Luis Landero

Entre amigos

Siempre me ha gustado mucho el fútbol y, desde que tengo uso de razón futbolística, he sido incondicional del Real Madrid.

_¿Seguro?

_Seguro.

_Entonces, si eres tan madridista, seguro que te acuerdas de cuál es el trofeo más grande que tiene en sus vitrinas el club. Y a lo mejor, de paso, también me puedes decir contra qué equipo lo ganó, cuánto pesa, cuánto mide y de qué metal es.

El señor Cosme tiene en el barrio una tienda de ultramarinos desde hace muchos años. Es un erudito estrambótico del Real Madrid, y desde que se enteró de que también yo era madridista, me hace preguntas que los dos sabemos que yo no voy a saber contestar. Mientras despacha, envuelve los artículos y prepara la cuenta, se crea un largo momento de suspense. El señor Cosme me echa de vez en cuando una mirada medio ladina y medio pícara. Yo entonces le digo cualquier cosa, el Trofeo Carranza, el Teresa Herrera, el de las Tres Carabelas, y él sonríe y va negando con la cabeza, cada vez más satisfecho de sí mismo.

_¿Y tú eres del Madrid? _me dice al final, en un tono afectado de desdén, cuando yo me doy ya por vencido.

Luego me dice la respuesta, yo finjo un gesto de asombro, él sonríe feliz, y nos despedimos entre risas hasta el próximo día.

¿Por qué todo esto?, me pregunto a veces. ¿Por qué toda esta erudición, este interrogatorio sin esperanza, esta dócil entrega por mi parte a un juego en el que siempre salgo perdedor? Y alguna vez he creído comprender que la respuesta es en el fondo muy sencilla. Se trata simplemente de uno de los tantos ritos que la amistad inventa para renovarse a sí misma, para afianzar sus lazos de afecto y de complicidad. Es un modo secreto de decir: Bueno, mientras haya preguntas y respuestas seguimos siendo amigos; nos unen la vecindad, el comercio y el fútbol.

El fútbol. Alguna vez también me he preguntado cómo comencé a entrar en ese mundo, a sucumbir a sus hechizos, a quedar atrapado en la red de uno de esos afanes que duran para siempre y que, quien no lo pruebe, no lo podrá nunca comprender. Al principio, como tantas veces suele ocurrir, fueron los recreos y las interminables y mágicas tardes de la infancia, esa aguda y placentera y a veces un poco angustiosa sensación de libertad y de aventura que uno experimentaba al salir de la escuela o de la casa y de la tutela de los padres, la ilusión de que allí comenzaba otra vida, otro mundo, la promesa de una Tierra Prometida que al final, en efecto, no era otra que la tierra de los descampados y patios de colegios donde la tribu se reunía, la gozosa lentitud de aquellas tardes de entonces que parecían eternas, las carreras, los retos, los alardes, la vitalidad sin límites, la sangre golpeando en las venas como un cauce crecido, aquellas ganas desaforadas de vivir, la vida como única patria, la plenitud lograda en cada grito, en cada gesto..., y la amistad, sobre todo y antes que nada y para siempre la amistad, que es el sentimiento más perdurable de aquella época de iniciación y encrucijada, y el que ahora vuelve para dejarme en cada una de estas líneas un sabor agridulce de nostalgia.

La amistad. Eran los tiempos de Di Stéfano y estábamos internos en un colegio de curas que había en el barrio de Prosperidad, y enseguida hicimos equipos para jugar a la salida de clase. Esteban, Carlitos, Gimeno, Emilio, Santiaguín, y otros de cuyos nombres no me acuerdo, la primera tribu _después de la familia_ a la que pertenecí de hecho y de derecho y a la que de algún modo, por un misterioso vínculo sentimental que no se aflojará nunca, sigo perteneciendo. Ésos éramos nosotros, y ésos nuestros nombres de diario que, de pronto, ante la inminencia del juego, adquirían una resonancia semejante a la de los grandes apelativos de guerra que reuníamos en las colecciones de cromos: Esteban, Ríal, Gimeno, Kopa, Carlito, Pazos, Emilio, Ramallets... En fin, ésos éramos nosotros, una mezcla muy bien batida de realidad y de imaginación, de deseos que parecían cumplirse en el solo acto del intento.

_Pues si eres tan madridista como dices, entonces seguro que sabes quién marcó el primer gol en el estadio Santiago Bernabéu.

