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Antonio Martínez Menchén

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Cuentos, trabalenguas y adivinanzas de la tradición oral española (estudio, actividades y textos  grabados. En colaboración con Jesús Felipe Martínez)

                                                                                                Andante
     
Dio un portazo y, en tres zancadas, llegó hasta el balcón. Apoyó la cara en los cristales. Una llovizna helada y menuda caía sobre los cientos de automóviles aparcados, sobre los cientos de automóviles que, en su apresurado marchar, levantaban cortinas de agua mugrienta. Taladrando la cortina de lluvia, la mirada se detuvo en los plomizos muros de la casa de enfrente. Aquella visión gris y humo, aquella visión húmeda y sucia agudizó su malestar... «¡Qué odioso tiempo _pensó con rabia_, qué odiosa ciudad!»
      Faltaba aún para el ocaso pero, en el cuarto, reinaba la penumbra. Se apartó del balcón, volviendo hacia la puerta con intención de dar la luz. Antes de llegar al interruptor, tropezó con el sillón colocado junto a la mesa de camilla y se derrumbó en él, renunciando a su anterior lnt nto. Se restregó los ojos, como si intentase borrar una imagen molesta. Pero no era en los ojos, sino en los oídos, donde aquella molestia estaba. Un ruido monótono, sordo y continuo ... Un ruido que, en su oscura insistencia, acaba por borrarse, como el continuo goteo del grifo desajustado sobre la pila de agua sucia el cual, casi siempre por repetido, olvidamos, pero que a veces golpea nuestros nervios en una insoportable tortura. Un ruido sordo, monótono, continuo, apagado, golpeando en sus nervios. Ésta es la molestia: su ahogado y continuo sollozar.
      Le sacudió un latigazo de irritación que encendió una oleada de ira. Una ira que no podía descargar gritando, golpeando, que tenía que tragarse, destrozando sus nervios... Sin embargo _y la voz interior era un lejano y tímido lenitivo_ hace todo lo posible para que no la oiga, para no molestarme ... Allí en la penumbra, en el sillón junto a la camilla, está, no obstante, viéndola. Tendida
boca abajo sobre la cama de matrimonio, su cabeza hundida en la almohada. el cuerpo sacudido por rítmicos estremecimientos, la mancha húmeda de sus lágrimas extendiéndose sobre la blancura del almohadón ... Sí; eso es lo que ve, sentado en la penumbra, aunque sus ojos sigan clavados en la gris humedad y en el sucio plomo de la casa de enfrente ...
      Intenta borrar la imagen. Sus ojos vagan por el cuarto, su cuarto, deteniéndose en los objetos familiares. Una estantería llena de libros, de viejos libros, ediciones baratas compradas en puestos, en librerías de lance. Una estufa de butano _es fea, horriblemente fea; un chisme espantoso que sólo sirve para proporcionar jaquecas, para marearnos_. Una destartalada máquina de escribir sobre una vieja mesilla rodante. Una radio de los años cuarenta, de la que aún teme que se escape La vaca lechera o los finos requiebros de Bobby Deglané. Y las paredes recubiertas completamente de pósters, de retratos, de páginas de revistas, de recortes de periódicos. El desnudo a triple página del Playboy es contemplado por los aterrados ojos de unos niños de Vietnam; junto a la desesperada cabeza de Kafka, los forgendros; Sartre mira un gran póster del Che y, sobre  otro cartel que incita a hacer el amor y no la guerra,  revolotea la picassiana paloma de la paz ... Pósters políticos, fotografías de los inmortales, imágenes de mujeres desnudas. Y todo: los pósters, las fotografías, los desnudos, la máquina de escribir, la horrible estufa de butano, la radio de los años cuarenta; la estantería repleta de libros desncuadernados libros mugriento s, la desvencijada
camilla, el viejo e incómodo sillón, todo parece patinado de ruindad y de tristeza ...
      Bañados en la luz gris de la tarde fría, los objetos, los familiares objetos de su cuarto, se le han vuelto de pronto intolerables. ¡Hay en ellos tanta pobreza, tantas y tantas horas de vida monótona y vulgar, tal testimonio de aguda y desesperada frustración...! «Odio este cuarto _piensa_. Odioeste cuarto, esta casa, esta ciudad, este maldito y estúpido país...»
      Si pudiera huir. Si pudiera huir de todo; huir de aquella ruindad, de aquel cuarto de eterno estudiante, de aquella vida oscura y monótona ... Es tan triste, tan deprimente, esta ciudad gris y sórdida bajo la lluvia fría. Cierra los ojos. Nombres rutilantes de ciudades llenan su imaginación: Ámsterdan, Londres, Estocolmo, París. Ciudades desconocidas, en las que nunca estuvo, o que tan sólo ha pateado confusamente en una corta y precipitada semana.
      La ciudad soñada se ha concretado ahora en una imagen... Una calle indefinida, abstracta; un puente sobre un ancho río; un dédalo de portuarios callejones al anochecer. Y él; él que pasea por aquellas calles, por aquellos puentes, por aquellos oscuros callejones; que pasea la mano apoyada en la cintura de una hermosa mujer, una mujer que, como las calle de la evocada ciudad, tiene rasgos abstractos y difusos, en los que tan sólo se perfilan algunos detalles concretos: la melena larga y sedosa, la estatura aventajada, etalle esbelto, los senos altos y firmes, la cadera rotunda, la piernas largas y robustas, toda esa serie de rasgos característicos que configuran el estereotipo de la joven extranjera, que configuran el estereotipo de la exaltación del sexo y la libertad...
     Yentretanto, tras la puerta cerrada, continúa el sofoado, monótono y desesperante sonido de los sollozos... Ahora en su imaginación los rasgos difusos de la abstracta joven extranjera han dejado lugar a los rasgos concretos de su mujer. En esta nueva representación todo es real, brutalmente real. ¡Con cuánta nitidez ve los párpados enrojecidos, la nariz convulsionada en un grotesco moqueo, las lamentables arrugas de la comisura de los labios! ¡Con qué claridad le presenta la memoria la pechera ya un poco fofa, ya un poco fondona y grasienta, temblando gelatinosamente en la  agitación de los sollozos! Qué fea, qué horriblemente fea se pone cuando llora ... No hay nada más grotesco, más repugnante que una mujer cuarentona en plena crisis de llanto. Sí; esa mujer que está llorando sobre  el lecho matrimonial, que le está haciendo el pobre chantaje de  las lágrimas; esa mujer es una mujer vieja que  ya nada le dice, que tan sólo le causa desagrado. Sus manos pueden  recorrer los senderos mil veces recorridos, pueden tocar los  lugares de su cuerpo mil veces tocados, sin que ese  acto, ya simple rutina, encuentre la menor excitación o placer. Esas caricias sólo sirven para comprobar que esas carnes han perdido su mórbida tersura; ahora ya todo es más flácido y, allí donde engañosamente las curvas se han hecho más rotundas, más opulentas, sólo hay grasa, celulitis ... El cuerpo que un día le excitó con su calor, con su prieta redondez, hace ya tiempo que perdió su atractivo con el trato continuado, con el paso ruinoso de los años. Persistir aún en ese trato, en ese íntimo contacto, es sólo una estúpida costumbre, una necia mentira ...
      ¡Cómo odia a esa mujer! ¡Cómo odia a esa vieja grotesca que está en la alcoba sollozando...! ¿Pero es, en realidad, odio esa desazón que ahora siente, ese irritado malestar..? Allí,sentado en la oscuridad de su cuarto, piensa que ella tiene también ese aire pobre, ese aire vulgar de cosa antigua, de cosa humilde y pasada de moda que tienen todos los muebles, todo el piso, toda la casa. Sí; todo es aquí humilde y sórdido; todo tiene un tono sombrío en este piso, en esta casa, en este viejo barrio de un viejo Madrid
galdosiano... El portal, con su cuchitril donde eternamente fisga la bruja de la portera. La escalera oscura, con crujientes escalones de madera por los que, de noche, desfilan procesiones de cucarachas. Las paredes mugrientas, desconchadas. El patio interior, lóbrego y angosto, cruzado por tendederos de donde cuelgan desteñidas prendas femeninas puestas a secar ... Todo desesperadamente sórdido, como un hospicio, como una prisión.
      Una prisión ... Una prisión en la que se siente atado a una mujer a quien no quiere; una mujer mayor, ya en el inicio de la decadencia cuando él aún se encuentra en plena juventud ... ¿Cómo puede estar atado a una mujer así? Se lo ha gritado mil veces: (y ahora recuerda que fue eso lo que desencadenó sus sollozos) «¡Vete!¡Vete de una vez! Si no te interesa seguir, si no te intereso tal como soy, te vas y santas pascuas ... Cada uno por su lado y tan amigos. ¿No ves yo? Yo ni te retengo, ni pretendo atarte, ni
me meto en tu vida. Yo no te pido cuentas de si entras o sales, de si te acuestas con uno o con mil...» Eso es cosa tuya, compréndelo ... Estas cosas, entre personas civilizadas, son de la exclusiva incumbencia de cada uno ... (Con qué fidelidad la memoria reproduce las palabras, la escena completa ... La está viendo de nuevo, apoyada contra la pared, retorciendo las manos, temblándole todo el cuerpo con las convulsiones del llanto ...) «Pero tú no puedes meterte en mi vida como pretendes hacerlo. Tú no puedes restringir mi libertad, poner freno a mis sentimientos. Tú no puedes impedir que yo me enamore de otra persona, una persona con quien me siento física y mentalmente mucho más identificado que contigo. Una persona más acorde con mis inquietudes, con mi ideología, con mi edad.» (Ella no dice nada, no replica ni argumenta; simplemente llora. Su pechera, ya un poco fofa, ya un poco grasienta, se agita convulsivamente con el llanto; la nariz le tiembla en un ridículo moqueo; su boca, deformada por las arrugas que los sollozos le abren en la comisura de los labios, es la de una máscara lamentable y grotesca.) «Te lo he dicho mil veces. No es la primera vez que ocurre ni, por supuesto, será la última. Yo soy un ser libre. Tengo la libertad de abrirme a nuevas sensaciones, a nuevos sentimientos y afectos. Por otra parte, esto es lo natural; lo absurdo es pretender, como tú pretendes, limitar la capacidad del desarrollo sentimental de un ser por la simple firma de un contrato. Entonces, o aceptamos esto tan sencillo y natural y seguimos como hasta ahora, pero sin coartarnos nuestra mutua libertad, o lo dejamos de una vez. Pero sin melodramas ni folletines, por favor...»
      ¿Por qué no podrá apartar estas palabras?, ¿por qué una y  otra vez se le hacen presentes, agudizando su depresión, su malestar? Ahora el cuarto está en completa oscuridad. Su mirada se mantiene clavada en la fangosa claridad de los cristales empañados de lluvia, mientras en sus oídos persiste el ahogado, monótono, continuo y taladrante chapoteo de los sollozos. ¡Dios santo, es insoportable! Insoportable como el tormento de la gota. Siente que van a perforarle el cerebro, que sus pobres nervios
van a saltar, rotos de una vez... «Tendría que ponerme a trabajar _piensa_, ponerme a escribir... Pero, ¿cómo  puede uno concentrarse en un trabajo creador, los nervios alterados por estas miserias, por estas estúpidas ruíndades..? Estoy hundido. Hundido en esta casa, en este ambiente miserable y vulgar, en estos dramas baratos. Acabado... Sí, acabado; definitivamente me ha liquidado esta mujer... Y lo bueno es que ni se da cuenta, ni se da cuenta de lo que está haciendo conmigo, de hasta qué punto me está estrangulando. Para ella vivir es trabajar como una estúpida en un trabajo alienante y mal pagado sin otro horizonte que copiar a máquina interminables series de estupideces, tomar a media mañana el café con otras como ella, comentar las necedades de la televisión. Y el hogar, la miserable seguridad de su casa y de su marido. Su marido, quien tendría que estarle agradecido, porque a fin de cada mes trae las miserables pesetas que nos permiten seguir gozando de los placeres de este maldito cuchitril. Su marido, que cada vez que desea respirar un poco de aire, que cada vez que desea asomarse a la calle para ver la vida, para vivir y poder expresar en una obra lo que vive y siente, tiene que sufrir este tormento de sus dramas de serial, de sus reproches neuróticos ...»
      ¿Qué puede hacer, qué puede hacer ahora para calmarse, para acabar con esta desesperante irritación? Podría salir, salir al aire, lanzarse a la calle, pasear para desahogarse, para templar sus nervios... Pero con ese maldito tiempo húmedo y frío, ¿dónde ir? Meterse acaso en un cine ... Pero siente que no tiene ganas de cine, que no tiene ganas de nada, ni siquiera de buscar a Irene, de ir a acostarse con la dichosa Irene, de la que ya también se está cansando...
      Sí, es cierto. Debe confesarse que Irene comienza a cansarle. Empieza a sentir indiferencia por ese cuerpo joven que hace unos meses era el compendio de todas las delicias. Empieza ya a cargarle su conversación sabihonda de niña bien, hecha de lugares comunes, de latiguillos culturales a la moda. «Es curioso _piensa_; hace sólo unos meses charlar con ella era una experiencia única. Creía que esta muchacha me enriquecía, me libraba de mi asfixiante entorno; su amor suponía mi completa realización, el logro de mi total libertad. Sin embargo, su charla ahora me parece tan necia y vacía, me importa tan poco como los chismes de la oficina y los problemas caseros con que me agobia mi mujer. Esta pobre tonta ha ido a hacerme la escena precisamente cuando la otra historia está a punto de liquidarse ...»
      Un barniz de conmiseración, de ternura, ha recubierto la imagen de la mujer que, al otro lado de la puerta, sigue sollozando. Después de todo, piensa, esa pobre está loca por mí. Sentado en la oscuridad, ve con su imaginación unos ojos que ya no son los ojos enrojecidos por el llanto,sino unos ojos húmedos de amorosa ternura, de esa conmovedora entrega que humedece los ojos de un fiel perro. Su imaginación le presenta a su mujer levantándose de la cama sigilosamente, evitando hacer el menor ruido, andando cuidadosamente para no despertarle. La ve salir en las mañanas frías, pequeña y humilde, envuelta en su viejo y raído abrigo, en busca de ese corto sueldo con el cual, mal o bien, van tirando los dos. Y piensa que no debió haber malgastado casi todo el dinero del mes con esa boba, esa niña bien de la que ya se está cansando. ¡Pobrecilla, al menos en eso tiene razón...! Si no fuera tan tonta, si fuera algo más comprensiva, menos tradicional... Pero después de todo, es pedir demasiado. Es lógico que no le comprenda, que no pueda comprenderle... Ella es así, oscura y vulgar; oscura y vulgar como ese cuarto, como esa casa, como ese ambiente en que se consume.
      La irritación mitigada momentos antes por la falaz trampa de la piedad, ha vuelto a dominarle. Esa humildad, esa entrega amorosa de la mujer, esa tierna mirada de perro con que hace unos instantes se la imaginaba, conmoviéndose casi como un necio, es tan sólo un lazo, un lazo para atraparle, para tenerle reducido; un lazo con el que le estrangula día a día. Sí, todo lo que le da: sus cuidados mimosos, el pobre sueldo, el cuartucho en que viven, son únicamente monedas para comprarle. Y él, como un
idiota, está vendiendo su vida por esas pocas monedas e incluso se siente agradecido y obligado. ¡Agradecido y obligado! Ha renunciado a una vida libre, a una vida fructífera y creadora por esas miserias... «Tengo treinta y siete años _piensa_, y no he hecho aún nada; nada que valga realmente la pena. Y no haré nada, no conseguiré crear nada importante, mientras no rompa todo esto, mientras no me libre de esta casa, de esta mujer; mientras no me suelte de esos lazos con que me tiene sujeto, esas trampas
de su interesada ternura, de su interesado desprendimiento, de sus interesados y odiosos sollozos...»
      Los malditos sollozos. Siente que no puede resistir más ese gemir cada vez más débil, cada vez más sofocado, pero continuo, continuo e insoportable como la gota que cae y cae hasta horadar la piedra. No puede resistir más. La ira le sofoca hasta congestionarlo. La cabeza le va a estallar. Debe acabar con ellos como sea. Dejar de oídos de una vez...
      Se levanta y, a todo volumen, conecta la radio. Pero las oleadas musicales son tan atronadoras que, aun a pesar suyo, reduce algo el volumen. Vuelve a su sillón. Con irritación, con furia, clava la mirada en los cristales empañados por el agua. Distraídamente, sigue la peripecia de los violines. Alguna vez ha oído esa música, pero ahora no puede decir lo que es; ni siquiera se siente capaz de aventurar un autor. Aquella ignorancia, aquella nueva limitación, agudiza su malestar. Pero poca a poco, sentado en la penumbra, se va dejando ganar por aquellos armoniosos sones que han apagado los sollozos de su mujer; y, casi insensiblemente, aquella armonía en que se está sumiendo va calmando sus irritados nervios como una ducha cálida y relajante.
 
      Lejos quedan los tiempos en los que un joven y ya casi olímpico Goethe, se dignó admirar al hombrecito de la peluca y el espadín. Una pintura nos lo conserva, tal como el poeta le vio. La espada, la rizada peluca, la larga casaca llena de encajes, las medias de seda que cubren las piernecitas colgantes en el sillón, ridículamente lejanas del suelo. La florida y absurda moda con que le viste su época, hace aún más irreal esa figurilla sentada ante el clavecín. No es un ser humano, sino un muñequito; uno de esos bibelots inseparables de las cajas de música, de las doradas tabaqueras, de los retorcidos y complicados relojes, de las figuritas chinescas, de las porcelanas de Sevre y Sajonía; de los muebles con dorada moldura, de las grantinadas arañas de titilante y finísimo cristal; de los angelotes y amorcillos regordetes y rosados revoloteando por los techos, de las paredes tapizadas en seda roja, de las verjas con ornamentos inspirados en los dibujos de Linneo; de todo aquel retorcimiento decorativo e ingenuamente exótico, que constituye el arte de un siglo capaz de aunar la frialdad de la razón con el refinamiento hedonista del vivir... Una figurita de porcelana que hace deslizar sus finos dedos sobre el clavicordio. Un perrito sabio, delicado y admirable, ante el cual las damas sonríen con una ternura casi maternal y cuyas extrañas habilidades causan el regocijo de estos omnipotentes amantes de lo raro y exótico: fieras de lejanos países; maravillosas noches árabes; jugadores, aventureros y libertinos; adivinos, magnetizadores
y nigromantes; enanos, gigantes y hermafroditas ... Un docto monito capaz de descifrar las más complicadas partituras; un fenómeno cuyas ágiles manos consiguen arrancar las más dulces notas a todo clavecín con las teclas cubiertas por el chal de una emperatriz. Un adorno más de esos lujosos salones donde se amontona el oro, la plata, el cristal, la porcelana china y sus europeas imitaciones, las sedas, las cornucopias y los espejos; donde ellos, la sal de la tierra, gustan de exhibir todo lo que es caro y lujoso,
todo lo que es exótico o raro; todo lo que pueda servir, aunque sólo sea por unos instantes, a su despectiva curiosidad o a su orgullosa presunción ...
      Lejos quedan los tiempos de su niñez errante y prodigiosa. Podemos vede aún en un nuevo retrato, el de Della Croce. Toca el piano a cuatro manos, con Nannerl. Al fondo, Leopoldo con su violín. Todo es serio, puritano, en el cuadro. Él es un hombre de cara pálida, de nariz aguileña, labios finos y mirada fija, melancólica. Leemos la fecha del retrato y calculamos su edad: ¡Catorce años! Ese hombre de mirada fija, ese hombre que no parece viejo, pero cuya edad tampoco podríamos precisar, tiene...¡catorce años! ¿Qué tiempo es el suyo, cómo transcurren los años para él; qué se hizo de su adolescencia? Hay un brusco salto de aquel muñequito sentado al clavecín, a este adulto, que a cuatro manos, toca el piano con su hermana mayor. Un salto brusco y doloroso sobre la adolescencia, sobre la juventud. ¿Qué se hicieron de ellas?
   Corren los años. Ahora, en París, cuán distantes quedan los días en que actuó en Versalles ante el rey y la Pompadour. Llueve en París... ¡Cómo le desagrada esta ciudad de cielo triste, de gente indiferente; esta ciudad que le ignora, esta ciudad donde se siente tan solo! En un hotel humilde y frío, su madre espera mientras él va de salón en salón buscando un protector, mendigando un concierto, solicitando el encargo de esa ópera que nunca llega. ¡Qué triste, qué indiferente y frío es París! Es aquí, en esta ciudad en que empieza ya a fraguarse la tempestad que arrumbará el antiguo régimen, donde encontrará a su fiel y ya casi  constante amigo: el dolor. El dolor de la ausencia de la amada, engrandecida su figura por el forzado alojamiento. El dolor de esta constante humillación de rogar, de pedir un puesto en este cerrado mundo musical que se le niega, olvidado ya de sus precoces triunfos. El dolor de las largas horas en la soledad del hotel, junto a la madre que poco a poco se va consumiendo, hundiéndose en la penumbra de la muerte... Es la madrugada del cuatro de julio. Enrojecidos sus ojos, junto al lecho que durante tantos días ha velado, comienza a escribir: «Mi querido padre y señor, tengo una desagradable y triste nueva para usted. Mi querida mamá está muy enferma». Y tras acabar esa carta, empieza una nueva en que dará cuenta de lo que verdaderamente está ocurriendo en el mezquino cuarto de un hotel de París: «Llorad conmigo, amigo mío. Hoy es el día más triste de mi vida. Mi madre, mi querida madre, ya no existe. Dios la ha llamado para sí». Es su larga noche solitaria, su noche de dolor... Dos meses después, hundido y derrotado, dejará París. Vuelve, vencido, a postrarse a las plantas de su señor, el príncipe arzobispo, quien le hará comer con los mayordomos y los cocineros, colocándolo en su verdadero puesto, el de criado; el puesto que, en un momento de loco orgullo, quiso abandonar. Vuelve vencido, derrotado, con la amargura de sentirse olvidado por la ciudad que le aclamó de niño; con el dolor de la muerte de su madre; con el dolor de la muerte del primer amor, esa ilusión en flor que recordará toda su vida, destrozada en Munich por un recibimiento distante, de hielo. Vuelve vencido, desilusionado, doliente, para dar al arzobispo, a
los nobles y señores, la música que le piden. Una música amable, delicada, ligera en la que, saltando un siglo, puede escucharse, como en un eco de soterrada tristeza, algo que los poderosos de su tiempo le quieren negar: su derecho de ser una persona, un hombre que vive y siente y que, libremente, desea dar en su obra a los demás el testimonio de esa vida y de esos sentimientos.
      Salzburgo. Maestro de concierto y organista de corte. Menos que un camarero, pero también más que un cocinero en la jerarquía protocolaria de su gentil señor, el príncipe arzobispo. En este verano del 79, mientras compone su Sinfonía Concertante, está ya consumiendo el vigésimo tercer año de su breve vida.
      Un tema muy simple inicia el andante. Pero su simplicidad es una simplicidad diamantina, la de la total pureza, clara, serena como la primera mañana del mundo. Hay algo en este tema que entrelazan viola y violín, algo indefinible, que nos lleva a esa región de los sueños olvidados, esa región que, inútil y desesperadamente intentamos rememorar, pues presentimos contiene la felicidad más pura y la más completa belleza. Pero, ¿si ésta es la soñada región de la dicha y la hermosura, por qué ahora, cuando
recita el tema el violín, le cruza ese llanto desgarrado, esa oscura sombra de la desesperanza y el dolor? La viola, serena, consuela ese llorar, pero también rompe esa pura forma primera que, aún traspasada de dolor, el canto del violín conservaba. Y es ella quien comienza a desvelamos el secreto: No es por un soñado paraíso por lo que llora el violín; llora _de ahí el desgarramiento de su llanto_, porque ese paraíso que, en su perfecta brevedad, fue real, ya es tan sólo un paraíso perdido.
      Perdido ... El andante se desliza, triste y majestuoso como el río a cuyas aguas arrojaron los despedazados miembros de un dios. Pero los restos de ese dios están presentes a todo lo largo del lento y sereno correr de las aguas. A veces parece que van a juntarse, que van de nuevo a componer su primitiva figura. Viola y violín, en largo diálogo, se esfuerzan en la imposible restitución. ¡Qué hermosos son sus esfuerzos, qué hermosos y dolientes! De pronto, quedamos suspendidos. Un nuevo tema, una nueva forma, aún no lograda, surge ante nosotros. Surge y se pierde, borrada por ese continuo fluir que nos habla del dios despedazado. El nuevo tema, reaparece. Sabemos que es un fruto del primero, que ha nacido de sus miembros esparcidos. Sin
embargo, esta pura, nueva armonía, se contrapone a la anterior. Siendo las mismas, son opuestas. Las aguas de este tiempo concordado en sonidos armónicos, transcurren cada vez más lentas, más serenamente tristes. Las cuerdas, en su apasionado diálogo, multiplican las citas de aquella hermosura primordial. El alma siente esa vaga melancolía que nos llena al rozarnos una olvidada vivencia de nuestra infancia. Nunca volverá. Pero vuelve. Los dispersos, los despedazados miembros que el lento río arrastra, se están uniendo. Serena, sombría y melancólica, la viola; desgarrador el violín, reconstruyen la indecible hermosura del dios. Un dios aún más bello que aquel primero de diamante y luz. Un dios dígnífícado por el dolor y por la muerte. Viola y violín lloran por el paraíso que, ahora sí, sabemos definítivamente perdido. Mas aún no ha concluido el andante. Con toda su triste majestad el segundo tema se yergue, para cerrarlo. Al fin podemos ya reconocer su figura. No es la hija, sino la madre eterna y primigenia... Con un gesto solemne, un ademán de infinita ternura, de infinita piedad, Ella, la Reina de la Noche, inclinándose sobre el hijo muerto  y envolviéndolo en su manto, nos lo está arrebatando para siempre ...
      Alegres son los días gentiles del Rondó, alegres y efímeros. En 1782 desposa a Constanza Weber, la hermana menor de Aloísa, su primer amor, su primer desengaño... No hay entusiasmo ni pasión en el retrato que de ella nos traza. Una muchacha de rostro vulgar, ni guapa ni fea; una mujer tierna, de vivos ojos negros, sin genio para la música ni inteligencia brillante, pero con buen sentido para el hogar... Una buena esposa y una buena madre a la que ama y por la que es locamente amado. ¿Cómo puede él negarse a la ternura, negarse a quien le ofrece amor? Con ella vive días felices, días en los que su natural alegría, la jovialidad
campesina tan frecuente en sus cartas y que, a veces, aflora en su música, se manifiesta en una ronda de bailes, de fiestas, de devaneos. Lejos ya de Salzburgo, libre al fín de la odiosa tiranía de Colloredo _el orgulloso arzobispo a quien recordamos porque tuvo el triste privilegio de humillarle_ goza de las mieles de la libertad pero también comienza a gustar las hieles de la pobreza. Su música triunfa, pero no da dinero. Tiene nombre, mas no fortuna. Constanza no es tan mujer de su casa, tan buena administradora
como pensó... En cuanto a él... ¿qué sabe de esas cosas? Da lecciones, conciertos; abre suscripciones para sus obras... Y, mientras aumentan las deudas, viven alegremente, danzan... Frágilesy efímeros son los gentiles días del Rondó...
      Primavera de 1786... Tras un triunfal estreno, el público vienés rechaza la ópera más bella que jamás se ha escrito. Su triunfo en Praga no curará su melancolía. Hijos que nacen, hijos que mueren en alucinante sucesión. Deudas. Abandona la corte imperial, que tan hostil se le muestra en busca de mejor fortuna. Triste despedida de su mujer y de su hijo. Aquella mujer ni guapa ni fea, aquella hermana menor de su primer e ilusionado amor; aquella mujer oscura, sin talento; aquella mujer siempre grávida de hijos que en seguida mueren, se agiganta con la ausencia, colmando de ternura su corazón amable. Sus cartas se llenan de expresiones dulzonas que nos hacen irónicamente sonreír. «Mujercita de mi corazón... Parece que hace ya un año que estoy lejos de ti...» «Buenas noches, ratoncito mío... Duerme bien ...» Nonadas, tonterías de enamorado, de mozo de comercio que escribe a su modistílIa... Vuelta a Viena. Vuelta a las deudas que se hacen cada vez más onerosas, más difíciles de saldar, más agobiantes.
Vuelta a la lucha con un público que hoy le acepta y mañana le olvida. Vuelta a los hijos que nacen, a los hijos que mueren. Constanza, cada día más enferma, tiene que ir a Baden_Baden. Celos de vulgar enamorado. Y gastos. Y más deudas. Lecciones de piano, obras de encargo, subscripciones que no se cubren... Miseria, sordidez... Está cansado, se sabe próximo a morir. Pero compone. Compone lo que le encargan, lo que le piden; compone para poder mal vivir. Y, por un milagro que nadie ha podido explicar, todo cuanto sale de su mano, aunque a veces no responda a sus deseos, son absolutas obras maestras. Tan geniales que,
como muy bien expresaría dos siglos más tarde un gran poeta español, si alguno alguna vez nos preguntase qué es la música, responderíamos: la música es él.
      Desconectada ya la radio y encendida la luz, sentado ante la máquina de escribir, mira los cristales. Ha entrado la noche. Llueve... Qué triste es la lluvia, piensa. Triste como esa música tan hermosa que ha estado oyendo y cuyo autor no puede reconocer. Sí, también en su monotonía melancólica, es hermosa esa continua llovizna que está limpiando la ciudad y hace que el asfalto brille como el charol bajo la luz de las viejas farolas... Allí, en la soledad de su cuarto, mirando los negros cristales en los que el agua repiquetea, él también está entristecido, dulce y melancólicamente entristecido. Sus ojos recorren los pósters, los retratos, las páginas de revistas que llenan las paredes. Contempla la atormentada cabeza de Kafka, el bello desnudo de mujer, la grácil paloma de la paz. Con sus aterrados ojos, le están mirando los niños del Vietnam. ¡Cuánto dolor, cuánta injusticia y dolor en el mundo! Su corazón se ha llenado de ternura, de amor, por ese injusto, por ese anónimo suftimiento... Cómo ama a todos los pobres, a todas las víctimas, a todos los inocentes sacrificados... Cómo le gustaría poder expresar en un cuento, en un poema, la ternura que experimenta ante ese dolor, ante ese generalizado sufrir... Hay en él algo que está a punto de aflorar, de tomar forma. Imprecisas figuras vagan por su imaginación. Si pudiera concretadas, si pudiera darles vida; si consiguiera plasmarlas en una obra, un poema o, mejor, una novela que fuese un gran fresco poético donde se reflejara todo lo que en este momento siente ... Una obra maestra que transmitiera al mundo su emoción, que lo conmoviera, que lanzara su nombre a los cuatro vientos; que hiciera aparecer su triste y hermosa cabeza junto a la de Faulkner, junto a la de Kafka, junto a las de Sartre y Joyce en las paredes de todos esos múltiples e idénticos cuartos donde sueñan hombres anónimos...
      Sentado ante la máquina de escribir, ante el folio en blanco, sus ojos continúan clavados en la negrura del cristal  contra el que repiquetea la llovizna fría... Pero esos ojos no ven la ventana, no ven la destartalada estufa de butano, no ven la radio de los años cuarenta, no ven la estantería repleta de libros de ocasión. Esos ojos persiguen una imagen confusa, una imagen que, aun cuando parece muy próxima, permanece inalcanzable. Persiguen las palabras capaces de expresar la música dulcísima que suena en su interior; esa música hecha de amor, de piedad, de ternura.
      Al otro lado de la puerta, hace tiempo que cesaron los sollozos.

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Inquisidores
     
En aquel tiempo la tierra era rica en boniato y abundannte en chicharro el vinoso ponto. Desiertos estaban los bailes, colmada de fieles la Casa de Dios. En aquel tiempo corríamos nosotros, los niños, al reclamo del bélico clarín para seguir, brazo en alto, la solemne ceremonia de izar y arriar bandera. También brazo en alto jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, saludaban en los cines a los acordes del himno nacional, febriles los ojos de Imperio. En aquel tiempo España era heroica, mística y austera... Corrían los
días, triunfales días, del año de gracia de mil novecientos cuarenta y tres.
     

       Toni y Manolo, amigos del alma, se encuentran codo a codo amarrados al mismo pupitre. Ellos, con los otros treinta galeotes de segundo de bachillerato, se hunden dulcemente en el sueño de una común esperanza: monsieur Bernard, el profesor de francés, está enfermo. Esta alada noticia transmitieron los de tercero, que han perdido su clase. Por tanto, es posible que también para ellos esta clase, la última del día, se evapore, no tenga lugar ...; por tanto, es posible que en vez de estar amarrados al odioso pupitre, al duro banco de madera, hasta esa atroz hora de las siete y media de la tarde, puedan lanzarse como libres vencejos a la calle ahora mismo, a las seis, cuando aún hay luz, cuando aún es de día...
      Febrero ... Al otro lado del ventanal, un sol mezquino declina tras las tapias del cementerio. Los árboles que jalonan el camino de arena ascendente, desde la carretera al altozano donde se asienta el camposanto, balancean sus ramas desnudas, espectrales, a impulso del helado viento que baja de Siete Picos y La Mujer Muerta. Invierno. Un crepúsculo hético se anuncia en el cielo lechoso. Arrastra el viento la nieve sucia, pisoteada y deshecha. Las ramas parecen sacadas de una botella de anís escarchado. Al
otro lado de los cristales sólo hay frío y tristeza.
      Mas para los niños aquel yerto campo es el edén, la maravillosa isla de coral. Si pudieran salir, si pudieran sentir en sus mejillas la vivificante bofetada del aire helado... Si alcanzasen la dicha de aquella hora de regalada libertad... De un momento a otro, sueñan, se abrirá la puerta y el padre inspector entrará para anunciar que, no pudiendo venir el profesor de francés, hoy no tienen la última clase y pueden irse: «¡Hala_dirá abriendo los brazos, con su gesto campechano de hombre sanguíneo_, ya estáis
trotando! ¡A la calle!».Esto es lo que todos sueñan y esperan, sentados en sus pupitres, mientras miran a través de las vidrieras el campo desolado.
      Al fin se abre la puerta; pero no es monsieur Bernard ni el padre inspector quien entra, sino _¡oh, inesperada aparición!_, el padre Maximino.
      Tiene el padre Maximino la cabeza redonda como una manzanita y cual manzanitas son sus mejillas, suaves rosadas. Los ojos del padre Maximino son azules como las flores  del nomeolvides. Su boca es pequeña, de labios gordezuelos; boca de pez. También las manos son pequeñas y gordezuelas.
      Variadas son en el colegio las actividades del padre Maximino. En primer lugar imparte a los de cuarto las clases de Preceptiva Literaria, ya que el padre de la mirada azul y las mejillas sonrosadas es poeta. Vésele con frecuencia, durante los recreos, pasear abstraído en la búsqueda del esquivo consonante. Con dos libros fatigó hasta ahora las imprentas y dio esplendor y brillo al renombre de  la Congregación. Adentrose con el uno por las sendas de lo divino; con el otro por el de las heroicas gestas de la Patria. El numen del padre Maximino, que al dirigirse a Cristo y a su dulcísima Madre remeda humildades franciscanas y místicos deliquios del Carmelo, al cantar las gestas heroicas se torna épico y viril, ebrio de sangre y gloria. Natural es que, con tales aficiones y aptitudes, sea el encargado de enderezar los pasos de los alumnos por el estrecho y florido camino de la poesía.
      Mas la poesía es sólo una actividad ancilar en el padre Maximino. Él profesa, ante todo, la Santidad. Su alma es una pura llama de amor viva. Su espíritu, cuasi celeste, anégase en visiones místicas. Arde en el dulce fuego de los Sagrados Corazones y sueña en los niños, sus niños, ardiendo y abrasándose en ese fuego con él. Para ello los organizó en la congregación de Infantes de María, congregación a la que acudieron en masa los jóvenes escolares, incitados por el señuelo de unos equipos de fútbol con vistosas camisetas; equipos que la ardiente imaginación del director espiritual bautizó con los heroicos nombres de Sagunto, Numancia, Covadonga, Clavijo, Otumba y Lepanto. Todos los caminos pueden llevar al Señor y el padre poeta ve en los alegres y vistosos uniformes flores, flores celestes; y es él, él mismo, quien cuida con amoroso anhelo esas rosas, claveles, lirios y margaritas para que eternamente florezcan en el huerto celestial; él quien conducirá a los treinta galeotes a seguro puerto, pese a las tormentas del Maligno.
      Que es, sin duda, quien ha insuflado en los citados galeotes ese bufido de desencanto con que saludan la inesperada presencia del santo varón. ¡Adiós rosadas ilusiones de fumarse la última clase! ¡Adiós al tan deseado asueto! Por el aula comienza a correr, producto de velados labios, un profundo bordoneo. Algunos, sin duda los de alma más empedernida, patean al abrigo del pupitre.
Toda la clase se llena con la música de Satán.
      Como ausente, tras cerrar la puerta del aula, el padre sé dirige a la ventana. Aumenta la sonora protesta, pero el director espiritual parece no oírla. Junto a los cristales, se ha ensimismado en la contemplación del melancólico paisaje. Sobre las tapias del cementerio ondulan las copas de los cipreses, bañados en una luz mortecina y difusa. Transcurren los minutos. Amortiguado el barullo, los niños, enmudecidos, observan entre curiosos y expectantes al pastor de almas, persistente en su muda contemplación.
Por fin, el padre Maximino, separándose de la ventana, vuelve su rostro hacia los niños. Tiene los ojos anegados de lágrimas.

