidos en un consumismo conformista, olvidados sus antiguos ímpetus revolucionarios, parecían definitivamente integrados en el sistema. Cierto que existían bolsas marginales, pero apartadas en los suburbios eran fácilmente controladas. Rendido el último enemigo exterior _aquel otro imperio contrapuesto que durante algunos años se había presentado como la alternativa del sistema_ el Imperio podía cantar las excelencias de su modo de vida y autoproclamarse como la única civilización digna de existencia.

      Al otro lado de la frontera, en la tierra quemada, la vida se había tornado insostenible. Millones de seres morían de hambre o vivían en condiciones infrahumanas. La guerra y la violencia, consecuencia en buena parte de la antigua administración colonial, reinaban por doquier. Fue entonces cuando algunos de aquellos bárbaros pensaron que su única salvación estaba en la emigración a las metrópolis imperiales. Y así comenzaron pacíficamente a cruzar la frontera.

      Al principio fueron bien recibidos. El proletariado del imperio, mal acostumbrado, se negaba a trabajar en las condiciones de antaño y los empresarios abrieron los brazos a esta nueva mano de obra que les permitía volver al sistema de semiesclavitud. Pero como el éxodo continuaba, la situación comenzó a ser preocupante. Entonces empezaron las medidas restrictivas de las autoridades mientras la población imperial, alarmada y molesta, desarrollaba un racismo cada vez más acusado. Pero todo resultaba inútil. Una vez comenzada la invasión, ésta resultaba imparable.

      Ya en las grandes ciudades se veían casi tantos rostros de color como blancos; ya los ciudadanos bienpensantes se sentían inquietos y temerosos ante aquellos bárbaros que pululaban por doquier, amenazando su seguridad y la de sus hijos, ensuciando sus ciudades, durmiendo al pie de sus monumentos y en los bancos de sus plazas públicas; ya todo el mundo decía, o al menos pensaba, que habría que hacer algo para poner fin a esta situación.

       Pero era demasiado tarde. La semilla que el Imperio había sembrado, comenzaba a dar fruto. Era sólo el principio de su fin.

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Centenario

       Después del burro muerto, la cebada al rabo... El mundo en general y Austria en particular han iniciado el pasado 5 de diciembre una celebración que durará todo un año. Se conmemora que el 5 de diciembre de 1991 se cumplirán dos siglos de la muerte de un hombre cuyos restos serían conducidos al día siguiente, en una tarde lluviosa, por un escasísimo cortejo de deudos y amigos a una fosa común.

      Ciertamente estos fastos habrían alegrado a aquel niño amante de los fastos a quien la marquesa de Pompadour apartó de forma desabrida cuando pretendía besarla, ya que un niño, aun cuando sea genial, no puede besar a la coima de un rey sin romper el sacrosanto protocolo; habrían regocijado a aquel adolescente zumbón que dirigía a su primita cartas repletas de frases escatológicas e ingeniosos juegos de palabras; y habrían sin duda entristecido a aquel hombre un tanto melancólico y desengañado que intuía que con su última e inacabada obra estaba cantando su propia muerte.

      Un padre beato, absorbente y autoritario le dio, entre otros, el nombre de Amadeus, el amado de Dios. Dios le amó sin duda, ya que le otorgó el don de la genialidad en el más alto grado que jamás le ha otorgado a un hombre. En contraposición también dejó que le agobiaran calamidades, humillaciones y penurias que fueron ensombreciendo aquella luminosa alegría infantil que, a pesar de todo, nunca habría de abandonarle. Luz y sombra, alegría y melancólico dolor que se equilibran en su obra en un conjunto tan maravillosamente armónico que hace pensar que es el propio creador del dolor y la alegría quien, anulando los opuestos en su equilibrio intemporal se expresa a través de él.