_Quién marcó el primer gol. . . Déjeme pensar un poco, señor Cosme.

Pero por más que pienso no consigo recordar nada. Sin embargo, de lo que sí me acuerdo, y con qué nitidez, es de que a veces jugábamos con pelotas de goma y a veces la pelota de goma se pinchaba y había que suspender el partido «¡La hos!», decía siempre Gimeno, y entonces se nos venía encima una frustración enorme, y era como si de pronto nos hiciéramos mayores: de repente pasábamos de jugar a no saber qué hacer. El tiempo se hacía infinito, y todo alrededor era triste y monótono y a uno hasta se le quitaban a ratos las ganas de vivir. En instantes así, descubrimos esa terrible experiencia existencial, desconocida hasta entonces, que es el tedio. Como el amor, también la amistad tiene mucho de aprendizaje, y aquel súbito despertar del tiempo mágico de juego al tiempo gris e inhóspito de la realidad era una de las tantas lecciones que nos ofrecía la vida, y no a cada uno por su cuenta sino a todos juntos, toda la tribu entregada de pronto a un silencio y a una melancolía de gente adulta y ya desengañada.

Pero si jugábamos con un balón de cuero, o la pelota de goma no se pinchaba, entonces se iba haciendo de noche y nosotros seguíamos allí dale que te pego, a veces jugando y a veces discutiendo, porque como no había árbitro debíamos pararnos cada rato a debatir las jugadas polémicas. Ya veces ocurría que el debate acababa desplazando en interés al mismo partido. Y allí seguíamos hasta que ya no se veía casi nada, mientras alrededor del descampado o del patio se iban encendiendo las luces de la Prospe, y cerraba la noche y nosotros continuábamos jugando un poco más aún, apurando el último resto de claridad, todavía un poco más, demorando el momento de regresar a los corredores del colegio, el cuerpo derrotado y el espíritu invicto, exhaustos pero felices como pocas veces lo hemos sido en la vida.

_Pues ahora mismo no me acuerdo, señor Cosme. ¿Molowny?

_¡Molowny! ¡Pues vaya aficionado al Madrid que estás tú hecho!

A los internos, los curas nos llevaban un domingo sí y otro no a ver al Real Madrid. El día que no tocaba, nos llevaban al cine, y recuerdo los cines del barrio y el nombre de las grandes estrellas con la misma intensidad épica que a mis jugadores favoritos: el López de Hoyos, Clark Gable, el Covadonga, Rita Hayworth, el Bahía, Gary Cooper, el Morasol, el General Oráa, Eddie Constantine, Grace Kelly... Entrar en el cine o en el estadio era un poco lo mismo: una invitación a explorar el territorio que había más allá de la diaria y a veces triste realidad.

Al estadio Bernabéu íbamos andando, atrochando por descampados y desmontes, subiendo y bajando terraplenes, y caminando luego un rato al lado del Canal de Isabel, que entonces estaba al aire libre y formaba un arroyo claro y alegre. En aquellos tiempos, en los descampados había rebaños de ovejas, en el Canal había muchas ranas, y en los desmontes había cuevas donde vivían familias de gitanos y donde por la noche se  veían de lejos arder grandes hogueras. También a veces, en un remanso del Canal, había mujeres haciendo la colada, y niños descalzos pescando renacuajos: Luego aparecían chalés dispersos, atravesábamos algunas calles y enseguida estábamos en el Bernabéu.

Aquella debió de ser la temporada 1957-1958: Sí, debió de ser ésa porque todavía no había llegado Puskas, y la delantera era Kopa, Mateos, Di Stéfano, Rial y Gento. Y también estaban Santamaría, Joseíto, Marquitos, Zárraga… Y todos teníamos nuestro ídolo. El ídolo de Esteban y de Emilio era Di Stéfano, cómo no, y ante eso no cabía discusión. Cuando se hablaba de Di Stéfano todos se callaban, hasta Gimeno, como si fuese algo medio religioso.  El ídolo de Santiaguín era Gento. «¿Habéis visto cómo corre?» Estábamos a lo mejor en el pasillo o en el dormitorio. «Lánzamela y verás cómo corre», le decía a Esteban o a Carlitos, y entonces agachaba la cabeza, se ponía los puños en el pecho, la cara plena de velocidad, e imitaba una carrera febril que todos seguíamos con los ojos desorbitados por la admiración.