       En la clase se ha hecho un silencio profundo, angustiado. Todas las miradas se han clavado en aquellos ojos azules de nomeolvides llenos de una pena infinita, en aquellas lágrimas que, lentamente, se deslizan por las rosadas mejillas del padre Maximíno. Flota en el ambiente un inconcreto malestar que pone un nudo en las gargantas y deja en la boca un sabor amargo. Parece como si, bruscamente, el bullicio, la alegría, la luz que tan sólo hacía unos minutos llenaba aquella clase, se hubiesen extinguido; parece como si la noche hubiera caído de improviso. Tomando conciencia de esta brusca oscuridad, el sacerdote
se dirige a la llave de la luz y enciende la bombilla que cuelga del techo.
      El padre Maximino se ha sentado tras la mesa del profesor, alzada sobre una tarima de madera. Sus ojos, aún  velados por las lágrimas, recorren la chiquillería silenciosa. Al fin comienza a hablar.
      _Hijos míos, perdonadme. Perdonad que no haya podido contener mi tristeza _la voz del sacerdote tiembla, ahogada por una profunda emoción_, pero cuando hace unos minutos entré aquí y os vi alegres, traviesos, revoltosos, llenos de vida; cuando después me dirigí a la ventana y vi, allá enfrente, el cementerio, ese triste cementerio al cual miráis desde aquí sin temor, indiferentes, porque estáis ya acostumbrados a su presencia, porque pensáis no es para vosotros y sus tumbas no aguardan
vuestros infantiles cuerpos; cuando después de escuchar vuestras risas miré esos cipreses, esos centinelas de los pobres cuerpos que allá, a sus pies, se pudren comidos de gusanos, la angustia que desde anoche me ahoga ha estrangulado mi corazón y me ha llenado de lágrimas los ojos. Porque yo sé _la voz del padre Maximino se eleva ligeramente_, porque yo sé que uno de vosotros, no sé cuál, pero uno de vosotros puede, si el Señor no le toca con su divina gracia, si el Sagrado Corazón de María no escucha
mis fervientes oraciones, yo sé que uno de vosotros puede muy pronto, acaso esta misma noche, morir y condenarse por toda la eternidad.
      El sacerdote ha interrumpido su discurso. Incorporándose, se vuelve hacia el Crucifijo que cuelga de la pared, sobre la mesa del profesor, presidiendo la clase, y _las manos juntas por las palmas, los pulgares apoyados en el pecho_, parece entregado a profunda y devotísima oración ...
      Al otro lado de los cristales la oscuridad va adueñándose del mundo. Pueden aún verse los árboles, los castaños y algarrobos que jalonan el camino del cementerio, los cipreses balanceando sus altas copas a impulso del viento invernal; pero sus siluetas, en la penumbra, se han bañado de un opresivo misterio.
      Como si las vieran por primera vez, Tony y Manolo miran la masa confusa de las tapias del camposanto. Miran las negras copas, esbeltas y temblorosas, de aquellos árboles que recuerdan el tiempo de Pasión, los encapuchados de Semana Santa, los silenciosos frailes del Parral. Un frío de angustia y miedo les estremece. Sí, es el cementerio, el lugar donde un día, acaso muy pronto, acaso, como dice el padre, mañana mismo, llevarán sus cuerpos sin vida para hundidos en la oscura soledad de una tumba.
      Las miradas de los niños van y vienen del padre, sumido en silenciosa oración, al cementerio erguido amenazadoramente
a quinientos metros de la ventana. Algún cuchicheo, algún conato de risa, quiere romper la tensión, intentando ahuyentar el miedo que las palabras del fraile volcaron sobre la clase en bruscas paletadas. Vano intento. El miedo está allí, invisible pero real, como una sombra espesa y viscosa que no puede disipar ninguna risa furtiva.
      El padre Maximino ha terminado su plegaria. Baja del estrado y de pie, a menos de un metro de la primera fila de pupitres, los ojos perdidos en la lejanía, reanuda su plática.
      _He tenido un sueño ... Aunque no, no era un sueño. Mi cuerpo estaba en la cama, pero mi alma, libre de ataduras, vagaba lejos de aquel cuerpo hundido en esa muerte  de cada día que es el dormir, y veía con los ojos verdaderos, los ojos del espíritu, un paisaje real.
      »Un sendero desolado, sembrado de piedras, se alargaba hacia una oscura montaña. La soledad de aquel sendero se animó con una figura que caminaba, acercándose. De pronto me estremecí en un escalofrío. Aquella figura solitaria era la figura del Sagrado Corazón de Jesús. Y ante aquella figura yo temblé con un temblor no comparable a nada de este mundo. No era miedo, queridos niños, no. No era el miedo lo que provocaba aquella sensación. Y sin embargo, sólo podréis haceros una idea de esa sensación imaginando esa rigidez, ese frío que nos cala hasta los huesos y nos paraliza y agarrota cuando nos sentimos presa de un terror pánico. Imaginando ese terror que sentiríais si, perdidos durante toda la noche en un oscuro bosque, llegase a vuestros oídos el triste son de las campanas tocando a muerto y vieseis surgir de pronto, rompiendo la oscuridad, una blanca figura evanescente. Pues bien, ese frío del terror pero multiplicado por mil, por un millón, yo lo sentía ante la presencia amadísima de Cristo; ante ese Jesús que, con un ardiente corazón circundado de espinas, junto a mí se alzaba...
      Parece como si ese frío, ese soplo helado de la divina presencia descrito por el padre Maximino, llenara toda la clase; como si la temerosa lobreguez del bosque estuviera allí, al otro lado de los cristales tras los que se adivina la copa de los cipreses mecidos por el viento. Los niños cruzan sus miradas. Quieren sonreír para animarse, para quitar importancia a aquellas palabras, para disipar aquella tristeza caída sobre el aula antes bulliciosa y esperanzada. Cruzan miradas y sonrisas que significan: «Vamos, ya está el padre Maximino con sus historias». Pero todo es inútil. Aquel intento de aliento mutuo, de complicidad defensiva ante el miedo y la tristeza originados por las palabras del director espiritual, no surte efecto, fracasa.

      _Y este frío sobrenatural es el que me producía la presencia del Juez Soberano. Porque el dulce Corazón de Jesús había clavado en mí una mirada dura y acusadora, una mirada terrible: la mirada del justo juez frente a los réprobos en el valle de Josafat. Sentí mi corazón desfallecer, sentí temblar mi cuerpo y doblarse mis piernas. Caí de rodillas y, balbuciendo, pude al fln decir: «Señor, Jesús mío, ¿en qué te he ofenfíido? ¿qué pecado cometí para que así me condene tu terrible mirada?».
      »Yo temblaba arrodillado ante Jesús. Durante unos minutos, permanecimos en silencio. De pronto, el Corazón de Jesús me habló. Se dirigió a mí con estas estremecedoras palabras: «Pastor, ¿qué has hecho de mi rebaño; qué has hecho de mis niños?».
      »Un escalofrío de terror volvió a azotar mi cuerpo al escuchar las palabras de Jesús, aquel Jesús que no era ya el divino impaciente que todos los días nos espera humilde y manso en el Sagrario, sino el juez justísimo, ímplacablemente severo que nos condena por toda una eternidad. Y este justo juez preguntaba por el rebaño que me había confiado. Preguntaba por vosotros, mis niños. Pensé en vosotros ... Os vi marchando, puros y angelicales, hacia el comulgatorio los primeros viernes de mes... Os vi marchando camino del cielo... Y sin embargo era por vosotros por quien el Señor me preguntaba en tono acusatorio y severo ... Pude, sobreponiéndorne a mi terror y a mi congoja, decir al Señor: «Qué han hecho mis niños, Jesús mío...? ¿No son ellos buenos
y puros? ¿No marchan camino de la gloria celestial?».
       »El Señor no me contestó. Permaneció en silencio durante unos momentos interminables. Después con gesto majestuoso y solemne, extendió su brazo en dirección a la tierra. Y entonces, en un milagro, la tierra se abrió ante mí y yo, niños queridos, vi algo que la lengua humana no puede describir. Vi en aquella sima angosta abierta a mis pies, retorciéndose en una espesa y mefítica humareda, las formas espantosas de los demonios que atormentan las almas de los condenados. Y mi vista bajaba y bajaba por la horrenda sima y era como si yo mismo descendiese por ella; como si mi cuerpo entero, todo mi ser, siguiendo a mi mirada, se precipitase en el ponzoñoso abismo hasta lo más hondo del terrible báratro.
      »Y era allí, en lo más profundo del abismo, donde me encontré ante una espantosa construcción. Una angosta celda levantada, en lugar de con ladrillo, con bloques de hierro al rojo blanco. Una pequeña construcción sin puertas, sin ventanas; cuatro paredes ardientes sin otro hueco ni abertura que el de un ladrillo, uno solo de aquellos hierros abrasadores que allí, en el suelo, junto a la pared, esperaba para completar la aterradora mazmorra.
      Hizo una pausa el padre Maximino. El viento, al otro lado de las ventanas, dejaba oír su lamento desgarrado. Los niños, silenciosos, temblaban bajo el azote del soplo invernal que, colándose entre los cristales, les calaba hasta los huesos. Se había ido la luz; uno de esos cortes tan frecuentes en aquella época de restricciones. Pero esta vez no se ha organizado el barullo que solía acompañar a tales accidentes. Todos están en profundo silencio, pendientes de la voz del fraile que, en un tono ligeramente enronquecido, reanuda su relato.
      _¿Cómo podré explicar, queriditos míos, lo que sentí a la vista de aquel calabozo de fuego construido para encerrar en él un alma durante toda una eternidad ...? Mis temblorosas piernas no podían sostenerme. Quería hablar, pero la voz se helaba en mi garganta. Mis ojos intentaban apartarse de la horrorosa prisión, pero seguían prendidos en ella, fijos, subyugados como el pajarillo que, aterrado, no puede apartarse de la serpiente que le va a devorar. No sé cuánto permanecí allí, temblando de frío, contemplando aquella celda de fuego. Por fin la voz del Señor, del tierno y dulce Corazón de Jesús, vino a sacarme de mi contemplación ensimismada, pero sin disipar mi miedo, pues aquella voz seguía siendo la del eterno juez, terrible en su Justicia ...
      Tras unos nerviosos parpadeos, la bombilla ha vuelto a lucir. El director espiritual está muy pálido. Sus ojos brillan alucinados. Pasea durante unos momentos de un lado a otro de la clase. Podría cortarse el silencio. De pronto, un grito rasga aquel silencio; un grito tremendo que debieron oír hasta los de séptimo, al otro extremo del edificio.
      _Un pecado _ha gritado el padre_ un solo pecado mortal más, y la celda se habrá concluido. Y un alma, un alma infantil, el alma de uno de vosotros _y mientras la mano extendida del padre señalaba el fondo de la clase, su mirada recorría, terrible, todas y cada una de las mesas_, el alma de uno de vosotros ocupará la maldita prisión hasta que, al son de las trompetas del último día,
la tierra vomite el cuerpo condenado que irá a unirse a aquella alma en pena para ocupar eternamente la celda de fuego. Porque esa celda es la que, pecado a pecado, ha construido uno de vosotros. Pecado a pecado ... Y Dios nuestro Señor, en su divina sabiduría y bondad, otorga a cada ser humano, a cada alma, la posibilidad de un número determinado de ofensas, más allá del cual no hay perdón ni redención. Y he aquí que uno de vosotros está a punto de agotar ese número concedido por Dios... Si no
se arrepiente, si no destruye con su confesión esa celda que él mismo ha construido; si, por el contrario, peca una vez más, ese pecado será la última pieza, el bloque ardiente que falta para cerrar la celda y, tras una muerte repentina, pasará a ocupada para siempre ...
      »Ahora,queridos míos _la voz del sacerdote se había vuelto tierna y susurrante_, yo os pido que recordéis esa sensación que habéis tenido alguna vez al rozar con vuestra mano el tubo de una estufa encendida o la placa de la cocina; o si tocasteis una llama, o cayeron sobre vuestra piel unas gotas de agua o aceite hirviendo que salta chisporroteando de una sartén. ¿Recordáis esa sensación de escozor insoportable? ¿Verdad que no hay dolor comparable al de una quemadura? Pues bien; imaginad ahora
vuestra mano sobre uno de esos bloques enrojecidos al blanco por el fuego infernal; ese fuego que, según los Santos Padres, causa una quemazón tal que, a su lado, la causada por el fuego de la tierra semeja un baño de agua tibia. Y pensad también que esa sensación estuvo producida por un contacto brevísimo, el tiempo de un parpadeo. Pero imaginad que ese dolor, terrible, insoportable, pero insignificante junto al de ese bloque enrojecido por el fuego del infierno, dura siempre, ¡siempre!, ¡siempre!
¡Cesará el mundo, se apagarán el sol y las estrellas y tan sólo habrá comenzado ese dolor sin fin!
      »Hijos míos, ¿os podéis figurar el terror infinito que me embargó cuando supe que aquella infernal prisión estaba destinada a uno de vosotros; podéis imaginar la angustia de mi corazón, que tanto os ama, ante aquella atroz verdad revelada por el propio Corazón de Jesús? Pensaba en vosotros, en mis tiernos, mis amadísimos infantes a quienes creía en el camino de la salvación,
ajeno, ¡ay de mil, a que uno estaba a un paso de la condenación eterna.
      »¿Cómo podía ser posible? Yo os veía confesar, marchar hacia el Sagrario casi todas las semanas. Ni siquiera alguno de los más tibios, de los más reacios, se había alejado de los sacramentos lo suficiente para poder cometer los cientos y cientos de pecados que la celda ardiente ponía ante mis ojos. Pude, venciendo mi terror, decirle a Jesús: «Señor, conozco a mis niños. Oigo sus confesiones todas las semanas ...», «Confesiones sacrílegas _me interrumpió_. Ellos, sí, se acercan al confesionario; se acusan
ante ti de sus pecados y luego, sacrílegamente, se acercan también al comulgatorio. Sacrilegio, porque, ¿entre estos pecados de que se confiesan, se acusan de sus lecturas?»
      Hay una larga pausa. El padre Maximino recorre con su mirada todos los asientos de la clase. Y cada niño siente posadas sobre él aquellos ojos azules de nomeolvides, aún húmedos de lágrimas de dolor y reproche. Aquella mirada es un frío estilete que cala hasta el corazón, que llega hasta lo mas profundo de la conciencia.
      _Las lecturas ... No, no había pensado en las lecturas. Sin embargo, hasta mí habían llegado noticias, rumores, de que algunos de vosotros, descuidando la devoción y el estudio, mataba su tiempo ¡y su alma! con la lectura de libros prohibidos. Hasta mí habían llegado rumores que yo, insensato, desatendí. Y aquella celda de condenación era el fruto de mi culpable confianza.
      »San Ignacio de Loyola exige en los reglamentos de la compañía que todo jesuita debe consultar sus lecturas con el superior; y tan sólo podrá leer los libros autorizados por aquél. Y esto lo hacen hombres formados, llenos de gracia y sabiduría, quienes sin embargo deben ajustarse en sus lecturas a los consejos de sus directores. Pero vosotros, niños inexpertos, maleables a todas las influencias, sin recursos para defenderos de las acechanzas de Satán, os entregáis alegremente a la lectura de libros, de novelas que son como esas flores que, bajo su hermosa apariencia, bajo esa apariencia encantadora de la fantasía y la aventura con las que aprisionan la imaginación infantil, ocultan el áspid venenoso del pecado, de la lujuria, de las doctrinas librepensadoras y ateas que, insensiblemente, van emponzoñando vuestras almas.
      »Vosotros, a diferencia de los sabios religiosos, os creéis capacitados para entregaras a la lectura sin ningún consejo ni guía; sin consultar a vuestro director espiritual que, apartando el trigo de la cizaña, os podría decir: «Hijo mío, no leas ese libro; aparta ese libro de ti; quémalo porque bajo sus rosadas mentiras, bajo los embrujas con que arrastra vuestra imaginación, se oculta el pecado. Y ese pecado es un ladrillo de fuego con el que vais fabricando la espantosa cárcel donde vuestra alma y, tras la resurrección de la carne, vuestro cuerpo, aullarán de dolor y desesperación toda la eternidad».
      Tras los empañados cristales de las ventanas, unas lucecitas temblorosas y lejanas rompen la profunda oscuridad que rodea al colegio. La clase, fría y desabrida, parece llena de esa tristeza de noche invernal, de oscuro yermo descampado. Se acerca el fin de la jornada. Para los externos, la hora de salir; para los internos, el refectorio y los dormitorios helados. Pero, antes de acostarse, unos y otros deberán aún hacer las tareas del día siguiente.
      Queda muy lejos la alegría esperanzada de hace sólo una hora. Un sentimiento de miedo y culpa ha reemplazado a aquella alegría en el ánimo de los niños. Y el padre sigue hablando ...
      _ Yo sé, yo sé que alguno de vosotros se entrega a la lectura de Emilio Salgari, un autor que no sólo salpica sus obras de situaciones lascivas, sino que es antiespañol y, por eso mismo, anticatólico; pues todo aquel que está contra España está también contra Dios y su Iglesia.Y aún más; sé que hay incluso quien guarda en su casa y lee y presta a otros niños obras de dos autores malditos, dos impíos masones que arrastrarán con ellos al infierno a todos sus lectores; pues son unos réprobos excomulgados y todas sus obras están en el Índice de los libros prohibidos, por lo que quien lee una de esas obras, es más, quien tenga en su
poder, aun sin leer, una de esas obras repudiadas por la Santa Madre Iglesia, peca mortalmente y es arrojado de su seno; y no se le perdonará su pecado hasta que, arrepentido, lance lejos de sí el libro maldito y confiese su culpa. Pues bien, yo sé que alguno de vosotros tiene en su casa, en su cuarto, junto a su lecho, allí donde están las estampas de los Sagrados Corazones, profanándolas con su presencia, novelas de Julio Verne y Alejandro Dumas; novelas que como todas las de estos dos impíos masones, excomulgados por la Iglesia, están en el índice. y yo sé que alguno de vosotros no sólo tiene esos libros que causarán la perdición de su alma, sino que, instrumento de Satanás, presta los libros malditos a otros niños a los que también arrastra a la
perdición. Y yo, en fin, sé que alguno de vosotros está en el camino de la condenación eterna por su afición a las perversas
lecturas; y que mientras no se aparte de esas lecturas, mientras no arroje lejos de sí la causa de su pecado, no podrá encontrar el camino de la gracia; y ese niño, ese infante de María que ahora me está escuchando, muy pronto, acaso antes de este domingo, acaso mañana, morirá y penará en su celda de fuego toda la eternidad.
      Había sonado el timbre anunciador del fín de la clase. A través de la puerta y de las ventanas, desde los pasillos, desde el patio, llegaban los gritos, las carreras, las risas de los que abandonaban el colegio. Pero los niños de segundo están quietos, silenciosos, sin atreverse a rechistar. Ahora el padre Maximino, la barbilla clavada en el pecho, permanece mudo, meditando. Da un breve paseo y, parándose de nuevo en el centro del pasillo que corre de la puerta a la ventana entre el estrado del profesor y la primera fila de pupitres, se dirige a los niños con meloso acento.
      _Niños queridos, niños de mi corazón. Tengamos piedad de ese compañero nuestro que está a punto de condenarse. Recemos todos por él. Elevemos nuestro corazón a la Santísima Virgen María, madre nuestra, para que interceda ante Dios nuestro Señor a fin de que a ese niño, a este infante de María, le alcance la divina gracia. Arrodillaos, y, con esta intención, rezad todos conmigo:
Dios te salve reina y madre ...

      El jueves resultó un buen día para la obra de salvación. Los padres de Manolo habían salido y podían disponer del hermoso patio de la casa. Más de una vez, aprovechando la libertad que les daba el disponer de aquel patio sin vigilancias fastidiosas, habían celebrado batallas y asedios a castillos recortables terminados con el incendio de la fortaleza. El fuego no les iba a detener.
Toni llevaba las dos únicas obras de su precaria biblioteca: un cuadernillo de la serie de Dick Turpin, titulado Quien a hierro mata..., y una novela maldita, Miguel Strogoff, el correo del zar.

      La aportación de Manolo era mucho más consistente. Tenía varias novelas de Doc Savage y de La Sombra. Kazan,
perro lobo y Baree, hijo de Kazan. De entre los malditos, Salgari contribuía con El capitán Tormenta y El león de Damasco. Como piezas maestras del proceso, dos novelas que siempre se había considerado incapaz de leer, aunque múltiples veces ojeara sus grabados: Los hijos del capitán Grant y Veinte mil leguas de viaje submarino.
      En  la inmensidad del patio, los libros formaban un montoncito deleznable. Manolo lo contempló con desánimo.
      _Son más bien pocos ...
      Toni miró a Manolo con cierta perplejidad. ¿Qué más podía hacerse?
      _Ven _dijo Manolo.
      Un indeciso Toni siguió a un decidido Manolo hasta el cuarto de estar. Mesa de camilla, alfombra, visillos, sillas con respaldo y asientos de rejilla, un viejo trinchero y una librería con cerámicas, relojes parados, ceniceros, tabaqueras y, en dos de sus estantes, libros.
      El primero de los estantes con libros contenía una serie de novelas de Ricardo León, encuadernadas en rústica. El segundo, obras de José María de Pereda, en piel, y un diccionario enciclopédico abreviado. El padre de Manolo, militar y santanderino, era muy consecuente en sus aficiones literarias.
      Manolo tomó al azar una brazada de tomos en rústica, ante el horrorizado asombro de su amigo. Dio el montón a Toni y, durante unos instantes, su mano revoloteó sobre los tomos en piel. Se detuvo, indecisa, y al fin se retiró mientras explicaba:
      _Creo que este autor es muy religioso.
      Salieron al patio. Con los nuevos refuerzos, el montón de libros apilados tenía una cierta entidad. Manolo sacó de su bolsillo una caja de fósforos. Tras algunos intentos fallidos, consiguió aplicar la llama a un tomo de Doc Savage, puro papel sin defensa de pastas de cartón. Segundos después se elevaban alegres, agitadas por el leve viento, las llamas de una hermosa fogata.
      Durante unos instantes contemplaron el fuego. De pronto, tras lanzar un aullido, Manolo comenzó la danza guerrera. Toni le siguió.
      Ya en el camino de la salvación, lejos del infierno tan temido, los dos jefes indios danzaban y aullaban en torno a las llamas purificadoras en que se consumían Casta de hidalgos, Cristo en los infiernos, Roja y gualda, Humo de rey y ¡Desperta, ferro!
 

 

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                                                                                           Partida al atardecer
      
 Sonaba la campanilla como risa de niña. Primero concentrada en un punto, allá, debajo del montante de vidrios trapezoidales, rojos, ámbar, verde botella, azul de plomo; más tarde extendiéndose, alargándose, corriendo a lo largo del pasillo, estrecho y sombrío, con menudos pasos de ratón ... Al fin se apagaba ... Y entonces no era ya un ratón risueño y multicolor, sino un ratoncito oscuro y silencioso quien volvía. Abría la puerta. Vestida de negro, pequeña y delgada, el pelo blanco recogido en un rodete en lo alto de la cabeza ... Sonreía tímidamente, como si en la comisura de sus delgados labios recogiese los últimos resscoldos de una vieja ternura que se hubiese consumido, ardiendo sin objeto. Sonreía avivando aquellas cenizas y hablaba con una voz extrañamente apagada, con una voz baja y opaca que no rompía el silencio, sino que parecía surgir del silencio; no extraña a él, no antitética, sino hecha de su misma sustancia, de tal forma que, al escucharla, uno creía ver el recuadro gris, el pequeño recuadro que faltaba en aquella extensión uniforme formada al extinguirse el son argentino de la campanilla, en aquella
amplia lámina pulida y tersa como el acero; uno creía ver aquel recuadro de sus «buenas tardes, señorito Luis», encajándose
en aquella lámina tersa y bruñida del silencio, completándola ...
      Los rojos que tapizaban las paredes del largo y angosto pasillo se habían apagado, consumido. La seda había perdido su tersura y ahora, lejos de todo orgullo, de toda inútil vanagloria, se ceñía a la pared dejando entrever la áspera dureza del muro sustentador, cual esas carnes marchitas que traslucen los huesos. Al fondo, el perchero, en cuya luna danzaban como peces exóticos las luces del montante, sostenía la negrura del bonete, la teja y el manteo del canónigo. Era allí, tras el perchero, donde el pasillo se doblaba en ángulo recto; y el lado por el que ahora caminaba, apagados los pasos por el mullido de la alfombra,
mostraba los ojos ciegos de aquellas puertas siempre cerradas, clausuras de estancias que él nunca había visto pues sus pasos, tarde tras tarde, le conducían hacia aquella claridad abierta al final del pasillo; el cuartito anegado por la torrentera de luz que se volcaba a través de la cristalería del amplio balcón junto al cual, cubierta su pobre armadura por el oscuro paño de las faldillas, la mesa pequeña y redonda sostenía la alterna simetría _blanco y negro de los escaques_ del tablero.
      _Don Frutos, ya está aquí Luisito.
      La voz de don Frutos le vino de muy lejos... Estaba con su padre y miraba desde su pequeñez, con aterrorizado asombro, aquella mole enorme, gigantesca, vestida de negro; aquellos enormes pies que surgían debajo de la sotana como dos gigantescos escarabajos; miraba a aquel sacerdote, grande como una montaña, pesado y macizo como un oso; de manos peludas que balanceaba perezosamente; de cara redonda y ojos redondos, ocultos tras unas redondas gafas, y boca que se redondeaba como la
de  un pez para sonreír y después dejar escapar una voz que modulaba unas palabras ya olvidadas, mientras que a ella, la voz surgida de la boca pequeña y redonda de aquel gigante bonachón y pesado, jamás podría olvidarla ... Era como si dentro de uno de esos fantoches de casi dos pisos de alto que sacan por la feria de San Juan, una niñita pequeña, tan pequeña que apenas supiera hablar, gritase con su voz fina y chillona. Y aquella voz, fuera de su natural contexto, unida, salida de aquella figura gigantesca, llenaba a quien la oía de tal asombro que ya, por mucho tiepo que pasara _olvidadas las palabras, las situaciones_ habría de recordada siempre ...
      _Espera un poco Luísito, hijo. Espera; aún no he terminado. Justina, prepárale entre tanto la merienda.

      Y si la voz de Justina parecía fundirse en el silencio, la de don Frutos lo taladraba, rayándolo como rayaba la infinita pureza del azul el zigzagueo de los vencejos, raudos y chilladores. El grito de los pájaros se superponía al de los niños que jugaban al fútbol en el enlosado de la catedral. Había pasado junto a ellos y, como tantas tardes, le habían gritado al verle pasar un: «¿Juegas,Luisito?»,invitación que él había rechazado con un movimiento de cabeza mientras continuaba su camino, serio, casi solemne en su traje negro, negros los zapatos, los calcetines altos, los pantalones cortos, la camisa ligeramente descotada. Y su silencio y su luto solemne apagaba, reducía, el tono burlón de la voz de aquel otro que había gritado: «Déjalo, prefiere jugar con don Frutos al ajedrez», haciéndola rodar a sus pies como una mellada flecha.
      Desde el balcón podía ver el enlosado donde jugaban los niños y la base de la torre de la catedral. La torre tenía el color de la corteza de pan poco hecha, y aquella visión parcial le robaba, disminuyéndola, una parte de su esbelta armonía. Tan sólo una vez había subido a lo alto de la torre, al campanario. La plaza Mayor con su kiosco de la música, allá, en lo hondo, pequeña y recogida, era de una ternura indefinible. Viéndola sintió como una punzada en el corazón. Lo recordó porque ahora había vuelto a sentir aquella punzada de melancolía. No sabía por qué. Abajo jugaban los niños a la pelota, correteando sobre las amplias losas de borradas inscripciones bajo las que un día reposaron obispos y canónigos. Desde lo alto de la torre, como negros dardos, rasgando el silencio con su grito agudo, se lanzaban en picado los vencejos. El azul de la tarde de verano se había adensado, ya próximos los primeros esplendores del crepúsculo. Apoyó la frente contra los vidrios del balcón y cerró los ojos. Lentas y graves, las campanas de la catedral comenzaron a desgranar una hora interminable.
      _Luisito, aquí tienes el chocolate. Mira, los picatostes están calientes, recién hechos.
      Volvió a la mesa. El rito de todas las tardes, el tazón de chocolate con picatostes estaba allí. También, sobre la cómoda, se hallaba aquel paquete que casi no se atrevía a mirar, limitándose, al final de la partida, a esperar que don Frutos le dijera: «Luisito, no te olvides ese paquete. Es para Elenita», Tomaba el envoltorio y, murmurando un «muchas gracias», la cabeza baja, seguía a ]ustina por la penumbra del largo pasillo hasta la puerta de la calle.
      Sí, era Elenita quien jubilosa y alegre abría el paquete, quien pregonaba cantarinamente su contenido: «Mamá, mamá, mira; hoy han puesto dos chuletas de cordero; y huevos duros, y queso, y pan ...». La madre, sentada en la camilla, continuaba en silencio su costura. Cosía y cosía, los cansados ojos azules prendidos en el ir  y venir de las puntadas, sin brillo, casi sin vida. Al fin dejaba de coser. Una leve luz alumbraba por un instante sus ojos, su boca. Tomaba el paquete y distribuía su contenido para la cena.
      Una vez, de pasada, había sorprendido las palabras de Justina que hablaba con el canónigo. «Hoy la he visto, señor, a ella, tan señora, en la cola del Auxilio Social con la escudilla en la mano. Me dio una pena ...» Al ver al niño se interrumpió bruscamente, confundida. Siguió de largo, como si no hubiera escuchado nada, como si aquellas palabras no significaran nada para él. Hacía ya mucho tiempo que, si no vencido, al menos se había familiarizado con la vergüenza, esta era ya como una prenda vieja de vestir que se lleva sobre el cuerpo, que apenas se nota, aunque a veces una mirada, una sonrisa de otro nos hace reparar en su existencia y, entonces, se sufre. Por eso aquellas palabras oídas al azar no le herían; tan sólo le entristecían profundamente.
      _ Termina, termina la merienda, Luis. Tranquilo. No corras, no te atragantes por mi causa.
      Pero las ávidas miradas que el canónigo dirigía al tablero desmentían sus palabras.
      _Si ya he terminado, don Frutos. Podemos empezar.
       Mientras justina retiraba la bandeja, don Frutos abría el cajón de la cómoda y sacaba el estuche de ajedrez. Eran unas viejas piezas de hueso, grandes y pesadas. Las blancas tenían un sucio matiz amarillento. Las negras también habían perdido su brillo, y su oscura opacidad recordaba la de la sotana del canónigo.
      _Hoy no puedo perder, Luísito, no puedo perder.
      La voz de don Frutos, aquella voz de niña chillona, se había hecho ligeramente más grave, más profunda. Sus ojos, velados de tristeza, vagaban por el cuarto, pasando de una cosa a otra, sin detenerse, sin pararse en nada. Era como si, aunque mirara, nada viese. Como si buscase algo más allá de la cómoda, del reloj de pared, de los retratos, de los cuadros que colgaban de los muros ...
      Presentó al niño sus dos manos cerradas. Éste tocó ligeramente la izquierda.
      _ Bien, bien; esto empieza bien. Hoy me tocan las blancas. Siempre es bueno disponer de la salida.
      Ordenaban las figuras sobre el tablero. Encima de la cómoda, colgado en la pared, el viejo reloj de péndulo esparcía su lenta, solemne canción.
      _ El ajedrez es una forma peculiar de lógica. Una lógica que tiene sus propias leyes pero que no por ello responde a mecanismos distintos de otras formas, como las del lenguaje o las matemáticas. Quienes mejor juegan son hombres como tu padre, cerebrales y fríos. Tú mismo juegas bien, porque tienes una mente lógica. Por eso destacas en matemáticas y latín, a pesar de lo mal que lo enseñan esos benditos frailes.
      Poco a poco, el fondo del cuarto se oscurecía. Y aquella oscuridad le iba llenando de tristeza. Recordó a su padre. Aún muy niño, le había enseñado a jugar al ajedrez. Era extraño saber, sentir, que ya no volvería a jugar, que ya no volvería a verle nunca... Y era extraño, todavía más extraño, cómo le iba llenando el olvido; cómo se iban borrando su rostro, sus manos, su figura entera;
oscureciéndose insensiblemente tal como se oscurecía aquel cuarto, poco a poco, lentamente; borrados sus ojos, su pelo, sus grandes y finas manos...; borrándose de su vida...
      _Hoy no puedo perder, Luisito. Acaso no gane, pero eso no importa demasiado. Lo que importa es no perder.
      Aquella voz de niña, aquella voz chillona que rasgaba el silencio mecido por el golpeteo del reloj, se clavaba en su pensamiento, sacudiéndole como un latigazo. Fuera gritaban los vencejos, los niños que jugaban al fútbol en el enlosado. Pero aquellos ruidos parecían estar en otro plano. Pasaban junto a él sin rozarle, peces furtivos que se se mueven tras las paredes de su acuario. Era sólo aquella voz, aquella voz aguda del canónigo la que, rompiendo la pared protectora, se clavaba en su melancolía, desgarrándola dolorosamente.
      Vencía el verano. Pronto serían los días dorados de un otoño dulce y corto, más dulce por efímero. Pronto aquella luz melancólica, de uva en sazón, melada como el albillo, se quebraría en las vidrieras del colegio, haciéndole soñar. Después la sucia lluvia y la lenta nieve de los días invernales. Las largas horas de nieve y luz mate pasadas sobre el Cornelio Nepote, sobre La guerra de las Galias.
      Era don Frutos quien le había conseguido una beca en aquel colegio de religiosos. Él lo sabía, como también sabía la suspicacia con que le miraban los frailes. Distinto de los demás alumnos, sin participar apenas en sus juegos durante los recreos, distante y triste en la seriedad de su traje negro; superior en las clases, pero sin que esa superioridad se tradujese en menciones honoríficas, en premios que en el fondo despreciaba ... «Su padre era un hombre extraordinariamente inteligente», decía don Frutos; y el padre José, mirando al niño silencioso y retraído al que halagaba el gigantesco sacerdote, había replicado: «Sí, pero la inteligencia, en determinadas personas, en determinadas circunstancias, puede resultar peligrosa, extremadamente peligrosa ...».
      Blancas y negras evolucionaban entre tanto en el tablero. Don Frutos había trazado una cuidadosa estrategia defensiva, un ir y venir de los peones, alfily caballo de su ala izquierda hasta llegar al enroque. Ahora sus piezas lentamente procuraban maniobrar en el tablero para dominar la zona central, pero sin descuidar la defensa de aquella muralla tras la que el rey se guarecía, amedrentado.
      Don Frutos jugaba tenso, concentrado. Cada jugada la pensaba largamente, contrastando con la descuidada rapidez con que el niño efectuaba sus movimientos. A veces la mano que iba a efectuar el movimiento quedaba, dubitativa, en el aire, pendida sobre la figura que no se atrevía a tocar. La tensión de la duda hacía temblar los labios del canónigo. De vez en vez sacaba el pañuelo para enjugarse el sudor, para limpiar los cristales de las gafas. Y cuando al fín, tras múltiples vacilaciones, el anciano sacerdote había efectuado su jugada, mientras el niño pensaba la suya, don Frutos, tomándose un respiro en la tensión, hablaba y hablaba ...
      _¿Sabes, Luisito, que yo también jugaba de níño al ajedrez con un sacerdote? Era el cura de mi pueblo _la mirada de don Frutos se perdió en el vacío, como si mirase más allá de los muros de la habitación_. Ya hace años de ello, hijo, ya hace años ... Tú no sabes cómo era eso, cómo era mi pueblo en aquellos tiempos Una aldehuela... Cuatro casuchas perdidas en la sierra .
      Luisito había realizado su jugada. La mano de don Frutos cayó distraídamente sobre un peón y lo movió con aquella suave delicadeza que ponía en todos sus gestos y que, como la voz, tan vivamente contrastaba con la pesadez de su persona.
      _Allí ya se sabía, si un chico salía listo, si destacaba en la escuela, ¡hala!, al Seminario. Y los padres, unos pobres labradores, en mi pueblo todos eran pobres, encantados con ello...
      El niño, en silencio, pensaba la jugada mirando disimuladamente por el balcón. La tarde, en la que el azul ya había palidecido, caminaba a su fin. Desde su asiento no podían verse los celajes del crepúsculo, aquella lujuria del atradecer que alcanzaba todo su esplendor desde la barandilla del parque del alcázar, sobre el fondo del río y las tierras rojizas salpicadas de amarillos retazos; y el pueblecito al final de la cuesta en la que, mediada, como tomándose un descanso, reposaba la vieja iglesia de los Caballeros del
Templo; y el monasterio gótico sobre la alameda del río ...
      _En realidad yo apenas me he movido. Terminé el seminario y me metí en un curato, también allí perdido, en la sierra. Era como si volviese a mi pueblo. Después vine aquí, donde había estudiado de niño, donde me había ordenado. Y eso es todo. De la sierra aquí; de aquí a una aldea de la sierra ... Eso ha sido mi vida...

 Fuera había cesado el gritar de los niños, y las mil campanas de iglesias y conventos dejaban en la calma del atardecer su llamada cristalina y melancólica. El canónigo había parado en su charla. La tristeza de sus palabras se perdía en aquel tono chillón de su voz, como se pierde el dolor en la pintarrajeada cara de un payaso. El niño, pensativo, maniobraba sus piezas procurando abrir brecha en aquella muralla defensiva que el anciano sacerdote había elevado en torno a su rey. Sacrificó un peón, buscando una mayor movilidad para su alfíl. El canónigo miró al niño, y se concentró largamente en su jugada de réplica.
Brillaba en sus ojos una luz desconfiada y temerosa. Dudó varias veces antes de decidirse a volver a la zona defensiva el caballo de rey, que había adelantado en un tímido ataque. Sus ojos, llenos de una extraña e intensa angustia, se clavaron en el niño. Sacó su pañuelo y se enjugó el sudor de la frente. Luego, mientras su pequeño antagonista pensaba la jugada, volvió a hablar. Y en el fondo de aquella voz infantil y chillona resonaba como un eco de conmiseración y súplica.
      _Sí, Luisito. Yo me he movido muy poco. Siempre aquí clavado. Ni siquiera he ido a Madrid, con tenerlo tan cerca. Por eso cuando tu padre, jugando al ajedrez tal como estamos tú y yo ahora, me hablaba de su vida, de sus viajes; de las ciudades extranjeras que había visitado, de la gente inteligente e importante que había conocido, yo me sentía como si fuera un niño, a pesar de ser mayor que él, y, créeme, le envidiaba. Yo no he conocido nada; ni gentes, ni ciudades ... Casi podría decir que no he vivido...
      El fondo de la estancia se había llenado de penumbra. Tan sólo allí, junto al balcón, una luz plateada y tibia bañaba la mesa, el tablero, los jugadores ... El niño, esperando el movimiento del canónigo, miraba la cómoda oscura y solemne con su armario de cristal en el que se guardaban las botellas de licores dulzones, la cristalería opaca y vieja. Miraba el reloj inglés moviendo indolente su dorado péndulo. Miraba el jarrón de rosas agonizantes colocado sobre la cómoda, entre los dos retratos: la anciana, destacando apenas el sepia de su manto, el blanco marfileño de su rostro, de un fondo tenebroso; el niño, vestido de seminarista,  dentro de un óvalo circundado de estrellas. Miraba  los cuadros: un Jesús señalando su corazón coronado de espinas; un purgatorio de amarillas llamas en las que aquellas  almas, blancas y delgadas como gusanos, extendían sus brazos a una Virgen impasible y lejana. Todo bañado en aquella penumbra que lentamente se iba adueñando del cuadro. Todo triste, marchito, sin vida.
      _Y sin embargo, yo sigo viviendo. Jugando aquí, al ajedrez; jugando contigo mientras tantos murieron... _Hizo una pausa. Hablaba en un tono más grave, menos chillón de le lo que en él era habitual, como si bajando la voz hasta casi hacerla inaudible le diera un toque de seriedad, apagando los gritos de aquella niñita risueña que dentro de su corpachón gritaba y gritaba. Hablaba con los ojos bajos, clavados en el tablero, evitando la mirada del niño.