      Salzburgo, su villa natal, y más concretamente su príncipe arzobispo Colloredo, le trató literalmente a patadas. Hoy si recordamos a Colloredo salvándole del olvido común a los restantes príncipes arzobispos, es porque tuvo el triste privilegio de vejarle. La burguesía salzburguesa, a quien tanto desprecia un gran escritor de nuestros días que hubo de sufrirla durante su infancia y juventud, cifra en este paisanaje su máximo orgullo y en buena parte vive de él, ya que tiene en su culto una de las mayores fuentes de sus ingresos. Viena, que tanto le escatimó el aplauso, ha convertido su celebre Teatro de la Opera en un Templo a su permanente memoria, y durante este año de celebración podrán contarse por miles de millones de pesetas el coste y los beneficios que motivarán la obra de un hombre que siempre vivió agobiado por las deudas y murió pobre.

      El 5 de diciembre de 1990 se ha inaugurado solemnemente el año del bicentenario de la muerte de Mozart. Es lástima que él no pueda ya ni verlo, ni aprovecharse, ni gozarlo...

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Carnavales

       "Venía don Carnal en carro muy preciado, /  cubierto de pellejos e de cuero cerrado; /   el buen emperador estaba arremangado / en sayas, faldas en cinta, en sobra bien armado."

      Así nos pinta a don Carnal el jocundo Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor. Y esta pintura nos conduce a otra: aquélla de Pieter Bruegel que nos presenta a ese mismo y obeso don Carnal, jinete sobre un tonel y armado con agudo asador donde se encuentra espetado un lechoncillo, atacando a una seca y amojamada doña Cuaresma que malamente se defiende con una pala de madera en la que yacen dos pececillos tan ruines como ella. Un cuadro donde el pintor flamenco ha sabido expresar toda la esencia del carnaval. Porque este don Carnal de Bruegel y del Arcipreste, este carnívoro tragón que llena toda la Edad Media y que más tarde reencarnará en esos otros tragones maravillosos que son Pantagruel, Sancho Panza y el alegre caballero sir John Falstaff es nada más y nada menos que el núcleo mismo del carnaval. El existía mucho antes que su enemiga la cuaresma _un invento de la iglesia medieval al que debe su actual nombre_; él ya existía antes del propio cristianismo, y de las saturnales y lupercales romanas y de las fiestas del Dionisio griego. El es el rey burlesco, el rey que se corona para ser destronado tras su efímero reino; el rey grotesco del mundo al revés, el rey que personifica el viejo ritual de muerte_resurrección, de la perpetua transformación de todo lo existente, del tiempo que todo lo aniquila y todo lo renueva.

       Esto es el carnaval. Un ritual que hunde sus raíces en los viejos cultos agrarios y que nos habla de la alegre relatividad de lo existente.  De ahí su carácter subversivo.   Lo que hoy está arriba, nos dice el rey burlesco, mañana estará abajo; lo que hoy es verdad mañana será mentira y lo que hoy es mentira mañana será verdad. Todo cambia: los estados, los valores, los dogmas, las jerarquías, así que, durante unos días, hagamos befa de ello y vivamos la excéntrica y burlesca fiesta del mundo al revés.

      Hoy, en esta sociedad del triunfo de la carne, el viejo don Carnal ha muerto. Lo que era antes fiesta viva, se ha transformado en espectáculo, la plaza pública en teatro, la excentricidad burlesca en suntuario consumo, la subversión en propaganda del poder. Como tantas y tantas otras cosas, el carnaval ha sido reducido, domesticado. Por eso, cuando veo estos desfiles de carrozas repletas de reinas de la belleza organizados por nuestros ediles, yo tan sólo siento ese poso de melancolía que siempre me produce la muerte de los antiguos dioses.

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Fiesta Brava

       Puntuales como las golondrinas, los timbales anuncian con la llegada de la primavera el comienzo de nuestra fiesta bárbara. Algo más tarde, _por Mayo, era por Mayo_ cuando lucen los habanos gubernamentales en las barreras y burladeros de Las Ventas , también nos llegarán las diatribas antitaurinas, capitaneadas por la pluma fulgurante y escatológica de Manuel Vicent. La historia se repite y nada hay nuevo bajo el sol.