Pero el ídolo más enigmático y maravilloso de todos era el de Carlitos. Se llamaba René Petit, y sólo ya el nombre, que los demás nunca habíamos oído antes, invitaba al ensueño. ¡René Petit! Carlitos era con mucho el más imaginativo de la tribu. Se inventaba historias, nos contaba películas, nos radiaba partidos inventados, y una vez hizo incluso una alineación con personajes históricos de la Enciclopedia Universal. Allí estaban, cada cual en su posición, don Pelayo, Viriato, san Isidoro de Sevilla, Felipe II, Almanzor, el rey Wamba y otros de ese tipo. Y allí estaba, cómo no, René Petit, siempre había un sitio para René Petit. Debía de haber oído hablar de él a su abuelo, y luego por su cuenta se lo había reinventado, hasta convertirlo (y ahí no había discusión posible) en el mejor jugador que había existido nunca y que podría existir jamás. ¡René Petit! Y se ponía a narrar sus jugadas. Era pequeño y frágil, pero al contar su figura adquiría a veces proporciones casi gigantes. Todos sentados alrededor escuchando, y él haciendo micrófono con el puño, como un locutor de radio, y mirando fijamente a lo lejos, al campo imaginario, y moviendo la cabeza para seguir los avatares del juego. «Señores, ahí está René Petit, ahí recibe la pelota, controla, caracolea, avanza, regatea a uno, a dos, mira a los lados, se interna...», y seguía contando sus quiebros, sus pases en profundidad, hasta culminar la jugada con una asistencia o con un gol que cantaba con la voz vibrante, sostenida y eufórica.

De sobra sabíamos que él no lo había visto nunca jugar, ni siquiera en el cine, pero nos daba igual, y no le decíamos nada porque preferíamos creernos sus historias y compartir las aventuras de su héroe.

El ídolo de Gimeno era Santamaría, porque también él era defensa central, marcador nato, y además de los duros, y entraba tirándose al suelo, rebañando con las dos piernas, y en los saltos no había quien le ganara, de fuerte y de alto y de impetuoso que era. Porque era muy fuerte. Le gustaba mucho echar pulsos, y los ganaba siempre todos. «Toca, toca», decía, y doblaba el brazo en plan forzudo exhibiendo la molla. Y también él tenía sus mitos, que eran Ciriaco y sobre todo Quincoces, y a veces para jugar se ponía un pañuelo en la cabeza como a la vieja usanza.

En cuanto a mí, por el jugador que sentía más devoción, no sé por qué, era por Juanito Alonso, y eso que siempre me consideré demasiado bueno como para desperdiciar mis cualidades jugando de portero. Pero a mí me encantaba su estilo, su manera de saltar al campo, de ponerse la gorra, de salir de puerta y blocar la pelota contra el pecho haciendo con las manos una figura de lo más artística. Y sí, todos teníamos nuestros ídolos, y yo creo que a todos nosotros nos gustaba más jugar que ver jugar,  y más que con el partido, disfrutábamos luego contándonos unos a otros las mejores jugadas, y representándolas, cómo hizo Gento para escaparse por la banda, cómo  regateó en un palmo de terreno Kopa, cómo centró Rial y despejo Santamaría, cómo remato Di Stéfano aquella pelota inverosímil, o cómo salvó Juanito Alonso aquel disparo a bocajarro, y así nos íbamos reinventando el juego y adaptándolo a nuestra capacidad de imaginar y de soñar. Y lo mismo pasaba con el cine: casi mejor que ir era escuchar a Carlitos contar a su manera la película. Y es que ser amigos tenía mucho que ver con el arte de la narración. Eso era lo que realmente nos unía, el hablar y el contar y el convertir en relato lo que habíamos visto para vivirlo así una segunda vez, en una versión nueva donde los sucesos eran mucho más hermosos, y donde todo estaba hecho a la medida de nuestros anhelos casi siempre incumplidos.

Y, otra cosa que estábamos discutiendo a todas horas era cuál debía ser la mejor alineación mundial posible. Los únicos seguros eran Di Stéfano y René Petit, y los casi seguros Gento,  Quincoces y  Kubala. Luego  empezaban ya las discrepancias. Cada cual intentaba defender a su ídolo, Gimeno quería meter también a Ciriaco y nosotros no lo dejábamos, y yo a Juanito Alonso, aunque al final siempre acababa ganando Zamora. Definitivamente, disfrutábamos tanto con las jugadas como con la fantasía y la narración.