       _ Yo mismo pude morir. Si hubiera seguido allí, en aquel pueblo de la sierra, me habrían fusilado como fusilaron al cura
que me sustituyó. Porque, ¿sabes?, es lo que pasa en la guerra. Se mata sin razón, porque se está a un lado o a otro; sin preguntarse cómo son, cómo son en realidad las personas... Si aquí, en Segovia, no hubiera triunfado el alzamiento, me habrían matado a mí en lugar de a... _Se interrumpió bruscamente. Durante unos segundos, con los ojos bajos, guardó silencio. Después, mientras sus dedos tomaban la reina, murmuró para sí_ ¿Quién tiene la culpa de que ocurran estas cosas, quién tiene la culpa ...?
      Luis miró al tablero. El canónigo le había ofrecido el cambio de dama. De aceptar, se habría liquidado la partida. Unas cuantas jugadas más, inútiles, sin otro objeto que un rápido cambio de fichas y alguno de los dos propondría las inevitables tablas. Se sentía cansado, cansado de aquella partida de ajedrez; cansado y deprimido ... Al otro lado del balcón el largo crepúsculo de verano, que desde allí no podía ver, estaría llegando a su fin. Se fijó en don Frutos. Estaba extrañamente sudoroso y pálido, las manos y los labios temblones, la mirada perdida pero, al mismo tiempo, clavada en él con una expresión angustiada, con una expresión de temor y súplica, de acongojada e intensa súplica.
      _Paseos _pensó_. Así es como lo llamaban. Dar el paseo. Fusilado en las tapias del cementerio, al amanecer.
      Con un movimiento brusco, casi inconsciente, movió su reina rehusando el cambio.
      Ahora el canónigo jugaba en absoluto silencio. Se había acentuado su palidez y sus ojos, sin brillo, perdidos en la lejanía, semejaban los ojos de un ciego. Movíanse las fichas blancas y negras sobre el tablero mientras la penumbra se adueñaba del cuarto y menguaba el recuadro de luz junto al balcón ..Hacía tiempo que se habían apagado los sones cristalinos de las campanas, los chillidos de los vencejos, los gritos de los niños que jugaban a la pelota en el enlosado de la catedral. El hondo silencio tan sólo lo rompía el golpear monótono del péndulo que, incansablemente, marcaba el transcurrir de los minutos, de las horas ...
      _Jaque mate.
      La voz del niño sonó fría, sin expresión. Después sus ojos, clavados en el canónigo, relampaguearon en un vivo parpadeo. Fue sólo un instante, como deslumbrado por aquello que, de pronto, había ocurrido en el momento de anunciar su victoria. Permaneció unos cuantos segundos  inmóvil .Al fin, levantándose, se dirigió al balcón y apoyó la frente en los cristales.
       Le  hubiera gustado tanto sentir frío en la frente ... Pero los cristales aún permanecían tibios de sol. Había ya  oscurecido. El enlosado de la catedral estaba desierto. Viejas, abandonadas tumbas de obispos, de canónigos ... La torre era una masa confusa, amenazadora ...
      _Y sin embargo, no tengo miedo _pensó_. Debería sentir miedo, pero no lo siento. Ni miedo, ni tristeza, ni remordimiento. Es curioso, pero no siento nada. Y debe de ser así. Aunque él lo sabía; lo sabía desde que comenzó a jugar. Por eso buscaba las tablas. Por eso me ofreció el cambio de dama. Me ofreció el cambio, y yo lo rechacé. Eso es todo...
      Separó la frente de los cristales. Se dirigió a la cómoda y cogió el paquete, el paquete de Elenita, y lo guardó en su bolsillo. Miró por última vez el tablero de ajedrez y, con una voz ligeramente temblorosa, gritó:
      _ Justina, Justina, venga usted enseguida. Creo que don Frutos ha muerto.

 

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PUNTO Y CONTRAPUNTO

   Formaban  mis padres una pareja de lo más dispar. Papá era brusco y fuerte como un toro. Cuando en el verano descendía del camión en camiseta desmangada yo admiraba sus brazos membrudos y musculosos, cubiertos de tatuajes recuerdos de su servicio militar en África. Mamá, por el contrario, era una rubita menuda, dulce y suave, que cantaba además como los mismos ángeles.

     Soy gran aficionado a la ópera, de ahí que entre mis discos figuren, comenzando con una venerable reliquia de la Melba, casi todas las grandes divas que nos han dejado el registro de su voz. Pues bien, ninguno de estos prodigiosos ruiseñores me ha causado la impresión que me causaba la voz de mamá.

     Claro que la memoria es infiel y por entonces tenía pocas referencias comparativas. Nosotros, por no tener, no teníamos ni radio: así que sólo contaba con las coplas de mamá y las vecinas. Alguna vez, a través de la ventana entreabierta, escuchaba la voz que salía de un receptor, pero siempre la escuchaba de una manera incompleta y borrosa. También algún que otro sábado me llevaba papá a casa de un compañero suyo para que, en la vieja Telefunken, siguiésemos el concurso de «Fiesta en el Aire». Ese era todo mi bagaje musical.

     En «Fiesta en el Aire» los participantes se agrupaban por géneros. Papá prefería el flamenco, donde triunfaban siempre quienes la emprendían con medias granaínas preñadas de gorgoritos y floreos. Yo me quedaba con un joven dotado de un chorro de voz con el que atacaba _intervenía en varios géneros_ romanzas de zarzuela, jotas navarras y una canción tirolesa en la que, tras una cascada de tirolirolirolíes, nos informaba que «su caballo le miraba con la persistencia de mujer fatal». Cantaba muy bien _como que se llevó varios premios_; pero lo de mi madre era otra cosa.

      Mamá entonaba canciones de la Imperio y la Piquer, así como tangos y romances. Como los tangos y romances tenían unas letras tristísimas eran mis predilectos, pues no sé por qué siempre he tenido querencia por las cosas tristes.

     El día que pescaba unas anginas _lo que ocurría una vez cada mes_ era un día de fiesta mayor; y ello no sólo por quedarme en cama sin ir al colegio, sino porque cuando mamá entraba en mi cuarto para darme un toque de vinagre en las amígdalas, yo me ponía tan quejica que, al final, ella se sentaba a la cabecera de mi cama y acababa cantando para consolarme.

     Una tarde en que entonaba el romance de La pobre Adela _una copla tan lúgubre que, hacia su mitad, siempre se me saltaban las lágrimas_ papá, entrando en el cuarto de improviso, nos sorprendió. Tras miramos un momento, dijo:

     _Tú sigue, sigue así, mujer, que verás como acabas haciendo de este niño un mariquita.

     Mis padres salieron de la habitación discutiendo. Yo me quedé de piedra. Jamás se me había ocurrido que mi gusto por las canciones de mi madre pudiera acarrearme consecuencias tan funestas. Porque de lo que estaba muy seguro era de que eso de convertirse en mariquita era lo peor que podía ocurrirle a un niño. Así que, para evitar la tragedia, decidí cortar por lo sano. Cuando al mes siguiente llegaron las anginas, no solicité las canciones de mamá.

     Dos años después cruzábamos toda la familia el Depeñaperros para instalamos en una pequeña ciudad castellana con un río muy grande y un frío más grande todavía.

     Como llegamos a mitad del verano, lo del frío no lo notamos aún. Sí notamos que en el colegio los nuevos tienen  el mismo recibimiento que las gallinas en corral ajeno. Pero nosotros supimos afrontar la situación.

     Puntos principales del comité receptivo eran dos hermanos a quienes, por la color del pelo, llamaban los zanahorias. Dos gallitos de roja cresta.

     Fue el más pequeño quien rompió las hostilidades. Tuvo el hombre la envidiable fortuna de ir a tropezar con Pepote. Pepote era mi hermanito menor. Cómo sería la criatura que papá, tan poco dado a admirarse por esas cosas, le contemplaba de vez en vez con admiración y asombro al par que exclamaba: «¡Pero es que este niño las caga cuadrás!»

     Así que en cuanto el zanahoria menor comenzó a cacarearle, Pepo te le largó tal guantada que le puso la cara del revés. Entonces decidió intervenir el zanahoria mayor. Seguro que Pepote no hubiera necesitado ayuda, pero yo pensé que, por correspondencia de edad, aquel me tocaba a mí. Salí airoso del lance y a partir de entonces los andaluces, como nos llamaban, gozamos del debido respeto.

     Habíamos ganado una batalla, pero ¡ay!, todavía faltaba mucha guerra. No contábamos con el general invierno. Acaso por no estar acostumbrados a sus rigores, hizo estragos en nosotros. No habían comenzado todavía las nevadas cuando nos invadieron los sabañones. A mí se me pusieron las manos que apenas podía empuñar el lápiz, y aunque los entendidos decían que se curaban con orines, por mucho que me las orinaba no sanaban las grietas. Claro que lo de Pepote fue aún peor. Malo maldito yo podía andar; pero mi hermano, a más de tener las manos hechas una pena, no podía dar un paso.

     Para ir a la escuela adoptamos un método ingenioso. Pepote se cargaba a la espalda las dos carteras y yo, a mi vez, cargaba en las mías con mi hermano. Y así, con el hermanazo a cuestas y arrastrando los pies, iba al colegio como Cristo camino del calvario.

     Cuando los zanahorias advirtieron nuestra inutilidad total, vieron abrirse el cielo. Nos aguardaban en una plazoleta, sentados en un pilón  de cuyo caño colgaban cristalinos carámbanos. Cuando llegábamos, empezaba la función. Tras unos escogidos insultos para abrir boca, venían los correazos, los golpes con la regla y la cartera, y la lapidación con  bolas de nieve endurecidas que guardaban en sus frías entrañas algún que otro canto. A mí me descalabraron tres veces. A Pepote, cinco.Los otros niños contemplaban la somanta con cierta compasión pero sin atreverse a intervenir. Algunos nos incitaban a que se lo contásemos a don Lápiz, el maestro. Pero nosotros nunca hemos sido chivatos.

     Y así día tras día. En cuanto llegábamos a la dichosa plaza, los hermanos se encaminaban jubilosos hacia nosotros. Pepote los recibía mentándoles sus muertos, expresión desconocida por aquellos lugares antes de nuestra llegada pero que pronto gozó de general aceptación. Yo, más estoico, aguantaba en silencio.

     Pero una mañana descubrimos gozosos que, aun cuando no había acabado el invierno y el cielo amenazaba nieve, nuestros sabañones estaban casi curados. éramos ya capaces de cerrar las manos y, lo que es más importante, Pepote podía andar.

     Salimos a la calle. Para probar sus recuperados pies, mi hermano ensayó una torpe carrerita. Marchaba delante de mí, alegre como unas Pascuas. Estábamos llegando a la plazuela fatídica, cuando le dije:

     _Ven, Pepote, que te tome a cuestas.

     _Para qué, ¿no ves que puedo andar?

     _Pareces tonto. Podemos andar, pero aún no podemos correr deprisa.

     Aunque algo cerrado de mollera, mi hermano comprendió.

     Así que entré en la plaza con el hermanito a cuestas, cara de sufrimiento y arrastrando los pies. Como todas las mañanas los zanahorias, que ya esperaban en la fuente, se encaminaron hacia sus víctimas. Estaban casi a nuestro lado cuando nos tiramos sobre ellos sin darles tiempo a huir.

     Yo, con el mayor, estuve moderado. Me limité a sacudirle tres cates aunque, eso sí, con el primero le empavoné un ojo. Pero Pepote, fiel a su condición, se cebó. Cuando por fin llegó el carbonero, sacado de su tienda por los gritos, no podía creerlo. Con un puntapié separó a mi hermano de su víctima llamándole asesino y poniendo así fin a la masacre.

     A la tarde siguiente se presentó en nuestra puerta el padre de los zanahorias con los dos cuerpos del delito, preguntando por papá. Éste, muy calmoso, salió a recibirlo.

     _Y bien _dijo el hombre señalando las caras de las criaturas_, ¿qué les parece esto?

     Tras contemplarlos, deteniéndose particularmente en la estampa del menor, respondió mi padre:

     _¡Horroroso!

     _Pues los causantes de este horror son sus hijos. ¿Tiene usted algo que decir?

     _Sí. Que esto es lo que ocurre cuando uno se cobra en un día la deuda acumulada durante tres meses.

     _¿Qué?

     _Sí, hombre. ¿No lo sabía? Durante tres meses todos, lo que se dice todos los días y aprovechando que ellos no podían casi moverse, sus hijos han estado zurrando a los míos. Así que ayer éstos se cobraron la deuda. Han hecho mal. Yo le aseguro que el próximo año se la cobrarán poco a poco, durante toda la primavera, en vez de en una sola sesión.

     El hombre, mohíno, se fue sin rechistar. Yo estaba asombrado. Así que papá sabía lo de la zurra diaria y se había estado callado sin comentar nada, sin decir ni mu. ¡Hay que ver cómo era mi padre!

     Cuando nuestros enemigos se hubieron alejado, papá, con gesto severo, nos dijo:

     _Me parece bien que mis hijos sepan portarse como hombres. Pero, y esto Pepín va sobre todo por ti, una cosa es comportarse como un hombre y otra como una bestia. Que no vuelva a repetirse.

     Fue entonces, cuando en un tonto impulso, dije a mi padre:

     _¿Verdad, papá, que me he portado como un hombre? ¿ Verdad que no soy ningún mariquita?

     Papá me miró con asombro. Luego exclamó:

     _Pero qué idioteces dices. Cómo iba a ser mariquita un hijo mío.

     _Entonces, si me pongo malo, ¿dejarás que mamá me cante?

     Volvió a contemplarme en silencio y, tras un encogimiento de hombros, se alejó. Y hoy, después de tantos años, aún me queda la duda de si en aquel encogimiento de hombros mi padre aceptaba mi proposición, o tan sólo se limitaba a expresar ese sentimiento de profundo desánimo que tiene todo padre cuando un día, antes o después, reconoce la total imposibilidad de poder influir en el destino de su hijo.

(Una infancia perdida)

 

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MORGAZO

Entré en el fútbol de mano del rosa rosae y el teorema de Pitágoras; pasado el tiempo, abandonaría a Euclides y al latín, pero desde aquellos lejanos días he guardado para el fútbol la más constante de las fidelidades.

En aquel entonces la vida era un continuo formar filas. Nosotros lo hacíamos al reclamo del silbato del padre inspector. Ni los domingos escapábamos a aquella disciplina castrense. Formábamos por la mañana, en el amplio patio del colegio, tantas filas como cursos y en orden de colocación inverso al de estatura, facilitando así el recuento de los asistentes a la misa dominical. Ya en la capilla, también en ordenada fila, abandonábamos nuestros bancos y, los ojos bajos, las manos juntas a la altura del pecho, nos dirigíamos al altar para recibir la eucaristía, obedientes a los mandatos de un interiorizado silbo. Y por la tarde, un domingo de cada dos, volvíamos a formar en el patio para después encaminamos jubilosos, pastoreados por el padre, hacia el campo del Peñascal pues todos y cada uno de los alumnos del colegio éramos socios de la Gimnástica, cuyo recibo se nos incluía en el de la mensualidad escolar bajo. un, apartado que respondía al curioso enunciado de «Deportes, cine y juegos».  

Eran, aquellos, tiempos de gloria para el fútbol segoviano, tiempos en que el equipo de la vieja ciudad competía con el Salamanca, la Burgalesa y el Real Valladolid en la recién creada Liga de Tercera División. Soñando con holgados triunfos la grey estudiantil, bajo la atenta mirada de nuestro Quirón celoso de que no se colasen !a cabras entre las ovejas, cruzaba la puerta dorada. Pero antes de llegar a ésta ya nos había alcanzado el penetrante olor de embrocación proveniente de la ventanilla de los vestuarios donde se preparaban los héroes. Los más enterados _aquellos con hermanos mayores_ nos informaban sobre la causa y razón de aquel olor: les estaban dando masaje. Para mí aquella palabra _masaje_ se ornaba con un halo sobrenatural. Aquella palabra y aquel aroma intenso y dulzón me trasladaban a un mundo mágico, a un mundo de alquimistas, de elixires de eterna juventud, de cultos bárbaros y paganos hechos de extraños conjuros y de cruentos sacrificios a los terribles y viriles señores de la guerra.

 De aquellos dioses nuestro favorito indiscutible era Morgazo. Jugaba de delantero centro, el puesto ideal. Al saltar al campo,  andar, al correr, Morgazo sacaba extraordinariamente el pecho; y  aquel sacar el pecho de Morgazo constituía nuestra admiración y nuestra meta.  Todos, todos, nosotros intentábamos imitarle. Pero, ¡que diferencia! ¿Como osábamos comparar con aquel ariete nuestro pecho ruin? Sobre todo yo, desnutrido y enclenque mequetrefe... Cuando a solas, en mi casa, procurando andar como él, aspirando una bocanada de aire y distendiendo los pectorales me cruzaba con un espejo, el mundo se quebraba a mis pies. Pero, cerrando los ojos, negaba la evidencia y soñaba,.. Sí, algún día sería como él. O, mejor aún: no es que sería como él; es que ahora, ahora mismo, yo era él; yo no era yo, era Morgazo.

 Jugábamos al fútbol y todos aspirábamos a la maravillosa metamorfosis; pero tan sólo unos pocos la alcanzaban. Eran los buenos,  los ágiles, los veloces, los que sabían para lo que sirve una pelota entre los pies, los que lograban el alto honor de jugar en centro del ataque... Sí, tan sólo unos pocos,  los elegidos, conseguían el milagro del cambio de identidad.

_Ahí te va, Morgazo, remata _le gritaba al afortunado el que centraba una de aquellas pelotas de la posguerra que, a las dos horas de jugar con ella, perdida su forma esférica, se transformaba en un raro objeto prismático con todas sus caras ligera y simétricamente curvadas. Y mientras yo, de portero, le contemplaba  envidioso  y entristecido, el agraciado con la maravillosa metamorfosis ensayaba el remate de chilena tan infructuosamente como nuestro héroe.

Porque Morgazo tenía un sentido dannunziano del balompié. Hijo de su tiempo, despreciaba el pedestre utilitarismo y  una y  otra vez se entregaba al gesto heroico, a la inútil belleza, a la hazaña inalcanzable. Su juego, aparte de aquel correr  airoso y viril, braceando y sacando pecho, era una continua persecución del talonazo acrobático, de la tijereta a la  media vuelta, del vuelo en picado para  el cabezazo imposible. Es cierto que casi  nunca alcanzaba su objetivo y  los  mayores, incomprensivos como siempre, renegaban de aquel derroche espectacular tan parco en goles. Pero nosotros no oíamos sus voces. Prendidos en aquellas altísimas gestas, suplíamos con nuestra imaginación los fallos y  allá, en el recogimiento de nuestros cuartos, transformábamos en goles irrepetibles aquellos remates malogrados por un destino injusto y cruel.

Pero si yo, desmañado con el  cuero, me  hallaba muy lejos de Morgazo en  el campo de fútbol, sin embargo gozaba  de un privilegio vedado a todos los otros: el demiurgo era mi vecino. Milagrosamente, frente a  mi modesta casa se alzaba un palacio encantado, una pensión especializada en futbolistas y toreros. Estos, raras aves de paso, nos deslumbraban solo de tarde  en tarde,  cuando, luciendo sus multicolores ternos alquilados, salían del portal para tomar el viejo taxi que los conduciría a la plaza. Pero los futbolistas, más sedentarios y  constantes, eran los continuos polarizadores de mi atención.

Destacándose como un sol entre los planetas menores, Morgazo ocupaba el centro del grupo, arrastrando todas las miradas. Vestido con un resplandeciente traje azul eléctrico, luciendo una corbata de fantasía de ancho lazo, haciendo repiquetear en la calle sus  relucientes zapatos de altos tacones, nada más abandonar la pensión concentraba una nube de chiquillos que le seguían gritando su nombre. Él reía y charlaba con sus compañeros y, de vez en cuando, se volvía gritando ¡hala, largo de ahí!, haciendo con los dos brazos ese amplio ademán con el que las aldeanas oxean las gallinas. La turba infantil paraba un instante para enseguida reemprender la persecución del grupo. Y Morgazo, haciendo un gesto de impotencia y resignación, continuaba charlando con sus compañeros, su cara cruzada por una ancha sonrisa, braceando airosamente y sacando su atlético pecho en una profunda inspiración en la que aspiraba no sólo el aire sino también el cielo azul, las palomas y vencejos que lo cruzaban, los caserones y palacios, las iglesias y conventos, la catedral, el alcázar y el acueducto, los hombres y mujeres que cruzaban las empinadas calles...; aspirando, en fin, la totalidad de la ciudad con sus dos mil años de historia.

Desde el ventanuco yo seguía su airoso caminar con una admiración y entrega que jamás habría de volver a sentir por nadie. Aquella vecindad me acercaba al héroe, posibilitando de alguna manera la soñada identificación; esa identificación que era el primer deseo que me asaltaba cuando, hundida la cara entre las manos, me arrodillaba en el banco tras comulgar; deseo sin embargo jamás formulado, pues algo impreciso me hacía unir aquella petición con un pecado oscuro y terrible que haría de mi comunión un horrendo sacrilegio...

  Hace años, en una de mis visitas a Linares, mi padre me llevó a un bar situado junto al mercado. Era un local pequeño, un cuartucho ocupado casi enteramente por la barra. Me entretenía mirando las fotos de toreros colgadas en la pared cuando la voz de mi padre, apartándome bruscamente de aquella realidad, me llevó a un mundo de brumas en el que lentamente iba aflorando como un espejismo una ciudad irreal, difuminada e imprecisa, pero que de una manera paulatina iba tomando forma, volumen, consistencia.

Y mientras en aquel bar caldeado por el terrible sol veraniego de mi pueblo sentía de pronto en mis mejillas el viento helado del Guadarrama; mientras me invadía una lacerante tristeza que tan sólo podía relacionar vagamente con algo ya vivido; mientras surgía de pronto, sobre un montón de nieve endurecida, apartada tan sólo hacía unas horas por los obreros del terreno de juego, el niño cubierto por su capote _una manta con una abertura para la cabeza, dos para los brazos, dos más pequeñas, un poco más abajo, para poder guardar las manos ateridas_ y oculta casi toda la cara por el pasamontañas, miraba asombrado a aquel hombre que, obediente al mandato de mi padre _«Anda, Morgazo, pon dos cañas»_, colocaba los espumantes vasos sobre el mostrador.

Sí, era él. Más tarde, respondiendo a mis preguntas, mi padre me lo confirmaría. Había llegado a Linares el año que el equipo ascendió de la Regional a Tercera. No jugó más de tres partidos. Pasó a la reserva. El año siguiente jugó en Regional, en el Bailén. Después entrenó a unos juveniles, trabajó en diversas cosas, lampando, viviendo a salto de mata. Por fin, hacía un par de años, consiguió montar con otro aquel tabernucho. _Un buen hombre _concluyó mi padre. Pero antes de que me contase todas aquellas cosas, yo, nada más oír su nombre, nada más mirarlo, sabía que era él: Morgazo... Ahora vestido con una mugrienta camisa vaquera, con el pelo blanco, cargado de espaldas, adiposo, la cara surcada de arrugas...

Y me imaginé todos aquellos años: peregrinando de club en club, rodando de pensión en pensión; rodeado de compañeros de los que cada vez se siente, conforme pasa el tiempo, conforme envejece, más lejano; perdida aquella ilusión juvenil que le hacía intentar una y otra vez el remate acrobático mientras se sentía Mundo o Mariano Martín, lo mismo que nosotros, al intentar a nuestra vez la pirueta, nos sentíamos Morgazo.

         Volví otro día. Venciendo mi natural timidez, le pregunté:

_¿Usted vivió en Segovia?

_¿Segovia...? _Perdida la mirada, permaneció durante unos momentos sin contestar.

_Sí _insistí_. Hace mucho tiempo... Más de veinte años... Jugaba con la Gimnástica...

Permaneció con la mirada perdida, Mientras nos servía las cañas, contestó al fin:

_Sí. Uno ha pasado por tantos equipos, que ya casi ni los recuerda...

Le miré a los ojos. En aquella mirada acuosa, desvaída, en vano buscaba un cielo azul cruzado por alcotanes  y vencejos; en vano las plazuelas resonantes de griterío  infantil; en vano un airoso caminar, braceando y sacando el pecho. No había nada en ella. Ni nostalgia, ni duelo por el fracaso y la derrota.  Estaba allí, como un árbol, arraigado en el presente, sin añorar nada. El  dolor, la añoranza, eran únicamente míos. Era yo quien únicamente lloraba.  Yo, Morgazo...

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El último cartucho

R

esultaba muy extraño, pero tan sólo le preocupaba el equilibrio de las maromas con las que descendían la caja; ni siquiera le sorprendió ver tan nítidamente a través de su tapa como si, en lugar de madera, fuese de cristal. Divisaba perfectamente a sus hijos situados en un primer plano, junto a la fosa: las chicas llorando; los chicos en un tenso silencio. A su lado, el cura y los sepultureros, manejando las maromas con precaución; detrás, un poco apartado de la fosa, un grupo de personas cuyo rostro no podía distinguir. Sí podía ver claramente todo aquello sin sentir ninguna emoción, ni siquiera la de la extrañeza de verlo. Únicamente le preocupaba que no se cayera la caja, que descendiera equilibradamente hasta posarse en tierra. Cuando al fin lo lograron, tuvo una sensación de paz. Entonces los sepultureros lanzaron la primera paletada sobre el ataúd; pero no fue el ¡plof! Sordo y seco que tantas veces había ya escuchado lo que oyó, sino un ruido distinto, un ruido más leve y espaciado. Como si en lugar de una palada de tierra fuera un puñado de gravilla lo que lanzaran; como si en lugar de unos terrones sobre el ataúd, fuesen gotas de lluvia tamborileando en los cristales.

Y precisamente eran eso: gotas de lluvia. Estaba lloviendo. El aguacero azotaba los cristales de la ventana de su cuarto, mientras él permanecía en su lecho, ligeramente agitado por la pesadilla y lo brusco del despertar. Estaba lloviendo ... «¡Vaya por Dios! Precisamente hoy tenía que ponerse a llover. Durante toda la semana un sol de gloria, y el domingo que se levanta la veda, tiene que caer el chaparrón ... ».

Su mano tanteó hasta encontrar la pera. Encendió la luz y miró el reloj que estaba sobre la mesilla de noche, junto a las tabletas para el estómago. Las cuatro y veinte _se dijo_; ¿dónde voy a ir yo a estas horas? Aunque, bien mirado, como siga cayendo de esta forma, no sé dónde demonios voy a ir...

Se levantó y, calzándose las pantuflas, se encaminó lentamente arrastrando un poco los pies hacia el cuarto de baño. Con la próstata, hasta perdía la cuenta de las veces que debía levantarse a orinar. Y en el campo le pasaba lo mismo: cada dos pasos, detenerse. Así ni se podía cazar ni se podía hacer nada. ¡Valiente castigo!

Mientras se dirigía al comedor, oyó a la perra gemir y revolverse en su cuarto. «¿Qué te pasa, tonta; chillando en sueños a los conejos?» También tenía ya sus años la perra, también. «Ella en perro y yo en hombre, tal para cual».

Encendió la luz y tomó del frigorífico una botella de leche. Se sirvió medio vaso y cogió unas cuantas galletas de un paquete que había en el aparador. Le hacía raro el verse allí, bebiendo leche, él que siempre se había desayunado con una copa de anís. Pero desde hacía algún tiempo, desde un poco antes de morir la vieja, nada de anís. El anís le abrasaba el estómago. Bueno, el as y la cerveza; así que también se acabaron aquellas cañas que tomaba a mediodía y al anochecer, y que, con las tapas de cocina, casi le servían de comida y cena. Nada de anís, nada de cañas, nada de nada. ¿Qué le quedaba ya?

Le quedaba la casa. Sus ojos cansados recorrieron las paredes donde colgaban los retratos de los hijos y de los nietos. Un buen puñado. Al echar la cuenta de ellos, siempre se olvidaba de alguno. Y con tantos hijos, con tantos nietos, estaba al, en aquella casa que ya antes resultaba demasiado grande para la abuela y él, sin otra compía que la perra.

Cuando la vieja murió, los hijos le plantearon el problema: «Tú no puedes quedarte solo en la casa, papá». «Bueno _replicó_, pues a ver qué solución me dai. Ellos tampoco lo tenían muy claro. No saa si alguno pensó en la Residencia, pero el caso es que nadie se atrevió a mencionarla. Ya lo había dicho él muchas veces: «Antes de que me encierren allí, con esos pobres borregos, me pego un tiro». Así que eso, ni lo mentaron. Tan sólo insistieron en que dea irse a vivir con la única hija que le quedaba en el pueblo. «Vamos _dijo al fin_, no os canséis más. Son muchos años viviendo aquí para que ahora me ponga de mudanzas. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y que sea lo que Él quiera».

Así es que continuaba en aquella casa, que ahora le resultaba tan grande, sin otra compañía que la de la perra, aquella perra tan vieja como él. Resultaba curioso lo de aquel animal.  Cuando se la llevaron _y de esto hacía ya catorce años_, era sólo un ovillejo de lana negra, un cachorrillo aún sin destetar. Él la cogió, y al sentir en su mano su calor palpitante, tuvo la impresión de que no era la primera vez que la cogía. De pronto, recordó: la Mora. Allí, en su mano, un ovillito temblón, todo cubierto de pelo negro, brillante y sedoso. Hasta ellos llegaba el retumbar de los cañonazos y se veían nítidamente las columnas de humo que se elevaban del otro lado de la sierra. «Hoy se están zumbando bien _dijo el Eutiquio_; y lo malo es que con este zafarrancho ya ni puede salir uno al campo por temor de una bala perdida o de  encontrarse con los militares y que te quiten la escopeta». «Eso si se da bien la cosa _le repli_; porque si están de mala leche, te fusilan por no haber entregado el arma». «En fin _dijo el Eutiquio_, que tampoco va a dejar uno la caza por esta mierda de guerra; así que a lo nuestro: me das un duro, y el cachorro es para ti. El padre es medio chusquel, pero la madre setter legítima. Ahora, yo te aseguro que estos bastardos son los mejores. Antes de tres meses la estás matando conejos». «¿Matar conejos a ésta? _le habían dicho cuando la enseñó_. ¡No nos hagas reír! Allá en tu tierra puede que una medio setter sirva para algo; pero aq, con esta aspereza y esta sequedad, todo lo que no sea un buen podenco ... » «Bueno, bueno, reíos; pero ésta es igualita que otra que tuve en mi tierra y que me dieron también de cachorro. Pues como salga sólo la mitad que aquélla, el que se va a reír vaya ser yo. De vosotros y de vuestros podencos... »

En su cuarto, la Mora seguía chillando en sueños. ¿Qué soñarían los perros? Seguro que soñaba con la caza, y por eso latía. «Sabe que hoy es el primer día, seguro que lo sabe. No sé cómo se las arreglan, pero los perros lo saben todo. Aunque con este tiempo, no sé dónde demonios vamos a ir».

Entró en su cuarto y se metió en aquella cama de matrimonio que, como todo, le venía ya demasiado grande. El aguacero continuaba golpeando en los cristales. «También es mala leche. Hoy, precisamente hoy, tenía que ponerse a llover. Pues como siga así, me quedo en la cama. Sería la primera vez que fallase a la desveda.»

Echó la cuenta. Setenta años. «Porque tenía diez la primera vez que papá me llevó a Valonsadero. Claro que él no lo hacía por mí, sino por su interés; para que pudiera meter de matute toda la caza que mataba sobre el cupo que habían fijado en el coto Su padre le ataba a la cintura la ristra de conejos y perdices, dejándose él los justos en la percha y en el morral; luego le envolvía en una manta y, cuando se cruzaba con el guarda, empezaba la comedia. «¿No ve usted? _refunfuñaba_; ya está muerto de frío. Mucho papá, papá, lIévame; y luego no puede con su alma. No sé a quién ha salido tan flojo». «Déle usted tiempo, mi capitán. Los hombres son como los perros; hay que hacerlos cazando. Déle usted tiempo y verá cómo dentro de un par de años es él quien nos cansa a todos». «No sé, no sé ... En fin, antes de dar la última mano, echemos un cigarro. Y tú vete ya para casa, que me da no sé qué verte con la lengua fuera». La lengua fuera ... ¡Menudo era el capitán! Ahora, eso sí; escopeta y vista como la suya no había encontrado otras en su vida. Ya lo decía Leandro, el médico: «Con el ojo y el pulso de éste, no me extraña que le dieran la cruz en Cuba. ¡Apañados estaban los mambises!»

«Quienes estamos apañados _replica el tío Florencio_ somos nosotros: porque éste, Leandro, acaba con el coto él solito .»

Allá en su cama, mientras escuchaba el tamborilear de la lluvia, veía a su padre sentado entre el médico y su tío Florencio; los veía tan claramente como si estuviera en la habitación. Era curioso, pero desde hacía un tiempo cada vez recordaba más aquellos días en que acompañaba a su padre esperando que éste le dejase pegar algún tiro, aunque eso ocurría muy raras veces, pues a su padre sólo le interesaba que sacase oculta la caza. Recordaba aquellos días, y, al recordarlos, siempre se le ocurría aquella idea tan tonta: la de empezar de nuevo. Que morir no fuese morir, sino empezar otra vez. No es que uno no muriese; todos tienen que morir, eso es algo que ya se sabe. Pero lo que nadie sabía es lo que pasaba en realidad. Uno veía la muerte desde fuera, desde el lado de los vivos. Se ve el entierro; los sepultureros que meten la caja en el nicho; los amigos que, de vuelta del cementerio, entran en un bar para echarle las honras. Pero, ¿y el muerto? ¿Qué veía éste, el muerto? Eso es lo que no sabía nadie. Y a lo mejor lo que ocurría es que uno se quedaba dormido y de pronto escuchaba la voz de padre que decía: «Vamos, dormilón, espabila que ya clarea». Y entonces, él se despertaba con la alegría de acompañarle a cazar por primera vez; y estaba otra vez allí, junto a su padre, recibiendo en la cara la bofetada estimulante del frío viento del Moncayo, y sintiendo cómo se le llenaban los pulmones de aquel aire otoñal impregnado con el aroma del tomillo húmedo de escarcha, mientras corrían los dos como locos hacia la ladera donde la perdiz, que se había levantado demasiado larga, iría a posar su vuelo.

Claro que aquélla era una idea tonta, pero últimamente no se la podía quitar de encima. Porque, además, estaba lo de aquella perra. No es que fuera igual, lo que se dice igualito que la otra; es que parecía la misma; es que era la misma. La misma forma de cazar, la misma constancia para machacar el monte metiéndose en todas partes, sin que la asustasen las zarzas más espesas ni las aliagas más agudas; sin dudar en entrar en el río para cobrar un azulón o una gallineta, aunque la arrastrase la corriente dos kilómetros; levantando, a pesar de sus pocos vientos, caza donde no la levantaba nadie ... Tan igual, tan igual, que parecía un milagro. Y cuando de pronto empezó a recordarle cosas, cosas que la otra ya había hecho hacía más de cuarenta años, le dio por pensar que aquello no era casualidad, que allí había algo raro que no podía comprender. Y fue entonces cuando se le ocurrió que a lo mejor era la misma perra que había vuelto, y cuando empezó a rumiar aquella tonta idea de que morir era tan sólo empezar de nuevo.

Miró el reloj. Las seis menos veinticinco. Era extraño, pero había dormido una hora casi sin darse cuenta, sin tener conciencia de haberse dormido. Porque ésta era otra de las cosas que ocurrían últimamente: que algunas veces estaba en la cama, pensando que no había pegado más que una cabezada y, de pronto, miraba el reloj y resultaba que había estado cinco o seis horas atroncado; y otras, en cambio, que por la cantidad de cosas que había soñado se figuraba que ya había pasado la noche, resultaba luego que no hacía ni diez minutos desde la última vez que miró el reloj.

Pero ahora eran ya las cinco y media pasadas, y si quería ir de caza, haa que pensar en levantarse. Seguía lloviendo, aunque parecía haber amainado un poco. A lo mejor, con un poco de suerte, terminaba escampando. Además que, para desvestirse, siempre había tiempo.

Antes, en días tal que éste, no tenía que levantarse siquiera, porque ni se acostaba. Tras la cena empezaba con los preparativos: cargar y rebordear los últimos cartuchos, ensebar las botas y los leguis, limpiar y engrasar la escopeta, preparar la bici, la fiambrera, la bota de vino, el morral y la canana. Cuando al fin lo tenía todo dispuesto, y tras cerciorarse de que no faltaba nada, resultaba que eran las dos y media o las tres y para esa hora ya ni merecía la pena acostarse. Porque entonces no era como ahora, que se mete uno en el coche y enseguida se está en el cazadero. Entonces haa que coger la bici y chuparse diez o quince kilómetros despacito, para no reventar a los perros, con lo que las dos horas no había quien se las quitara a uno, y si quería llegar con el alba tea que salir de casa antes de las cinco. Ahora la caza se había hecho cosa de señoritos. Claro que señoritos también los había antes, pero ésos eran otra historia; con sus vedados y sus ojeos, no tenían nada que ver con ellos. Pero lo que se dice cazar, patear el monte con el perro al lado, eso sólo era para los cabales, los que llevaban la caza en las venas; no como ahora que, con el coche, cualquier ciega liebres se lanzaba al campo ...

Así que, a las dos y media, ya con todo preparado, se sentaba en la camilla con una copa de as, y allí se estaba pitillo tras pitillo esperando el silbido del compañero. Y él se decía que había que prepararlo todo bien, pero de sobra sabía que eso sólo era una excusa, porque, en realidad, podía prepararlo todo en mucho menos tiempo y acabar antes. Lo que ocurría es que, en el fondo, no quería acostarse, pues de sobra sabía que no iba a poder pegar ojo. Y es que ésa era otra cosa, que qué tendría aquella endemoniada caza para que un año sí y otro también le entrara a uno esa desazón y ese hormigueo la víspera de la desveda; que era como cuando de chaval quedaba uno con una chica por primera vez, pero más fuerte; porque con las mujeres uno se serenaba con la costumbre y el paso de los años, pero lo que es con la caza uno no se serenaba nunca.

Aunque desde hacía algún tiempo ya no era igual. Ya no le entraba aquella desazón que le mantenía toda la noche de imaginaria y, aun cuando tarde y nervioso, se acostaba y podía dormir. Y no es que no le sacase gusto a la caza, no. Es que últimamente se encontraba tan cansado de todo, que ya no le desvelaba nada. Era curioso cómo se iba perdiendo la ilusión por las cosas. Cualquier día, al despertar, se iba a encontrar con que ya no le gustaba la caza; y entonces sí que podría decir que ya no le quedaba nada y que sanseacabó.

Miró por la ventana. Ahora casi no llovía, un simple calabobos. El reloj de péndulo que se había traído de la casa de los padres marcaba las seis menos cinco. Le agradaba escuchar el grave y rítmico ton-ton del péndulo en su continuo oscilar. De algún modo, aquel reloj era distinto de las otras cosas de la sala; de las sillas, la mesa o el aparador. Tenía algo que no tenían las demás: aquel movimiento que, de alguna manera, le hacía vivo, que le daba la impresión de que era algo vivo y le prestaba compañía. Era como aquel sillón en el que se sentaba siempre y donde se quedaba tan frecuentemente transpuesto. También éste, el sillón, tenía algo vivo: el calor, su propio calor que, después de tantos años, parecía haber ido almacenando mientras lo perdía su cuerpo y que ahora, como si se tratase de un amoroso regazo, se lo transmitía. Y si el reloj era como un amigo que le acompañaba, el sillón era como una mujer que le ofrecía su ternura. Por eso no le gustaba que nadie se sentara en él; ni siquiera sus hijos ...