      Nada hay nuevo bajo el sol. Pero Eugenio Noel, el más conspicuo de los antitaurinos y antiflamencos  nadaba contra corriente y tenía que desafiar bastonazos y bofetadas. Hoy, cuando la televisión pone más énfasis en el patito embetunado del Golfo Pérsico que en el niño carbonizado del refugio de Bagdad, cuando la madamita parisina ama tanto a su dóberman como odia al senegalés que va recogiendo los excrementos que su dóberman deja, ser antitaurino resulta mucho más cómodo que lo era en los tiempos de Eugenio Noel.

      Los toros nos separan de Europa y del progreso. Yo, la verdad, no idolatro ni al uno ni a la otra. Europa es Mozart y Shakespeare y Descartes; pero también es _y en mucha mayor medida_ el lector del Daíly Mail y demás prensa basura; y es y ha sido la mayor depredadora de la historia humana. En cuanto al progreso, ¿pero es que progresamos? Al final resulta que acabamos resolviendo nuestros problemas como hace diez mil años: matándonos unos a otros, pero con medios mucho mas eficaces y cobardes.

      La fiesta es cruel y puede hablarse de ella, tal como lo hace Vicent, como de un festival de moscas y sangre. Es una verdad, pero una verdad parcial, la verdad del desolladero. Baftin habla de ella como de una de las pocas manifestaciones carnavalescas que aún permanecen en nuestra cultura, y esto también es otra verdad.

      Yo prefiero la de un mozo renco, deforme, lamentable, que ante la fiera se transforma en un héroe apolineo; que incapaz de esquivarla, la somete fijándole el camino con un mágico juego de cintura y muñeca; que cuando un genial escritor le dice: "para ser inmortal sólo te falta morir en el ruedo", responde escuetamente: "Se hará lo que se pueda, don Ramón"; y que cuando ya anciano (a pesar de sus múltiples cornadas _pero más da el hambre_ no murió en el ruedo), una joven beldad le niega su amor, se levanta la tapa de los sesos. Esto también es la fiesta: la casta. Algo que desgraciadamente falta hoy, tanto en los toros como en los toreros. Acaso por eso, yo he dejado de ir a las plazas; pero me siento incapaz de condenar la Fiesta mientras devoro las chuletitas de un tierno recental.

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Semana Santa

      Hubo un tiempo en el que el ocio de la Semana Santa se ordenaba por decreto. Cerrados los cines y teatros salvo los que representaban o proyectaban obras hagiográficas o de la Pasión, tan solo le quedaban al personal los bares _el alcohol es lo único que nunca se prohíbe en este país_ y la asistencia a los actos propios de estas fechas, especialmente las procesiones y los monumentos. Y si prefería quedarse en casa para escuchar la radio _la televisión era algo que aún estaba por venir _ también esto lo tenía regulado: Quien todo lo regulaba había ordenado que en aquellos días únicamente se transmitiesen ceremonias religiosas y música clásica, aunque ésta no fuese necesariamente religiosa.

      Lo que es la vida... Para mi hermano y para mí, aquel decreto era una bendición. Viviendo en un pueblo donde jamás se dio un concierto, sin discos ni tocadiscos, sin otra cosa que una mala radio, aquellos días de Semana Santa lo eran de fiesta mayor. Podíamos pasarnos doce horas seguidas escuchando música, saltando de Bach a Beethoven  o Bartock, de Klempere a Fürtwangler o Bruno  Walter, de una Pasión a una Misa o un Réquiem, sin otra cosa que interrumpiese nuestro gozo que los malditos ruidos de las interferencias. Era un verdadero maratón, un esfuerzo casi desesperado por consumir en seis días la música que nos estaba vedada todo el año; porque una vez pasada aquella semana, el pueblo recobraba sus derechos y la radio volvía a sus concursos, sus radionovelas y sus discos dedicados.

      ¡Qué tiempos aquellos! Ahora nadie nos decreta y somos libres para disponer a nuestro gusto de estos días de ocio. ¿Libres? Cuando veo las masas ciudadanas dirigirse a las playas del levante y sur, haga el tiempo que haga, en interminables caravanas con un saldo obligado de víctimas, una vez más pongo en cuarentena ese sacrosanto concepto: la libertad. Y pienso si no seguiremos siendo tan dirigidos como lo éramos entonces; si, de acuerdo con lo que apunta Riesman en su obra "Las muchedumbres solitarias", tan sólo hayamos hecho más que cambiar a quien dicta las órdenes: antes, el líder carismático; ahora, el grupo de pares.