_Pero la historia no se hace con fantasías, sino con realidades claras y concretas, como ésta por ejemplo: ¿contra quién ganó el Madrid la final del Campeonato de España de 1917? _me ha preguntado esta misma mañana el señor Cosme.

_En 1917... Espérese un momento, hombre, no me atosigue, déjeme pensar...

Y no sé por qué recuerdo también que a la salida del estadio, en medio del gentío, había autobuses viejos, que algunos les llamaban camionetas, cada uno con un hombre a la puerta que gritaba: «¡A Atocha, a Atocha!», «¡A Ventas!», «¡A Hortaleza!», y justo allí con esos gritos empezaba para mí la tristeza de los atardeceres de domingo. En realidad, justo en aquel momento empezaba a ser lunes. Y una de aquellas tardes, lo recuerdo muy bien, al regresar del colegio vimos un circo en un baldío, ya con la luz sucia del atardecer. Era un circo pobre, con la carpa floja y descolorida, con una jaula donde había un oso viejo y triste, y callado, espulgándose, un mono también viejo atado con una cadena, y un carromato en cuya puerta, sentada en las escaleras, había una muchacha preciosa de verdad, vestida con una falda y una blusa de colores, peinándose lentamente una gran cabellera negra, en una actitud de ensueño, ausente de todo cuanto no fuese aquella tarea que le daba un aire entre ingenuo y fatídico de sirena. Pasamos a su lado y yo contuve la respiración y apenas me atreví a mirarla de cerca. Era muy joven y era guapísima, la mujer más guapa que yo había visto nunca, más que Rita Hayworth y que Grace Kelly, y recuerdo que el resto del camino lo hicimos ya en silencio, cabizbajos, llenos de pronto de nostalgia, porque la vida acababa de darnos otra lección y todos, de repente, nos habíamos hecho un poco más mayores, y la infancia, con toda su magia, iba quedando un poco atrás.

_¿En 1917?

_Sí señor, el mismo año de la Revolución Rusa. 

Y también sé que Esteban quería ser marino, Gimeno policía secreta, Emilio y yo no sabíamos, Carlitos quería ser actor y Santiaguín dudaba entre misionero o cazador en África. Y recuerdo muy bien que en aquella época los inviernos duraban mucho, y eran muy fríos, y si salías al patio del colegio el viento helado estaba allí esperando para morderte en las manos, en las orejas, en los huesos. Pero éramos felices, y quizá nunca lo hemos vuelto a ser como entonces. Y aunque he olvidado muchas cosas, lo que recordaré siempre de esos tiempos es la amistad, las hermosas complicidades, la lealtad sin límites, la trascendencia de los sobreentendidos, y esa cierta épica de horizontes lejanos con que encarábamos un futuro todavía lleno de promesas, que yo no sé si se cumplieron o no porque luego, un día, de pronto, como una bandada  de pájaros,  levantamos el vuelo, nos dispersamos cada cual por su  rumbo, cada cual al encuentro de su destino o de su azar.

_La final del Campeonato de España de 1917...

_¡Qué! Parece que tampoco en esta ocasión vamos a acertar… _dice el señor Cosme, medio compasivo y medio zumbón.

Pero esta vez yo sí lo sé. ¡Pues claro que lo sé! Jugamos contra el Arenas de Guecho, nos lo contó Carlitos en una de sus retransmisiones radiofónicas, y ganamos dos uno. Y en ese equipo jugaba además el mejor jugador que haya existido nunca, el gran René Petit.

Pero en el último instante pienso que no debo decirlo. Pienso que los ritos de la amistad son sagrados, y prefiero confesar que no me acuerdo, que me doy por vencido, que ésa es una pregunta demasiado difícil para mí.

_¡Pues vaya madridista que estás hecho!

Y en ese momento yo me siento feliz, casi tanto como entonces, porque sólo hay una cosa mejor que ver jugar al fútbol, Y es hablar del fútbol entre amigos, del mismo modo que a veces, más que vivir, lo que nos gusta es contar la vida, y convertirla para siempre en relato.

Y así es como todos hemos construido este club, con nuestras historias hechas de deseos y de verdades entrevistas. El Real Madrid es, más que nada, un espacio imaginario que habita en nuestras mentes. Nosotros, los aficionados, somos el alma de este sueño infantil. Que otros pongan la realidad.

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