Era aún demasiado pronto para salir, porque con el coche se poa en un periquete en el cazadero, y a ver qué hacía él allí, sin luz y chispeando. Claro que ya no era como antes, cuando, allá en Castilla, era capaz de irse a la sierra en plena noche para que nadie le madrugara el cazadero. Nunca se le olvidaría una de esas noches, en que, mira por dónde, se adelantó la nevada ... Recordaba los copos como puños, y la ventisca que cegaba, y cómo no había forma con aquella nieve y aquel ventarrón de encender el fuego ... Recordaba al maestro armero del regimiento _su pareja de entonces_ gruñendo y maldiciendo aquella ocurrencia suya de hacer noche en la sierra; y cómo de pronto llegó hasta ellos el aullido del lobo, ese gemido largo, que se le mete a uno como un mal frío y le deja la piel de gallina y el pelo de punta. Recordaba cómo empezaron a caminar a tientas hasta que al fin dieron con la cañada y cómo le dijo el armero: «No lloriquees más, que de ésta salimos. Ahí abajo está la majada donde pasaremos la noche». Recordaba cómo doscientos metros antes de llegar al aprisco comenzaron a ladrar los mastines; y cómo enseguida los tenían ya encima, las dos mayores fieras que vio en su vida; y cómo su compañero, sin atreverse a dar un paso, le gritaba: «¡Vámonos, vámonos, que no es el pastor y éstos nos destrozan!»; y cómo él replicó: «Tú haz lo que quieras; pero yo paso la noche en la majada, pues prefiero que me destrocen los mastines a quedarme tieso y que los lobos me limpien hasta los huesos». Recordaba cómo poco a poco se fue haciendo con las dos fieras, apuntándolos con la escopeta, el dedo en el gatillo para un último extremo, pero sabiendo que no sería necesario porque de sobra sabe un perro lo que es un arma; y, al par que los amenazaba, hablando tranquilo y cariñoso, con aquella forma especial que él tenía de hablar a los perros que enseguida les daba confianza; y así, con amenazas y con halagos se los ganó de una manera que a la mañana ya comían en su mano, después de que pernoctaran en el chozo; que si no es por eso, de aquella noche no salen. Y recordaba, en fin, cómo se reía viendo la cara del pastor cuando al siguiente otoño le contó que había pasado la noche en su chozo; cómo juraba y perjuraba que aquello no era posible, y tuvo que darle detalles de todo lo que había en su cabaña e incluso de cómo le habían tomado una loncha del pernil de cabra que tenía en cecina; y cómo el hombre le miraba como a un bicho extraño y todo era decir que si alguien le hubiera contado que, sin estar él al, y con sus perros, alguien se había acercado siquiera a su majada, le habría llamado embustero; pero después de todas las señales que le había dado tenía que creerle; y eso, una de dos, o es que había hecho pacto con el Malo, o que había nacido con la Cruz de Caravaca ...

Abr los ojos sorprendido. Otra vez se había quedado transpuesto. Miró por la ventana. Había cesado la lluvia y comenzaba a clarear. Seguro que se despejaba el día. Era cosa de salir de una vez.

Ya dispuesto, con el morral en la mano y la escopeta al hombro, abrió la puerta del cuarto de la Mora. ¡Cosa más rara! La perra continuaba echada, sin hacer por levantarse, sin tan siquiera menear el rabo. Tan sólo alzó la cabeza y le miró con una mirada triste, una mirada desganada, como si le pidiera que la dejase en paz, que no la obligara a moverse. ¡Sólo faltaba eso; que se hubiera puesto mala la perra! Porque tenía que estar enferma para comportarse así. Claro que ella tampoco era la de antes, que en cuanto venteaba la escopeta se ponía como loca, saltando y ladrando, con unas alegrías que no había forma de sujetarla. Con los muchos años, ella también se había vuelto más tranquila, más reposada. Pero, eso sí, con todo no daba lugar ni a que la llamase. Cuando abría su cuarto ya la encontraba junto a la puerta, moviendo la cola y con los ojillos brillantes de gozo. Pero esto de ahora; esto de entrar ya preparado, con la escopeta al hombro, y que ella continuase tumbada, mirándole con un aire cansino, era algo que no había ocurrido nunca, algo que no podía comprender a no ser que estuviese enferma.

Se acercó y comenzó a acariciarle la cabeza y a hablarle de aquella forma especial que él tenía de hablar a los perros. No hablar por hablar, sino hablarles con el convencimiento de que le comprendían, de que se enteraban de lo que les estaba diciendo. «Vamos, Morita, ¿qué te pasa?, ¿estás mala o es que te haces la remolona? Anda, vieja, no vayamos a fallar el primer día.» El animal le miraba y miraba, hasta que, de pronto, se levantó. Le tanteó el cuerpo para ver si se quejaba. No, no parecía que tuviese dolores, que estuviera enferma ... Incluso empezaba a animarse, a mover alegremente el rabo ... ¡Cosa más rara! Serían los años, aunque quiso recordar que ya otra vez había hecho lo mismo.

, hora le venía la idea de ello, aunque borrosa, sin saber cuándo ni dónde ocurrió.

E

 

l dos caballos se puso en marcha escandalizando a toda la vecindad. Debería cambiar el tubo de escape; bueno, debería cambiarle un montón de cosas, aunque para ello necesitaba dinero y, ¿a ver de dónde? Porque también le pasaba al coche lo que a la perra y a él: demasiados kilómetros y demasiados años. El camino por el que ahora iba, lo hacía solito, sin necesidad de conductor. ¿Cuántas veces habría hecho él aquella ruta de las minas? Primero con el camión, cuando trabajaba para la compañía; luego, cuando se jubiló, con este dos caballos que le pasó su hijo y que para salir al campo le había venido como caído del cielo. Y a ellos también les había venido bien _pensó_; también se habían aprovechado lo suyo del cochecillo. Porque entonces, cuando se lo regaló su hijo, ninguno de ellos tenía coche, y, además de aprovecharse del vehículo, se pirraban porque estuviese en la partida, porque hacía ocho o diez años aún tenía más piernas y aún cobraba más piezas que todos ellos juntos. Por eso bien que le buscaban, bien. Igualito que ahora.

Lo que más le dolía era la falsedad; que no dieran la cara, que no fueran con la verdad por delante, y aun pretendieran quedar bien. No hacía aún ni una semana se había encontrado con el ebanista que, nada más verle, le soltó: «Bueno, abuelo, supongo que no estará haciendo usted planes para el domingo. Se viene con nosotros». No quiso

discutir ni decirle lo que le tenía que haber dicho, y se limitó a replicar que para él la caza ya se había acabado, porque eran ya ochenta años y además, desde que murió la mujer, no tenía ya ganas de nada ... Y el otro venga a insistir en que si ahora se iba ya a acobardar, y que no fuera tonto y se fuera con ellos, aunque sólo fuera unas horas por la mañana, que ya sabía él que todos le apreciaban, y que habían sido muchos años de cazar juntos ... y él se limitó a agradecérselo y a decir que no, que ya iba a colgar la escopeta. No quiso decirle la verdad: cómo hacía un año le había escuchado por casualidad quejarse con los otros de que el abuelo ya no estaba para esos trotes y que sólo era un estorbo; y que tampoco le parecía justo que, a la hora de repartir, todos iguales. Y nada más oírle _y bien ajeno estaba el otro de que

le escuchaba_, se dijo que una y no más; que él no estaba acostumbrado a que le regalase la caza nadie, y que con aquella partida no volvía a salir por nada del mundo.

Dejó el coche entre los dos acebuches que se alzaban junto a la poza, con la idea de volver por allí a la hora de comer. Pues una de las cosas que más echaba de menos eran aquellos manantiales que brotaban por todas partes en su tierra, aquellas fuentes de agua fría fina y helada que daba gloria llegar a ellas cuando más apretaba la calina. Porque

aquí el campo era más feo; aunque no, no era eso, porque también tenía su encanto, sobre todo en otoño y primavera que se ponía de verde que daba alegría verlo. Pero lo que no había era agua por todas partes, agua buena para beber. Y aquella poza, aunque de agua basta, servía al menos para que se refrescasen la perra y el vino. Así que, con la idea de

volver, cerró el coche sin tan siquiera tomar el morral. Con la percha tenía suficiente por si caía alguna perdiz o algún conejo. Además, había vuelto a entoldarse. Seguro que no se escapaba el día sin llover. Estaba decidido: a mediodía se volvía a casa.

Y es que, la verdad, le daba algo de reparo andar por el campo solo, con sus años y aquella pierna que no había vuelto a ser lo que era desde que el manazas del Emilio le metió la perdigonada y encima, al año, aquel otro chalado con la moto le echó la confirmación. Su hija siempre le estaba dando la lata con que cualquier día se iba a quedar en el campo; y era verdad. A lo mejor ése era su fin. Caerse y  quedarse tieso al pie de un chaparro, sin que nadie supiera de él hasta que, a los dos o tres días, le descubriesen por el olor. Aunque, bien mirado, aquélla era la muerte que le resultaría más propia, y también la más apetecible. Quedarse allí, en el campo, entre las jaras, los pulmones aún llenos con la última bocanada de aquel aire perfumado por las  plantas silvestres, mientras se iban apagando en él, y a la par, la luz del atardecer y el trino de los pájaros ... Incluso sería bueno que le enterrasen allí, en la dehesa. Que le enterrasen con su escopeta, como había leído que enterraban a los indios en la pradera, con sus flechas y su hacha, dispuestos para seguir cazando, pues creían que se continuaba cazando en el más allá, lo que, por cierto, no era una mala creencia. Porque tampoco sabía a quién se la podría dejar, pues, mira por dónde con tantos hijos y yernos, a ninguno le había dado por el campo. Aunque, por otra parte, la escopeta ya tenía un destinatario: se la dejaría a Manolillo, que bien iba a saber aprovecharla.

¡Aquél sí que era de ley, no como los otros! Aquél sí que le tenía apego, y cuando decía de salir juntos, lo decía de corazón. Y eso que él muchas veces se excusaba, porque sabía que era un estorbo para Manolillo; que ya no era capaz de seguir a su aire, y que cuando salía solo el muchacho, cobraba mucho más que cuando salían los dos. Y por eso, muchas veces le rehuía, porque Manolillo, aparte la afición, que la tenía loca, salía al campo a buscar el pan de los suyos, pues el pobre, con la pensión que le había quedado por la silicosis, poco podía hacer y tenía que arrimarse a lo que fuera; y antes sí tenía sus chapuzas, que trabajador era como pocos y se le daba muy bien todo lo de la construcción, pero ahora, con el paro que había, tenía que hacer cola; así que buscaba un alivio en el campo, con los espárragos, o los pajaritos, o la caza, o lo que fuese, que para todo era un águila. Por eso, un día que se había excusado de salir, y el otro le dijo que qué le había hecho para que de un tiempo a esta parte hiciera ascos de salir con él, fue y le largó: «Mira, Manolo, yo soy muy claro. Tú sabes que yo te aprecio como a un hijo y que te he dicho muchas veces que he tenido buenos compañeros de caza, pero ninguno como tú; pero, por eso mismo, te digo que me da reparo el acompañarte, pues de sobra sé que yo con mis años sólo te sirvo de estorbo. Y tú sales al campo, como yo cuando era joven, no sólo por divertirte, sino para llevar comida a tus hijos, que la necesitan. Así que por eso es por lo que muchas veces me excuso: para que tú puedas ir a tu aire, sin el engorro de cargar conmigo». Y mientras, el otro le dejaba hablar, sin hacer intención de interrumpirle, quieto y callado hasta que dijo lo que tenía que decir. Y entonces fue él quien habló, también muy serio y pausado, sin aspavientos ni alharacas: «Mire usted, abuelo. Hoy sí que me ha convencido de que está usted mucho más viejo de lo que creía yo viéndole en el campo y, permítame que le diga, un poco chocho. Por eso le consiento que me hable como me ha hablado antes, y no me doy por ofendido. Pero quiero que entienda una cosa: mientras usted pueda salir al campo con una escopeta, usted se viene conmigo. Y si matamos más, como si matamos menos, que también los conejos tienen derecho a vivir. Y en cuanto a lo que coman o dejen de comer mis hijos, eso es cuestión mía, y mientras yo viva, tampoco se van a morir de hambre. Así que no hablemos más y, por favor, no vuelva usted a salirme con esos disparates».

Recordaba las palabras de Manolillo mientras descendía la ladera en dirección a la rambla. Era allí, en aquellos zarzones que jalonaban el cauce seco, donde podría encontrar algún conejo. Delante de él la perra cogía alguna vez un rastro y agitaba alegremente la cola, pero de sobra sabía él que en aquel terreno no iba a hacer nada, pues todos los conejos que durante la noche habían rondado por allí, estaban ya en sus encierros. Así que caminaba distraído, recordando aquellas palabras de Manolillo y pensando que aquél no era como los otros; que si hubiera estado bien, hoy no estaría él cazando solo. Pero Manolo andaba últimamente pachucho, y llevaba unos días en la cama, con fiebre. No, no le gustaba nada cómo estaba aquel muchacho ... Y es que la puta mina acababa en unos pocos años con un hombre.

Así que andaba distraído, porque lo que menos podía figurarse es que fuera a saltar precisamente ahí. Ya lo decía el refrán ... La liebre se había acunado en mitad de la ladera, en un terreno que él había pateado durante años sin que jamás se levantara una y, mira por dónde, ahora se había quedado allí. Así es que entre su distracción y la sorpresa, cuando la tiró, ya iba muy larga. El primer disparo fue tirar por tirar, pero con el segundo estaba seguro de que le había tocado.

Ahora que, con el paso que llevaba, sabe Dios dónde iría a tumbarse. Llamó a la perra para que volviera, dejando su inútil carrera tras la liebre. La perra cesó de chillar. Pensó que, obediente a sus voces, regresaba, y reanudó el descenso de la ladera. Pero cuando transcurridos un par de minutos comprobó que la perra no había vuelto, tuvo en un sobresalto el presentimiento de lo que había ocurrido. Se había caído por el derrumbadero que se abría sobre el recodo que hacía la rambla.

Ni siquiera se aproximó al barranco para comprobar su presentimiento. Con la certeza del hecho bajó lo más deprisa que pudo lo que restaba de declive, hasta llegar al cauce seco. Durante un rato siguió el lecho caminando sobre el pedregal.

Había comenzado a llover, pero ni siquiera lo notaba. Jadeando, arrastraba su pierna mala, él mismo a punto de caerse. Por fin llegó al lugar donde el antiguo río torcía su curso. Allí, al pie del tajo que hacía miles de años habían abierto en la ladera las aguas torrenciales, vio a la Mora tendida entre la espesura de las adelfas.

Mientras se aproximaba, la perra levantó la cabeza. Pudo ver cómo por su boca entreabierta manaba un hilillo de sangre. Está reventada _dijo en alta voz, como si no estuviera solo, como si tuviese a su lado a alguien a quien pudiera comunicar su angustia_; está reventada _volvió a repetir. Cuando llegó junto a ella, intentó agacharse, pero las piernas se le rebelaron. Entonces, lentamente se dejó caer al suelo, quedando sentado junto al animal.

_Mora, Morita, ¿qué te ha pasado, vieja?, ¿qué te has hecho?_ Su voz, en la soledad del campo, le sonaba extraña, como una voz ajena. Posó suavemente su mano sobre el costado de la perra y ésta emitió un gemido de dolor. _Se ha reventado _volvió a repetir mientras dejaba la escopeta en el suelo y, en un gesto de desolación, cerrando los ojos,

los codos apoyados sobre sus muslos, descansaba la frente entre sus manos.

Y entonces surgió la escena. Surgió tan clara, tan real, que no parecía un recuerdo, sino algo que le ocurría allí mismo. La perra entre las zarzas _porque no eran adelfas, sino zarzamoras_; él en pie, a su lado, contemplando el hilillo de sangre que brotaba de su boca; él cogiéndola en brazos y volviéndola a dejar en tierra mientras decía: «No hay nada que hacer; se me reventó la pobre Mora».

Trabajosamente, ayudándose con la escopeta, consiguió incorporarse. Ahora estaba en pie junto a la perra, que gemía levemente. _Se me reventó la pobre Mora _dijo. Pero entonces eran zarzamoras en lugar de adelfas; y lucía el sol, mientras ahora estaba lloviendo; y no era un cauce seco, sino el arroyo de Tejadilla; y él estaba todavía en la cuarentena, mientras ahora ya había entrado en los ochenta años ...

La perra le miró tristemente. ¿Qué tendrían los perros que siempre saben lo que va a ocurrir? Eso es lo que le pasaba esta mañana: no que estuviese enferma, sino que sabía lo que le sucedería después. Por eso no quería levantarse. Como la otra vez. Sí, ahora recordaba lo que aquella mañana no pudo recordar; cuándo y dónde lo hizo la otra vez. Fue allá, en Castilla, hacía casi cuarenta años; la madrugada del día en que se despeñó.

Cuando apoyó la escopeta en su oído, la perra volvió a gemir.

_Vamos, Morita, vieja; no seas tonta; no tengas miedo. ¿Es que no te acuerdas ya? No se siente nada. Será como la otra vez, que ni te enteraste.

Un momento antes de apretar el gatillo, volvió la cabeza.

Después, lentamente, comenzó a andar, sin pararse a echar una mirada a la perra muerta junto a las adelfas, muerta entre las zarzas.

Ahora llovía a cántaros. El agua le cegaba los ojos. Nada de extraño tuvo que escuchase sus voces antes de verlos.

_Pero si es el abuelo ... _exclamó el ebanista_. ¡Demonio de hombre! ¿No me dijo el otro día que iba a quedarse en casa? Y ahora se viene solo y con este tiempo ... ¡Demonio de hombre!

El ebanista debió de notar algo extraño, porque, cambiando el tono, inquirió:

_¿Se encuentra usted bien, abuelo? ¿Le ocurre algo?

Él se limitó a mover la cabeza, denegando. Comenzaron a ascender la ladera lentamente, acomodando sus pasos a los de él, a pesar de la urgencia en que les ponía la lluvia.

El agua se deslizaba por sus mejillas arrugadas, de viejo ídolo de barro cuarteado. Después de todo, se alegraba de que estuviera lloviendo, porque, de esa manera, ellos no podían verle las lágrimas.

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Expediente de cierre

      Me despierta el silbido del calentador. El reloj, de esfera fosforescente, marca las siete y media. De nuevo cierro los ojos…Durante unos minutos _o segundos, ¿quién podría decirlo?_ creo dormir… El chorro del grifo del lavabo me vuelve a la realidad

      Pienso que se está bien aquí, en el cálido nido de la cama, frente a la fría hostilidad de la luz borrosa, de esa neblina de día invernal enseñando su  feo hocico al otro lado de los cristales…Pero oigo correr el agua del lavabo…Y ese sonido es, para mí, como una pantalla cinematográfica  que me permite ver toda la escena… Él está en camiseta, chapoteando en el agua fría que deja correr para lavarse en el mismo chorro, abierto el desagüe para que no se llene el lavabo. Ahora resopla, mientras se frota violentamente con la toalla para avivar la circulación de la sangre y entrar en calor. Ha cesado el ruido del agua caliente. Se está afeitando. Moja la brocha en la bacinilla de agua templada y comienza a frotarla en la barra cilíndrica del jabón. Hace muchos años, en su cumpleaños, me presenté con una maquinilla eléctrica. Al día siguiente estaba otra vez en el comercio, devolviéndola… Ahora tiene la cara cubierta por esa crema de inmaculada blancura, que tanto me impresionaba   de niña, y comienza a abrir en aquella homogénea superficie nevada, en aquella inviolada estepa ártica, amplias sendas con la navaja barbea. Se frota la arrugada piel con esa piedra rosa, esa extraña piedra que yo siempre unía a tesoros ocultos. Pone en la palma de la mano un chorro de loción y, suavemente, se restriega las mejillas, el cuello y la barba. Puedo sentir el olor, el olor de  mi niñez, el hermoso olor de los hombres, el olor de mi padre…Ya ha terminado; pronto oiré su voz, pidiendo a gritos el desayuno. Tengo que levantarme.

        Recuerdo la felicidad  de los primeros días, la felicidad humilde y maravillosa de levantarme pasadas las nueve; la felicidad de despertarme pronto, condicionada por el  hábito de toda mi vida para, en lugar de levantarme, permanecer en la cama tibia pensando: no tengo prisa, no tengo que estar en  pie a las siete y media para prepararle el desayuno, para disponer todas las cosas antes de las ocho, su hora de salida; no tengo prisa, puedo seguir aquí, en esta dulzura cálida, puedo aún dormir una hora más, una mágica y celestial hora... Sí; recuerdo, como un sueño, la felicidad de aquellos primeros  días en  que podía levantarme pasadas las nueve porque él también permanecía en la cama, porque él tampoco tenía que salir... Recuerdo aquella pobre y humilde dicha, tan breve, tan lejana...

      En fin, cada uno tiene su sino. Por supuesto, Mary y Lucía vienen frecuentemente; rara es la semana que faltan. ¡Y qué dulces, qué cariñosas durante sus visitas! Todo es papá, papá... "Papá, ten cuidado con lo que comes. Papá ¡ese tabaco! Pero cómo le pones otra taza de café, hija; luego así anda él con la tensión..." Resulta casi conmovedor verlas así, tan buenas hijas, tan maternales...Después, claro, que si el marido, que si los hijos..., se van. Y aquí nos quedamos. Él y  yo. Yo, la gruñona, la del mal carácter, la del genio tan fuerte que por eso, sin duda, te quedaste soltera; la hermana mayor, la que se hizo cargo de todo cuando murió mamá y aún sigue igual, haciéndose cargo de todo...Sí; él Y yo... La hija con su padre...

      Casi adormilada me pongo las medias, los zapatos, la bata. Entro en la cocina, caliento el café con leche y le preparo la tostada. Dejo la bandeja en la mesa del comedor, mientras le oigo zascandilear por el despacho arreglando sus papeles. Bajo a la calle a por el periódico. En estas pequeñeces, se va casi una hora. Dentro de nada, el bueno de Liborio estará llamando al timbre.  

       En el fondo, no me quejo. Al menos sé que no está solo, aunque a veces me angustia pensar que un día seré yo la que posiblemente estaré sola, completamente sola. Pero después de todo, fui yo quien elegí. Aunque, bien pensado, tampoco elegí nada. Murió mamá y yo dejé los estudios, ¿para qué iba a terminar la carrera?; ocupé el lugar de la madre, me hice cargo de la casa, y aquí estamos. Las cosas vinieron así, no hay que darle más vueltas. Sólo que, pienso, todo podía ser algo mejor, más fácil...

      No son aún las nueve, cuando un discreto timbrazo anuncia la llegada de Liborio. Liborio es pequeño, sonrosado, con la cabeza redonda como un garbancito. Liborio sonríe como pidiendo perdón, anda y mira como pidiendo perdón... Liborio viste siempre de gris oscuro, con chaquetas de deshilachadas mangas. Los puños y los cuellos de sus camisas vocean a los cuatro vientos que no hay, que no ha habido nunca una mujer en su vida…Hoy, como la mañana es fría, Liborio oculta mejor esa soledad con una bufanda que le tapa una buena parte de la  boca. Liborio, sonriendo, levanta hacia mí sus oscuros ojillos de pájaro, y pregunta:

      _¿Está ya don Juan en su despacho?

      Sí; no son las nueve pero don Juan espera ya en su despacho la llegada de Liborio.

Este golpea tímidamente la puerta. La voz de papá, aún fuerte, aún seca y utoritaria,

gruñe: "¡adelante!". Me alejo hacia la cocina; sin necesidad de verla la escena que se repite casi todos los días, surge ante mí.

      Papá, de forma brusca, gruñe un "¡a buenas horas llega usted, Liborio!".

      "Aún no son las nueve, don Juan". Papá se sulfura: "Bueno, bueno, Liborio; no tengo ganas de comenzar la mañana discutiendo con usted". Calla el hombrecito pero, mirando fijamente a mi padre, saca su grueso reloj de bolsillo, lo examina ostentosamente, mira a mi padre sin decir nada, le da cuerda y lo vuelve a guardar en el bolsillo del chaleco. Mi padre, parapetado tras su gran mesa de despacho, se ha sumergido en unos legajos y parece ignorar la presencia de Liborio. Este cuelga el abrigo y la bufanda en el perchero y toma asiento en la mesa pequeña situada junto a la pared de la derecha de la entrada, a la izquierda de mi padre, colocado en el fondo. Reina el silencio durante un rato, un silencio que rompe papá diciendo algo como "porque no sé si sabrá que tenemos mucho trabajo..." Liborio, entre tanto, ha sacado una petaca de cuero llena de picadura y un librito de papel de fumar _y yo me pregunto dónde pueden encontrarse aún esas cosas_, lía un cigarrillo delicadamente, casi con mimo, y lo fuma despacio, muy despacio, afirmando en el sencillo acto la legitimidad de su derecho. Mi padre masculla que las cosas no salen, se atrasan; los expedientes se amontonan, esto no puede seguir así...,lanzando a Liborio una mirada, más que enojada, irónica; una mirada que encierra toda una pesimista concepción del mundo y de sus posibilidades de cambio. Impávido, Liborio soporta las miradas de mi padre mientras consume su pitillo, mientras detenta su derecho. Después, abre el portafolios que hay sobre la mesa, toma unos papeles, saca del bolsillo interior de su americana una estilográfica  _una vieja Parker que compró Dios sabe cuándo, y que ningún bolígrafo del mundo podrá desterrar_  y da comienzo a su trabajo de cada día...

      Mientras, yo continúo con el mío... Bajo a la calle. Paso por la panadería, la carnicería, la tienda de ultramarinos. Voy de una tienda a otra, escuchando distraídamente el parloteo de las mujeres, las amas de casa, mis iguales... Escucho su cháchara y, a veces, yo misma tomo parte de ella... Esperando que nos despachen la fruta, la carne,  el pescado, hablamos de cómo está la vida, de cómo ha subido todo, de cómo tal o cual cosa es cada día más cara y peor y ya no se puede vivir... Hablo de estas cosas que son las mismas de las que hablamos ayer, las mismas de las que hablaremos mañana. Mecánicamente, participo en los ritos de este pequeño mundo, el mío, tan distinto de aquel que en mi juventud deseé. Y entre tanto, puedo imaginar lo que ocurre en este otro mundo pequeño, cerrado y repetido; en ese mundo ritual del despacho de mi padre.

      Papá examina un expediente. Sus ojos cansados pasan sobre la apelmazada prosa administrativa, sin captar del todo su sentido. A veces el sueño, calladamente, como un ladrón, le asalta traicionero. Durante unos instantes, sus ojos se cierran. Una brusca cabezada le saca de su sopor. Mira, casi aterrado, a Liborio, temiendo haya podido sorprender ese pasajero momento de debilidad... No; parece que no... Liborio intenta vanamente concentrarse sobre una larga suma de guarismos que no acaba de cuadrar. Papá dice algo como: "Mire, Liborio, tiene que prepararme una recopilación de los reglamentos de precedencias de ordenación de autoridades y corporaciones"; o bien algo corno "Liborio, haga el favor de traerme el pliego de cláusulas generales para contratos de estudios y servicios técnicos del departamento"; o, más simplemente: "Mire, Liborio; aquí tenemos otra carta de los Crevillente. Es intolerable que este asunto siga rodando por ahí”. Y Liborio abre el cajón de su mesa, saca un montón de carpetas  verdes atadas con cintas rojas, revuelve papeles de diversas formas y tamaños _papeles mecanografiados, reintegrados, firmados y sellados; instancias que acaso sean de hace dos años, o de hace diez, o veinte, o treinta; solicitudes cuyos firmantes posiblemente hace lustros alcanzaron su objeto o, sin alcanzarlo, se dieron por vencidos, resignados; solicitudes firmadas por gente que, quizá, hace años ya murieron…Y repasando aquellos papeles, contesta alguna de aquellas cartas, redacta un oficio dirigido a algún organismo puede que ya extinguido, y después de ordenar minuciosamente el portafolios, pasa todo a la firma de papá…

      Subo la escalera con la compra cuando me cruzo con Liborio. Sí; son las once de la mañana. Un nuevo rito acaba de cumplirse. Después de consultar su reloj, como todas las mañanas desde hace treinta años, dice a papá _no es una pregunta, sino una aseveración__: "Don Juan, ¿puedo salir a tomar el café?" Y don Juan, como todas las mañanas, gruñe: "Sí, Liborio; pero no se duerma usted. Ya sabe el atraso que tenemos..." Y el hombrecito, embutiéndose en su abrigo y bufanda, sale.

      Al cruzarnos en la escalera, me saluda con su tímida sonrisa. Ahora en el bar de la esquina, goza de las delicias del café de la media mañana. Le lleva su buena media hora el consumir la minúscula taza, media hora que papá aprovecha para devorar el ABC que yo le entré y que se había apresurado a guardar en su cajón. Lee, tranquilo al principio, más nervioso, atento al menor ruido, como colegial que hojea una novela aprovechando la salida del profesor, conforme se acerca la hora del probable regreso de Liborio. Y cuando el timbrazo de la, puerta le anuncia la posible vuelta de su subordinado, se precipita a guardar el periódico en el cajón, poniendo esa cara entre resignada y escéptica que tan sólo se alcanza tras muchos años de servir a la administración, ya muy al tanto de sus tristes entresijos. Liborio entra; papá mira al reloj y, después, al administrativo con esa tristeza resignada e irónica que dice más que cualquier discurso sobre el destino de este desdichado país y la incorregible irresponsabilidad de sus hijos. Y Liborio, como todas las mañanas, sosteniendo con estoicismo heroico la mirada de la gorgona, refunfuña por lo bajo algo sobre la imposibilidad de hacer nada con la penuria de recursos humanos del Departamento. Después, cada uno vuelve a su tarea.

      En la cocina, preparo la comida y la cena. Es el fin de mi diario trabajo. Esta tarde saldré con Enriqueta, con Pepita, con Charo... Seguramente iremos a sentarnos para tomar el té con pastas en una de esas raras cafeterías que aún no ha descubierto nuestra despendo lada juventud. O puede que no. Con suerte, Charo habrá sacado entradas para algún teatro, una de esas maravillosas comedias mundanas que tanto le gustan y de las que invariablemente sale diciendo: "Chica, es muy divertida, no me lo negarás; si no fuera tan verde..." A lo que Enriqueta, siguiendo el juego, añadirá que esto es ya una desvergüenza, y no sabe dónde vamos a llegar...; mientras yo guardo silencio, acostumbrada como estoy a tragarme mis comentarios... Sí, como casi todas las tardes, mientras papá está en el casino, saldré con Charo, con Pepita, con Enriqueta... (Y qué viejas, qué ajadas que están; qué viejas estamos, Dios mío...) Saldré con ellas y me pasaré la tarde pensando que estaría mucho mejor en mi casa, leyendo; (pero no puedo estar siempre encerrada, tiene que darme el aire, tengo que salir). Nos sentaremos en una cafetería... O iremos al teatro, o al cine, a esa sesión que ellas siguen llamando "del vermut", lo mismo que en los años cuarenta, para volver a eso de las diez, tomar con papá una cena ligera y, tras ver un rato la televisión, irnos a la cama...

     

       Son casi las doce de la mañana. La hora en que papá, mirando el reloj, se lamenta ante Liborio de que ya apenas le queda tiempo para visitar al Interventor, o al Jefe del Departamento de Recursos, o al Subdirector General de lo Contencioso; que ya casi no le queda tiempo para ver a cualquiera de esas altas y misteriosas  personalidades con quienes, en turnos cada día distintos, despacha todas las mañanas del año... Apresuradamente, toma su sombrero y su gabán y sale a la calle. Liborio espera unos minutos, inclinado sobre sus papeles. Después, va a su abrigo y coge del bolsillo el ABC. Sabe  que dispone de una larga hora bien cumplida para entregarse a una lectura tranquila y plácida, sin ningún sobresalto. Porque durante ese tiempo, don Juan, sentado en la mesa del café en el que hace un rato su administrativo dio largas a su cortado, realiza su consumo de alcohol con esa fruición que proporciona el saltarse todas las normas médicas y todas las admoniciones filiales. Después pasea calle abajo, buscando el sol, hasta llegar al cuchitril de libros viejos de don Braulio _judío y masón según papá_ a quien sin embargo visita todas las mañanas, pues les une el común amor al género chico y a los dimes y diretes de aquellos gloriosos tiempos que van de la Restauración al Alzamiento. Con acritud, con hostilidad, desde posturas que jamás podrán encontrarse, discuten sobre cualquier hecho de aquel periodo, aportando cada cual en apoyo de sus antagónicas tesis un repertorio de datos nimios y de anécdotas semidesconocidas realmente admirable. Durante casi una hora, masón y ultramontano hablan de los tiempos idos, de los políticos y saineteros muertos. Por último don Braulio sacará un tomo polvoriento que mi padre hojea y comenta largamente, para, tras una larga discusión sobre el precio, cargar al fin con él y así engrosar su extravagante biblioteca.

      La una de la mañana. Papá ha vuelto a sentarse en su imponente mesa de despacho. Tras concentrarse un momento en la lectura de uno de esos papeles que siempre hay sobre su mesa, saca un cigarrillo y, dirigiéndose a Liborio con voz afable dice: “Oiga, Liborio, he visto hoy en el ABC..."  Ha llegado el momento en que, durante una hora, señor y siervo, olvidadas todas las categorías, todas las murallas levantadas por la estructura de cuerpos y escalafones, pasan revista a los acontecimientos diarios con esa plena satisfacción a la que sólo se accede desde una total identidad de ideología; desde una comunión plena en los juicios, costumbres y valores. Y así, en un acorde perfecto que se extenderá hasta las dos y media, don Juan y Liborio ponen epílogo a su jornada administrativa.

       _Hasta mañana, señorita Isabel... Con su tímida sonrisa, con sus pasitos menudos, con su gabán gris y su gruesa bufanda que cubre el mal planchado cuello de su camisa y oculta su soledad irremediable, el hombrecito se va... Sonrío, respondiendo a su humilde despedida. Sonrío con una ternura que seguramente él no sabe captar. Quiero a este anciano pequeño y ridículo; quiero a este hombre a quien, salvo su madre, posiblemente ninguna mujer quiso nunca.

      Era una niña cuando le vi por primera vez. Recién llegados a Madrid, alquilamos esta casa de la que ya nunca habría de moverme. Un día, no sé por qué, fui al Ministerio, al despacho de papá. Una pepona con acné, de gruesas pantorrillas cubiertas de medias negras, afeada por uno de aquellos uniformes con los que, en la inmediata posguerra, nos disfrazaban a las alumnas de los colegios de monjas: bandas rosas, bandas azules, bandas blancas. Medallones de hijas de María. Pías mojigangas sobre la hipocresía maliciosa de nuestros trece años... Miradas de complicidad, secretitos al oído, risitas tontas. Así era yo; así entraría yo en aquel gran edificio lleno de guardias y de ujieres, al lado de mi padre, recio e imponente,  un funcionario importante. Y allí, en una mesa pequeñita, en un cuartito adosado al gran despacho de papá, estaba él. "Mira, Isabelita, este señor es Liborio..." Entonces le vi por primera vez... Un hombre de la edad de papá, pero ya empequeñecido, ya menudo e insignificante, ya con la marca de la vejez.

       Sin necesidad de volver a verlo, de tratarlo, me fui familiarizando con él, como todos los de casa. Era nombre constante en nuestras comidas, cuando papá hablaba y hablaba de ese mundo suyo de expedientes, de papeles; ese mundo en el que el inútil de Liborio, el desastre de Liborio, ocupaba un lugar destacado. De creer a papá, aquel funcionariete era capaz de dar él solo al traste con todo el país. Afortunadamente allí estaba él, velando para enmendar sus errores, para remediar sus catástrofes... Sin duda, debido a esa necesidad de vigilarlo, siguieron juntos. Pasaba papá a una nueva dependencia, y con él Liborio, su cruz. Corrieron los años, y en nuestra casa Liborio seguía presente. A veces, muy de tarde en tarde, volvía a encontrármelo. Cambiábamos sólo unas pocas palabras. Yo era para él una persona extraña, lejana; para mí, casi un familiar...

      Recuerdo el día del entierro de mamá. La casa llena de gente que entra, que sale. Sobreponiéndome al dolor, me hago cargo de todo, pongo un cierto orden en aquel caos. Papá, tan grande, tan imponente, se ha derrumbado; moviéndose como un autómata, recibe inclinaciones corteses, estrecha manos, se deja estrujar en ostentosos abrazos... Cansada, asqueada y dolorida, deseando que todo acabe y de una vez me dejen sola, voy y vengo por la casa. De pronto, en un rincón, casi perdido, me topo con él, el hombrecito vestido de gris, con su corbata negra. Con ese gesto suyo humilde, con ese gesto de pedir por todo perdón, me tiende la mano. No dice nada. No necesita decir nada. Yo sé que, de todo aquel protocolario carnaval, la única persona que realmente comparte mi dolor es él...

      Murió mamá y las hermanas se casaron. Seguimos en esta casa que ya era demasiado grande para papá y para mí. Papá ya no hablaba tanto en la mesa. Los últimos diez años pasaron como un sueño. Sin damos cuenta, llegó la jubilación. Un día fui al Ministerio, acompañándole para resolver un trámite de habilitación. Allí encontré a Liborio. "Buenos días, señorita Isabel". "Buenos días, Liborio. Qué ¿usted no se jubila?". "Sí, señorita, el mes que viene, el mes que viene".

      Eran aquellos días maravillosos en que permanecía en mi cama hasta bien pasadas las nueve. Pero una mañana todo acabó. Llamaron a la puerta, y allí estaba él. "Buenos días, señorita IsabeL." Antes de poder contestarle, ya estaba papá gritando: "Pase, pase a mi despacho, que se nos hace tarde..." Salió a las dos y media. Papá no dio ninguna explicación, pero a la noche, como de pasada, me dijo: "Sabes, mañana vendrá Liborio a las nueve..." En efecto, llegó a las nueve y, cuando se iba a las dos y media, se despidió con su sonrisa humilde: "Hasta mañana, señorita Isabel..."

      Lo comprendí de golpe... No tuve necesidad de ninguna aclaración, no tuve necesidad de atormentar a mi padre, obligándole a perderse en explicaciones embrolladas. Fue como un relámpago. Vi el ritual, la ceremonia con que querían exorcizar al tiempo y a la muerte. Los mismos actos, las mismas palabras, los mismos gestos, los mismos papeles y expedientes... No; no existía la jubilación, la segregación dolorosa y humillante... Sólo hubo un cambio de destino; un cambio más de los muchos que habían tenido durante casi cuarenta años... Pero ahora, el nuevo despacho estaba en nuestra casa...

      No sé cómo empezaría todo. Sería un encuentro casual. Un hablar de los asuntos de apenas hacía un semestre. Una referencia a un expediente inconcluso. Un decir, como de pasada, "podía usted pasarse por mi casa a echar una mano". O ni siquiera eso; acaso un simple ademán, un cambio desolado de miradas...

      Papá me llama. Algo necesitará de mí. Soy su hija, quien le cuida y vela por él. Pero este hombrecito que vendrá mañana a las nueve es para él algo más, mucho más que yo. Lo comprendo muy bien; acaso, por eso, me siento tan sola...

      A veces, por las noches, a pesar mío, imagino el fin de la historia. ¿Quién de los dos será el primero en faltar? Quisiera tener a papá aún mucho tiempo; y aun cuando sé que, si Liborio muere, él vivirá muy poco y sus días finales serán muy duros para mí, deseo que esto sea lo que ocurra. Me aterra sólo imaginar la angustiosa soledad que habría en su mirada cuando, vestido de gris con su corbata negra, perdido en el último rincón, me tienda, humilde y silencioso, su temblorosa mano.