      Yo, acaso en homenaje a aquellos días de mi ya tan lejana juventud, tengo la costumbre de escuchar todos los años por estas fechas "La Pasión según San Mateo`. Es mi única aproximación al espíritu religioso de las celebraciones de estos días, ahora que yo estoy ya tan lejos de toda religiosidad. Y, aunque parezca increíble, hasta siento una sombra de nostalgia de aquellas semanas santas de aquellos tiempos de mi juventud. Cuando pienso en ello me pongo a temblar ¿Qué ocurre para que uno pueda sentir una sombra de nostalgia de algo que ocurriera en aquellos tiempos ominosos? Será acaso que , por rechazo de estos que ahora corren y paradójicamente para estar de acuerdo con los aires hoy dominantes, a la vejez me esté volviendo reaccionario.

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Neoanalfabetismo

       Me cuentan _y la anécdota es perfectamente creíble_ que el Vicepresidente de los Estados Unidos, dirigiéndose a unos representantes de países sudamericanos se excusó por no poder hablarles en su idioma, ya que no sabía latín. Un amigo mío, tras una breve estancia en el Imperio, refiere los apuros que puede originar en un comercio una avería en las máquinas calculadoras ya que ni vendedores ni clientes son capaces de realizar la más simple suma. En pleno fervor patriótico durante la guerra del Golfo, una encuesta dio a conocer que la mayoría de los americanos creían que Irak estaba en África, y uno de sus representantes diplomáticos con destino en nuestro país no estaba muy seguro de la lengua que por aquí utilizamos.

      Casi todos los americanos han cursado estudios medios y una buena parte de ellos han pasado por la universidad. Viendo sus frutos, uno no puede dejar de recordar lo que el viejo Tonybee decía del impacto de la democracia sobre la educación. El lado bueno de este impacto , afirmaba, es la generalización de la enseñanza, antes patrimonio de una clase superior. Su malo, la baja calidad de la misma, producto de la masificación; el espíritu utilitario que, unido a la división del trabajo, lleva a desarrollar determinadas cualidades o habilidades prácticas con desprecio del desarrollo total y armónico de la personalidad humana, y, finalmente y consecuencia de lo anterior, la indefensión del individuo ante los manejos de los grupos que dominan los medios de comunicación, y ante el propio Estado.

      Pues bien, mucho me temo que es precisamente este modelo educativo USA el espejuelo de los administradores de nuestra educación. Los síntomas son evidentes: Una mayor duración de la enseñanza obligatoria que lleva a una masificación y pérdida de calidad; el olvido de las asignaturas humanísticas (no sólo el de las lenguas clásicas, prácticamente suprimidas, sino el de la literatura y la historia) y el pragmatismo de corto alcance. Con el pretexto de formar hombres para la empresa se olvida totalmente la formación del hombre. Los frutos de esta educación están a la vista, pero hay quien parece empeñado en no quererlos ver.

      Los Estados Unidos son como esas familias riquísimas y poderosas, pero presas de un proceso degenerativo. Corroídas por los vicios de sus miembros, marchando en un lento e inexorable proceso hacia la bancarrota, aún salvan la cara con los restos de su inmensa riqueza y poder. Pero si un pobre las toma por modelo, las seguirá por el camino de la degeneración sin que por ello consiga las ventajas derivadas de su riqueza.

      Esto es algo sobre lo que debería meditarse seriamente. Pero me temo que aquellos a quienes corresponde hacerlo, pondrán en ello menos énfasis que en el uso o desuso de la ñ en los ordenadores destinados a nuestro mercado.

 

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Medio ambiente

       Cuando para satisfacer la inacabable demanda de su industria textil Inglaterra decidió e impuso que la India fuese un inmenso campo de yute y Egipto, a su vez, otro de algodón, se entraba en el principio del fin. Unos dos siglos después de aquel principio, por decimonovena vez, en este mes de Junio de 1991 las Naciones Unidas lanzan en el Día Mundial del Medio Ambiente su anual grito de alarma Se trata, por supuesto, de un grito tan justificado como inútil.