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La nieve

Cuando volvió en sí tardó algo en hacerse cargo de la situación. Se encontraba en una hoya profunda, abierta por el estallido de una granada. Le dolía la frente, junto a la sien, y cuando se la tocó notó que tenía un coágulo de sangre seca. Yacía sobre las raíces de un árbol arrancado por la explosión, y pensó que al caer en la hoya arrojado por la fuerza de la onda expansiva, era con aquella raíz con lo que se había golpeado.

Tras dos días de batalla el enemigo se dispersó batiéndose en retirada. Oyó el cañoneo más al norte y se dijo que él tenía que ir hacia allá para unirse con las fuerzas que le habían dejado atrás en su ciega persecución. Se levantó y tras algunos esfuerzos consiguió salir de la hoya. Estaba aterido y cubierto de nieve; la nieve menuda que, agitada por el viento en furiosos torbellinos, se clavaba en su rostro como agujas de fuego.

No habría andado un kilómetro siguiendo el ruido del cañoneo, cuando escuchó unos débiles gemidos que surgían tras unos arbustos. Se arrojó al suelo y, arrastrándose, con el fusil preparado, se aproximó hacia ellos. Tendido boca arriba, con los brazos en cruz, yacía un soldado.

A la débil luz del anochecer, por el uniforme y el pañuelo rojo y negro, que era un enemigo. Estuvo a punto de disparar, pero un quejido débil le detuvo. Inclinándose sobre el caído, comprobó que era muy joven, casi un niño. También comprobó que tenía todo el muslo izquierdo desgarrado por la metralla.

Aquella cara aniñada le recordó a su hermano Enrique. Se sentó junto al herido, rasgó con la bayoneta el borde inferior de su capote, y procedió a vendarle el muslo fuertemente para contener la hemorragia. Pensaba que era inútil, pero sin embargo ponía toda su atención en aquel vendaje.

EL herido gemía débilmente. Para entretenerlo, le dijo:

_Eres casi un niño. ¿Cómo es que estás aquí? Seguro que eres un voluntario.

Y como el herido no contestara, continuó:

_Valiente tonto. Yo, en cambio, estoy aquí porque me obligaron, porque llamaron a mi quinta. De cuando si no me iba a haber metido en esta guerra de mierda.

Cuando terminó el vendaje, había entrado la noche. Continuaba la nevasca. Se escuchaba, ya algo lejano, el cañoneo, y más cerca el largo y lúgubre aullido de los lobos.

Cuando se incorporó, el muchacho le agarró por la parte inferior del pantalón, y le suplicó débilmente:

_No me dejes así. ¡Mátame! ¡Pégame un tiro, pero no me dejes aquí para que me devoren los lobos!

Por un momento se mantuvo erguido, indeciso. Por fin inclinose y, cogiendo con cuidado al herido, se lo echó a la espalda.

_Agárrate fuerte _le dijo_, agárrate a mi cuello.

Comenzó a caminar con el muchacho a su espalda. El peso no le agobiaba demasiado. Antes de la guerra, cuando trabajaba de peón agrícola y de vez en cuando era arrojado al paro y al hambre, para sobrevivir se lanzaba a la caza furtiva, y más de una vez había tenido que caminar por el monte varias leguas con un marrano o un venado a las espaldas. Aquel muchacho no pesaba más. Lo peor era el frío y la borrasca.

La nieve le venía de frente, cegándole. Si volviese la espalda a la ventisca caminaría mejor, pero la única salvación era marchar hacia el norte, guiado por el lejano cañoneo.

El pecho le pesaba, ahogándolo, y las piernas, entumecidas, se movían rígidamente, como si fueran de palo, marchando sin alzar apenas los pies del suelo. El herido abrazaba fuertemente su cuello, agravando la sensación de ahogo. Notó que sus brazos se habían vuelto rígidos y que le estrechaban como un dogal de madera.

Escuchaba el cañoneo cada vez más lejano y esparcido. Andaba y andaba progresivamente más lento. Ahora apenas sentía sus piernas. Dio un traspié y cayó boca abajo, con el muchacho a sus espaldas.

Hizo un leve esfuerzo para levantarse, pero desistió. Ahora se sentía envuelto por un aura tibia y dorada, por una dulce sensación de somnolencia que pesaba sobre sus párpados.

Había cesado la ventisca y la nieve caía en grandes copos mansos. Así continuaría cayendo durante toda la noche.

(De Veinticinco instantáneas y cinco escenas infantiles)

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  PLAZA DE LA ÓPERA

    Ya bien entrada la noche fría de octubre eran pocos quienes aún rondaban en la plaza de la Ópera, a las espaldas del Teatro Real. Se había despejado la entrada principal, que en aquella noche de gala había llenado la plaza de Oriente de carrozas, carruajes y coches de alquiler y allá, en las traseras, tan solo estaban los cocheros de algunos simones sin servicio y algunos randas trasnochadores que se agrupaban en torno al fogón de la castañera y el puesto de azucarillos y aguardiente para, por fuera y por dentro, matar el frío.

Destacaban en aquella concurrencia dos caballeros bien trajeados que tampoco presentaban la pinta característica del señorito calavera. Uno, ya entrado en años, era grueso, coloradote. El otro, algo más joven, alto y fuerte, moreno, de espesas cejas y ojos negros de mirada profunda. Ambos pidieron dos copas de aguardiente y, mientras bebían, prestaban atención a las palabras que el dueño del aguaducho dirigía a uno de los cocheros.

      _Pensarás lo que quieras _decía_ pero yo fui un buen barítono y canté en teatros muy principales de España e incluso del extranjero. Precisamente esta ópera, Un ballo in maschera, fue crucial para mí. En La Fenice se la escuché al genial Battistini, y eso me marcó. Estaba obsesionado con aquel papel, y en mi interior resonaba  continuamente  la voz del rey de los barítonos. Un año después la canté en Zaragoza. Mientras cantaba, seguía escuchando por dentro la voz de Battistini. Y de pronto, se quebró la mía. Ese fue el fin. Y es que si uno mira fijamente al sol, se quema los ojos.

       Los concurrentes escuchaban con sonrisa incrédula. También sonreía el caballero moreno que había pedido otra copa, pero en aquella sonrisa, más que burla, había ternura. El del aguaducho, molesto con el cochero, dijo:

      _¿No me crees? Ahora verás.

      Y con una voz débil y algo vacilante, pero bella, comenzó a cantar:

        Eri tu che macchiavi quell'anima

        La delizia dell' anima mía:

        Aquí tuvo que interrumpir su canto por un ataque de tos. Bebió un poco de aguardiente e hizo un gesto de des_ ánimo, como si se diera por vencido.

        El caballero moreno apoyo un momento la mano sobre su hombro. Después chocó en un brindis su copa con la suya. Dejó la copa sobre el mostrador y separándose un poco, continuó el aria:

         Che m'affidi e d'un tratto esecrabile

         L 'universo avveleni per me

         Era una voz dulcísima y potente. Un cálido chorro de plata líquida que endulzaba la noche, llenando la plaza entera.

Traditor! Che compensi en tal guisa

Del amico tuo primo la fe!

O dolcezze perdute! O Memorie

d'un amplesso che l'essere india!...

         Se habían abierto varias ventanas asomándose a ellas los vecinos. Al aguaducho se acercaban apresurados algunos transeúntes. También se aproximaba el sereno que, al estar junto a él, golpeó el suelo con su chuzo.

        Entonces el aguador, saliendo de su puesto, sujetó el brazo del sereno mientras le decía:

      _Silencio, gallego, y prostérnate. El gran Titta Ruffo está cantando ahora para nosotros, los pobres...

(Veinticinco instantáneas y un prólogo)

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    EL COLCHÓN

     _ Y la culpa, señor cabo, la tiene esta mujer, que tuvo que empeñarse en que el abuelo nos acompañase a la boda de su sobrina. Y mira que yo le dije que su padre no estaba para bodas, pero ella arre que arre y hasta que no vio al viejo encaramado en el carro no paró. Y no crea usted que el trayecto es un paseo, que son casi ocho horas bajo la solanera.

     »Sí, señor cabo, abrevio, pero es que tengo que ponerle en los antecedentes para que usted comprenda. El caso es que el viejo, que nunca ha sido morigerado, se hartó de comer y de beber; así que cuando a la mañana siguiente me lo encontré tieso, no se crea que me llevé ninguna sorpresa, no señor.

     » Y ahora viene la otra manía de esta mujer, la de que a su padre había que enterrarlo en su pueblo. Y por más que yo le decía que eso no podía ser, que debíamos enterrarlo donde había muerto, ella con su perra de que su padre tenía que reposar en donde había nacido y pasado toda su vida. Y yo que aquello no podía ser, que si era necesario para el traslado hacer una serie de trámites y llenar un montón de papeles. Y entonces fue cuando saltó ella con que ni trámites ni papeles; que lo único que había que hacer era envolverlo en el colchón.

    »Sí, ya sé que eso no está bien, que no se puede llevar un muerto por ahí de cualquier manera. Pero qué quiere que le diga... Usted no sabe cómo es esta mujer, machaca y machaca. Además el cadáver estaba bien envuelto,  primero  en una manta y luego en el colchón, que no había quien lo notase...

    »Total que nos pusimos en camino. Llevábamos cinco horas bajo el sol, cuando pensé, y ésta sí que fue mi culpa, que podíamos detenemos junto al río para comer y refrescarnos. Metimos el carro en una arboleda y nosotros fuimos hasta el río, apenas cincuenta metros más abajo. En ningún momento perdimos el carro de vista, pero el caso es que cuando volvimos, se habían llevado el colchón.

    » Y esto es lo que vengo a denunciar, señor cabo: Que nos han robado el colchón. Tiene que haber sido una partida de gitanos que siempre anda rondando por allí, pero asegurar no puedo asegurarlo. El colchón no creo que pueda recuperarlo, y bien que lo siento porque era un colchón de matrimonio nuevecito. Pero lo que sí quiero es que quede constancia de que dentro iba el cadáver de mi suegro. Y como esos desalmados en cuanto lo descubran lo dejaran tirado por ahí, repito que quiero que quede constancia de lo que pasó para que cuando aparezca no tenga yo que cargar encima con el muerto...

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LA INICIACIÓN

         Que uno vaya de niñas la primera vez, porque cuando se está en la mili un hombre debe conocer mujer, y se encuentre con que la moza que va a iniciarle  es su propia hermana, es algo que sólo me ha ocurrido a mí. Y lo mejor es que cuando me entró en su cuarto y comenzó a desnudarse no la conocí, pues aparte de los años transcurridos, aquella tía rubia y pintarrajeada  poco tenía que ver con la muchacha morena que yo guardaba en mi memoria. Pero el caso es que desde el principio la encontré un no sé qué familiar que me hizo permanecer quieto, mirándola embobado. Y ella, que tampoco me había conocido, y mal podía conocerme, pues yo era un crío cuando se fue, me dijo: "Vamos, desnúdate. ¿O es que te doy miedo?" Y fue por la voz por lo que la conocí, y más cuando se quitó la combinación y vi en su muslo derecho aquel antojo que tenía y del que decía mi madre que menos mal que le había salido en la pierna y no en la cara. Entonces ya no tuve la menor duda, así que me acerqué a ella y le dije: ¿Es que no me conoces, Amparito? Y ella, crispando la boca como la crispaba cuando se ofendía, replicó: "Qué dices tú de Amaprito. Yo soy Rosa". Mas sin hacerle caso, insistí: "¿Pero es que no me conoces, Amparo? Soy tu hermano Teo."

        Entonces ella dijo "Teo"  mientras me tomaba la cara con las dos manos y me miraba fijo, fijo. Después me dejó y se sentó en la cama y allí permaneció inmóvil su tiempo. Y aunque no soltaba ni una lágrima yo sabía que estaba llorando por dentro. Y era igual que la tarde aquella tan lejana en que se fue. Ella sentada, inmóvil, sin decir nada, sin moverse, mientras le gritaba mi hermano Alejandro. Sin decir nada, pero llorando por dentro.

        Lo curioso es que padre también estaba callado. Y era Alejandro, mi hermano mayor, quien hacía todo el gasto. Y ahora, viéndola allí medio desnuda y sentada en la cama, recordaba aquella escena tan lejana como si fuese ayer.

          _Vamos _gritaba_ di quién ha sido para que cumpla. ¿No quieres decirlo? Se habrá acostado la muy zorra con medio pueblo o con algún casado y por eso se empeña en callar. Menos mal que madre ya no vive para verte. Pero si sigues así, sin decir quién fue, ya sabes lo que te espera.

         Le esperaba lo que a todas las mozas de mi pueblo que quedan preñadas y no tienen a nadie para responder. Irse. Nunca más supimos de ella ni nadie volvió a pronunciar su nombre.

         Y ahora estaba allí, sentada en la cama medio desnuda y llorando por dentro. De pronto se levantó y, acercándose, fue y me dijo: "¡Ay, Teo! Mi Teo ya es un hombre. Un hombre que se dedica a ir con malas mujeres para gastarse el dinero y pillar lo que no tiene."

         Y cuando le contesté, y aún no sé por qué, que era la primera vez que iba a una casa, me preguntó que si nunca había estado con una mujer. Denegué con la cabeza. Entonces ella acarició mis cabellos y dijo como  para sí: "Con quién mejor que con la propia hermana."

         La aparté de un empujón. Pero ella, con una sonrisa triste, me dijo: "¿Por qué no con el hermano, si antes ya lo hice con el padre? " Y al ver mi gesto de asombro, susurró. "Claro, tonto. Por eso estaba tan callado padre, y yo tenía que callar también."

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EL VIEJO

      Generalmente en el patio no nos mezclábamos los políticos con los comunes, pero yo me saltaba la regla cundo veía al viejo perorando ante un círculo de novatos.

      La verdad es que el viejo tenía prestancia. Tenía prestancia aun en la cárcel, con su traje raído y su camisa sucia, pero siempre bien aseado y afeitado. Alto, delgado, con el pelo blanco y unos ojos oscuros y melancólicos, con el atavío adecuado aquel viejo bien podría haber salido de un cuadro del Greco.

      Y luego estaba su habla, pausada y cuidadosa, como escuchándose a sí mismo...Aquel hablar tan distinto de la balbuciente jerga de los jóvenes chorizos a quienes se dirigía de una manera despectivamente paternal.

      _Porque comer _decía_ lo que se dice comer, es algo que vosotros ignoráis. Estoy abrir boca unos camarones o unos percebes con un buen Alvariño. ¿A que vosotros no sabéis lo que es eso? ¡Qué vais a saber! ¿Sabéis lo que es un hígado de ganso trufado, graso, aromático y tan suave que se deshace en la boca? ¿Y una lubina a la sal?  Aunque, hablando de pescados, sin despreciar el salmón a la parrilla, ni el rodaballo, ni unas cocochas con una salsa bien ligada, para mí no hay nada como una cazuelita de angulas en su punto. Pero, claro, vosotros de todo esto, ni idea...Y para qué os voy a hablar de la terrina de becada, de las codornices asadas en pimientos morrones, del faisán a las uvas de la pularda en chaud_froid o de la langosta a la americana. Por no mentar cosas menos sofisticadas, pero tan deliciosas como un chuletón de ternera de Ávila o un cordero lechal bien asado. En fin, para qué seguir. Como vosotros no tenéis ni idea de lo que es todo esto, ni siquiera al hablar yo ahora de ello se os puede hacer, como a mí, la boca agua.

       _No te rías. ¿Tú te crees que yo no he comido esas cosas? Pues te voy a decir que las he comido muchas veces y que las volveré a comer. No soy millonario, no. Soy un pobre como vosotros. Pero la diferencia está en que yo tengo un traje. ¿Sabéis lo que es eso? No, tampoco lo sabéis. Vosotros creéis que un traje son esos pantalones vaqueros y esas camisas blancas mugrientas estampadas con el letrero de "Universidad de Berkeley". ¡Universidad de Berkeley!  A la vista salta vuestra Universidad...No, un traje es un traje.  Un terno oscuro, de pura lana inglesa y unos zapatos italianos y una camisa de seda impecable y una corbata a tono, elegante y discreta, y el correspondiente sombrero. Si, no te burles: el sombrero sello de señorío, hoy desterrado por esta ola de vulgar mediocridad que nos invade.

       >>Así que, como os digo, yo tengo un traje. Y además del traje, tengo otra cosa que vosotros no tenéis ni tendréis jamás: señorío, prestancia, saber estar...En otras palabras: ser un perfecto caballero.

       >> Por eso, este caballero cuando dentro de un mes cruce esa puerta, tras descansar durante unas semanas y pasear y tomar el sol, un buen día se pondrá su traje y bien afeitado y perfumado cogerá un taxi y se dirigirá a un cuatro o cinco tenedores que haga más de dos años que haya visitado o que no haya visitado nunca. Y allí elegirá cuidadosamente el menú, comentando con el camarero la carta de vinos y encargando los más apropiados para el caso, porque no en vano uno tiene práctica y sabe de estas cosas. Y durante un par de horas comerá y beberá lenta y pausadamente, degustando como se merece la ocasión. Y tras los postres, mientras le sirven el café, llamará a la cerillera y le comprará un buen puro sin reparar en el precio, pues un día es un día. Y saboreará el habano con su copa de Napoleón o de Carlos I, pues ambos emperadores me van. Y mientras sacude la última ceniza llamará al camarero y le dirá en voz baja: "Por favor, sin escándalo, sin alterar ni molestar a los demás clientes: ¡Llame a la policía! " "¿Qué dice, señor?", me responderá el perplejo camarero. "Lo que ha oído. Que llame a la policía. Que no tengo ni chapa." Entones el camarero se entrevistará con el maitre, y éste vendrá a mi mesa, y yo pacientemente le expondré las mismas razones. Y al fin, convencido y resignado, telefoneará a la policía y se presentarán al cabo de un rato dos buenos amigos que me dirán risueños. "¿Pero tú otra vez, Manolito?" Y saldré entre ellos del restaurante,  y tras cambiarme de ropa con su amable permiso, regresaré otra vez aquí para disfrutar durante una temporadita del rancho que nos proporciona el Estado.

(Veinticinco instantáneas y un prólogo)

 

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TORITO

    Aquel domingo, tras el partido de fútbol había boxeo. Cuando se lo conté a mamá, protestó.

    _No sé _dijo_ cómo los frailes os llevan a esa brutalidad.

    _Si boxea Torito... Es de mi colegio. Como vivía con los frailes, yo creía que él también lo era, pero Alejandro me desengañó:

    _Tú eres tonto. Es un hermano lego. ¿ Lleva acaso sotana? Además, siempre está trabajando en la huerta. ¿ Y tú has visto a los frailes trabajar?

    Sí, Torito siempre estaba trabajando en la huerta. Cuando entrábamos en ella para recoger alguna pelota que habíamos echado tras la tapia que la separaba del campo de juego, allí lo encontrábamos. Nos admiraba la facilidad con que cargaba los sacos.

    _Éste _dijo un día el padre Jesús_ es capaz de matar un pollino de un guantazo.

    Como tenía tanta fuerza, todos pensábamos que Torito podría ser boxeador. Y ahora iba a boxear. Tras levantar el ring al final del partido, saltamos todos al campo. Alejandro y yo nos pusimos en primera fila.

    El combate inicial era de aficionados. Boxeaba un chico de séptimo que iba al gimnasio de don Andrés y un alumno de la Academia Militar. Alejandro me dijo que aquella pelea no valía nada pues boxeaban con guantes de entrenamiento que marean, pero no hacen daño. Además ése, añadió señalando al del colegio, es un manta. Mi hermano Gerardo le ha achantado más de una vez.

    Aunque los del colegio animaron mucho, el combate fue aburrido. Apenas se pegaron. Al final dieron nulo.

    El segundo, de profesionales, ya era otra cosa. Peleaba Gascón, que había sido campeón de España, contra El Vallecano.

    Gascón lucía un flamante batín rojo. En cambio El Vallecano llevaba un gastado albornoz azul. Era calvo y parecía muy mayor.

    Un señor que estaba detrás de nosotros comentó a su compañero.

    _¡Vaya combate que nos han preparado! Menudo tongo.

    En el primer asalto Gascón comenzó a bailotear en torno a su contrario al tiempo que alargaba de vez en vez su brazo izquierdo, tocando con su guante la cara de su rival.

   _Fíjate qué juego de piernas y cómo puntea _me dijo Alejandro que entendía mucho porque su hermano Gerardo compraba todos los días el Marca.

   Aunque parecía que aquellos golpes de Gascón no hacían daño, sí debían de hacerlo, pues cuando acabó el asalto El Vallecano tenía toda la cara colorada y sangraba un poco por una ceja.

   El segundo asalto comenzó como el anterior, con Gascón bailando sobre la punta de los pies y tirando golpes con su izquierda. De pronto uno de esos golpes de izquierda fue seguido por uno de derecha. El Vallecano cayó al suelo. El árbitro se acercó y comenzó a contar. Apenas había contado tres o cuatro cuando se levantó el boxeador alzando su brazo derecho. Entonces, desde su rincón, tiraron una toalla.

   _Abandono _me aclaró Alejandro mientras el señor de atrás le decía a su vecino que aquello había sido un tongo.

   El tercer combate era el fetén, el de Torito. Cuando apareció, todo el campo comenzó a gritar animándolo.

    Torito boxeaba contra el hijo de Gascón. Éste, como su padre, vestía un resplandeciente batín rojo y llevaba el pelo peinado con gomina. Torito vestía un viejo albornoz blanco. Cuando se despojaron de sus batines todo el mundo pudo ver que el lego era el doble de ancho que su rival.

   _A ese pollo _le comentó su compañero al señor de atrás que había dicho lo del tongo_ le descuajaringa nuestro paisano de un guantazo.

   _Bah _contestó el otro_. No es oro todo lo que reluce demasiada berza conventual.

    Empezó la pelea en medio de un griterío de ¡anda Torito! Éste tiraba tortazos con la derecha y la izquierda, lo mismo que nosotros cuando nos pegábamos, pero no alcanzaba ninguno a su rival que bailoteaba sobre sus pies al par, que como hacía su padre, alargaba el brazo golpeando la cara de Torito que, al fin del asalto, ya tenía un ojo a la virulé. El segundo fue lo mismo. El nuestro venga a tirar tortas sin dar ni una, y el Gascón baila que te baila y pega que te pega. El público ya casi no gritaba, y cuando acabó el asalto Torito tenía el ojo empavonado cerrado por completo.

   Ante la desilusión de todos el tercer asalto continuaba igual pero, casi al final, uno de los tortazos de Torito alcanzó al jovencito que se derrumbó como un saco.

   Mientras el árbitro iniciaba la cuenta, todos empezamos a saltar y a gritar. Sobre la algarabía se alzó una voz poderosa que gritó exultante: «¡Éstas son las hostias que dan los de mi pueblo!»

   Pero antes de terminar la cuenta, el caído se levantó. Todos creíamos que Torito lo iba otra vez a tumbar, pero Gascón se agarró a él, y aunque el árbitro los separó volvió a agarrarse. Entonces sonó la campana.

    En el descanso Gascón padre mojó con agua la cara de su hijo y le dio aire con una toalla, mientras le decía algo que no pudimos escuchar.

    Empezó el último asalto. Todo el campo gritaba a Torito que le rematase ya, pero su contrario bailoteaba de nuevo y los tortazos  de Torito se perdían en el aire. Y ahora Gascón, además de golpearle en la cara con la izquierda, también le golpeaba en el estómago. Finalizado el asalto Torito, jadeante, apenas se podía mover. Tenía los brazos bajos y el otro le pegaba una y otra vez en la cara, que la tenía cubierta de sangre. Yo sentí un calambre en el vientre, como si tuviera ganas de vomitar.

   Acabó el combate. El árbitro alzó el brazo de Gascón Junior quién a su vez, alzó el de Torito abrazándolo. Todos empezamos a aplaudir. Antes de irnos, pude escuchar cómo el señor de atrás le decía a su compañero.

   _Le ha dejado hecho un santo Cristo. Y es que, hasta para ser boxeador, hay que ser inteligente.

   Unos días después, al pasar a la huerta a coger una pelota, encontramos a Torito. Estaba cavando, y aún mostraba en su cara algunas huellas del combate.

   _Pudiste ganar, Torito _dijo el Alejandro_. Si el tercer asalto dura algo más, lo tumbas.

   Él no contestó, limitándose a sonreír con su sonrisa bondadosa y bobalicona.

   Entonces, no sé por qué, a mí se me ocurrió decir:

   _Es que, para ser un buen boxeador, hay que ser inteligente.

   Sonrió de nuevo. Después, dejando la azada en el suelo y apoyando sus manazas sobre nuestras cabezas, dijo:

   _Claro. Por eso yo seguiré siempre aquí, cavando...

 

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                                                                                                   La vecina
     
De la nueva casa lo que más le desagradaba era el portal. El piso de la segunda planta, donde vivían, era un piso más de casa pobre; pero aquel portal con su pila en el rincón y su retrete moruno y la puertecilla siempre cerrada frente a la escalera, le produjo nada más verlo una penosa impresión de sordidez.
      Cierto mediodía, cuando regresaba de clase, se encontró al fin con la vecina del cuartucho situado frente a la escalera. Al verla le dio un vuelco el corazón. Aquella viejecilla que salía del tabuco era uno de los pobres que buscaban calor y limosna en el pórtico de la iglesia de su colegio.
      A partir de entonces vivió con el temor de que alguno de sus compañeros viera entrar o salir de su portal a la vecina. Más tarde, cuando madre tomó la costumbre de bajar un vaso de leche a la viejecita, temblaba al pensar que ésta, cuando entrase en la iglesia, le dedicara una sonrisa, un saludo, un gesto cualquiera de reconocimiento. Pero la anciana permanecía en su rincón, con los ojos fijos en el suelo, como si no viese el tropel de niños que cruzaba frente a ella. Y él experimentaba un sentimiento de alivio que se tomaba en angustioso temor cuando, junto con otros compañeros, se aproximaba al portal de su casa.
     Una tarde, al regreso del colegio, se sorprendió al ver la puertecilla abierta y que en el cuartucho había un hombre y una mujer joven hablando a voces. Cuando entró en su casa su madre disipó su sorpresa diciendo:
      _ La viejecita, la pobre señora María, ha muerto esta noche. Por la mañana me extrañó ver la puerta entreabierta, y entré. Estaba tendida en su cama, ya fría. Se ve que no tuvo fuerza para cerrar la puerta y la dejó entornada.
      Yo misma la he tenido que amortajar.
      _¿Quiénes son los que están en el cuarto?
      _Son sus hijos. Nunca, desde que vivimos en esta casa, habían aparecido por aquí, pero no sé cómo se enteraron de su muerte. Me dio tanta vergüenza viendo lo que hacían que me subí. Se peleaban por los cuatro trastos que tenía la pobre y rebuscaban por todos los rincones por si guardaba algún dinero. ¡Son peores que cuervos!
      Al bajar por la mañana, aún estaba abierta la puerta de la viejecita. Cuando entró en la iglesia, no pudo dejar de mirar el rincón, ahora vacío, donde ella se sentaba.
      Recordó lo que le había contado su madre de los hijos, y pensó que cómo podía ser la gente así...
      Cuando regresó, la puertecilla estaba cerrada.
      _¿Ya no están ...? _preguntó a su madre.
      _No _le respondió_. La enterraron esta mañana. Fue un entierro de caridad, en el carromato de los pobres.
      Se asomó a la ventana. Lucía el sol, y a él le pareció que aquél era un día radiante, que aquella luz dulce como la miel se le metía por dentro borrando su angustia, sus temores, bañándole en su serena alegría. Su vecina, la vieja mendiga, ya no podría avergonzarle.
 

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                                                                                          En el descansillo
     
Ahora, cuando me levanto, se hace la dormida aunque yo bien sé que no duerme, que me está vigilando. Al principio no. Enseguida me la armaba, conque si estaba loco y lo que iba a decir el vecindario si me veía, como si a mí me importara lo que el vecindario pueda decir. Pero luego, viendo que todo era inútil, desistió. Y ahora, cuando me levanto, se hace la dormida aunque yo bien sé que está muy despierta, gimiendo y suspirando.
      Y si me salgo no es porque la tenga inquina como cree, sino porque la niña no quiere entrar. Si se lo dijera, le iba a doler, y por eso me callo. Pero a veces me dan ganas de decirle que yo salgo porque si no la niña no entra, porque sólo desea verme a mí y no a ella, porque es a mí a quien quiere y a ella nunca la ha querido, o al menos no la ha querido como a mí.
      Además yo sé cuándo tengo que salir. Estoy en la cama, a veces ya dormido, y de pronto se hace como una luz en la cabeza que me dice: «Esta noche va a venir». Entonces me levanto y si hace frío me envuelvo en una manta, salgo al descansillo y me siento delante de la puerta. Y allí me estoy, a oscuras, esperándola.
      Al principio sí eran un apuro los vecinos. Cada vez que se encendía la luz de la escalera sentía un sobresalto y deseaba que el ascensor no se detuviera en mi planta. Porque, cuando se detenía, ya estaban las preguntas de que qué hace usted ahí, o de es que se encuentra usted enfermo; y yo me callaba sin miradas siquiera, pero como insistían acababa por decirles: «Por favor, estoy bien, déjenme en paz, por favor». Pero ahora ya se han acostumbrado y entran en su piso como si no repararan en mí.
      Así que me siento bien abrigado y tranquilo, esperando que venga. A veces en la espera me da por pensar. Y siempre me viene a la cabeza aquel día y cómo el médico cuando vino dijo que era la garganta, y por la tarde empezó a dar gritos por el dolor de cabeza y estaba abrasada de fiebre y el cuerpecito lleno de manchas rojas. Y a poco de llegar al hospital salieron para decirnos que había muerto. y pienso en todo esto mientras estoy esperando a oscuras, sentado delante de la puerta. Y lloro otra vez, pero ahora ya no lloro como entonces sino que mis lágrimas son unas lágrimas dulces y tranquilas porque sé que ella ha de venir.
      Viene y se acurruca junto a mí, y yo la envuelvo en la manta para que no tenga frío. Y le pregunto por preguntar, pues de sobra sé su respuesta, si no quiere entrar en casa y ver a su madre. Pero ella niega con la cabeza, apretándose más a mi. Y hace bien, pues su madre no la quiere como yo la he querido, y hasta sería capaz, la muy tonta, de ponerse a gritar de miedo. Así que permanecemos los dos juntos, sentaditos en la oscuridad. Y otra vez siento la tibieza de su piel, suave como una rosa, y el olor
a tierra húmeda de su pelo. Y mi pecho se llena de ternura al tener de nuevo junto a él a mi pequeña, mi hijita...
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                                                                                              El alemán
    
  _Seguro que es alemán.
      Desde luego no podían deducirlo por el uniforme, tan roto y polvoriento que no dejaba adivinar su traza original. Por su cara ancha y sonrosada y el rubio de los cabellos, sí presentaba un aspecto germánico. Aunque también podría ser polaco, o checo, o cualquier cosa. Cualquier cosa menos español.
      Estaba tendido en la tierra, rodeado por los seis hombres que le contemplaban mientras dejaban descansar en la tierra los mosquetones. Una mancha roja teñía la pernera del destrozado pantalón. Juan se sentó a su lado y, tras examinar la pierna, dijo:
      _Mal aspecto tiene esto, amigo. En cuanto te descuides, ya tienes la gangrena.
      _Seguro que es alemán _repitió Felipe_. ¿Doislan... tú doislani?
      _¡Ya, ya! _exclamó el hombre mientras se le iluminaban vivamente los ojos.
      _Veis como es alemán.
      Juan le estaba limpiando la herida con tintura de yodo. Debía tener la pierna muerta, porque no hizo ningún signo de dolor.
      _Pero lo que importa saber _terció Eugenio_ es si es de los nuestros o de los otros.
      _Cualquiera sabe _replicó Felipe_. ¿Tú comunista o fascista? _le interrogó_. ¿Qué eres tú? ¿Estás con Hitler y Franco o con la República?
      Allá a la izquierda, como a unos diez kilómetros, comenzaron a tronar los cañonazos.
      _Y esos que suenan _terció Paco_ ¿con quién están, con Franco o con la República?
      Llevaban ya tres días perdidos desde que la ofensiva rompió sus líneas separándolos del batallón. Los disparos les indicaban dónde estaba el frente, pero no quiénes eran los suyos.
      Juan sacó un paquete de picadura. Lió un pitillo, arrojó el paquete vacío al suelo y, tras una chupada, le puso al alemán el cigarro entre los labios.
      _Bueno, amigos _dijo_, es hora de seguir. Por la diferencia entre el resplandor y el sonido de los disparos calculo que en hora y media estaremos allí.
      _¿Pero y si son los otros? _objetó Paco.
      _Mala suerte. ,
      _¿Y con éste que hacemos? Seguro que también se ha perdido durante la ofensiva. Pero con esa herida, no puede ni moverse.
      Juan sacó del macuto una botella con un resto de coñac y la acercó a los labios del herido, que bebió ávidamente.
      _Coño _gruñó Felipe_, el tabaco es tuyo y puedes hacer el buen samaritano, pero el coñac es de todos y lo necesitábamos.
      Juan no contestó. Arrojó al suelo la botella vacía y emprendió la marcha.
      _Pero _insistió Felipe_ ¿qué hacemos con éste?
      En un rápido movimiento Juan se volvió y disparó al alemán. El tiro le alcanzó en plena cabeza.
      _¡Pero qué has hecho! _exclamó Felipe_. ¿Y si fuese de los nuestros?
      _ Entonces es que también él, como a lo peor nosotros, tuvo mala suerte.


 

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                                                                                        Cuando vuelva papá
      Al ir a dormir, mamá nos contaba cuentos. Ahora ya no. Ahora, por culpa de Elenita, sólo nos cuenta lo de cuando vuelva papá.
      Fue Elenita quien empezó, pues una noche, después de cenar, preguntó: «Mamá ¿qué ocurrirá cuando papá vuelva?», «Cuando vuelva papá _respondió mamá_ te esconderás debajo de la cama.» «¿Y que dirá papá?» «Pues papá preguntará que dónde está su niña que no sale a recibirlo.» «Y tú dirás ... _saltó Elenita_ que me han robado los gitanos.» «Sí, eso es lo que diré. Y entonces papá encaminándose hacia la puerta, gritará: «Ahora mismo me voy a buscar a mi niña.» «¿Yqué harás tú?», preguntó mi hermana. «Pues yo _respondió mamádiré: «No seas tonto que todo ha sido una broma, que tu niña está aquí.»  Y tú saldrás de debajo de la cama, y papá te cogerá en brazos y te dará muchos besos y luego se sentará en su butaca y teniéndote sobre sus rodillas te cantará esa canción que siempre te cantaba para dormirte». «¿Y me traerá algo? _interrumpíó mi hermana.» «Pues claro, tonta, cómo no te va a traer. Te traerá un muñeco llorón, y una casita de juguete, y una cocinita con todos los cacharritos para que juegues a las comiditas.» «Y a mi hermano, ¿qué le traerá a mi hermano?» «Pues a tu hermano le traerá un patinete y un balón y un libro de cuentos.» «Y entonces _dijo Elenita_ todos estaremos muy contentos y seremos muy felices.» «Sí,hija mía, todos seremos muy felices.»
      Y éste es el único cuento que, por culpa de Elenita, ahora nos cuenta mamá antes de irnos a dormir. Siempre con las mismas palabras, con las mismas preguntas y respuestas que la primera vez, pues si cambia algo mi hermana se enfada y tiene que volver a ser como entonces. Esto es lo que cuenta una y otra vez, pues mi hermana quiere que lo repita hasta que al fin se queda dormida. Entonces mamá la toma en sus brazos y la lleva a su cama. Y yo me acuesto junto a ella mientras mamá pasa a su
habitación para acostarse en la cama grande donde antes se acostaba con papá. Pero muchas veces, antes de dormirme puedo escuchar cómo mamá está llorando, llorando despacio, pero interminablemente. Llorando como lloraba el día en que llegaron aquellos hombres con fusiles y cogieron a papá y lo subieron en un camión y se 1o llevaron sin que desde entonces lo hayamos vuelto a ver.

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                                                                                                 Serapio
      
Y bien me sé yo que el Serapio siempre ha tenido pocas luces y que es más bien flojo y algo ido, pero no por mala ley sino porque cada cual es como es y él nació así.  Y tampoco sé yo si es que nació así o le hemos hecho así entre todos, empezando por padre, que desde el principio le tuvo mala voluntad. Porque bien mirado él no tuvo la culpa de que madre muriese en el parto sino que fue su mala estrella, esa mala estrella que le acompañó al nacer y de la que ya no pudo desprenderse. Pero a padre se le puso entre ceja y ceja y yo creo que en el fondo bien que deseaba que la leche de cabra con que le criaron se le volviera tósigo y reventase. Pero no reventó, sino que mal que bien fue saliendo adelante aunque eso sí, algo desmedrado y fifirichi, porque no es lo mismo criarse con leche de cabra que con la teta de la madre.
      Él no es que valga mucho; a decir verdad vale bien poco. Pero padre tampoco le ha ayudado y siempre le ha tratado mal. No es que le pegase, porque padre no es de los que pegan, pero hay cosas que duelen más que los golpes. Y esa manera que tiene padre de reírse de él y hacerle de menos yo sé que ha ido minando al Serapio y acentuando su hosquedad y esa forma de ser suya, siempre taciturno y con la mirada perdida, como si estuviese en las Batuecas. Y es que para padre todo lo que hace está mal
hecho y yo no digo que esté bien, pero tanto machacar y machacar no puede llevar a nada bueno y hasta una gota tras otra y tras otra acaba por horadar la piedra.
     Y esto ha sido así desde niño, que bien me acuerdo cómo se reía cuando Serapio de chico se ponía a ordeñar la cabra y ésta, cuando la colodra estaba medio llena, soltaba su cagada en la leche. Y después, ya algo mayor, cuando iba con las ovejas y dejaba que se metiesen en el sembrado, ya teníamos a padre pregonando que ni para pastor servía: y así siempre.
      Todo tiene un límite. Por eso hoy, cuando delante de Justino y el Agapito, padre empezó con que si él araba tres hazas mientras su hijo araba una, estalló mi hermano y dijo que si él no araba más y más derecho que mi padre se la cortaba. Así que de la discusión pasaron a los hechos y ocurrió lo que tenía que ocurrir, que fue padre quien aró más y mejor. Y mientras mi padre hacía reír a Justino y al Agapito a costa de mi hermano, éste, mohíno y cabizbajo, se fue sin decir palabra hacia el cueto y ésta es la hora en que, a pesar de haber anochecido, sigue sin aparecer.
      Estábamos terminando la sopa cuando se abrió la puerta de golpe y Serapio se detuvo un momento en el umbral. Al verle con la azuela en la mano, me levanté temiendo que fuera a matar a padre. Entonces fue cuando me di cuenta que toda la parte delantera de su pantalón estaba enrojecida. Soltó la azuela, avanzó tambaleándose hasta la mesa y tiró dentro del plato de padre un pingajo sanguinolento. Era su hombría. Antes de desplomarse, aún pudo gritar: «Téngala padre, es suya. Usted me la ha ganado».

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Capítulo uno

L

 

uisito el Mona perdió a su madre el mes en que cumplía catorce años.

Pepín sabía que la Lola estaba muy mal. Lo sabía porque lo comentó su madre a la hora de comer.

–La pobre Lola –había dicho mamá– se va a morir. Esta  mañana la llevaron al hospital. Anoche tuvo vómito de sangre.

Cómo sería que dejó encharcada toda la cama. De ésta no sale.

La madre del Mona estaba tísica. Cierta vez Pepín dijo que eso era de tanto beber, mas su madre replicó que no juzgara si no quería ser juzgado.

 –La pobre –añadió– ha sufrido mucho y ha pasado mucha hambre.

Sí, la tisis entraba por el hambre. También Luisito tenía cara de tísico, sobre todo hacía unos años, cuando andaba pelado al cero por el piojo verde. Ahora, como ya no había tifus exantemático, Luisito gastaba una pelambrera rubia, con la que disimulaba un poco, pero de todas formas Pepín insistía en que tenía pinta de tísico. Comía muy poco y, además, en los días de invierno se metía en el camastro de sus madre para darse calor, y Pepín pensaba que, aparte de no estar bien eso de dormir con la madres cuando se tienen doce o trece años, era muy peligroso pues, como estaba tísica, podía pegárselo.

Un jueves por la tarde, a los dos días de aquella conversación, Pepín jugaba al fútbol con los de sus colegio en el campo de las Calaveras. Llamaban al campo así por estar al lado del cementerio. Era una tarde de abril, fresquita pero luminosa.

Pepín jugaba de portero y, como su equipo dominaba todo el rato, estaba un poco aburrido. Miró hacia atrás y vio que Luisito bajaba por la cuesta que llevaba al camposanto. Pepín le dio una voces y el chico se dirigió hacia él.

Cuando llegó a su lado, el Mona le disparó:

–Ya le dieron a mi madre el jicarazo en el hospital. Acaban de enterrarla.

Pepín se le quedó mirando como quien ve visiones; no le entraba en la cabeza que un chico viniese de enterrar a su madre así, tan tranquilo, sin una lágrima y hablando de esa manera. No se lo podía explicar. Por decir algo preguntó:

–¿Y ahora qué vas a hacer?

–No sé. Ya veremos.

Pepín, cortado, guardó silencio e hizo como si atendiese al juego que continuaba por la otra portería. Luisito aprovechó la ocasión para largarse.

–Hoy enterraron a la pobre Lola –le informó su madre nada más cruzar la puerta.

–Ya lo sé –respondió–. Me encontré a Luisito y todo lo que se le ocurrió decir es que a su madre le habían dado el jicarazo en el hospital. Estaba tan tranquilo, como si viniera de enterrar a un perro. Ese es un ser que ni siente ni padece...

–No digas eso –le riñó Tina.

–Llevas razón, hija –añadió mamá–. Nadie puede decir lo que hay en el interior de cada uno y no debes juzgar por las apariencias. A veces los más aspaventeros son quienes menos sienten.

Pepín calló. A lo mejor llevaba razón mamá. ¿Qué sabía él lo que pasaba por Luis en aquel momento? Sin duda algo sentiría, pues no debía resultar agradable quedarse completamente 

solo. Malo maldito, la Lola era su madre; pero ahora, ¿quién se ocuparía de él?

 

Capítulo dos

Q

 

uienes se ocuparon fueron las damas de la beneficencia. Había dormido en el suelo, pues el camastro de su madre estaba lleno de manchas de sangre. Le despertaron unos golpes en su puerta. Luis se levantó frotándose los ojos pitarrosos y, tras decir un “ya voy”, abrió. Se quedó estupefacto. Ante él se encontraban tres señoras de lo más encopetado.

–Buenos días – dijo una de las señoras–. ¿Podemos pasar?

Luis se apartó cediéndoles el paso. Entraron las damas y  tras ellas dos hombres; uno vestido con un guardapolvos y con pinta  de bestia, y el segundo menudo y bajito, con pinta de sacristán.

–Éste es el huérfano –dijo el de pinta de sacristán, señalándole.

Luis se le quedó mirando con desconfianza. No sabía  cómo demonio podía conocerle pues, que recordase, a ese tipo no le había visto en su vida.

–Así que tú eres el hijo de dolores Pérez, que en paz descanse. Pobre criatura...

La pobre criatura volvió sus ojos hacia aquella dama bajita, con la mitad de la cara tapada por el velo de gasa que pendía de su sombrero, y que parecía llevar hasta el momento la voz cantante. La estaba mirando cuando intervino una segunda señora  tan alta y flaca que le recordaba a la Rosario, la novia de Popeye.

–Que leonera. Esto huele que apesta. Por favor, abran ese balcón para que se oree un poco y se vaya este tufo.

–Y cómo quieres que huela, mujer –medio la primera,  conciliadora–, si todo esto es una triste estampa del abandono y la miseria. Pero tú criatura, no te apures, que todo va a cambiar. A partir de hoy se te cuidara como Dios manda.

–Entonces –intervino el hombre bajito–, persisten ustedes  en su decisión.

–Claro, claro. Ahora le acompañaremos para completar los trámites de su ingreso en el hospicio.

Conque era eso....Luis pensó en salir corriendo, pero le cerraba el paso el hombre con pinta de animal. Así que se limitó a decir:

–Yo no quiero ir al hospicio.

–Vamos, hijo –replicó la dama del sombrero–, no seas tonto. Si allí vas a estar muy bien. Además que, estando solo como estás tú, ¿que iba a ser de ti? ¿Quien te cuidaría? ¿De  qué ibas a comer?

–Ya me las apañaré yo.

–Sí –saltó con acritud la Rosario–, ya sé yo cómo te las ibas a apañar tú. Robando y golfeando.

–No hagan ustedes caso ni den explicaciones –tercio el canijo–. Escucha tú. En la calle no te vas a quedar, y si piensas que vas a seguir aquí, estás equivocado. Por consideración a la enfermedad

de tu madre –ahora se dirigía a las damas– el casero, que es un alma de Dios, no los desalojó, aunque hacía más de un año que no le pagaban el alquiler. Pero ahora que la inquilina ha muerto, mañana viene a disponer del piso. Así que, si a ustedes les parece bien, nosotros nos vamos a arreglar los trámites, y mientras, que Julián se encargue de conducirle al hospicio.

–¿Se encargará usted? –preguntó la dama.

–Faltaría más, señora.

Las damas encopetadas y el hombre con pinta de sacristán comenzaron a bajar la escalera. El llamado Julián seguía tapándole la puerta. De pronto le aferró la muñeca con una manaza que parecía de hierro.

–Vamos para allá –dijo–. Y escúchame bien, piojoso. Conmigo no se juega. Así que no intentes desmandarte porque te rompo la crisma.

Capítulo tres

E

 

 

l hospicio estaba en la cuesta de Santo Domingo, junto a la iglesia donde se encontraban las cuevas.

Iban por un paseo bordeado de castaños y arces, al pies de las antiguas murallas y sobre la hoz abierta del río. Allá abajo verdeaban las huertas de San Lorenzo y más adelante, según se caminaba hacia el hospicio, se alzaban los chopos de la ribera.

Era aquél el paraje en el que el río adquiría mayor amplitud.

En sus aguas fangosas abundaban los barbos, pero a Luis no le gustaba pescar allí, sino más arriba, donde el río encajonado entre dos abruptas lomas presentaba un cauce más estrecho y rápido, con aguas limpias en las que pululaban los gobios y las bermejuelas y dónde incluso a veces picaba alguna que otra trucha.

Sí, era en este paseo por el que ahora le llevaba el bruto  de Julián donde, cuando iba a coger lombrices en el talud al pie de las murallas, más de una vez se habían cruzado con los hospicianos, vestidos con mandilones grises y rapados al cero, conducidos como borregos a estirar las piernas y tomar el sol. A él siempre le había dado lástima esta forma de pasear en rebaño que también compartían con los hospicianos los cangrejos y los cholondros, que así motejaban los chicos a los alumnos del seminario y a los postulantados misioneros. Y mira por dónde esto era lo que ahora le reservaban a él...

Llegó al hospicio totalmente deprimido. Entró en un portalón a un patio rectangular circundado por un porche con columnillas de hierro. Sobre el porche se asomaba una doble fila de ventanas tan estrechas y malencaradas como las de un penal. El Julián le condujo hasta una puerta con el montante encristalado.

Llamó y, cuando una voz monjil dijo “adelante”, entró  sin soltarle la mano.

–Hermana, éste es el nuevo. El de las damas de la caridad.

La hermana levantó la vista de unos de los papeles que estaba leyendo.

–Bien, bien. No sé qué vamos a hacer. Cada vez somos más, pero lo que no aumenta son los medios. En fin, nos ocuparemos de ti. Habrá que hacerte un guardapolvos y raparte antes de que llenes a los demás de miseria. Ahora están todos en las clases. Vete al patio y espera que salgan los otros para ir a comer. Luego, ya te pondremos con quien te corresponda.

Salió al patio y comenzó a pasear. En el otro extremo había un chico de más o menos sus años, con el mandilón de hospiciano y rapados al cero. Al verlo se le acercó.

–¿Cuándo te han traído?

–Ahora mismo. Y tú. ¿llevas mucho aquí?

–Va para un año. Me quedé huérfano.

–Yo también.

Durante unos momentos se mantuvieron callados, observándose. Después, Luis preguntó:

–¿Cómo no estás con los otros?

–Me tienen apartado. Mira –dijo extendiendo las manos–. ¿No ves las grietas entre los dedos? Es sarna. Me lavan con zotal y escuece que rabia, pero puedo escaquearme durante todo el día. Un chollo, vamos.

          Luis sonrío. Le caía bien aquel chaval. El sentimiento debía ser recíproco, pues el otro se le acercó para secretearle.

–Aquí hay uno que es el gallito del hospicio. No es mal chico y si cualquiera de fuera se mete con un hospiciano le defiende como a un hermano suyo, pero cuando viene uno nuevo  de su edad le compromete para que se mida con él. Tú achántate, porque si le haces frente, te pone la cara como un cuadro.

–¿Cómo se llama?

–Matías.

–Matías el burro. Le conozco. Es uno que tiene madre y que unas veces está con ella y otras en el hospicio.

–El mismo.

Claro que le conocía. Todos los chicos de Segovia conocían a Matías y muy pocos osaban a enfrentarse a él. Su padre estaba en la cárcel desde que terminó la guerra y la madre fregaba en las casas. Cuando le iba muy mal, se quedaba con otros dos hijos más pequeños y llevaba a Matías al hospicio; después, cuando tenía más trabajo y ganaba algo más de dinero, le sacaba.

A Matías le gustaba pelear. Quería ser boxeador. Hasta  los chicos mayores le temían. Recordaba que una vez estando con él y con los hermanos Cigüeñines  jugando al peón en la Plazuela del Salvador, llegaron unos de los últimos cursos del instituto y, por hacerse los graciosos, empezaron a jugar al fútbol  con la peonza. Matías, muy serio, se dirigió a ellos. No llegaron a pelear porque uno que le conocía dijo; “¡Cuidado con ése, que las caga cuadrás!” Y tras esto, todos salieron de naja. Sí, hasta los mayores le tenían miedo.

–Conozco a Matías y él a mí . Sabe que yo soy de los que se achantan, así que no se meterá conmigo.

–Mejor. Con quien también debes andar con ojo es con  las monjitas; sígueles la corriente, porque con su pinta de mosca muertas se las traen. A la menor te mandan al cuarto trastero y te tienen un par de días a pan y agua. Y si te pones curro con ellas, llaman a Julián y entonces si que te has caído. Ese bestia disfruta pegando. A más de uno, después de una paliza, han tenido que estarle curando varios días los verdugones en la enfermería.

–¿Y no se las pira nadie?

–Para qué, ¿Dónde vamos a ir? Aquí tenemos una cama y una mala comida, pero fuera ¿qué tenemos nosotros? Quién quiera pirarse, ocasiones no le van a faltar, pero hasta ahora casi nadie ha querido. Tampoco se le va ha echar de menos ni van a perder el culo buscándolo.

Luis no respondió, pero se dijo que, con un poco de suerte, las monjitas no les iba a dar tiempo de despiojarle.

 

Capítulo cuatro

S

 

i la noche anterior aún lo había dudado, ahora Tina ya estaba segura de que alguien rondaba por el rellano de la escalera.

El dormitorio de Tina estaba justo al lado de la puerta, de ahí que pudiera escuchar con claridad lo que pasaba en la escalera.

Y no cabía duda de que alguien subía por ella hacia el desván.

De buena gana hubiera salido para ver lo que ocurría, pero le daba miedo. Tampoco se atrevió a despertar a sus padres o a Pepín, ya que estaba segura de que la iban a gruñir sin hacerle ni caso.

Oyó cómo la perra rebullía en el descansillo. Después se hizo el silencio. Por mucho que aguzaba el oído no escuchaba nada. Pero ella estaba segura de que en la escalera había alguien, y permanecía en su camita, imaginando mil cosas, angustiada.

Tardó mucho tiempo en poderse dormir.

A la mañana siguiente abordó a su madre.

–Mamá, ya van dos noches que alguien sube por nuestra escalera.

–¿Cómo que suben por nuestra escalera?

–Sí, hacia el desván.

–Anda, anda, no digas tonterías. Como que la perra le iba a dejar. Menuda fiera es la Linda para que suba nadie...

Sabía que mamá reaccionaría así, que no iba a creerla; pero esa noche volvió a escuchar los pasos subiendo hacia el desván.

Fue mamá quien a la mañana siguiente le aclaró el misterio.

–Llevabas razón, hijita. Todas estas noches ha subido alguien por nuestra escalera. Ya sé quién es. Esta mañana me levanté muy pronto y le he pillado.

–¿Quién es?

–Pues quién va a ser, sino alguien a quien conoce la perra. Es Luisito, que se ha escapado del hospicio y todas las noches,  cuando estamos dormidos, sube despacito para echarse en el rellano. Se acurruca junto a la Linda en busca de calor y allí, abrazado a la perra, se pasa la noche durmiendo.

–¿Y tú qué has hecho?

–Pues qué quieres que haga, hija. Sacarle un poco de leche y un pedazo de pan y decirle que luego, a mediodía, se pase por aquí para que coma algo. Porque ése es como los pájaros. Prefiere morirse a que le encierren.

Capítulo cinco

A

 

hora que la señora Faustina ya sabía que se había escapado  del hospicio, Luis se encontraba mejor.

Por la noche se dejaba caer tarde, pues le daba apuro toparse con el señor José. Pero como con Tinita y su madre no tenía problemas, durante el día estaba casi siempre rondando por su antigua casa. De vez en cuando comía algo de lo que le apartaba la señora Faustina, pero tampoco quería abusar, pues harto sabía que ellos no andaban muy sobrados. Así que procuraba buscarse la comida por su cuenta, cosa nada nueva para él.

Hacía unos años, aunque pocos, en casa había algo de dinero.

Su padre era camarero, y si bien siempre andaba borracho y pegándose con su madre, al menos soltaba algunos duros para que pudiesen comer. Después su padre dejó de ir por casa.

Su madre decía que se había juntado con una marrana que sacó de una casa de niñas, y cuando lo decía, tendría su razón. Tampoco le importaba a ella mucho, pues como caía hacia final de mes para dejar unas pesetas, se aseguraba la botella de vino sin tener a cambio que soportar sus gritos y reproches.

Pero un día el padre desapareció sin que se supiera nunca más de él. Algunos decían que le había matado el Barato, un maleante con quién salía mucho últimamente. Luis ni le creía ni le dejaba de creer. Una vez Pepín dijo que eso no podía ser, porque si le hubiese matado el Barato ya lo habría descubierto la policía; pero de sobra sabía Luis que la Policía no se ocupaba de los pobres.

Así que desde hacía algún tiempo Luis se las tenía que arreglar pos su cuenta, por eso lo de ahora tampoco le venía grande. De vez en vez iba a por las sobras del rancho del regimiento.

También era un buen sitio las basuras de los restaurantes, sobre todo el de Cándido, pues siempre quedaba alguna chuleta o alguna pierna de lechal a medio roer; además, si se andaba revolviendo en las basuras, uno podía hacerse con un montón de trapos, papeles e incluso botellas y sacar por todo ello sus buenos cuartos en la trapería. En fin, que lo mismo que había vivido desde hacia mas de un año a esta parte, Luis pensaba que muy bien podría seguir viviendo ahora. Sólo temía una cosa: que le viesen las damas de la caridad o los del hospicio y le trincasen; pero, como le habían dicho aquel chaval que tenía sarna, tampoco parecía que perdiesen el culo por buscarlo.

Hoy había sido un día especialmente feliz. La señora Faustina le sacó un buen plato de alubias, después se había dado una vuelta por el campo, y ahora, con las dos pesetas que le pagó el tío Carroñas por los trapos y papeles viejos, se preparaba desde el gallinero de Cervantes a ver una película de tiros y darse una panzada de cacahuetes. Si, en días como éste Luisito el Mona se sentía poco menos que el rey del mundo.

 

Capítulo seis

C

 

uando Tina entró en casa, se encontró a su madre lo que se dice descompuesta.

–Tina, ¿has cogido tú quince duros que tenía en el boldillo de cuero?

–Yo. Mamá...¿Cómo los iba a coger?

–A ver dónde pueden estar. A ver donde pueden estar – repetía la señora Faustina mesándose los cabellos–. Si estaban aquí, en este bolsito de cuero. Los metí para ir a pagar la tienda y lo deje aquí mismo, sobre la mesa. De pronto recordé que tenía que cambiar el agua a las judías y entré un momento en la cocina. Y cuando salí, el bolso seguía aquí mismo, donde ahora está, pero vacío. ¡Señor, Señor...Lo único que me quedaba para terminar el mes...!

Tina miraba a su madre sin saber qué hacer. La veía tan desesperada que hasta le daba miedo. Al fin dijo:

–A ver si lo guardaste en otro sitio.

–No digas tonterías... Ni que estuviera yo loca, o tonta. Si ha sido ahora mismo. Metí los quince duros en el bolso y lo dejé encima de la mesa. Y cuando salí de la cocina, ya no estaba el dinero. ¿Sabes lo que te digo? Que esto ha sido Luisito. El Luisito me los ha robado.

–Qué cosas tienes, mamá.

–Pues claro que sí. Si le conoceré yo. Ese ha subido y como la puerta de la calle estaba entonada ha visto el bolso encima de la mesa; se ha acercado despacito, lo ha abierto, ha metido la mano y ha salido pitando con el dinero. Si me está bien empleado por tonta...¡Que una esté dándole de comer, quitándoselo de la boca, para que la paguen así...!

La señora Faustina rompió a llorar. Su hija la miraba en silencio sin saber qué decir. ¿Habría sido capaz Luis de hacer aquello? Sí. Luis era capaz de cualquier cosa...

–No sé –dijo al fin–. Yo le preguntaré cuando le vea.

–No seas simple. A ése no le volvemos a ver el pelo.

Su madre llevaba razón. Ni aquella noche ni a la siguiente Luis fue a dormir a la escalera.

Tres mañanas después de que desapareciera el dinero, sobre la misma mesa, en que su madre se había dejado el bolso, Tina encontró un envoltorio. En él había un estuche con unos pendientes liados en una cuartilla donde, con su letra zarrapastrosa, Luis había escrito: para Tina.

–Mira mamá, mira...

Su madre dio vueltas en silencio al estuche con los pendientes. Al fin dijo:

–Puede que los haya robado también... Pero creo que no. Parecen nuevos; y son bastantes buenos. Por lo menos valen diez duros. Esto sí que tiene gracia...Me roba a mí lo que tengo para comer y luego se lo gasta en comprarte unos pendientes. Desde luego, ese chico está loco...

Capítulo siete

 

A

l despertarse, Luis notó por el traqueteo que el tren estaba en movimiento. Se frotó los ojos y, tanteando, se acercó hasta la puerta del vagón de mercancías. La descorrió un poco para poder ver.

Aún era de noche, mas por la raya del horizonte comenzaba a clarear. En la oscuridad apenas podía distinguirse el bulto de los árboles y arbustos que parecían huir de él. El tren marchaba a toda máquina. ¿Cuánto tiempo llevaría andando, y dónde podría encontrarse?

No tenía ni idea. No sabía si iría hacia Madrid o hacia  Dios sabe dónde. Al atardecer había llegado a la estación. Un mercancías estaba aparcado en una vía muerta. Un vagón tenía una de sus puertas a medio abrir. Le pareció un buen sitio para dormir y se metió en él; cuando despertó era noche cerrada y el tren estaba en movimiento.

Bueno. Acaso fuera mejor así. Llevaba unos días que no se encontraba a gusto en Segovia, siempre pensando que le pudieran meter en el hospicio. Además estaban los quince duros que le había cogido a la señora Faustina y que también le traían desazonado. Le daba vergüenza tener que cruzarse con la señora Faustina o su marido, o con Tina y Pepín. Le daba vergüenza el que, aun cuando no le dijesen nada, se le quedaran mirando al cruzarse con ellos. Así que lo mejor que le podía pasar era estar en un vagón que le alejaba de su pueblo.

Sacó del bolsillo de la chaqueta algo de pan y chorizo, y empezó a comer. Era lo único que le quedaba de aquellos quince duros. También era listo… Había perdido un plato caliente y un sitio donde dormir, por nada; por uno de esos tontos impulsos que le daban de vez en cuando y que no podía resistir. Como después el gastarse casi todo el dinero en unos pendientes para Tina. Cosas de tonto.

Había entrado el día. Ante él pasaba barbechos, campos de trigo verde, chaparros y tomillares. No tenía ni idea de dónde estaba, pero tampoco aquello era demasiado distinto de su tierra. Y es que todo el campo es igual.

El tren comenzó a aminorar su marcha. Se acercaban a una estación. Se acurrucó tras la puerta para que no le viesen.

Si el tren paraba y tenía ocasión, se bajaba allí.

Capítulo ocho

E

mpezó a caminar por uno de los muelles de mercancías en dirección a la salida de la estación. Un ferroviario que se cruzó con él le miro algo atravesado, pero no le dijo nada. Pudo al fin leer el rótulo de la estación. Se encontraba en Zamora.

“Zamora no se toma en una hora.” Era uno de esos dichos que dice la gente, un dicho mas bien tonto. Y eso era lo único que él sabía de aquella población.

Marchaba en dirección de la puerta de salida cuando le detuvo en seco. Por aquella misma puerta entraba la pareja de la guardia civil conduciendo una cuerda de presos.

Los presos eran cuatro. Luis supo que eran presos porque marchaban entre los guardias con las manos esposadas.

Pero no llevaban traje de presidiarios, esos uniformes a rayas horizontales que él había visto en las películas. Vestían de paisano, aunque sus trajes estaban casi tan viejos y desastrosos como el suyo.

A Luis le llamó la atención la pinta de aquellos presos. Dos de ellos eran hombres de mediana edad, pero el tercero tendría ya sus buenos sesenta años. En cambio, el que marchaba al principio de la fila era muy joven, casi un niño. Además usaba gafas de gruesos cristales. Mas parecía un estudiante que un ladrón.

El grupo se dirigió hacia el tren mixto aparcado en el  andén segundo y se metieron en un vagón de tercera. Luis los siguió con la mirada. Después se fijó en un mozo de cuerda que había dejado su carretilla para observar a los presos. Tenía aspecto cerril, pero no de mala leche. Y es que Luis olía de lejos a los mala leche. El ferroviario que le miró atravesado era un mala leche, pero éste no. Así que le preguntó:

–¿Qué han hecho esos?

–Cualquiera sabe. Pero algo habrán hecho cuando los llevan así. Vamos, digo yo.

–No parecen ladrones.

–Hombre, lo que no parecen es vaqueros.

–Tampoco ni usted ni yo lo perecemos, pero no por eso somos ladrones. A lo mejor lo son más quienes parecen vaqueros.

–¿Sabes, chaval, que se me barrunta que en ese coco tienes algo mas que serrín? Aunque eso, hijo, ni te va a sacar de pobre ni, a poco que te descuides, de verte como ésos.

El mozo de cuerda guardó silencio durante unos instantes. Después le secreteó en voz baja.

–Tienes razón, chico. Esos no están presos por robar. Esos están presos por rojos.

–¿Y qué van a hacer con ellos?

        –Pues supongo que trasladarnos de aquí, de la cárcel de Zamora, a alguna otra. A lo mejor aquí sólo han estado de paso. A lo mejor van de un penal a otro penal. Del Dueso o Burgos, a Ocaña o al Puerto. Cualquiera sabe…

El mozo volvió a coger su carretilla y se alejó por el andén.

Luis, tras echar una última mirada al vagón donde habían metido a los presos, salió de la estación.

Capítulo nueve

C

omenzó a caminar sin saber muy bien dónde, aunque tampoco le importaba mucho. Nadie le esperaba en ningún sitio, y además estaba seguro que esa calle por donde marchaba, como todas las que sale de la estación, antes o después le llevarían al centro.

Mientras caminaba seguía pensando en los presos de la estación. Así que eran rojos…Sí, estaba seguro de que el mozo no le había engañado. Aquellos presos no eran ladrones ni asesinos.  Eran rojos.

Entonces recordó lo que le había sucedido un año a Merceditas, la hija de Sietehombres. A Sietehombres le apodaban así  porque no alzaba un palmo del suelo. Pero la hija no se parecía al padre. Vaya que no. No es que fuese una giganta, pero tenía un buen palmito y una de las caras mas bonitas, con permiso de Tina era una niña que apenas empezaba a despuntar y la Merceditas era ya toda una mujer, que había terminado su bachillerato y tenía, antes de ocurrir lo que ocurrió, un novio formal que vivía en Madrid y con el que pensaba casarse.

           Sietehombres era rojo, eso lo sabía toda Segovia. Cuando la guerra lo metieron en la cárcel y le quitaron los tres taxis que tenía. Porque antes de la guerra el padre de Merceditas era un hombre de posibles y la familia marchaba muy bien. Después fue otro cantar. Se colocó de taxista por un sueldo de miseria y pasaban tanta hambre como él. Boniato para comer y cenar, y de extraordinario, algún que otro chicharro medio podrido.

Bueno, pues a pesar de eso, Merceditas estaba tan hermosa, y como era el ojo derecho de su padre y además muy lista, estudiaba en el instituto el bachiller, lo que era raro, pues lo normal es que estudie el chico y no la chica, como ocurría con Tina y Pepín. Claro que los hermanos de Merceditas, según decía Pepín y su razón tendría, pues si de algo podía opinar Pepín era de estudios, no podían hacer el bachillerato porque eran dos perfectos ceporros.

Pues resulta que un día llegó la policía de Madrid y detuvieron a Merceditas, y a Luciano, el hermano mayor de Frutos, con quien él iba de pájaros y a pescar, que era un chico muy listo según decían todos y se preparaba con don Teo para el ingreso de Caminos, y a otros dos estudiantes que él no conocía y al propio don Teo, aunque a éste le soltaron. Pero a los demás no les soltaron, sino que se los llevaron presos a Madrid. Y toda Segovia estaba revuelta y decían que aquellos chicos eran unos revolucionarios y que habían hecho un complot para volar el acueducto. Claro que, como él le dijo a Pepín, aquello de volar el acueducto le parecía una idiotez, porque de volar algo volarían la catedral o San Justo o cualquier otra iglesia, que eso sí tendría algún sentido; pero no se le daba a él qué podrían sacar unos revolucionarios volando el acueducto.

Pepín no le supo responder. Estaba tan afectado que se le saltaban las lágrimas. Pues Pepín quería mucho a Merceditas, que había vivido unos meses en su casa, porque cuando a Sietehombres le puso el juzgado los muebles en la calle salió la señora Faustina, que tenía un corazón de oro, y dijo que no se apurasen, que hasta que pudiesen acomodarse mejor, se metiesen en su casa, y aunque ellos ya andaban muy estrechos recogió a toda la familia y allí estuvieron unos día. Luego se fueron acomodando en un sitio y otro, pero Merceditas se quedó en casa

de Pepín mas de tres meses, hasta que al fin su padre alquiló un piso por la estación y ella pasó a vivir con su familia.

Fue durante aquel tiempo cuando Pepín cogió mucho apego a Merceditas, que le ayudaba en las tareas del colegio, y charlaba con él y hasta le acariciaba y besaba. Y él tomaba el pelo a Pepín diciéndole la suerte que tenía una gachí tan guapa viviendo en su casa y durmiendo en su mismo cuarto, besándole y haciéndole carantoñas, y encima pudiéndola ver en combinación cuando iba a acostarse. Pepín se ponía colorado y le decía que no dijera esas cosas, que Merceditas era como una hermana mayor, y que él nunca la había mirado siquiera. Y seguro que llevaba razón, porque Pepín era un simple y un inocente a quien habían atontolinado los cholondros con aquellos cuentos del demonio y el infierno. Pero cuando vio cómo se le saltaban las lágrimas, Luis se dio cuenta de lo mucho que Pepín quería a Merceditas y de que sin casi saberlo, estaba enamorado de esa forma tan tonta en que un niño puede enamorarse de una chica que ya es una mujer.

Nadie supo bien lo que pasó con Merceditas y los otros.  Sólo que estaban en la cárcel y que a Merceditas la había dejado aquel novio que tenía en Madrid, pues una vez se los llevaron, hasta las familias evitaban hablar de ellos. Era como si hubiesen muerto o se los hubiera tragado la tierra.

Y ahora, la vista de aquella cuerda de presos le había traído a Luis el recuerdo de Merceditas y de todos aquellos a quienes se había llevado la policía de Madrid, porque según decían eran unos revolucionarios que pensaban volar el acueducto. ¡Pobre chica! Ella también andaría como aquéllos, esposada de penal en penal. Y mientras caminaba por las calles de aquella ciudad extraña, Luis al imaginarse a Merceditas, tan guapa, tierna y delicada, caminando esposada entre la guardia civil con aquel aire de derrota y cansancio con que caminaban los presos de la estación, sintió en el pecho como una punzada de pena; la pena que no había sentido aquél día, hacía ya mas de dos años, en que supo lo de su detención.

Capítulo diez

 

H

abía estado callejeando durante todo el día y ahora se encontraba cansado, con el estómago vacío y sin saber qué hacer. Verdaderamente que Zamora y Segovia, tal para cual.  Una calle real, otras muchas calles y callejas, plazas y plazoletas y eso sí, iglesia, muchas iglesias. Lo mismo, pero lo mismito que su pueblo. Por tener, también tenía un río. Aunque la verdad que éste era mucho mas grande que el Eresma y no estaba

en terreno tan escarpado.

Precisamente ahora andaba paseando junto al río mientras pensaba que para este viaje no necesitaba alforjas. Porque lo que no había visto era ese montón de restaurantes que había en Segovia y que él conocía bien, en los que hurgando en las basuras siempre podía encontrar algo; ni un cuartel o un convento donde repartiensen la sopa boba; ni una escalera como la de su casa, donde poder dormir acurrucado junto a la perra. A la nariz le daba que iba a ganar precisamente con el cambio.

A unos doscientos metros estaba un carromato con un pollino trabado que andaba mordisqueando los ralos matojos de hierba. Podían ser gitanos o húngaros. A falta de otra cosa que hacer, se acercó al carro para fisgonear.

No eran gitanos ni húngaros, sino un lañador. Se hallaba sentado en el suelo, poniendo unas lañas a una cacerola. Un hombre de unos cuarenta años, alto y cenceño, muy moreno, con unos ojos verdes de gato y unos bigotazos caídos que casi  le tapaban la boca. Sí, ahora que le miraba de cerca, bien podía ser un húngaro, aunque no veía el oso o la mona por ninguna parte.

Se acercó al hombre y se quedó mirando cómo trajinaba.

El húngaro seguía a lo suyo, sin hacerle caso. Por fin, al cabo de un rato, alzó la cabeza de su labor, le miró unos instantes y dijo:

–¿Te gusta este oficio?

–No está mal.

–Pues claro que está mal. Pero que muy mal. Con esto, revientas de hambre. Aunque de otra parte, trabajas cuando quieres y nadie te manda. Y eso ya es algo, ¿no te parece?

–Ya lo creo que es algo.

–Veo que nos entendemos.

El hombre se calló, volviendo a su tarea. Luis, de pie, seguía observándolo. Hablaba con un dejo algo extraño, pero no estaba seguro de que fuese húngaro. Al menos los húngaros que él había visto con el oso y la mona no hablaban tan bien como éste. No estaba seguro de que lo pudiera ser.

Se abrió la lona del carromato y bajó una chiquilla de más o menos sus años. Llevaba una falda de lunares bastante astrosa que le llegaba hasta la mitad de las canillas, flacas como alambres, y una blusa blanca que dejaba al descubierto los brazos, tan flacos como las piernas. Pero su cara era muy bonita, con una larga melena negra, unos labios rojos y gordezuelos, una barbilla con un gracioso hoyuelo y sobre todos unos ojos rasgados y verdes como los de una pantera. La chica, sin quitarle la vista de encima, se llegó hasta el hombre.

–Esta es Berta, mi hija.

–Y tú, ¿cómo te llamas? –preguntó la chica.

–Yo me llamo Luis.

–¿Eres de aquí?

–No

–Entonces, ¿de dónde eres?

–De Segovia.

–Eso pilla muy lejos, ¿verdad?

Luis afirmó con un gesto de cabeza. Ya le estaba poniendo mosca tanto interrogatorio, pero tampoco le parecía prudente callarse.

Ahora que terminaba la chica, empezaba el padre.

–¿Vive tu familia aquí?

–No tengo familia.

–¿Te las apañas solo?

–Sí

Durante unos minutos el hombre se mantuvo en silencio, entregado a su trabajo. Tampoco hablaba la chica, que se había sentado junto a su padre, ni Luis, que, de pie, permanecía allí mirándolos sin saber muy bien por qué.

–¿Y dónde duermes? –volvió a preguntar el hombre.

Luis se encogió de hombros.

–¿Y comer, también donde cae, si es que cae?

Luis volvió a asentir. Entonces el hombre, tras una larga pausa le dijo:

–¿Sabes?, este oficio no da para mucho. Pero si quieres venir con nosotros y ayudarme, a lo mejor te apañas mejor que solo.

Miró al hombre y a la chica. Por un momento le vinieron a la cabeza aquellas historias de cíngaros y gitanos que raptaban a los niños para matarlos y vender su sangre a los tísicos, y sintió un escalofrío de miedo. Pero enseguida desechó esa idea. Para tísico, él. Poca sangre le iban a sacar. No, aquel hombre no le parecía malo. Sí, seguro que con él se las apañaba mejor que solo. Así que dijo:

–Gracias. Si no le molesta, sí que me gustaría quedarme con usted.

–Pues no hay más que hablar. Entrad los dos en el carromato y a ver cómo os arregláis para preparar algo de cena.

Capítulo once

V

erdaderamente, como le había dicho el hombre, aquel oficio no daba para mucho, pero al menos servía para ir tirando. No, no se arrepentía de haberse quedado con los húngaros.

El trabajo no tenía ningún misterio, y a los dos días de estar con ellos ya era capaz de poner el culo a una cacerola dejándola como nueva. No tenía que preocuparse de lo que iba a comer ni de dónde iba a dormir. Mucho o poco, siempre disponía de algo que llevarse a la boca y, de otra parte, él estaba acostumbrado a no exigir gollerías. En cuanto a dormir, ¿qué mejor cama que el santo suelo, junto al rescoldo de una hoguera, cubierto por una manta y con el cielo estrellado como techo? Aunque precisamente era el dormir lo que le traía alguna que otra desazón.

La primera noche, llegado el momento de acostarse, el hombre dijo: “Ahora a desnudarse todo el mundo. Aquí, ¿sabes?, para dormir nos quitamos toda la ropa, porque el dormir vestido sólo sirve para criar piojos. Así que sigue nuestro ejemplo y ya puedes quedarte como tu madre te parió”

Y dicho y hecho, el hombre comenzó a desnudarse.

Pronto siguió su ejemplo la chica. Luis, avergonzado, no se decidía a quedarse como ellos ni tampoco sabía donde poner los ojos. A la chica ya se le habían formado pechitos, y tenía una sombra de velo en el pubis. Parecía importarle un rábano que la vieran así, e incluso andaba observando la turbación de Luis con indisimulada guasa. El hombre se acostó en el suelo, envolviéndose en unas mantas, y mirando al indeciso Luis volvió a insistir:

–Vamos hombre, desnúdate, que no vamos a comerte.

La chica también se había acostado. Luis, procurando mostrar lo menos posible sus intimidades, se desnudó al fin y, a toda prisa, se envolvió en la manta.

Brillaba el cielo de estrellas, pero en la imaginación de Luis lo que brillaban eran aquellos pechitos empinados, y aquellas nalgas altas y redondas, y aquella sombra oscura entre los muslos blancos. Algunas veces –no en vano habían dormido muchos años en la misma cama para darse calor– Luis había vislumbrado las ajadas desnudeces de su madre, pero hasta entonces no había visto a una chica joven en todo el esplendor de su desnudez. Y aquella imagen, rodando bajo sus ojos entornados, le alteraban hasta impedirle conciliar el sueño.

Ella estaba allí, desnuda bajo la manta, a su alcance. Le hubiera bastado extender su mano por encima del bulto del padre que se interponía entre los dos, para poder tocarla. Pero el temor de lo que podría ocurrir si aquel hombre moreno de feroces bigotes le sorprendía acariciando a su hija paralizaba su deseo.

        Y aunque conforme pasaban los días y se iba acostumbrando a ello ya no era tan intensa como fue la primera noche la impresión de ver a la chica desnuda, siempre le causaba una alteración que le hacía dar vueltas y vueltas bajo su manta antes de que, al fin, se quedara dormido junto al rescoldo bajo la paz del alto cielo estrellado.

Capítulo doce

 

E

l padre de Berta se llamaba Esteban. A pesar de su nombre era húngaro, aunque hacía tanto tiempo que vivía en España donde nació la chica, que ya casi ni recordaba su país. Sólo un día, al atardecer, mientras acampaban en el ejido de un poblachón con casas de adobe, le dio por recordar aquellos parajes lejanos.

–Aquello no es como esto, árido y reseco. Aquello es verde. Una gran llanura verde, donde se pierde la vista hasta el horizonte, con una hierba fresca y alta que te llega hasta el pecho. Y ¿sabes?, lo mas hermoso de todo son los caballos. Manadas de caballos trotando libres por la llanura inmensa.

El hombre calló y permaneció en silencio, con la mirada perdida clavada en el poniente. Desde un cercano trigal lanzaba su llamada una codorniz y, allá en el pueblo, el ladrido ronco de un can ponía su nota de amenaza en la paz de la tarde. Entonces el hombre se levantó, entró en el carromato de donde salió al poco llevando en su mano una especie de cornetín y, tras contemplarlo durante unos instantes con aquella mirada perdida y triste, comenzó a tocar.

Aquélla era una extraña corneta. No sonaba chillona, como la del regimiento cuando llamaba a diana o arriaban e izaban la bandera. Tampoco se parecía en nada a la dulzaina de Silverio, su vecino, que se pasaba las tardes enteras ensayando las jotas y pasodobles que luego interpretaría en los bailes de las fiestas parroquiales. No, aquella trompeta tenía una voz triste y grave, y era también triste y grave la melodía que le arrancaba el hombre y que a Luis se le metía por dentro, produciéndole un extraño escalofrío.

Ya entrada la noche, Esteban dejó su cornetín. Tras tomar un bocado para malamente engañar el hambre, se desnudaron y envolviéndose en sus respectivas mantas se echaron a dormir junto a los rescoldos del fuego.

La luna estaba en creciente y lucían claras las estrellas. Allá a lo lejos silbaban los sapos, y mas lejos aún, en la torre derruida de una iglesia abandonada, la lechuza lloraba como un niño. Mil y un grillos aserraban el silencio con chirrido metálico e incesante.