      Creo que no debemos de insistir en la justificación pues los problemas de todos conocidos _y que en esta fecha conmemorativa los medios de comunicación resaltaron profusamente_ son tan obvios que no merece la pena detenerse en ellos. Voy por eso a demorarme más en la inutilidad de la llamada.

     Dije que la decisión inglesa suponía el principio del fin, porque ella establecía algo más que un programa económico. Establecía una ideología, un sistema. Por primera vez se orientaba la producción de todo un país no a satisfacer las necesidades primarias del mismo, sino las apetencias lucrativas de un pequeño grupo de privilegiados. Y con ello entrábamos en una nueva ética, la ética del sistema que desde entonces iba a ser el dominante. Y esta ética suponía la entronización del lucro incesante como el valor supremo de la conducta humana. Quedan lejos los tiempos en que la Iglesia condenaba a esa usura que tan poéticamente estigmatizó Pound en sus Cantos Pisanos. Los nuevos habían impuesto al dinero como único Dios y a él se sacrificaba todo Ya no se producía para satisfacer las necesidades, sino la ambición. Y ésta, a diferencia de aquellas, no tiene límite ni fin. De ahí que se impusiese el principio del progreso incesante; de ahí que se ordenase la producción no en razón de su utilidad, sino de su rentabilidad; de ahí que se crease un consumo artificial sin otra finalidad que mantener la máquina en perpetuo movimiento.

      El capitalismo se tornaba en un Moloch insaciable que todo lo devora. Y cuando devoró las dos terceras partes del mundo _lo que el mismo denomina sin demasiado sentido "tercero"_ comenzó a devorarse a sí mismo. Fue entonces cuando algunos, percibiendo el peligro de la autoinmolación, lanzaron la voz de alarma. Había que salvar la tierra, no porque la tierra les importase, sino porque eran ellos mismos. Pero para salvar la tierra, había que detener la máquina devoradora y esto es lo que resultaba imposible, porque su detención era también su muerte.

      Por eso el grito de alarma de este año, como el de los diecinueve años anteriores, caerá en el vacío. Sólo podrá salvarse el medio ambiente _o lo que es lo mismo, la tierra y el hombre_ cuando caiga el sistema cuya lógica interna lleva a su inexorable destrucción.

 

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¿Para qué...?

       No sé si la muestra será muy significativa, pero me temo que sí. El caso es que en una reciente encuesta de la que han dado noticias los periódicos, el compositor preferido de los españoles, por encima de Mozart a quien ni siquiera le salva su bicentenario, es José Luis Perales. Por eso del patriotismo estos mismos españoles colocan a Luis Cobos por encima de Beethoven y Bach. ¡Que Dios nuestro Señor les conserve el oído!

      Si alguien me sale con la disculpa de que la música es nuestra oveja negra, yo le invito a conectar la televisión durante la sobremesa. Allí se encontrará de lleno en el reino de Carlos Mata y demás héroes del culebrón. Ahora que presumíamos tanto de nuestra europeidad y capitalidad de la cultura, resulta que nos vienen a colonizar culturalmente los venezolanos. No somos nadie.

     Si nos fiamos de las estadísticas, un gran número de quienes pastan en los prados culturales a que acabo de referirme deben tener concluidos sus estudios de bachiller. Si uno examina los contenidos y textos de tales estudios no podrá por menos de admirarse de que tan hermosos árboles produzcan tan misérrimos frutos. Nuestros tiernos escolares deberían anteponer al Perales y al Cobos no ya solo a Bach y Beethoven, sino figuras tan poco conocidas como el príncipe Gesualdo o Guillermo de Machaut, cuya vida y milagros se vieron obligados a embotellarse para aprobar primero de BUP. Y por supuesto, aquellos que a sus catorce añitos tuvieron la necesidad de analizar sin perdonar una sola de las figuras estilísticas aquello de "Era del año la estación florida/ en que el mentido robador de Europa/ media luna las armas de su frente/ y el sol todos los rayos de su pelo/ luciente honor del cielo/ en campo de zafiros pace estrellas”, u otra cualquier estrofa de Las Soledades, no deberían refocilarse con las desventuras de Cristal o Rubí. Evidentemente algo falla.