Luis cerró los ojos. Esta vez no llegó como durante las pasadas noches el cenceño desnudo de Berta a perturbar su sueño. Su cuerpo flotaba dulcemente en aquel plácido silencio nocturno potenciado por los ruidos del campo, mientras que en su memoria aún revoloteaba el eco de aquellas melodías que el húngaro había entonado con su cornetín recordando la tierra lejana. Y aquel eco triste y dulce parecía rodar y rodar hasta perderse mas allá del horizonte.

Una ráfaga de aire frío azotó su mejilla llenando sus pulmones con el olor del heno. El viento ondulaba la alta y fina hierba que le cosquilleaba en la cara, produciéndole una inefable sensación de libertad.

        Entonces lo vio. Su pecho robusto tal la quilla de una barco rompiendo el mar de hierba, sus blancas crines ondeando al viento, sus cascos tamborileando sobre la tierra la pujanza de su galopar.

Pasó junto a él como un blanco torbellino, hermoso y potente. Y él gritó de alegría y corrió a su vez. Él también era libre y potente. Él era libre y potente como aquel caballo blanco. Él era aquel caballo.

Sintió el calor del sol en sus mejillas; después, el trino de las alondras que se alzaban hacia el cielo. Abrió los ojos. Vio al pollino trabado junto al carro; a su lado, los bultos de Berta y su padre que, liados en sus mantas, aún continuaban durmiendo.

Fue entonces cuando supo que todo había sido un sueño. El sueño mas hermoso de su vida.

 

Capítulo trece

L

o mejor era cuando caminaban por los campos, fuera de los pueblos y las pequeñas ciudades. A los pueblos y a las ciudades había que ir, ¡que remedio!, pues era allí donde se podían sacar algunas pesetas arreglando los cacharros viejos; pero la verdad que no era un trago de gusto. Allí sólo había perros, siempre mirando si robaban algo y, sobre todo, la pareja de la guardia civil, ante cuya sola vista les temblaban las piernas.

El campo era otra cosa. El campo era la gloria de Dios. Luis siempre se sintió feliz en el campo. Recordaba las pocas veces que había acompañado al señor José en sus correrías por el soto de Revenga o por el arroyo de Tejadilla para intentar cazar algún conejo sin otra ayuda que la perra. Recordaba cómo, atendiendo las indicaciones del señor José, se metía entre las zarzas y allí se andaba hurgando con un palo o una alambre hasta poner el conejo en la boca de la Linda. Y recordaba cómo el señor José se reía viéndole trajinar y le decía a Pepín: “Con este alipendi no se necesita ni perro. A ver si te fijas y espabilas un poco, que falta te hace.” Y es que Pepín, que era muy bueno y estudioso, en el campo resultaba un poco panoli y él estaba seguro de que el señor José, cuando le miraba a él desenvolverse, sentía un poco el run–run de que su hijo no se desenvolviera también así.

         Pero si el señor José era un águila para las cosas del campo, Esteban, el húngaro, lo dejaba tamañito. Luis no había visto nunca cosa igual. No había bicho que se le resistiese. Ponía lazos y perchas y allí era el caer de los conejos, los tordos y los mirlos, y hasta alguna que otra perdiz si se terciaba. En los días malos tampoco se le hacía asco a los lagartos y a las culebras, y si alguna gallina se descuidaba, ya se sabía dónde iba a parar.

Pronto Luis aprendió todos los trucos del lañador. Éste estaba encantado con él y Luis también empezaba a tomarle apego. El único problema en aquella buena vida era Berta, que siempre estaba comprometiéndole y no perdía la ocasión de tocarle y restregarle. Él sentía vergüenza y, sobre todo, apuro y temor de que su padre los viera, pero al final, cuando ella como en juego le abrazaba y le apretujaba, excitado por el roce de aquellos pechitos breves y duros también acababa por darle gusto a su boca y sus manos pues tampoco uno era de palo, como los santos del altar.

            Un día en que andaban perdidos en aquellos jugueteos les sorprendió el padre. Luis se puso blanco, sin saber ni dónde mirar. En cambio la niña se quedó tan fresca, como si aquello no la atañera. El hombre, al principio, tampoco dijo nada. Se fue hacia el carromato como haciéndose el tonto, como si no los hubiera visto. Pero Luego se ve que lo pensó mejor y volviéndose hacia ellos, les habló con tono serio y triste.

  –Cuando se es joven –dijo– empieza a uno a alborotársele la sangre. No es cosa mala darle algo del gusto al cuerpo, y éste es uno de los pocos gustos que nos damos los pobres. Lo malo es que, jugando, jugando, la cosa puede ir a mas. Tú Berta, aún eres muy niña y, además, no quisiera que acabaras como tu madre. Fue –dijo tras una pausa– en un descampado como éste. Tú hija no recordarás nada, pues aún no tenías los tres años. Era un niño, pero vino mal colocado y cuando lo saqué ya estaba muerto. Y tu pobre madre también se fue con él, tras desangrarse como una perra.

El hombre no habló mas. Reunió unos tomillos resecos y unas cuantas ramas y encendió una fogata. Ponían las llamas en su cara reflejos cobrizos. Luis se acercó a la fogata y se sentó junto a ella, la mirada clavada en el suelo. Al poco fue Berta la que se acercó sentándose junto a su padre. El hombre acarició lentamente sus cabellos. Estaban allí, los tres, en un triste silencio, junto a la hoguera, mientras se apagaba el poniente y en el cielo brillaba la estrella del pastor. De pronto rompieron el silencio tres gorjeos graves, seguidos de un largo trino sostenido que se iba adelgazando como un hilo de plata. Era el ruiseñor que cantaba oculto en la espesura.

Capítulo catorce

E

ra un pueblo grande, con soportales y viejos caserones, y una plaza con una iglesia inmensa. Todo el pueblo olía a pan de anís que era una bendición. Esto es lo mejor que tenía. Lo peor, además de un viento que, a pesar de estar ya entrado junio le helaba a uno los huesos, aquellas mujerucas sombrías, vestidas de negro, que los miraban ceñudas y desconfiadas como si tuvieran peste…

Al atardecer, después de haber estado todo el día dando vueltas y vueltas sin encontrar una mala cazuela que arreglar, se dirigían hacia un soto para acampar y dormir cuando se les cruzó una pareja.

–¡Alto!

Se pararon de golpe

–A ver –dijo un guardia recio y chaparro con una culebrilla que le cruzaba toda la cara–. ¿Dónde llevas las sábanas?

–¿Qué sábanas?

–Las tenía puestas a secar en su corral la señora boticaria y que tú has robado.

–Yo no ha robado nada, señor guardia.

–No repliques –dijo el civil amagándole con el mosquetón– que te deslomo.

Entre tanto, el otro guardia andaba revolviendo en el fondo del carromato. Salió al fin y dijo con un tonillo cansado:

–Aquí no hay nada, Miguel.

–Las habrá escondido. Estos saben latín. Vamos, trotando todos al cuartelillo. Verás como allí te viene enseguida la memoria de dónde están.

Y allá se fueron, dejando abandonado el carromato y el borrico. El húngaro caminaba con la vista clavada en el suelo. Berta marchaba a su lado, presa de un ligero temblor. A él también le temblaban las piernas…

El cuartelillo se hallaba en la carretera, a la salida del pueblo. Sobre la puerta de entrada había pintado los colores de la bandera nacional. Tras cruzar el umbral, entraron en un cuarto en que estaba una mesa de escritorio y, tras ella, un sillón y dijo:

–A ver, tú la documentación.

Esteban, tras revolver en el bolsillo de su pantalón, entregó al guardia unos papeles mugrientos. Éste los miró durante unos instantes. Después se levantó y salió al pasillo. Al poco volvió acompañado de otro guardia, tal largo y seco como un galgo.

–Joaquín –le dijo al número que había andado registrando el carromato–, quédate con esos dos lobeznos mientras Jiménez y yo le refrescamos a este lobo la memoria.

Había en el cuarto, en la pares situado a la derecha de la entrada, una puertecilla. El guardia agalgado esposó a Esteban y le hizo entrar por ella. El llamado Miguel los siguió. Cerraron la puerta. Los dos chicos permanecían de pie, frente a la mesa, mientras Joaquín, que había tomado asiento en el sillón, liaba pachorrudamente un pitillo.

De pronto se oyó a través de la puertecilla cerrada un grito desgarrador, seguido de otro y otro… El guardia, tras lanzar una bocanada de humo, miró a los chicos y dijo sonriendo:

–Cómo canta, ¿eh?, cómo canta.

Luis temblaba de miedo. Berta permanecía en silencio, con los ojos anegados de lágrimas.

Ahora habían cesado los gritos. Al otro lado de la pared  estaban hablando a voces, pero no se podía distinguir lo que decían.

Al cabo de un rato pudieron de nuevo escuchar los aullidos de dolor. Fue entonces cuando entró un guardia regordete que lucía los entorchados de sargento.

–García, ¿Qué es lo qué pasa aquí?

–Nada, mi sargento. A un húngaro olvidadizo que le están resfrescando la memoria.

–Y éstos, ¿Quiénes son?

–Supongo que sus hijos.

–¿Y qué hacen aquí? Pero, coño, ¿cuántas veces debo decir que no quiero ver a los críos en el cuartelillo, que luego pasa lo que pasa? Anda –añadió dirigiéndose a Luis–, salid de aquí y esperad en la calle.

Salieron y tomaron asiento en un poyete que había frente al cuartel. Estaba anocheciendo. Allá, hacia poniente, unas nubes rojizas indicaban al fin del crepúsculo y una luna creciente, casi llena, anunciaba la entrada de la noche.

Berta lloraba en silencio. Luis sentía junto a sí el cuerpo menudo de la niña, estremecido por los sollozos. Por un momento aquella pena se le metió por dentro, anegándole de piedad; pero pronto esa sensación dio paso a la otra, a la que le dominaba desde que entraron en el cuartelillo y que había aumentado de una forma intolerable desde que comenzaron a oírse los aullidos de dolor: la sensación de miedo. Un miedo animal, intolerable. Un miedo a que también a él le metieran en aquel cuarto y le golpeasen como sin duda estaban golpeando a Esteban, arrancándole aquellos gritos de bestia herida. Y aquel miedo se iba convirtiendo con una obsesión: la de escapar. Huir, marcharse donde fuera, pero lejos de allí, muy lejos…

–¿Por qué no nos vamos donde el carro? –dijo el fin–. No vayan a robarnos el carro y el borrico…

–Vete tú. Yo me quedo aquí.

–¿Pero qué vas hacer?

–Esperarle. Dentro de un par de días le soltarán.

–Pero no vas a estar ahí sentada dos o tres días…

–Ya se ocuparán de mí. No es la primera vez, ¿sabes? No –repitió, y su voz sonaba ahora extrañamente amarga, como si fuera la voz de una mujer vieja–, no es la primera vez ni será la última.

–Pero ¿y el carro y el borrico?

–Anda –dijo al par que le tomaba una mano y se la oprimía con ternura– vete tú allí, a cuidarlos.

Luis se levantó. Permaneció durante unos momentos en pie, vacilante; después se inclinó sobre la chica y besó sus mejillas, aún húmedas y saladas por las lágrimas, y sus labios. Ella se dejó besar, pero no respondió a su beso. Tras besarla, Luis echó bruscamente a correr.

Corría a todo correr, sin volver la cabeza hacia atrás.

Pronto llegó hasta donde estaban el carro y el pollino, pero continuó corriendo, sin pensar siquiera en detenerse. Al fin, cuando le venció la fatiga, se paró jadeante.

Entonces volvió la cabeza por primera vez. Había entrado la noche. Allá a lo lejos parpadeaban las luces del pueblo. Por un momento le pareció volver a escuchar los gritos de dolor de Esteban. Vio con la imaginación a Berta, sentada en el poyo, sola. El pecho se le oprimió como si fuera a ahogarse y no sabía bien si aquel ahogo se lo producía la pena o la fatiga.

Tras descansar un momento, Luis volvió la espalda a las luces mortecinas de aquel maldito pueblo y reemprendió su marcha.

Capítulo quince

D

 

ecididamente aquello de vagabundear solo no era negocio, y Luis echaba cada vez más en falta a Berta y a su padre. De noche tiritaba de frío. No tenía una mala manta, ni cerillas para hacer fuego; así que, a pesar de que ya entraba el verano, con el sereno de la madrugada le castañeteaban los dientes y amanecía empapado de rocío.

Tampoco se las arreglaba mejor para comer. Ni mejor ni peor, porque prácticamente no comía. Alguna vez, al pasar por una aldea, alguien le daba un trozo de pan duro. También a veces se arrimaba a los pastores. Algunos le recibían a cantazos, pero los había menos bordes que, tras entonarle con unas sopas de leche, le permitían pasar la noche en el chozo.

Precisamente tras una noche así llegó un zagalejo para comunicarle al pastor que su padre se estaba muriendo.

El hombre le dijo al zagal que si podía quedarse a cuidar del rebaño mientras él marchaba a la aldea. El zagal le respondió que aquello era mucho para él.

–Este chico puede ayudarte. Es sólo un par de días. Os doy la comida y una peseta diaria para cada uno.

Tanto al chico como a Luis aquello les pareció bien y aceptaron. El pastor se fue a escape hacia la aldea, mientras los dos muchachos sacaban el rebaño y lo llevaban a pastar.

No era mucho lo que había que hacer. Evitar que las ovejas se metiesen en los sembrados y que se amodorrasen; también, de anochecida, ordeñar unas cuantas que lo necesitaban;  pero fuera de esto, lo único que hacían era permanecer tumbados a la bartola.

Claro que si estaban tan descansados se lo debían a un perrucho greñudo que era el auténtico pastor de aquel rebaño. Todo lo que tenían de tontas las ovejas lo tenía de listo el gozquejo. ¡Y cuidado que pueden ser tontas las ovejas! No hay un animal más estúpido. Bastaba que hubiese un solo sembrado para que en él quisieran meterse. Y eso cuando no les daba por empezar a dar vueltas y vueltas para amodorrarse... Claro que el perrillo enseguida empezaba a ladrarlas y morderlas en el rabo hasta que entraban en razón. De verdad que, con él, ellos estaban de más.

En cuanto al chico –Serapio se llamaba el hombre– no andaba muy lejos de las ovejas en cuanto a caletre se refiere. Un zopenco de marca mayor. Tardó como dos horas en dirigirle la palabra, y cuando lo hizo fue para decirle:

–¿A que yo tiro cantos mejor que tú...?

Luis asintió. Primero porque no estaba por ese género de competencia, y luego por tener la seguridad de que, en eso de pegar cantazos, aquel cermeño era todo un maestro.

Y en efecto, lo era. Para lucir sus habilidades sacó una honda del bolsillo, puso en ella un canto rodado y, tras hacerla voltear, le largó una pedrada a una oveja que estaba a más de veinte metros. Tras esto, todo orgulloso de su hazaña, dijo:

–¿Viste? Pregunta, pregunta a los chicos de Cotanes  quién soy yo. Pregunta en Cotanes por el Serapio de Pozuelo y verás lo que te dicen... Los he escalabrado a todos...

Tras aquello calló y se dedicó durante un buen rato a ejercitar  su puntería. Al fin. Cansado, se dirigió a Luis para decirle:

–Vamos a buscar alguna liebre encamada.

Durante un buen rato estuvieron pateando el campo sin resultado alguno. El Serapio mucho presumir de vista, pero no columbraba una liebre ni por casualidad. Tuvo que ser él quien, en mitad de un barbecho, vislumbró el ojo del animalito.

–Mira, ahí tenemos una.

–¿Dónde, dónde...? –dijo el Serapio mientras calzaba la honda.

Pero su dónde, dónde resultó tan rotundo que la liebre salió pitando, primero dando quiebros de un lado a otro para enseguida enfilar recto con esa manera tan tonta que tienen de huir las liebres, facilitando el tiro hasta el más maleta.

Pero ni por esas la acertó el Serapio. Él, que tanto presumía de manejar la honda, que había estado una hora poniendo el canto donde apuntaba, para una vez que podía sacar un buen provecho a su habilidad, falló. Así es la vida.

Al fin, cansados, volvieron junto al rebaño. Su vista le trajo a Luis el recuerdo de Tomasín el de la viuda.

Tomasín iba al colegio de Pepín, el hermano de Tina. Al parecer, no era una lumbrera, pero tampoco lo necesitaba porque era hijo único y su madre apaleaba millones. A él aquel chico no le decía ni fu ni fa; pero dos hechos que tuvo ocasión de presenciar le hicieron cambiar de opinión obligándole a tenerle un profundo respeto.

En la plazuela del Salvador había una chicuela que siempre que pasaban Pepín y él se asomaba al portal para insultarlos motejándoles de mariquitas y haciéndoles mil muecas. Ellos la increpaban, la amenazaban, hacían como que se iban hacia ella para zurrarla. Todo en vano. La chicuela seguía con sus chuflas y ellos terminaban mohínos y azarados.

Pues bien, un día iban con Tomasín cuando les salió la mocosa con el numerito de siempre. Entonces, Tomás, sin darles tiempo a intervenir, sin hacer ningún aspaviento ni signo de inútil amenaza, sin alzar la voz, dijo:

–Si te pego una mediaguarra, te elevo el culo.

Mano de santo. La chicuela se entró en su portal y no se la volvió a ver el pelo. Y tanto Luis como Pepín comprendieron que en aquel chico había todo un carácter.

El otro hecho fue aún más peregrino. Un verano volvían los tres del río tras darse un buen baño; delante marchaba un rebaño de ovejas dejando un abundante rastro de su paso. De pronto Tomasín se detuvo, cogió un puñado de cagarrutas y les dijo:

–Si me dais un real, me las como.

–Bueno... –dijo Pepín mirándole incrédulo– ¡vas a comer...!

–Un real tiene la culpa.

–No tengo un real. Sólo quince céntimos.

–Vale.

Tomasín cogió los quince céntimos que le dio Pepín, se metió en la boca el puñado de cagarrutas y comenzó a masticarlas paladeándolas como si fueran bombones.

–¡Qué asco! –exclamó Pepín.

–Asco ¿por qué? Si están muy buenas.

–¡Van a estar buenas...!

–Claro que lo están. No ves que las ovejas lo único que comen es hierba... Pues a eso es a lo que saben.

–¿Entonces –terció él– también serás capaz de comerte una boñiga o un cagajón?

–¡Eso sí que no! –replicó Tomasín muy digno.

–¿Y por qué no? Las vacas y las caballerías comen lo mismo que las ovejas, así que, según tú, sus mierdas deben saber igual.

–Pues no señor. Comen lo mismo pero su digestión no es la misma, para que te enteres.

Ante aquella muestra de sabiduría guardaron silencio. De verdad que aquel Tomasín era un chico admirable.

Fue ese recuerdo lo que ahora movió a Luis a preguntar al Serapio:

–¿Tú has comido alguna vez cagarrutas de oveja?

–Pero bueno... ¿es que quieres tomarme el pelo? Como te meta un cantazo te vas a enterar tu.

Luis calló. Aquel mozo lo arreglaba todo con cantazos, así que mejor dejarle en paz. Pero mientras permanecía tumbado en la hierba, los ojos en el azul del cielo, consideró las contradicciones del ser humano. Tomasín, millonario, comiendo cagarrutas; y aquel patán, muerto de hambre, haciéndose el remilgado. Verdaderamente que este mundo no hay quien lo entienda.

Capítulo dieciséis

 

C

 

omo había asegurado, el pastor volvió a los dos días. Estaba muy contento, pues su padre superó con bien el arrechucho. Preparó unas migas con torreznos que a los chicos les supieron a gloria, y después de dormir ricamente en el chozo, Luis, al despuntar el alba, se embolsó la peseta prometida y reemprendió su camino.

Tras unos días de hambre y unas noches de frío, llegó a un pueblo grande y destartalado que estaba en fiestas. En la plaza habían puesto unos cuantos carruseles y en el ejido andaban montando su tinglado unos titiriteros.

La plaza empezaba a animarse. Atronaban los altavoces de la tómbola y los carruseles, y un olor picante a buñuelos fritos llenó de cosquillas el vacío estómago de Luis. Éste se alejaba de aquella delicia fuera de su alcance, cuando sintió que le llamaban.

–Eh, chico.

Luis se volvió. Quien se dirigía a él era un hombre gordo, vestido con un mono, que estaba sentado en la plataforma de unos caballitos del tiovivo.

–¿Es a mí?

–Sí, a ti. ¿Quieres ganarte un duro?

–¿Qué tengo que hacer?

–Nada. Una cosa muy fácil. Ayudarme a dar vueltas a los caballitos. El chico que viene conmigo se ha torcido un tobillo, el muy inútil, y me ha dejado empantanado. Te doy por cada tarde de trabajo un duro y la cena.

Luis observó el tiovivo. Era de lo más antiguo y destartalado. Una serie de caballitos de cartón pintados con colores chillones ya descoloridos por el tiempo, cada uno de ellos fijos a su barra. Nada de la variedad de esos caballitos modernos que alternan con focas, tigres, coches, bicicletas, notos y Dios sabe cuántas cosas más. Nada de subir y bajar durante la marcha. Tan sólo vueltas y más vueltas. Y por todo motor para esas vueltas, el empuje del hombre del dueño y su ayudante.

Pero a pesar de todo, aceptó. Hacía tiempo que no comía algo en condiciones, y un duro es un duro. Diez minutos después de dar la conformidad, ya estaba arrimando el hombro a la tarima y corriendo al paso cansino de los pencos que a él se le antojaba galope desbocado. Pronto comprendió lo del tobillo del ayudante. A él no se le dislocó, pero a la media hora de trajín ya no se tenía del dolor de espalda y de riñones, y pensaba que al finalizar la maldita tarea no iba a poder ni enderezarse.

Aquellos caballitos, la verdad, no tenían mucho éxito, pero no faltaban en cada ronda unos cuantos mocosos que, por se demasiado pequeños o andar mal de dinero, renunciaban a emociones más atractivas y se conformaban con el tiovivo de los pobres.

Luis, con la cabeza a ras de la tarima, tan sólo distinguía sus piernecitas desnudas; pero no tenía necesidad de verles la cara para odiarlos con toda su alma. Se los imaginaba felices y contentos, con una sonrisa de satisfacción en sus caras de pánfilos, dispuestos a dar vueltas y vueltas por toda la eternidad. ¡En lugar suyo deberían estar, para que se les quitaran las ganas de dar vueltecitas en aquellos malditos adefesios...!

Cuando entraba la noche, y conforme aumentaba la clientela del resto de las atracciones, la del tiovivo comenzó a disminuir.

Luis podía ya tomarse unos minutos de descanso, que buena falta le hacían, tumbándose en el suelo mientras el dueño hacía sonar una musiquilla de reclamo de unos clientes cada vez más remisos. Por fin, al filo de las once, y cuando ya llevaban su buena media hora sin que nadie montara, el dueño dijo:

–Bueno, por hoy ya hemos echado el día. Vamos a cenar.

Abrió la tartera que contenía una tortilla de patatas y un par de filetes de hígado. Sacó dos barras de pan y preparó dos bocadillos con ellas y el contenido de la tartera.

–Toma –le dijo a Luis ofreciéndole el bocadillo–, repón fuerzas, que falta te hace.

Comieron en silencio. El hombre le daba de vez en cuando un tiento a una botella de vino. Al fin, tras dudarlo un poco, se la pasó a Luis.

–Anda, bebe, que te vas a atragantar.

Luis echó un buen trago. El vino sabía a rayos, pero al menos entonaba el cuerpo.

Cuando terminaron de comer, el hombre dijo:

–Me voy a dar una vuelta por ahí. Tú quédate cuidando esto.

–Está bien. Pero deme mi duro.

–Podías esperar a mañana.

–Ya sabe usted el dicho: no dejes para mañana....

–Bien, bien –le interrumpió el hombre mientras le alargaba una moneda de mala gana–. Aquí tienes tu duro. Pero podías esperar a que te pagase todo junto cuando terminásemos con esta feria.

Luis se embolsó el dinero sin replicar; pero cuando el hombre se alejó, murmuró entre dientes:

–Lo que es por mí, gordinflas, ya puedes darla por terminada. No me pescas en otra como la de hoy, te lo aseguro yo...

 

Capítulo diecisiete

A

 

la mañana siguiente, mientras deambulaba por el ferial, escuchó una voz a su espalda.

–¡Pero si es el Mona! ¿Qué se te ha perdido por aquí?

Al oírse llamar por su apodo, Luis, sorprendido, se volvió. Frente a él alzaba su larguirucha figura Mateo, el Comecristales.

–Pues ya ves –replicó Luis–. Lo mimo que a ti.

–Eso sí que no. Yo estoy aquí trabajando.

–¿En qué?

–Pues en qué va a ser –le replicó con orgullo–. En el  circo.

–¡Caray! –exclamó Luis impresionado por la revelación de su paisano–: así que trabajas en el circo...

–¿Qué si trabajo...? ¡Cómo que soy la atracción principal! Mira –dijo mientras metía la mano en el bolsillo del pantalón y volvía a sacarla empuñando unas cuantas monedas y billetes–, mira cómo me va.

Luis contemplaba al Comecristales asombrado. El artista debió notar la admiración con que le miraba el chico porque, bajando de su peana, con un aire entre protector y paternal, le dijo:

–Bueno, Mona, cuéntame. ¿Qué haces por aquí? ¿Te has medido en algún lío? ¿Puedo echarte una mano?

Después de unos momentos de duda, Luis se decidió a contarle lo de la muerte de su madre, el internamiento en el hospicio y su huida. Tras escucharle con atención, Mateo le dijo:

–¿Sabes lo que pienso? Que hiciste muy bien largándote de allí. Vente conmigo. Verás cómo te busco un apaño.

Y sin añadir una palabra más echó a andar en dirección al ejido donde los volatineros habían montado su tinglado. Luis, también en silencio, le siguió.

 

Capítulo dieciocho

A

 

l Comecristales Luis le conocía desde los días de la Escuela Industrial. A la Escuela Industrial iban los chicos destinados a trabajar en un oficio. Los de los colegios de frailes, aquellos que pensaban hacer el bachillerato y acaso una carrera, decían que todos los chicos de la Industrial eran unos golfos; y no es que fueran todos unos golfos, aunque también los había como en todos lados, sino que eran todos unos pobres.

Sí, la Escuela Industrial era la escuela de los pobres, por eso además de a leer, escribir y algo de cuentas como en los otros colegios, enseñaban cosas que éstos no enseñaban, tal que la mecánica, fontanería, carpintería y cerámica. Pero era raro el chico que cumplía en ella los catorce años. A la mayoría, en cuanto mal sabían las cuatro reglas, los sacaban sus padres para ponerlos a trabajar.

En aquella escuela el lema de “la letra con sangre entra”  era una verdad como un templo. Casi todos los maestros hacían un largo uso de la regla y la vara; y de todos ellos, el más aficionado a varear críos como quien varea aceitunas era don Laureano, el profesor de dibujo.

Luis estaba tan hecho a las palizas de su madre que para él los varazos de don Laureano era como llover sobre mojado; pero los había menos sufridos que a cada varapalo respondían con un “ahí le duele, don Laureano”, lo que provocaba un regocijado alboroto en el que participaba toda la clase, maestro incluido, salvo el llorica que quedaba corrido a más de apaleado.

Llevaría Luis como dos años en aquella escuela cuando ingresó en ella Mateo. Rondaba éste los catorce y era un muchacho larguirucho, con el pelo pajizo, y tan flaco que se transparentaba.

Tranquilo y poco bullanguero, como por otra parte era bastante aplicado, durante un tiempo no dio ocasión a los maestros para que le midieran las costillas; más don Laureano no podía consentir que nadie le privase de su afición favorita, así que un día, más o menos a los dos meses de haber ingresado Mateo en la Industrial, cuando el chico se hallaba enfrascado en un dibujo, se le acercó el vmaestro por detrás y, tras observar la obra y exclamar ¡esto es

una guarrada!, le arreó un par de reglazos en el colodrillo.

El chico ni se inmutó. Siguió con su dibujo y, al cabo de un rato, cuando ya lo hubo terminado, levantó la cabeza y dirigiéndose al maestro, que había tomado asiento en su sillón, le dijo muy digno y tranquilo:

–Don Laureano, tengo que advertirle una cosa. ¡No vuelva usted a tocarme!

Mientras los demás chicos miraban al nuevo con temeroso asombro, don Laureano se levantó de su asiento y con una sonrisa feliz echó mano a su vara favorita. Después se dirigió hacia Mateo mientras ronroreaba:

–Con que no vuelva a tocarte, ¿eh? Vas a ver lo que es bueno.

El chico no se movió; pero cuando el maestro estaba a dos pasos de él, cogió el tintero de tinta china y se lo estampó en un ojo.

–¡Ay, Dios mío! –exclamó don Laureano–. Me ha cegado. Este criminal me ha dejado ciego.

Por supuesto que don Laureano no quedó ciego, ni siquiera tuerto como más de uno hubiera deseado. Ahora, eso sí, al criminal no le volvió a ver. Ni él ni ninguno de los profesores, ya que, tras arrojar el tintero, escapó como alma que lleva el diablo y no apareció nunca más por la escuela; y aunque los maestros pronosticaban la cárcel o, en el mejor de los casos, el reformatorio, no le pasó nada. Tras su hazaña vagaba por Segovia como si tal cosa, libre como los pájaros.

Lo único que ocurrió tras el tinterazo fue que don Laureano, sin renunciar del todo a sus hábitos, se lo pensaba algo más antes de hacer uso de su vara.

Luis no tardó mucho en seguir el camino de Mateo y dejó la escuela cuando apenas había aprendido a leer y escribir. En su eterno deambular por la calle se encontraba de tarde en tarde con su fugaz compañero de colegio y cambiaba unas palabras con él. Aparte de la hazaña del tinterazo, aquel chico no tenía nada de particular que pudiera suscitar sus admiración. Pero un día, cuando hacía pasado algo más de un año de su gesta en le Escuela Industrial, Luis descubrió que aquello no había sido un hecho aislado y casual. Mateo, en verdad, era un ser extraordinario.

Cierta tarde en que Luis marchaba hacía el río por el camino del cementerio, se encontró un grupo de chicos que estaban formando corro. Se acercó curioso para ver lo que despertaba tamaña expectación. Era Mateo.

Se encontraba sentado en el suelo, en mitad del corro. Junto a él había una botella de vidrio verde y un montón de calderilla.  El chico, tras contar el dinero, dijo:

–Esto es poco. Hay sólo ochenta céntimos y yo os he  dicho que no lo hago por menos de una peseta.

Un chicuelo, tras revolver en su bolsillo, aportó al montón una moneda de cinco céntimos. Tras unos segundos de espera, Churruca, el colillero, contribuyó con una perra gorda.

–Falta una chica –dijo Mateo–. Tú, Mona, ¿no tienes una perrilla siquiera?

Luis denegó con un movimiento de cabeza.

–¡Valientes piojosos muertos de hambre! Fin, lo haré – dijo mientras se guardaba en un bolsillo las monedas–, aun que  no os merecéis un artista como yo...

Entonces partió la botella de un golpe, cogió uno de los  trozos y , metiéndoselo en la boca, lo empezó a masticar como si tal cosa. Después se metió otro y otro, hasta que se zampó toda la botella.

Y así fue cómo Mateo dejó de ser Mateo para pasar a ser Comecristales. Y no es que lo hiciera una vez, ni dos. En cuanto le ofrecían cuatro cuartos, ya estaba dando la exhibición. ¡Por cientos podrían contarse las botellas que se había comido...!

Algunos incrédulos decían que era un truco. Pero ¿qué  truco podía haber allí? ¿Es que no veían todos cómo mascaba los trozos de cristal y cómo se los trasegaba uno tras otro hasta dar fin a la botella? No, allí no había trampa ni cartón.

Un día uno le preguntó:

–Dime, Mateo, ¿cómo puedes comerte los cristales?

Mateo, tras sonreír, respondió:

–Muy fácil. Desde que era pequeño recuerdo que cuando mi padre llegaba a casa borracho, lo que era un día sí y otro también, en cuanto mi madre empezaba a gruñir, él la decía: “Grita, grita, mujer. Anda gruñendo que me lo gasto en vino, que no os doy ni para comer. Lo que es como yo me muera, ¿sabes lo que vais a tener que comer? Piedras. Eso es lo que vais a comer: ¡Piedras!” A mí –continuó Mateo–, aquello de tener que comer piedras se me quedó grabado y, como mi padre cada vez tenía peor pinta y sospechaba que, como así fue, no iba a durar mucho, empecé a tragar chinitas para ir acostumbrándome. Después pasé a piedras mayores, hasta que descubrí que el cristal era más blando y nutritivo. Y esto es todo.

Luis nunca supo si aquello el Comecristales lo hacía en serio o en broma. Lo único que sabía es que se trataba de un ser extraordinario. De ahí, pensaba mientras le seguía en silencio, que llegara donde había llegado. Ni más ni menos que a artista de circo.

Capítulo diecinueve

E

 

l circo aquel no era una gran cosa. En el descampado habían montado un tinglado con cuatro tablones, un estrado y dos postes en cada extremo de aquella pista, unidos por una cuerda floja donde realizaban sus ejercicios los funámbulos.

A un lado de la pista se encontraban unos cuantos carromatos que eran la vivienda de los artistas. No había gradas, sino que los espectadores entraban con sus propias sillas. Unas lonas, fijadas en el suelo con unos altos postes, hurtaban en buena parte el espectáculo a quienes se mostraban remisos a gastarse los cuartos en una entrada.

El Comecristales se encaminó a un hombre grueso, tocado con un sombrero de paja, que se hallaba sentado delante de unos carromatos.

–Buenos días, señor Damián –dijo cuando se encontró ante él–. Éste –añadió señalando a Luis– es un amigo mío de Segovia. No tiene trabajo, así que he pensado que podría quedarse con nosotros.

El seños Damián contempló a Luis durante unos instantes. Al fin dijo:

–¿Eres equilibrista?

–No señor.

–¿Malabarista?

–Tampoco.

–Ya sé... Ilusionista.

Luis volvió a denegar.

–¿Forzudo? No, seguro que no –añadió sonriente mirando a Luis–. No tienes pinta de ello. ¿Domador de pulgas? ¿Payaso?

        A cada pregunta del señor Damián, Luis negaba con un movimiento de cabeza. Tras haber pasado en vano lista a todos los posibles oficios circenses, el señor Damián le dijo al Comecristales:

–Me parece que este paisano tuyo nos va a ser de mucha  utilidad; pero que de mucha, sí señor.

–No hay que desanimarle –dijo el Comecristales.

–Llevas razón, hijo. Uno no debe desanimarse nunca y menos en estos trajines nuestros que albergan las más insospechadas habilidades. A uno conocí que hizo fama y dinero a fuerza de pedos, sí señor. El reírse de lo que se ignora –añadió tras la carcajada de los chicos– cosa propia es de mentecatos. Ese señor al que yo conocí hace muchos años era un reputado artista capaz de interpretar cualquier pieza musical a fuerza de ventosidades. Hasta ante nuestro rey Alfonso XIII, que en gloria esté, actuó, cosechando un gran éxito con su peculiar versión de El sitio de Zaragoza y La Marcha Real. Así que tú no te desanimes, ya que si permaneces tiempo con nosotros ya encontrarás algo en qué destacar. De momento, ¿sabes manejar la escoba?

–Sí, señor –respondió Luis.

–Pues ya está. Y es que no hay nada como buena voluntad para encontrarle a uno un acomodo.

Capítulo veinte

E

 

l hombre gordo era el empresario. Se llamaba, en efecto, Damián, y era la única persona de aquella troupe que atendía por su verdadero nombre.

Su mujer trabajaba en el alambre, haciendo equilibrios y dando unos saltos mortales que a Luis se le encogía el corazón con el temor de que se rompiese la crisma contra el suelo. Pero ¡quia!. Tenía una seguridad pasmosa y era el número fuerte de la compañía. Se hacía llamar mis Ermellina, aunque su verdadero nombre era el de Eulogia Coeto, hija de Eulogia Pérez y de Simón Coeto, guarnicionero de Peñaranda de Bracamonte, lo que no quitaba para que fuese una rubita tan menuda como guapa, siempre luciendo unos muslos mal cubiertos por unas mallas rosas que a Luisito le traían encalabrinado.

Aquello de buscarse un nombre rimbombante y una nacionalidad exótica y lejana era algo al parecer obligado en la compañía.

Salvo Matías el forzudo, un mozo de Mondoñedo que no había desarrollado demasiada fantasía para ponerse el sudado nombre de Sansón, los demás sí que habían puesto el mingo en eso de buscarse uno la mar de altisonante. Así, los payasos, se llamaban Frascolini y Popof aunque, como después supo Luis, Frascolini era Francisco García de Vallecas , y Popof, Pepe Vigil, de una aldea próxima a Llanes, en la que antes de dedicarse al circo llevaba con sus hermanas un negocio de vacas de leche.

Giletta, la equilibrista, tenía por nombre Patrocinio Ruiz y estaba casada con su compañero de número, Gasparini, o más propiamente Enrique Carrasco, malagueño del Perchel, como ella.

Pero ninguno había llegado tan lejos como Mateo, que ya no era Mateo ni Comecristales, sino el mago Mandrake, y salía al escenario vestido de hindú.

En fin, que así andaban las cosas en aquella república, aunque –pensaba Luis– con aquel trastrueque de nombres y nacionalidades no se hacía daño a nadie. Y además, como decía el señor Damián, que era un filósofo, una vez que Luis le interrogó por el intríngulis de aquellos cambios: “Esto es lo que gusta al público, y al público hijo mío, hay que darle siempre lo que le gusta”.

Capítulo veintiuno

L

 

a vida circense le pareció a Luisito una vida realmente digna de vivirse. Su papel era el más humilde de la compañía, ya que se limitaba a las funciones de barrendero, mozo de cuerda, portero y acomodador. Pero aquel trasiego de un pueblo a otro, aquel marchar como los caracoles con la casa acuestas, aquel alegre compañerismo y aquella especie de perpetuo juego que era en resumen el intríngulis de aquel trabajo, iba como anillo al dedo a un espíritu como el de Luis, mucho mas cercano a la ociosa y festiva cigarra que a la antipática y laboriosa hormiga.

Ciertamente la gente de la compañía pretendió que aprendiese algunas de las habilidades propias del oficio. Pretensión vana. Cuando Ermellina le propuso subir al alambre de equilibrio, casi le da un soponcio. Popeta, la contorsionista, una chiquilla morena capaz de hacer un ocho con su cuerpo, intentó también llevarle por su camino, pero pronto desistió. Más éxito parecía que iba a alcanzar Corina, la malabarista. Luisito llegó a jugar con cuatro platos a la vez, pero de allí no pasó. Y no pasó porque Corina estaba liada con Pascualón, un jayán que servía de base de torre humana que formaban los hermanos Tonetti y que, mire usted por dónde, era el único elemento atravesado de toda la trouppe. Pascualón no vio con buenos ojos los juegos malabares de Corina y Luisito, y tras soplarle cierto día a su novia

una galleta, puso fin a las lecciones cortando en flor la posible carrera artística de nuestro héroe.

Pero la constancia siempre tiene su premio, y al fin Luisito pudo actuar, y precisamente en el número que, junto al de su amigo Comecristales o Mandrake, era ni más ni menos que la estrella de la función. Luciendo un vistoso traje galonado y armado de un tambor, saltó a la pista un glorioso día para anunciar con un prolongado redoble el salto mortal sobre el alambre de mis Ermellina.

¡Qué momento aquél! Los focos iluminaban a Ermellina en cuyos gloriosos muslos, mal cubiertos por sus medias de malla, se clavaban sedientos los ojos de todo el mocería del lugar. Lenta y majestuosa, la rubia muñeca comenzaba a caminar  sobre el delgado alambre sin otra ayuda que la de su balancín. A veces vacilaba como si fuera a perder el equilibrio y precipitarse al suelo, pero pronto se reponía y continuaba su  marchar alado. Al fin llegaba al término del alambre. Entonces arrojaba el balancín y, girando, emprendía el camino de vuelta sin otra ayuda que la de sus brazos. Todos los ojos permanecían fijos en aquella mariposa dorada que parecía flotar en las alturas.

Y era precisamente a la mitad de su camino de vuelta cuando ella se detenía y Luisito interpretaba su largo redoble de tambor. Cuando éste cesaba, se hacía un silencio angustioso. Luis sentía cómo le galopaba el corazón. Ermellina daba dos saltitos sobre el alambre como preparación de aquel otro, alto, alto,  que le permitía dar la chingoleta en el aire y caer de nuevo sobre el alambre, de pie. Era el salto mortal. Estallaba una tempestad de aplausos en tanto ella, rápidamente, terminaba su recorrido y descendía. Ya en el suelo, mientras continuaba la ovación, la ninfa lanzaba besos al mocerío enloquecido. Y allí, junto a ella, Luis sentía que parte de aquellos aplausos, de aquella gloria, iban para él...

Capítulo veintidos

E

 

l verano pasó sin sentir. Marchaban de pueblo en pueblo, y aunque apenas sacaban para cubrir gastos y mal comer, todos se mostraban contentos y felices. Posiblemente la más risueña fuese Ermellina, siempre bromeando y sentándose en las rodillas de todos los hombres salvo en las de Luis, a quien  sentaba en las suyas. Era como una niña caprichosa y así lo entendía el comprensivo señor Damián, que la trataba como a tal, incluso sacudiéndole de vez en vez una cariñosa azotaina sin que esto alterase el festivo humor de la bella.

Luis estaba encantado con toda aquella alegre compañía, pero sus amigos, sus verdaderos amigos, eran Comecristales, que por algo era su paisano, y Pepe Vigil –Popof–, el de Llanes.

Cuando Mandrake, vistiendo una vistosa túnica y con un turbante de raso en la cabeza, comenzaba a tragar sables, a echar llamas por la boca y a devorar copas y copas de cristal, Luis se hinchaba de orgullo al considerar que aquel prodigio fuera del mismo pueblo que él. Ciertamente lo del sable y lo de las llamas eran trucos, y el propio Mateo le había enseñado a Luis en qué consistían, pero lo de los cristales era la fetén. Incluso después de comerse la cristalería propia, el artista invitaba a los espectadores a que aportasen sus vasos y botellas. Nunca faltaban voluntarios, gustosos de perder un vaso o una copa a cambio de ver una perforación de estómago; más se quedaban con las ganas porque Mandrake, tras mascar concienzudamente la cristalería del paisanaje, continuaba vivito y coleando.

Popof, el asturiano, era un mozo seriote y melancólico, cosa que según le informó el señor Damián, era muy frecuente entre quienes ejercían el oficio de payaso. Tocaba divinamente el acordeón y no sólo lo hacía durante su número, sino en sus horas de asueto. Cierta vez que Ermellina tuvo una trifulca con Corina por unos dimes y diretes con Pascualón, y al señor Damián, molesto por aquellas voces, se le fue un poco la mano calentando el traste a su nenita, cuando ésta, hecha un mar de lágrimas, se despedía entre besos y suspiros de toda la compañía porque “aun cuando se me parte el alma al dejaros, no puedo seguir ya más con este bruto, este verdugo, este Herodes”,  Popof tomó su acordeón y se puso a interpretar un valsecillo francés. A Ermellina se le iluminaron los ojos en cuanto comenzó a sonar la musiquilla, y olvidándose del ardor de su trasero y de sus lágrimas, echó mano al menor de los Tonetti y comenzó a dar vueltas como una peonza. Pronto el baile se generalizó y lo que había comenzado con voces, zurra, llantos y desgarros, adioses, terminó en alegres risas, besos y total jolgorio, en una animada fiesta que se prolongó toda la noche.

Sí, aquel asturiano era una buena persona y con el don de la oportunidad. Luisito se le aficionó, y pasaba las horas muertas escuchándole tocar el acordeón, sobre todo cuando lo hacía para sí, no para calmar los ánimos o para que los demás se divirtiesen o bailaran, sino para perderse con aquella música en no se sabe qué ensoñaciones y recuerdos.

Una noche después de la función, cuando el payaso arrancaba a su instrumento una de aquellas melodías tristes  que tanto gustaban a Luis, comenzaron a caer gruesos goterones.

Luis y su amigo se refugiaron bajo una lona para resguardarse de la lluvia. Entonces el asturiano, alzando los ojos al cielo encapotado, dijo:

–Malo. Se acabó el verano. Esto es el fin.

–¿El fin?

–Sí. Dentro de poco, el circo se recoge y cada mochuelo irá para su olivo.

–¿Y ya no funcionará más?

–El próximo año, hacía Semana Santa, la gente se dará una vuelta por Madrid. Allí, en el café Universal, está fijo el señor Damián. Si consigue formar una compañía, allá para el mes de mayo otra vez andaremos con la casa a cuestas.

–Y mientras, ¿qué hace la gente?

–Vuelve a sus pueblos, a sus casas. Trabaja en lo que le sale. Va tirando como puede.

Ahora llovía a cántaros. Luis sintió un escalofrío. Su amigo le tendió una manta.

–Échate y líate en la manta, no vayas a coger un pasmo –le dijo. Y tras observarle un momento en silencio, añadió:

–¿Tú no tienes dónde ir?

Luis denegó con un gesto.

–Si quieres, vente conmigo, a mi casa. La aldea es una hermosura. En cuanto a mis hermanas ya te he hablado de ellas y sabes por tanto la clase de brujas que son. Pero lo mismo que quieran o no tienen que aguantarme a mí, también tendrán que aguantarte a ti. Después de todo, aquello también es mío.

–Muchas gracias, Pepe –le contestó el chico estrechándole la mano–. Ya lo pensaré.

Capítulo veintitrés

A

 

Luis ya le había hablado Vigil más de una vez de sus hermanas  y sabía de que pie cojeaban las mozas.

–No creas –le había dicho– que a mí me gusta esta vida. A mí lo que de verdad me gusta es la aldea. Me gusta la montaña y el mar, que está a dos pasos; y aquel verdor, y el perfume del heno y el maíz, sobre todo al amanecer, cuando están empapados por el rocío o la lluvia; hasta me gusta la lluvia. Allí siempre está lloviendo, una lluvia fina y menuda que mucha gente de por aquí no puede resistir, pero que a mí me encanta. Y también me gusta trabajar con las vacas. Me gustan las vacas, mansas y pacientes, con esos ojos tan dulces y esas ubres suaves y cálidas; y el olor de la leche y el calor del establo al amanecer; fíjate, por gustarme me gusta hasta el olor de la bosta. Lo único que no me gusta, que no puedo resistir, son mis hermanas.

Tanto y tanto le hablaba de sus hermanas que ya era como si Luis las conociera, y se las imaginaba tal como en realidad debían ser. Dos mujeres largas y secas, de manos sarmentosas, de rostro avinagrado, siempre vestidas de negro, siempre con el rosario a cuestas. Oliendo a cera, oliendo a muerto... Así debían ser las hermanas de Pepa Vigil.

–Aunque son mayores que yo, no creas que me llevan tantos años. Las recuerdo de mozas, incluso de niñas. Pues bien, siempre han sido igual. Llevando las cuentas de lo que hacen o dejan de hacer los vecinos, hablando mal de todo el mundo... Siempre tristes, siempre amargadas, sin reírse jamás. Nunca, nunca las he visto reír. Les molesta la risa. Yo de niño era muy alegre, me reía por todo; pues bien, se daban a los demonios. Me insultaban, me llamaban payaso. Este niño es un payaso, este hermano nuestro es un payaso; “a un circo tenía que ir”. Y decían aquello con el mayor desprecio, como si trabajar de payaso en un circo fuese lo más vil, lo último que un hombre pudiera ser en el mundo. Y tanto me lo dijeron y tal desprecio ponían en aquello y yo estaba tan harto de ellas, que ya desde pequeño decía para mí: “En cuanto pueda, me largo y me meto en un circo de payaso, para que os jorobéis”. Y así lo hice, y por eso estoy aquí todos los veranos: por librarme de ellas una temporada y por el gusto que da cuando vuelvo a gritar desde el portal, nada más entrar en casa y bien fuerte, para que me oiga toda la aldea: “Hermanas, ya estoy aquí. Ya está aquí vuestro hermano, el payaso de circo, que viene dispuesto a echaros una mano con las vacas.” Sí por eso estoy aquí, por darme el gustazo cuando vuelvo de ver cómo revientan de rabia.

Capítulo veinticuatro

P

 

ara que veas como son mis hermanas –le dijo Popof a Luis un día– voy a contarte algo que no he contado a –nadie, porque da hasta vergüenza contarlo.

»Hace algún tiempo, recién acabada la guerra, entró a trabajar en nuestra casa un zagalejo. Era un pobre chico de diez u once años, más flaco aún que tú y con una pinta de tísico que daba pena. A su padre le habían matado durante la revolución de Asturias y a su madre tenía que sacar adelante a él y a tres hermanos más, trabajando de sirvienta en Llanes. Pues bien, mis buenas hermanas, siempre con su rosario a cuestas, le reventaban a trabajar y encima siempre le estaban restregando que si era de mala condición, y que de tal palo tal astilla, y que acabaría

en el infierno, como su padre, por ateo y por rojo. El chico aguantaba todo porque no tenía dónde ir; pero yo le veía tan triste y desesperado que a veces me entraba el miedo de que fuese a colgarse de una viga.

»No se colgó, no. Murió de lo que tenía que morir. De aquella debilidad y de aquella tos seca, aquella tos de perro que se gastaba el pobre. Pero antes , y esto es a lo que voy, ocurrió lo de la leche.

»Al pobre chico le cargaban mis hermanitas con dos cántaras de leche para que fuese a venderlas a Llanes. El chaval apenas podía con la carga, y de Llanes a mi pueblo hay casi una legua de camino. Pues ahí tenías al pobre mozo todas las mañanas, con frío o con lluvia, cargando con su leche camino adelante. Ni é cómo podía llegar, pero el caso es que llegaba. Vendía su leche cuartillo a cuartillo, y mediada la mañana emprendía el camino de vuelta. Y encima, si se tumbaba a descansar, mis hermanas salían con que era un facineroso y un vago como su padre...

»Al cabo de más o menos un año, se presentó una tarde en casa una amiga de mis hermanas, una solterona de Llanes y de la misma cáscara que ellas.

»Vengo a veros –dijo– por tratarse de vosotras. Desde luego, si no fueseis quienes sois y no tuviera como tengo la seguridad de que no sabéis nada, os habría denunciado. Pero, en fin, lo que sí os digo es que mientras tengáis ese lechero yo no os compro más una gota de leche.

»¿Pues qué pasa con la leche?

»¿Que qué pasa? Pues que el sinvergüenza del niño, cuando le apetece, se bebe su buen cuartillo y luego, para que no se note, va y se mea en la cántara. Y nosotras después a beber la porquería de ese tísico para pillar lo que no tenemos.

»Puedes suponerte la que se armó. Llamaron al niño, que acabo confesando que era verdad, que, a veces, bebía un poco de leche y, para que ellas no lo notase, pues le medían hasta la última gota, era por lo que había dado en la industria de reponer lo bebido con lo orinado. Las santas cogieron una vara y, si no me meto yo, le matan a palos. Después le pusieron en la calle y el pobre antes de un año ya estaba descansando y criando malvas. Pero ni por esas olvidaban la historia mis hermanas, y a quien quisiera oírlas, siempre le iban con la dichosa letanía de aquel niño mal nacido y desvergonzado que había pagado sus desvelos meándose en la leche.

»Y yo te digo, Luis que la única desvergüenza es la de que unas señoras que tienen veinte vacas lecheras sean tan ruines que den lugar a que un pobre criado suyo ande bebiéndose a escondidas la leche que le mandan vender, porque le matan de hambre.

»Así son mis hermanas. Si Dios Nuestro Señor se las llevase a su gloria –y ya ves que sólo deseo su bien– te aseguro que éste que aquí ves no dejaba la aldea y que allí, a solas con mis vacas, me iba a dar tal vida que ni el Papa de Roma la tiene mejor.

Luis escuchaba estas y otras historias en silencio, sin atreverse a opinar, pues de sobra sabía que uno no debe meterse nunca en pleitos familiares. Pero fueron precisamente estas confidencias de Pepe Vigil, aparte del deseo de volver a caminar bajo los arcos del acueducto, lo que finalmente le decidieron, cuando con las primeras lluvias otoñales, se deshizo la  compañía, a declinar la cariñosa invitación de su amigo y tomar el tren para Segovia.

 

 

Capítulo veinticinco

E

 

l acueducto continuaba allí, tan campante. Luis pasaba bajo sus arcos sin dignarse siquiera a mirarlo, cuando sintió que le aferraba una manaza y escuchó una voz aguardentosa que le decía:

–Hombre, pajarito, al fin te entrampillé. No sabes el alegrón que me da ponerte la mano encima.

Luis se quedó helado. El que así le hablaba, mientras le oprimía el brazo hasta casi rompérselo, era Julián, aquel bruto que trabajaba en el hospicio.

–Anda, anda –continuó Julián–, ven conmigo y no intentes escaparte porque te mato.

Luis no se resistió. Lo que menos podía imaginarse es que en el hospicio, después de tanto tiempo, continuaran preocupándose de él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Julián despejó sus dudas.

–Y no creas que es cosa del hospicio. Allí nos sobran vagos y golfantes para preocuparnos de uno tan tonto que no quiere comer el pan de gorra. No, no es cosa del hospicio, sino de aquella señora que te metió la primera vez y que, no sé por qué, se ha empeñado en hacer de ti un hombre. Apañada está.

–Entonces –se atrevió al fin a decir Luis–, es esa señora la que te mandó buscarme.

–Pues sí. Al mes o así de largarte se presentó preguntando por ti, y cuando le dijeron que te habías largado, puso el grito en el cielo. Todo era chillar que qué poca vigilancia, que si no te habíamos buscado y no sé cuántas tonterías más. La madre le contestó que aquello no es una cárcel y que, si alguien quiere escaparse, poco podemos hacer nosotros. Entonces ella dijo que eso no podía ser, que algo se debería hacer por ti, y que si no querías el hospicio ya buscaría alguna otra solución, pero que lo que no iba a consentir es que anduvieses perdido por el mundo. Fue cuando me ofreció veinte duros si te encontraba. Yo te había visto alguna vez después de largarte, pero me hice el tonto porque ni me iba ni me venía, y cuantos menos bocas que llenar, mejor. Pero cuando oí lo de los veinte duros, no hubo rincón que no registrase. Y cuando ya había perdido la esperanza, mira por dónde me topo contigo. Así que ni intentes escaparte, porque yo por veinte duros soy capaz de degollarte.

–Entonces, ¿no me voy a quedar en el hospicio?

–No. En el hospicio estarás sólo hasta que ella haga lo que piense hacer.

–¿Y que piensa hacer?

–Yo qué sé... Cualquier locura, porque muy grillá debe estar la tía cuando se preocupa y hasta suelta veinte duros por un piojoso como tú.

Capítulo veintiséis

E

 

ra aquella señora que fue a buscarle a su casa para meterle en el hospicio. De las dos que entonces llevaban la voz cantante, pues hubo una que no dijo ni mu, la más amable, no aquella otra tan antipática que parecía la Rosario. Al parecer, le había tomado apego. Y Luis, mientras caminaba a su lado, con el Julián de escolta para estorbarle la espantada, iba pensando en aquello de que hay amores que matan...

Llegaron hasta la Academia militar. En la puerta, la señora, tras despedir a Julián, se dirigió a uno de los soldados de guardia:

–Quiero ver al señor Coronel. Soy la viuda del Teniente Coronel Ramírez. Me está esperando.

El soldado los introdujo en un saloncito rogándoles que aguardaran unos instantes. Volvió enseguida y dijo que le acompañasen hasta el despacho del Coronel.

–Es aquí, señora.

La dama empujó la puerta y entró seguida por un atemorizado Luis.

–Etelvina querida –exclamó el militar besándola la mano–. Tu siempre con tus buenas obras. No cambiarás nunca. Siéntate, por favor –añadió indicando un silloncito que había enfrente de su mesa de despacho–. ¿Así que éste es el pájaro?

Etelvina tomó asiento. También lo hizo él en un gran sillón de cuero situado al otro lado de la mesa. Luis, entre tanto, permanecía en pie mirando con asombro y recelo al militar.

–Si, Juan, éste es. Un desgraciado, huérfano de padre y madre. Yo quise meterle en el hospicio, pero se escapó y las monjas no se responsabilizan de él. Por eso te lo traigo a ti.

–Pero es muy joven para entrar en el cuartel. Si es casi un niño. ¿Cuántos años tienes?

–Quince –respondió Luis. Y, nada más decirlo, de buena gana se hubiera mordido la lengua. Debería haber dicho catorce o trece...

–¿No ves, mujer? Con quince no podemos admitirlo. Es imposible.

–Yo pensaba que como tambor o trompeta... Mira el soldadín.

–Alto ahí. Eso es muy distinto. El soldadín, sí. Tiene la edad de éste y está aquí desde que era un mocoso, cuando apenas había cumplido los diez años. Pero es un caso completamente distinto. Su padre, un brigada ejemplar que tuvo la desgracia de perder a su esposa cuando el niño tenía cinco años y que, como no tiene con quien dejarlo, muchas veces le lleva consigo al regimiento. Y unos años después, cuando este niño que desde pequeñito ha respirado los aires marciales no ha cumplido aún los diez años, el padre muere en un desgraciado accidente durante unas maniobras. ¿Qué quieres que hiciéramos? ¿Dejarlo en la calle? Pues no. El Regimiento hizo lo que tenía que hacer: acogerle como si fuera su hijo. Y eso es él: el hijo del Regimiento; nuestro corneta, nuestra mascota. No compares mujer...

–Sí, si ya sé que no se puede comparar. Pero también es esto una obra de caridad Además, dentro de un par de años podría entrar ya voluntario., Anda, Juan, no seas legalista. Hazlo por mí.

El militar guardó silencio. Luis también callaba, aunque buenas ganas tenía que decir que no se esforzasen, que él no quería ser soldado y que después de todo debería ser él quien tuviera que decidir. ¡Pero cualquiera se atrevía a abrir la boca!

–En fin, Etelvina –dijo el militar rompiendo su mutismo–, tú tienes unas maneras de pedir las cosas que consigues todo lo que quieres. Haremos una excepción y le meteremos de tambor. Y tú, no defraudes a la señora. Lo hago por ella, no por ti. Aquí vas a tener el honor de servir a la Patria y la posibilidad de hacerte un hombre. Pero entérate bien: en cuanto cruces esta puerta tras del sargento, ya eres un soldado; o, en otras palabras, ya estás en el Ejército. Y el Ejército es algo muy serio. Aquí no se juega. Aquí hay que someterse a la más estricta disciplina. Aquí, una escapada como la que tú hiciste en el hospicio es una deserción, y supongo que sabes lo que les ocurre a los desertores. ¿Lo sabes, no?.

–Sí, señor –respondió Luis por responder, ya que tampoco tenía una idea muy clara de lo que les ocurría.

–Nada de “sí, señor”. Sí, mi coronel.

–Sí, mi coronel.

–Ahora, Etelvina –dijo el militar mientras pulsaba un timbre que había sobre la mesa–, te indicaré los papeles que debes traerme. Ocúpate tú de ello.

Tras llamar respetuosamente a la puerta, entró un oficial.

–Teniente, que el sargento Ramírez se encargue de este mozo. Se incorpora al Regimiento como tambor. A ver si hacemos de él un soldado y un hombre.

–A sus órdenes, mi coronel.

Salió el oficial y tras él Luis, sin atreverse a decir ni pío.

Capítulo veintisiete

E

 

l uniforme le venía grande y las botas chicas, pero ropas peores se había puesto; rancho no era el primero que comía, pues más de una vez había acudido al cuartel por las sobras, y si entonces le sabía a gloria, ahora, sin la salsa del hambre, tampoco es que le supiera mal; los veteranos eran unos bordes y sus bromas bastante pesadas, pero otros bordes y otras bromas aún más pesadas había tenido que aguantar ya a lo largo de su vida; lo de hacer instrucción era más bien cansado y resultaba una pelmada, y tocar el tambor en el patio del cuartel no era lo mismo que hacerlo para Ermellina, pero tampoco se iba a morir por eso; allí todos le daban órdenes –hasta el soldadín– y era el último mono de la compañía.

Más eso de ser el ultimo mono tampoco le venía de nuevo; no, no era tan malo aquello del cuartel... Entonces, ¿por qué se encontraba tan a disgusto en él? , ¿por qué se sentía tan triste?

No llevaba allí una semana y era como si ya llevase un año. A veces, tendido en su petate, cerraba los ojos y entonces evocaba personas y parajes; y aquellas personas y parajes, tan cercanas en el espacio y el tiempo, era como si le quedasen lejos, lejos...

Sí, qué lejos de quedaba la plaza de San Justo –de la que estaba apenas a cien pasos– y todos quienes en ella vivían. Qué lejos aquellos días –apenas hacía unos cuantos meses– en que vagabundeaba libre por ella. Qué lejos le quedaba todo...

Estaba tendido, los ojos entornados y de pronto, impensadamente, algunas de aquellas personas surgían ante él. Algunas ya muertas, como la Quica, aquella viejecilla que arrastraba una gallina amarrada a un cordel cual si fuera un perro; o tía Blasa, la bruja, a quien arrebató una cajita que guardaba junto a su cadáver, aún caliente, para regársela a Tina. Y también surgía Tina, la imagen de Tina en el día aquel en que, mientras Pepín proyectaba una película en el cine de juguete, él beso su pelo y sintió cómo ella se estremecía a su lado. Y Pepín, y el señor José, y la señora Faustina. Y su madre....

Sí, también a veces surgían impensadamente imágenes de su madre. Su madre semitumbada en la mesa junto a una botella ya vacía, roncando pesadamente con un ronquido de borracha que a veces taladraba ese silbido agudo que emiten los tísicos al respirar; su madre gritando y pegándose con su padre; su madre pegándole a él, golpeándole una y otra vez con la zapatilla, con la correa, con el palo de la escoba, arrastrándole de los pelos, mordiéndole, arañándole; su madre durmiendo junto a él en el camastro, abrazada a él para darse calor, salpicándole de sangre con aquel tremendo vómito que tuvo dos días antes de morir...

De pronto aquellas imágenes desaparecían. Se hacía el silencio, un silencio que trizaba un toque agudo, penetrante, de clarín. Tocaban ya a diana en el patio del cuartel.

Capítulo veintiocho

E

 

ra su primer día de permiso. Caminaba junto al soldadín, que aunque más bajo que él, parecía haberle tomado bajo su tutela y protección.

El soldadín se paró en el puesto de caramelos de los soportales del Azoguejo para comprar cuatro cigarrillos. Le ofreció uno, que él rechazó.

–Gracias, no fumo.

–Estás un poco atontado. Esto es gloria. Aunque claro, lo que es gloria de verdad es cuando pasa por aquí alguno de la legión y le puedo sacar un petardete.

–¿Un petardete?

–Grifa, que estás en babia. Tú no puedes ni imaginarte lo que es eso.

Marchaban por la calle Real. En el Cervantes ponían una de tiros, pero no tenía una perra. Como si le leyere el pensamiento su compañero dijo:

–Esa no vale nada. ¿Tienes dinero?

–No.

–Ya lo imaginaba. Bueno, hoy corro yo con el gasto porque me siento generoso y he desplumado a unos primos al cané, así que ando bien. Pero no te acostumbres. ¿Sabes? Lo mejor es que vayamos a casa de El Rubio.

–¿El Rubio?

–Sí. El bar que está bajando a San Esteban. ¿No has estaco nunca allí?

–No.

–Me lo imaginaba. Pues es la mejor tasca de Segovia. Hay niñas.

–¿Sí?

–Bueno, no es que sea como La Anita o La Farela. Ésas ¿sabes? No nos dejarían entrar. Una vez que me llevó el cabo Mardonez a casa de La Anita, nos echó la muy zorra tras montar un escándalo

diciendo que ella era un persona decente y que en su casa no entraban niños. Pero donde El Rubio puedes entrar en un cuarto que tiene tras el mostrador, sentarte con una de sus niñas, beberte con ella una botella de vino y darte un buen lote sin que nadie te pregunte la edad. Y te sale más barato que lo otro.

A la altura de la iglesia del Hábeas oyó que le llamaban por su nombre. Volvió la cabeza. Era Tina.

Al principio casi no la conoció. Llevaba zapatos de medio tacón y medias y un vestido estampado muy bonito. Parecía una señorita, una mujer.

–Hola. Luis. Hace mucho que no te veía.

–Estuve fuera.

Ella le miraba fijamente, sin duda extrañada de su vestimenta.

Y él, al verse observado así, al ver cómo ella miraba su traje de soldado –aquel uniforme ridículo que le quedaba grande, aquellas botorras que le hacían daño al andar–, y al mirarla a ella, tan guapa con sus medias y su vestido estampado y sus zapatos de medio tacón, sintió una oleada de rabia y de vergüenza.

–¿Estas haciendo la mili?– preguntó al fin.

–Que remedio. Me metieron voluntario.

Ella sonrió. Después dijo:

–Yo también trabajo. Estoy con don Javier Ruiz, el abogado. Ahora casi no hago más que los recados, pero estoy aprendiendo mecanografía y me ha dicho que el año que viene, como se casa Luisa, su secretaria, y deja el trabajo, yo ocuparé su puesto.

Durante un momento guardaron silencio. Al fin lo rompió Tina.

–He quedado con unas amigas en el Salón. Me tengo que ir.

–Adiós, Tinita.

–Adiós.

Tina se alejó. Él se puso otra vez al par del soldadín, que había permanecido aparte, mirándolos.

–¿Quién es esa niña?

–Una vecina mía.

–Un poco flacucha y lisa, pero guapa. ¿Te la has trajinado?

Ni siquiera contestó. De buena gana le hubiera pegado. Era como si aquel sapo escupiera sobre Tina, sobre él.

Cuando entraron en la Plaza Mayor, dijo:

–Yo voy hacia el Alcázar.

–Pero bueno, ¿estas tonto? ¿Qué vamos a hacer en el Alcázar? Vamos a casa El Rubio.

–Ve tu, si quieres. Yo no tengo ganas.

–Cuando yo digo que eres un panoli. Ni siquiera si voy a poder espabilarte. En fin, tú te lo pierdes. Adiós.

Vio cómo atravesaba la Plaza Mayor. Cuando se perdió por la calle estrecha que conducía a la Plaza de San Esteban, se sintió más libre. Después, lentamente, tomó el camino de la catedral para dirigirse hacia el Alcázar.

Capítulo veintinueve

S

 

e había acodado sobre la barandilla del parque del Alcázar. Allá enfrente divisaba la alameda del río, el Paular, Zamarramala al final de la empinada cuesta. El cielo se pintaba de carmín. Atardecía.

En el parque otros soldados como él abordaban con poco éxito a las criadas que andaban vigilando a los niños. Un grupo de muchachas cruzó a su lado y, tras mirarle sin disimulo, prorrumpieron en burlonas risitas. Sintió crecer su malestar. Hubiera hecho mejor en irse con el soldadín a casa El Rubio y estar allí bebiendo vino hasta emborracharse...

Volvió a pensar en Tina. Parecía mentira lo que había  cambiado. Ya era casi una mujer, una señorita... Pensó que se alejaba de ella, que ahora estaba muy lejos de ella. Y cuando fuese la secretaria del abogado, estaría más lejos aún.

Las grajinas llenaban la tarde con sus gritos. Se dejaban caer desde lo alto de las almenas del Alcázar y después volvían a elevarse. Volaban en círculos, gritando siempre. Algunas se alejaban en un vuelo raudo hasta las peñas de la Fuencisla. Daba hasta gusto verlas tan libres, tan ligeras.

Sí, Tina sería una señorita. Y Pepín... cualquiera sabe lo que llegaría a ser Pepín, con lo listo que era. Claro que, si Pepín hubiera tenido en vez de los padres que tenía unos como los suyos, de poco le habría valido ser listo. Y si él hubiera tenido los padres de Tina y de Pepín, a lo mejor no había servido para estudiar porque, la verdad, no le gustaban los libros, pero seguro que no estaría como ahora. Al menos iría todos los domingos de caza con el señor José, que para eso bien que valía.

Continuaba apoyado sobre la baranda. Entraba la noche.

Pasó un soldado junto a él, y le dijo:

–Vamos, soldadín, no te duermas que se hace tarde y puede caerte un buen paquete.

Dio media vuelta de mala gana para emprender el regreso al cuartel. De pronto una nube de grajinas pasó su cabeza, lanzando unos ensordecedores gritos.

–¿Por qué gritáis, malditas? –dijo entre dientes– Tenéis comida, nido. Vais a donde os de la gana. Voláis. ¿A que esos gritos? ¡Ojalá fuese yo un grajo...!

 

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poesías

                              

              Llora hoy mi corazón tierno y doliente

 

y llora por la dicha que da el llanto,

por ver el lloro transformarse en canto

¡oh gemir cantarino de la fuente!

Y siente que el llorar va, dulcemente,

envolviéndole en tierno y claro encanto

que adormece el dolor que, mientras tanto,

surge en el corazón pujante, ardiente.

Dolor que no es de ahora, que ha nacido

al sentir que lanzaba en su latido,

con la sangre vital, también su vida.

Y el corazón, preñado de temores,

quiere llorar, por nada, por las flores...

y cantando este llanto, ver si olvida.

 

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El dolor que me agobia es ya muy viejo,

es el que da el morirse lentamente,

sin estridencias...¡ oh dolce far niente

de este largo morir  cara al espejo!

Y estoy muriendo aquí mientras bosquejo

un verso melancólico y doliente;

mientras, vana aventura de la mente,

pongo en rima el dolor de que me quejo.

Y estoy muriendo aquí, sin un aullido,

sin que mi sangre exalte su agonía

en protesta feroz, desesperada...

Sin novedad heroica...En un latido

apagado y vulgar que, día tras día,

me empuja inexorable hacia la nada.                   

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Canciones

 

 Atardece ...En mi cuarto se desangran las rosas.

En el cuarto en penumbras, en un jarro azulado

un manojo de rosas se va tornando muerto.

Lentamente su sangre brota y brota, mecida,

por el tic_tac monótono de un reloj grande y viejo.

Atardece...en la sombra la más dulce agonía:

Un perfume liviano y un desmayo de pétalos.

                   

           

¡Ha florecido el sol en el camino!

El sol en el camino es ya cristal y nieve.

Campánula de alegre mirar

¡qué alegre tu mirar de amanecida!

Campánula, mi alma espera tu latir celestial.

Rompa la miel añil de este cielo el tañir

cristalino, argentino, de tu cáliz de nieve.

Mediodía gentil en el camino.

Blancor humilde y breve.

¡Flor del espino!

            

 

Era, amor,

sobre los trigos en flor,

mi carne un rojo clavel.

Ahora, los trigos segados

mi carne, jazmín ajado

sigue soñando con él .

¡ Ay, amor!

¡ Ay, clavel !

                    

 

Y ahora llueve...Gris fino en las mejillas

de una tarde de otoño que enfermó de improviso.

Gris nostalgia en los ojos azules de una niña

blanca y débil _sonrisas entre un toser cansino_.

Y ahora llueve...Chabolas goteantes,

gris de fango, _traperos a la orilla del río_.

De la  tierra se eleva un perfume de vida

y en el cielo aletea la esperanza de un lirio.

 

Campo de Marte..... Vagan los fantasmas

de olvidados guerreros.

La pluma real del indio...El oriflama

de la proeza idílica y sangrienta...

Éramos niños...Tristes fantasías

de una marchita historia.

Cuando el verano despojaba al río

de su veste de sierpe congelada,

cuerpos desnudos, saltos, zambullidas...

Grecia ya rota, roto ya Alejandro.

Invisible chicharra trepanaba

el erial silente y ardoroso...

La cizaña, los cardos, los lampazos,

  resecada miseria...            

 

Y muy cerca también, bajo el profundo

azul y azul, iglesias y palacios,

acueducto sin agua, caserones,

desfile de cadetes caballeros,

pardos seminaristas, negros frailes,

levítica ciudad, colegio umbrío,

mes de las flores, sexto mandamiento,

Historia Universal, Gloria de España,

traducción de latín, racionamiento,

tercer año triunfal...Campo de Muerte...

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LA  LLUVIA

 Llueve. Llueve en el campo...Ya son grises

los agrios amarillos de los secos rastrojos,

los patatares verdes, que, junto a los trigales

tendidos, al pobre brindan monótono alimento.

Llueve...Llueve en el campo, y el cielo de Castilla

tiene un color hermano al de la llana gleba.

Y el aire es una masa de gris constante y frío,

uniforme atonía que une el cielo y la tierra.

Una yunta de bueyes mansamente camina,

húmeda mansedumbre que sufre el agua mansa.

El hombre que los guía, en un capote envuelto,

se pierde, oscuro barro que en el barro se hunde

en el gris sucio...Llueve en el campo...Llueve..

 

 Llueve...Llueve en el río. Corazón fugitivo

que late largamente con mil saltos de peces.

Agua turbia y fangosa, gris movedizo y sucio,

antes claro camino que el cielo reflejaba.

Como un jardín soñado, en su espejo temblaban

los álamos y chopos que pueblan sus riberas

y la lluvia ha borrado aquel parque fingido,

mientras se inclina el sauce como un perro mojado

y los chopos y álamos, tristemente desnudos,

se agrupan y tiritan...Llueve en el río...Llueve...

 

 Llueve...Llueve en la urbe. Y el asfalto anticipa

un Iris que las casas taparán en el cielo,

y mil patios se limpian con el agua tranquila

y las calles calladas juegan a ser arroyos

y lánguidos paraguas lloran lutos extraños

y la gente se agrupa en los anchos portales.

 

Llueve ...Llueve en la urbe. Sobre fuentes radiantes

coronadas con mármoles de dioses mitológicos,

sobre las anchas losas de las cuadradas plazas

jalonadas por viejos faroles melancólicos,

sobre parques cuidados con un  marchito esmero

de un pasado Versalles, flor de la geometría,

sobre avenidas largas, con el grito ondulado

de las rojas serpientes de las luces de neón,

sobre avenidas largas, con la melancolía

esférica y humilde de tranquilas acacias,

sobre avenidas largas, donde los automóviles

con sus ojos anfibios rompen el gris informe,

sobre plazas pequeñas y humildes, cual las viejas

que en ellas toman, lentas, el dulce sol de invierno,

sobre blancos palacios y polícromos cines,

sobre el brillante vidrio de los escaparates,

sobre los vertederos, en donde las cloacas

se abren plenas de un agua fangosa y turbulenta,

sobre los vertederos, donde ratas inquietas

se amontonan, hinchadas y grises como fango,

sobre tristes chabolas, que en lejanos suburbios,

se amontonan, hinchadas y grises como ratas,

sobre tristes chabolas y plazas y palacios

y calles asfaltadas, llueve en la urbe...Llueve.

 Llueve...Llueve en el mundo.  En el mar gris de acero,

en el mar gris de acero y azul de las tormentas,

en las playas crujientes de mariscos podridos

y en espesos pinares de un azul ceniciento,

en pequeñas ciudades provincianas dormidas

_lluvia en turbión, furioso barbotear de las gárgolas_,

en pequeñas ciudades provincianas dormidas

_lluvia tranquila y lenta y cansada y monótona_,

en aldeas perdidas en la seca planicie,

en aldeas desnudas y solas como niños,

en las grandes ciudades y en los puertos oscuros,

en estaciones viejas, grises y abandonadas,

en selvas tropicales, como un bosque furioso

que se desploma trágico sobre el bosque dormido,

en iglesias ruinosas y aislados cementerios

como una humilde muerte sobre la humilde tierra.

 ¡Oh la lluvia, la lluvia! ¡La lluvia sobre el mundo!

Lluvia rauda y furiosa, o tranquila y eterna.

Solo algo gris y lento que baja gota a gota,

que baja gota a gota como algo gris y lento,

como algo gris y lento que baja eternamente,

que baja eternamente, largo y viscoso beso.

¡Oh la lluvia, la lluvia, la lluvia sobre el mundo!

La lluvia sobre el mundo, la dulce y triste lluvia:

como surcos o álamos eternos y constantes,

como lágrimas grises o como grises días.

Tiempo, tiempo tranquilo, tiempo tras los cristales,

tiempo que se desliza insensible y cansado,

tiempo que se desliza, la mano en la mejilla,

insensible y cansado, lluvia tras los cristales.

Huida gris y lenta de días melancólicos

como un agua continua que baja gris y lenta.

Sobre el campo y las calles y la vida que fluye,

como días iguales y grises y constantes,

en el campo, en la calle, en el río que fluye

igual gris y constante, llueve en el mundo...Llueve...     

                

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 LA CARTA OTORGADA

 La Reina, llena de ardores

 abraza al palafrenero.

 El mozo, gallardo y fiero

 le enchufa de mil amores

 su descomunal madero.

Y al sentirse taladrada

 por la dicha enajenada

 chillando como un marrano,

 exclama en su calentura,

 perdida toda mesura :

¡VIVA EL PUEBLO  SOBERANO!

 

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En todos los cementerios

de Nebraska, Wisconsin y Ohio,

los jóvenes muertos tendrán coronas de flores

con recuerdos de Mamy, tía Ketty y la adorada Molly.

Pero algunos jóvenes muertos

no están en Nebraska, Wisconsin ni Ohio:

yacen en una tierra ignorada,

aunque muy nombrada por los periódicos.

Ninguna corona de flores

con cariñosos recuerdos hay en sus tumbas ;

por otra parte, no hay ninguna tumba,

pues todo lo borra el monzón.

 Cual delicadas mariposas

hasta Nebraska, hasta Wisconsin  y hasta Ohio

llegan los telegramas concisos

notificando el triste suceso.

Y llega también la medalla

y la mención especial que comunica

a Mamy, tía Ketty y la adorada Molly

que su niño murió heroicamente.

Papá y los demás veteranos

pensarán que es el peso de la gloria.

La gloria que conlleva ser

bastión de la libertad.

 Y Johnny, el hermano menor,

al ver en la tele los bravos comandos,

imagina que alguno de ellos

es su muchacho perdido.

Y sueña en el día aún lejano

que él también logrará la honra

de ser en tierras extrañas

bastión de la libertad.

Y mientras Mamy, tía Ketty y la adorada Molly

miran con nostalgia las fotos,

papá se enjuga una lágrima

al ver cómo alza la Bolsa.

Después de todo, es lo importante,

y bien pensado tampoco es tan grave

que falten flores en alguna tumba

de Nebraska, de Wisconsin o de Ohio

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