      Acaso la respuesta la tenga el vetusto refranero. "Quien mucho abarca, poco aprieta." Demasiado ambicioso el pretender que alguien a los catorce años entienda forzadamente a Góngora o La Misa de Nôtre Dame. Empeñados en convertir a toda la población española en críticos literarios o musicales o, incluso, en catedráticos de las respectivas materias, nuestras instituciones educativas se quedan simplemente en fábricas de analfabetos.

      ¿Para qué sirve la enseñanza? ¿Acaso para hacer hombres cultos, para ser crisol de ejemplares ciudadanos, para formar profesionales eficiente?; ¿o servirá más bien para ejercer malthusianismo social y recluir una población potencialmente conflictiva?    Pero esto, como diría Kipling, ya es otra historia.

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Rascad a un ruso

       Rascad a un ruso y encontraréis a un tártaro, dice el refrán. Algunos rusos no han querido aceptar este trasfondo asiático. Destaca entre ellos Pedro el Grande, que fundó Petrogrado _San Petersburgo_ puesta la cabeza en París. Su palacio era una réplica de Versalles y su aristocracia hablaba francés, pero a lo largo y ancho del gran imperio la servidumbre persistía, y en las postrimerías del zarismo un monje alucinado hechizaba a la zarina y era dueño y señor de la Santa Rusia. Bajo el ruso europeizado, seguía latiendo el tártaro.

      Acaso para acabar con él definitivamente otros rusos disconformes de su condición asiática tomaron el Palacio de Invierno. Lo hacían a impulsos de un pensamiento europeo, una doctrina creada por un economista alemán de origen judío en la biblioteca del Museo Británico. Mas, paradójicamente, quienes tomaron el Palacio de Invierno no permanecieron en San Petersburgo-Leningrado, sino que trasladaron su corte a Moscú, la vieja capital de corazón asiático. Y bajo la filosofía europea , el tártaro surgió otra vez.

      Dos rasgos eminentemente asiáticos _el despotismo y la mística _ cambiaron aquella doctrina europea. Un georgiano _Stalin_ aplicó los métodos de Asurnasipal. Con ellos consolidó un gran imperio y contribuyó a salvar a Europa, pero liquidó la Internacional, transformó el marxismo en una religión de la que él era dios supremo, e instituyó una nueva casta de burócratas anquilosados similar a la de las viejas satrapías. Asia continuaba allí.

      Ahora aquella revolución de Octubre que triunfó en la europea Leningrado se ha enterrado definitivamente en la asiática Moscú.   Su enterrador es un héroe prefabricado, uno de esos rusos que intentan rechazar al tártaro poniendo sus ojos en Europa. Son dos ideas europeas hoy dominantes _la democracia formal y el libre mercado_ las que le orientan en su proceso. No le mueve ninguna utopía redentora e igualitaria, sino el pragmatismo de la hamburguesa, la coca cola, el prêt à porter y el utilitario. Occidente al verle, sonríe feliz y no sólo porque es el enterrador del imperio del mal, sino porque le reconoce como uno de los nuestros.

      ¿Uno de los nuestros? Yo pienso que hay indicios _véase su tendencia a gobernar por ucases, su apetencia a la caza de brujas_ de que bajo ese traje de grandes almacenes, se oculta el blusón del tártaro. Yo sospecho que la tiranía teocrática sigue latente, que todo puede reducirse a sustituir el KGB por la Ocrana, el comisario por el pope, algo que bajo su apariencia de lo opuesto, en el fondo sigue siendo igual. Algo que nos remite a esa Asia inmemorial e inmodificable.

      Gente de occidente, no os frotéis felices y satisfechos prematuramente las manos. Puede que el tártaro continúe allí. Un tártaro, _no conviene olvidado_ que dispone de un armamento con el que puede destruir varias veces al mundo.

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